Como las categorías, también los materiales, como las palabras en la poesía, han perdido su evidencia a priori. El desmoronamiento de los materiales es el triunfo de su ser-para-otro. Es famosa, como primer y enérgico testimonio de ello, la Carta a Lord Chandos de Hofmannsthal. Puede considerarse la poesía neorromántica en su conjunto como el intento de oponerse a esto y devolver al lenguaje (igual que a otros materiales) algo de su sustancialidad. Pero la actitud peculiar que adoptaron contra el Jugendstil hizo fracasar el intento.
Retrospectivamente el Jugendstil parece, en palabras de Kafka, un viaje alegre y vacío. En el poema introductorio de un ciclo sobre El séptimo anillo, George no tuvo más que poner juntas las palabras Gold y Karneol al invocar un bosque para poder confiar, de acuerdo con su principio de estilización, que la elección de las palabras resultara poética[8]. Seis décadas después, la elección de las palabras es reconocible como un arreglo decorativo que no es superior a la tosca acumulación de todos los materiales nobles posibles en el Dorian Gray, de Wilde, que se parece a los interiores del cursi esteticismo de las tiendas de antigüedades y de las salas de subastas y, por tanto, al odiado comercio. De manera análoga Schönberg anotó: Chopin lo tuvo muy fácil, le bastó con emplear la tonalidad (por entonces no gastada todavía) de fa sostenido mayor para conseguir algo bello; además con la diferencia histórico-filosófica de que aquellos materiales del primer romanticismo musical, como la tonalidad de Chopin, irradiaban aún algo de la fuerza de lo aún no pisado, en el lenguaje de 1900 ya se habían depravado en algo exquisito. Pero lo que le sucedió a sus palabras y sus yuxtaposiciones o tonalidades, afectó inevitablemente al concepto tradicional de lo poético como algo elevado, consagrado. La poesía se ha reducido al ámbito en el que el concepto de lo poético se entrega a una desilusión sin reservas; en esto consiste lo que hace irresistible la obra de Beckett.
A la pérdida de su autocomprensibilidad el arte reacciona no simplemente con cambios concretos de sus maneras de comportarse y de proceder, sino arrastrando su propio concepto como si fuera una cadena: la cadena de que él es arte. Esto puede constatarse con la mayor claridad en el arte inferior, en el entretenimiento de antaño, que hoy está administrado, integrado y remodelado cualitativamente por la industria cultural. Pues esa esfera nunca obedeció al concepto de arte puro, producido más tarde. Siempre se introdujo en la cultura como testimonio del fracaso de ésta; se propuso que la cultura fracasara, igual que hace el humor, en armonía perfecta de su figura tradicional y su figura actual. Las personas embaucadas por la industria cultural y sedientas de sus mercancías se encuentran más acá del arte: por eso perciben su inadecuación al proceso vital de la sociedad de hoy (pero no la falsedad de éste) con menos tapujos que quienes todavía recuerdan lo que en tiempos fue una obra de arte. Apremian a la desartización del arte[9]. La pasión por manosear, por no dejar ser a las obras lo que son, de alterarlas, de reducir su distancia respecto del contemplador, es un síntoma inequívoco de esa tendencia. No se admite la humillante diferencia entre el arte y la vida, que ellos quieren vivir y en la que no quieren ser molestados porque de lo contrario no soportarían el asco: ésta es la base subjetiva para la inclusión del arte entre los bienes de consumo mediante los vested interests. Si, pese a todo, el arte no se vuelve fácil de consumir, al menos la relación con él puede basarse en la relación con los auténticos bienes de consumo. Esto se ve facilitado por el hecho de que el valor de uso del arte se ha vuelto problemático en la era de la superproducción y deja su sitio al disfrute secundario del prestigio, del estar siempre ahí, del carácter de mercancía: una parodia de la apariencia estética. De la autonomía de las obras de arte, que indigna a los clientes de la cultura porque se les considera mejores de lo que ellos creen ser, no queda nada más que el carácter fetichista de la mercancía, la regresión al fetichismo arcaico en el origen del arte: en este sentido, la relación con el arte adecuada a nuestro tiempo es regresiva. En las mercancías culturales se consume su ser-para-otro abstracto, pero en verdad no son para los otros; al seguir la voluntad de los otros, les engañan. La vieja afinidad entre el contemplador y lo contemplado es puesta patas arriba. Como el comportamiento típico hoy hace de la obra de arte un mero hecho, también se despacha como mercancía el momento mimético, que es incompatible con toda esencia cósica. El consumidor puede proyectar como mejor le parezca sus emociones, sus restos de mimetismo, a lo que le ponen delante. Hasta la fase de la administración total, el sujeto que contemplaba, escuchaba o leía una obra tenía que olvidarse de sí mismo, volverse indiferente, borrarse en ella. La identificación que él llevaba a cabo era (desde el punto de vista del ideal) no que la obra de arte se equiparara a él, sino que él se equiparara a la obra de arte. En esto consistía la sublimación estética; Hegel llamaba a esta manera de comportarse libertada para el objeto. De este modo le hizo honor al sujeto, que se vuelve sujeto en la experiencia espiritual saliendo de sí mismo, lo cual es lo contrario de la exigencia filistea de que la obra de arte le dé algo. La obra de arte queda descualificada al ser presentada como tabula rasa de las proyecciones subjetivas. Los polos de su desartización son que la obra de arte se convierte en una cosa más y en un vehículo de la psicología del contemplador. Lo que las obras de arte cosificadas ya no dicen lo sustituye el contemplador mediante el eco estandarizado de sí mismo que él percibe en ellas.
La industria cultual pone este mecanismo en movimiento y lo explota. Hace aparecer como cercano a los seres humanos, como perteneciente a ellos, a aquello de lo que habían sido privados y de lo que al ser restituido disponen de manera heterónoma. Sin embargo, la argumentación inmediatamente social contra la industria cultural tiene su componente ideológico. El arte autónomo no era completamente libre de la infamia autoritaria de la industria cultural. Su autonomía es algo que ha llegado a ser y que constituye su concepto; no es a priori. En las obras más auténticas, la autoridad que en otros tiempos las obras cultuales debían ejercer sobre la gente se ha convertido en una ley formal inmanente. La idea de libertad, que es hermana de la autonomía estética, se formó al hilo del dominio, que la generalizó. Lo mismo sucede con las obras de arte.
Cuanto más libres se hacían de los fines exteriores, más se organizaban al modo del dominio. Pero como las obras de arte siempre vuelven uno de sus lados hacia la sociedad, el dominio interiorizado en ellas irradiaba también hacia fuera.
Siendo conscientes de este nexo, es imposible criticar a la industria cultural y enmudecer ante el arte. Pero quien intuye, con razón, en todo arte la falta de libertad tiene la tentación de cansarse, de resignar ante la administración inminente diciendo que en verdad esto siempre ha sido así, mientras que la apariencia de otra cosa también contiene su posibilidad. Que en medio de un mundo sin imágenes se incremente la necesidad de arte también por parte de las masas, que gracias a los medios mecánicos de reproducción se han visto confrontadas con él por primera vez, despierta más bien dudas, y en todo caso no basta (ya que es algo exterior al arte) para defender su pervivencia. El carácter complementario de esa necesidad, copia del encantamiento en tanto que consuelo por el desencantamiento, rebaja el arte a ejemplo del mundus vult decipi y lo deforma. También pertenecen a la ontología de la falsa consciencia los rasgos en que la burguesía, que tanto liberó al espíritu como lo amaestró, malvada hasta consigo misma, acepta y disfruta del espíritu precisamente lo que no puede creer de él por completo. En la medida en que el arte corresponde a una necesidad social, se ha convertido en un negocio dirigido por el beneficio que sigue adelante mientras sea rentable y su perfección haga olvidar que ha muerto. Algunos géneros artísticos y algunos sectores del ejercicio artístico florecientes, como la ópera tradicional, han quedado anulados sin que esto se note en la cultura oficial; sin embargo, en las dificultades de aproximarse al ideal de perfección su insuficiencia espiritual se convierte de inmediato en insuficiencia práctica; su ocaso real está cerca. La confianza en las necesidades de los seres humanos, que con el incremento de las fuerzas productivas darían al todo una figura superior, ha dejado de sostenerse una vez que las necesidades han sido integradas por la sociedad falsa y se han convertido en falsas. Ciertamente, las necesidades encuentran una y otra vez su satisfacción, tal como se pronosticó, pero esta satisfacción es falsa y engaña a los seres humanos sobre su derecho humano.
Tal vez hoy haya que comportarse con el arte, kantianamente, como con algo dado; quien abogue por el arte hace ya ideología y hace del arte una ideología. En todo caso, el pensamiento puede apelar a que algo en la realidad más allá del velo que teje la conjunción de instituciones y necesidad falsa reclama objetivamente el arte; un arte que hable en favor de lo que el velo oculta. Aunque el conocimiento discursivo alcanza a la realidad, también a sus irracionalidades (que brotan de su ley de movimiento), algo en la realidad es esquivo al conocimiento racional. A éste le es ajeno el sufrimiento: puede definirlo subsumiéndolo, puede buscar medios para calmarlo, pero apenas puede expresarlo mediante su experiencia: eso lo consideraría irracional. El sufrimiento llevado al concepto permanece mudo y no tiene consecuencia: esto se puede observar en Alemania después de Hitler. En la era del horror inconcebible, la frase de Hegel (que Brecht adoptó como lema) de que la verdad es concreta tal vez ya sólo la pueda satisfacer el arte. El motivo hegeliano del arte como consciencia de las miserias se ha confirmado más allá de lo que cabría esperar. De este modo se ha convertido en una protestas contra el veredicto del propio Hegel sobre el arte, contra un pesimismo cultural que pone de manifiesto su optimismo teológico apenas secularizado, la expectativa de libertad realizada. El oscurecimiento del mundo vuelve racional la irracionalidad del arte, que es oscuro radicalmente. Lo que los enemigos del arte moderno llaman, con mejor instinto que sus apologetas medrosos, su negatividad es el compendio de lo reprimido por la cultura establecida. Ahí hay que ir. En el placer por lo reprimido, el arte asume al mismo tiempo la desgracia, el principio represor, en vez de protestar simplemente en vano contra él. Que el arte expresa la desgracia mediante la identificación anticipa la destitución de la desgracia; eso, ni la fotografía de la desgracia ni la falsa felicidad, describe la posición del arte actual auténtico frente a la objetividad entenebrecida; cualquier otro arte se delata por el empalago de su propia falsedad.
El arte fantástico, el arte romántico, al igual que rasgos de él en el manierismo y en el barroco, presentan como existente a algo que no existe. Las invenciones son modificaciones de lo presente empíricamente El efecto es la presentación de algo no empírico como si fuera empírico; está facilitado por la procedencia de la empiria. El arte moderno o nuevo, doblado por el peso desmesurado de la empiria, toma a ésta tan en serio que pierde el gusto por la ficción. Ante todo, no quiere repetir la fachada. Al impedir la contaminación con lo que simplemente es, el arte moderno lo abraza tanto más inexorablemente. La fuerza de Kafka ya es la de un sentimiento de realidad negativo; lo que en él le parece fantástico a quienes no entienden nada es el comment c’est. Mediante la έποχη del mundo empírico, el arte moderno deja de ser fantástico. Sólo los historiadores de la literatura podían poner bajo la misma categoría a Kafka y a Meyrink; solo los historiadores del arte, a Klee y a Kubin. Por supuesto, en sus obras más grandiosas el arte fantástico conseguía que la modernidad, carente del sistema de referencia de lo normal, adquiriera consciencia de si: esto sucede en algunos pasajes del Arthur Gordon Pym de Poe, de Der Amerikamüde de Kürnberger y de Mine-Haha de Wedekind.
