Capítulo IX

1

—Parece como si volviéramos a vivir tiempos pasados, ¿verdad, señora? —dijo Albert.

Su cara resplandecía con aspecto satisfecho. Pues ahora, aunque ya entrado en años y tendiendo ligeramente a engordar, Albert seguía poseyendo aquel joven y romántico corazón que fue el motivo de que se asociara a Tommy y Tuppence cuando estos vivían su juventud aventurera.

—¿Recuerda cómo me conoció? —preguntó Albert—. Estaba yo limpiando los dorados en aquella casa de apartamentos de lujo. ¡Y que no era mala pieza el portero! Siempre estaba detrás de mí. ¡Vaya cuento que me contó usted aquel día! ¡Menuda sarta de mentiras me soltó acerca de una bribona llamada Rita «La Rápida»! Aunque algo de lo que me dijo luego resultó ser cierto. Y desde entonces no he vuelto la vista atrás, como vulgarmente se dice. Muchas aventuras hemos corrido juntos antes de que sentáramos la cabeza.

Albert suspiró y Tuppence, siguiendo una natural asociación de ideas, preguntó por la salud de la señora Batt.

—¡Oh!, mi mujer está muy bien; pero dice que no acaba de acostumbrarse a los galeses. Cree que primero debían aprender a hablar bien el inglés. Y por lo que toca a los bombardeos, pues ya han tenido dos de ellos y dice que han hecho unos hoyos tan grandes en el suelo, que cabe un automóvil en cada uno de ellos. De esa forma, ¿qué clase de tranquilidad puede tener allí? Para eso bien se estaba en Kennington, dice ella, donde no tendría que estar viendo todos los días aquellos árboles tan tristes, y podría conseguir buena leche embotellada, cosa que allá no se ve.

—No sé si debíamos haberte metido en esto, Albert —dijo Tuppence, a quien se le ocurrió de pronto esta idea.

—Tonterías, señora —contestó él—. ¿Pues no fui a presentarme voluntario y fueron tan soberbios que ni se dignaron mirarme? Espere a que llamen su quinta, me dijeron. Y yo, entretanto, disfruto de una salud estupenda y no deseo otra cosa más que vérmelas con esos malditos alemanes, y usted perdone la expresión. Dígame tan sólo cómo puedo meterme con ellos y estropearles el juego. Aquí me tiene a su disposición. Debemos luchar contra la Quinta Columna, tal como dicen los periódicos, aunque sobre las otras cuatro nada indican. Pero, en resumidas cuentas, estoy dispuesto a servir a usted y al capitán Beresford en lo que ustedes gusten mandar.

—Bien. Pues ahora te diré lo que queremos que hagas.

2

—¿Hace mucho tiempo que conoce a Bletchley? —preguntó Tommy, mientras bajaba del «tee»[7] y miraba con satisfacción cómo la pelota rebotaba por el centro justo de la pista.

El teniente de navío Haydock, que también había lanzado un buen tiro, tenía reflejada en la cara una expresión complacida cuando se colgó al hombro la bolsa de los palos y replicó:

—¿Bletchley? Déjeme recordar. Pues hará cosa de unos nueve meses. Vino el otoño pasado.

—¿Dijo usted que era amigo de unos amigos suyos? —insinuó Tommy mordazmente.

—¿Eso dije? —el marino pareció sorprenderse—. No; no lo creo. Más bien me parece que le conocí aquí en el club.

—Tengo para mí que es un hombre bastante misterioso.

Haydock pareció sorprenderse todavía más en esta ocasión.

—¿Un hombre misterioso? ¿El viejo Bletchley? —dijo con tono francamente incrédulo.

Tommy suspiró para sus adentros. Tal vez estaba imaginándose demasiadas cosas.

Hizo su siguiente jugada y se excedió en el tiro. Haydock lanzó a su vez un buen golpe que quedó corto por poco. Cuando se reunió con el otro dijo:

—¿Qué es lo que le hace pensar que Bletchley es un hombre misterioso? Yo diría que es un tipo de lo más prosaico; un típico oficial retirado. Muy aferrado a sus ideas y todo lo demás, por haber vivido siempre dentro de unos rígidos principios en el ejército. ¡Pero misterioso…!

