Capítulo VIII

1

La encuesta sobre la muerte de la extranjera se celebró unos días después. Hubo que esperar a que la policía identificara a la difunta, que resultó llamarse Vanda Polonska y ser refugiada polaca.

Después de la dramática escena del acantilado, la señora Sprot y Betty, la primera de ellas casi desmayada, habían sido llevadas a «Sans Souci». Una vez allí, a la heroína de aquella noche se le administraron botellas de agua caliente, tazas de té, amplias dosis de curiosidad y, finalmente, una buena copa de coñac a secas.

El teniente de navío Haydock avisó inmediatamente a la policía, a la que guio hasta el lugar de la tragedia.

A no ser por las malas noticias de la guerra, el suceso hubiera ocupado mucho más espacio en los periódicos. Sólo se le dedicó un pequeño párrafo.

Tanto Tuppence como Tommy tuvieron que declarar en la encuesta y, para el caso de que algún reportero gráfico quisiera tomar unas fotografías de los testigos más importantes, el señor Meadowes tuvo la desgracia de contraer una afección en los ojos, que le obligó a ponerse una visera que lo desfiguraba en alto grado. La señora Blenkensop quedaba prácticamente oculta por el sombrero que llevaba.

No obstante, todo el interés se centró por entero en la señora Sprot y en el teniente de navío Haydock. El señor Sprot, a quien se llamó apresuradamente mediante un telegrama, llegó para ver a su mujer, pero tuvo que volverse el mismo día. Parecía ser un joven de maneras amables, pero no muy interesante.

Se abrió la encuesta con la identificación del cadáver hecho por una tal señora Calfont, una mujer de labios finos y ojillos penetrantes que desde hacía meses se ocupaba de los asuntos relacionados con la ayuda a los refugiados de guerra.

Polonska, dijo, había llegado a Inglaterra acompañada por un primo suyo y su mujer, únicos parientes que tenía, según manifestó. La mujer, en opinión de la declarante, no estaba completamente bien de la cabeza. Por lo que había contado, parecía que había vivido días de gran terror en Polonia y que su familia, incluyendo varios niños, había sido asesinada en masa. La mujer no parecía agradecer lo que se hacía por ella, y era desconfiada y taciturna. A veces la habían sorprendido hablando consigo misma y no tenía aspecto de ser normal. Se le proporcionó una colocación como criada, pero unas cuantas semanas antes la había abandonado sin avisar ni comunicarlo a la policía.

El forense preguntó las causas de que los parientes de la mujer no se hubieran presentado, y en aquel punto el inspector Brassey hizo una aclaración.

La pareja en cuestión había sido detenida, acusada de haber violado la ley de «Defensa del Reino», por un delito relacionado con un arsenal de la Marina. Declaró el policía que el matrimonio había alegado su condición de refugiados para que se les permitiera la entrada en el país, pero que inmediatamente trataron de encontrar colocación cerca de una base naval. La familia entera fue considerada entonces como sospechosa. Se les encontró en su poder más cantidad de dinero del que podían justificar. Contra la difunta Polonska no se sabía nada, excepto que, según se suponía, no simpatizaba con los ideales británicos. Era posible, también, que trabajara por cuenta del enemigo y que su pretendida estupidez fuera hasta cierto punto simulada.

La señora Sprot, al ser llamada, se deshizo en lágrimas. El forense fue muy amable con ella, guiándola con mucho tacto en la declaración de los hechos ocurridos.

—¡Es horrible! —sollozó la señora Sprot—. Es espantoso pensar que he matado a una persona. Yo no pretendía tal cosa… es decir, nunca pensé… pero era Betty… y creía que aquella mujer iba a lanzarla por el precipicio. Tenía que detenerla y… ¡Oh, Dios mío…!, no sé cómo lo hice.

—¿Estaba usted familiarizada con el manejo de armas de fuego?

—¡Oh, no! Sólo a los rifles de las ferias y aun así nunca acertaba. ¡Oh, Dios mío…!, tengo la sensación de haber asesinado a alguien.

El forense la tranquilizó y preguntó a continuación si alguna vez había visto a la interfecta con anterioridad.

—No. Nunca. Creo que debía estar loca por completo, pues no nos conocía ni a Betty ni a mí. No nos había visto jamás.

Contestando a otras preguntas, la señora Sprot dijo que en ocasiones había confeccionado prendas destinadas a los refugiados polacos y que tal era la única conexión que jamás tuvo en Inglaterra con gente de dicha nacionalidad.