Sin embargo, nada daría tanto al conocimiento teórico del arte moderno como su reducción a semejanzas con un arte más antiguo. Lo especifico del arte moderno desaparece con el esquema «todo esto ya lo conocemos»; el arte moderno es nivelado en el continuum del desarrollo tranquilo, sin dialéctica, que él hace saltar por los aires. Es innegable la fatalidad de que no es posible interpretar los fenómenos espirituales sin algún tipo de traducción de lo nuevo a lo viejo; también esta traducción tiene algo de traición. A una reflexión segunda le correspondería corregir esto. En la relación de las obras de arte modernas con obras más antiguas que se les parecen habría que poner de relieve la diferencia. El estudio de la dimensión histórica tendría que descubrir qué quedó en otros tiempos sin resolver; de otra manera no se puede conectar lo presente con lo pasado. Por el contrario, a la actitud habitual en la historia del espíritu le gustaría demostrar que lo virtualmente nuevo no existe. Pero la categoría de lo nuevo es central desde mediados del siglo XIX, desde el alto capitalismo, si bien en correspondencia con la pregunta de si ya existía algo nuevo. Desde entonces, no ha salido bien ninguna obra que sea esquiva al concepto de modernidad, por más fluctuante que éste sea. Lo que pretendía eludir la problemática que se atribuía a la modernidad desde que ésta existía se fue a pique tanto más rápidamente. Incluso a un compositor tan poco sospechoso de modernismo como Anton Bruckner se le habrían negado sus efectos más significativos si no hubiera operado con el material más avanzado de su periodo, con la armonía wagneriana, que él reorganizó de manera paradójica. Sus sinfonías preguntan cómo algo antiguo sigue siendo posible todavía como algo nuevo. La pregunta da fe de la irresistibilidad de la modernidad; el todavía, de algo falso a lo que precisamente los conservadores de aquellos tiempos podían señalar maliciosamente como algo discordante. Que la categoría de lo nuevo no se puede despachar como una necesidad de sensaciones ajena al arte lo deja claro su irresistibilidad. Cuando, antes de la Primera Guerra Mundial, el crítico musical inglés Ernest Newman (conservador, pero muy sensible) escuchó las Piezas para orquesta, op. 16 de Schönberg, advirtió que no se podía minusvalorar a ese tal Schönberg, pues iba a por todas; el odio registra este momento como lo destructivo de lo nuevo con mejor instinto que la apologética. Ya el viejo Saint-Saëns percibió algo de esto cuando declaró, para contrarrestar la impresión de Debussy, que también tenía que haber otro tipo de música. Lo que evita los cambios en el material que traen consigo innovaciones significativas y lo que se escapa a ellos parece en seguida hueco, débil. Newman tiene que haberse dado cuenta de que los sonidos que Schönberg liberó en sus Piezas para orquesta ya no se pueden eliminar del mundo y que, una vez que existen, tienen implicaciones para la composición en conjunto que finalmente suprimen el lenguaje tradicional. Esto sigue siendo así; no hay más que ver después de una obra de Beckett una obra contemporánea más moderada para comprender hasta qué punto lo nuevo es un juicio sin juicio. Incluso el ultrarrestaurador Rudolf Borchardt ha confirmado que un artista tiene que disponer del estándar alcanzado en su periodo. El carácter abstracto de lo nuevo es necesario; se conoce lo nuevo tan poco como el terrible misterio del pozo de Poe.
En la abstracción de lo nuevo se encapsula algo decisivo por cuanto respecta al contenido. El viejo Victor Hugo acertó con eso al decir que Rimbaud le había regalado a la poesía un frisson nouveau. El escalofrío reacciona ante el cierre críptico, que es función de ese momento de lo indeterminado. Pero el escalofrío es al mismo tiempo el comportamiento mimético que reacciona ante la abstracción como mímesis. Sólo en lo nuevo, la mímesis se conjuga con la racionalidad sin recaídas: la ratio misma se vuelve mimética en el escalofrío de lo nuevo: con violencia inigualada en Edgar Allan Poe, verdaderamente uno de los faros de Baudelaire y de toda la modernidad. Lo nuevo es una mancha ciega, vacía como el perfecto esto de aquí. Al igual que las demás categorías de la filosofía de la historia, la tradición no hay que entenderla como una eterna carrera de relevos en la que una generación, un estilo, un maestro entrega el arte en las manos del siguiente. La sociología y la economía distinguen, desde Max Weber y Sombart, periodos tradicionalistas y no tradicionalistas; en tanto que medio del movimiento histórico, la tradición depende en su propia constitución de estructuras económicas y sociales y cambia cualitativamente con ellas. La posición del arte actual ante la tradición, que a menudo se le echa en cara como pérdida de la tradición, está condicionada por el cambio dentro de la categoría misma de tradición. En una sociedad esencialmente no tradicionalista, la tradición estética es dudosa a priori. La autoridad de lo nuevo es la autoridad de lo históricamente ineludible. Por tanto, lo nuevo implica objetivamente la crítica del individuo, que es su vehículo: en lo nuevo se ata estéticamente el nudo de individuo y sociedad.
La experiencia de la modernidad dice más, aunque su concepto (por más cualitativo que sea) adolece de abstracción. Es un concepto privativo, desde el principio más negación de lo que ya no ha de ser que lema positivo. Pero no niega, como siempre han hecho los estilos, los ejercicios artísticos precedentes, sino la tradición en tanto que tal; por tanto, ratifica el principio burgués en el arte.
Su carácter abstracto va unido al carácter de mercancía del arte. De ahí que la modernidad tenga de inmediato donde se articula teóricamente por primera vez, en Baudelaire, el tono de la desgracia. Lo nuevo es hermano de la muerte. La que en Baudelaire se da aires de satanismo es la identificación con la negatividad real de la situación social, que se refleja a sí misma como negativa. El dolor por el mundo se pasa al enemigo, al mundo. Algo de esto ha quedado mezclado como fermento con toda modernidad. Pues en el arte sería reaccionaria la objeción inmediata que no se entrega a lo acusado: por eso, la imago de la naturaleza está prohibida estrictamente en Baudelaire. Donde la modernidad reniega de esto, hasta hay, ha capitulado; toda la ira contra la decadencia (el ruido que acompaña obstinadamente a la modernidad) comienza ahí Desde el punto de vista estético, la novedad es algo que ha llegado a ser, la marca de los bienes de consumo apropiada por el arte mediante la cual éstos se distinguen de la oferta siempre igual y estimulan (obedeciendo así a la necesidad de aprovechamiento del capital) a lo que pierde importancia si no se expande, si no ofrece (en el lenguaje de la circulación) algo nuevo. Lo nuevo es el signo estético de la reproducción ampliada, incluso con sus promesas de plenitud. La poesía de Baudelaire fue la primera en codificar que, en media de la sociedad de las mercancías completamente desarrollada, el arte serio puede ignorar impotentemente la tendencia de la sociedad. El arte solo va más allá del mercado (que le es heterónomo) añadiendo su autonomía a la imagerie del mercado. El arte es moderno a través de la mimesis de lo endurecido y alienado; habla de este modo, no renegando de lo mudo; que ya no soporte nada inofensivo procede de ahí.
Baudelaire ni combate la cosificación ni la copia; protesta contra ella en la experiencia de sus arquetipos, y el medio de esta experiencia es la forma poética.
Esto lo eleva poderosamente por encima de toda la sentimentalidad tardorromántica. Su obra tiene su instante en que sincopa la objetividad apabullante del carácter de mercancía (que absorbe todos los residuos humanos) con la objetividad, anterior al sujeto vivo, de la obra en sí misma: la obra de acre absoluta se encuentra can la mercancía absoluta. El resto de lo abstracto en el concepto de modernidad es su tributo a ésta. Si bajo el capitalismo monopolista se disfruta del valor de intercambio, no del valor de uso[10], el carácter abstracto de la obra de acre moderna, la irritante indeterminación de lo que ella ha de ser y para lo que ella ha de ser, se convierte para la obra en la cave de lo que ella es. Ese carácter abstracto no tiene nada que ver con el carácter formal de normas estéticas más antiguas, como las kantianas. Más bien, es provocador, un desafío a la ilusión de que todavía hay vida, y al mismo tiempo un medio de ese distanciamiento estético que la fantasía tradicional ya no lleva a cabo. Desde el principio, la abstracción estética, que en Baudelaire aún era rudimentaria y alegórica, una reacción a un mundo que se había vuelto abstracto, fue más bien una prohibición de imágenes. Se refiere a lo que los provincianos tenían la esperanza de salvar bajo el nombre de mensaje, al fenómeno en tanto que dotado de sentido: tras la catástrofe del sentido, el fenómeno se vuelve abstracto. Tal esquivez está determinada extremadamente desde Rimbaud hasta el arte vanguardista de hoy.
Ha cambiado tan poco como la capa fundamental de la sociedad. La modernidad es abstracta en virtud de su relación con lo anterior; irreconciliable con el encantamiento, no puede decir lo que aún no ha sido, y empero tiene que quererlo contra la infamia de lo siempre igual: por eso, los criptogramas baudelaireanos de la modernidad equiparan lo nuevo a lo desconocido, canto al telos oculto como a la que es horrible debido a su inconmensurabilidad con lo siempre igual, al goût du néant. Los argumentos contra la estética cupiditas rerum novarum, que tan plausiblemente pueden apelar a lo vacío de esa categoría, son en el fondo fariseos.
Lo nuevo no es una categoría subjetiva, sino que lo impone la cosa, que de otra manera no puede llegar a sí misma y librarse de la heteronomía. A lo nuevo apremia la fuerza de lo viejo, que para realizarse necesita lo nuevo. La praxis artística inmediata, junto con sus manifestaciones, se hace sospechosa en cuanto apela expresamente a lo nuevo; en lo viejo que también ella conserva reniega por lo general de su diferencia especifica; sin embargo, la reflexión estética no es indiferente a la mezcla de lo viejo y lo nuevo. Lo viejo tiene su refugio sólo a la cabeza de lo nuevo; en fracturas, no mediante la continuidad. La simple frase de Schönberg de que quien no busca no encuentra es un lema de lo nuevo; lo que no cumple este lema de manera inmanente, en el contexto de la obra de arte, se convierte en su insuficiencia; la más irrelevante de las capacidades estéticas no es quitarle a la obra en el proceso productivo los restos perjudiciales; mediante lo nuevo, la crítica, el refus, se convierte en el momento objetivo del arte mismo.
Los propios secuaces, contra los que todos están de acuerdo, tienen más fuerza que los que apuestan valientemente por lo constante. Si lo nuevo se convierte (siguiendo su modelo, el carácter fetichista de la mercancía) en un fetiche, esto hay que criticarlo en la cosa, no desde fuera, sólo porque sea un fetiche; por lo general, se topa entonces con la discrepancia entre los medios nuevos y los fines viejos. Si se ha agotado una posibilidad de innovaciones, si éstas se siguen buscando mecánicamente en una línea que las repite, hay que cambiar la tendencia de dirección de la innovación, hay que transferirla a otra dimensión. Lo abstractamente nuevo puede estancarse, trocarse en lo siempre igual. La fetichización expresa la paradoja de todo arte, que ya no se es obvio: que algo hecho tenga que ser por sí mismo; y precisamente esta paradoja es el nervio vital del arte moderno. Lo nuevo es, por necesidad, algo querido, pero en tanto que lo otro sería lo no querido. La veleidad lo ata a lo siempre igual; de ahí la comunicación entre modernidad y mito. Lo nuevo pretende la no-identidad, pero mediante la intención se convierte en lo idéntico; el arte moderno ensaya la destreza (propia de Münchhausen) de una identificación de lo no-idéntico.
