1
Un alud de locos pensamientos acerca de la parte que hubiera desempeñado el teniente de navío Haydock en la desaparición de Tommy, rodó por la mente de Tuppence; pero esta los apartó de sí con resolución. Era aquel un momento en que debía conservar toda su lucidez.
¿La reconocería el marino? Tal cuestión era interesante en extremo.
Se había propuesto de antemano no demostrar sorpresa por nada de lo que viera, y basándose en ello se sintió razonablemente segura de que no había exteriorizado signo alguno de reconocimiento que perjudicara su situación.
Se levantó y permaneció de pie, en actitud respetuosa, como correspondía a una simple mujer alemana en presencia del señor de la creación.
—De modo que ya llegó —dijo el marino.
Habló en inglés y sus maneras eran las que utilizaba de costumbre.
—Sí —dijo Tuppence, y añadió como si presentara sus credenciales—: Enfermera Elton.
Haydock sonrió, con el aspecto de quien acaba de oír un buen chiste.
—¡Enfermera Elton! Excelente.
La miró con aprobación.
—Su aspecto es impecable —comentó.
Tuppence inclinó la cabeza y no respondió. Deseaba que él tuviera la iniciativa.
—Supongo que sabrá lo que tiene que hacer —prosiguió Haydock—. Siéntese, por favor.
Tuppence obedeció.
—Ha de darme usted instrucciones detalladas —dijo.
—Muy apropiado —observó él, con voz en la que se notaba una ligera nota irónica—. ¿Sabe usted qué día? —preguntó.
—El cuarto.
Haydock se sobresaltó. Profundas arrugas cubrieron su frente.
—De modo que ya lo sabe, ¿verdad? —murmuró.
Se produjo una pausa que aprovechó Tuppence para preguntar:
—Por favor, ¿quiere decirme qué es lo que debo hacer?
—Cada cosa a su tiempo —respondió el otro.
Volvió a callar durante unos instantes y después indicó:
—Sin duda, habrá oído usted hablar de «Sans Souci», ¿no es eso?
—No —dijo Tuppence.
—¿De veras?
—No —repitió ella con firmeza.
Y pensó:
«Vamos a ver qué tal te las compones con esto».
En la cara del marino se reflejó una extraña sonrisa.
—¿De manera que no ha oído hablar de «Sans Souci»? —dijo—. Eso me sorprende muchísimo, porque tenía entendido que vivía usted allí desde hace un mes…
El silencio que siguió estaba cargado de amenazas.
—¿Qué me dice de eso, señora Blenkensop? —preguntó él.
—No sé a qué se refiere, doctor Binion. Acabo de aterrizar esta misma mañana.
Haydock volvió a sonreír. Fue una sonrisa verdaderamente desagradable.
—Unas pocas yardas de tela enredada en unos arbustos, crean una ilusión perfecta. Y yo no soy el doctor Binion. El doctor Binion, que oficialmente es mi dentista, amablemente me cede su clínica de cuando en cuando.
—¿De veras? —dijo Tuppence.
—De veras, señora Blenkensop. ¿O tal vez prefiere que utilice su verdadero nombre de Beresford?
Se produjo un nuevo silencio amenazador. Tuppence exhaló un profundo suspiro.
Haydock movió afirmativamente la cabeza.
—Se le ha descubierto el juego. «Tú sólita has venido a visitarme», como dijo la araña a la mosca.
Se oyó un ligero chasquido y en la mano de Haydock relumbró un objeto de acero azulado.
Su voz cobró un acento áspero cuando anunció:
—Y creo innecesario advertirle que no grite ni trate de alarmar al vecindario. Estaría usted muerta antes de que lanzara el primer grito, y aunque lo lograra, no llamaría la atención. Los pacientes de esta clínica, como usted sabe, gritan muy a menudo.
Tuppence observó sosegadamente:
—Al parecer, ha pensado usted en todo. ¿Y no se le ocurrió también, que mis amigos pueden saber dónde estoy?