Tommy replicó vagamente:

—Bueno; tan sólo se me ocurrió la idea, al recordar lo que alguien me dijo…

Volvieron a ocuparse ambos de meter la pelota en el hoyo, y el teniente de navío lo consiguió primero.

Con gran satisfacción hizo este unas observaciones sobre el resultado de las partidas que llevaban jugadas y luego, como esperaba Tommy, su pensamiento, libre de la preocupación del juego, volvió a ocuparse de lo que estaban tratando antes.

—¿A qué clase de misterio se refiere usted? —preguntó.

Tommy se encogió de hombros.

—¡Oh! Se trata tan sólo de que nadie parece saber mucho de él.

—Estuvo en los Rugbyshires.

—¿Lo sabe usted de buena tinta?

—Bueno. Yo… pues no; no estoy seguro de ello. Oiga, Meadowes, ¿qué es lo que se propone? No habrá nada malo relacionado con Bletchley, ¿verdad?

—No, no. Claro que no.

Tommy se apresuró a negar. Ya había levantado la liebre. Ahora esperaría a ver cómo el pensamiento de Haydock corría tras ella.

—Siempre me dio la impresión de ser un tipo demasiado característico —opinó el marino.

—Eso es, eso es.

—Claro… ya sé lo que quiere usted decir. ¿Tal vez un poquito demasiado típico?

Tommy pensó:

«Estoy influyendo en la declaración del testigo. Quizá surja algo todavía de la mollera de este buen hombre».

—Sí; ya sé a qué se refiere —prosiguió pensativamente Haydock—. Y ahora que caigo, he de reconocer que no he encontrado a nadie que conociera a Bletchley antes de venir aquí. No tiene ningún antiguo compañero de armas con el que irse a pasar unos días, ni nada parecido.

—¡Ah! —exclamó Tommy, y añadió—: ¿Jugamos un poco más? No vendrá mal otra partida para hacer ejercicio. La tarde es magnífica.

Hicieron la jugada de salida y se separaron para realizar las siguientes tiradas. Cuando se reunieron de nuevo, Haydock dijo repentinamente:

—Cuénteme lo que le han dicho de él.

—Nada… absolutamente nada.

—No hace falta que sea tan cauteloso conmigo, Meadowes. Estoy acostumbrado a oír toda clase de rumores. ¿Me comprende? Todos acuden a mí. Saben que en estas cosas no me ando por las ramas. ¿Qué se figura? ¿Piensa que Bletchley no es lo que parece ser?

—Fue tan sólo una simple sugestión.

—¿Qué creen que es? ¿Un «huno»? Tonterías. Es tan inglés como usted o como yo.

—Claro. Estoy seguro de ello.

—¡Ya ve que siempre está pidiendo a voces que internen a más extranjeros! Fíjese qué vehemencia demostraba contra ese joven alemán; y al parecer tenía toda la razón. El jefe de policía me ha dicho particularmente que han encontrado bastantes cosas como para colgarlo una docena de veces. Tenía planeado envenenar todas las fuentes y depósitos de agua de la región, y además estaba ocupándose de inventar una nueva clase de gas… y todo ello lo hacía en una de nuestras factorías. ¡Dios mío! ¡Qué ciegos estamos en este país! En primer lugar, fue una locura dejarle quedarse aquí. El Gobierno es capaz de creer todo lo que le cuenten. Un chico de estos no tiene más que llegar aquí, antes de que empiece la guerra, y lamentarse un poco acerca de las persecuciones de que ha sido objeto. Ello basta para que todos cierren los ojos y le permitan conocer todos nuestros secretos. Igual estupidez cometieron con aquel tipo, con Hahn…

Tommy no tenía la intención de que el marino volviera a repetir la consabida historia y deliberadamente falló al lanzar la pelota hacia el hoyo.