Las marcas del desorden son el sello de autenticidad de la modernidad; aquello mediante lo cual ésta niega desesperadamente la compacidad de lo siempre igual; la explosión es una de sus invariantes. La energía antitradicionalista se convierte en un torbellino devorador. En este sentido, la modernidad es un mito dirigido contra sí mismo; su atemporalidad se convierte en la catástrofe del instante que rompe la continuidad temporal; el concepto de imagen dialéctica de Benjamin contiene este momento. Incluso donde la modernidad mantiene conquistas tradicionales en tanto que técnicas, éstas son eliminadas por el shock que no deja tranquilo a nada heredado. Igual que la categoría de lo nuevo es un resultado del proceso histórico que disolvió primero la tradición específica y luego cualquier otra tradición, la modernidad no es una aberración que se pueda corregir retornando a un suelo que ya no existe ni debe volver a existir; tal es, paradójicamente, el fundamento de la modernidad, que le confiere carácter normativo. Tampoco en la estética se pueden negar las invariantes; pero son irrelevantes si se sacan de su contexto. La música puede servir de modelo. Es ocioso discutir que la música es un arte del tiempo; que el tiempo musical, aunque no coincide inmediatamente con el tiempo de la experiencia real, no es reversible, al igual que éste. Si se quiere ir más allá de la afirmación vaga y general de que la música tiene la tarea de articular la relación de su «contenido», de sus momentos intratemporales, con el tiempo, se cae en seguida en la trivialidad o en la subrepción. Pues la relación de la música con el tiempo musical formal se determina simplemente en la relación del acontecimiento musical concreto con ese tiempo. Ciertamente, durante mucho tiempo se dijo que la música tiene que organizar con sentido la sucesión intratemporal de sus acontecimientos: hacer que un acontecimiento se siga de otro de una manera que, al igual que el tiempo mismo, no permita la inversión. Pero la necesidad de esa sucesión temporal, en tanto que conforme al tiempo, nunca fue literal, sino ficticia, participación en el carácter de apariencia del arte. Hoy, la música se rebela contra el orden convencional del tiempo; en todo caso, el tratamiento del tiempo musical deja espacio a soluciones muy diferentes. Aunque sea dudoso que la música pueda librarse de la invariante del tiempo, es seguro que el tiempo, una vez reflejado, se convierte en un momento en vez de en un a priori. – Lo violento en lo nuevo, para lo cual se ha vuelto habitual el nombre de lo experimental, no hay que atribuirlo a la mentalidad subjetiva ni a la constitución psicológica de los artistas. Si al ímpetu no se le dan formas y contenidos seguros, los artistas productivos se ven apremiados objetivamente al experimento. Ahora bien, el concepto de experimento ha cambiado, lo cual es ejemplar para las categorías de la modernidad. Al principio, significaba simplemente que la voluntad consciente de sí misma pone a prueba procedimientos desconocidos o no sancionados. De una manera latentemente tradicionalista, a la base estaba la creencia en que ya se vería si los resultados compiten con lo establecido y se legitiman. Esta concepción del experimento artístico se ha vuelto una obviedad, pero también un problema por cuanto respecta a la confianza en la continuidad. El gesto experimental (un nombre para comportamientos artísticos en los que lo nuevo es lo vinculante) se ha mantenido, pero ahora designa algo cualitativamente diferente debido a que el interés estético ha pasado de la subjetividad que se comunica a la coherencia del objeto: que el sujeto artístico practica métodos cuyo resultado no puede prever.
Tampoco este giro es absolutamente nuevo. El concepto de construcción, que forma parte de la capa fundamental de la modernidad, siempre implicó la primacía de los procedimientos constructivos sobre la imaginación subjetiva. La construcción necesita soluciones que el oficio o el ojo no tienen presentes de manera inmediata ni en toda su agudeza. Lo imprevisto no es solo efecto, sino que tiene también su lado objetivo. Ha pasado a una cualidad nueva. El sujeto ha tornado consciencia de la pérdida de poder que le ha causado la tecnología creada por él, la ha elevado a programa, posiblemente desde el impulso inconsciente de dominar la heteronomía amenazante integrándola en el comienzo subjetivo, convirtiéndola en un momento del proceso de producción. En ayuda de esto vino que la imaginación, el paso de la figura por el sujeto, no es una magnitud fija (Stockhausen ha llamado la atención sobre esto), sino que se diferencia en relación con la agudeza y la falta de agudeza. Por su parte, lo imaginado sin agudeza puede, en tanto que medio especifico del arte, ser imaginado en su vaguedad. Aquí, el procedimiento experimental se mueve en el filo de una navaja.
No está claro si obedece a la intención que se remonta a Mallarmé, pero fue formulada por Valéry, de que el sujeto acredite su fuerza estética permaneciendo dueño de sí mismo al entregarse a la heteronomía o si ratifica mediante este acto su abdicación. En todo caso, ya que los procedimientos experimentales (en el sentido más reciente) están organizados pese a todo de manera subjetiva, es quimérica la creencia de que mediante ellos el arte se desprende de su subjetividad y se convierte sin más en el en-sí que en el resto de los casos sólo finge ser.
A lo doloroso en el experimento le responde el rencor contra lo que llaman los ismos, que son corrientes artísticas programáticas, conscientes de sí mismas e incluso organizadas en grupos. El rencor va desde Hitler, al que le gustaba vociferar contra «esos impresionistas y expresionistas», hasta los escritores que por celo de vanguardia política desconfían del concepto de vanguardia estética Picasso confirmó esto expresamente para el periodo del cubismo antes de la Primera Guerra Mundial. Dentro de los ismos se puede distinguir muy claramente la calidad de los individuos, aunque es fácil que al principio se sobrevalore a quienes exponen las peculiaridades de la escuela de la manera más visible frente a quienes no cumplen el programa tan sencillamente: en la era impresionista, Pissarro. Ciertamente, el uso lingüístico del ismo contiene una leve contradicción porque mediante la convicción y la decisión parece expulsar del arte el momento) de la involuntariedad; pero esta objeción es formalista frente a las corrientes a las que se denigra como ismos, pues el expresionismo y el surrealismo convertían en programa de su voluntad precisamente la producción involuntaria. Además, el concepto de vanguardia, que durante muchas décadas se está reservando a la corriente que en cada momento se declara la más avanzada, tiene algo de la comicidad de la juventud envejecida. En las dificultades en que los llamados ismos se enredan se expresan las dificultades de un arte emancipado de su obviedad. La consciencia, a cuya reflexión está remitido todo lo vinculante estéticamente, ha desmontado al mismo tiempo la vinculación estética: de ahí la sombra de mera veleidad sobre los odiados ismos. Que sin voluntad consciente probablemente jamas haya habido un ejercicio artística significativo, simplemente pasa a ser sabido en los tan atacados ismos. Esto obliga a que las obras de arte se organicen en sí mismas; también exteriormente, si quieren afirmarse en la sociedad organizada de manera monopolista. Lo que puede ser verdadero en la comparación del arte con el organismo es mediado a través del sujeto y de su razón. Hace tiempo que esa verdad se ha puesto al servicio de la ideología irracionalista de la sociedad racionalizada; por eso son más verdaderos los ismos que la repudian. En ningún caso los ismos han maniatado las fuerzas productivas individuales, sino que las han incrementado, incluso por medio de la colaboración colectiva.
Un aspecto de los ismos no ha ganado hasta hoy su actualidad. El contenido de verdad de algunos movimientos artísticos no culmina en grandes obras de arte; Benjamin expuso esto en el ejemplo del drama barroco alemán[11]. Cabe suponer que algo parecido vale para el expresionismo alemán y para el surrealismo francés, que no por casualidad desafió al concepto mismo de arte: un momento que desde entonces ha quedado mezclado con todo arte nuevo auténtico. Pero como el arte moderno siguió siendo arte, se puede buscar como núcleo de esa provocación a la preponderancia del arte sobre la obra de arte. Ésta se encarna en los ismos. Lo que desde el punto de vista de la obra parece un fracaso o un mero ejemplo también contiene impulsos que apenas se pueden objetivar en la obra individual; son los impulsos de un arte que se trasciende a sí mismo; su idea espera a ser salvada. Vale la pena prestar atención al hecho de que el malestar ante los ismos rara vez incluye a su equivalente histórico, a las escuelas. Los ismos son, por decirlo así, su secularización; son escuelas en una época que las ha destruido por tradicionalistas. Escandalizan porque no cuadran en el esquema de la individuación absoluta, porque son la isla de esa tradición que fue quebrantada por el principio de individuación. Al menos, lo odiado ha de estar completamente solo, como prueba de su impotencia, de su ineficacia histórica, de que pronto desaparecerá sin dejar huella. Las escuelas han entrado en una contradicción con la modernidad que se manifiesta de manera excéntrica en las medidas de las academias contra los estudiantes sospechosos de simpatizar con las corrientes modernas. Los ismos son tendencialmente escuelas que sustituyen la autoridad tradicional e institucional por una autoridad objetiva. La solidaridad con ellos es mejor que renegar de ellos, aunque fuera mediante la antítesis de modernidad y modernismo. A la crítica del estar a la última porque sí no le falta razón; lo que no tiene función y finge tenerla es retrógrado. Pero distinguir el modernismo, en tanto que mentalidad de los secuaces, respecto de la auténtica modernidad no es un acierto porque la modernidad objetiva no cristaliza sin la mentalidad subjetiva que es estimulada por lo nuevo. En verdad, esa distinción es demagógica; quien se queja del modernismo se refiere a la modernidad, igual que siempre se combate a los secuaces para golpear a los protagonistas, con los que los conformistas no se atreven porque su prominencia les impone. El patrón de honradez por el que se mide de manera farisea a los modernistas supone el contentarse con que uno es de una manera y no de otra, un hábito fundamental del reaccionario estético. Su naturaleza falsa queda disuelta por la reflexión, que hoy se ha convertido en formación artística. La crítica del modernismo en favor de la verdadera modernidad sirve de pretexto para presentar lo moderado tras cuya razón acecha la escoria de la racionalidad trivial como mejor que lo radical; en verdad sucede al revés. Lo que ha quedado rezagado ni siquiera dispone de los medios más antiguos de que se sirve. La historia domina también a las obras que reniegan de ella.
En agudo contraste con el arte habitual, el arte moderno sitúa en primer plano el momento (antes oculto) de lo hecho, de lo producido. La participación de lo que en él es Θέσει creció tanto que estaban condenados al fracaso los intentos de hacer desaparecer el proceso de producción en la cosa. Ya la generación anterior limitó y al mismo tiempo extremó la inmanencia pura de las obras de arte: mediante el autor en tanto que comentarista, mediante la ironía, mediante masas de material que eran protegidas con arte de la intromisión del arte. De ahí surgió el gusto por sustituir las obras de arte por el proceso de su propia producción. Virtualmente, hoy toda obra es lo que Joyce dijo sobre Finnegans Wake antes de publicarlo completo: work in progress. Pero lo que de acuerdo con su propia complexión sólo es posible como algo que surge y deviene no puede ser puesto al mismo tiempo sin mentir como algo acabado, listo. El arte no puede salir de la aporta simplemente porque quiera. Adolf Loos escribió hace décadas que los ornamentos no se pueden inventar[12]; pero lo que Loos anunció intenta expandirse. Cuanto más haya que hacer, buscar e inventar en el arte, tanto menos claro está que eso se pueda hacer e inventar. Un arte hecho radicalmente termina en el problema de su factibilidad. En lo pasado, la protesta está exigida por lo que está arreglado, calculado, por lo que (como se habría dicho hacia 1800) no se ha vuelto naturaleza. El progreso del arte en tanto que hacer y la duda en él se contrapuntean mutuamente; de hecho, ese progreso está acompañado por la tendencia a la involuntariedad absoluta desde la escritura automática de hace ya casi cincuenta años hasta el tachismo y la música aleatoria de hoy; con razón se ha constatado la convergencia de la obra de arte técnicamente integral y completamente hecha con la obra de arte absolutamente casual; lo en apariencia no hecho es lo que más hecho está.
