LAS CATEGORÍAS DE LO FEO, DE LO BELLO Y DE LA TÉCNICA

La categoría de lo feo

Es un lugar común que el arte no se reduce al concepto de lo bello, sino que para completarlo hace falta lo feo en tanto que se negación. Pero de este modo no está simplemente eliminada la categoría de lo feo en tanto que canon de lo prohibido. Ya no prohíbe vulneraciones de reglas generales, sino vulneraciones de la coherencia inmanente. Su generalidad ya sólo es la primacía de lo particular: no debe haber nada que no sea específico. La prohibición de lo feo se ha convertido en la prohibición de lo no formado hic et nunc, de lo no elaborado, de lo basto. La disonancia es el término técnico para la recepción mediante el arte de lo que tanto la estética como la ingenuidad llaman feo. Sea lo que fuere, lo feo ha de conformar o poder conformar un momento del arte; una obra de Rosenkranz, el discípulo de Hegel, se titula Estética de lo feo [17]. El arte arcaico y también el arte tradicional desde los faunos y los silenos del helenismo abunda en imágenes cuyo material era considerado feo. El peso de este elemento creció tanto en a modernidad que de ahí surgió una cualidad nueva. De acuerdo con la estética habitual, ese elemento se opone a la ley formal que domina la obra, es integrado por ella y la confirma de este modo (junto con la fuerza de la libertad subjetiva) en la obra de arte frente a los materiales. Éstos serían vellos en un sentido superior: mediante su función en la composición de la imagen o en la producción del equilibrio dinámico; pues (según un topos hegeliano) la belleza está adherida no simplemente al equilibrio en tanto que resultado sino siempre al mismo tiempo a la tensión que produce el resultado. La armonía, que en tanto que resultado reniega a de la tensión que en ella se detiene, se convierte de este modo en algo perturbador, falso, si se quiere, disonante. La concepción armonicista de lo feo se ha ido a pique en la modernidad. Ha surgido algo cualitativamente nuevo. Las atrocidades anatómicas en Rimbaud y Benn, lo repugnante físicamente en Beckett, los rasgos escatológicos de algunos dramas contemporáneos no tienen nada que ver con la grosería campesina de la pintura holandesa del siglo XVII. El placer anal y el orgullo del arte por asimilárselo con superioridad abdican; en lo feo capitula por impotente la ley formal. Tan completamente dinámica es la categoría de lo feo, e igualmente necesita que su contraria, la categoría de lo bello.

Ambas se niegan a ser fijadas mediante una definición, como pretende toda estética cuyas normas se basan en esas categorías aunque sea de manera muy indirecta. El juicio de que algo (un paisaje devastado por la industria, un rostro deformado por la pintura) es simplemente feo puede ser la respuesta espontánea a esos fenómenos, pero carece de la autoevidencia con que se presenta. La impresión de la fealdad de la técnica y del paisaje industrial no está explicada suficientemente desde el punto de vista formal, aunque por lo demás puede seguir dándose en las formas finales elaboradas puramente e íntegras estéticamente en el sentido de Adolf Loos. Esa impresión se remonto al principio de violencia, a lo destructivo. Los fines establecidos no están reconciliados con lo que la naturaleza quiere decir por sí misma, aunque de manera medida. En la técnica, la violencia sobre la naturaleza no se refleja a través de la exposición, sino que salta inmediatamente a la vista. Esto lo podría cambiar un giro de las fuerzas productivas técnicas que midiera a éstas no simplemente con los fines pretendidos, sino también con la naturaleza que ahí es formada técnicamente. El desencadenamiento de la fuerzas productivas podría, tras la eliminación de la carencia, transcurrir en otra dimensión que sólo el incremento cuantitativo de la producción. Atisbos de esto se muestran donde las construcciones se adaptan a las formas y a las líneas del paisaje; pero también ya donde los materiales a partir de los cuales se realzaron los artefactos procedían de su entorno y se acomodaron a éste, como algunos castillos. Lo que se llama paisaje cultural es bello como esquema de esta posibilidad. Una racionalidad que acogiera estos motivos podría ayudar a curar las heridas de la racionalidad. La propia sentencia sobre la fealdad del paisaje destrozado por la industria que la consciencia burguesa dicta ingenuamente da con una relación: la aparición del dominio de la naturaleza donde la naturaleza muestra a los seres humanos la fachada de lo indómito. Esa indignación se acomoda, por tanto, a la ideología de la dominación. Esa fealdad desaparecería si la relación de los seres humanos con la naturaleza se desprendiera del carácter represivo que prosigue la opresión de los seres humanos, no al revés.

