ARTE, SOCIEDAD, ESTÉTICA

Pérdida de la autocomprensibilidad del arte

Es evidente que ya nada referente al arte es evidente, ni en sí mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia. La pérdida de que no le fuera necesaria la reflexión o no causara problemas no ha sido compensada por la infinitud abierta de lo que se ha vuelto posible, a la que la reflexión debe enfrentarse. La ampliación se muestra en muchos aspectos como una disminución. El mar de lo nunca sospechado, en el cual se adentraron los movimientos artísticos de 1910, no proporcionó la alegría prometida a la aventura. En lugar de esto, el proceso entonces desencadenado devoró las categorías en cuyo nombre había comenzado. Cada vez más cosas fueron arrastradas al remolino de los nuevos tabúes; en todas partes los artistas se alegraron menos del nuevo reino de libertad ganado, que de un presunto nuevo orden apenas estabilizado. Pues la libertad absoluta en el arte, siempre aún algo particular, estaba en contradicción con el estado perenne de falta de libertad en la totalidad.

En ésta el lugar del arte se volvió incierto. La autonomía, que consiguió después de que se sacudiera de su función cultual y de sus epígonos, se nutre de la idea de humanidad. Esta idea se desmoronó en cuanto la sociedad se volvió menos humana. En el arte se desvanecen, por mor de sus propias leyes de desarrollo, los constituyentes que le habían nutrido del ideal de humanidad. Pero su autonomía queda como irrevocable. Todos los intentos de restituirle una función social, de la que el arte duda y de la que expresa tal duda, naufragan. Pero su autonomía comienza a mostrar un momento de ceguera. Este momento, que está presente desde siempre en el arte, en la época de su emancipación ensombrece a todos los demás, a pesar de que, si no a causa de, su ausencia de ingenuidad ya no puede revocarse desde la sentencia de Hegel. Aquella ingenuidad se une con una ingenuidad al cuadrado, la incertidumbre sobre el para qué de lo estético Incertidumbre sobre si el arte es aún posible; si tras su plena emancipación ha perdido y enterrado sus propios presupuestos. La cuestión se agudiza comparando con lo que el arte fue una vez. Las obras de arte salen del mundo empírico y crean uno propio y contrapuesto como si también existiera. Con ello tienden a priori a la afirmación, por mucho que se construyan trágicamente. Los clichés de resplandor reconciliado, que el arte difunde a la realidad, son repugnantes no sólo porque parodian el concepto enfático al modo burgués de arte y lo encasillan entre las celebraciones dominicales dispensadoras de consuelo. Hurgan en la propia herida del arte. Por su inevitable separación de la teología, de la pretensión a la verdad de la salvación, una secularización sin la que el arte no se habría desarrollado, el arte se condena a dar, falto de la esperanza en otra cosa, una justificación de lo existente, reforzando así el hechizo del que quería liberarse la autonomía del arte.

El propio principio de autonomía del arte es sospechoso de tales justificaciones: en tanto se atreve a poner la totalidad desde sí mismo, un círculo cerrado en sí, esta figura se transfiere al mundo, en el cual se encuentra el arte y del que resulta.

A causa de su renuncia a la empiria —y esto no es en principio mero escapismo, sino su ley inmanente—, sanciona la prepotencia de la empiria. Helmut Kuhn ha testificado en un ensayo, para gloria del arte, que cada obra es una alabanza[1]. Su tesis sería verdad si fuera crítica. En vista de como ha degenerado la realidad, la inevitable esencia afirmativa del arte se ha vuelto insoportable. El arte ha de dirigir sus ataques contra lo que promete su propio concepto, de modo que se vuelve incierto hasta en sus fibras más íntimas. Sin embargo no puede despacharse con su negación abstracta. En tanto que ataca lo que toda la tradición consideraba garantizado como su idea fundamental, se transforma cualitativamente en otra cosa. Puede hacerlo porque a través de los tiempos y gracias a su forma tanto ha ido contra lo meramente existente, lo fáctico, como ha salido en su ayuda dando forma a los elementos de lo existente. Tan poco se le puede reducir a la fórmula general de consuelo como a su contraria.

Contra la cuestión del origen

El arte tiene su concepto en la constelación, históricamente cambiante, de sus momentos; se resiste a la definición. Su esencia no es deducible de su origen, como si lo primero fuera el estrato fundamental sobre el que se edificó todo lo subsiguiente, que se hundió cuando ese fundamento fue sacudido. La fe en que las primeras obras de arte fueron las más elevadas y las más puras es sólo romanticismo tardío; con el mismo derecho se podría sostener que los más antiguos productos artísticos, todavía no separados de prácticas mágicas, de objetivos pragmáticos y de nuestra documentación histórica sobre ellos, productos sólo perceptibles en amplios períodos por la fama o por nuestra grandilocuencia, son turbios e impuros; la concepción clasicista se sirvió de buena gana de tales argumentos. Considerados de forma groseramente histórica, los datos se pierden en una enorme vaguedad[2]. El intento de subsumir ontológicamente la génesis histórica del arte bajo un motivo supremo se pierde necesariamente en algo tan confuso que la teoría del arte no retiene en sus manos más que la visión, ciertamente relevante, de que las artes no pueden ser incluidas en la identidad sin fisuras del Arte en cuanto tal.[3] En las reflexiones y trabajos dedicados a los άρχαί estéticos se mezclan de forma grosera la recolección positivista de materiales y las especulaciones tan odiadas por la ciencia, de lo cual Bachofen sería el máximo ejemplo. Y si en vez de esto se intentase, de acuerdo con el uso filosófico, separar categóricamente la llamada cuestión del origen, considerada como cuestión de la esencia, de la cuestión de la génesis desde la prehistoria, entonces se cae en la arbitrariedad de emplear el concepto de origen de forma contraria a lo que dice el sentido de la palabra. La definición de lo que sea el arte siempre estará predeterminada por aquello que alguna vez fue, sólo adquiriendo legitimidad por aquello que ha llegado a ser y, más aún, por aquello que quiere ser y quizá pueda ser. Aun cuando haya que mantener su diferencia de lo puramente empírico, se modifica cualitativamente en sí mismo; algunas cosas, pongamos las figuras cultuales, se transforman con el correr de la historia en realidades artísticas, cosa que no fueron anteriormente; algunas que antes eran arte han dejado de serlo.