La verdad de lo nuevo, de lo todavía no ocupado, tiene su lugar en lo que carece de intención. Esto la pone en contradicción con la reflexión, con el motor de lo nuevo, y la potencia como reflexión segunda. Ésta es lo contrario de su concepto filosófico habitual, por ejemplo de la teoría de Schiller sobre lo sentimental, que intenta cargar a las obras de arte con intenciones. La reflexión segunda captura el modo de proceder, el lenguaje de la obra de arte en su sentido más amplio, pero tiende a la ceguera. La expresión lo absurdo lo manifiesta, aunque sea insuficiente. La negativa de Beckett a interpretar sus obras, unida a la consciencia extrema de las técnicas, de las implicaciones de los materiales, del material lingüístico, no es una aversión meramente subjetiva: con el incremento de la reflexión y mediante su fuerza incrementada, se oscurece el contenido en sí mismo. Por supuesto, éste no nos exonera objetivamente de la interpretación, como si no hubiera nada que interpretar; contentarse con eso es la confusión que hace que se hable de lo absurdo. La obra de arte que cree poseer por sí misma el contenido es de una ingenuidad mala debido al racionalismo: aquí parece estar el limite históricamente previsible de Brecht. Confirmando de manera inesperada a Hegel, la reflexión segunda restablece (por decirlo así) la ingenuidad en la posición del contenido ante la reflexión primera. De los grandes dramas de Shakespeare no se puede extraer lo que hoy llaman mensaje, como tampoco de Beckett. Pero el oscurecimiento es una función del contenido transformado.
Negación de la idea absoluta, el contenido transformado ya no se puede identificar con la razón a la manera postulada por el idealismo; siendo una crítica del dominio total de la razón, no puede ser racional de acuerdo con las normas del pensamiento discursivo. La oscuridad de lo absurdo es la vieja oscuridad en lo nuevo. Hay que interpretarla, no que sustituirla por la claridad del sentido.
La categoría de lo nuevo ha producido un conflicto. El conflicto entre lo nuevo y la duración se parece a la querelle des anciens et des modernes en el siglo XVII.
Las obras de arte pretendían la duración, que está emparentada con su concepto, con el de objetivación. Mediante la duración, la obra protesta contra la muerte; la eternidad a corto plazo de las obras es la alegoría de una eternidad sin apariencia.
El arte es la apariencia de aquello a lo que la muerte no alcanza. Que ningún arte dura es una sentencia tan abstracta come la del carácter perecedero de todo lo terrenal; su contenido lo recibe de la metafísica, en relación con la idea de resurrección. El horror ante el hecho de que el deseo de lo nuevo impida la duración no lo causa simplemente el rencor reaccionario. El esfuerzo de crear obras maestras duraderas está quebrantado. Lo que renuncia a la tradición difícilmente puede contar con una tradición en la que conservarse. Para esto hay tanto menos motive si se repara en que muchísimo de lo que alguna vez estuvo provisto de los atributos de la duración (a eso tendía el concepto de clasicidad) ya no abre los ojos: lo duradero desapareció y se llevó consigo a la categoría de duración. El concepto de lo arcaico define menos una fase de la historia del arte que la situación de defunción de ciertas obras. Las obras no tienen poder alguno sobre su duración, que donde menos garantizada está es donde lo presuntamente temporal ha sido abandonado en beneficio de lo permanente. Pues esto sucede a costa de la relación de las obras con los estados de cosas, que es donde se constituye la duración. De una intención efímera como la parodia de las novelas de caballerías surgió el Don Quijote de Cervantes. El concepto de duración tiene algo de arcaísmo egipcio, míticamente desvalido; los periodos productivos parecen no pensar en la idea de duración Probablemente, esta idea solo es importante donde la duración se ha vuelto problemática y las obras de arte se aferran a ella ante el sentimiento de su debilidad latente. Se confunde lo que en otros tiempos una abominable proclama nacionalista llama el valor permanente de las obras de arte (su aspecto muerte, formal y autorizado) con los gérmenes ocultos de la supervivencia. La categoría de lo permanente semi apologética desde antiguo, desde el autoelogio de Horacio por un monumento que era más permanente que una roca; era ajena a las obras que no fueron establecidas por la gracia de Augusto en honor a una idea de autenticidad que tiene más de una huella de lo autoritario. «¡También lo bello tiene que morir!»[13]: esto es más verdadero de lo que Schiller creía. Vale no sólo para las obras que son bellas, no solo para las obras que han sido destruidas, olvidadas o que han vuelto a lo jeroglífico, sino para todo lo que está compuesto de belleza y lo que (de acuerdo con una idea habitual) debería ser inmutable, para los constituyentes de la forma. Recordemos la categoría de lo trágico. Esta parece la impronta estética del mal y de la muerte y estar en vigor durante tanto tiempo come éstos. Pero la categoría de lo trágico ya no es posible. Aquello en lo que en otros tiempos la pedantería de los estéticos distinguió celosamente lo trágico respecto de lo triste se convierte en el juicio sobre aquello: la afirmación de la muerte; la idea de que en el crepúsculo de lo finito reluce lo infinito; el sentido del sufrimiento. Las obras de arte negativas sin reservas parodian hoy lo trágico. Antes que trágico, todo arte es triste, sobre todo el que se cree alegre y armonioso. En el concepto de duración estética pervive, como en tantos otros conceptos, la prima philosophia, que se refugia en derivados aislados y absolutizados una vez que decayó en tanto que totalidad. Es evidente que la duración que las obras de arte desean también está modelada de acuerdo con la propiedad firme; lo espiritual tiene que ser una propiedad igual que lo material, un crimen del espíritu contra sí mismo del que el espíritu no se puede escapar. En cuanto las obras de arte fetichizan la esperanza de su duración, padecen su enfermedad mortal: la capa de lo inalienable que las recubre es al mismo tiempo la capa que las ahoga. Algunas obras de arte del tipo supremo querrían perderse en el tiempo (por decirlo así) para no convertirse en su presa; en antinomia irresoluble con la obligatoriedad de la objetivación. Ernst Schoen habló una vez de la insuperable noblesse de los fuegos artificiales, el único arte que no quiere durar, sino relucir por un instante y explotar. Al final, habría que interpretar de acuerdo con esta idea a las artes del tiempo (el teatro y la música), las cuales no son posibles sin la cosificación, que al mismo tiempo las envilece. Las consideraciones de este tipo parecen superadas a la vista de los medios de la reproducción mecánica; pero el malestar que ellos causan parece ser también el malestar ante el dominio creciente de la durabilidad del arte, que va en paralelo con la decadencia de la duración. Si el arte comprendiera la ilusión de la duración y se librara de ella, si acogiera su propio carácter perecedero por simpatía con lo vivo efímero, esto estaría en consonancia con una concepción de la verdad que no entiende a ésta como abstractamente permanente, sino que adquiere consciencia de su núcleo temporal. Si el arte es secularización de la trascendencia, toma parte en la dialéctica de la Ilustración. El arte se ha enfrentado a esta dialéctica con la concepción estética del antiarte; él arte ya no es pensable sin este momento. Esto no significa sino que el arte tiene que ir más allá de su propio concepto para serle fiel. Pensar en su eliminación le honra porque está a la altura de su pretensión de verdad. Sin embargo, la supervivencia del arte derruido expresa no sólo el cultural lag, la transformación excesivamente lenta de la superestructura. El arte tiene su fuerza de resistencia en que la realización del materialismo implicaría su propia eliminación, la eliminación del dominio de los intereses materiales. En su debilidad, el arte anticipa un espíritu que sólo entonces se manifestaría. A esto le corresponde una necesidad objetiva, la miseria del mundo, en contra de la necesidad subjetiva (hoy ya sólo ideológica) de arte por parte de los seres humanos; el arte no puede basarse en otra cosa que en esa necesidad objetiva.
Lo que alguna vez funcionó sin más se convierte en una prestación, con lo cual la integración ata las contrafuerzas centrífugas. Como un torbellino, la integración absorbe lo múltiple en que el arte se determinaba. El resto es la unidad abstracta, desprovista del momento antitético mediante el cual ella llega a ser unidad.
Cuanto más exitosa es la integración, tanto más se convierte en una marcha en vacío; teleológicamente tiende al jugueteo infantil. La fortaleza del sujeto estético para integrar lo que atrapa es también su debilidad. El sujeto estético se entrega a una unidad que se le ha vuelto extraña debido a su abstracción y deposita con resignación todas sus esperanzas en la necesidad ciega. Si se puede entender todo el arte moderno como una intervención constante del sujeto que ya no deja imperar sin reflexión al juego tradicional de fuerzas de las obras de arte, a las intervenciones permanentes del yo le corresponde el impulso a su descarga por debilidad, tal como exige el antiquísimo principio mecánico del espíritu burgués de cosificar las prestaciones subjetivas, transferirlas fuera del sujeto (por decirlo así) y malentender estas descargas como garantías de una objetividad incontestable. La técnica, la prolongación del brazo del sujeto, aleja al mismo tiempo de él. La sombra del radicalismo autárquico del arte es la inofensividad del arte; la composición absoluta de colores linda con el papel pintado. El radicalismo estético tiene que pagar por el hecho de que él no cuesta demasiado socialmente en una hora en que los hoteles americanos están repletos de cuadros abstractos à la maniére de…: ya ni siquiera es radical. De los peligros del arte moderno, el peor es el de la falta de peligro. Cuanto más expulsó el arte de sí lo dado, tanto más retrocedió a lo que funciona sin pedir un préstamo (por decirlo así) a lo que se le ha vuelto ajeno, al punto de la subjetividad pura: la propia y, por tanto, abstracta.
El movimiento hacia allí fue anticipado tempestuosamente por el ala extrema de los expresionistas hasta el dadaísmo. Pero la decadencia del expresionismo no se debió sólo a la carencia de resonancia social: en ese punto no se podía permanecer; la atrofia de lo accesible, la totalidad de los refus, termina en algo completamente pobre, en el grito, o en el gesto impotente, literalmente en el dada. El expresionismo se convirtió para sí mismo, igual que para el conformismo, en una broma porque reconoce la imposibilidad de la objetivación artística, que empero es postulada (se quiera o no) por toda manifestación artística; por supuesto, qué otra cosa queda sino gritar. En consecuencia, los dadaístas intentaron dejar de lado este postulado; el programa de sus sucesores surrealistas renunció al arte sin poder quitárselo de encima. Su verdad era el Mejor ningún arte que un arte falso, pero se vengó de ellos la apariencia de la subjetividad existente absolutamente para si, que esta mediada objetivamente sin ser capaz de superar estéticamente la posición del ser-para-si. La extrañeza de lo alienado la expresa solo en el recurso a sí misma. La mimesis ata el arte a la experiencia individual, que solo es la experiencia del ser-para-si. Que no se pueda permanecer en este punto no se debe sólo a que ahí la obra de arte pierde la alteridad en que se objetiva el sujeto estético. Es evidente que el concepto de duración, tan ineludible como problemático, es incompatible con la idea del punto en tanto que algo puntual también temporalmente. No solo los expresionistas hicieron concesiones al envejecer y tener que ganarse la vida; no solo los dadaístas se convirtieron o vendieron su alma al partido comunista: artistas de la integridad de Picasso y Schönberg fueron más allá del punto. Sus dificultades se notaban y temían en sus primeros esfuerzos para el llamado nuevo orden. Entre tanto, esas dificultades se han desplegado hasta convertirse en una dificultad del arte en tanto que tal. Todo progreso más allá del punto ha sido pagado hasta ahora con un retroceso debido a la equiparación con lo anterior y a la arbitrariedad del orden autoimpuesto. En los últimos años se ha reprochado a Samuel Beckett la repetición de su concepción; él se ha ofrecido de forma provocadora al reproche. Su consciencia allí era correcta, tanto la de la obligación de seguir avanzando como la de la imposibilidad de seguir avanzando. El gesto de quedarse quieto al final de Esperando a Godot, la figura fundamental de toda su obra, reacciona con precisión a la situación.
