1
—¿Ha dicho usted tres picos, señora Blenkensop?
Sí, la señora Blenkensop había subastado tres picos. La señora Sprot, que había sido llamada al teléfono, volvió casi sin aliento y después de explicar que habían cambiado de nuevo la hora para el reconocimiento que debía pasar en la Defensa Pasiva, pidió que se repitiera la subasta.
La señorita Minton, como de costumbre, retrasó las cosas con sus incesantes repeticiones.
—¿Dije dos tréboles? ¿Están seguras? Pues yo más bien creo que debí decir un «sin triunfo». ¡Ah, claro que sí! Ahora lo recuerdo. La señora Cayley subastó un corazón, ¿verdad? Yo iba a decir un «sin triunfo», aunque no había acabado de contar; pero creo que hay que jugar sin arredrarse. Y entonces la señora Cayley cantó un corazón y yo tuve que subastar dos tréboles. Siempre he creído que es muy difícil subastar cuando se tienen dos series cortas.
Algunas veces, pensó Tuppence, hubiera ganado tiempo si la señorita Minton hubiera puesto todas sus cartas boca arriba para que las vieran los demás.
Era incapaz de callarse el juego que tenía.
—Bueno; ahora queda todo arreglado —dijo la señorita Minton triunfalmente—. Un corazón; dos tréboles.
—Dos picos —subastó Tuppence.
—Yo pasé, ¿verdad? —preguntó la señora Sprot.
Todas miraron a la señora Cayley, que estaba inclinada hacia delante, escuchando. Pero la señorita Minton cogió otra vez la palabra.
—Luego la señora Cayley cantó dos corazones y yo tres diamantes.
—Yo subí a tres picos —observó Tuppence.
—Paso —anunció la señora Sprot.
La señora Cayley siguió callada, hasta que por fin se dio cuenta de que las demás jugadoras la estaban mirando.
—¡Dios mío! —exclamó, sonrojándose—. Lo siento mucho. Estaba pensando que tal vez mi marido me necesitara. Espero que se encuentre bien en la terraza.
Miró a sus compañeras de juego.
—Quizá, si no les importa, sería mejor que fuera a ver. Oí un ruido extraño. Tal vez haya dejado caer el libro.
Y salió apresuradamente por la ventana francesa que daba a la terraza. Tuppence lanzó un exasperado suspiro de inmenso desahogo.
—Debía llevar un cordel atado a la muñeca —comentó—. Así, su marido no tendría más que tirar de él cuando la necesitara.
—Es una esposa muy adicta —dijo la señorita Minton—. Resulta conmovedor ver una cosa así, ¿verdad?
—¿De veras? —replicó Tuppence, que distaba mucho de sentir buen humor.
Las tres mujeres guardaron silencio durante unos instantes.
—¿Dónde está Sheila esta noche? —preguntó la señorita Minton.
—Se fue al cine —contestó la señora Sprot.
—¿Y dónde está la señora Perenna? —indagó Tuppence.
—Dijo que se iba a su habitación a sacar unas cuentas —explicó la señorita Minton—. Pobrecita. ¡Qué aburrido es tener que hacer cuentas!
—Pues no estuvo todo el tiempo en su cuarto —observó la señora Sprot— porque la vi entrar en la casa cuando estaba yo en el vestíbulo hablando por teléfono.
—No sé dónde podrá haber ido —dijo la señorita Minton, cuya vida parecía estar dedicada a estas minúsculas preocupaciones—. Al cine es seguro que no, pues todavía no ha terminado.
—No llevaba puesto el sombrero —comentó la señora Sprot—. Ni el abrigo. Tampoco iba peinada y me parece que acababa de dar una carrera o algo parecido. Casi no podía respirar. Corrió escalera arriba sin decirme ni una palabra, y me lanzó una mirada…, ¡qué mirada…!, aunque estoy segura de que no he hecho ninguna cosa por la que pueda censurarme.
En aquel momento reapareció la señora Cayley.
—Es extraño —dijo—. El señor Cayley ha dado él solo una vuelta por el jardín. Y me ha dicho que le ha gustado mucho, pues hace una noche muy templada.
Volvió a tomar asiento.
—Veamos… ¡Oh! ¿Creen ustedes que tendremos que repetir otra vez la subasta?
