Capítulo XIII

1

Aunque Tuppence se acostó disfrutando de un estado de ánimo bastante optimista, sufrió una profunda reacción durante las horas del amanecer, cuando la moral humana está más baja.

No obstante, al bajar a desayunar se animó un poco ante la vista de una carta que tenía sobre su plato, dirigida a ella con una caligrafía penosamente torcida a la izquierda. No se trataba de ninguna carta de Douglas, Raymond o Cyril, sino de correspondencia enmascarada que recibía puntualmente y aquella mañana consistía en una postal de vivos colores en cuyo dorso habían garrapateado: «Siento no poder haber escrito antes. Todo va bien, Maudie».

Tuppence puso la postal a un lado y abrió la carta.

Querida Patricia:

Temo que tía Gracie esté hoy mucho peor. Los médicos no dicen, en realidad, que se hayan perdido las esperanzas, pero por mi parte no creo que podamos albergar muchas. Si quieres verla antes de que todo acabe, creo que lo mejor sería que vinieras en seguida. Si tomas el tren de las 10.20 hasta Yarrow, una amiga mía te estará esperando con el coche.

Me alegraré de verte pronto, a pesar de un motivo tan triste como este. Tuya siempre,

PENÉLOPE PLAYNE.

Tuppence pudo a duras penas dominar su júbilo.

¡El buen «penique sin adornos»![10]

Con alguna dificultad asumió una expresión fúnebre y suspiró profundamente mientras dejaba la carta encima de la mesa.

Comunicó el contenido de la misiva a las dos atentas oyentes que en aquel momento estaban presentes, es decir, a la señora O’Rourke y a la señorita Minton, y se extendió en la descripción de la personalidad de tía Gracie, su espíritu indomable, su indiferencia hacia los bombardeos y ante cualquier peligro, así como su derrota por la enfermedad. La señorita Minton demostró alguna curiosidad respecto a la naturaleza exacta de la dolencia que aquejaba a tía Gracie y la comparó con los alifafes de una prima suya, llamada Selina. Tuppence, dudando ligeramente entre la hidropesía y la diabetes, se encontró algo confundida, pero aseguró formalmente que también se había producido una complicaciones en los riñones. La señora O’Rourke demostró un ávido interés queriendo saber si Tuppence se beneficiaría económicamente por la muerte de la anciana señora, y se enteró, respecto a ello, que Cyril había sido siempre el sobrino favorito de ella, además de ser su ahijado.

Después del desayuno, Tuppence telefoneó al sastre para decirle que aquella tarde no podría ir a probarse una falda y chaqueta que se estaba haciendo. Luego buscó a la señora Perenna y le explicó con breves palabras que estaría ausente uno o dos días.

La patrona de la pensión le expresó, por su parte, en la forma acostumbrada en estas ocasiones, cuánto sentía que se marchara por tal motivo. Aquella mañana tenía un aspecto agotado y la expresión de su cara demostraba inquietud y fatiga.

—Todavía no se sabe nada del señor Meadowes —dijo—. Es verdaderamente extraño, ¿no le parece?

—Estoy segura de que sufrió un accidente —suspiró la señora Blenkensop—. Siempre lo he dicho.

—Pero si fuera así, ya nos habríamos enterado.

—Bueno; pues entonces, ¿qué opina usted?

La señora Perenna sacudió la cabeza.

—No sé qué decirle. No me cabe duda de que no se ha marchado por su propia voluntad. Ya habría enviado algún recado.

—Siempre me pareció una suposición injustificada —opinó calurosamente la señora Blenkensop—. Ese terrible mayor Bletchley lo empezó todo. Si no se trató de un accidente, tuvo que ser pérdida de memoria. Eso ocurre más a menudo de lo que se cree, especialmente en tiempos de excepción como estos.

La otra mujer asintió. Frunció los labios, con expresión de duda, y dirigió una rápida y suspicaz mirada a Tuppence.