Responde con violencia categórica. La obra de Beckett es la extrapolación del καιρός negativo. La plenitud del instante se convierte en la repetición sin fin, convergente con la nada. Sus relatos, que sardónicamente él llama novelas, ni ofrecen descripciones objetuales de la realidad social ni son (según un malentendido muy habitual) reducciones a relaciones humanas básicas, al minino de la existencia que permanece in extremis. Estas novelas clan con capas fundamentales de la experiencia hic et nunc y las detienen en una dinámica paradójica están igualmente marcadas por la perdida de objetividad motivada objetivamente y por su correlato, el empobrecimiento del sujeto. Se pone punto final al montaje y a la documentación, a los intentos de librarse de la ilusión de una subjetividad que confiere sentido. Y cuando la realidad consigue entrar, cuando la realidad parece reprimir lo que en tiempos creaba el sujeto poético, no se está a gusto con ella. La desproporción de la realidad con el sujeto despotenciado, que la hace completamente inconmensurable con la experiencia, le quita toda realidad. El surplus de realidad es su ocaso; al matar al sujeto, se vuelve mortecina; esta transición es lo artístico en el antiarte. Beckett la impulsa hasta la manifiesta nihilización de la realidad. Cuanto más total es la sociedad, cuanto más completamente se contrae en un sistema unánime, tanto más se convierten las obras que almacenan la experiencia de ese proceso en lo otro de la sociedad. Si se emplea todo lo laxamente posible el concepto de abstracción, este indica la retirada del mundo de los objetos justamente allí donde no queda nada más que su caput mortuum. El arte moderno es tan abstracto como han llegado a serlo en verdad las relaciones entre los seres humanos. Las categorías de lo realista y de lo simbólico han quedado igualmente fuera de circulación. Como el hechizo de la realidad exterior sobre los sujetos y sus formas de reacción se ha vuelto absoluto, la obra de arte ya solo se le puede oponer equiparándose a él. Pero en el punto cero en que la prosa de Beckett funciona, como las fuerzas en lo infinitamente pequeñas de la física, surge un segundo mundo de imágenes tan triste como rico, un concentrado de experiencias históricas que en su inmediatez no alcanzan a lo decisivo, al vaciamiento del sujeto y de la realidad. Lo gastado y dañado de ese mundo de imágenes es la impronta, el negativo del mundo administrado. En este sentido, Beckett es realista. Incluso en lo que circula vagamente bajo el nombre de pintura abstracta sobrevive algo de la tradición que esa pintura elimina; cabe suponer que se refiere a lo que ya se percibe en la pintura tradicional si se miran sus productos como imágenes, no como copias de algo. El arte ejecuta el ocaso de la concreción al que no desmiente la realidad, pues en ella lo concreto ya sólo es una mascara de lo abstracto, lo individual ya solo es el ejemplar que representa a la generalidad y que nos engaña sobre ella, idéntico a la ubicuidad del monopolio.
Esto hace que el ataque se dirija contra todo el arte heredado. No hay más que alargar un poco las lineas de la empiria para ver que lo concreto no existe para nada mejor que para que cualquier cosa que se distinga pueda ser identificada, conservada y comprada. La experiencia ya no da más de si; no hay experiencia, ni siquiera la sustraída inmediatamente al comercio, que no haya sido corroída. Lo que sucede en el núcleo de la economía (la concentración y centralización que reúne lo disperso y permite existencias independientes sólo para la estadística profesional) se introduce hasta en las fibras espirituales más finas, a menudo sin que se perciban las mediaciones. La personalización mendaz en la política, el bulo del ser humano en la inhumanidad, son adecuados a la pseudoindividualización objetiva; pero como el arte no puede ser sin individuación, esto se convierte en su carga insoportable. Se habla de la misma circunstancia de otra manera al indicar que la situación actual del arte es hostil a lo que la jerga de la autenticidad llama mensaje. La efectista pregunta de la dramaturgia de la República Democrática Alemana «¿Qué quiere decir el autor?» basta para asustar a tos autores dominados, pero fracasa ante las obras de Brecht, cuyo programa era al fin y al cabo poner en movimiento procesos de pensamiento, no comunicar eslóganes; de lo contrario, no se podría hablar de teatro dialéctico. Los intentos de Brecht de eliminar los matices subjetivos mediante una objetividad dura también conceptualmente son recursos artísticos, en sus mejores trabajos un principio de estilización, nada de fabula docet; es difícil averiguar qué quiere decir el autor en Galilei o en El hombre bueno de Sezuan, por no hablar de la objetividad de las obras que no coinciden con la intención subjetiva. La alergia a los valores de expresión, la preferencia de Brecht por una cualidad que impresionaba a su malentendido de los enunciados protocolares de los positivistas, también es una figura de la expresión, que habla sólo como negación determinada de la expresión.
Igual que el arre ya no puede ser el lenguaje del sentimiento puro (nunca lo fue) ni el lenguaje del alma que se afirma, tampoco puede ir buscando lo que puede conseguir el conocimiento del estilo habitual, por ejemplo como reportaje social, como anticipo de la investigación a desarrollar de manera empírica. El espacio que les queda a las obras de arte entre la barbarie discursiva y el eufemismo poético apenas es más grande que el punto de indiferencia en que Beckett se ha metido.
La relación con lo nuevo tiene su modelo en el niño que busca en el piano un acorde nunca escuchado, intacto. Pero el acorde ya existía; las posibilidades de combinación son limitadas; propiamente, todo está ya en el teclado. Lo nuevo es el anhelo de lo nuevo, pero apenas lo nuevo mismo: de esto adolece todo lo nuevo. Lo que se siente a sí mismo como utopía es algo negativo frente a lo existente, y está sometido a lo existente. De las antinomias de hoy, es central la de que el arre tiene que ser y quiere ser utopía, y tanto más decididamente cuanto más el nexo funcional real obstaculiza la utopía; pero que no debe ser utopía si no quiere traicionar a la utopía en la apariencia y el consuelo. Si se cumpliera la utopía del arte, habría llegado el final temporal del arte. Hegel fue el primero en darse cuenta de que esto está incluido en su concepto. Que no se cumpliera la profecía de Hegel tiene su fundamento paradójico en Su optimismo histórico.
Hegel traicionó a la utopía al construir lo existente como si fuera la utopía, la idea absoluta. Contra la doctrina hegeliana de que el espíritu del mundo está más allá de la figura del arte se afirma su otra doctrina que sitúa al arte en la existencia contradictoria que pervive contra toda filosofía afirmativa. Esto lo demuestra la arquitectura: si ella quisiera, por hastío ante las formas funcionales y su acomodación total, entregarse a la fantasía desenfrenada, caería de inmediato en lo kitsch. Igual que la teoría, el arte tampoco es capaz de concretar la utopía; ni siquiera negativamente. En tanto que criptograma, lo nuevo es la imagen del ocaso; sólo mediante su negatividad absoluta, el arte dice lo indecible, la utopía.
En esa imagen se reúnen todos los estigmas de lo repugnante y abominable en el arte moderno. Mediante la renuncia irrevocable a la apariencia de reconciliación, el arte moderno se aferra a ésta en medio de lo irreconciliado, consciencia correcta de una época en que la posibilidad real de la utopía (que, de acuerdo con la situación de las fuerzas productivas, la Tierra podría ser el paraíso aquí y ahora, inmediatamente) se une en una cumbre extrema con la posibilidad de la catástrofe total. En la imagen de la catástrofe (que no es una copia, sino las claves de su potencial) reaparece el rasgo mágico de los tiempos más remotos del arte bajo el hechizo total; como si el arte quisiera evitar la catástrofe conjurando su imagen. El tabú sobre el telos histórico es la única legitimación de aquello mediante lo cual lo nuevo se compromete en la política y en la práctica, de su aparición como fin en sí mismo.
La punta que el arte vuelve contra la sociedad es, a su vez, algo social, contrapresión contra la gravosa presión del social body; igual que el progreso intraestético, que es un progreso de las fuerzas productivas (sobre todo de la técnica), está hermanado con el progreso de las fuerzas productivas extra-estéticas. A veces, las fuerzas productivas desencadenadas estéticamente suplen a ese desencadenamiento real que las relaciones productivas impiden. Las obras de arte organizadas por el sujeto consiguen, tan bien que mal, lo que la sociedad organizada sin sujeto no consiente; la propia planificación urbana renquea necesariamente detrás de la planificación de una figura grande y libre de toda finalidad. No hay que pensar de una manera absoluta el antagonismo en el concepto de técnica, que por una parte está determinada intraestéticamente y por otra parte está desarrollada fuera de las obras de arte. Este antagonismo surgió históricamente y puede desaparecer. Hoy ya se puede producir artísticamente (en la electrónica) a partir de la constitución especifica de medios de procedencia extra-artística. Es evidente el salto cualitativo entre la mano que dibuja un animal en la pared de una cueva y la cámara que permite presentar copias al mismo tiempo en innumerables lugares. Pero la objetivación del dibujo en las cavernas frente a lo visto inmediatamente contiene ya el potencial del procedimiento técnico que separa lo visto del acto subjetivo de ver. Toda obra, en tanto que pensada para muchos, ya es desde el punto de vista de la idea su propia reproducción. Que en la dicotomía de la obra de arte con aura y la obra de arte tecnológica Benjamin reprimiera este momento de unidad en favor de la diferencia podría ser la crítica dialéctica a su teoría. Ciertamente, el concepto de lo moderno se remonta cronológicamente mucho más atrás de la modernidad en tanto que categoría de la filosofía de la historia; pero la modernidad no es cronológica, sino el postulado de Rimbaud de un arte de la consciencia más avanzada en el que los procedimientos más avanzados y diferenciados se impregnan de las experiencias más avanzadas y diferenciadas. En unto que sociales, éstas son críticas. Esta modernidad tiene que mostrarse a la altura del capitalismo, no tiene simplemente que tratarlo. Su propio modo de comportarse y su lenguaje formal tienen que reaccionar espontáneamente a la situación objetiva; que una reacción espontánea sea una norma es una paradoja perenne del arte.