—¡Ah! Todavía confía en el muchacho de ojos azules… o mejor dicho, de ojos castaños. En el joven Anthony Mardson, ¿eh? Lo siento, señora Beresford, pero el joven Anthony Mardson resulta que es uno de los más adictos defensores de nuestras ideas en este país. Como acabo de decir, unas pocas yardas de tela producen un efecto maravilloso. Se tragó usted con toda facilidad el cuento acerca de la paracaidista.
—No acabo de comprender el objeto de todo este galimatías.
—¿De veras? No queremos que sus amigos descubran con demasiada facilidad dónde se encuentra usted. Caso de que le sigan la pista, esta les conducirá a Yarrow, donde un hombre la esperaba a usted en un coche. El hecho de que una enfermera, cuyas facciones son completamente distintas a las suyas, llegara a Leatherbarrow, entre la una y las dos de la tarde, difícilmente podrá ser relacionado con su desaparición.
—Muy bonito —comentó Tuppence.
—Deseo expresarle mi admiración por su presencia de ánimo —dijo Haydock—. La admiro muchísimo. Siento tener que obligarla a ello, pero es imprescindible que sepamos exactamente qué es lo que descubrió usted en «Sans Souci».
Tuppence no contestó.
—Le recomiendo que hable —dijo Haydock suavemente—. Existen ciertas posibilidades… en el sillón y en los instrumentos de un dentista.
Tuppence se limitó a dirigirle una desdeñosa mirada.
El marino se recostó en su asiento y observó calmosamente:
—Sí…, estoy dispuesto a admitir que posee usted una entereza nada común, como ocurre a veces con personas de su tipo y naturaleza. Pero ¿qué me dice de la otra mitad del cuadro?
—¿A qué se refiere?
—Estoy hablando de Thomas Beresford, su esposo; que últimamente vivió en «Sans Souci» con el nombre de Meadowes y que en estos momentos se encuentra muy bien atado, en el sótano de mi casa.
Tuppence replicó con sequedad:
—No lo creo.
—¿Por lo de la carta de «peniques sin adornos»? ¿No se da cuenta de que fue un trabajito muy ingenioso del joven Anthony? Cayó usted lindamente en sus manos cuando le explicó la clave.
La voz de Tuppence tembló:
—Entonces, Tommy…, Tommy…
—Tommy está donde estuvo hasta ahora…, es decir, en mi poder —dijo el teniente de navío Haydock—. Todo depende de usted. Si contesta satisfactoriamente a mis preguntas, tal vez pueda hacerse algo por él. Y si no las contesta… bueno; todavía es tiempo de seguir el plan primitivo. Le daremos un golpe en la cabeza, le llevaremos hasta alta mar y le echaremos por la borda.
Tuppence guardó silencio durante unos momentos y luego el teniente Haydock preguntó:
—Quiero saber quién la empleó en esto; cuáles son sus medios de comunicación con esa persona; de qué le informó usted hasta ahora y qué es, exactamente, lo que usted sabe.
Tuppence se encogió de hombros.
—Le puedo contar tantas mentiras como quiera —señaló.
—No; porque comprobaremos cuanto nos diga.
Adelantó un poco la silla y sus maneras cambiaron, hasta parecer suplicantes.
—Mi apreciada señora. Comprendo perfectamente qué es lo que siente usted respecto a todo esto, pero créame cuando le digo que admiro inmensamente a usted y a su marido. Tienen ustedes entereza y valor. Gente como ustedes es lo que necesitamos en este nuevo Estado; el Estado que se fundará en Inglaterra cuando sea derrotado el actual Gobierno de imbéciles que la rige. Queremos convertir en amigos a algunos de nuestros enemigos; aquellos que valgan la pena. Si he de dar la orden que acabará con la vida de su marido, lo haré, porque es mi deber; pero sentiré muchísimo el tener que hacerlo. Es una buena persona; sosegado, modesto y hábil. Permítame hacerle presente lo que tan poca gente en este país parece haber comprendido. Nuestro jefe no quiere conquistar Inglaterra en el sentido que todos ustedes creen. Se propone forjar una nueva Inglaterra fuerte por su propio poder; gobernarla, no por alemanes, sino por ingleses. Y por el mejor tipo de ingleses; ingleses con inteligencia, preparación y valor. «Un mundo nuevo y valeroso», como dijo Shakespeare.
Se inclinó hacia delante.