—Pero ya sabe usted, señora Blenkensop —dijo—, que no conocemos muchas cosas del señor Meadowes, ¿verdad?

—¿Qué quiere decir? —preguntó vivamente Tuppence.

—Por favor, no me juzgue con severidad. Yo no lo creo… ni nunca lo creí.

—¿Qué es lo que no cree?

—Todo eso que dicen.

—¿Qué dicen? Yo no he oído nada.

—¿No…? Bueno; tal vez la gente no quiera decírselo a usted. No sé a ciencia cierta cómo empezó, pero me parece que fue el señor Cayley quien lo mencionó por primera vez. Ya sabe usted que es un hombre bastante desconfiado.

Tuppence se contuvo y trató de tener paciencia.

—Cuéntemelo, por favor —dijo.

—Pues se trata tan sólo de una insinuación acerca de que el señor Meadowes es un agente enemigo; uno de esos temibles componentes de la Quinta Columna.

Tuppence puso toda la indignación de que era capaz una señora Blenkensop al exclamar:

—¡Nunca oí una idea más absurda!

—Desde luego. No creo que haya nada de cierto en ella. Aunque se ha visto al señor Meadowes hablando muchas veces con ese joven alemán y creo que le hizo gran cantidad de preguntas acerca de los procedimientos químicos que emplean en la factoría. Así es que la gente piensa que tal vez los dos trabajarían juntos.

—No creerá que exista alguna duda respecto a Carl, ¿verdad, señora Perenna?

Vio cómo un ligero espasmo torcía la cara de la mujer.

—Desearía poder creer que no es verdad lo que dicen.

Los ojos de la señora Perenna relumbraron.

—Le han destrozado el corazón a la pobre criatura. ¿Por qué tuvo que ocurrir así? ¿Por qué no pudo enamorarse de cualquier otro?

Tuppence sacudió la cabeza,

—Las cosas no suelen ocurrir así.

—Tiene razón —la otra habló con voz profunda y amarga—. Las cosas han de pasar de modo que la destrocen a una… Tiene que haber penas, amarguras, polvo y cenizas. Me pone enferma la crueldad y la injusticia de este mundo. Me gustaría aplastarlo, romperlo… para poder empezar de nuevo; más apegados a la tierra y sin esas reglas, leyes y tiranías de nación sobre nación. Me gustaría…

Una tos la interrumpió. Una tos profunda y engolada. La señora O’Rourke estaba en el umbral de la puerta. Su corpulenta figura obstaculizaba todo paso.

—¿Les he interrumpido? —preguntó.

Como si hubiera pasado una esponja sobre una pizarra, de la cara de la señora Perenna desapareció todo rastro de su súbita explosión de resentimiento, dejando sólo en sus facciones la ligera preocupación que domina a la patrona de una pensión, cuyos huéspedes le están causando quebraderos de cabeza.

—No, señora O’Rourke —dijo—. Sólo estábamos hablando de lo que le podrá haber ocurrido al señor Meadowes. Es raro que la policía no pueda encontrar ni trazas de él.

—¡Ah! La policía —observó la señora O’Rourke con desprecio—. ¿Qué se puede esperar de ella? ¡Nada de bueno! Sólo sirven para poner multas a los conductores de automóviles y fastidiar a los pobres desgraciados que se olvidaron de sacar el certificado justificativo de vacunación del perro.

—¿Qué cree usted que ocurrió, señora O’Rourke? —preguntó Tuppence.

—¿Ha oído usted lo que dicen por ahí?

—¿Eso de que es un agente alemán…?

—Sí —replicó Tuppence fríamente.

—Pues debe ser verdad —siguió la señora O’Rourke pensativamente— porque había algo en ese hombre que me tuvo intrigada desde que llegó aquí. Ha de saber usted que lo estuve vigilando —dirigió una sonrisa a Tuppence, y como todas las sonrisas de la señora O’Rourke, aquella tenía una vaga expresión terrorífica, como la de un ogro—. No tenía el aspecto del que se retira de los negocios para no hacer nada. Opino que vino aquí con un propósito.