Como nada puede eludir la experiencia de la situación, no cuenta nada lo que se comporta como si se escapara a día En muchas obras auténticas de la modernidad, la capa industrial de material es evitada estrictamente por desconfianza frente al arte maquinal en tanto que pseudomorfosis, pero se hace valer negada mediante la reducción de lo tolerado y la construcción agudizada; por ejemplo, en Klee. En este aspecto de la modernidad no ha cambiado nada, igual que en el hecho de que el proceso vital de los seres humanos esta determinado por la industrialización; esto confiere de momento al concepto estético de modernidad su extraña invariancia. Por supuesto, esta concede a la dinámica histórica no menos espacio que el modo industrial de producción, que durante los últimos cien años ha cambiado desde el tipo de la fábrica del siglo XIX, pasando por la producción masiva hasta la automatización. El momento de contenido de la modernidad artística extrae su fuerza del hecho de que los procedimientos de producción material y de su organización más avanzados en cada época no se limitan al ámbito en el que surgen inmediatamente. De una manera que la sociología todavía no ha analizado en serio, irradian desde ahí hacia ámbitos de la vida muy lejanos, penetrando en la zona de la experiencia subjetiva, la cual no se da cuenta y protege sus reservas. Es moderno el arte que, de acuerdo con su modo de experiencia y como expresión de la crisis de la experiencia, absorbe lo que la industrialización ha creado bajo las relaciones de producción dominantes. Esto incluye un canon negativo, prohibiciones de aquello de lo que esa modernidad reniega en la experiencia y en la técnica; y esa negación determinada ya es casi un canon de lo que hay que hacer. Que esa modernidad sea más que un vago espíritu del tiempo o un versado estar a la última se debe al desencadenamiento de las fuerzas productivas. Este esta determinado tanto socialmente por el conflicto con las relaciones de producción como intraestéticamente en tanto que exclusión de lo gastado y de los procedimientos superados. Más bien, la modernidad siempre se opondrá al espíritu de la época dominante, como tiene que hacer hoy; la modernidad artística radical le parece a los consumidores decididos de la cultura anticuadamente seria y, por tanto, disparatada. En ningún lugar se expresa tan enfáticamente la esencia histórica de todo arte como en la irresistibilidad cualitativa de la modernidad; pensar en las invenciones en la producción material no es una mera asociación. Las obras de arte significativas aniquilan tendencialmente todo lo que en su tiempo no alcanza su estándar. De ahí que el rencor sea una de las razones por las que tantas personas cultas se cierran a la modernidad radical; la fuerza histórica asesina de la modernidad es equiparada a la desintegración de aquello a lo que los propietarios de la cultura se aferran desesperadamente. Al contrario de lo que dice el tópico, la modernidad no corre peligro allí donde (de acuerdo con esa fraseología) va demasiado lejos, sino donde no ha ido suficientemente lejos, donde debido a su inconsecuencia las obras cojean. Sólo las obras que se arriesgan tienen la oportunidad de pervivir, si es que esa oportunidad existe, pero no las obras que por miedo a lo efímero se aferran al pasado. Los renacimientos de la modernidad moderada impulsados por la consciencia restaurativa y por sus interesados fracasan hasta en los ojos y en los oídos de un público nada avanzado.
Del concepto material de modernidad se sigue el uso consciente de sus medios contra la ilusión de la esencia orgánica del arte. También ahí convergen la producción material y la producción artística. La obligación de ir a lo extremo es la obligatoriedad de esa racionalidad en relación con el material, no la obligatoriedad de una carrera pseudo científica con la racionalización del mundo desencantado. Ella separa categóricamente lo materialmente moderno respecto del tradicionalismo. La racionalidad estética exige que todo medio artístico esté todo lo determinado que sea posible en sí y de acuerdo con su función para hacer desde sí mismo aquello de lo que ya no lo exime ningún medio tradicional. El extremo lo exige la tecnología artística, no simplemente lo desea una mentalidad rebelde.
La modernidad moderada es en sí contradictoria porque frena la racionalidad estética. Que cada momento de una obra haga lo que tiene que hacer coincide inmediatamente con la modernidad en tanto que desiderátum: lo moderado se sustrae a esto porque recibe sus medios de una tradición presente o fingida a la que atribuye una fuerza que ya no posee. El hecho de que los modernos moderados apelen a su honradez, que los protege de seguir a la moda, es deshonesto a la vista de las facilidades de que disfrutan. La pretendida inmediatez de su comportamiento artístico está completamente mediada. La situación socialmente más avanzada de las fuerzas productivas, una de las cuales es la consciencia, es en el interior de las mónadas estéticas la situación del problema.
Las obras de arte muestran en su propia figura dónde hay que buscar la respuesta a esto, que no son capaces de dar por sí mismas, sin intromisión; ésta es la única tradición legítima en el arte. Toda obra significativa deja huellas en su material y en su técnica; seguirlas es la vocación de lo moderno en tanto que lo oportuno, no husmear qué hay en el aire. Esto se concreta mediante el momento crítico. Las huellas en el material y en los procedimientos a las que se adhiere toda obra cualitativamente nueva son cicatrices, los lugares en que fracasaron las obras precedentes. Al sufrir ahí, la nueva obra se dirige contra las que dejaron las huellas; lo que el historicismo trata como el problema de las generaciones en el arte se deriva de esto, no del cambio del sentimiento de vida meramente subjetivo ni del cambio de los estilos establecidos. El agón de la tragedia griega todavía no ha admitido esto; el panteón de la cultura neutralizada será el primero en engañar sobre ello. El contenido de verdad de las obras de arte está fusionado con su contenido crítico. Por eso también se critican mutuamente. Esto, y no la continuidad histórica de sus dependencias, une a las obras de arte entre sí; «una obra de arte es la enemiga mortal de otra»; la unidad de la historia del arte es la figura dialéctica de la negación determinada. Y no de otra manera sirve a su idea de reconciliación. Cómo los artistas de un género se dan cuenta de que trabajan en común sin saberlo, con independencia casi de sus productos, da una idea (aunque débil e impura) de esa unidad dialéctica.
Mientras que en la realidad no sucede que la negación de lo negativo sea una posición, en el ámbito estético no carece de toda verdad que en el proceso subjetivo de producción artística la fuerza de la negación inmanente no está encadenada como fuera. Artistas de gran sensibilidad del gusto, como Stravinsky y Brecht, maltrataron al gusto por amor al gusto; la dialéctica lo ha atrapado; el gusto va más allá de sí mismo, y esto es su verdad. Mediante momentos estéticos por debajo de la fachada, algunas obras de arte realistas del siglo XIX se revelaron más sustanciales que las que honraban al ideal de pureza del arte; Baudelaire ensalzó a Manet y tomó partido por Flaubert. Desde el punto de vista de la pintura pura, Manet es incomparablemente superior a Puvis de Chavannes; ponerlos en la misma balanza resulta cómico. El error del esteticismo era estético: confundió el concepto de sí mismo que dirige a un arte con lo realizado. En el canon de las prohibiciones se sedimentan las idiosincrasias de los artistas, pero éstas son obligatorias objetivamente; ahí, lo particular es literalmente lo general. Pues el comportamiento idiosincrásico, que al principio es inconsciente y apenas transparente teóricamente a sí mismo, es el sedimento de las maneras colectivas de reaccionar. Kitsch es un concepto idiosincrásico, y tan vinculante que no se puede definir. Que hoy el arte tenga que reflexionar significa que tiene que volverse consciente de sus idiosincrasias, articularlas. Como consecuencia de esto, el arte se aproxima a la alergia a sí mismo; ejemplo supremo de la negación determinada, el arte es su propia negación determinada. En las correspondencias con lo pasado, lo que reaparece se vuelve cualitativamente diferente. Las deformaciones de las figuras y de los rostros humanos en la escultura y en la pintura modernas recuerdan a primera vista a obras arcaicas en las que, o no se pretendía, o no se podía realizar con la técnica disponible la copia de seres humanos en figuras cultuales. Pero hay una diferencia muy grande entre que el arte niegue la copia una vez que es dueño del nivel de experiencia de la copia o que, como sugiere la palabra deformación, esté más acá de la categoría de la copia; esta diferencia le pesa a la estética más que la reminiscencia. Es difícil de imaginar que el arte, una vez que ha experimentado la heteronomía de lo copiable, olvide esto y vuelva a lo negado con determinación y motivación. Por supuesto, no hay que hipostasiar las prohibiciones que han surgido históricamente; de lo contrario, provocan el truco (muy querido en la modernidad de tipo Cocteau) de sacar de la manga lo prohibido temporalmente, presentarlo como si fuera fresco y recrearse en la vulneración del tabú moderno como algo moderno; de este modo, la modernidad se convierte en reacción. Lo que vuelve son problemas, no categorías y soluciones preproblemáticas. Según una fuente fiable, Schönberg dijo en sus últimos años que la armonía no estaba en discusión. No estaba profetizando que algún día se podría volver a operar con los trítonos que él había relegado mediante la ampliación del material a casos especiales. Pero sí que está abierta la cuestión de la dimensión de lo simultáneo en la música en conjunto, que había sido degradada a un mero resultado, a algo irrelevante, virtualmente casual; se sustrajo a la música una de sus dimensiones, la expresiva dimensión de la armonía, y ésta fue una de las razones por las que se empobreció el material enormemente enriquecido. No hay que restituir ni los trítonos ni otros acordes del repertorio tonal; pero es pensable que, Si alguna vez vuelven a agitarse fuerzas cualitativas contra la cuantificación total de la música, la dimensión vertical vuelva a estar en discusión y las armonías vuelvan a ser escuchadas y adquieran una valencia especifica. Se puede predecir algo análogo sobre el contrapunto, que también ha desaparecido en la integración ciega. Por supuesto, no se puede negar la posibilidad de un abuso reaccionario; la armonía redescubierta, del tipo que sea, es favorable a las tendencias armonizadoras; es fácil imaginarse cómo el deseo no menos fundamentado de reconstrucción de las lineas monódicas puede acabar en la falsa resurrección de la melodía, que los enemigos de la música moderna echan en falta dolorosamente. Las prohibiciones son delicadas y estrictas. La tesis de que la homeostasis solo es sólida como resultante de un juego de fuerzas, no como buena proporción sin tensiones, implica la acercada prohibición de los fenómenos estéticos que Bloch llama «alfombras» en El espíritu de la utopía, y la prohibición se extiende retrospectivamente, como si fuera invariante. Pero la necesidad de homeostasis sigue operando incluso en tanto que evitada, negada. A veces, el arte no dirime los antagonismos, sino que expresa tensiones formidables mediante una distancia extrema a esos antagonismos. Las normas estéticas, por más grande que pueda ser su fuerza histórica, quedan por detrás de la vida concreta de las obras de arte; sin embargo, participan en sus campos magnéticos.
Contra esto no ayuda pegar exteriormente a las normas un índice temporal; la dialéctica de las obras de arte tiene lugar entre esas normas, especialmente las más avanzadas, y su figura especifica.
La necesidad de correr riesgos se actualiza en lo experimental, cuya esencia es un consciente manejo de los materiales en contra de la idea de un proceso organizado inconscientemente, idea que ha llegado al arte desde la ciencia.
Actualmente la cultura oficial deja libres algunos espacios especiales para eso que desconfiadamente llama experimento y espera que fracase. Con ello lo neutraliza.
Realmente apenas es posible un arte que no experimente. Tan crasa ha llegado a ser la desproporción entre la cultura establecida y el estado de las fuerzas de producción: lo que es en sí perfectamente consecuente aparece socialmente como un cambio hacia el futuro del que se puede prescindir, y el arte, como vagabundo social, no está seguro ni de su propia coherencia. El experimento por lo general, como exploración de posibilidades, cristaliza en determinados tipos y especies, y rebaja la ora concreta hasta convertirla en un caso escolar: éste es uno de los motivos de la vejez del arte nuevo. Medios y objetivos estéticos no pueden separarse; pero los experimentos, por su mismo concepto casi sólo interesado en los medios, hacen esperar en vano la aparición de los objetivos. Además en los últimos decenios el concepto de experimento ha sido equívoco. Todavía en 1930 designaba el intento filtrado por la conciencia crítica en oposición a la repetición irreflexiva. Después se han añadido la idea de que las obras de arte deben tener unos rasgos no previstos en su proceso de producción, que el artista debe ser sorprendido por sus propias obras. Así el arte se hace consciente de un factor siempre presente, subrayado por Mallarmé. La imaginación del artista casi nunca ha podido concebir lo que va a producir. Las artes combinatorias del ars nova y después los holandeses introdujeron en la música del final de la Edad Media unos resultados que debieron sobrepasar la idea subjetiva de los mismos compositores.
Una combinatoria musical que los artistas consideraron extraña y se negaron a asociarla con su imaginación subjetiva fue, sin embargo, esencial para el desarrollo de las técnicas artísticas. Con esto crece el riesgo de que los resultados fracasen ante una imaginación inadecuada o débil. El riesgo es la regresión estética. Sólo se levanta el espíritu estético sobre lo meramente existente cuando no capitula ante la pura facticidad de los materiales y de las maneras de proceder.