Tuppence reprimió un rebelde suspiro. Volvieron a subastar hasta que dejaron que jugara sus tres picos.
La señora Perenna llegó cuando cortaban la baraja para la siguiente mano.
—¿Le ha gustado su paseo? —preguntó la señorita Minton dirigiéndose a Perenna.
La mujer la miró fijamente. Fue una mirada torva y desagradable.
—No he salido —replicó.
—¡Oh…! ¡Oh…! Pues creía que la señora Sprot dijo que acababa usted de llegar.
—Sólo salí para ver cómo estaba el tiempo —dijo la señora Perenna.
Su tono era desagradable. Dirigió una mirada hostil a la sumisa señora Sprot, que se sonrojó y pareció asustarse ante aquella mirada.
—¡Fíjese! —intervino la señora Cayley, queriendo contribuir con sus propias noticias—. Mi marido dio un paseíto por el jardín.
—¿Y por qué lo hizo? —preguntó secamente la señora Perenna.
—Hace una noche muy buena —indicó la señora Cayley—. Ni siquiera se ha puesto la segunda bufanda y todavía no quiere entrar en la casa. Espero que no cogerá un resfriado.
—Hay cosas peores que un resfriado —dijo la dueña de la pensión—. En cualquier momento puede caer una bomba que nos haga pedazos.
—¡Dios mío! Espero que no ocurra eso.
—¿De veras? Pues yo sí lo quisiera.
La señora Perenna, después de decir esto salió a la terraza y las cuatro jugadoras de bridge quedaron mirándose, atónitas.
—Esta noche está más rara que de costumbre —dijo la señora Sprot.
La señorita Minton se inclinó hacia delante.
—¿No creen ustedes…? —miró hacia los lados y las demás también se inclinaron, hasta casi juntar las cabezas—. ¿Creen ustedes que le gusta la bebida? —dijo la señorita Minton con un sibilante susurro.
—¡Dios mío! —exclamó la señora Cayley—. ¿Será eso? Si fuera así, todo quedaría explicado. En realidad, a veces resulta… inexplicable. ¿Qué opina usted, señora Blenkensop?
—No creo que sea eso. Me figuro que está preocupada por algo. Ejem… ahora le corresponde a usted hablar, señora Sprot.
—¿Y qué podría yo subastar? —preguntó la aludida dando una ojeada a sus cartas.
Nadie se ofreció a decírselo, aunque la señorita Minton, que le había estado viendo el juego con descocado interés, podía haberle aconsejado sobre tal extremo.
—No habrá sido Betty, ¿verdad? —preguntó la señora Sprot, levantando la cabeza y escuchando.
—No, no lo es —replicó firmemente Tuppence.
Sintió unas ganas locas de gritar, a menos que pudieran continuar la partida.
La señora Sprot, contempló su juego, pero con el pensamiento puesto, al parecer, en sus deberes maternales. Al fin dijo:
—Pues creo que un diamante.
Siguió la subasta y la señora Cayley hizo la salida.
—Si tienes duda, juega un triunfo. Eso es lo que dicen.
Titubeó un poco y jugó el nueve de diamantes.
Una voz profunda y jovial retumbó en la habitación.
—¡Vaya jugada que acaba de hacer!
La señora O’Rourke apareció en la ventana que daba a la terraza. Respiraba agitadamente y sus ojos resplandecían. Tenía un aspecto socarrón y malicioso.
—Una partida de bridge, ¿verdad? —dijo mientras avanzaba hacia el interior de la habitación.
—¿Qué lleva en la mano? —preguntó la señora Sprot con interés.
—Un martillo —explicó amablemente la recién llegada—. Lo encontré en el camino, poco después de la cancela. No hay duda de que alguien lo dejó allí.
—Es un sitio bastante extraño para dejarse un martillo —replicó la señora Sprot con acento de duda.
—Desde luego —convino la señora O’Rourke.
Parecía estar de un buen humor bastante particular. Balanceando el martillo por el mango salió del vestíbulo.
—Vamos a ver —dijo la señorita Minton—. ¿Qué son triunfos?
El juego prosiguió durante cinco minutos sin otra interrupción y luego entró el mayor Bletchley. Había estado en el cine y procedió a contar con todo detalle el argumento de «La doncella errante», situado en el reinado de Ricardo I. Y el mayor, como buen militar, criticó con alguna extensión las escenas relativas a las sabidas batallas de los cruzados.