—Y cuando la policía cayó sobre su pista, se apresuró a desaparecer, ¿verdad? —preguntó Tuppence con ánimo de desorientar.

—Pudo ser —respondió la otra—. ¿Qué cree usted, señora Perenna?

—No sé —replicó la aludida—. Ha sido una cosa muy enojosa. Y además, ha dado lugar a muchas habladurías.

—¡Bueno! Pero las habladurías no la perjudicarán a usted. Ahora los tiene a todos en la terraza, tan contentos, haciendo cábalas y suposiciones. Convendrán al final en que ese hombre, tan pacífico e inofensivo, iba a ponernos a cada uno una bomba bajo la cama.

—Todavía no nos ha dicho usted lo que opina —recordó Tuppence.

La señora O’Rourke volvió a sonreír, con la misma expresión feroz.

—Yo creo que está a salvo en cualquier parte… completamente a salvo…

Tuppence pensó:

«Podría decir eso, si lo supiera…, pero él no está donde ella cree».

Subió a su habitación para arreglarse. Betty Sprot salió corriendo del dormitorio de los Cayley. Sonreía con expresión traviesa y juguetona.

—¿Qué has estado haciendo, preciosa? —preguntó Tuppence.

Betty replicó:

—«Oca, oca, ganso».

Tuppence cantó:

—¿Adónde irás? ¡Arriba! —elevó a la chiquilla por encima de su cabeza—. ¡Abajo! —y la dejó caer hasta el suelo.

En aquel momento apareció la señora Sprot y se llevó a Betty con objeto de prepararla para salir a dar un paseo.

—¿Escondite? —preguntó Betty esperanzada—. ¿Escondite?

—No puedes jugar ahora al escondite —advirtió su madre.

Tuppence entró en su cuarto y se puso el sombrero. Era una lata tener que llevar sombrero, pues Tuppence Beresford nunca lo usó, aunque Patricia Blenkensop debía hacerlo para estar en carácter.

Se dio cuenta de que alguien había alterado la posición de los sombreros que guardaba en el armario. ¿Habían registrado la habitación? Bueno, que lo hicieran. No encontrarían nada que inculpara a la inocente señora Blenkensop.

Dejó artísticamente sobre el tocador la carta de Penélope Playne. Luego bajó la escalera y salió de la casa.

Eran las diez cuando pasó por la cancela. Tenía mucho tiempo por delante. Miró hacia el cielo y al hacerlo pisó en un charco oscuro que había junto al poste de la cancela. Pero no se dio cuenta de ello y siguió adelante.

Su corazón latía furiosamente. Éxito… éxito… debían tener éxito…

2

Yarrow era una pequeña estación rural, ya que el pueblo estaba situado a bastante distancia del ferrocarril.

Un coche esperaba en la parte exterior de la estación. Lo conducía un joven de buena presencia, que se llevó la mano a la visera de la gorra cuando vio a Tuppence, aunque el gesto no parecía natural.

Tuppence golpeó con el pie uno de los neumáticos de la derecha y comentó con acento de duda:

—¿No cree que tienen muy poco aire?

—No vamos muy lejos, señora.

Ella asintió y subió al coche.

Emprendieron el camino, no hacia el pueblo, sino hacia la parte del mar. Después de trepar una colina entraron por un camino secundario que bajaba una empinada pendiente. De la sombra de un grupo de árboles salió a recibirles un joven.

El coche se detuvo y Tuppence se apeó, yendo a saludar a Tony Mardson.

—Beresford se encuentra bien —dijo él rápidamente—. Ayer pudimos localizarle. Los otros le hicieron prisionero y por muy buenas razones seguirá así durante otras doce horas. Se espera que una pequeña embarcación atraque en determinado sitio y necesitamos apoderarnos de ella. Por eso no hemos hecho nada todavía para liberar a Beresford. No queremos señalar el juego hasta el último instante.