—¡Malo se le ha puesto esto! —gritó Haydock, y lanzó un cuidadoso tiro.

La pelota cayó en el agujero.

—Gané otra vez. Está usted hoy un poco bajo de juego. ¿De qué estábamos hablando?

—Acerca de que Bletchley no parece ser otra cosa de lo que es.

—Desde luego. Desde luego. Pero me estaba acordando de que en cierta ocasión oí una historia bastante rara respecto a él. Entonces no hice mucho caso…

Y en aquel preciso instante, con gran disgusto de Tommy, se les acercaron otros dos jugadores. Los cuatro regresaron al club y se hicieron servir unas copas.

Al cabo de un rato, el teniente de navío miró el reloj y anunció que Meadowes y él tenían que marcharse, pues Tommy había aceptado la invitación que le hizo Haydock para cenar aquella noche en su casa.

«El descanso del contrabandista» estaba, como de costumbre, en un orden perfecto. Un sirviente, ya entrado en años, atendió a los dos amigos durante la cena con la destreza profesional de un camarero. Era muy raro encontrar un servicio tan perfecto fuera de algún que otro restaurante londinense.

Cuando el criado salió del comedor, Tommy comentó tal circunstancia.

—Sí; tuve suerte de encontrar a Appledore.

—¿Cómo pudo hacerse con él?

—Contestó a un anuncio que puse en el periódico. Tenía excelentes referencias, era muy superior a los demás que se presentaron y me pidió un salario bastante razonable. Así es que le contraté al instante.

Tommy observó, riendo:

—La guerra nos ha privado, ciertamente, de lo mejor del servicio en los restaurantes. Porque, prácticamente, todos los buenos camareros eran extranjeros. No parece que en ningún aspecto, sea un oficio apropiado para los ingleses ni mucho menos.

—Es un poco servil. Hacer reverencias y fregar los platos no son cosas que cuadren al carácter inglés.

Cuando tomaron asiento en la terraza, donde se les sirvió el café, Tommy preguntó:

—¿Qué iba usted a contarme en el campo de golf? Algo relacionado a una historia que oyó usted acerca de Bletchley.

—¿Qué cosa fue…? ¡Hola! ¿Ha visto usted eso? Una luz en alta mar. ¿Dónde he puesto el catalejo?

Tommy suspiró. Las estrellas parecían luchar contra él. El teniente de navío entró en la casa y salió a poco llevando un anteojo en la mano. Mientras recorría con él el horizonte, describió todo un sistema de señales que el enemigo hacía a determinados lugares, aunque de la mayor parte de ellos no parecía existir prueba alguna. Luego siguió pintando un tétrico cuadro de la invasión que se esperaba para un futuro próximo.

—No hay organización, ni adecuada coordinación. Usted pertenece a los voluntarios locales para la defensa y sabe lo que pasa. Con un hombre como el viejo Andrews al frente de ello…

El criado trajo whisky y licores, mientras el marino seguía hablando sobre aquel tema.

—… y todavía estamos plagados de espías; los tenemos por todas partes. Ocurrió lo mismo en la guerra pasada. Peluqueros, camareros…

«¿Camareros? —pensó—. Más apropiado sería que este se llamara Fritz, en lugar de Appledore…».

¿Y por qué no? El criado hablaba inglés perfectamente, pero eso lo conseguían muchos alemanes. Perfeccionaban su dominio del idioma a costa de servir como camareros durante muchos años en restaurantes ingleses. Y en cuanto al tipo racial no era muy distinto. Rubios, de ojos azules, pero a menudo traicionados por la forma de la cabeza… sí, la cabeza… ¿dónde había visto últimamente una cabeza como aquella de Appledore?

Y entonces habló siguiendo un impulso irrefrenable. Las palabras fueron bastante adecuadas al tema de Haydock, que en aquel momento estaba diciendo:

—Hay que ver la de formularios que deben rellenarse. No aprovechan para nada, Meadowes. Con todas esas preguntas idiotas…

—Eso es —dijo Tommy—. «¿Cómo se llama usted?». Contésteme «N» o «M».