El potencial para eso en el mundo devastado por la técnica radica en una técnica que se haya vuelto pacífica, no en exclaves planificados. No hay nada presuntamente feo que no pudiera sacudirse su realidad mediante su lugar en la obra, emancipado respecto de lo culinario. Lo que figura como feo es en principio lo históricamente más antiguo, lo que el arte ha expulsado en el camino de su autonomía, por lo que está mediado en sí mismo. El concepto de lo feo parece haber surgido en todos sitios al apartarse el arte de su fase arcaica: señala el retorno permanente de esta fase, enredada en la dialéctica de la Ilustración, en la que el arte toma parte. La fealdad arcaica, las máscaras de los cultos caníbales, eran en contenido, imitación del miedo, que difundían en torno a sí como expiación. Con la depotenciación del miedo mítico mediante el despertar del sujeto desaparecen los rasgos del tabú que eran el órganon de éste; esos rasgos sólo son feos a la vista de la idea de reconciliación, que entra en el mundo con el sujeto y con su libertad. Pero los viejos espectros sobreviven en la historia, que no hace efectiva la libertad y en la cual el sujeto prosigue como agente de la falta de libertada el hechizo mítico contra el que se rebela y bajo el que se encuentra. La frase de Nietzsche de que todas las cosas buenas fueron alguna vez malas y la tesis de Schelling sobre lo terrible en el comienzo podrían haber sido experimentadas en el arte. El contenido derribado y recurrente es sublimado como imaginación y como forma. La belleza no es el comienzo platónicamente puro, sino que ha llegado a ser en el repudio de lo antes temido, que se convierte en feo retrospectivamente, desde su telos, con ese repudio. La belleza es el hechizo sobre el hechizo, el cual pasa en herencia a ella. La ambigüedad de lo feo procede de que el sujeto subsume bajo su categoría abstracta y formal todo aquello sobre lo que dictó su veredicto en el arte, lo sexualmente polimorfo igual que lo deformado por la violencia y mortal. A partir de lo recurrente llega a ser eso otro antitético sin lo cual el arte, de acuerdo con su concepto, no es posible; recibido mediante la negación, corroe correctivamente lo afirmativo del arte espiritualizador, antítesis de lo bello, cuya antítesis era. En la historia del arte, la dialéctica de lo feo también absorbe la categoría de lo bello; lo kitsch es, desde este punto de vista, lo bello en tanto que feo, tabuizado en nombre de lo bello que fue en otros tiempos y a lo que contradice debido a la ausencia de su contrario. Que el concepto de lo feo y su correlato positivo sólo se puedan determinar formalmente está íntimamente relacionado con el proceso de Ilustración inmanente del arte. Pues cuanto más dominado está el arte por la subjetividad y cuanto más irreconciliable ésta tiene que mostrarse con todo lo que le está sometido, tanto más se convierte la razón subjetiva (el principio formal por antonomasia) en canon estético[18]. Esto formal, que obedece a legalidades subjetivas sin consideración de su otro, mantiene su carácter agradable sin ser quebrantado por eso otro: la subjetividad disfruta ahí inconscientemente de sí misma, del sentimiento de su dominio. La estética de lo agradable, una vez liberada de la cruda materialidad, coincide con proporciones matemáticas en el objeto artístico, la más famosa de las cuales en las artes plásticas es la sección áurea, que tiene su equivalente en las relaciones sencillas de los sonidos concomitantes en la consonancia musical. A toda estética del agrado le conviene el título paradójico del Don Juan de Max Frisch: el amor a la geometría.

El formalismo en el concepto de lo feo y de lo bello que la estética kantiana admite y contra el cual la forma artística no es inmune es el precio que el arte tiene que pagar por elevarse por encima del dominio de las fuerzas naturales sólo para proseguirlo como dominio sobre la naturaleza y los seres humanos. El clasicismo formalista comete una afrenta: ensucia la belleza que su concepto ensalza mediante lo violento, arreglador, «componedor», que va unido a sus obras ejemplares. Lo que es impuesto, añadido, desmiente en secreto la armonía que intenta predominar: la obligación decretada no es obligatoria. Aunque no se pueda anular de golpe el carácter formal de lo feo y de lo bello mediante la estética del contenido, su contenido es determinable. Él es quien confiere al carácter formal la gravedad que impide que la preponderancia grosera de la capa de material corrija la abstracción inmanente de lo bello. La reconciliación como acto de violencia, el formalismo estético y la vida no reconciliada conforman una tríada.