Plantear desde arriba la pregunta de si un fenómeno como el cine es o no arte no conduce a ninguna parte. El arte, al irse transformando, empuja su propio concepto hacia contenidos que no tenía. La tensión existente entre aquello de lo que el arte ha sido expulsado y el pasado del mismo es lo que circunscribe la llamada cuestión de la constitución estética. Sólo puede interpretarse el arte por su ley de desarrollo, no por sus invariantes. Se determina por su relación con aquello que no es arte. Lo que en él hay de específicamente artístico procede de algo distinto: de este algo hay que inferir su contenido; y sólo este presupuesto satisfaría las exigencias de una estética dialéctico-materialista. Su especificidad le viene precisamente de distanciarse de aquello por lo que llegó a ser; su ley de desarrollo es su propia ley de formación. Sólo existe en relación con lo que no es él, es el proceso hacia ello. Para una estética que ha cambiado de orientación es indiscutible la idea desarrollada por el último Nietzsche en contra de la filosofía tradicional, de que también puede ser verdad lo que ha llegado a ser. Habría que invertir la visión tradicional demolida por él: verdad es únicamente lo que ha llegado a ser. Lo que se muestra en la obra de arte como su interna legalidad no es sino el producto tardío de la interna evolución técnica y de la situación del arte mismo en medio de la creciente secularización; no hay duda de que las obras de arte llegan a ser tales cuando niegan su origen. No hay que conservar en ellas la vergüenza de su antigua dependencia respecto de vanos encantadores, servicio de señores o ligera diversión; ha desaparecido su pecado original al haber aniquilado retrospectivamente el origen del que proceden. Ni la música para banquetes es inseparable de la música liberada, ni fue nunca un servicio digno del hombre, servicio del que el arte autónomo se ha liberado tras anatematizarle. Su despreciable sonsonete no mejora por el hecho de que la parte más importante de cuanto hoy conmueve a los hombres como arte haya hecho callar el eco de aquel martilleo.

Contenido de verdad y vida de las obras

La perspectiva hegeliana de una posible muerte del arte está en conformidad con su carácter devenido. El que lo considerase perecedero y, al mismo tiempo, lo incluyese en el espíritu absoluto armoniza bien con el doble carácter de su sistema, pero induce a una consecuencia que él nunca habría deducido: el contenido del arte, su absoluto según su concepción, no se agota en la dimensión de su vida y muerte. El arte podría tener su contenido en su propia transitoriedad.

Puede imaginarse, y no se trata de ninguna posibilidad abstracta, que la gran música, algo tardío, sólo fuese posible en un determinado período de la humanidad. La revuelta del arte contra el mundo histórico, presente teleológicamente en su «actitud respecto de la objetividad», se ha convertido en la revuelta del mundo contra el arte; está de más profetizar si el arte será capaz de sobrevivir. La crítica de la cultura no tiene porqué hacer callar los gritos más agudos del pesimismo cultural reaccionario: su escándalo ante la idea de que el arte podría haber entrado en la era de su ocaso, idea que Hegel ya tomó en cuenta hace ciento cincuenta años. Hace cien años, la tremenda creación de Rimbaud cumplió en sí misma, de forma anticipatoria, la historia del arte nuevo hasta el último extremo; pero su silencio posterior, su trabajo como asalariado, anticipó también la tendencia del arte nuevo. Hoy la estética no tiene ningún poder para decidir si ha de convertirse en la nota necrológica del arte y ni siquiera si le está permitido desempeñar el papel de orador fúnebre; en general sólo puede constatar el fin, alegrarse del pasado y pasarse a la barbarie, da lo mismo bajo qué signo, la barbarie no es mejor que la cultura que se ha ganado a pulso tal barbarie como retribución de sus bárbaros abusos. El contenido del arte del pasado, aunque ahora el arte mismo quede destruido, se autodestruya, desaparezca o continúe de forma desesperada, no debe por ello necesariamente decaer. El arte podría sobrevivir en una sociedad que se librase de la barbarie de su cultura. No sólo se trata de las formas; también son innumerables las materias que hoy han muerto del todo: la literatura sobre el adulterio que llena el período victoriano del siglo XIX y de los comienzos del XX es hoy apenas inmediatamente imitable tras la disolución de la pequeña familia de la alta burguesía y el relajamiento de la monogamia; sólo en la literatura vulgar de las revistas ilustradas sigue arrastrando una vida débil y vuelve de vez en cuando. También hay que decir, en sentido contrario, que hace ya tiempo que lo auténtico de Madame Bovary, hundido otras veces en su contenido, ha sobrevolado por encima de su ocaso. Pero esto no debe desviarnos hacia el falso optimismo histórico-filosófico de la fe en el espíritu invencible. El mismo contenido material, lo que es mucho más, puede quebrarse en su caída. El arte y las obras de arte son caducas no sólo por su heteronimia, sino también en la constitución misma de su autonomía. En este proceso, que sirve como prueba de que la sociedad es la que convierte al espíritu en factor de trabajo diferencial y en magnitud separada, el arte no es sólo arte sino también algo extraño y contrapuesto a él mismo. En su concepto mismo está escondido el fermento que acabará con él.