Se produjo un pequeño estrépito de vasos. Appledore, el perfecto criado, había volcado una copa. Un chorro de crema de menta cayó sobre uno de los puños de la camisa de Tommy y corrió luego por su mano.

El sirviente tartamudeó:

—Lo siento, señor.

Haydock montó en cólera.

—¡Maldito estúpido! ¿Qué diablos cree que está haciendo?

Su cara, colorada normalmente, tomó un tinte purpúreo a causa de la rabia que le embargaba.

Tommy pensó:

«Hablan del mal genio que se gasta en el ejército; pero en la marina lo superan».

Haydock continuó lanzando un torrente de improperios, mientras Appledore se deshacía en excusas.

Tommy se sintió molesto ante la reprimenda que se estaba llevando el criado; pero de pronto, como por arte de magia, se desvaneció el furor que dominaba al teniente de navío, quien recobró de nuevo su acostumbrada cordialidad.

—Venga y lávese —dijo—. La crema de menta es difícil de limpiar si se seca.

Tommy le siguió al interior de la casa y pronto estuvo en uno de los suntuosos cuartos de baño, de los que Haydock estaba tan orgulloso por los innumerables adelantos modernos que contenían. Limpió con mucho cuidado la pegajosa sustancia, mientras el marino le hablaba desde el dormitorio contiguo. Parecía estar un poco avergonzado.

—Temo haberme excedido. Pobre Appledore…, pero ya sabe que siempre me sulfuro un poquito más de lo que es mi intención.

Tommy se apartó del lavabo para secarse las manos. No se dio cuenta de que un pedazo de jabón había caído al suelo. Puso el pie sobre él… y hay que hacer constar que el linóleo estaba sumamente pulido.

Un momento después, Tommy estaba interpretando un desenfrenado paso de danza. Cruzó el cuarto de baño como una exhalación con los brazos tendidos por delante. Uno de ellos vino a parar sobre el grifo del agua caliente del baño, y con el otro empujó violentamente uno de los lados de un pequeño armario esmaltado de blanco. Quedó en una postura extravagante, que nunca podría haber adoptado, de no ser por una catástrofe como la ocurrida.

Uno de los pies de Tommy patinó hasta que fue detenido violentamente por uno de los baldosines del extremo de la bañera.

Y lo que sucedió entonces pareció cosa de prestidigitación. La bañera se separó de la pared, girando sobre un eje oculto. Tommy contempló ante él una especie de nicho oscuro y no tuvo duda alguna sobre lo que aquella cavidad contenía: era una emisora de radio.

La voz del teniente de navío dejó de oírse, y al momento apareció este en la puerta.

En la mente de Tommy varias cosas encajaron en el sitio que les correspondía.

¿Había estado ciego hasta entonces? Aquella cara colorada y jovial, la cara de un «inglés sincero», era tan sólo una máscara. ¿Por qué no había caído en la cuenta, mucho antes, de que era la cara de un malhumorado y despótico oficial teutónico? No había duda de que el incidente que acababa de ocurrir en la terraza, había ayudado a aclarar las cosas. Porque hizo recordar a Tommy otro incidente similar: un prusiano fanfarrón reprendiendo a un subordinado con toda la insolencia de los «Junker». De la misma forma había tratado aquella noche el teniente de navío Haydock a su subordinado, cuando este cometió una torpeza.

Y todo encajaba perfectamente; encajaba a las mil maravillas. Había sido una doble estratagema. El agente enemigo Hahn fue enviado en primer lugar para preparar el sitio, empleando obreros extranjeros, llamando la atención sobre él, para así pasar a la segunda parte del plan, o sea, su desenmascaramiento por el valeroso marino inglés, el teniente de navío Haydock.

Y luego, ¿qué cosa más natural que el marino comprara la casa y contara lo ocurrido a todo el mundo, hasta aburrir a la gente con tanta repetición? De aquella forma, «N» había quedado situado tranquilamente en el sitio señalado de antemano, teniendo a su disposición las comunicaciones de Estado Mayor, alojadas en «Sans Souci». Lo tenía todo preparado para llevar adelante los planes alemanes.