Aspecto social y filosofía de la historia de lo feo

El contenido latente de la dimensión formal feo-bello tiene su aspecto social. El motivo de la admisión de lo feo era antifeudal: los campesinos se volvieron representables artísticamente. En Rimbaud, cuyos poemas sobre cadáveres desfigurados siguieron esa dimensión con menos reparos que el mismo Martyre de Baudelaire, dice la mujer durante el asalto de las Tullerías: «Je suis crapule»[19], cuarto estado o proletariado. De acuerdo con las normas de la vida bella en la sociedad fea, lo oprimido que quiere la revolución es rudo, está desfigurado por el resentimiento, tiene todas las marcas de la humillación bajo la carga del trabajo corporal sin libertad. Entre los derechos humanos de quienes pagan la cuenta de la cultura está, polémicamente con la totalidad afirmativa, ideológica, el derecho a que esas marcas de la mnemosyne sean apropiadas como imago. El arte tiene que adoptar la causa de todo lo proscrito por feo, pero no para integrarlo, mitigarlo o reconciliarlo con su existencia mediante el humor (que es más repugnante que todo lo repugnante), sino para denunciar en lo feo al mundo que lo crea y reproduce a su imagen y semejanza; la posibilidad de lo afirmativo pervive incluso ahí en tanto que conformidad con la humillación y se convierte fácilmente en simpatía con los humillados. En la inclinación del arte moderno a lo nauseabundo y físicamente repelente (a la que los apologistas de lo existente no tienen nada más fuerte que oponer que el hecho de que lo existente ya es bastante feo, por lo que el arte tiene que proponer una belleza vana) se manifiesta el motivo crítico y materialista, pues a través de sus figuras autónomas el arte denuncia la dominación, incluso la sublimada como principio espiritual, y habla en favor de lo que ella reprime y niega. En tanto que apariencia, esto sigue siendo en la figura lo que era más allá de la figura. Poderosos valores estéticos son desatados por lo socialmente feo: lo negro imprevisto de la primera parte de La ascensión de Hannele. El proceso es comparable a la introducción de magnitudes negativas: éstas conservan su negatividad en el continuo de la obra. Para despachar esto, lo existente se traga dibujos con hijos de trabajadores hambrientos, documentos extremos de ese corazón bondadoso que late hasta en lo peor, con lo cual promete que todavía no ha llegado lo peor. El arte se opone a esa connivencia cuando su lenguaje de formas deja de lado el resto de afirmación que conservaba en el realismo social: esto es el momento social en el radicalismo formal. La infiltración de lo estético con lo moral, que Kant buscó fuera de las obras de arte en lo sublime, es difamada como degeneración por la apología de la cultura. En su desarrollo, el arte ha puesto sus límites con tanto esfuerzo y los ha respetado tan poco en tanto que divertimento, que lo que advierte de la caducidad de esos límites, todo lo híbrido, provoca una defensa virulenta. El veredicto estético sobre lo feo se basa en la inclinación verificada por la psicología social a equiparar (con razón) lo feo a la expresión del sufrimiento y a denostarlo proyectivamente. El Reich de Hitler puso esto (y toda la ideología burguesa) a prueba: cuanto más se torturaba en los sótanos, tanto más inflexiblemente se cuidaba que el techo reposara sobre columnas. Las doctrinas de la invariancia tienden al reproche de la degeneración. Su contraconcepto es la naturaleza, por la que responde lo que la ideología considera degenerado. El arte no tiene que defenderse del reproche de degeneración; donde se lo encuentra, se niega a afirmar el perverso curso del mundo cómo naturaleza férrea. Pero que el arte tenga la fuerza de albergar lo contrario a sin ceder en su anhelo, transformando incluso su anhelo en esa fuerza, conecta al momento de lo feo con la espiritualización del arte, tal como George percibió de manera clarividente en el prólogo de la traducción de Las flores del mal. El título Spleen et idéal alude a ello, si es que se puede ver bajo esa palabra la obsesión por lo esquivo a la formación, por lo hostil al arte como agens del arte que amplía el concepto de arte más allá del concepto de ideal. A esto sirve lo feo en el arte. Pero feo: la crueldad en el arte es algo no sólo representado. El propio gesto del arte tiene algo cruel, como Nietzsche sabía. En las formas, la crueldad se convierte en imaginación: extraer una parte de algo vivo, del cuerpo del lenguaje, de los sonidos, de la experiencia visible. Cuanto más pura es la forma, cuanto más alta es la autonomía tic las obras, tanto más crueles son. Las apelaciones a una actitud más humana de las obras de arte, a la adaptación a los seres humanos en tanto que su público virtual, suelen empeorar la calidad y ablandar la ley formal. Lo que el arte elabora lo oprime: el rito del dominio de la naturaleza que sobrevive en el juego. Éste es el pecado original del arte; también su objeción permanente contra la moral, que castiga cruelmente la crueldad. Salen bien las obras de arte que salvan algo de lo amorfo, a lo que inevitablemente hacen violencia, al pasar a la forma que comete esa violencia porque está escindida. Sólo esto es lo conciliador en la forma. Sin embargo, la violencia que sufren los materiales imita a la violencia que salió de ellos y que sobrevive en su resistencia a la forma. El dominio subjetivo del formar no cae sobre materiales indiferentes, sino que es extraído de ellos; la crueldad del formar es la mímesis del mito con el que trabaja. El genio griego alegorizó esto inconscientemente: un relieve dórico del museo arqueológico de Palermo, de Selinonte, representa a Pegaso surgiendo de la sangre de Medusa. Si la crueldad levanta sin tapujos su cabeza en las obras de arte modernas, admite la verdad de que ante la supremacía de la realidad el arte ya no se puede creer capaz a priori de transformar lo terrible en la forma. Lo cruel pertenece a la autorreflexión crítica del arte, que desespera de la pretensión de poder que el arte ejecuta en tanto que reconciliado. Desnudo sobresale lo cruel de las obras de arte en cuanto se quebranta el hechizo de éstas. Lo terrible míticamente de la belleza se introduce en las obras de arte en tanto que su irresistibilidad, como la que en tiernos se atribuyó a Afrodita Peitho. Igual que la fuerza del mito había pasado, en su nivel olímpico, de lo amorfo a la unidad que somete a silo mucho y los muchos y mantiene su destructividad, las grandes obras de arte han mantenido lo destructivo en la autoridad de su éxito Tenebroso es su irradiar; en lo bello manda la negatividad, que se cree dominada por ello. Incluso de los objetos aparentemente más neutrales que el arte intentaba eternizar como bellos, sale (coma si temieran por la vida que la eternización les quita) algo duro, inasimilable, feo: sobre todo, de los materiales. La categoría formal de la resistencia, que la obra de arte necesita si no ha de hundirse en el juego vacío que Hegel despachó, introduce lo cruel del método en obras de arte de periodos dichosos, como el del impresionismo, igual que por otra parte los temas en que se desplegó el gran impresionismo rara vez son temas de naturaleza pacifica, sino que están llenos de elementos civilizatorios que a continuación la pintura quiere asimilarse feliz.

El concepto de lo bello

Si acaso, lo bello surgió en lo feo, no al revés. Pero, si se pusiera su concepto en el Índice, como algunas corrientes psicológicas hacen con el concepto de alma y algunas corrientes sociológicas con el concepto de sociedad, la estética resignaría.

La definición de la estética como teoría de lo bello sirve de muy poco porque el carácter formal del concepto de belleza se desvía del contenido pleno de lo estético. Si la estética no fuera otra cosa que un catalogo sistemático de lo que alguna vez se consideró bello, no nos daría ninguna idea de la vida en el concepto de lo bello. De aquello a lo que tiende la reflexión estética, el concepto de lo bello da sólo un momento. La idea de belleza recuerda algo esencial del arte, pero no lo expresa inmediatamente. Si no se juzgara que los artefactos son bellos, el interés por ellos sería incomprensible y ciego, y nadie (ni los artistas ni los contempladores) tendría motivo para salir del ámbito de los fines prácticos, del ámbito de la autoconservación y del principio del placer, como exige el arte de acuerdo con su constitución Hegel detiene la dialéctica estética mediante la definición estética de lo bello como la aparición sensorial de la idea. El arte no hay que definirlo, pero tampoco hay que renunciar a su concepto: una antinomia estricta. Sin la categoría, la estética sería la descripción histórico-relativista de lo que aquí y ahora, en diversas sociedades o diversos estilos, se entendió por belleza; un rasgo unitario destilado de ahí se convertiría inevitablemente en una parodia y fracasaría ante el primer ejemplo concreto. Sin embargo, la fatal generalidad del concepto de lo bello no es contingente. La transición a la supremacía de la forma que la categoría de lo bello codifica ya tiende al formalismo, a la concordancia del objeto estético con las determinaciones subjetivas más generales, de lo cual adolece el concepto de lo bello. No hay que contraponer a lo formalmente bello una esencia material: hay que captar el principio como algo que ha llegado a ser, en su dinámica, en su contenido. La imagen de lo bello como lo uno y diferenciado surge con la emancipación respecto del miedo a la naturaleza abrumadora en tan lo que un todo no diferenciado. Lo bello conserva el pavor a ella cerrándose frente a lo que existe inmediatamente, fundando un ámbito de lo intocable; las obras se vuelven bellas en virtud de su movimiento contra la mera existencia. El espíritu que forma estéticamente solo dejó pasar de aquello en lo que se activaba lo que se le parecía, lo que comprendía o tenía la esperanza de equipararse. Se trataba de un proceso de formalización; por eso, la belleza es algo formal de acuerdo con su tendencia de dirección histórica. La reducción que la belleza causa a lo terrible, desde lo cual y por encima de lo cual ella se eleva y a lo cual mantiene fuera de su templo, tiene a la vista de lo terrible algo de impactante. Lo terrible se parapeta fuera, como el enemigo ante los muros de la ciudad sitiada, y la hace morir de hambre. Si la belleza no quiere perder su tabúes, tiene que oponerse a esto, incluso contra su propia tendencia de dirección. La historia del espíritu helénico que Nietzsche comprendió ya no se puede perder, pues dirimió y represento el litigio entre el mito y el genio. Los gigantes arcaicos tendidos en uno de los templos de Agrigento no son sólo rudimentos, como tampoco lo son los demonios de la comedia ática. La forma los necesita para no sucumbir ante el mito que se prolonga en ella si simplemente se cierra a él. En todo arte posterior que sea más que un viaje sin carga, ese momento se mantiene y se transforma. Así sucede ya en Eurípides, en cuyos dramas el terror de las fuerzas míticas pasa a las divinidades olímpicas purificadas que acompañan a la belleza y que son denunciadas como demonios; la filosofía rea intentó curar a la consciencia del miedo a ellas. Pero como desde el principio las imágenes de la naturaleza terrible las calman miméticamente, las máscaras, los monstruos y los semianimales arcaicos se parecen ya a algo humano. Ya en las figuras mixtas impera una razón ordenadora; la historia de la naturaleza no ha dejado que sobrevivan esas cosas.

