Capítulo XVI

—Oye, mamá —dijo Deborah—. ¿Sabes que estuve por creer las más terribles cosas de ti?

—¿De veras? —preguntó Tuppence—. ¿Cuándo?

Miró con ojos muy afectuosos los oscuros cabellos de su hija.

—Cuando te fuiste sin decir nada a Escocia, para reunirte con papá, mientras yo creía que estabas con tía Gracie. Casi pensé que tenías algún asuntillo con alguien.

—¡Pero, Deborah! ¿Eso pensaste?

—No llegué a considerarlo en serio, desde luego. A tus años no pueden pasar esas cosas. Y, además, ya sé que tú y «Cabeza de Zanahoria» os queréis mucho. En realidad, fue un idiota, llamado Anthony Mardson, quien me puso esa idea en la cabeza. Tienes que saber, mamá, pues creo que puedo decírtelo, que luego se ha descubierto que pertenecía a la Quinta Columna. Siempre me pareció que hablaba de una forma bastante rara, diciendo cosas relativas a que todo seguiría igual, o tal vez mejor, si Hitler ganaba la guerra.

—¿Y a ti… ejem… te gustaba mucho ese chico?

—¿Tony? Claro que no. Era un pelmazo. Ahora tengo que bailar esta pieza.

Se alejó en los brazos de un joven de cabellos rubios al que sonreía dulcemente. Tuppence siguió las evoluciones de la pareja durante unos momentos y luego dirigió la mirada hacia donde un joven alto, vestido con el uniforme de las fuerzas aéreas, bailaba con una muchacha rubia y esbelta.

—Creo, Tommy —dijo Tuppence—, que nuestros hijos son unos chicos excelentes.

—Ahí viene Sheila —anunció Tommy.

Se levantó al acercarse la joven a la mesa donde estaban sentados.

Llevaba un traje de noche de color esmeralda, que realzaba su belleza morena. Pero aquella noche su aspecto era sombrío y saludó a los anfitriones con bastante aspereza.

—He venido, tal como les prometí —dijo—. Aunque no puedo imaginar qué es lo que necesitan de mí.

—Porque nos gusta usted —dijo Tommy sonriendo.

—¿De veras? —dijo Sheila—. Pues no sé por qué. Me porté detestablemente con ustedes dos.

Hizo una pausa y luego murmuró:

—Pero les estoy muy agradecida.

—Hemos de encontrarle una buena pareja para que baile con usted —dijo Tuppence.

—No quiero bailar. Aborrezco el baile. Sólo vine a verles.

—Le gustará la pareja que le hemos buscado —insistió Tuppence sonriendo.

—Yo… —empezó Sheila. Y se detuvo al ver que Carl von Deinim venía hacia ellos, atravesando la pista de baile apresuradamente.

Sheila le miró, como deslumbrada, y sólo pudo murmurar:

—Tú…

—Yo mismo —dijo Carl.

Aquella noche, el aspecto de Carl von Deinim era ligeramente diferente. Sheila le miraba con fijeza, un poco perpleja. Sus mejillas habían tomado un vívido color rojo.

Con voz débil, como si le faltara el aliento, la joven observó:

—Sabía que te encontrabas bien… pero creía que todavía estabas internado.

Carl sacudió la cabeza.

—No hay motivo para ello.

Y prosiguió:

—Tienes que perdonarme por haberte engañado, Sheila. Yo no soy Carl von Deinim. Empleé ese nombre por razones que no son del caso.

El joven miró a Tuppence con expresión interrogativa, y ella le animó:

—Vamos, siga. Cuénteselo.

—Carl von Deinim era amigo mío. Le conocí aquí en Inglaterra hace algunos años. Y renové dicha amistad en Alemania poco antes de que estallara la guerra. Me encontraba allí entonces, trabajando para este país.

—¿Para el Servicio Secreto? —preguntó Sheila.

—Sí. Y mientras estuve allí, empezaron a ocurrir cosas extrañas. En una o dos ocasiones pude escapar por muy poco. Mis planes eran conocidos, cuando nadie tenía que estar enterado de ellos. Me di cuenta de que algo no marchaba bien y que la «podredumbre», por expresarlo adecuadamente, había penetrado hasta el propio Servicio en que yo trabajaba. Había sido traicionado por mis propios compañeros. Carl y yo nos parecíamos un poco físicamente, pues mi abuela fue alemana y de ahí que me eligieran para trabajar en Alemania. Carl no era nazi. Sólo le interesaba su trabajo; un trabajo que yo mismo había practicado, la investigación química. Carl decidió, poco antes de que estallara la guerra, escapar a Inglaterra. Sus hermanos estaban prisioneros en un campo de concentración y Carl creía que se encontraría con grandes dificultades para poder salir del país; pero de una forma casi milagrosa, todas aquellas dificultades quedaron allanadas. Y ese hecho, cuando me lo mencionó, hizo que entrara yo en sospechas. ¿Por qué las autoridades alemanas facilitaban a Carl la salida de Alemania, cuando sus hermanos y otros familiares estaban presos en campos de concentración, y él mismo era sospechoso a causa de sus simpatías anti nazis? Parecía como si, por alguna razón, les conviniera que Carl estuviera en Inglaterra. Mi propia posición se volvió entonces más precaria. Carl vivía en la misma casa donde yo tenía mi alojamiento y un día le encontré, con gran sentimiento por mi parte, muerto en su cama. Había sucumbido a una gran depresión nerviosa, y se suicidó, dejando una carta que leí y me guardé.