No acabaron aquel «rubber», porque la señora Cayley al mirar el reloj descubrió que era ya una hora muy avanzada. Lanzando pequeños gritos de horror, salió a buscar al señor Cayley. Y este último, desempeñando el papel de inválido olvidado por todos, se divirtió en gran manera tosiendo sepulcralmente, estremeciéndose con gesto dramático y repitiendo varias veces:
—Está bien, está bien, querida. Espero que lo habrás pasado bien jugando. En cuanto a lo mío no tiene importancia. Aunque hubiera cogido un buen resfriado, ¿qué importancia podía tener? Estamos en guerra.
2
Durante el desayuno, a la mañana siguiente, Tuppence se dio cuenta de que había cierta tensión en el ambiente.
La señora Perenna, con los labios más apretados que de costumbre, puso una definida acidez en las pocas observaciones que hizo. Salió del comedor con lo que podía calificarse de un revuelo de faldas.
El mayor Bletchley, mientras esparcía una espesa capa de mermelada sobre su tostada, lanzó una risita.
—Parece que se respira un aire bastante helado —observó—. ¡Bueno, bueno! Supongo que era de esperar.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó la señorita Minton.
Avanzó el cuerpo con ansiedad, mientras su delgado cuello parecía retorcerse con anticipada satisfacción.
—No creo que deba repetir esos cuentos por ahí —replicó el mayor con alguna irritación.
—¡Oh! ¡Mayor Bletchley!
—Díganoslo —rogó Tuppence.
El militar miró pensativamente a su audiencia, o sea, a la señorita Minton, la señora Blenkensop, la señora Cayley y la señora O’Rourke. La señora Sprot y Betty acababan de marcharse.
El mayor Bletchley decidió hablar.
—Se trata de Meadowes —dijo—. Se ha pasado toda la noche fuera y todavía no ha regresado a casa.
—¿Qué? —exclamó Tuppence.
El mayor le dirigió una mirada complacida y maliciosa. Le divertía el desconcierto de la intrigante viuda.
—Buen tunante está hecho ese Meadowes —bromeó—. La Perenna se ha disgustado, como es natural.
—¡Dios mío! —dijo la señorita Minton enrojeciendo.
La señora Cayley demostró sorpresa y la señora O’Rourke se limitó a lanzar una risita apagada.
—Ya me lo había dicho la señora Perenna —indicó—. Al fin y al cabo, no se puede esperar otra cosa de los chicos.
La señorita Minton comentó con ansiedad:
—Pero seguramente… tal vez el señor Meadowes haya sufrido un accidente. Con todo eso del oscurecimiento…, ya saben ustedes.
—Pobre oscurecimiento —dijo el mayor Bletchley—. De cuántas cosas le hacen responsable. Les aseguro que el salir de patrulla con los de la vigilancia local, sirve para abrir los ojos a muchos. El detener coches y todo lo demás, ya saben. Hay que ver la de esposas que salen para ir a buscar al marido. ¡Hasta llevan tarjetas de identidad que no son las suyas! Y la esposa o el marido que vuelven solos, por otro camino, unas cuantas horas después. ¡Ja, ja!
Rio por lo bajo y luego recompuso rápidamente su semblante al recibir el impacto de la mirada de desaprobación que le dirigió la señora Blenkensop.
—Es la naturaleza humana. Resulta humorístico, ¿eh? —prosiguió el mayor con tono apaciguador.
—Pero el señor Meadowes tiene que haber sufrido un accidente —insistió la señorita Minton—. Tal vez lo atropello un coche.
—Eso será lo que seguramente nos contará —dijo Bletchley—. Un coche le atropello y estuvo sin sentido hasta esta mañana, en que ha vuelto en sí.
—Quizá lo hayan llevado al hospital.
—Ya nos lo habrían comunicado. Y, al fin y al cabo, lleva consigo la tarjeta de identidad, ¿verdad?
—¡Dios mío! —observó la señora Cayley—. ¿Qué dirá el señor Cayley?
Esta pregunta retórica quedó sin respuesta. Tuppence, afectando una ofendida dignidad, se levantó y salió del comedor.
El mayor Bletchley rio cuando la puerta se cerró tras ella.