Esas figuras son terribles porque recuerdan la fragilidad de la identidad humana, pero no son caóticas: la amenaza y el orden están mezclados ahí. En los ritmos repetitivos de la música primitiva, lo amenazante dimana del principio de orden mismo. La antítesis de lo arcaico está implícita en éste; el juego de fuerzas de lo bello es un principio de orden; el salto cualitativo del arte es una transición mínima. En virtud de esa dialéctica, la imagen de lo bello se transforma durante el movimiento global de Ilustración. La ley de la formalización de lo bello fue un instante de equilibrio obstaculizado cada vez más por la relación con lo contrario, que la identidad de lo bello en vano mantiene lejos de sí. Lo terrible mira desde la belleza misma como la coacción que irradia de la forma; el concepto de lo cegador se refiere a esta experiencia. La irresistibilidad de lo bello, que sublimada desde el sexo llega a las obras de arte supremas, es ejercida por su pureza, por su distancia respecto de la materialidad y del efecto. Esa coacción se convierte en el contenido. Lo que sojuzgó a la expresión, el carácter formal de la belleza, con toda la ambivalencia del triunfo, se transforma en la expresión en que lo amenazante del dominio de la naturaleza se conjuga con el anhelo de lo dominado, que se inflama en ese dominio. Pero es la expresión del sufrimiento por la subyugación y por su punto de fuga, la muerte. La afinidad de toda belleza con la muerte tiene su lugar en la idea de forma pura que el arte impone a la pluralidad de lo vivo, que en él se apaga. En la belleza no turbada se habría calmado por completo lo que se le opone, y esta reconciliación estética es mortal para lo extraestético. Éste es el luto del arte. El arte lleva a cabo la reconciliación de manera irreal, a costa de la reconciliación real. Lo último de lo que el arte es capaz es dolerse por el sacrificio que él consuma y que él mismo es en su impotencia. Lo belfo no sólo habla (igual que la valquiria wagneriana a Sigmund) como emisario de la muerte, sino que además lo parece en tanto que proceso. El camino a la integración de la obra de arte, que es uno con su autonomía, es la muerte de los momentos en el todo. Lo que en la obra de arte va más allá de sí, de la propia particularidad busca el propio ocaso, y la totalidad de la obra es su súmmum. Si las obras de arte tienen su idea en la vida eterna, esto sólo es posible mediante la aniquilación de lo vivo en su ámbito; esto también se comunica a la expresión de las obras. Es la expresión del ocaso del todo, igual que el todo habla del caso de la expresión. En el impulso de todo lo individual de las obras de arte hacia su integración se anuncia en secreto el impulso desintegrador de la naturaleza. Cuanto más integradas están las obras de arte, tanto más desaparece de ellas aquello de donde surgieron. Por tanto, su éxito es decadencia Y les confiere lo abismal. Desata al mismo tiempo la contrafuerza inmanente del arte, la centrífuga. – Lo bello se realiza cada vez menos en la figura particular, purificada; lo bello se desplaza a la totalidad dinámica de la obra y prosigue la formalización en esa emancipación creciente respecto de la particularidad, peto se adapta a lo difuso. Cuando la interacción que tiene lugar en el arte rompe virtualmente, en la imagen, el ciclo de culpa y expiación en el que participa deja a la vista el aspecto de un estado más allá del mito. Transpone el ciclo a la imago que lo refleja y, por tanto, lo trasciende. La fidelidad a la imagen de lo bello causa idiosincrasia contra lo bello. Exige tensión y al final se vuelve contra su equilibrio. La pérdida de tensión es la objeción más grave contra algún arte contemporáneo; la indiferencia en la relación de las partes y el todo es otra manera de decirlo. La tensión estaría ahí postulada abstractamente, de nuevo a la manera indigente de las artes aplicadas: su concepto se refiere a lo tenso, a la forma y a su otro, cuyo representante en la obra son las particularidades. Pero si se transfiere a la totalidad lo bello, en tanto que homeostasis de la tensión, cae en su torbellino. Pues la totalidad, el nexo de las partes en la unidad, exige un momento de sustancialidad de las partes o lo presupone, tanto más cuanto más arte anterior quedó latente en la tensión por debajo de los idiomas establecidos. Como la totalidad se traga al final la tensión y se acomoda como ideología, la homeostasis misma es rechazada: esto es la crisis de lo bello y del arte. Aquí parecen converger los esfuerzos de los últimos veinte años. Ahí se impone la idea de lo bello, que tiene que excluir todo lo heterogéneo a ella, todo lo puesto convencionalmente, toda huella de cosificación. También a causa de lo bello ya no hay nada bello: porque ya nada es bello. Lo que no puede parecer más que negativo impide una disolución cuya falsedad comprende y que por eso deshonraría a la idea de lo bello. La susceptibilidad de lo bello frente a lo abrillantado, la cuenta que ha comprometido al arre a lo largo de su historia con la mentira, se transfiere al momento de la resultante, que no se puede eliminar del arte, como tampoco las tensiones de las que surge. Se puede prever una renuncia al arte por el bien del arte que se insinúa en las obras que enmudecen o desaparecen. También socialmente son una consciencia correcta: mejor nada de arte que realismo socialista.

