1
Al día siguiente, la señora Sprot se fue a Londres. Unas pocas y tímidas observaciones por su parte tuvieron la virtud de que inmediatamente se le hicieran varios ofrecimientos para cuidar a Betty.
Cuando la señora Sprot, después de dirigir varias amonestaciones a Betty para que fuera buena, partió para Londres, la chiquilla se fue con Tuppence, quien había convenido en cuidar de ella por la mañana.
—«Jugá» —dijo Betty—. «Jugá a escondite».
Cada día hablaba mejor y había adoptado la convincente costumbre de inclinar la cabeza a un lado, mientras dirigía a su interlocutor una hechicera sonrisa y murmuraba:
—«Po favo».
Tuppence había decidido salir a dar un paseo con la niña, pero se puso a llover con intensidad y, en consecuencia, las dos se dirigieron al cuarto de Betty, donde esta se encaminó directamente al último cajón del buró, en que guardaba sus juguetes.
—¿Escondemos a Bonzo? —preguntó Tuppence.
Pero Betty había cambiado de pensamiento y pidió:
—Lee cuento.
Tuppence cogió un cuento bastante estropeado de uno de los estantes del armario; pero un chillido de Betty la detuvo.
—No, no. Sucio…, malo…
Tuppence la miró sorprendida y luego examinó el libro, que era una versión en colores del cuento «Juanito el trompetero».
—¿Es malo Juanito? —preguntó—. ¿Porque arrancó una ciruela?
Betty reiteró con énfasis.
—¡Maaalo! —y haciendo un terrible esfuerzo añadió—: ¡Suuuuuucio!
Cogió el libro de la mano de Tuppence y lo volvió a colocar en el estante. Luego sacó un cuento idéntico al que acababa de dejar, del otro extremo del estante y anunció con una sonrisa radiante:
—¡«Ete» Juanito «etá» limpio!
Tuppence se dio cuenta de que los libros estropeados y sucios habían sido reemplazados por nuevas y más limpias ediciones. Aquello le divirtió. La señora Sprot era, por lo visto, lo que Tuppence consideraba una «madre higiénica». De las que siempre están temiendo a los microbios, a la comida contaminada y se asustan si ven que los chicos chupan un juguete sucio.
Tuppence, que había crecido rodeada por la vida fácil y libre de una Rectoría, sintió siempre cierto desprecio hacia una higiene exagerada y había criado a sus propios hijos dejándoles que absorbieran lo que ella llamaba «una razonable cantidad de suciedad». No obstante, cogió obedientemente la copia de «Juanito el trompetero» y lo leyó a la niña, haciendo los comentarios propios del caso. Betty murmuraba:
—¡Juanito…! ¡Ciruela…! ¡Pastel…!
Y señalaba estos interesantes objetos con un rígido dedo que hacía presumir un rápido destino del flamante libro al montón de los estropeados.
Luego siguieron con «Oca, oca, ganso» y «La vieja que vivía en un zapato». A continuación Betty escondió los cuentos y Tuppence empleó una asombrosa cantidad de tiempo para encontrar cada uno de ellos, con gran júbilo de la chiquilla.
De aquella forma, la mañana pasó rápidamente.
Después de comer, Betty durmió su acostumbrada siesta. Fue entonces cuando la señora O’Rourke invitó a Tuppence a que pasara a su habitación.
El cuarto de la señora O’Rourke estaba bastante desarreglado y olía a menta y a pastel rancio, con un ligero aroma de naftalina por añadidura. Encima de todas las mesas había fotografías de los hijos y nietos de la señora O’Rourke, así como las sobrinas, sobrinos y los hijos e hijas de estos. Había tantos de ellos que a Tuppence le pareció que estaba viendo una obra de teatro en que se representara con gran realidad el último período de la época victoriana.
—Sabe usted manejar muy bien a los niños, señora Blenkensop —observó alegremente la señora O’Rourke.
—Bueno —dijo Tuppence—. Con mis dos…
La otra mujer se apresuró a preguntar:
—¿Dos? Entendí que tenía usted tres.
—¡Ah, sí! Tres. Pero dos de ellos son casi de la misma edad y estaba pensando en los días en que tuve que bregar con ellos.
—Comprendo. Siéntese, señora Blenkensop. Póngase cómoda.