Relación entre el arte y la sociedad

En la fractura estética sigue siendo esencial aquello que es fracturado; como en la imaginación aquello que es imaginado. Esto mismo vale ante todo para la objetividad inmanente del arte. En su relación con la realidad empírica, sublima el principio del sese conservare y lo convierte en el ideal de la mismidad de sus obras; como Schönberg dice, se pinta un cuadro, no lo que representa. De por sí toda obra de arte busca la identidad consigo misma, esa identidad que en la realidad empírica, al ser el producto violento de una identificación impuesta por el sujeto, no se llega a conseguir. La identidad estética viene en auxilio de lo no idéntico, de lo oprimido en la realidad por nuestra presión identificadora. La separación de la realidad empírica, que el arte posibilita por su necesidad de modelar la relación del todo y las partes, es la que convierte a la obra de arte en ser al cuadrado. Las obras de arte son imitaciones de lo empíricamente vivo, aportando a esto lo que fuera le está negando. Así lo liberan de aquello en lo que lo encierra la experiencia exterior y cosista. La línea de demarcación entre el arte y lo empírico no debe borrarse por un proceso de idealización del artista. Aunque esto sea así, las obras de arte poseen una vida sui generis. No se trata solamente de su destino externo. Las que tienen sentido hacen siempre salir a la luz nuevos estratos, envejecen, se enfrían, mueren. Es una tautología decir que ellas, como artefactos y realizaciones humanas que son, no tienen la inmediatez vital de los hombres. Pero la acentuación del aspecto de artefacto propio del arte cuadra menos con su carácter de realización que con su propia estructura, con independencia de la manera en que ha llegado a ser. Las obras son vivas por su lenguaje, y lo son de una manera que no poseen ni los objetos naturales ni los sujetos que las hicieron. Su lenguaje se basa en la comunicación de todo lo singular que hay en ellas. Están en contraste con la dispersión de lo puramente existente. Y precisamente al ser artefactos, productos de un trabajo social, entran en comunicación con lo empírico, a lo que renuncian y de lo que toman su contenido. El arte niega las notas categoriales que conforman lo empírico y, sin embargo, oculta un ser empírico en su propia sustancia. Aunque se opone a lo empírico en virtud del momento de la forma —y la mediación de la forma y el contenido no se puede captar sin hacer su diferenciación—, con todo hay que buscar de alguna manera la mediación en el hecho de que la forma estética es un contenido sedimentado. Las formas aparentemente más puras, como tradicionalmente se considera a las musicales, se pueden datar retrospectivamente hasta sus más pequeños detalles en algo que no pertenece a la forma, sino al contenido, como es la danza. Los ornamentos fueron quizá en un tiempo símbolos cultuales. Habría que emprender el estudio de las relaciones de las formas estéticas con sus contenidos y de una manera más amplia que como lo ha hecho la escuela del Instituto de Warburg respecto al tema específico de la pervivencia de la Antigüedad. Sin embargo, la comunicación de las obras de arte con el exterior, con el mundo al que, por suerte o por desgracia, se han cerrado, se da por medio de la no comunicación, y en ello precisamente aparecen como fracturas del mismo. Es fácil pensar que lo común entre su reino autónomo y el mundo exterior son sólo los elementos que le ha pedido prestados y que entran en un contexto completamente distinto. Sin embargo, tampoco se puede discutir esa trivialidad perteneciente a la historia de la cultura de que el desarrollo de las conductas artísticas, tal como se resumen por lo general bajo el concepto del estilo, se corresponde con el desarrollo social. Aun la más sublime obra de arte ocupa un lugar determinado en relación con la realidad empírica al salirse de su camino no de una vez para siempre, sino en forma concreta, en forma inconscientemente polémica frente a la situación en que se halla esa realidad en una hora histórica. El hecho de que las obras de arte, como mónadas sin ventanas, tengan una «representación» de lo que no es ellas mismas apenas puede comprenderse si no es por el hecho de que su propia dinámica, su propia historicidad inmanente como dialéctica entre naturaleza y dominio de la naturaleza, posee la misma esencia que la dialéctica exterior y además se parece a ésta sin imitarla. La fuerza de producción estética es la misma que la del trabajo útil y tiene en sí la misma teleología; y lo que podemos llamar relaciones estéticas de producción, todo aquello en lo que se hallan encuadradas las fuerzas productivas y sobre lo que trabajan, no son sino sedimentos o huellas de los niveles sociales de las fuerzas de producción. El doble carácter del arte como autónomo y como fait social está en comunicación sin abandonar la zona de su autonomía. En esta relación con lo empírico las obras de arte conservan, neutralizado, tanto lo que en otro tiempo los hombres experimentaron de la existencia como lo que su espíritu expulsó de ella.

También toman parte en la clarificación racional porque no mienten: no disimulan la literalidad de cuanto habla desde ellas. Son reales como respuestas a las preguntas que les vienen de fuera. Los estratos básicos de la experiencia, que constituyen la motivación del arte, están emparentados con el mundo de los objetos del que se han separado. Los insolubles antagonismos de la realidad aparecen de nuevo en las obras de arte como problemas inmanentes de su forma.

Y es esto, y no la inclusión de los momentos sociales, lo que define la relación del arte con la sociedad. Las tensiones de la obra de arte quedan cristalizadas de forma pura en ella y encuentran así su ser real al hallarse emancipadas de la fachada factual de lo externo. El arte, χωρίς de la existencia empírica, se relaciona con el argumento hegeliano frente a Kant: la colocación de una barrera hace que se supere la barrera por el hecho mismo de la colocación y así se avanza y se capta aquello contra lo que la barrera había sido levantada. Y solamente esto, y no ninguna moralina, es la crítica del principio de l’art pour l’art, el cual crea el χωρισμός del arte hacia su unidad y totalidad mediante una negación puramente abstracta. La libertad de las obras de arte, de la que ellas se precian y sin la que no sería nada, es una astucia de su propia razón. Todos sus elementos están encadenados con esa cadena cuya rotura constituye la felicidad de las obras de arte y en la que están amenazadas de volver a caer en cualquier momento. En su relación con la realidad empírica recuerda aquel teologúmeno de que en el estado de salvación todo es como es y, sin embargo, completamente distinto. También es inequívoca su analogía con la tendencia de lo profano a secularizar el ámbito sacral hasta que éste, ya secularizado, se conserve por sí mismo; el ámbito sacral queda de alguna manera objetivado, rodeado por una valla ya que su propio momento de falsedad está esperando la secularización con la misma intensidad con que trata de defenderse de ella. Según esto, el puro concepto del arte no sería un ámbito asegurado de una vez para siempre, sino que continuamente se estaría produciendo a sí mismo en momentáneo y frágil equilibrio, para usar la comparación, que es más que comparación, con el equilibrio entre el Yo y el Ello.

El proceso de la autorepulsión tiene que renovarse constantemente. Toda obra de arte es un instante; toda obra de arte conseguida es una adquisición, un momentáneo detenerse del proceso, al manifestarse éste al ojo que lo contempla.