Mimesis y racionalidad

El arte es el refugio del comportamiento mimético. En él, el sujeto roma posición (en niveles cambiantes de su autonomía) frente a su otro, separado de él y empero no separado por completo. Su renuncia a las prácticas mágicas, que son sus antepasados, incluye la participación en la racionalidad. Que el arte, algo mimético, sea posible en medio de la racionalidad y se sirva de sus medios, reacciona a la irracionalidad mala del mundo racional, del mundo administrado.

Pues el objetivo de toda racionalidad, del compendio de los medios de dominio de la naturaleza, sería lo que a su vez no es medio, algo no racional. Esta irracionalidad la esconde y la niega la sociedad capitalista, y contra ella el arte representa la verdad en dos sentidos: mantiene la imagen de su fin, sepultada por la racionalidad, y convence a lo existente de su irracionalidad, del absurdo del arte. La renuncia a la locura de la intervención inmediata del espíritu, que retorna intermitente e insaciablemente en la historia de la humanidad, se convierte en la prohibición de que el recuerdo del arte se dirija inmediatamente a la naturaleza.

La separación solo puede ser revocada mediante la separación Esto fortalece en el arte el momento racional y al mismo tiempo lo redime porque éste se resiste al dominio real; pero como ideología siempre esta aliado con el dominio. Hablar del encantamiento del arte es retórica porque el arte es alérgico a la recaída en la magia. El arte es un momento en el proceso de lo que Max Weber llamaba desencantamiento del mundo, de su racionalización; de ahí proceden todos sus medios y procedimientos; la técnica a la que difama la ideología del arte le es inherente igual que la amenaza, pues su herencia mágica se ha mantenido tercamente en todas sus mutaciones. Pero el arte moviliza a la técnica en una dirección contrapuesta a la del dominio. La sentimentalidad y debilidad de casi toda la tradición de la reflexión estética se debe a que escamotea la dialéctica de racionalidad y mimesis que es inmanente al arte. Esto prosigue en el asombro sobre la obra de arte técnica, como si hubiera caído del cielo: ambas perspectivas son propiamente complementarias. Sin embargo, la retórica del encantamiento del arte recuerda algo verdadero. La pervivencia de la mimesis, la afinidad no conceptual de lo producido subjetivamente con su otro, con lo no puesto, hace del arte una figura del conocimiento, algo «racional». Pues a lo que reacciona el comportamiento mimético es al telos del conocimiento, que al mismo con tiempo el arte bloquea mediante sus propias categorías El arte completa el conocimiento con lo que este excluye, y de este modo perjudica al carácter de conocimiento, a su univocidad. El arte amenaza con resquebrajarse porque la magia que el seculariza se opone a esto, mientras que la esencia mágica se degrada en medio de la secularización a un residuo mitológico, a una superstición. Lo que hoy aparece como crisis del arte, como su nueva cualidad, es tan viejo como su concepto.

Como se las arregle el arte con esta antinomia decide sobre su posibilidad y su rango. El arte no puede satisfacer a su concepto. Esto da a cada una de sus obras, incluso a la suprema, una imperfección que desmiente la idea de lo perfecto, en la que tienen que creer las obras de arte. Una Ilustración irreflexivamente coherente tendría que repudiar al arte, tal como hace la sobriedad de las personas practicas.

La aporía del arte entre la regresión a la magia literal o la cesión del impulso mimético a la racionalidad cósica le prescribe su ley de movimiento; esta aporía no se puede eliminar. La profundidad del proceso que cada obra de arte es se debe a la irreconciliabilidad de esos momentos; hay que añadirla a la idea del arte, de la imagen de la reconciliación. Solo porque ninguna obra de arte puede salir bien enfáticamente, quedan libres sus fuerzas; solo de este modo mira a la reconciliación. El arte es racionalidad que critica a ésta sin sustraerse a ella; no es algo prerracional o irracional, que de antemano estaría condenado a la falsedad a la vista del enredamiento de todas las actividades humanas en la totalidad social.

De ahí que la teoría racionalista del arte y la teoría irracionalista del arte fracasen por igual. Si se transfiere la mentalidad ilustrada directamente al arte, el resultado es esa sobriedad banal que hizo tan fácil a los clasicistas de Weimar y a sus contemporáneos románticos matar a las escasas agitaciones del espíritu burgués-revolucionario en Alemania mediante su propia ridiculez; una banalidad que ciento cincuenta años después fue superada ampliamente por la de la religión burguesa del arte. El racionalismo que argumenta impotentemente contra las obras de arte aplicándoles criterios de lógica y causalidad extraartísticas no ha muerto; el abuso ideológico del arte lo provoca. Si un rezagado de la novela realista objeta contra un verso de Eichendorff que las nubes no se pueden comparar a los sueños, sino en todo caso los sueños a las nubes, el verso «Las nubes pasan como sueños pesados»[20] es inmune en su ámbito contra esa corrección trivial, pues ahí la naturaleza se transforma en la metáfora premonitoria de algo interior. Quien niega la fuerza expresiva de ese verso, que es un prototipo de la poesía sentimental en el sentido grande, tropieza y se cae en la media luz de la obra en vez de moverse en ella a tientas, comprendiendo los valores de las palabras y de su constelación. La racionalidad es en la obra de arte el momento unificador, organizador, no sin relación con la racionalidad que impera fuera, pero no copia su orden categorial.