Tommy no pudo evitar el sentimiento de viva admiración que todo aquello le produjo. El asunto había sido planeado perfectamente. Nunca hubiera sospechado de Haydock, a quien siempre consideró como un verdadero marino inglés. Sólo un accidente completamente imprevisto había dado al traste con todo el secreto.

Aquellos pensamientos pasaron por la mente de Tommy en unos pocos segundos. Sabía demasiado bien que se hallaba en grave peligro. Si tan sólo pudiera desempeñar medianamente el papel de un inglés duro de mollera… el peligro ya…

Se volvió hacia Haydock lanzando una risotada que esperaba que no sonara a falsa.

—¡Vaya! —dijo—. No acaba uno nunca de recibir sorpresas en esta casa. ¿Es otro de los adelantos modernos con que Hahn equipó su vivienda? No me lo enseñó usted el otro día.

Haydock seguía inmóvil en la puerta. Su figura corpulenta y tensa bloqueaba el paso.

«Es demasiado contrincante para mí —pensó Tommy—. Y además, imprescindiblemente hay que contar con ese maldito criado».

Por unos instantes Haydock estuvo quieto, como si lo hubieran tallado en piedra; pero luego pareció que sus músculos se relajaban y dijo riendo:

—Ha estado gracioso, Meadowes. No creo que vuelva a ocurrir una cosa así, aunque la repitiera mil veces. Séquese las manos y salga a la otra habitación.

Tommy obedeció. Estaba alerta y con todos los músculos en tensión. Tenía que buscar la manera de salir de aquella casa sin sufrir ningún daño, ahora que se había enterado de tantas cosas. ¿Lograría burlar a Haydock? Las maneras de este último parecían bastante lógicas y naturales.

Con un brazo sobre los hombros de Tommy, gesto que tal vez fuera casual, o tal vez no, Haydock condujo a su invitado hasta el cuarto de estar. Una vez allí, dio la vuelta y cerró la puerta.

—Oiga, amigo. Tengo algo que decirle.

Su voz era amistosa y natural. Si cabe, se notaba en ella cierto embarazo. Con un gesto indicó a Tommy que tomara asiento.

—Es un poco peliagudo —explicó—. ¡Palabra de honor que lo es! Aunque no tengo más remedio que confiar en usted. Sólo le pido la mayor reserva, ¿me entiende?

Tommy procuró demostrar en su cara un ávido interés.

El otro se sentó y acercó luego su silla, para hacer más confidencial la conversación.

—Pues verá usted, Meadowes; se trata de lo siguiente. Nadie sabe que trabajo para el Servicio Secreto. M. I. 42 B. X. es la cifra de mi departamento. ¿Nunca lo oyó nombrar?

Tommy sacudió la cabeza e intensificó la anhelante expresión de su cara.

—Bueno… en realidad se trata de algo muy secreto. Algo así como una especie de círculo interno. Creo que me entenderá. Transmitimos desde aquí cierta clase de informes; pero si esto trascendiera sería un irreparable golpe para nosotros. ¿Comprende?

—Claro que sí. Desde luego —se apresuró a convenir el señor Meadowes—. ¡Es muy interesante! Como es natural, puede usted confiar en que no diré ni una palabra.

—Sí; eso es absolutamente necesario. Todo este asunto es confidencial en extremo.

—Lo comprendo perfectamente. Su trabajo debe ser emocionante. Me gustaría muchísimo saber algo más acerca de él…, pero supongo que no debo rogarle eso.

—No; me temo que no. Ya que es cosa muy secreta.

—Si, sí. Ya me doy cuenta. Debo presentarle mis excusas… ha sido un accidente de lo más extraordinario…

Y pensó para su capote:

«Seguramente no se lo creerá. No podrá suponer que me he tragado toda esa serie de tonterías».