Si las obras de arte son respuestas a sus propias preguntas, también se convierten ellas por este hecho en preguntas. Ha venido dándose hasta hoy la tendencia, que no se ha visto dañada por el fracaso evidente del tipo de educación en el que se encuadra, a percibir el arte de forma extraestética o preestética; aunque esta idea es bárbara, retardaria o responde a una necesidad de retrógrados, hay, sin embargo, algo en el arte que está de acuerdo con ella: si se quiere percibir el arte de forma estrictamente estética, deja de percibirse estéticamente. Únicamente en el caso de que se perciba lo otro, lo que no es arte, y se lo perciba como uno de los primeros estratos de la experiencia artística, es cuando se lo puede sublimar, cuando se pueden disolver sus implicaciones materiales sin que la cualidad del arte de ser una para-sí se convierta en indiferencia. El arte es para sí y no lo es, pierde su autonomía si pierde lo que le es heterogéneo. Los grandes poemas épicos que aún hoy sobreviven al olvido fueron confundidos en su tiempo con narraciones históricas y geográficas. Paul Valéry mostró la gran cantidad de materiales no fundidos en el crisol de la ley formal que existían en los poemas homéricos, en los germánicos primitivos y en los cristianos, sin que esto les hiciera perder su rango frente a creaciones carentes de tales escorias. A la tragedia, de la que podría inferirse la idea de la autonomía estética, le sucedió algo semejante. Fue imitación de acciones cultuales consideradas entonces como relaciones de causas reales. La historia del arte, aunque es la historia del progreso de su autonomía, no ha podido extirpar este momento de dependencia y no sólo por causa de las cadenas que se han echado sobre el arte. La novela realista, en su plenitud formal del siglo XIX, tenía algo de aquel rebajamiento a que la han obligado las teorías del llamado realismo socialista, tenía algo de reportaje, de anticipación de lo que la ciencia social proporcionaría con posterioridad. El fanatismo por una perfecta educación lingüística en Madame Bovary está probablemente en función del fanatismo contrario y la unidad de ambos es la que constituye su actualidad no marchita. El criterio de las obras de arte es doble: conseguir integrar los diferentes estratos materiales con sus detalles en la ley formal que les es inmanente y conservar en esa misma integración lo que se opone a ella, aunque sea a base de rupturas. La integración en cuanto tal no asegura la calidad de una obra de arte; en la historia se han separado muchas veces ambos momentos. Ninguna categoría, por única y escogida qué sea, ni siquiera la categoría estética central de la ley formal, puede constituir la esencia del arte ni es suficiente para que se emitan juicios sobre sus obras. A su concepto pertenecen esencialmente ciertas notas que contradicen su concepto fijo en la filosofía del arte. La estética hegeliana del contenido ha reconocido ese momento inmanente del arte que es su alteridad y ha superado a la estética formal, que aparentemente opera con un concepto más puro del arte. Sin embargo, la estética formal libera los desarrollos históricos que quedaron bloqueados por la estética de contenido de Hegel y Kierkegaard como el desarrollo de la pintura no objetual. Pero al mismo tiempo, la dialéctica idealista de Hegel, que piensa la forma como contenido, retrocede y cae en una cruda dialéctica preestética. Confunde el tratamiento imitativo o discursivo de los materiales con esa alteridad constitutiva del arte.

Hegel, por así decir, contradice su propia concepción dialéctica de la estética, dando lugar a unas consecuencias imprevisibles para él; da pie a la cruda traslación del arte en ideología del dominio. A la inversa, el momento de lo inexistente, de lo irreal en el arte, no es libre frente a lo existente. Ese momento no se establece arbitrariamente, no es pura invención, como querría lo convencional, sino que se estructura a partir de las proporciones en lo existente, proporciones que están exigidas por la incompleción, necesidad y contradicción de lo existente; exigidas por potencialidades. En esas proporciones siguen latiendo conexiones reales. El arte se porta respecto a su ser-otro como el imán respecto a un campo de limaduras de hierro. A lo otro del arte remiten no sólo sus elementos, sino también su constelación, lo específicamente estético, aquello que comúnmente se atribuye a su espíritu. La identidad de la obra de arte con la realidad existente es también la de su fuerza centralizante, la que reúne sus membra disiecta, huellas de lo existente, y se emparenta con el mundo por medio del principio que le sirve de contraste con él y del que el Espíritu ha dotado al mundo mismo. Y la síntesis por medio de la obra de arte no es sólo una imposición hecha a sus elementos, sino que repite, en tanto que sus elementos se comunican entre sí, un pedazo de alteridad. La síntesis tiene su fundamento en el lado material de la obra, en el lado más alejado del espíritu, en aquél en que se ocupa, no meramente en sí misma.

Esto une el momento estético de la forma con la ausencia de violencia. La obra de arte se constituye necesariamente en su diferencia con lo existente por la relación a aquello que, en cuanto obra de arte, no es y que la hace obra de arte. La insistencia en la falta de intención del arte, observable como simpatía con las manifestaciones inferiores del arte en un momento en la historia —en Wedekind, que se burlaba del «arte-artista», en Apollinaire y también en el origen del cubismo— delata la mala conciencia del arte de su participación en su contrario.

Esa auto conciencia fue la que motivó el cambio hacia la crítica cultural del arte cuando se evadió de la ilusión de su ser puramente espiritual.

Crítica de la teoría psicoanalítica del arte

El arte es la antítesis social de la sociedad y no se puede deducir de ella inmediatamente. La constitución de su ámbito se corresponde con el constituido en el interior de los hombres como el espacio de su representación: participa de antemano en la sublimación. Por ello es plausible determinar qué es el arte mediante una teoría de la vida anímica. El escepticismo ante las teorías antropológicas de las invariantes recomienda la teoría psicoanalítica. Pero es más fecunda psicológica que estéticamente. Para la teoría psicoanalítica las obras de arte valen esencialmente como proyecciones del inconsciente, de aquellas pulsiones que las han producido, y olvida las categorías formales de la hermenéutica de los materiales, enfocando con una trivialidad propia del médico de espíritu fino el objeto para el que está menos capacitado, llámese Leonardo o Baudelaire. No obstante su acentuación del sexo, hay que desenmascarar todo su espíritu pequeño-burgués que, en trabajos competentes, a menudo descendientes de la moda biográfica, fuerzan a señalar como neuróticos a artistas cuya obra es la objetivación sin censura de la negatividad de lo existente. Con toda seriedad el libro de Laforgue atribuye a Baudelaire padecer un complejo materno. Pero nunca se suscita la cuestión de si él habría podido escribir Les Fleurs du Mal en estado de salud psíquica, para no decir nada de si la neurosis había estropeado sus versos.