Tuppence tomó asiento obedientemente y deseó que la señora O’Rourke no la hiciera sentirse siempre tan incómoda. Experimentaba entonces lo mismo que sintieron Hansel o Gretel cuando aceptaron la invitación de la bruja.
—Dígame —inquirió la señora O’Rourke—. ¿Qué piensa usted de «Sans Souci»?
Tuppence empezó un discurso de exagerados elogios, pero su interlocutora la interrumpió sin ceremonias.
—Lo que le preguntaba es si ha notado usted aquí algo raro.
—¿Raro? No; no lo creo.
—¿Ni acerca de la señora Perenna? No puede usted negar que se interesa por ella. La he visto vigilándola más de una vez.
Tuppence se sonrojó.
—Es una mujer interesante.
—Pues no lo es —replicó la señora O’Rourke—. Es una mujer bastante vulgar… si acaso es lo que parece. Pero tal vez no lo sea. ¿Es eso lo que cree usted?
—En realidad, señora O’Rourke, no me imagino a qué se refiere.
—¿No se ha parado usted nunca a pensar que muchos de nosotros somos así… diferentes a lo que parecemos en la superficie? Vea, por ejemplo, al señor Meadowes. Es un hombre enigmático. Algunas veces diría que es un tipo inglés, estúpido hasta la médula; mas en otras ocasiones sorprendo en él una mirada o una palabra que no tienen nada de estúpidas. Es extraño, ¿no le parece?
Tuppence replicó firmemente:
—Estoy completamente segura de que el señor Meadowes es un auténtico inglés.
—Hay otros. Tal vez usted sabe a quién me refiero.
Tuppence sacudió la cabeza.
—Su nombre —dijo la señora O’Rourke, como estimulándola— empieza por S.
Asintió con la cabeza varias veces.
Con una súbita chispa de cólera y un oscuro impulso de saltar en defensa de algo joven y vulnerable, Tuppence replicó secamente:
—Sheila no es más que un espíritu rebelde. Por regla general, a su edad se es así.
La señora O’Rourke volvió a mover afirmativamente la cabeza, con el mismo aspecto de un obeso mandarín chino de porcelana que Tuppence recordaba haber visto sobre la repisa de la chimenea de tía Gracie. Una amplia sonrisa levantó las comisuras de los labios de la anciana, que dijo suavemente:
—Tal vez no lo sepa usted. El nombre de pila de la señorita Minton es Sophia.
—¡Oh! —Tuppence estaba desconcertada—. ¿Era a la señorita Minton a quien usted se refería?
—No era a ella —respondió la corpulenta señora O’Rourke.
Tuppence dio la vuelta y se dirigió hacia la ventana. Era extraordinaria la forma con que aquella mujer la afectaba, esparciendo a su alrededor una atmósfera de inquietud y miedo.
«Me siento como un ratón entre las garras de un gato», pensó Tuppence.
La monumental y sonriente anciana seguía sentada allí, casi ronroneando… y, sin embargo, se presentía la suave pisada de unas garras que jugaban con algo que no podía dejarse escapar, a pesar del ronroneo…
Tonterías… todo tonterías.
«Me estoy imaginando estas cosas», pensó Tuppence, mirando el jardín desde la ventana.
Ya no llovía y se oía el suave gotear de los árboles.
«Pero no todo son imaginaciones mías —siguió pensando—. No soy de las que se dan a fantasear. Aquí hay algo; un foco de maldad. Si pudiera ver…».
Su desconcertantes pensamientos se interrumpieron bruscamente.
Al fondo del jardín los arbustos se separaron ligeramente y en la abertura apareció una cara que miró furtivamente hacia la casa. Era la cara de la mujer extranjera que habló con Carl Von Deinim en la carretera.
Su mirada era tan fija e inmóvil, que a Tuppence le hizo el efecto de no ser humana. Miraba y miraba las ventanas de «Sans Souci». Carecía de expresión y, sin embargo…, sí; no había duda de ello, había una amenaza en aquella mirada. Inmóvil, implacable. Representaba algún espíritu, alguna fuerza ajena a «Sans Souci» y a la vulgar banalidad de una casa de huéspedes inglesa. Así, pensó Tuppence, debió mirar Jael antes de taladrar con un clavo la frente de Sísera[6].