Desde que el sujeto se ha emancipado, ya no puede prescindir de la mediación de la obra de arte a través de él, sin volver a caer en un mal cosismo. Ya lo reconocieron los teóricos de la música del siglo XI. Si no fuera así, se podría entonces negar tozudamente que los elementos no imaginados, «sorprendentes», de algún arte moderno, de la action painting o de la aleatoriedad, tuviesen una producción productiva. Podría entonces diluirse la contradicción entre el hecho de que la imaginación tiene una esquina de indeterminación y que, a la vez, esta esquina no está desligada de la imaginación. Mientras Richard Strauss escribía piezas bastante complejas, el virtuoso no podía representarse exactamente cada sonido, cada tonalidad, cada conexión; es conocido el hecho de que compositores dotados del mejor oído quedan siempre sorprendidos cuando escuchan realmente a su propia orquesta. Esta indeterminación, incuso la incapacidad del oído de diferenciar cada tono o aun de imaginárselo, como ha subrayado Stockhausen, pertenece sin embargo al terreno de lo determinado como uno de uno de sus componentes, aunque no como totalidad. Dicho en argot musical: hay que saber exactamente si algo «suena», pero sólo en los casos extremos se sabe cómo «suena». Siempre hay lugar para las sorpresas, para las deseadas y para las que hay que corregir; algo que apareció tan pronto como l’imprévu de Berlioz, no fue sólo para los oyentes objetivamente imprevisto, sino también previsible. Hay que atender siempre en los experimentos al momento de la lejanía del yo, pero también hay que dominarlo subjetivamente; pues sólo tras ser dominado es causa de liberación. El verdadero riego de las obras de arte no es su calidad de contingentes, sino el que cada una de ellas tenga que seguir tras el espejismo de su objetividad inmanente, sin tener garantías de que las fuerzas productivas, el espíritu del artista y sus maneras de actuar estén a la altura de esa objetividad. Si existiera esa garantía, quedaría excluido lo nuevo, que colabora por su parte con la objetividad y la exactitud de las obras. Lo que podemos llamar, sin contagio idealista, la serenidad en el arte, es el pathos de la objetividad, que está ante los ojos del artista contingente, contingencia que es mucho más que su necesaria limitación histórica. El riesgo de las obras de arte es parte de ello, es imagen de la muerte en el ámbito estético. Pero esa seriedad se relativiza por el hecho de que las obras de arte son autónomas respecto de ese sufrimiento simbolizado en la misma autonomía y del que ella recibe su seriedad. Sólo que a la vez que eco del sufrimiento, la autonomía lo disminuye; la forma, instrumento de la seriedad, lo es también de la neutralización del sufrimiento. Por esto llega a un estado de perplejidad invisible. La exigencia de una completa responsabilidad aumenta el peso de la culpa de los artistas; por esto hay que hacerle el contrapunto con la tendencia hacia la irresponsabilidad. Ésta nos está recordando esos ingredientes lúdicos sin los que el arte no puede ser pesado, como tampoco la teoría. El arte, en cuanto juego, trata de expiar su propio resplandor. Su irresponsabilidad está en el deslumbramiento que produce, está en el spleen; sin ellos, el arte no es absolutamente nada. Un arte ejecutado con absoluta responsabilidad termina por hacerse estéril; las obras de arte realizadas con absoluta consecuencia raramente carecen de ese soplo de esterilidad. Pero una absoluta irresponsabilidad las convierte en bromas y la síntesis viene por el camino del concepto adecuado. La relación con la antigua dignidad del arte, con eso que Hölderlin llamó «la profunda y seria genialidad»[14], se ha vuelto ambivalente. El arte conserva esta dignidad respecto a la industria de la cultura; dos compases de un cuarteto de Beethoven están revestidos de ella aun oídos en la radio entre el turbio torrente de las canciones ligeras. Pero un arte moderno que se comportase con esa dignidad se convertiría sin remedio en ideológico. Tendría que darse tono, afectar gravedad, tendría que cambiarse en otra cosa de lo que es para poder sugerir dignidad. Su propia seriedad le obliga a renunciar a esa pretensión, comprometida ya sin remedio desde la religión artística de Wagner. Un tono festivo haría irrisorias las obras de arte lo mismo que una actitud de gloria y de poder. El arte no es pensable sin esa fuerza subjetiva que tiende a plasmarse en formas, pero no tienen nada que ver con esa actitud de fuerza que hay en la expresión de algunas obras. Y aun la fuerza subjetiva, desmesurada, sería un precio demasiado caro. El arte participa de la debilidad lo mismo que de la fuerza. En la obra de arte, el abandono sin escrúpulos de la dignidad puede ser un instrumento de su robustez. ¡Cuánta fuerza tuvo que tener el rico y brillantísimo hijo de burgueses Verlaine para dejarse llevar y corromperse de tal manera que se convirtiera en vacilante instrumento de su propia poesía! Pedirle cuentas de su debilidad, como hizo Stefan Zweig, no sólo resulta irrelevante, sino que ciega para ver las variedades de su fecundidad productiva: sin sus debilidades, las obras de Verlaine, lejos de ser hermosísimas, habrían tenido la misma pobreza que aquellas otras que él, una vez fracasado, andaba vendiendo.
Para subsistir en medio de lo más extremo y tenebroso de la realidad, las obras de arte que no quieran venderse como consuelo, tienen que igualarse a esa realidad. Arte radical significa hoy tanto como arte tenebroso, arte cuyo color fundamental es el negro. Mucho de la producción contemporánea se descalifica por no tomar nota de ello, alegrándose infantilmente con colores. El ideal de lo negro es en su contenido uno de los más poderosos impulsos de la abstracción.
Tal vez los jugueteos tonales y coloristas sean realmente la reacción ante el empobrecimiento que este ideal lleva consigo; tal vez el arte pueda llegar a dejar sin efecto esa prohibición sin traicionarse, tal como Brecht pudo haberlo sentido cuando escribió estos versos: «¡Qué tiempos son éstos, donde / hablar de los árboles es casi delito / porque ello es callar muchos horrores!»[15]. El arte denuncia la pobreza superflua haciéndose voluntariamente pobre, pero también denuncia el ascetismo y no puede aceptarlo sin más como norma propia. En el empobrecimiento de los medios, propio del ideal de lo negro (incluso del de la objetividad), también empobrece lo poético, lo pictórico, lo musical; las artes más progresistas lo inervan hasta el borde del silencio. Naturalmente que sólo al ingenuo le parece posible que el mundo, que según el verso de Baudelaire[16] ha perdido su aroma y sus colores, los recupere gracias al arte. Esto sacude además la posibilidad misma del arte, sin dejarle hundir del todo sin embargo. Por cierto, ya en el romanticismo temprano un artista como Schubert, luego tan aprovechado por la afirmatividad, se preguntaba si existe en definitiva una música alegre. La injusticia que comete todo arte placentero, especialmente el de puro entretenimiento, es a los muertos, al dolor acumulado y sin palabra. Sin embargo, el arte de lo negro tiene rasgos que, si fueran su resultado final, confirmarían la desesperación histórica; en tanto que pueden ser diferentes, también pueden ser efímeros. El postulado de la oscuridad, tal como los surrealistas lo elevaron a programa en el humor negro, es difamado como perversión por el hedonismo estético que ha sobrevivido a las catástrofes: que los momentos más tenebrosos del arte deben proporcionar placer coincide con que el arte y una recta conciencia de su felicidad es lo único que tiene capacidad de resistencia. Esta felicidad resplandece en la manifestación sensible. En las buenas obras de arte, su espíritu se comunica aun en los rasgos más débiles, y por así decir las salva sensorialmente, desde Baudelaire lo tenebroso, como antítesis del engaño, sacude sensorialmente la fachada de la cultura. Hay más placer en la disonancia que en la consonancia: esto permite pagar al hedonismo con su misma moneda. Lo cortante, agudizado dinámicamente y diferenciado en sí mismo y de la univocidad de lo afirmativo, se convierte en estímulo; y este estímulo, casi tanto como el horror ante la estupidez afirmativa, es quien conduce el arte nuevo a una tierra de nadie, sucedáneo de una tierra habitable. En el Pierrot Lunaire de Schönberg, donde se unen en forma cristalina esencia imaginaria y totalidad de la disonancia, se ha realizado por primera vez este aspecto de lo moderno. La negación puede convertirse en placer, no en positividad.
El arte auténtico del pasado, que hoy tiene que ocultarse, no queda así sentenciado. Las grandes obras esperan. Algo de su contenido de verdad no desaparece con el sentido metafísico, ya que no se deja comprometer; es aquello mediante lo cual siguen hablando. Una humanidad liberada debería recibir, expiada, la herencia de su pasado. Lo que alguna vez fue verdadero en una obra de arte y ha quedado desmentido por el curso de la historia podrá volverse a abrir cuando hayan cambiado las condiciones por las que esa verdad tuvo que ser suspendida: tan profundamente están ligados en la estética el contenido de verdad y la historia. La realidad reconciliada y la verdad restablecida de lo pasado podrían converger. Lo que aún es experimentable en el arte pasado y alcanzable por la interpretación es como una señal hacia ese estado. Nada garantiza que se honre realmente al arte pasado. La tradición no hay que negarla abstractamente, sino que hay que criticarla sin ingenuidad de acuerdo con el estado actual: así constituye lo presente a lo pasado. Nada hay que aceptarlo simplemente porque está presente yen otros tiempos fue importante; nada está despachado porque haya pasado; por sí mismo, el tiempo no es un criterio. Buena parte de lo pasado se revela insuficiente de una manera inmanente sin que las obras afectadas lo hubieran sido en su momento y para la consciencia de su propia época. Los defectos son desenmascarados por el paso del tiempo, pero son defectos de la cualidad objetiva, no de] gusto cambiante. – Sólo lo más avanzado en su época tiene una oportunidad contra la decadencia en el tiempo. Sin embargo, en la pervivencia de las obras se manifiestan diferencias cualitativas que no coinciden en absoluto con el grado de modernidad de su época. En el secreto bellum omnium contra omnes que llena la historia del arte, lo moderno más antiguo puede vencer a lo moderno más reciente. No es que un día lo par ordre du jour pasado de moda se pueda acreditar como más duradero y sólido que lo avanzado. La esperanza en renacimientos de los Pfitzner y Sibelius, de los Carossa o Hans Thoma, dice más sobre quienes albergan esas esperanzas que sobre la estabilidad de esa alma. Por supuesto, las obras pueden actualizarse mediante el despliegue histórico, mediante la correspondencia con algo posterior: nombres como Gesualdo da Venosa, El Greco, Turner, Büchner son ejemplos bien conocidos, no redescubiertos por casualidad tras la quiebra de la tradición continuada. Incluso obras que técnicamente aún no habían alcanzado el estándar de su época, como las primeras sinfonías de Mahler, se comunican con lo posterior en virtud precisamente de lo que las separaba de su tiempo. Lo más avanzado de la música de Mahler está al mismo tiempo en el refus torpe y fundamentado de la embriaguez sonora neorromántica, pero el refus era escandaloso, tan moderno tal vez como las simplificaciones de Van Gogh y de los fauvistas frente al impresionismo.
Aunque el arte no es una copia del sujeto, aunque Hegel tiene razón en su crítica de la frase hecha de que el artista tiene que ser más que su obra (no pocas veces es menos, la cáscara vacía de lo que el artista objetiva en la cosa), es verdad que una obra de arte no se puede conseguir de otra manera que si el sujeto la llena desde sí mismo. No es asunto del sujeto, en tanto que órganon del arte, superar el aislamiento que se le impone, que no procede de la mentalidad ni de una consciencia casual. Mediante esta situación, el arte se ve obligado (en tanto que algo espiritual) a una mediación subjetiva en su constitución objetiva. La misma participación subjetiva en la obra de arte Forma parte de la objetividad.