La vida anímica normal se convierte indignamente en criterio, aún en los casos en que, como en Baudelaire, su rango estético está condicionado por la ausencia de la mens sana. Según las monografías psicoanalíticas, el arte debería dar cuenta afirmativamente de la negatividad de la experiencia. El momento negativo ya no es la huella de ese proceso de represión que ciertamente penetra en las obras de arte. Para el psicoanálisis las obras de arte son sueños diurnos; las confunde con documentos, las transfiere a los soñadores mientras que, por otro lado, al pretender compensar la esfera extramental que han dejado vacía, las reduce a elementos materiales en bruto, quedándose así por de la auténtica teoría freudiana del «trabajo del sueño». Sobrevaloran también desmesuradamente el momento de ficción propio de las obras de arte acudiendo a la supuesta analogía con los sueños, en forma semejante a como lo hacen todos los positivistas. Las proyecciones del artista en el proceso de producción son sólo un factor de la obra hecha y no el decisivo; el lenguaje, el material, tienen un peso propio, más todavía lo tiene la obra misma, con la que los psicoanalistas sueñan poco. Si nos fijamos, por ejemplo, en la tesis psicoanalítica de que la música es una defensa contra la paranoia, veremos que clínicamente es bastante acertada pero nada nos dice sobre el rango y el contenido de una sola composición musical. La teoría psicoanalítica del arte es preferible a la idealista porque hace salir a la luz todo aquello que en el interior mismo del arte no es artístico. Nos ayuda a liberar al arte del hechizo del Espíritu Absoluto. Se enfrenta, trabajando en el espíritu de la ilustración, al idealismo vulgar que querría conservar al arte, como en cuarentena, en una pretendida esfera superior, y que rezuma rencor contra los conocimientos psicoanalíticos, especialmente contra el que quiere vincular el proceso artístico con pulsiones pasionales. Donde la teoría psicoanalítica descifra el carácter social, que habla desde la obra de arte y en el que se manifiesta de forma múltiple el carácter del artista, nos está proporcionando elementos de la mediación concreta entre la estructura de las obras y la de la sociedad. Pero a la vez está propagando un hechizo semejante a la del idealismo, la de un sistema absoluto de signos subjetivos que sirven a las pulsiones pasionales del sujeto. Nos da la clave de no pocos fenómenos, pero no la del fenómeno mismo del arte. Según la teoría psicoanalítica, las obras de arte no son más que hechos, pero descuida su objetividad específica, su coherencia, su nivel formal, sus impulsos críticos, su relación con la realidad no psíquica: finalmente su idea de verdad. A aquella pintora que, bajo el pacto de plena sinceridad entre analista y analizado, se burlaba de los malos grabados de Viena que afeaban las paredes de la consulta, el analista replicó que esto no era más que agresividad por su parte. Las obras de arte son muchísimo menos copia y propiedad del artista de lo que se imagina el médico, que solamente le conoce en el diván. Tan sólo los dilettantes retrotraen todo lo que es arte al inconsciente. Su mera sensibilidad no hace sino repetir manidos clichés.

En el proceso de producción artística las agitaciones del inconsciente son impulsos y materiales entre otros muchos. Penetran en la obra de arte a través de la mediación de la ley de la forma; el sujeto mismo que realiza la obra no es ahí más de lo que pueda ser un caballo pintado. Las obras de arte no son un thematic apperception test del artista. Parcialmente culpable de esta broma es el culto que rinde el psicoanálisis al principio de la realidad: lo que no obedezca a este principio es sólo y siempre «huida», mientras que la adaptación a la realidad se convierte en el summum bonum. La realidad ofrece demasiadas razones reales para huir de ella como para recibir el enojo de una ideología armonicista; incluso psicológicamente el arte estaría más legitimado de lo que le reconoce la psicología. Es verdad que la imaginación también es una huida, pero no completamente: lo que trasciende el principio de la realidad hacia algo superior está también por debajo de él; poner el dedo ahí es una actitud maliciosa. Se deforma la imago del artista convirtiéndose en la de un ser tolerado, en la del neurótico integrado en una sociedad de división del trabajo. En los artistas de rango máximo, como Beethoven o Rembrandt, se une una agudísima conciencia de la realidad con un alejamiento de la misma; este hecho sería un digno objeto de la psicología del arte. Su labor sería descifrar la obra de arte no sólo como lo igual al artista, sino también como lo desigual, como trabajo sobre algo que se resiste.

Si el arte tiene raíces psicoanalíticas, son las de la fantasía de la omnipotencia.

Pero en ella también se encuentra el deseo de la obra de producir un mundo mejor.

Esto desencadena toda la dialéctica, mientras que la concepción de la obra de arte como un lenguaje meramente subjetivo de lo inconsciente ni siquiera la alcanza.