Estos pensamientos tardaron sólo unos segundos en pasar por la mente de Tuppence. Se volvió de pronto, murmuró algo a la señora O’Rourke y salió disparada de la habitación. Corrió escaleras abajo y salió por la puerta principal.
Se dirigió hacia la derecha y caminó por el sendero lateral del jardín, hacia donde había visto la cara. Pero allí no había nadie. Tuppence atravesó los macizos y salió a la carretera. Miró arriba y abajo, pero tampoco vio a nadie. ¿Dónde se habría metido la mujer?
Dio la vuelta, enojada, y volvió a entrar en los terrenos de «Sans Souci». ¿Podría haber imaginado todo aquello? No; la mujer había estado allí.
Obstinadamente, vagó por el jardín mirando a todos los matorrales. Lo único que consiguió fue mojarse y no encontrar ni trazas de la extranjera. Volvió sus pasos hacia la casa sintiendo un extraño presentimiento, una vaga e informe persuasión de que algo iba a ocurrir.
No hubiera imaginado nunca lo que iba a ser aquello.
2
Como el tiempo había mejorado, la señorita Minton estaba vistiendo a Betty como preparación para llevársela a dar un paseo. Iban al pueblo para comprar un patito de celuloide que Betty quería hacer nadar en la bañera.
La niña estaba tan emocionada y se movía con tanta violencia que resultaba extremadamente difícil hacerle meter los brazos en las mangas de su chaquetita de lana.
Cuando se marcharon, Betty iba parloteando con gran entusiasmo:
—«Compá» un pato. «Compá» un pato. Para «e» baño de Betty. Para «e» baño de Betty.
Parecía que obtenía gran contento con la reiteración incesante de aquellos importantes hechos.
Dos cerillas, dejadas cruzadas al desgaire sobre la mesa de mármol del vestíbulo, informaron a Tuppence que el Señor Meadowes iba a pasar la tarde siguiendo a la señora Perenna. Tuppence se dirigió al salón, donde encontró al señor y a la señora Cayley.
El primero estaba de mal talante. Había venido a Leahampton, explicó, para conseguir un absoluto descanso y quietud, ¿y qué quietud podía haber allí con una niña por la casa? Todo el día estaba corriendo, saltando y dando gritos.
Su esposa murmuró, con tono apaciguador, que en realidad, Betty era una pequeña muy salada, pero la observación no encontró favor alguno por parte de él.
—Sin duda, sin duda —dijo el señor Cayley, haciendo contorsiones con su largo cuello—. Pero su madre debiera hacer que se estuviera quieta. Tiene que considerar que aquí hay más gente. Enfermos; personas cuyos nervios necesitan reposo.
Tuppence comentó:
—No es fácil mantener quieta a una niña de esa edad. No es natural. Si estuviera quieta sería señal de que estaba enferma.
El señor Cayley replicó con voz gangosa y enfadada:
—Tonterías… Tonterías… tal son todas esas costumbres modernas. Eso de dejar que los niños hagan lo que quieran. Un niño tiene que estar sentado, quietecito, bien jugando con una muñeca, leyendo o haciendo algo.
—La niña no tiene todavía tres años —sonrió Tuppence—. No esperará usted que sepa leer a esa edad.
—Bueno. Algo tendrá que hacerse sobre este asunto. Hablaré con la señorita Perenna. Esta mañana, antes de las siete, la chiquilla estaba cantando en la cama. Yo he pasado una mala noche y acababa justamente de dormirme cuando me despertó con sus gritos.
—Es imprescindible que el señor Cayley duerma lo más posible —explicó ansiosamente la señora Cayley—. El médico se lo ordenó así.
—Debiera usted ir a un sanatorio —apuntó Tuppence.
—Mi apreciada señora, esos sitios son ruinosamente caros y, además, no tienen un ambiente adecuado. Existe en ellos una sugestión de enfermedad que produce una reacción desfavorable en mi subconsciente.
—El doctor le recomendó que alternara con gente normal —intervino la señora Cayley, como si quisiera ayudar a su marido—. Que llevara una vida normal. Opinó que vivir en una pensión sería mejor que alquilar una casa amueblada. El señor Cayley, de esa manera, no tendría oportunidad de cavilar y preocuparse, sino que, al contrario, sentiría mayores estímulos al poder cambiar ideas con otra gente.