El joven la miró con ansiedad.

—Lo comprende usted, ¿verdad?

—¡Claro que sí!

Tuppence estaba mirando una revuelta masa de tela, medio oculta por los árboles.

—Se encuentra perfectamente —continuó el joven con apasionamiento.

—¡Claro que Tommy estará bien! —dijo Tuppence impaciente—. Ni hace falta que me hable como si fuera una niña de dos años. Ambos estamos dispuestos a correr unos pocos riesgos. ¿Qué es aquello que se ve allí?

—Bueno —Tony pareció dudar—. Esa es precisamente la cuestión. Me han ordenado que le haga una propuesta. Pero… francamente, no me gusta hacerlo. Como comprenderá…

Tuppence le dirigió una fría mirada.

—¿Por qué no le gusta hacerlo?

—Pues… porque es usted la madre de Deborah. Y… ¿qué dirá ella si…?

—¿Si la cosa sale mal? —preguntó Tuppence—. Personalmente, si yo estuviera en su lugar, no se lo diría a ella. Tenía mucha razón quien dijo que el dar explicaciones es una equivocación.

Luego le sonrió amablemente.

—Vamos, muchacho. Sé perfectamente lo que siente en estos momentos. Está muy bien que usted, Deborah y toda la gente joven se hallen dispuestos a correr algún riesgo, pero los de edad madura no deben hacerlo. Pero todo eso son tonterías, porque si alguien ha de ser liquidado, resulta preferible que lo sean los viejos, ya que han tenido ocasión de sacarle a la vida más partido. De todas formas, deje de mirarme como a un objeto sagrado, como a la madre de Deborah y dígame simplemente cuál es ese trabajo tan peligroso y desagradable que debo llevar a cabo.

—Sepa usted —dijo el joven con entusiasmo— que la tengo considerada como una mujer heroica; simplemente magnífica.

—Déjese de cumplidos —replicó Tuppence—. Ya siento bastante admiración por mí misma, para que venga ahora otro a ayudarme. ¿Cuál es, exactamente, la gran idea que tienen en proyecto?

Tony indicó con un gesto de su rostro el montón de tela.

—Eso es lo que queda de un paracaídas —dijo.

—¡Ah! —exclamó Tuppence, brillándole los ojos.

—Afortunadamente, los voluntarios de estos alrededores son unos chicos muy listos. Se dieron cuenta del aterrizaje y la capturaron.

—¿«La» capturaron?

—Eso es. Era una mujer vestida de enfermera.

—Siento que no fuera una monja —observó Tuppence—. Ya sabe usted las historias que han circulado por ahí acerca de monjas que al pagar el billete del autobús enseñaron un brazo musculoso y peludo.

—Bueno; la cuestión es que no se trata de una monja, ni de un hombre disfrazado. Era una mujer de mediana estatura, algo entrada en años, de pelo oscuro y figura más bien delgada.

—En resumen —dijo Tuppence—, una mujer muy parecida a mí.

—Lo acertó usted exactamente —convino Tony.

—¿Y qué?

Mardson explicó con lentitud:

—Lo que sigue es cosa de usted.

Tuppence sonrió.

—Estoy completamente de acuerdo —dijo—. ¿Dónde debo ir y qué es lo que debo hacer?

—Le aseguro, señora Beresford, que da gusto tratar con usted. Tiene unos nervios magníficamente templados y bien dispuestos.

—¿Dónde debo ir y qué es lo que debo hacer? —repitió Tuppence con impaciencia.

—Por desgracia, las instrucciones son muy breves. En uno de los bolsillos de la mujer se encontró un trozo de papel con estas palabras escritas en alemán: «Vaya a pie hasta Leatherbarrow, que está al este de la cruz de piedra. Número 14 de Saint Asalph’s Road. Doctor Binion».