Las teorías del arte de Kant y Freud

La teoría freudiana del arte como realización del deseo es la antítesis de la kantiana. El primer momento del juicio estético en la analítica de lo bello es la satisfacción desinteresada[4]. Al interés «se le llama satisfacción que unimos con la representación de la existencia de un objeto»[5]. No está claro si con la «representación de la existencia de un objeto» se quiere hacer referencia al objeto tratado por una obra de arte como materia de la misma o a la obra de arte en cuanto tal; un bonito desnudo o la dulce melodía de notas musicales pueden ser kitsch, pero también momentos integrales de cualidades artísticas. El acento puesto sobre la «representación» es una consecuencia del sentido pregnante de la tendencia subjetivista de Kant que busca calladamente la cualidad estética en el efecto de la obra de arte sobre quien la contempla, de acuerdo con la tradición racionalista, especialmente la de Moses Mendelssohn. En la Crítica del Juicio es revolucionaria la restricción de la vieja estética del efecto por medio de la crítica inmanente, aun cuando no abandone el ámbito de esa estética; en conjunto el subjetivismo kantiano tiene su peso específico en la intención objetiva qué le es propia, en el intento de salvar la objetividad por medio del análisis de los elementos subjetivos. El desinterés le aleja del efecto inmediato que la satisfacción quiere conservar, y esto prepara la quiebra de la supremacía de esa satisfacción. Si de ella quitamos lo que Kant entiende por interés, se convierte en algo tan indeterminado que ya no sirve para la determinación de lo bello. La doctrina de la complacencia desinteresada es pobre ante el fenómeno estético, lo reduce a lo bello-formal, tan cuestionable en su aislamiento, o a los llamados objetos sublimes de la naturaleza. La sublimación hasta la forma absoluta olvida el espíritu de las obras de arte, bajo cuyo signo se ha hecho la sublimación. La nota a pie de página que Kant se ve forzado a introducir[6], afirmando que el juicio sobre un objeto de complacencia puede ser desinteresado y ser sin embargo interesante y suscitar, por tanto, interés aunque un interés sin fundamento, atestigua claramente, y sin que Kant lo quiera, lo que acabamos de decir. En él el sentimiento estético —y con ello, según su concepción, el arte mismo— está separado de los deseos que se orientan a la «representación de la existencia de un objeto»; pero la satisfacción en esa representación tiene «siempre a la vez relación con los deseos»[7]. De Kant procede por primera vez el reconocimiento, nunca después desmentido, de que la conducta estética está libre de deseos inmediatos; Kant liberó el arte de ese deseo trivial que siempre quiere tocarlo y gustarlo. Al mismo tiempo, este motivo kantiano no es ajeno a la teoría psicológica del arte: también para Freud las obras de arte no son satisfacciones inmediatas de deseos, sino transformaciones de una libido, primariamente insatisfecha, en rendimiento socialmente productivo, aunque así se presupone sin cuestionamiento el valor social del arte. El hecho de que Kant haya subrayado mucho más enérgicamente que Freud la diferencia entre el arte y los deseos pasionales, y con ello la realidad empírica, contribuye a la idealización del arte: la separación de la esfera estética y la empírica constituye el arte. Esta constitución, que es histórica, ha sido considerada por Kant como trascendental y ha sido identificada, de acuerdo con una lógica muy simple, con la esencia de lo artístico, sin importarle que los componentes pulsionales subjetivos del arte vuelvan a aparecer transfigurados en las más elevadas formas artísticas. La teoría freudiana de la sublimación ha percibido mucho más claramente el carácter dinámico de lo artístico. Pero el precio que ha pagado por ello no es menor que el de Kant. Si la esencia espiritual de la obra de arte brota vigorosa en Kant, no obstante su preferencia por la intuición sensible, de la diferenciación entre la conducta estética y las conductas práctica y pasional, la adaptación freudiana de la estética a la doctrina de los impulsos pasionales, en cambio, le cierra el camino hacia esa esencia. Las obras de arte, aun como sublimaciones, apenas son otra cosa que representantes de los movimientos sensuales a los que han modificado mediante un trabajo semejante al de los sueños hasta hacerlos irreconocibles. La confrontación de estos dos pensadores tan heterogéneos (Kant rechazó no sólo el psicologismo filosófico, sino toda la psicología a medida que avanzaba en edad) es permisible porque ambos tienen algo en común que pesa más que la constitución del sujeto trascendental en el uno y que el recurso a lo psicológico experimental en el otro.

En el fondo, ambos están orientados subjetivamente en su juicio de las facultades pasionales, tanto si éste es positivo como negativo. Para ellos sólo existe propiamente la obra de arte en relación con quien la contempla o con quien la produce. Mediante un mecanismo que también actúa en su filosofía moral, Kant se ve forzado a considerar al individuo existente de una forma óntica, bastante más de lo que puede compaginarse con la idea del sujeto trascendental. Ninguna satisfacción sin seres vivos a los que el objeto agrade; el escenario de toda la Crítica del Juicio son los «Konstituta», de los que sin embargo no se trata expresamente. Por eso, cuanto estaba planeado como puente entre la razón pura teórica y la razón pura práctica no es respecto de ellas sino άλλο γένος. El tabú del arte —siempre que se defina el arte se está respondiendo a un tabú, las definiciones son tabúes racionales— prohíbe que se vaya hacia el objeto de forma animal, que se desee apoderarse de él en persona. Pero a la fuerza del tabú responde la del hecho sobre el que tabú versa. No hay arte que no contenga en sí, en forma de negación, aquello contra lo cual choca. Al desinterés propio del arte tiene que acompañarle la sombra del interés más salvaje, si es que el desinterés no quiere convertirse en indiferencia, y más de un hecho habla en favor de que la dignidad de las obras de arte depende de la magnitud de los intereses a los que están sometidas. Kant niega rotundamente esto por un concepto de libertad que percibe heteronomía en todo lo que no sea absolutamente propio del sujeto. Su teoría del arte queda desfigurada por la insuficiencia de la doctrina de la razón práctica. El pensamiento de que lo bello posea algo de autonomía frente al yo soberano o pudiera llegar a tenerla, es considerado por su filosofía como deshonesta desviación hacia mundos inteligibles. El arte, al igual que aquello de lo que antitéticamente brotó, queda así desposeído de cualquier contenido y en su lugar se coloca algo tan puramente formal como la satisfacción. Su estética se convierte, de forma bastante paradójica, en hedonismo castrado, en placer sin placer. No hace justicia ni a la experiencia estética, en la que ciertamente juega un papel la satisfacción aunque no lo sea todo, ni al interés presente, a las necesidades reprimidas e insatisfechas que siguen vibrando en su negación estética y convierten a las obras de arte en algo más que en modelos vacíos. El desinterés estético es el que ha ampliado el interés más allá de su particularismo.