El método empleado por el señor Cayley para cambiar ideas, por lo que juzgaba Tuppence, se limitaba simplemente a recitar sus propios alifafes y síntomas, y el intercambio consistía en la mucha o poca simpatía con que sus oyentes atendieran la enumeración de aquellos. Tuppence, diestramente, cambió el tema de la conversación.
—Me agradaría que me contara usted sus propias opiniones sobre la vida en Alemania —rogó—. Me dijo que en estos últimos años había viajado mucho por dicho país. Sería interesante conocer el punto de vista de un experimentado hombre de mundo como usted. Estoy convencida de que es usted de los que, sin dejarse dominar por los prejuicios, pueden proporcionar una visión clara de las condiciones que allí imperan.
La adulación, decía Tuppence, puede hacerse siempre abiertamente cuando se trata de un hombre. El señor Cayley mordió inmediatamente el anzuelo.
—Como acaba usted de decir, mi apreciada señora, soy muy capaz de considerarlo todo sin ninguna clase de prejuicios. Pues bien; yo opino que…
Lo que siguió fue un simple monólogo y Tuppence sólo tuvo que intercalar de cuando en cuando algún «Es muy interesante», o «Es usted un observador muy sutil». Por lo demás, escuchó con una atención que no era fingida, pues el señor Cayley se excedía en la exposición de sus opiniones políticas. Pero, de todas formas, expresaba disgusto.
A continuación se sirvió el té, y a poco de empezar llegó la señora Sprot, de regreso de su viaje a Londres.
—Espero que Betty se habrá portado bien y no habrá dado quehacer —exclamó la recién llegada—. ¿Has sido buena, Betty?
A lo cual la chiquilla contestó lacónicamente:
—¡Bah!
Esto, sin embargo, no podía considerarse como una expresión de desagrado por la vuelta de su madre, sino tan sólo como una petición de más compota y moras.
Pero ello ocasionó un profundo cloqueo por parte de la señora O’Rourke y un «Por favor, Betty» con que la madre de la jovencita trató de reprenderla.
La señora Sprot tomó asiento, bebió varias tazas de té y se enfrascó en una vívida descripción de las compras que había realizado en Londres, la gente que iba en el tren, lo que un soldado llegado recientemente de Francia había contado a los que iban en el departamento y lo que una dependienta de un comercio le había dicho acerca de que las medias iban a escasear muy pronto.
La conversación era, ciertamente, normal, y se prolongó después en la terraza, pues había salido el sol y el día quedó despejado.
Betty correteaba alegremente, haciendo misteriosas excursiones a los matorrales, de donde volvía con una hoja de laurel o un puñado de piedrecitas que depositaba en el regazo de alguna de las personas mayores, al tiempo que confusa e ininteligiblemente trataba de explicar lo que representaban.
Por fortuna, la niña necesitaba poca cooperación en dicho juego, pues quedaba satisfecha con que de cuando en cuando le dijeran: «¡Qué bonito! ¿De veras es eso?».
Nunca hubo un atardecer más característico de «Sans Souci», ni más inofensivo. Habladurías, chismes, especulaciones sobre el curso de la guerra. ¿Podría Francia rehacerse? ¿Conseguiría Weygand arreglar las cosas? ¿Qué haría Rusia? ¿Podría Hitler invadir Inglaterra si llegara a intentarlo? ¿Caería París si no se detenía el movimiento envolvente de los alemanes? ¿Era verdad que…? Se dice que… Se rumorea que…
Los escándalos políticos y militares se aireaban alegremente.
Tuppence pensó para su capote:
«¿Quién dijo que los parlanchines son un peligro? ¡Tonterías! Son una válvula de escape. La gente disfruta con estos rumores. Les proporciona el estímulo necesario para soportar sus precauciones y ansiedades privadas».
Ella también contribuyó con una sabrosa información, precedida por «Mi hijo me ha dicho…» y «Esto es completamente reservado, como ustedes comprenderán».
De pronto, la señora Sprot miró sobresaltada su reloj de pulsera.
—¡Dios mío! Son cerca de las siete. Hace ya horas que tenía que haber acostado a esa niña. ¡Betty… Betty!
La chiquilla no había vuelto por la terraza desde hacía bastante rato, aunque nadie se había dado cuenta de su deserción.
La señora Sprot volvió a llamarla con creciente impaciencia:
—¡Bettyyyy! ¿Dónde se habrá metido esa niña?