Tuppence levantó la mirada. En la cima de la colina había una cruz de piedra.

—Esa es —observó Tony—. Los postes indicadores de carreteras se quitaron hace tiempo, desde luego. Pero Leatherbarrow es un pueblo grande y caminando hacia el este, desde la cruz de piedra, no hay dificultad en llegar hasta allí.

—¿Está muy lejos?

—Cinco millas, por lo menos.

Tuppence hizo una ligera mueca.

—Un ejercicio muy saludable antes del almuerzo —comentó—. Espero que el doctor Binion me invite a comer cuando llegue a su casa.

—¿Sabe usted alemán, señora Beresford?

—Sólo las cuatro palabras que se utilizan en los hoteles. Deberé insistir en hablar inglés, diciendo que mis instrucciones así lo especifican.

—Es un riesgo tremendo —dijo Mardson.

—Tonterías. ¿Quién se va a imaginar que se ha hecho una sustitución? ¿Acaso todo el mundo sabe, en unas millas a la redonda, que se ha capturado un paracaidista?

—Los voluntarios que intervinieron en la captura de esa mujer están retenidos por el jefe de policía. No quiere que vayan por ahí contando a sus amistades lo listos que han sido.

—¿Puede haberlo visto alguien más… o haber oído algo sobre lo ocurrido?

Tony sonrió.

—Señora Beresford; cada día dicen por ahí que ha sido visto uno, dos, tres, cuatro y hasta cien paracaidistas.

—Eso es cierto —convino Tuppence—. Bueno; usted dirá que he de hacer.

—Tenemos aquí todo el equipo y un agente femenino de la policía, especializada en el arte del maquillaje. Venga conmigo.

En el centro del grupo de árboles había un cobertizo medio derruido y ante su puerta esperaba una mujer de mediana edad y aspecto eficiente.

Dio una ojeada a Tuppence e hizo un gesto de aprobación.

Una vez dentro del cobertizo, Tuppence tomó asiento sobre una caja de embalaje, puesta al revés, y se sometió a una serie de expertas manipulaciones. Al cabo de un rato, la maquilladora se apartó un poco, asintió con aspecto satisfecho y observó:

—Ya está. Creo que ha quedado usted muy bien, ¿no le parece, señor?

—Ha quedado magníficamente —dijo Tony.

Tuppence alargó la mano y cogió el espejo que sostenía la otra mujer. Se miró la cara con ansiedad y a duras penas pudo reprimir un grito de sorpresa.

Las cejas habían sido dispuestas de una forma completamente diferente, lo cual alteraba toda la expresión de su cara. Pequeños trozos de cinta adhesiva, disimulados por mechones de pelo que caían sobre las orejas, estiraban la piel de la cara, con lo que cambiaba su perfil. Una pequeña cantidad de masilla transformó también la línea de la nariz, dando a Tuppence un inesperado perfil aguileño. Y el maquillaje, aplicado científicamente, añadió varios años a su edad por medio de unas profundas rayas que caían desde las comisuras de los labios. La cara en general tenía un aspecto complacido y algo necio.

—Está magníficamente hecho —dijo Tuppence con admiración.

Cautelosamente se tocó la nariz.

—Vaya con cuidado —advirtió la otra mujer.

Sacó dos trozos delgados de goma y preguntó:

—¿Cree usted que podrá soportar esto en la boca, entre los dientes y las mejillas?

—Supongo que tendré que soportarlo —respondió Tuppence tristemente.

Colocó en su sitio las dos piezas de goma y movió tentativamente las mandíbulas.

—No resulta incómodo en realidad —tuvo Tuppence que admitir.

Tony salió entonces discretamente del cobertizo y Tuppence se quitó la ropa que llevaba puesta y se enfundó luego el uniforme de enfermera. No le sentaba mal del todo, aunque le apretaba un poco sobre los hombros. El gorro de color azul oscuro puso el punto final a su nueva personalidad. Rechazó, no obstante, los recios zapatos de puntera cuadrada.