—Pobre Meadowes —dijo—. La hermosa viuda se ha disgustado. Pensaba que ya lo tenía cogido en su anzuelo.
—Por favor, mayor Bletchley —rogó la señorita Minton.
Y el militar guiñó un ojo.
—¿Recuerda usted a Dickens? «Guárdate de las viudas, Sammy».
3
Tuppence se intranquilizó un poco ante la imprevista ausencia de Tommy. pero trató de no preocuparse por ello. Posiblemente se había encontrado con una pista reciente y la estaba siguiendo sin dilación. La dificultad de comunicarse entre ellos, en tales circunstancias, ya había sido prevista y ambos convinieron en que no debían inquietarse indebidamente cuando uno de los dos se ausentara sin más explicaciones. Para tales emergencias habían planeado ciertas estratagemas.
La señora Perenna, según dijo la señora Sprot, había salido la noche anterior. Y la vehemencia con que negó tal hecho hacía que su ausencia fuera más interesante y propicia a toda clase de especulaciones.
Era posible que Tommy la hubiera seguido durante su paseo y que ella se hubiera entrevistado con alguien al que valiera la pena vigilar inmediatamente.
No había duda de que trataría de ponerse en comunicación con Tuppence, utilizando uno de los métodos convenidos. De no ser así, pronto reaparecería en «Sans Souci».
Pero de todas formas, Tuppence no pudo evitar un ligero sentimiento de intranquilidad. Decidió que en su papel de señora Blenkensop resultaría perfectamente natural demostrar alguna curiosidad y hasta ansiedad. Así es que sin más preámbulos, fue a buscar a la señora Perenna.
La dueña de la pensión no pareció dispuesta a extenderse mucho sobre el asunto. Hizo patente que tal conducta por parte de uno de sus huéspedes no iba a ser pasada por alto en lo más mínimo, ni tampoco estaba en su ánimo comentarla.
Tuppence exclamó, casi sin aliento:
—Pero tal vez haya sufrido un accidente. Estoy segura de ello. No es de esa clase de hombres. No tiene tal clase de ideas relajadas, ni nada que se le parezca. Lo debe haber atropellado un coche.
—Probablemente, pronto sabremos a qué atenernos respecto a eso —respondió la señora Perenna.
Pero pasó el día y el señor Meadowes no apareció.
Al anochecer, la señora Perenna, forzada por los ruegos de sus huéspedes, convino, aunque de mala gana, en llamar a la policía.
Poco después llegó un sargento que anotó en su libreta todo lo relacionado con el caso. Con tal motivo se pusieron de manifiesto determinados hechos. El señor Meadowes había salido a las diez y media de casa del teniente de navío Haydock. Desde allí se dirigió, junto con un tal señor Walters y el doctor Curtis, hasta la cancela de «Sans Souci», donde se despidió de ellos, entrando luego en el camino que conducía a la casa.
A partir de aquel momento, el señor Meadowes parecía haberse disuelto en el aire.
A la vista de estos hechos, en la mente de Tuppence se formaron dos posibilidades.
Mientras caminaba por el sendero, Tommy pudo ver venir hacia él a la señora Perenna. Se escondió entre los arbustos y luego la siguió. Y habiendo presenciado su entrevista con alguna persona desconocida, tal vez decidió seguir a esta última, mientras la señora Perenna volvía a «Sans Souci». En tal caso, Tommy debía estar vivo y muy ocupado siguiendo una pista. Pero, de ser así, los sinceros esfuerzos que hiciera la policía para encontrarle, podían resultar a la larga bastante embarazosos, por las explicaciones que habrían de darse.
La otra posibilidad no era tan agradable. Se desdoblaba en dos escenas. Una de ellas, la de la señora Perenna entrando en la casa «sin aliento y despeinada». Y la otra, una que no podía borrarse de su mente, la de la señora O’Rourke, sonriendo en la ventana de la terraza, con un pesado martillo en la mano.
Aquel martillo ofrecía horribles posibilidades.
¿Qué podía hacer un martillo en el camino?