La señora O’Rourke comentó con su voz profunda:
—Estará haciendo alguna trastada, como si lo viera. Siempre ocurre lo mismo cuando los chicos se están quietos.
—¡Betty! Ven acá.
No hubo contestación y la señora Sprot se levantó impaciente.
—Creo que debo ir inmediatamente a buscarla. ¿Dónde podrá estar?
La señorita Minton sugirió que tal vez estuviera escondida en algún sitio y Tuppence, acordándose de su infancia, recomendó que mirara en la cocina. Pero Betty no apareció ni dentro ni fuera de la casa. Dieron la vuelta al jardín llamándola y registraron todas las habitaciones. No encontraron ni rastro de Betty.
La señora Sprot empezó a sentirse preocupada.
—Es muy traviesa… muy traviesa. ¿Creen que habrá podido salir a la carretera?
Ella y Tuppence salieron por la cancela y miraron arriba y abajo. No se veía a nadie, excepto un chico con una bicicleta de reparto que estaba hablando con la criada de la casa de enfrente.
Siguiendo la indicación de Tuppence, los dos mujeres cruzaron la carretera y la señora Sprot les preguntó si habían visto salir a una niña pequeña. Tanto el chico como la criada sacudieron la cabeza, pero al momento, como si recordara repentinamente algo ella, preguntó:
—¿Una niña con un vestido a cuadros verdes?
La señora Sprot dijo con ansiedad:
—Sí; eso mismo.
—La vi, hará cosa de media hora. Iba para abajo, de la mano de una mujer.
La señora Sprot preguntó asombrada:
—¿Con una mujer? ¿Qué clase de mujer?
La muchacha pareció turbarse ligeramente.
—Pues… una mujer con una pinta muy rara, como digo yo. Es extranjera y viste muy mal. Va sin sombrero y lleva una especie de chal. Su cara tiene un aspecto extraño… sospechoso. Bueno; usted ya me entiende. Estos días la he visto por aquí una o dos veces, y a decir verdad, parece que anda un poco necesitada… —y añadió la frase que, por lo visto, utilizaba cuando no sabía cómo expresarse adecuadamente—: Bueno, usted ya me entiende.
Tuppence recordó inmediatamente la cara que vio aquella misma tarde entre los arbustos, y el presentimiento que había tenido.
Pero nunca pensó que la mujer estuviera relacionada con la chiquilla, ni tampoco podía comprender entonces la razón de ello.
Tuvo poco tiempo para meditar, porque la señora Sprot casi se desplomó sobre ella.
—¡Betty, mi pequeña Betty! La han raptado. ¿Qué aspecto tenía esa mujer? ¿Era una gitana?
Tuppence sacudió enérgicamente la cabeza.
—No; era muy rubia. De cara ancha, pómulos salientes y ojos azules muy separados.
Se dio cuenta de que la señora Sprot la miraba fijamente y se apresuró a explicar:
—La vi esta misma tarde, atisbando desde detrás de los matorrales, al fondo del jardín. Ya en otras ocasiones la había visto rondar por aquí. Carl von Deinim habló con ella hace pocos días. Debe ser la misma mujer.
La criada intervino diciendo:
—Eso es. De pelo rubio. Y de aspecto necesitado, si quiere que le diga la verdad. No entendía nada de lo que se le decía.
—¡Oh, Dios mío! —gimió la señora Sprot—. ¿Qué haré?
Tuppence le rodeó la cintura con un brazo.
—Volvamos a casa. Tómese un poco de coñac y luego llamaremos a la policía. No pasará nada. Pronto la tendremos aquí.
La señora Sprot la siguió dócilmente, murmurando:
—No comprendo cómo Betty pudo marcharse así con una desconocida.
—Es muy pequeña —dijo Tuppence—. A su edad no se siente todavía timidez.
La señora Sprot exclamó débilmente:
—Debe ser alguna de esas terribles alemanas. Matarán a mi Betty.
—No diga tonterías —replicó Tuppence con energía—. No le pasará nada. Yo creo que esa mujer no debe estar bien de la cabeza.
Pero no creía en sus palabras. No creía, ni por un momento, que aquella desharrapada mujer rubia fuera una lunática.
¡Carl! ¿Sabría algo Carl? ¿Tendría algo que ver con aquello?