Los rasgos de la obra de arte que según la racionalidad exterior son irracionales no son un síntoma del espíritu irracionalista, ni siquiera de una convicción irracionalista por parte del contemplador; la convicción suele producir más bien obras de arte de convicción, en cierto sentido racionalistas. Más bien, la desenvoltura del poeta, su dispensa de los preceptos lógicos, que entran como sombras en su ámbito, le permite seguirla legalidad inmanente de sus obras. Las obras de arte no reprimen mediante la expresión, le procuran a lo difuso y escurridizo una consciencia presente, pero no lo «racionalizan» (como critica el psicoanálisis). – Acusar de irracionalismo al arte irracional, que se burla de las reglas de la razón dirigida a la praxis, es a su manera no menos ideológico que la irracionalidad de la fe artística oficial; le viene bien a los apparatchiks de todas las tendencias según sus necesidades. Corrientes como el expresionismo y el surrealismo, cuyas irracionalidades extrañaban, iban contra la violencia, la autoridad, el oscurantismo. Que en el fascismo, para el que el espíritu sólo era un medio para su fin y que por tanto devoraba todo, desembocaran también corrientes alimentadas por el expresionismo (en Alemania) y por el surrealismo (en Francia) es irrelevante frente a la idea objetiva de esos movimientos y es exagerado con fines agitatorios por la estética de los diádocos de Zdánov.

Manifestar artísticamente lo irracional (la irracionalidad del orden y de la psique), formarlo y hacerlo en cierto sentido racional, no es lo mismo que predicar la irracionalidad, tal como suele suceder con el racionalismo de los medios estéticos, en nexos superficiales groseramente conmensurables. La teoría de Benjamin sobre la obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica tal vez no haya hecho justicia por completo a esto. La antítesis simple entre la obra con aura y la obra reproducida masivamente, que debido a su carácter drástico menosprecia la dialéctica de los dos tipos, se convierte en presa de una concepción de la obra de arte que elige como modelo a la fotografía y que no es menos bárbara que la concepción del artista como creador; por lo demás, Benjamin proclamó originalmente esa antítesis en «pequeña historia de la fotografía» de una manera mucho más dialéctica que cinco años después en «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica»[21]. Mientras que este texto toma literalmente del anterior la definición del aura, la «Pequeña historia» elogia el aura de las primeras fotografías que desapareció debido a la crítica de su explotación comercial (por Atget). Esto parece estar mucho más cerca de la realidad que la simplificación que dio un gran éxito a «La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica». Por las amplias mallas de esa concepción tendente a la copia, se resbala el momento de oposición al nexo cultual de aquello para lo que Benjamin introdujo el concepto de aura, el momento más lejano, crítico respecto de la superficie ideológica de la existencia. El veredicto sobre el aura salta fácilmente por encima del arte cualitativamente moderno, que se aleja de la lógica de las cosas habituales, y se refiere más bien a los productos de la cultura de masas, que llevan impreso el beneficio hasta en países presuntamente socialistas. De hecho, Brecht situó a la música del tipo song por encima de la atonalidad y de la dodecafonía, que le resultaban sospechosas de expresividad romántica. Desde estas posiciones se atribuye sin más al fascismo las corrientes del espíritu llamadas irracionales, sin comprender su protesta contra la cosificación burguesa que sigue haciéndolas provocadoras. En concordancia con la política del bloque oriental, se es ciego para la Ilustración en tanto que engaño a las masas[22]. Los procedimientos desencantados que se adhieren a los fenómenos tal como éstos se dan son perfectos para transfigurar esos fenómenos. El defecto de la teoría de la reproducción de Benjamin es que sus categorías bipolares no permiten distinguir entre la concepción de un arte desideologizado hasta en su capa fundamental y el abuso de la racionalidad estética para la explotación y el dominio de las masas; apenas se roza la alternativa. El único momento que va más allá del racionalismo de la cámara que Benjamin emplea es el concepto de montaje, que tuvo su acmé durante el surrealismo y fue atenuado rápidamente en el cine. El montaje juega con los elementos de la realidad del incontestado sentido común para arrancarles una tendencia cambiada o, en los mejores casos, despertar su lenguaje latente. Sin embargo, el montaje no tiene fuerza Si no hace saltar por los aires a los elementos mismos. Precisamente a él se le podría reprochar un resto de irracionalismo complaciente, de adaptación al material aportado desde fuera de la obra.

El concepto de construcción

Por eso, el principio de montaje pasó al principio de construcción con una coherencia cuyos pasos tendría que describir esa historiografía estética que todavía no existe. Y no hay que olvidar que también en el principio de construcción, en la disolución de los materiales y de los momentos en una unidad impuesta, una vez más se evoca y quiere convertirse en ideología algo abrillantado, armonicista, la logicidad pura. Es la fatalidad del arte hoy estar infectado por la falsedad de la totalidad dominante. Sin embargo, la construcción es la única figura posible hoy del momento racional en la obra de arte, igual que al principio, en el Renacimiento, la emancipación del arte respecto de la heteronomía cultual fue acompañada por el descubrimiento de la construcción, a la que por entonces se llamaba «composición». En la monada de la obra de arte, la construcción es el lugarteniente (con poderes limitados) de la lógica y de la causalidad, transferida desde el conocimiento de los objetos. Es la síntesis de lo múltiple a costa de los momentos cualitativos, de los que se apodera, igual que del sujeto, que en ella cree borrarse mientras la neva a cabo. El parentesco de la construcción con los procesos cognitivos, o tal vez más bien con su interpretación epistemológica, no es menos evidente que la diferencia: que ningún arte juzga esencialmente y que, donde lo hace, se sale de su concepto. La construcción se diferencia de la composición en el sentido más amplio, que incluye la composición de la imagen, por la sumisión incondicional no simplemente de todo lo que le llega de fuera, sino de todos los momentos parciales inmanentes; en esta medida, la construcción es la prolongación del dominio subjetivo, que, cuanto más lejos es llevado, tanto más se esconde. La construcción extra de su nexo primario a los elementos de lo real y los cambia hasta que vuelvan a ser aptos para la unidad que les era impuesta heterónomamente fuera, y no menos igual que ahora dentro.