»Decidí entonces efectuar una sustitución. Necesitaba salir de Alemania, y además quería saber las causas por las cuales los alemanes favorecían la salida de Carl. Vestí su cuerpo con mis ropas y lo tendí en mi cama. Tenía la cara desfigurada por el tiro que se disparó en la frente y yo sabía que la patrona de la pensión no tenía muy buena vista.

»Con los papeles de Carl von Deinim vine a Inglaterra y fui a la dirección que le habían recomendado. Esa dirección era la de “Sans Souci”.

»Mientras estuve allí, desempeñé el papel de Carl von Deinim y nunca dejé de estar atento a lo que pasaba. Encontré que estaba todo dispuesto para que yo entrara a trabajar en la factoría de productos químicos que hay allí. Al principio creí que el proyecto de los alemanes era obligarme a que trabajara para ellos. Pero más tarde me di cuenta de que el papel asignado a mi pobre amigo era el de cabeza de turco, para el caso de que algo saliera mal.

«Cuando me detuvieron, basándose en falsas pruebas, no dije nada. No quería revelar mi verdadera identidad hasta que no hubiera más remedio, pues necesitaba ver lo que ocurriría.

»Hace unos pocos días me reconoció uno de mis compañeros y se descubrió la verdad.

Sheila exclamó con tono de reproche:

—Debiste decírmelo.

—Si opinas así…, lo siento —contestó él suavemente.

La miró a los ojos y ella, a su vez, le devolvió la mirada, con aspecto irritado y orgulloso… hasta que la irritación se fundió.

—Supongo que debías hacer lo que hiciste… —dijo con aplomo Sheila.

—Querida…

El joven se contuvo.

—Vamos a bailar…

Tuppence suspiró.

—¿Qué te pasa? —preguntó Tommy.

—Espero que Sheila seguirá queriéndole, aunque ahora no sea un alemán desterrado y perseguido vilmente.

—Pues a mí me parece que sí lo quiere.

—Sí, pero los irlandeses son muy tercos. Y Sheila es una rebelde por naturaleza.

—¿Y por qué registraría ese chico tu cuarto? Aquello fue lo que nos sacó de las casillas.

Tommy rio de buena gana.

—Es de suponer que el muchacho opinaría que la señora Blenkensop no era una persona muy convincente. Y de hecho nosotros sospechábamos de él, mientras él sospechaba de nosotros.

—¡Hola, pareja! —dijo Derek Beresford cuando pasó bailando junto a la mesa en que estaban sentados sus padres—. ¿Por qué no bailáis?

Sonrió, animándoles a ello.

—Qué buenos son con nosotros —dijo Tuppence.

Al cabo de un rato, los mellizos y sus parejas volvieron a la mesa y se sentaron.

Derek dijo a su padre:

—Me alegro de que hayas encontrado algo que hacer. Aunque supongo que no será muy interesante.

—Pura rutina —dijo Tommy.

—Pero de todas formas, bueno es hacer algo. Eso es lo que importa.

—Y yo también me alegro de que a mamá le hayan permitido que vaya a trabajar contigo —dijo Deborah—. Ahora parece mucho más feliz. ¿No te resultará muy aburrido, verdad, mamá?

—Nada en absoluto —contestó Tuppence.

—Estupendo —dijo Deborah; y añadió—: Cuando acabe la guerra podré contarte algo acerca de mi trabajo. Es una cosa verdaderamente interesante, pero confidencial en alto grado.

—¡Qué emocionante! —comentó su madre.

—¡Sí que lo es! Aunque, desde luego, no tanto como volar…

Miró con envidia a Derek.

—Le van a proponer para… —empezó a decir.

Pero su hermano intervino rápidamente:

—Cállate, Deb.

—Vamos, Derek —dijo Tommy—. ¿Qué es lo que te traes entre manos?

—¡Oh! Nada de particular. Una especie de demostración que estamos haciendo. No sé siquiera cómo pensaron en mí —murmuró el joven aviador, poniéndose colorado.

Parecía estar tan confuso como si le hubieran acusado del más mortal de los pecados.

Se levantó y la joven rubia le siguió.

—No debemos perder ni un baile —dijo Derek—. Es mi última noche de permiso.

—Vamos, Charles —dijo Deborah.

Los dos hermanos y sus acompañantes se alejaron.

Tuppence rogó fervorosamente para sus adentros:

—¡Que no les pase nada, Dios mío…, que no les pase nada…!

Levantó la mirada y se encontró con la de Tommy.

—Y respecto a esa niña… ¿lo hacemos? —dijo él.

—¿Betty? Tommy, no sabes cuánto me alegro de que hayas estado pensando en ello. Yo creí que sólo se trataba de mis instintos maternales. ¿Lo quieres, de veras?

—¿Que la adoptemos? ¿Y por qué no? La pobrecita ya ha pasado bastantes calamidades y, además, nos resultará divertido tener un pequeño en casa.

—¡Oh, Tommy!

Alargó la mano y estrechó la de él. Ambos se miraron a los ojos.

—Siempre queremos las mismas cosas —dijo Tuppence con acento de felicidad.

Deborah, al pasar junto a Derek mientras bailaban, observó:

—Fíjate en esos dos. ¡Se están cogiendo de la mano! Son encantadores, ¿verdad? Debemos hacer todo lo que podamos para compensarles del aburrimiento que se ven obligados a pasar en esta guerra…