Unos pocos minutos después estuvo por dudar de ello. Carl von Deinim, como los demás, pareció sorprenderse grandemente ante un acontecimiento tan increíble.
Una vez puestos los hechos de manifiesto, el mayor Bletchley asumió el mando.
—Vamos, vamos, señora —dijo a la desconsolada madre—. Siéntese aquí y beba un poquito de coñac… no le hará daño. Ahora mismo me voy a la estación de policía.
La señora Sprot murmuró:
—Espere un momento… tiene que haber algo.
Subió corriendo la escalera y se dirigió a su dormitorio.
Unos momentos después oyeron sus pasos precipitados por el pasillo. Bajó corriendo la escalera, como una loca, y cogió la mano del mayor Bletchley que se disponía a coger el teléfono.
—No… no —exclamó, casi sin aliento—. No lo haga… no lo haga…
Y sollozando desconsoladamente se dejó caer en una silla.
Los demás la rodearon. Al cabo de unos momentos pareció recobrar un poco la calma e irguiéndose, con la ayuda de la señora Cayley, tendió un papel escrito hacia los otros.
—Lo encontré en el suelo de mi habitación. Estaba enrollado en una piedra que tiraron por la ventana. Miren… miren lo que dice…
Tommy cogió el papel y lo desdobló.
Era una nota escrita con una caligrafía exótica, gruesa y picuda.
«TENEMOS EN SITIO SEGURO A SU HIJA. A SU DEBIDO TIEMPO SE LE DIRÁ LO QUE TIENE QUE HACER. SI ACUDE A LA POLICÍA MATAREMOS A LA NIÑA. NO DIGA NADA Y ESPERE INSTRUCCIONES, SI NO…».
Estaba firmada con una calavera y unos huesos cruzados.
La señora Sprot gimió débilmente:
—Betty… Betty…
Todos hablaron a la vez. «¡Esos indecentes canallas y asesinos!», gruñó la señora O’Rourke. «¡Brutos!», opinó Sheila Perenna. «Fantástico, fantástico…, no creo ni una palabra. Es una broma estúpida», declaró el señor Cayley. «¡Oh, pobrecita!», gimió la señorita Minton. «No lo entiendo. Es increíble», dijo Carl von Deinim. Y por encima de todos los demás, la estentórea voz del mayor Bletchley:
—¡Todo son tonterías estúpidas! ¡Coacción! Debemos informar en seguida a la policía. Ellos aclararán rápidamente este asunto.
Una vez más se dirigió al teléfono. Pero en esta ocasión, un alarido de herida maternidad, lanzado por la señora Sprot, le detuvo.
—Pero, señora —exclamó el mayor—. Tenemos que hacerlo. Se trata tan sólo de una basta treta para impedir que siga usted la pista a esos canallas.
—La matarán.
—Bobadas. No se atreverán.
—No quiero que llame. Soy su madre y tengo derecho a decidir una cosa así.
—Ya lo sé; ya lo sé. Con eso precisamente cuentan ellos… en que usted opine de ese modo. Es muy natural. Pero, créame; crea a un hombre de experiencia. La policía es lo más indicado.
—¡No!
Bletchley miró a su alrededor buscando aliados.
—Meadowes, ¿está de acuerdo conmigo?
Lentamente, Tommy asintió.
—¿Cayley? Oiga, señora Sprot, tanto Meadowes como Cayley están conformes.
Ya señora Sprot replicó con súbita energía:
—¡Hombres! ¡Claro que sí! ¡Pregunte a las mujeres!
Tommy cruzó su mirada con Tuppence y esta dijo con voz baja y temblorosa:
—Yo… estoy de acuerdo con la señora Sprot.
Y pensó entretanto:
«¡Deborah! ¡Derek! Si se tratara de ellos pensaría como la señora Sprot. Tommy y los otros tienen razón, sin duda, pero de todas formas yo no lo podría hacer. No podría arriesgarme».
La señora O’Rourke estaba diciendo:
—Ninguna madre se atrevería a eso.
Y la señora Cayley murmuró:
—Yo creo, saben ustedes que… bueno… —y terminó con una serie de incongruencias.
La señorita Minton observó con voz trémula:
—A veces ocurren cosas horribles. No podríamos perdonarnos si algo le pasara a la pequeña.
—Todavía no ha dicho usted nada, señor Von Deinim —comentó de pronto Tuppence.