Haydock fue el siguiente testigo y describió las gestiones que había hecho para seguir a la secuestradora y lo que sucedió luego.

—¿Está usted completamente seguro de que la mujer se disponía a saltar por el acantilado?

—Saltar ella o lanzar a la niña. Me pareció que estaba enloquecida por el odio. Hubiera sido imposible razonar con ella. Fue un momento que demandaba inmediata acción. Yo mismo tuve la idea de disparar para herirla. Temí matar a la niña si disparaba. La señora Sprot corrió ese riesgo y tuvo la suerte de salvar la vida de su hija.

La aludida empezó a llorar de nuevo.

La declaración de la señora Blenkensop fue corta; una mera confirmación de lo dicho por el teniente de navío.

Siguió el señor Meadowes.

—¿Está usted de acuerdo con lo que han declarado el teniente de navío Haydock y la señora Blenkensop?

—Completamente. La mujer estaba tan enloquecida que era imposible acercársele. Estaba a punto de lanzarse ella y la niña por el precipicio.

Hubo pocas declaraciones más. El forense se dirigió al jurado, indicando que Vanda Polonska había encontrado la muerte a manos de la señora Sprot y con gran solemnidad exoneró a esta de toda culpa. No había pruebas que demostraran el estado de ánimo de la interfecta. Algunos de los artículos que se repartían entre los polacos como ayuda, llevaban el nombre de las damas que los enviaban, y era posible que la mujer consiguiera el nombre y la dirección de la señora Sprot de tal forma. Pero no era fácil conjeturar cuáles habían sido sus motivos para secuestrar a la niña. Posiblemente alguna razón extravagante, incomprensible por completo para una mente normal. Polonska, según lo dicho por ella misma, había sufrido grandes desgracias en su patria y esto, tal vez, le había trastornado el juicio. Y por otra parte, podía ser un agente enemigo.

El veredicto se pronunció de acuerdo con el resumen hecho por el forense.

2

Al día siguiente, la señora Blenkensop y el señor Meadowes se reunieron para comparar notas.

—Desaparece Vanda Polonska y nos encontramos con un callejón sin salida, como de costumbre —dijo Tommy lúgubremente.

Tuppence asintió.

—Sí. Cierran herméticamente toda pista, ¿verdad? Ni un solo papel; ni un solo indicio de cualquier clase, tal como la procedencia del dinero que tenían ella y sus primos; ni siquiera antecedentes de quiénes eran los que tenían tratos con ellos.

—Demasiado eficiente —dijo Tommy.

Y añadió:

—¿Sabes, Tuppence? No me gusta nada cómo van las cosas.

Ella hizo un signo afirmativo con la cabeza. Las noticias no eran verdaderamente muy tranquilizadoras.

El ejército francés se retiraba y no parecía probable que la avalancha pudiera ser detenida. Según la evacuación de Dunquerque, se veía claro que la caída de París era sólo cuestión de días. Reinaba un general desánimo al hacerse pública la falta de equipo y material con que resistir las grandes unidades mecanizadas de los alemanes.

—¿Se trata tan sólo de nuestro embotamiento y cachaza? ¿O existen unos manejos deliberados detrás de todo ello? —preguntó Tommy.

—Creo que se trata de lo último, pero nunca lo podrán probar.

—No. Nuestros adversarios son demasiado listos.

—Ahora estamos barriendo gran cantidad de porquería.

—Sí. Se echa el guante a la gente que más figura, pero no creo que lleguemos al cerebro que está detrás de ellos. Cerebro, organización, un plan cuidadosamente trazado: un plan que se aprovecha de nuestro hábito dilatorio, nuestras pequeñas disensiones y nuestra lentitud, para sus propios fines.

—Por eso estamos aquí —observó Tuppence—. Y no hemos conseguido ningún resultado.

—Algo hemos hecho —le recordó Tommy.

—Sí. Carl von Deinim y Vanda Polonska. La morralla.

—¿Crees que trabajan juntos?

—Opino que sí —replicó ella pensativamente—. Acuérdate de que los vi hablando.

—Entonces, ¿fue Carl el que organizó el secuestro?

—Supongo que sí.

—Pero ¿por qué?

—No sé —dijo Tuppence—. Por eso estuve pensando y repensando sobre esto. No tiene sentido.

—¿Por qué raptar precisamente a esa niña? ¿Quiénes son los Sprot? Ni tienen dinero y, en consecuencia, no se trata de obtener un rescate. Ni él ni ella son empleados del gobierno.