Y respecto a la cuestión de quién pudiera haberlo utilizado, la cosa era más difícil de asegurar. Buena parte de ello dependía de la hora exacta en que la señora Perenna entró en casa. Ciertamente, fue alrededor de las diez y media, pero ninguna de las jugadoras de «bridge» se había fijado en la hora con exactitud. La señora Perenna había declarado vehementemente que no había salido, excepto para dar una ojeada al tiempo. Pero, en todo caso, no se pierde el aliento por ver qué tal tiempo hace. No existía ninguna duda de que le resultó muy enojoso el que la señora Sprot la hubiera visto entrar. Con un poco de suerte, podía haber tenido la seguridad de que las cuatro señoras estaban entretenidas jugando al «bridge».
¿A qué hora entró, exactamente?
Tuppence encontró a todos en extremo indefinidos respecto a este asunto.
Si la hora coincidía, la señora Perenna era la persona más sospechosa. Pero también existían otras posibilidades. Tres de los habitantes de «Sans Souci» estaban ausentes en el momento en que Tommy regresó. El mayor Bletchley estuvo en el cine; pero se había ido solo y la forma en que había insistido en contarles la película con tanta meticulosidad podía sugerir a una mente desconfiada que deliberadamente se estaba preparando una coartada.
Luego estaba el valetudinario señor Cayley, que había dado un paseo alrededor del jardín. Pero a no ser por la ansiedad que demostró la señora Cayley respecto a su esposo, nadie se hubiera enterado de tal paseo y todos hubieran creído que el señor Cayley estaba fuera en la terraza, envuelto en gran cantidad de mantas y bien acondicionado en una silla. Aunque, en realidad, no parecía ser cosa normal en él, la circunstancia de que se arriesgara por tanto tiempo al contacto del aire nocturno.
Y por último, estaba la señora O’Rourke, blandiendo el martillo y sonriendo…
4
—¿Qué te pasa, Deb? Pareces preocupada, nena.
Deborah Beresford se sobresaltó, pero luego se echó a reír mientras miraba con franqueza los ojos castaños y simpáticos de Tony Mardson. Le gustaba Tony. Tenía talento. Era uno de los más destacados principiantes del Departamento de Claves y todos opinaban que llegaría lejos.
A Deborah le encantaba su trabajo, aunque encontraba que él mismo requería de ella una gran cantidad de su poder de concentración. Era fatigoso, pero valía la pena y le proporcionaba una agradable sensación de importancia. Esto era un trabajo de verdad y no aquello de ir de hospital en hospital, esperando encontrar la oportunidad de que la admitieran como enfermera.
—¡Oh! No me pasa nada. Tan sólo me preocupa la familia, ya sabes.
—Las familias resultan un poco cargantes. ¿Qué pasa con la tuya?
—Se trata de mi madre. Si he de decirte la verdad, estoy un poco preocupada por ella.
—¡Vaya! ¿Qué ha pasado?
—Pues verás. Se fue a Cornwall; a cuidar a una exasperante y anciana tía. Setenta y ocho años y la pobre ya no coordina bien.
—Sí que es grave eso —comentó el joven.
—Sí; fue un gesto muy generoso por parte de mi madre. Pero estaba un poco desilusionada porque, al parecer, nadie necesita sus servicios en esta guerra. Desde luego, sirvió como enfermera e hizo otras cosas en la guerra pasada; mas ahora es diferente por completo y no necesitan gente ya entrada en años. Quieren gente joven y dispuesta. Bueno; pues como te decía, mi madre quedó un tanto desilusionada con todo ello y a poco se fue a Cornwall para quedarse con tía Gracie. Y allí se entretenía, además, trabajando en el jardín de la casa, donde han plantado verduras y cosas así.
—Me parece muy bien —dijo Tony.
—Sí; era lo mejor que podía hacer. Todavía es muy activa —explicó Deborah.
—Bueno; como ya te dije, me parece muy bien.
—Desde luego. Pero no se trata de eso. Yo estaba completamente satisfecha, respecto a ella. Recibí una carta suya, hace tan sólo dos días, y me pareció en aquella fecha que me sentía feliz.
—¿Qué te aflige, entonces?
—Lo que pasa es que le dije a Charles, que si iba hasta Cornwall para ver a su familia, que pasara a visitar A mi madre. Así lo hizo, pero no la encontró.
—¿No estaba allí?
—No. Y lo malo es que nunca estuvo. Por lo menos, eso parecía.
Tony mostró cierta turbación.
—Es raro —murmuró—. ¿Dónde está… tu padre?