—Queremos eliminar la confusión y la ineficiencia. El soborno y la corrupción. Las ambiciones conseguidas con recomendaciones y los que hacen dinero mediante ello. Y en ese nuevo Estado, queremos gente que sean como usted y su marido; valientes y fértiles en recursos. Enemigos que fueron y amigos que serán. Se sorprendería si supiera cuántos hay en este país, y en otros, que simpatizan y creen en nuestros objetivos. Entre todos nosotros crearemos una nueva Europa; una Europa de paz y progreso. Trate de verlo de esa forma, porque le aseguro que es precisamente de esa manera.
Su voz era apremiante y magnética. Inclinado hacia delante, como estaba, parecía la personificación de un íntegro marino inglés.
Tuppence le miró y rebuscó en su pensamiento una frase que viniera a cuento. Sólo pudo encontrar una que era a la vez pueril y vulgar.
—«Oca, oca, ganso» —dijo.
2
El efecto de aquellas palabras fue tan sorprendente que Tuppence quedó desconcertada por completo.
Haydock se levantó de un salto. Su cara tomó un tinte violáceo por efecto de la furia que sentía, y en un segundo desapareció toda semejanza que tuviera antes con un simpático marinero inglés. Ante ella tenía la cara que Tommy ya vio en una ocasión anterior… la de un prusiano encolerizado.
Empezó a jurar en alemán y luego, volviendo al inglés, dijo:
—¡Maldita imbécil! ¿No se da cuenta de que al contestar de esa forma se ha vendido por completo? Ahora ya no hay esperanza para usted… ni para su marido.
Y levantando la voz, llamó:
—¡Anna!
La mujer que recibió a Tuppence entró en la habitación y Haydock le entregó la pistola.
—Vigílela y dispare si es necesario.
Y salió de la clínica precipitadamente.
Tuppence miró suplicante a Anna, que estaba de pie ante ella, mostrando una cara impasible.
—¿Dispararía realmente contra mí? —preguntó.
Anna contestó tranquilamente:
—No hace falta que trate de convencerme. En la última guerra mataron a mi hijo, a mi Otto. Yo tenía entonces treinta y ocho años. Ahora tengo sesenta y dos, pero no lo he olvidado.
Tuppence contempló aquella cara ancha e inexpresiva. Le recordó a la polaca, a Vanda Polonska. Era la misma ferocidad aterradora y la misma unidad de propósito. ¡Maternidad… inexorable! De aquella forma, indudablemente, opinaba más de una señora Jones o señora Smith en Inglaterra. No había manera de discutir con las hembras de cualquier especie… con la madre despojada violentamente de su hijo.
Algo rebulló en el fondo de la mente de Tuppence. Un recuerdo persistente; algo que siempre había sabido, pero que nunca pudo llegar a la primera fila de sus pensamientos. Salomón… Salomón tenía algo que ver con ello…
Se abrió la puerta y volvió a entrar el teniente de navío Haydock. Estaba fuera de sí.
—¿Dónde está? —aulló—. ¿Dónde lo ha escondido?
Tuppence le miró fijamente. Estaba grandemente sorprendida, pues lo que dijo el marino no tenía significado alguno para ella.
No había cogido ni escondido nada.
Haydock ordenó a la criada:
—¡Váyase!
La mujer le devolvió la pistola y se apresuró a salir sin más tardanza.
Haydock se dejó caer entonces en una silla y pareció esforzarse en recobrar la calma.
—Sepa usted que no conseguirá sus propósitos —dijo—. La tengo en mi poder y cuento con medios para hacer hablar a la gente. Medios que no son nada agradables. Al final tendrá que confesar la verdad. Vamos, pues, ¿qué ha hecho usted con ello?
Tuppence se dio repentina cuenta de que allí, al fin, había algo que podía darle la oportunidad de negociar. Pero le faltaba saber qué era lo que suponían que tenía en su poder.
Con toda precaución, preguntó:
—¿Cómo sabe usted que yo lo tengo?
—Por lo que ha dicho usted misma, ¡imbécil! No lo lleva encima, y de ello estamos seguros puesto que se cambió de ropas.
—¿Cree que lo mandé por correo a alguien? —preguntó ella.