No le parecía posible, pero luego consideró que la vanidad ha causado la perdición de muchos hombres. El teniente de navío Haydock era muy listo y avisado, mientras que aquel menguado tipejo de Meadowes no era más que un estúpido inglés; o sea, la clase de persona que se cree todo lo que se le cuenta. Tommy deseó con toda su alma que Haydock continuara creyéndolo así.

Siguió hablando y demostró un vivo interés y curiosidad. Sabía que no debía hacer preguntas, pero… «Estaba seguro de que el trabajo del teniente de navío Haydock debía ser muy peligroso. ¿Había estado alguna vez trabajando en Alemania?».

El otro replicó con bastante cordialidad. Ahora desempeñaba con gran ahínco su papel de marino inglés. El oficial prusiano se había desvanecido. Pero Tommy, que consideraba entonces las cosas bajo distinto punto de vista, se extrañó de que anteriormente hubiera sido engañado con tanta facilidad. La forma de la cabeza… la línea de la mandíbula… No había nada británico en ellas.

Al cabo de un rato, el señor Meadowes se levantó. Era la prueba suprema. ¿Podría salir de allí sin novedad?

—Tengo que irme, pues se está haciendo algo tarde. No sabe cuánto siento lo ocurrido, pero puede tener la seguridad de que no diré ni una palabra a nadie.

Y en su interior pensó:

«Tiene que ser ahora o nunca. ¿Me dejará ir o no? Debo estar prevenido… un directo a la mandíbula será lo mejor…».

Mientras hablaba afablemente y con gran agitación, el señor Meadowes se dirigió hacia la puerta.

Ya estaba en el vestíbulo… ya había abierto la puerta de la calle…

Por una puerta entreabierta, situada a su derecha, vislumbró a Appledore, que estaba arreglando una bandeja para el desayuno de la mañana siguiente. ¡Parecía que aquellos tontos le iban a dejar marchar!

Tommy y su anfitrión permanecieron en el porche, charlando; arreglando otra partida de golf para el próximo sábado.

El primero pensó:

«Se han acabado para ti las partidas de golf, amiguito».

Desde el camino que pasaba ante la casa llegó hasta ellos el ruido de unas voces. Eran dos hombres que regresaban de dar un largo paseo hasta el promontorio. Tanto Tommy como el teniente de navío los conocían muy superficialmente, pero Tommy los saludó en voz alta y ambos se detuvieron. Los recién llegados cambiaron algunas palabras con Haydock y su invitado, que habían salido hasta la cancela del jardín, y al poco, Tommy se despidió cordialmente del marino y se marchó con los dos excursionistas.

Había conseguido escapar.

Aquel tonto de Haydock se había creído su comedía.

Oyó cómo el marino entraba en la casa y cerraba la puerta. Y Tommy caminó alegremente, cuesta abajo, junto con sus dos nuevos amigos.

Parecía que el tiempo iba a cambiar.

Monroy estaba otra vez bajo de juego.

Ese chico, Ashby, no quería alistarse en el cuerpo local de voluntarios, pues decía que era perder el tiempo. Pero aquello era exagerar las cosas. Y el joven Marsh, el ayudante del jefe de los «caddies»[8] había alegado tener reparos de conciencia para no ir al frente. ¿No creía Meadowes que esta era una cuestión que debía llevarse a la junta del club? Anteanoche hubo un fuerte ataque en las instalaciones portuarias. ¿Qué creía Meadowes de España? ¿Intervendría en el conflicto? Claro que, desde que los franceses se derrumbaron…

Tommy hubiera gritado al oír tal conversación. Había sido providencial que aquellos dos hombres pasaran por allí en aquel preciso instante.

Se despidió de ellos ante la cancela de «Sans Souci» y entró en el jardín.

Acababa de dar la vuelta a un recodo oscuro, junto a unas matas de rododendros, cuando un objeto pesado cayó con gran fuerza sobre su cabeza. Se desplomó hacia delante y todo su ser pareció sumergirse en la oscuridad y en el olvido.