—Ya lo sé, Tommy. No tiene sentido alguno.

—¿Y la propia señora Sprot no opina nada sobre ello?

—Esa mujer —respondió desdeñosamente Tuppence— no tiene los sesos de un mosquito. No es capaz de pensar en nada. Sólo se limita a decir que es una de esas cosas que hacen los malvados alemanes.

—¡Qué estupidez! —exclamó Tommy—. Los alemanes son eficientes. Si envían a uno de sus agentes para que rapte un crío, será por alguna razón.

—Estoy segura de que la señora Sprot podría deducir esa razón si se detuviera a pensar un poco. Debe haber algo; algún hecho que, inadvertidamente, no ha relatado esa mujer y que, tal vez ni siquiera se ha dado cuenta de su importancia.

—«No diga nada y espere instrucciones» —citó Tommy el texto de la nota que la señora Sprot encontró en el suelo de su habitación—. ¡Maldita sea! Eso quiere decir algo.

—Desde luego… tiene que ser así. Lo único que puedo suponer es que la señora Sprot, o su marido, han recibido de alguien una cosa para guardar. Y que se la han dado, quizá, precisamente porque, al ser gente tan vulgar y corriente, nadie sospechará que ellos lo tienen… sea lo que sea.

—No es mala idea.

—Ya lo sé pero se parece terriblemente a un cuento de espías. No tiene visos de realidad.

—¿Le has pedido a la señora Sprot que se estruje un poco el cerebro?

—Sí. Pero lo malo es que ella no parece tener el más mínimo interés. Todo lo que le preocupa es tener consigo a Betty.

—Las mujeres son unos entes muy curiosos —vaciló Tommy—. Ahí tienes a la señora Sprot que el otro día salió disparada como una furia vengadora. Hubiera sido capaz de matar a un regimiento, sin pestañear, con tal de recuperar a su hija; y luego, después de haber matado a la raptora por pura chiripa, se desconcierta y le asaltan fuertes escrúpulos.

—El forense la exoneró de toda culpa —dijo Tuppence.

—Naturalmente. Yo no me hubiera atrevido a disparar cuando ella lo hizo.

—Ni ella tampoco, si se hubiera dado cuenta de lo que hacía. Su propia ignorancia sobre la dificultad del disparo, fue lo que hizo que se atreviera a ello.

Tommy asintió.

—Como una escena bíblica —dijo—. David y Goliat.

—¡Oh! —exclamó Tuppence.

—¿Qué te pasa, cariño?

—No lo sé. Cuando has dicho eso, algo vibró en mi cerebro; pero ahora no sé lo que es.

—Muy bonito —comentó Tommy.

—No lo acabes de estropear. Estas cosas ocurren algunas veces.

—¿Caballeros que disparan un arco al azar? ¿Es eso?

—No. Era… espera un poco… creo que era algo relacionado con Salomón.

—¿Cedros, templos y gran cantidad de esposas y concubinas?

—Cállate —exclamó Tuppence tapándose los oídos con las manos—. Lo estás estropeando más.

—¿Judíos? —continuó Tommy tratando de ayudarla—. ¿Las tribus de Israel?

Pero Tuppence sacudió la cabeza y al cabo de unos instantes dijo:

—Quisiera saber a quién me recordaba esa mujer.

—¿La difunta Vanda Polonska?

—Sí. Su cara me pareció vagamente familiar la primera vez que la vi.

—¿Crees que la conociste en algún otro sitio?

—No, estoy segura de que no.

—La señora Perenna y Sheila son de un tipo completamente diferente.

—Ya lo sé. No la relacionaba con ellas. ¿Sabes, Tommy, que he estado pensando en las dos?

—¿Con algún buen propósito?

—No lo sé. Es acerca de la nota que la señora Sprot encontró en su habitación cuando raptaron a Betty.

—¿Y qué?

—Todo eso de la piedra lanzada por la ventana son cuentos. Alguien la puso allí para que la encontrara la señora Sprot. Y sospecho que la señora Perenna fue quien lo hizo.

—Entonces, la señora Perenna, Carl y Vanda Polonska trabajan juntos.

—Sí. ¿Te diste cuenta de cómo la señora Perenna llegó en el crítico instante y arregló las cosas para que no se llamara a la policía? Tomó el mando de la situación.

—¿Sigues creyendo, pues, que es «M»?

—Sí. ¿Y tú no?

—Eso supongo —replicó Tommy lentamente.

—¡Vaya, Tommy! ¿Es que tienes alguna otra idea?