Ciertamente, el indispensable momento mimético del arte es, por cuanto respecta a su sustancia, algo general, pero no se puede obtener de otra manera que mediante lo indisolublemente idiosincrásico de los sujetos individuales. Si el arte es en su interior un comportamiento, no se puede separar de la expresión, que no es posible sin Sujeto. La transición a lo general conocido discursivamente, mediante la cual los sujetos individuales que reflexionan políticamente esperan escaparse a su atomización e impotencia, es estéticamente una deserción a la heteronomía. Si la obra va más allá de la contingencia del artista, éste tiene que pagar por esto el precio de no poder elevarse (a diferencia de quien piensa discursivamente) por encima de sí mismo y del límite puesto objetivamente. Si cambiara la estructura atomística de la sociedad, el arte no tendría que sacrificar su idea social (cómo es posible lo particular) a lo general social: mientras lo particular y lo general diverjan, no hay libertad. Más bien, ésta le procuraría a lo particular ese derecho que estéticamente hoy no se anuncia en otro lugar que en las coacciones idiosincrásicas a las que los artistas tienen que obedecer. Quien, frente a la excesiva presión colectiva, insiste en el paso del arte por el sujeto no tiene por qué pensar bajo un velo subjetivista. En el ser-para-sí estético está incluido el de lo avanzado colectivamente, que se ha escapado al hechizo. Toda idiosincrasia vive, en virtud de su momento mimético preindividual, de fuerzas colectivas inconscientes de sí mismas. Que éstas no conduzcan a la regresión es responsabilidad de la reflexión crítica del sujeto aislado. El pensamiento social sobre la estética suele desatender el concepto de fuerza productiva. Esta fuerza, adentrada en los procesos tecnológicos, es el sujeto, que se ha convertido en tecnología. Las producciones que lo dejan de lado, que (por decirlo así) quieren independizarse técnicamente, tienen que corregirse en el sujeto.
La rebelión del arte contra su espiritualización falsa (intencional), por ejemplo la rebelión de Wedekind en el programa de un arte corporal, es una rebelión del espíritu que no niega siempre, pero sí se niega a sí mismo. Este espíritu está presente en el estado actual de la sociedad solo en virtud del principium individuationis. Pues en el arte es pensable la colaboración colectiva, pero no la extinción de la subjetividad que le es inmanente. Para que las cosas cambiaran, la condición sena que la consciencia global de la sociedad alcanzara un estado que ya no le hiciera entrar en conflicto con la consciencia más avanzada, que hoy es la de los individuos. La filosofía burguesa idealista, hasta en sus modificaciones más sutiles, no ha sido capaz de superar el solipsismo mediante la teoría del conocimiento. Para la consciencia burguesa normal, la teoría del conocimiento que le iba bien no tenía consecuencias. El arte le parece necesaria e inmediatamente «intersubjetivo». Hay que dar la vuelta a esta relación entre teoría del conocimiento y arte. Aquélla es capaz mediante la autorreflexión crítica de destruir el hechizo solipsista, mientras que el punto de referencia subjetivo del arte sigue siendo realmente la que el solipsismo fingía ser en la realidad. El arte es la verdad de la filosofía de la historia del solipsismo, que en sí es falso. En el arte, no se puede superar mediante la voluntad el estado que la filosofía hipostasía injustamente. La apariencia estética es lo que extraestéticamente el solipsismo confunde con la verdad. Como pasa por alto la diferencia central, el ataque de Lukács al arte moderno radical marra a éste por completo. Lo contamina con corrientes filosóficas real o presuntamente solipsistas. Sin embargo, lo mismo es aquí y allá completamente lo contrario. — Un momento critico en el tabú mimético se dirige contra ese calor tibio que hoy la expresión comienza a difundir. Los movimientos de expresión generan un tipo de contacto que place mucho al conformismo. Con esta mentalidad se ha absorbido el Wozzeck de Berg y se le ha acusado de reaccionario frente a la escuela de Schönberg, de la que su música no reniega en ningún compás. La paradoja de esta situación se concentra en el prologo de Schönberg a las Bagatelas para cuarteto de cuerda de Webern, una obra expresiva al máximo: Schönberg la alaba porque desprecia el calor animal. Entre tanto, ese calor se encuentra hasta en las obras cuyo lenguaje antes lo rechazaba en nombre de la autenticidad de la expresión. El arte riguroso se polariza, por una parte, hacia una expresividad que renuncia a la reconciliación última, que no está suavizada ni consolada, hacia la construcción autónoma, y por otra parte hacia la inexpresividad de la construcción, que expresa la impotencia creciente de la expresión. La discusión sobre el tabú que grava sobre el sujeto y la expresión afecta a una dialéctica de la mayoría de edad. Su postulado en Kant, el postulado de la emancipación respecto del hechizo infantil, vale para el arte igual que para la razón. La historia de la modernidad es una historia del esfuerzo para alcanzar la mayoría de edad, la aversión organizada y creciente hacia lo pueril del a que por supuesto solo es pueril de acuerdo con la medida de la estrecha racionalidad pragmática. Sin embargo, el arte se rebela contra este tipo de racionalidad que por culpa de la relación fin-medios olvida los fines y fetichiza los medios como fines. Esa irracionalidad en el principio de razón es desenmascarada por la irracionalidad del arte, confesada y al mismo tiempo racional en sus procedimientos. Ella pone en primer plano lo infantil en el ideal del adulto. La minoría de edad a partir de la mayoría de edad es el prototipo del juego.
En la modernidad, el oficio es completamente diferente de los preceptos artesanales tradicionales. Su concepto designa el conjunto de habilidades mediante las cuales el artista hace justicia a la concepción y corta el cordón umbilical de la tradición Sin embargo, el oficio nunca procede solo de la obra individual. Ningún artista acomete una obra solo con los ojos, con los oídos, con el sentido lingüístico. La realización de lo especifico siempre presupone cualidades adquiridas más allí del dominio de la especificación; solo los dilettantes confunden la tabula rasa con la originalidad. Ese conjunto de fuerzas insertadas en la obra de arte, en apariencia algo meramente subjetivo, es la presencia potencial de lo colectivo en la obra, de acuerdo con la medida de las fuerzas productivas disponibles: la mónada lo contiene sin ventanas. Donde más drástico se vuelve esto es en las correcciones críticas del artista. En toda mejora a la que se ve obligado, a menudo en conflicto con lo que él considera la agitación primaria, el artista trabaja como agente de la sociedad, indiferente a la consciencia de ésta. El artista encarna las fuerzas productivas sociales sin estar atado necesariamente a las normas dictadas por las relaciones de producción, que él critica mediante la coherencia del oficio. Para muchas de las situaciones con que la obra confronta a su autor, siempre hay disponible una pluralidad de soluciones, pero finita y abarcable. El oficio pone el límite contra la infinitud mala en las obras. El determina como posibilidad concreta de las obras de arte lo que con un concepto de la lógica hegeliana se podría llamar su posibilidad abstracta Por eso, todo artista auténtico esta poseído por sus procedimientos técnicos; el fetichismo de los medios también tiene su momento legitimo.
Que el arte no se puede reducir a la polaridad incuestionable de lo mimético y lo constructivo como a una fórmula invariante se conoce en que de lo contrario la obra de arte de rango tendría que buscar el equilibrio entre los dos principios. Pero en la modernidad era fecundo lo que iba a uno de los extremos, no lo que mediaba; quien aspiraba a la vez a las dos cosas, a la síntesis, fue recompensado con un consenso sospechoso. La dialéctica de esos momentos se parece a la dialéctica lógica en que sólo en lo uno se realiza lo otro, no en medio. La construcción no es una corrección ni un afianzamiento objetivante de la expresión, sino que tiene que acomodarse (por decirlo así) a partir de los impulsos miméticos sin planificación; ahí radica la superioridad del Erwartung de Schönberg sobre muchas cosas que lo convirtieron en un principio que por su parte era un principio de construcción; en el expresionismo sobreviven, como algo objetivo, las obras que se abstienen de la organización constructiva. A esto le corresponde que ninguna construcción (en tanto que forma vacía de contenido humano) se puede llenar de expresión. Ésta la adquieren mediante el frío. Las figuras cubistas de Picasso y aquello en lo que las transformó posteriormente son, gracias al ascetismo contra la expresión, mucho más expresivas que los productos que se dejaron inspirar por el cubismo, pero temían por la expresión y se ablandaron.
Esto parece conducir más allá de la disputa sobre el funcionalismo. La crítica de la objetividad en tanto que figura de la consciencia cosificada no puede consentir la negligencia que cree restaurar mediante la reducción de la pretensión constructiva la fantasía libre y, por tanto, el momento de expresión. Hoy, el funcionalismo (que es prototípico en la arquitectura) tendría que llevar tan lejos la construcción que adquiera valor expresivo mediante su renuncia a las formas tradicionales y semitradicionales. La arquitectura grande obtiene su lenguaje sobrefuncional donde a partir de sus fines los muestra miméticamente como su contenido. La Philharmonie de Scharoun es bella porque, para crear condiciones espaciales ideales para la música orquestal, se vuelve similar a ella, sin tomar nada prestado de ella. Al expresarse su fin en ella, la Philharmonie trasciende la mera finalidad sin que por lo demás esa transición esté garantizada a las formas finales. El veredicto de la Nueva Objetividad sobre la expresión y la mímesis como algo ornamental y superfluo, como un ingrediente subjetivo y no obligatorio, sólo vale en la medida en que la construcción está mezclada con la expresión; no para obras de expresión absoluta. La expresión absoluta sería objetiva, la cosa misma. El fenómeno aura que Benjamin describió con negación ansiosa se ha convertido en algo malo donde se afirma y de este modo finge, donde los productos que por la producción y la reproducción se oponen al hic et nunc buscan la apariencia de ese hic et nunc, como el cine comercial. Por supuesto, esto también daña a lo producido individualmente si conserva el aura, prepara lo particular y ayuda a la ideología que se porta bien con lo bien individualizado que aún hay en el mundo administrado. Por otra parte, la teoría del aura se presta al abuso si es empleada de manera no dialéctica. Con ella, esa desartización del arte se puede convertir en un lema que se abre camino en la era de la reproductibilidad técnica. No sólo el aquí y ahora de la obra de arte es, de acuerdo con la tesis de Benjamin, su aura, sino lo que en ella va más allá de lo dado, su contenido; no se puede eliminarlo y querer el arte. También las obras desencantadas son más de lo que en ellas es simplemente el caso. El «valor de exposición» que tiene que sustituir ahí al «valor de culto» del aura es una imago del proceso de intercambio. El arte que se entrega al valor de exposición obedece a ese proceso, de una manera similar a como las categorías del realismo socialista se acomodan al statu quo de la industria cultural.
La negación del equilibrio en las obras de arte se convierte en la crítica de la idea de su coherencia, de su formación e integración puras. La coherencia se quiebra en algo superior a ella, en la verdad del contenido, que no se contenta ni con la expresión (pues ésta recompensa a la individualidad desvalida con una importancia engañosa), ni con la construcción (pues ésta es más que análoga al mundo administrado). La integración extrema es un extremo de apariencia, y esto provoca su transformación: los artistas que la consiguen movilizan desde el último Beethoven la desintegración. El contenido de verdad del arte, cuyo órganon era la integración, se dirige contra el arte, y en este giro tiene sus instantes enfáticos. Las obras mismas obligan a los artistas a esto: un surplus de organización, de régimen, los mueve a dejar la varita mágica, como el Próspero de Shakespeare, a través de] cual habla el poeta. La verdad de esa desintegración no se puede alcanzar a través de nada inferior a atravesar el triunfo y la culpa de la integración. La categoría de lo fragmentario, que tiene aquí su lugar, no es la de la individualidad contingente: el fragmento es la parte de la totalidad de la obra que se opone a ella.