Mediante la construcción, el arte intenta escaparse desesperadamente por sus propias fuerzas de SU situación nominalista, del sentimiento de lo contingente, para llegar a algo vinculante superior, a algo (si se quiere) general. Para eso necesita esa reducción de los elementos que amenaza con despotenciarlos y degenerar en el triunfo sobre la no presente. El abstracto sujeto trascendental, oculto según la teoría kantiana del esquematismo, se convierte en el sujeto estético. Sin embargo, la construcción limita críticamente la subjetividad estética, igual que las corrientes constructivistas (Mondrian, por ejemplo) eran al principio la antítesis de las expresionistas. Pues, para que tenga éxito la síntesis de la construcción, hay que extraerla de los elementos (pese a la aversión), que nunca admiten puramente lo que se les impone; con toda razón, la construcción renuncia a in orgánico por ilusorio. En su generalidad cuasi lógica, el sujeto es quien lleva a cabo este acto, mientras que su manifestación en el resultado se vuelve indiferente. Una de los aspectos más profundos de la estética de Hegel es haber conocido esta relación verdaderamente dialéctica mucho antes que el constructivismo y haber buscado el éxito subjetivo de la obra de arte allí donde el sujeto desaparece en ella. Mediante esa desaparición, no mediante la intimación con la realidad, la obra de arte atraviesa la razón meramente subjetiva (si es que lo hace). Esto es la utopía de la construcción; su falibilidad es que tiene necesariamente una inclinación a aniquilar lo integrado y a detener el proceso en el que ella tiene su vida. La perdida de tensión del arte constructivo hoy es producto no sólo de la debilidad subjetiva, sino que está causada por la idea de construcción A su base está la relación de la idea de construcción con la apariencia. Esa idea querría convertirse por su camino casi irrefrenable, que no tolera nada fuera de si, en algo real sui generis, igual que ella roma la pureza de sus principios de las formas finales técnicas exteriores. Pero como carece de finalidad, queda atrapada en el arte. La obra de arte puramente construida, estrictamente objetiva, que desde Adolf Loos es el enemigo jurado de las artes aplicadas, se convierte en virtud de su mimesis de las formas finales en una de las artes aplicadas; la finalidad sin fin se convierte en ironía. Contra esto, solo ha servido hasta ahora una cosa: la intromisión polémica del sujeto en la razón subjetiva, un exceso de su manifestación sobre aquello en que quisiera negarse.

Sólo dirimiendo esta contradicción, no abrillantándola, puede mantenerse de algún modo el arte.

Tecnología

La obligatoriedad del arte objetivo nunca se satisfizo con medios ligados a fines y pasó a los medios autónomos. En principio, desautoriza simplemente al arte en tanto que producto del trabajo humano que, sin embargo, no quiere ser una cosa más. Primariamente, el arte objetivo es una contradictio in adjecto. Sin embargo, su despliegue es el interior del arte contemporáneo. Al arte lo mueve el hecho de que su encantamiento (un resto de la fase mágica) sea refutado en tanto que presencia sensorial inmediata por el desencantamiento del mundo, mientras que ese momento no puede ser borrado. Sólo en él se puede preservar el mimetismo del arte, y tiene su verdad en virtud de la crítica que ejerce mediante su existencia a la racionalidad que se ha vuelto absoluta. El encantamiento mismo, emancipado de su pretensión de ser real, forma parte de la Ilustración: su apariencia desencanta el mundo desencantado. Esto es el éter dialéctico en que hoy el arte vive. La renuncia a la pretensión de verdad del momento mágico preservado describe la apariencia estética y la verdad estética. En la herencia del modo de comportamiento del espíritu dirigido en otros tiempos a las esencias, sobrevive la oportunidad del arte de comprender de manera mediada eso esencial cuya tabuización es equiparada al progreso del conocimiento racional. En el mundo desencantado, sin que él lo confiese, el hecho del arte es un escándalo, copia del encanta miento que él no tolera. Sin embargo, si el arte acepta esto sin problemas, si se establece ciegamente como el encantamiento, se rebaja a un acto de ilusión contra la propia pretensión de verdad y se socava a sí mismo. En medio del mundo desencantado, sigue resultando romántica la palabra del arte extrema, carente de confortación elevadora. La filosofía de la historia de la estética de Hegel, que construye como fase final la fase romántica, es verificada por la antirromántica mientras que sólo ésta puede mediante su negrura sobrepujar al mundo desencantado, anular el encantamiento que el mundo desencantado causa mediante la preponderancia de su aparición, mediante el carácter fetichista de la mercancía. Al existir, las obras de arte postulan la existencia de algo no existente y entran de este modo en conflicto con su no existencia real. Este conflicto no hay que pensarlo a la manera: de los fans del jazz: lo que no cuadra con su deporte les parece inoportuno debido a su incompatibilidad con el mundo desencantado. Pues sólo es verdadero lo que no cuadra con este mundo. El a priori del enfoque artístico y el estado de la historia ya no concuerdan, si es que antes estaban en armonía; y esta inconcinidad no se puede superar mediante la adaptación: la verdad es más bien dirimirla. Al revés, la desartización del arte es inmanente, la del arte imperturbable igual que la del que se vende, en consonancia con la tendencia tecnológica del arte que no se puede detener apelando a una interioridad presuntamente pura inmediata. El concepto de técnica artística surgió tarde; todavía falta en el periodo posterior a la Revolución Francesa, cuando el dominio estético de la naturaleza se volvió consciente de sí mismo; por supuesto, no falta la cosa. La técnica artística no es una adaptación cómoda a na era que alardea con petulancia de ser técnica, como si sobre su estructura decidieran inmediatamente las fuerzas productivas y no tanto las relaciones productivas, que mantienen hechizadas a aquéllas. Donde la tecnología estética aspira, como sucedió no pocas veces en os movimientos modernos después de la Segunda Guerra Mundial, a la cientifización del arte en tanto que tal, más que a las innovaciones técnicas, el arte se sale de madre. Los científicos, en especial os físicos, podían reprochar malentendidos a los artistas que se embriagaban en su nomenclatura y recordarles que a los términos físicos que ellos emplean para sus procedimientos no les corresponden los estados de cosas a los que se refieren los términos. La tecnificación del arte no es desencadenada menos por el sujeto, por la consciencia desilusionada y la desconfianza hacia la magia en tanto que velo, que por el objeto: cómo hay que organizar las obras de arte para que sean vinculantes. La posibilidad de esto se ha vuelto problemática con la decadencia de los procedimientos tradicionales, que llegan asta la época presente. Sólo se ofrecía una tecnología que prometía organizar las obras de arte en el sentido de esa relación fin-medios que Kant había equiparado a lo estético. La técnica no irrumpió en absoluto desde fuera como suplefaltas, aunque la historia del arte tiene instantes que se parecen a las revoluciones técnicas de la producción material. Con la creciente subjetivización de las obras de arte, maduró el uso libre de ellas en los procedimientos tradicionales. La tecnificación hace triunfar al uso en tanto que principio. Para legitimarse, puede apelar a que las grandes obras de arte tradicionales, que desde Palladio sólo iban unidas intermitentemente a la reflexión sobre los procedimientos técnicos, recibían empero su autenticidad de la medida de su formación técnica, hasta que la tecnología hizo saltar por los aires los procedimientos tradicionales. Retrospectivamente la técnica se conoce mucho más claramente como constituyente del arte (también por cuanto respecta al pasado) de lo que admite la ideología cultural, que presenta la era técnica (en su lenguaje) del arte como sucesora y decadencia de algo que en otros tiempos fue espontáneo y humano. Es verdad que en Bach se puede mostrar el vacío entre la estructura de su música y los medios técnicos disponibles por entonces para interpretarla de una manera completamente adecuada; esto es relevante para la crítica del historicismo estético. Pero conocimientos de este tipo no cubren el complejo entero. La experiencia de Bach condujo a una técnica compositiva sumamente desarrollada. Al revés, en obras a las que se puede considerar arcaicas en el sentido pregnante del término, la expresión está amalgamada tanto con una técnica como con su ausencia o con lo que ella todavía no conseguía. Es inútil discutir qué en el efecto de la pintura anterior a la perspectiva se debe a la profundidad de lo expresado o a una stéresis de la insuficiencia técnica que se vuelve expresión. En las obras arcaicas, que por lo general no están abiertas en su posibilidad, sino restringidas, parece presente precisamente por eso tanta técnica (y no más) como es necesario para realizar la cosa. Esto les confiere esa autoridad que engaña sobre el aspecto técnico, que es una condición de esa autoridad. Ante esas obras enmudece la pregunta de qué se quiso hacer, qué no se pudo hacer; a la vista de lo objetivado esta pregunta siempre confunde. La capitulación tiene también su momento oscurantista. El concepto de voluntad artística de Riegl, aunque ayudó a curar a la experiencia estética de las normas abstractas y atemporales, es difícil de sostener; poco o rara vez decide en una obra lo que se quería hacer. La feroz rigidez del Apolo etrusco de Villa Giulia es un constituyente del contenido, al margen de que fuera querida o no. Sin embargo, la función de la técnica cambia en lugares nudales. Ella establece, completamente desarrollada, la supremacía del hacer en el arte, a diferencia de una receptividad de la producción pensada de una u otra manera. La técnica puede convertirte en el adversario del arte si el arte suple lo no factible oprimido en niveles cambiantes.