—Probablemente, es una idea bastante imperfecta.

—Dímela.

—No. Prefiero no hacerlo. No tengo nada en absoluto en qué basarme. Pero si estuviera en lo cierto, no sería «M» con quien tendríamos que vérnoslas, sino con «N».

Y pensó para sí:

«Bletchley. Creo que puede ser él. ¿Y por qué no podía serlo? Es un tipo bastante natural… demasiado natural y, después de todo, fue él quien quería avisar a la policía. Sí; pero contando con que la madre de la niña se opondría.

»La nota amenazadora le daba esa seguridad y para despistar y podía permitirse el proponer un punto de vista opuesto…».

Y aquello le hizo pensar de nuevo en la molesta y fastidiosa pregunta para la que todavía no había podido encontrar contestación.

¿Por qué motivo secuestraron a Betty Sprot?

3

Ante «Sans Souci» se había detenido un coche, en cuya portezuela se leía la palabra «Policía».

Absorta en sus pensamientos, Tuppence casi no se fijó en él. Torció por el camino y entró en la casa, encaminándose directamente a su habitación.

En el umbral de la puerta se detuvo, sorprendida, al ver que una figura se apartaba de la ventana.

—¡Dios mío! —dijo Tuppence—. ¡Sheila!

La muchacha vino hacia ella y Tuppence pudo verla muy claramente; pudo ver sus llameantes ojos hundidos en la cara pálida y de aspecto trágico.

—Me alegro de que haya llegado —dijo Sheila—. La estaba esperando.

—¿Qué ocurre?

La voz de la joven tenía un tono sosegado y falto de emoción.

—Han arrestado a Carl —anunció.

—¿La policía?

—Sí.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Tuppence.

No se encontraba en condiciones para enfrentarse con aquella situación. Aunque la voz de Sheila era tranquila, Tuppence sabía de sobra qué es lo que había detrás de aquella aparente serenidad.

La muchacha estaba enamorada de Carl von Deinim, tanto si ambos eran cómplices en aquel asunto, como si no. Tuppence sintió que una gran compasión hacia la joven le oprimía el corazón.

—¿Qué haré? —preguntó Sheila.

Aquella simple y desesperada pregunta hizo que Tuppence diera un respingo. Sólo pudo decir con acento desconsolado:

—¡Oh, pobrecita!

La voz de la joven sonaba como un canto fúnebre cuando explicó:

—Se lo han llevado. No lo volveré a ver jamás.

Y luego exclamó:

—¿Qué haré? ¿Qué haré?

Se dejó caer de rodillas junto a la cama y empezó a sollozar desgarradamente.

Tuppence acarició aquella negra cabellera. Al cabo de un rato, dijo con voz ahogada:

—No… no puede ser eso. Tal vez sólo se proponen internarlo. Al fin y al cabo, ya sabe que es ciudadano de un país enemigo.

—No es eso lo que han dicho. Ahora están registrando su habitación.

Tuppence replicó lentamente:

—Bueno; si no encuentran nada…

—¡Claro que no encontrarán nada! ¿Qué podrían encontrar?

—No lo sé. Pero creo que usted tal vez sí.

—¿Yo?

Su desdén y sorpresa eran demasiado reales para ser fingidos. Cualquier sospecha que Tuppence abrigara sobre la complicidad de Sheila Perenna, murió en aquel instante. Aquella joven nunca supo nada.

—Si es inocente… —siguió Tuppence.

Sheila la interrumpió:

—¿Y qué importa eso? La policía lo acusará de cualquier cosa, aunque no sea verdad.

Tuppence replicó vivamente:

—Tonterías, chiquilla. Eso no es cierto.

—La policía inglesa es capaz de cualquier cosa. Eso dice mi madre.

—Su madre puede decir lo que quiera; pero está equivocada. Le aseguro que eso no es verdad.

Sheila la miró durante unos instantes, como dudando, y luego dijo:

—Muy bien. Si dice eso, me fío de usted.

Tuppence se sintió incómoda y se apresuró a objetar:

—Es usted demasiado confiada, Sheila. Tal vez no estuvo muy acertada al fiarse de Carl.

—¿También está contra él? Pensé que usted le apreciaba. Y él también lo creía así.

Eran conmovedores aquellos jóvenes, al depositar su fe en quien les apreciaba. Y era verdad. Tuppence apreciaba a Carl y todavía le seguía gustando.