—Si tengo que caminar cinco millas —dijo con decisión— lo haré con mis propios zapatos.

Los demás convinieron en que era una cosa razonable, dado que, además, los zapatos que llevaba Tuppence eran también recios y de color oscuro, con lo que no desentonaban con el uniforme.

Miró con interés el contenido del bolso azul que le entregaron. Polvos para la cara; nada de lápiz para los labios; dos libras, catorce chelines y seis peniques en moneda inglesa; un pañuelo y una tarjeta de identidad a nombre de Freda Elton, 4 Manchester Road, Sheffield.

Tuppence puso dentro del bolso sus propios polvos y la barra para los labios. Luego se levantó, dispuesta para empezar.

Tony Mardson volvió la cabeza y dijo ásperamente:

—No sabe cómo me desprecio por dejarla hacer esto.

—Comprendo muy bien lo que siente.

—Pero, ya ve usted; es absolutamente preciso que sepamos cuándo y cómo empezará el ataque.

Tuppence le dio unos golpecitos en el brazo.

—No se preocupe, muchacho. Aunque no lo crea, me estoy divirtiendo.

Tony volvió a decir:

—¡Creo que es usted maravillosa!

3

Algo cansada, Tuppence se detuvo ante la puerta del número 14 de Saint Asalph’s Road y comprobó que el doctor Binion era dentista y no médico.

Por el rabillo del ojo vio a Tony Mardson. Estaba sentado al volante de un coche de aspecto elegante, estacionado ante una casa de la misma calle, pero un poco más abajo.

Se convino en que Tuppence iría andando, tal como rezaban las instrucciones, ya que de haber sido llevada hasta allí en coche, alguien podía haberse fijado en tal cosa.

Es cierto que dos aparatos enemigos habían pasado por allí, volando bajo antes de alejarse, y que tal vez hubieran notado la solitaria figura de la enfermera caminando por el campo.

Tony y la maquilladora partieron en opuesta dirección y dieron un gran rodeo antes de llegar a Leatherbarrow y tomar posiciones en Saint Asalph’s Road.

Ya estaba todo dispuesto.

—Se abre la puerta del circo —murmuró Tuppence— y entra un cristiano en route hacia los leones. Bueno; no habrá nadie que diga que no estoy viendo la vida en todos sus aspectos.

Cruzó la calle y llamó al timbre, preguntándose al mismo tiempo hasta qué punto le gustaba a Deborah aquel joven. Abrió la puerta una mujer de edad, de cara impasible y rústica. Una cara que no era inglesa.

—¿El doctor Binion? —preguntó Tuppence.

La mujer la miró lentamente de arriba abajo.

—Supongo que será usted la enfermera Elton.

—Sí.

—Entonces, pase a la clínica.

Se apartó y cerró la puerta detrás de Tuppence, quien se encontró en un estrecho vestíbulo pavimentado con linóleo.

La criada le precedió por la escalera y abrió una puerta del primer piso.

—Haga el favor de esperar. El doctor llegará dentro de un momento.

Salió y cerró la puerta.

Era una ordinaria clínica de dentista, con el equipo bastante viejo y usado.

Tuppence contempló el sillón y sonrió pensando que, por una vez, no lo veía con el horror de costumbre. Sentía el mismo miedo que inspira una visita al dentista; pero ahora por causas diferentes por completo.

Al cabo de un rato se abriría la puerta y entraría el doctor Binion. ¿Quién sería? ¿Un desconocido? ¿O alguien a quien hubiera visto antes? Si fuera la persona a la que ella casi esperaba encontrar…

Se abrió la puerta.

El hombre que entró no era la persona a quien Tuppence había imaginado ver. Era alguien que ella nunca consideró como un posible complicado.

Era el teniente de navío Haydock.