—«Cabeza de Zanahoria» está por algún lugar de Escocia. En uno de esos horribles Ministerios donde se pasan el día rellenando formularios por triplicado hasta llegar a saciarse.
—¿Y tu madre no fue a reunirse con él?
—No puede. Mi padre está en una de esas áreas donde no permiten la entrada de los cónyuges.
—¡Oh!… ejem… bueno; supongo que se habrá ido a cualquier otro sitio.
Tony estaba ahora definitivamente turbado; y de manera especial cuando los grandes y preocupados ojos de Deborah se fijaron en él.
—Sí, pero ¿por qué? Es muy extraño. En todas sus cartas… hablaba de tía Gracie, del jardín y de lo demás.
—Ya lo sé, ya lo sé —se apresuró a decir Tony—. Por lo visto, ella quería que creyeras… me refiero a que… en estos tiempos; bueno… la gente se despista de cuando en cuando. Ya sabes qué quiero decir…
La mirada de Deborah, hasta entonces preocupada, se volvió de pronto colérica.
—Si crees que mi madre se ha ido con alguien a pasar el fin de semana, estás equivocado por completo. Absolutamente. Mi madre y mi padre se quieren mucho… y de verdad. Es un tema sobre el que le gastamos bromas. Ella nunca…
Tony dijo precipitadamente:
—Claro que no. Lo siento. No quería…
Una vez apaciguada su cólera, Deborah reflexionó y frunció el ceño.
—Lo raro es que alguien me dijo el otro día que había visto a mi madre en Leahampton. Yo le repliqué que era imposible, pues estaba en Cornwall, pero ahora me pregunto si…
Tony, que estaba a punto de aplicar la llama de una cerilla a su cigarrillo, se detuvo de pronto y la cerilla se apagó.
—¿Leahampton? —preguntó secamente.
—Sí. Precisamente el sitio donde menos podías figurarte que iría mi madre. Allí no hay nada que hacer, y todos son coroneles retirados y viejas solteronas.
—No parece ser un sitio muy apropiado, desde luego —convino Tony.
Encendió el cigarrillo y preguntó como al azar:
—¿Qué hizo tu madre en la última guerra?
Deborah contestó mecánicamente:
—Fue enfermera y condujo el coche de un general. Lo que normalmente puede hacer una mujer.
—Pensé que, tal vez, hubiera estado, como tú… en el Servicio Secreto.
—Mi madre no hubiera tenido nunca suficiente seso para hacer esta clase de trabajo. Creo, sin embargo, que ella y mi padre hicieron algo relacionado con una investigación. Documentos secretos y espías de campanillas; cosas así. Pero ya sabes, los pobres lo exageran todo lo que pueden y lo presentan como si hubiera sido de una importancia tremenda. Por nuestra parte, no les animamos mucho para que hablen de ello, porque ya sabes cómo son los padres. Te cuentan la misma historia una y otra vez.
—Sí, claro, claro —convino Tommy cordialmente—. Estoy completamente de acuerdo contigo.
Al día siguiente, cuando Deborah volvió a la pensión donde vivía, notó alguna cosa rara en el aspecto de su habitación.
Le costó varios minutos averiguar la causa de ello. Luego apretó el botón del timbre y preguntó con indignación a su patrona qué había ocurrido con la gran fotografía que siempre estaba encima de la cómoda.
La señora Rowley demostró su pesadumbre, mezclada con cierto resentimiento.
No podía explicarse aquello. No había tocado la fotografía para nada. Tal vez Gladys…
Pero también Gladys negó toda participación en la desaparición de la fotografía. Y añadió con tono de convencimiento, que posiblemente hubiera sido el empleado del gas.
Mas Deborah no estaba dispuesta a creer que a un empleado de la compañía del gas le hubiera gustado y se hubiera llevado el retrato de una señora ya entrada en años.
Era mucho más probable, según opinaba Deborah, que Gladys hubiera roto el marco de la fotografía y hubiera hecho desaparecer en el cubo de la basura todas las pruebas de su crimen.
La joven no organizó ningún revuelo sobre aquella cuestión. Vería la forma de que su madre le mandara otra fotografía.
Y pensó con creciente disgusto:
«¿Qué es lo que estará haciendo? Debe decírmelo. Desde luego, es una solemne tontería sugerir, como ha hecho Tony, que se haya ido con alguien; pero de todas formas, es muy extraño…».