Con acento cansado, observó:

—Oiga, Sheila. El que le aprecie o no nada tiene que ver con los hechos. Este país y Alemania están en guerra. Hay muchas maneras de servir a la patria y una de ellas es recoger información, trabajando detrás de las líneas de combate. Es una cosa para la que se necesita valor, porque si te cogen… —su voz se quebró ligeramente—, es el final.

—¿Cree que Carl…? —preguntó Sheila.

—¿Si creo que puede estar trabajando de esa forma para su patria? Es una posibilidad, ¿no le parece?

—No —replicó la joven.

—Tal vez su misión consista en desempeñar el papel de refugiado y hacer ver que es un violento enemigo de los nazis, para así poder conseguir informes.

Sheila replicó, sin alterarse:

—Eso no es cierto. Conozco a Carl y sé lo que siente y lo que piensa. Su máxima preocupación es la ciencia, su trabajo; la verdad y el saber que en ello se encierra. Siente gratitud hacia Inglaterra por haberle dejado trabajar aquí. Algunas veces, cuando la gente dice alguna cosa cruel de su patria, se siente amargado como buen alemán. Pero siempre odió a los nazis y a lo que representan… la negación de la libertad.

—Eso es lo que él dirá, desde luego —opinó Tuppence.

Sheila le dirigió una mirada de reproche.

—¿Cree usted entonces que es un espía?

—Creo que es… —Tuppence vaciló— posible.

La joven se encaminó hacia la puerta.

—Comprendo. Siento haber venido a pedirle ayuda.

—¿Pero qué cree usted que puedo hacer yo?

—Usted conoce a mucha gente. Sus hijos están en el ejército y en la marina de guerra, y me he enterado de que usted dijo en más de una ocasión que conoce a gente influyente. Pensé que quizás usted lograría que… que hicieran algo.

Tuppence pensó en aquellos fabulosos personajes: Douglas, Raymond y Cyril.

—Temo que no puedan hacer nada —dijo.

Sheila irguió la cabeza y apasionadamente exclamó:

—Así, pues, no podemos albergar esperanza alguna. Se lo llevarán, lo encerrarán y algún día, al despuntar el alba, lo pondrán ante un paredón y lo fusilarán… y eso será el final.

Salió de la habitación cerrando la puerta tras ella.

«¡Malditos sean mil veces estos irlandeses! —pensó Tuppence, mientras le asaltaba una confusión de furiosos sentimientos—. ¿Por qué tendrán esa terrible facultad de retorcer las cosas de manera que no sabe una a qué atenerse? Si Carl von Deinim es un espía, merece que le fusilen. Debo seguir opinando así, y no dejar que esa muchacha, con su acento irlandés, me fascine y me haga creer que en realidad se trata de un héroe trágico o un mártir».

Se acordó de la voz de una famosa actriz declamando una frase de Jinetes del mar:

«Es esa tranquila vida que han llevado…».

Y pensó:

«Si no fuera cierto. ¡Oh!, si no fuera cierto…».

Mas, sabiendo todo lo que sabía, ¿cómo podía dudar?

4

Al final del embarcadero viejo, el pescador lanzó el anzuelo y después recogió cautelosamente un poco de sedal.

—Temo que no hay duda alguna —dijo.

—Pues no sabe cuánto lo siento —expuso Tommy—. Porque… bueno; porque sé que es buen chico.

—Todos lo son, mi querido amigo; todos lo son, por regla general. Los golfos y los sinvergüenzas de un país no se ofrecen como voluntarios para ir a operar en territorio enemigo. Sólo lo hacen los valientes. Eso lo sabemos bastante bien. Pero en esta ocasión el caso está probado.

—¿Ha dicho que no hay duda alguna?

—Ninguna. Entre sus papeles se encontró una lista de gente que trabaja en la factoría, con los que debía ponerse en contacto, como posibles simpatizantes del régimen nazi. También se descubrió en su poder un plan de sabotaje muy bien trazado, así como un proceso químico que, aplicado a los fertilizantes, habría devastado grandes áreas de terreno dedicado a la producción de alimentos. Todo ello, como verá, cae dentro de la especialidad de Von Deinim.

Con patente desgana y maldiciendo en su fuero interno a Tuppence, que le hizo prometer que no dejaría de preguntarlo, Tommy dijo:

—Supongo que no habrá duda de que todo esto no ha sido tramado por otros para perjudicar al muchacho, ¿verdad, señor?

—¡Oh! —dijo el señor Grant, mientras sonreía con aspecto mefistofélico—. Eso es idea de su mujer, estoy completamente seguro.