El interés en la totalidad estética desearía ser, objetivamente, interés por una exacta estructuración de todo. No tiende hacia la planificación individual, sino hacia la ilimitada posibilidad, la cual sin embargo no podría darse sin la planificación individual. Correlativa con las debilidades de la teoría kantiana del arte, la de Freud es también más idealista de lo que se cree. Al situar las obras de arte puramente en la inmanencia psicológica, quedan alienadas con respecto a la antítesis del no-yo. Los aguijones de la obra de arte no llegan a tocarle porque agotan su fuerza en dominar psíquicamente las pulsiones reprimidas y finalmente adaptadas. Se puede entender bien el psicologismo estético acudiendo a la idea filistea de la obra de arte como fuerza que sojuzga armónicamente a los contrarios, como sueño de una vida mejor sin pensar en lo malo de lo que se ha librado. La aceptación conformista por parte del psicoanálisis de esa opinión al uso que considera la obra de arte como un positivo bien cultural se corresponde en él con un hedonismo estético que priva al arte de toda negatividad para situar a ésta en los conflictos pasionales de su génesis sin dejarla aparecer en los resultados. Pero cuando se consigue la deseada sublimación de la obra de arte y su integración en el uno y en el todo, pierde la fuerza por la que supera la existencia externa, por la que se desliga de ella en su propia forma de ser. Pero si conserva la negatividad de la realidad y toma posición respecto de ella, se modifica entonces el concepto del desinterés. Las obras de arte implican en sí mismas una relación entre el interés y la renuncia al mismo, en contra de la interpretación kantiana y de la freudiana. La misma contemplación de las obras de arte, separada forzosamente de objetivos de acción, se experimenta a sí misma como interrupción de la praxis inmediata y, por ello, como algo práctico en sí mismo, al estar resistiendo a la participación activa. Sólo las obras de arte que pueden ser percibidas como formas de comportamiento tienen su raison d’étre. El arte no es sólo el pionero de una praxis mejor que la dominante hasta hoy, sino igualmente la crítica de la praxis como dominio de la brutal autoconservación en medio de lo establecido y a causa de ello. Denuncia como mentirosa a una producción por la producción misma, opta por una praxis más allá del trabajo. Promesse de bonheur quiere decir algo más que esa desfiguración de la felicidad operada por la praxis actual: para ella, la felicidad estaría por encima de la praxis. La fuerza de la negatividad en la obra de arte es la que mide el abismo entre praxis y felicidad. Kafka no excita ciertamente un deseo pasional. Pero la angustia real que crean obras suyas en prosa como La metamorfosis o La colonia penitenciaria (el shock de encogimiento, el asco que sacude la physis) todo ello, como forma de defensa, tiene más que ver con la pasión que con el antiguo desinterés que él recoge y que tras él perdura. Pero el desinterés es groseramente inadecuado para dar cuenta de sus escritos. Sirve para que el arte se hunda en vertical hasta convertirse en eso que Hegel desprecia, en el juego agradable o útil del Ars Poetica horaciana. La estética de la época idealista, a la vez que el arte mismo, se han liberado de él. La experiencia artística sólo es autónoma cuando rechaza el paladeo y el goce. El camino hacia ello atraviesa el hito del desinterés. La emancipación del arte respecto de los productos de la cocina y la pornografía es irrevocable. Pero no queda tranquila en el mero desinterés, porque esta etapa sigue reproduciendo, aunque modificado, el interés.

Toda ήδονή es falsa en un mundo falso. A causa de la felicidad se renuncia a la felicidad. Así sobrevive el deseo en el arte.

“Goce estético”

El goce estético, en el desinterés kantiano, se disfraza hasta hacerse irreconocible. Lo que la conciencia común y una estética complaciente entienden por goce estético, tomando el modelo del goce real, probablemente no exista. El sujeto empírico sólo participa, en la experiencia artística tel quel, de forma limitada y modificada, disminuyendo cuanto mayor sea el rango de las obras.

Quien goza de ellas de forma demasiado concreta es un hombre trivial; las palabras como deleite de los oídos le extraviaron. Pero si se extirpase hasta la última huella del goce, la pregunta de para qué existen en definitiva las obras de arte nos pondría en apuros. Tanto menos se goza de las obras de arte cuanto más se entiende de ellas. Anteriormente, la forma tradicional de comportarse con las obras de arte, forma del todo punto pertinente, era la admiración: son así en sí mismas, no para el que las contempla. Lo que de ellas le aparecía y le extasiaba era su verdad, lo mismo que en la forma de los tipos kafkianos, en quienes la verdad prevalece a cualquier otro aspecto. No eran ningún estimulante de orden superior. La relación con el arte no era de incorporación, sino, al contrario, de desaparición del contemplador en la cosa misma; éste es el caso de las obras modernas, que le conducen como a veces las locomotoras en el film. Si se pregunta a un músico si la música produce alegría, es más probable que diga, como en el chiste americano de los violoncelistas gesticulantes bajo la batuta de Toscanini: I just hate music. Para quién tiene aquella relación genuina con el arte, en la que él mismo desaparece, nunca es objeto; para él sería insoportable la privación del arte; para él sus manifestaciones individuales no son una fuente de placer. Es innegable que nadie se ocuparía del arte, si, como dicen los burgueses, no le fuera nada en ello, sin embargo tampoco es verdad que sería un inventario: he oído esta tarde la Novena Sinfonía, he tenido tales placeres. Tal idiotez se considera ahora como sano sentido común. El burgués desea un arte voluptuoso y una vida ascética; al revés sería mejor. La conciencia cosificada reclama para su esfera, como compensación de lo que se le escatima a los hombres en la inmediatez sensorial, a algo que no tiene su lugar en esa esfera. Mientras que la obra de arte aparentemente atrae físicamente al consumidor por la atracción sensorial, en realidad lo aleja: como mercancía que le pertenece y que siempre teme perder. La falsa relación con el arte está hermanada con la angustia por la propiedad. La concepción fetichista de la obra de arte como una propiedad que se puede tener y que puede destruirse por la reflexión, corresponde exactamente con el bien utilizable en la economía psicológica. Si el arte es según su propio concepto algo devenido, entonces también lo será su cualidad de medio para el goce. La magia y el animismo, formas predecesoras de las obras de arte y que no habían llegado todavía a su autonomía al formar parte de la praxis ritual, no se prestaban a ser gozadas, ni siquiera como formas sacras. Esas formas, predecesoras de las obras de arte, de la magia y del animismo, que formaban parte de la praxis ritual, no habían llegado todavía a su autonomía, pero no se prestaban a ser gozadas, ni siquiera como formas sacras. La espiritualización de las obras de arte estimuló el rencor de los excluidos de la cultura e inició el género del arte para el consumo y, por otro lado, la repulsión que este tipo de arte levantaba en los artistas los impulsó hacia una espiritualización cada vez más desconsiderada.

Ninguna estatua griega ha sido una pin-up. La simpatía moderna por lo muy antiguo y exótico no debería ser explicada más que de esta forma: ante los objetos naturales en cuanto deseables los artistas responden con la abstracción. Por lo demás, Hegel no olvidó en la construcción del «arte simbólico» esa cualidad no sensual de lo antiguo. El momento de placer que ofrece la obra de arte, una protesta contra el universal carácter de mediación de las mercancías, tiene también un cierto carácter de mediación: quien desaparece en la obra de arte queda así dispensado de la miseria de una vida siempre demasiado mezquina. Tal placer puede crecer hasta la embriaguez y el pobre concepto del goce tampoco vale para explicar este estado; que sería más ajustado para quitarle a uno el deseo del goce.