—No sea tonta. Todo lo que echó usted al correo, desde ayer, ha sido registrado. Por correo no ha mandado usted nada. Lo escondió en «Sans Souci» antes de salir de allí esta mañana. Le doy tres minutos para decirme cuál es el escondrijo.
Puso su reloj sobre la mesa.
—Tres minutos es el tiempo concedido, señora de Thomas Beresford.
El reloj que había sobre la repisa de la chimenea dejó oír su tictac.
Tuppence siguió sentada, completamente inmóvil, con cara pálida e impávida.
No revelaba en ella los rápidos pensamientos que pasaban por su mente.
Y de pronto, como iluminada por un destello de cegadora luz, todo el asunto se le reveló con deslumbrante claridad. Y entonces descubrió, por fin, quién era el centro y eje de toda la organización.
Tuvo un sobresalto cuando Haydock anunció:
—Le quedan diez segundos…
Como si estuviera soñando, vio cómo el marino levantaba la pistola y oyó cómo contaba:
—Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
Había llegado a ocho, cuando sonó un disparo. Haydock se desplomó con una expresión de sorpresa en su cara ancha y colorada. Tan atento había estado vigilando a su víctima, que no se dio cuenta de que la puerta situada a sus espaldas se abría sigilosamente.
Tuppence se levantó de un salto. Pasó rápidamente junto a los hombres uniformados que había en el umbral de la puerta y asió del brazo a un caballero vestido de paisano.
—Señor Grant.
—Sí, sí; yo soy. Ya pasó todo… se ha portado usted maravillosamente…
Tuppence apartó con un gesto todas aquellas palabras tranquilizadoras.
—¡Rápido! No hay tiempo que perder. ¿Ha traído un coche?
—Sí —dijo el otro mirándola fijamente.
—¿Un coche rápido? Tenemos que ir en seguida a «Sans Souci». Hemos de llegar a tiempo; antes de que telefoneen aquí y no les conteste nadie.
Dos minutos después habían subido al coche y este se abría paso por las calles de Leatherbarrow. Luego salieron a la carretera y la aguja indicadora de la velocidad subió vertiginosamente.
El señor Grant no hizo ninguna pregunta. Se limitó a estarse quieto, mientras Tuppence miraba el indicador de velocidad con una agonía de temor. El conductor, al que se le dieron las órdenes del caso, llevaba el coche a toda la velocidad que este podía desarrollar.
Tuppence sólo habló una vez.
—¿Y Tommy? —preguntó.
—Está perfectamente. Lo libertamos hace media hora.
Ella asintió.
Ya estaban cerca de Leahampton. A poco pasaron como una exhalación por las calles del pueblo y subieron la cuesta hasta «Sans Souci».
Tuppence saltó del coche y llevando a su lado al señor Grant, corrió por el camino que desde la cancela llevaba a la casa. La puerta del vestíbulo estaba abierta como de costumbre. Tuppence corrió escalera arriba.
Sólo dio una ojeada a su habitación cuando pasó ante ella, pero le bastó para ver el desorden que presentaba, con todos los cajones abiertos y la ropa de la cama hecha un revoltijo, en el suelo. Hizo un gesto de comprensión y siguió adelante por el pasillo, hasta la habitación que ocupaban el señor y la señora Cayley.
El dormitorio estaba vacío. Olía ligeramente a medicinas y en él se notaba un ambiente de paz y tranquilidad.
Tuppence se dirigió hacia la cama y tiró de las ropas.
Cuando estuvieron todas en el suelo, pasó la mano bajo el colchón y al cabo de unos momentos se volvió triunfalmente hacia el señor Grant, llevando en la mano un estropeado cuento infantil.
—Aquí lo tiene. Ahí está todo…
—¿Pero qué…?
Dieron la vuelta. La señora Sprot los contemplaba fijamente desde la puerta.
—Y ahora —dijo Tuppence—, permítame que le presente a «M». Sí, la señora Sprot. Debí haberlo sabido mucho antes.
Fue la señora Cayley, que llegó poco después, la que proporcionó el adecuado contratiempo a la situación.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó con tono desmayado al ver la desmantelada cama de su esposo—. ¿Qué dirá el señor Cayley?