—Bueno… ejem… pues sí. Así es.

—Es un chico muy atractivo —observó el señor Grant con tolerancia.

Luego prosiguió:

—No. Hablando en serio, no creo que podamos tomar en cuenta tal sugestión. Sepa usted que también se le encontró en su poder cierta cantidad de tinta secreta. Y no estaba bien a la vista de todos, como hubiera ocurrido de haber sido puesta allí por otros. No se trataba de la botellita de aspecto inocente mezclada con las que tenía en el estante del lavabo. En realidad, empleó un sistema muy ingenioso. Sólo en una ocasión me tropecé con un método parecido, pero entonces eran los botones del chaleco. La tinta estaba impregnada en ellos. Cuando se necesitaba utilizarla, se ponía a remojo un botón. Pero los de Carl von Deinim no eran botones. Eran los cordones de los zapatos. Muy esmerado.

—¡Oh!… —exclamó Tommy, aturdido ante lo dicho por el señor Grant.

Algo se agitó en su mente; un pensamiento vago, nebuloso…

Tuppence fue más rápida. Tan pronto como él le relató la conversación que había sostenido con Grant, se dio cuenta de aquel punto esencial.

—¿Los cordones de los zapatos? ¡Tommy, eso lo explica todo!

—¿Qué?

—¡Betty, idiota! ¿No te acuerdas de aquello tan divertido que hizo en mi habitación, cuando me quitó los cordones de los zapatos y los metió en un vaso de agua? Entonces me pareció una travesura de Betty. Pero, al parecer, la chiquilla había visto cómo lo hacía Carl y lo imitó. El joven no podía exponerse a que la niña lo fuera repitiendo a la vista de todos y se puso de acuerdo con la polaca para que la raptara.

—Entonces, ya está aclarado ese punto —dijo Tommy.

—Sí. Da gusto ver cómo las cosas van encajando en su sitio. De esa forma se puede dejar de pensar en ellas y seguir adelante.

—Sí. Necesitamos adelantar más en este punto.

Tuppence asintió.

Verdaderamente, las circunstancias presentaban un sombrío aspecto. Francia acababa de capitular, con gran sorpresa de todos y ante el aturdimiento y consternación de los propios franceses.

Existían dudas acerca de lo que se haría con la flota de guerra francesa.

Era acerbo… dejarse llevar por una ola de sentimientos…

Ahora, todas las costas de Francia estaban en poder de Alemania, y la invasión, sobre la cual no había habido hasta entonces más que rumores, no podía considerarse por más tiempo como una contingencia remota.

—Carl von Deinim era sólo un eslabón de la cadena —observó Tommy—. La señora Perenna es la cabeza principal.

—Sí. Tenemos que desenmascararla. Pero no será fácil.

—No. Si ella es el cerebro que rige todo el asunto, no hay que esperar que nos sea fácil.

—Entonces, ¿la señora Perenna es «M»?

Tommy suponía que así debía ser. Y añadió lentamente:

—¿Crees realmente que su hija no tiene nada que ver con esto?

—Estoy completamente segura de ello.

Tommy suspiró.

—Bueno; tú lo sabrás mejor. Pero si es así, la pobre ha tenido muy mala suerte. Primero el hombre a quien quiere y luego su propia madre. Va a quedarse sola, ¿verdad?

—No podemos hacer nada para evitarlo.

—Sí; pero suponiendo que estuviéramos equivocados… que «M» o «N» fuera cualquier otro…

Tuppence replicó con cierta indiferencia:

—¿Todavía sigues con las mismas? ¿Estás seguro de que no se trata más que de tus propios deseos?

—¿Qué quieres decir?

—Sheila Perenna… eso es lo que quiero decir.

—¿No crees que eres algo absurda, Tuppence?

—No; no lo soy. Te ha trastornado, Tommy, como a cualquier otro hombre…

Tommy replicó con enfado:

—Nada de eso. Lo que pasa es que yo tengo mis propias ideas sobre el caso.

—¿Cuáles son?

—Creo que será mejor que me las reserve por ahora. Veremos quién de los dos tiene razón.

—Bueno; pues yo estimo que debemos dedicarnos por completo a la señora Perenna. Averiguar dónde va, con quién se encuentra… todo, en fin. Debe existir un punto de contacto en cualquier sitio. Será mejor que esta misma tarde le digas a Albert que la siga.

—Hazlo tú. Yo tengo trabajo.

—¡Vaya! ¿Qué tienes que hacer?

—Tengo que jugar al golf —contestó Tommy.