Sin embargo, la tecnificación del arte no se agota en la factibilidad, como querría la trivialidad del conservadurismo cultural. La tecnificación, la prolongación del brazo del sujeto dominador de la naturaleza, quita a las obras de arte el lenguaje más inmediato del sujeto. La legalidad tecnológica refrena la contingencia del mero individuo que produce la obra de arte. El mismo proceso que escandaliza al tradicionalismo porque quita el alma hace hablar en sus productos más elevados a la obra de arte en vez de que de ahí se derive un mensaje (como farfullan hoy) psicológico o humano, lo que se llama cosificación busca a tientas, donde es radicalizado, el lenguaje de las cosas. Se acerca virtualmente a la idea de esa naturaleza que la primacía del sentido humano extirpa. La modernidad enfática se escapa del ámbito de la copia de algo anímico y pasa a algo que no se puede expresar mediante un lenguaje intencional En el pasado reciente, la obra de Paul Klee es el testimonio más significativo de esto, y Klee pertenecía a la muy tecnológica Bauhaus.

Dialéctica del funcionalismo

Si se enseña, como hacía Adolf Loos y como desde entonces repiten de buen grado los tecnócratas, la belleza de los objetos técnicos reales, se les atribuye justo aquello contra lo que se rebela la objetividad en tanto que inervación estética.

Medir la belleza de acuerdo con categorías tradicionales opacas (como la armonía formal o incluso la grandeza imponente) va a costa de la finalidad real en que obras como los puentes o las instalaciones industriales buscan su ley formal. Que las obras con una finalidad sean bellas en virtud de su fidelidad a esa ley formal es apologético, como si se les quisiera consolar por algo de lo que carecen: la mata conciencia de la objetividad. Por el contrario, la obra de arte autónoma, funcional sólo en sí misma, querría alcanzar mediante su teleología inmanente lo que alguna vez se consideró belleza. Si el arte ligado a fines y el arte carente de fines comparten la inervación de la objetividad pese a su separación, se vuelve problemática la belleza de la obra de arte tecnológica autónoma, a la que renuncia su modelo, la obra con una finalidad. Esta adolece de un funcionamiento sin función. Como carece del terminus ad quem exterior, se marchita el terminus ad quem interior; funcionar se vuelve superfluo en tanto que algo para-otro, se vuelve ornamental en tanto que fin en sí mismo. Se sabotea ahí un momento de la funcionalidad misma, la necesidad que asciende desde abajo, que se guía por lo que quieren los momentos parciales. Queda dañado profundamente ese equilibrio de tensión que la obra de arte objetiva toma de las artes finales. En todo esto se manifiesta la inadecuación entre la obra de arte configurada funcionalmente y su carencia de función. Sin embargo, la mímesis estética de la funcionalidad no se puede revocar mediante el recurso a lo subjetivo inmediato: ese recurso solo ocultaría hasta qué punto el individuo y su psicología se han convertido en una ideología frente a la preponderancia de la objetividad social: la objetividad artística tiene la consciencia correcta de esto. La crisis de la objetividad artística no es una señal para sustituir a ésta por algo humano que en seguida degeneraría en confortación, correlato de la inhumanidad que se incrementa realmente.

Pensada hasta el final amargo, la objetividad se dirige empero hacia lo preartístico bárbaro. La propia alergia (cultivada estéticamente) a lo kitsch, al ornamento, a in superfluo, al lujo, tiene también el aspecto de barbarie, del malestar destructivo en la cultura (de acuerdo con la teoría de Freud). Las antinomias de la objetividad dan fe de esa dialéctica de la Ilustración en la que progreso y regresión están mezclados. Lo bárbaro es lo literal. En virtud de su pura legalidad, la obra de arte es objetivada como mero hecho, con lo cual queda minada como arte. La alternativa que se abre en la crisis es: o salir del arte, o cambiar su concepto.