Es notable, además, que una estética, que siempre insiste en la sensación subjetiva como fundamento de toda belleza, nunca haya analizado seriamente esa sensación. Sus descripciones eran inexcusablemente casi banales, tal vez porque el planteamiento subjetivo oculta de antemano que sobre la experiencia artística solo se puede decir algo acertado en relación con la cosa, no sobre el goce del aficionado. El concepto del goce artístico fue un mal compromiso entre la esencia y la antisocial de la obra de arte. Aun cuando el arte no sirve para la cuestión de la autoconservación (la conciencia burguesa nunca se lo ha perdonado del todo), por lo menos tiene que hacerse valer mediante una especie de valor de uso que es la imitación del placer sensual. Del mismo modo que se falsea el placer sensual, también se falsea aquélla satisfacción corporal que los representantes estéticos del placer sensual no proporcionan. Se hipostasía la idea de que quien sea incapaz de una diferenciación sensible, quien no pueda distinguir un sonido hermoso de un sonido sin nervio, ni un color luminoso de otro apagado, difícilmente será capaz de experiencia artística. Es verdad que esta experiencia percibe agudamente las diferencias sensibles como de configuración de la obra de arte, pero el placer que la acompaña es sólo algo cercenado. El peso del placer sensual en el arte varía; en períodos, como el Renacimiento, que siguen a uno ascético, era especialmente vivo y un órgano de liberación (también en el impresionismo, en tanto que antivictorianismo); a veces, la tristeza de la criatura se manifestaba como contenido metafísico cuando el estímulo erótico impregnaba las formas. Sin embargo, aunque ese momento tenga una fuerza de retorno poderosa, conserva algo de infantil si aparece en el arte literalmente, intacto. Sólo en el recuerdo y en el anhelo, y no imitado o como efecto inmediato, es absorbido por el arte. La alergia a lo burdamente sensual aleja finalmente a tales, en los que lo placentero y la forma podrían comunicarse inmediatamente; quizá no sea ésta la última causa por la que fue abandonado el impresionismo.

Hedonismo estético y felicidad del conocimiento

La verdad del hedonismo estético se basa en que, en el arte, los medios no quedan totalmente absorbidos en el fin. En la dialéctica entre ambos, los medios siempre afirman cierta autonomía, sin duda mediada. La satisfacción sensible configura la apariencia, esencial a la obra de arte. Este agrado, según la expresión de Alban Berg, es parte de su objetividad, es la prueba de que en lo creado artísticamente no sobresalen los clavos ni huele mal la cola: la dulzura de expresión de muchas piezas de Mozart está recordando la dulzura de la voz humana. En las obras significativas, lo sensorial, resplandeciendo desde su arte, se convierte en espiritual, de igual modo que, a la inversa, la unicidad abstracta adquiere resplandor sensible del espíritu de la obra, también como siempre indiferente ante el fenómeno [sensible]. A veces, hay obras de arte perfectamente formadas y articuladas que aluden, de forma secundaria y por medio de su lenguaje formal, sobre lo sensiblemente agradable. La disonancia, signo de todo lo moderno, conserva, aun en sus equivalencias ópticas, un atractivo sensible transfigurando el atractivo en su antítesis, en dolor: es el originario fenómeno estético de la ambivalencia. La inmensa relevancia de todo lo disonante para el arte moderno desde Baudelaire y el Tristán —una suerte de invariancia de la modernidad— proviene de que el juego inmanente de fuerzas de la obra de arte converge con la realidad exterior que, de forma paralela a la autonomía de la obra de arte incrementa su poder sobre el sujeto. La disonancia aporta desde dentro a la obra de arte lo que la sociología vulgar llama su alienación social. Por supuesto que las obras de arte hacen tabú la suavidad mediada espiritualmente como parecida a la vulgar. El desarrollo posterior podría contribuir a la agudización de los tabúes sensuales, aunque a veces sea difícil distinguir hasta qué punto este tabú se basa en una ley formal y hasta qué punto es solo impericia en el oficio.

Pero ésta es una cuestión semejante a otras que han surgido en las controversias estéticas y no han aportado frutos especiales. El tabú sensual desemboca finalmente en lo contrario del agrado porque se le siente, aun desde una gran lejanía, como la negación específica de sí mismo. Tal forma de reacción aproxima peligrosamente la disonancia a su contrapuesto, la reconciliación, y se vuelve muy frágil ante cualquier destello de lo humano, que no es sino la ideología de lo inhumano, y por eso se pone con gusto del lado de la conciencia cosificada. La disonancia se enfría hasta convertirse en material indiferente de una nueva forma de inmediatez sin el más mínimo recuerdo del origen de que procedió. La disonancia se hace sorda y falta de calidad. Cuando una sociedad no deja ya lugar ninguno para el arte y se asusta de cualquier reacción contra él, es el arte mismo el que se escinde en posesión cultural degenerada y cosificada y en el placer propio del cliente que tiene poco que ver con el objeto artístico. El placer subjetivo en la obra de arte se aproximaría entonces al estado de quien ha sido arrojado del ámbito de lo empírico como totalidad de interferencias, pero no a lo empírico mismo. Podría haber sido Schopenhauer el primero en haberlo visto. La felicidad en las obras de arte es una fuga precipitada, pero no tiene nada de aquello de lo que el arte se escapa; es siempre accidental, es menos esencial para el arte que la misma felicidad de su conocimiento: hay que demoler el concepto del goce artístico como constitutivo del arte. Si, de acuerdo con la idea de Hegel, en todo sentimiento del objeto artístico hay algo aleatorio (normalmente una proyección psicológica), esto exige del que lo tiene un conocimiento, un conocimiento de lo justo: hay que ser consciente de su verdad y de su falta de verdad. Al hedonismo estético habría que oponer ese pasaje de Kant en su doctrina sobre lo sublime cuando, de forma partidista, lo exime del arte: la felicidad en las obras de arte sería en todo caso el sentimiento de lo resistente transmitido por ellas. Esto vale más para la totalidad del ámbito estético que para cada obra singular.