Carl tenía muy brillantes sus ojos azules. Su cara era una máscara inexpresiva. Con voz lenta y engolada, dijo:
—Soy extranjero. Desconozco la eficiencia de la policía inglesa. No sé si son competentes… ni rápidos.
Alguien entró en el vestíbulo. Era la señora Perenna, cuyas mejillas estaban fuertemente coloreadas. Parecía como si hubiera subido corriendo la cuesta.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó.
Su voz era autoritaria, imperiosa. Su aspecto no era entonces el de una complaciente patrona de casa de huéspedes, sino el de una mujer de fuerte carácter.
Le contaron lo sucedido; una historia confusa relatada por demasiada gente. Pero ella la entendió inmediatamente.
Y una vez que estuvo enterada de todo, el asunto en sí pareció que pasaba a sus manos para que lo juzgara. Era el Tribunal Supremo.
Estudió durante unos momentos la nota amenazadora y luego la devolvió. Cuando habló, lo hizo con palabras secas y de tono autoritario.
—¿La policía? No creo que sea conveniente. No pueden arriesgarse a que cometan una torpeza. Tómense la justicia por su mano. Vayan ustedes a buscar a la niña.
Bletchley se encogió de hombros y comentó:
—Muy bien. Si no quieren que llamemos a la policía, es lo mejor que se puede hacer.
—No deben llevarnos mucha delantera —observó Tommy, convencido.
—Media hora, según dijo la criada —añadió Tuppence.
—¡Haydock! —exclamó Bletchley—. Haydock es el hombre que puede ayudarnos. Tiene coche. ¿Ha dicho usted que la mujer tiene un aspecto bastante extraño? ¿Es extranjera? Ha debido llamar la atención por ahí y nos será fácil seguirla. Vamos, de prisa. ¿Viene usted, Meadowes?
La señora Sprot se levantó.
—Pero, señora, deje eso para nosotros…
—Yo también voy.
—Bien…
Se rindió no sin que murmurara algo respecto a que todas las hembras de cualquier especie son más implacables que los machos.
3
Después de haberse hecho cargo de la situación con encomiable rapidez, el teniente de navío Haydock iba conduciendo su automóvil. Tommy se sentó a su lado y en la parte de atrás se colocaron Bletchley, la señora Sprot y Tuppence.
No sólo había insistido la señora Sprot en que les acompañara Tuppence, sino que todos consideraron conveniente que lo hiciera, pues era la única que, además de Carl von Deinim, conocía de vista a la misteriosa mujer.
El marino era un buen organizador y un eficiente hombre de acción. En pocos minutos llenó de gasolina el depósito del coche, entregó al mayor Bletchley un mapa del distrito y un plano de Leahampton a gran escala, y con ello estuvo listo para partir.
La señora Sprot había subido otra vez a su habitación para coger el abrigo, según parecía; pero una vez en el coche, cuando bajaban por la carretera, le enseñó a Tuppence algo que llevaba en el bolso. Era una pistola de pequeño calibre.
—La he cogido del dormitorio del mayor Bletchley. Recordé que en cierta ocasión dijo que tenía una.
Tuppence pareció albergar algunas dudas.
—¿No cree usted que…?
La señora Sprot apretó los labios y dijo:
—Puede ser útil.
Tuppence se maravilló de las extrañas fuerzas que la maternidad puede imbuir en una joven ordinaria y corriente. Podía ver en su imaginación a la señora Sprot, una mujer que normalmente se horrorizaría ante un arma de fuego, disparar a sangre fría contra el que hubiera hecho algún daño a su hija.
Siguiendo la dirección del teniente de navío, se dirigieron primero a la estación del ferrocarril. Cerca de veinte minutos antes había salido un tren y era posible que los fugitivos se hubieran ido en él.
En la estación se separaron. El marino se encargó del empleado que revisaba los billetes en la puerta del andén. Tommy se ocupó del que los despachaba y Bletchley de los mozos de estación. Tuppence y la señora Sprot entraron en el tocador de señoras, por si la mujer había pasado por allí para cambiar algún tanto de aspecto antes de subir al tren.
Ninguno de ellos consiguió nada. Ahora era más difícil decidir qué debían hacer. Probablemente, como señaló Haydock, los raptores tenían un coche preparado, y una vez que la mujer consiguió apoderarse de Betty, habían escapado con él. Y era en esto, tal como hizo observar Bletchley una vez más, en lo que la cooperación de la policía era vital. Se necesitaba una organización como aquella para que se mandaran avisos a toda la región y se vigilaran las carreteras. La señora Sprot se limitó a sacudir la cabeza y apretar firmemente los labios.
—Pongámonos en su lugar —dijo Tuppence—. ¿Dónde podían haber esperado con el coche? En algún sitio cercano a «Sans Souci», pero donde un coche pasara inadvertido. Pensemos, pues. La mujer y Betty bajaron juntas la cuesta. Al final está la explanada. El coche estuvo aguardando allí. Siempre que no se deje solo el coche, se puede parar en tal sitio durante un buen rato. Tenemos, además, el estacionamiento de «James Square», que también está cerca, o cualquiera de las callejuelas que derivan de la explanada.
En aquel momento, un hombre de corta estatura y aspecto tímido, que usaba lentes de pinza, se acercó a ellos y tartamudeó un poco al hablar.
—Perdonen… Es-pe-pero que no se molestarán… pe-pe-pero no pude evitar el oír lo que preguntaba usted a uno de los mozos —se dirigía ahora al mayor Bletchley—. No estaba escuchando, desde luego. Vine a ver qué ocurre con un paquete que tenía que haber recibido hace días. Hay que ver lo que se retrasan ahora en entregarlos. Dicen que deben atender primero a los movimientos de tropas. Pero, en realidad, hay que considerar que se pueden estropear… me refiero, claro, a los paquetes. Y así ha sido como oí… lo que verdaderamente me parece una gran coincidencia…
La señora Sprot se adelantó y cogió al hombrecillo por un brazo.
—¿La ha visto? ¿Ha visto a mi pequeña?
—¡Oh! ¿De veras? ¿Ha dicho usted su pequeña? Ahora caigo en que…
La señora Sprot exclamó:
—¡Dígame!
Y sus dedos apretaron con tal fuerza el brazo del desconocido que le hizo dar un respingo.
Tuppence se apresuró a decir:
—Por favor, cuéntenos lo más rápidamente posible todo lo que haya visto. Le estaremos eternamente agradecidos por ello.
—Bueno… en realidad… desde luego… tal vez no tenga nada que ver. Pero la descripción encaja tan bien… que forzosamente.
Tuppence sintió cómo temblaba la mujer que tenía a su lado, y aún ella misma tuvo que esforzarse para mantener la calma. Conocía la clase de hombre con que estaban tratando. Minucioso, atontado, tímido, incapaz de ir directamente al grano, y menos cuando se le metía prisa.
—Cuéntenos, por favor —volvió a rogar.
—Pues fue solo… Y a propósito; me llamo Robbins. Edward Robbins…
—¿Sí, señor Robbins?
—Vivo en Whiteways, en el camino de Ernest Cliff. Una de esas casas que han hecho nuevas por allí, de las que cuestan muy poco edificar, pero que reúnen todas las comodidades. También se disfruta de una vista estupenda y las dunas están a un tiro de piedra.
Tuppence apaciguó con una mirada al mayor Bletchley, que estaba a punto de estallar, y preguntó:
—¿Y dice usted que vio a la niña que buscamos?
—Sí. Creo que era ella. ¿Dice usted una pequeña con una mujer de aspecto extranjero? Pues fue en la mujer en quien más me fijé. Porque, como saben, en estos días estamos todos con los ojos muy abiertos por si acaso se descubre a uno de esos de la quinta columna. Recomiendan que se vigile con mucha atención, y eso es lo que yo hago. Así es cómo me fijé en la mujer. Me pareció una niñera o una criada. Y ya se sabe que muchos espías se disfrazan así. La mujer tenía un aspecto raro. Subió por el camino y luego se dirigió hacia las dunas. Llevaba una niña de la mano y la pequeña parecía estar cansada y se rezagaba. Eran las siete y media, es decir, una hora en que la mayor parte de los niños están en la cama. Por ello me fijé muy bien en la mujer y creo que eso la aturdió. Corrió camino arriba, tirando de la niña hasta que por fin la tomó en brazos y siguió por la senda que conduce al acantilado. Eso me pareció extraño, ¿saben?, porque por allí no hay ninguna casa. No hay ninguna hasta Whitehaven, que está a unas cinco millas más allá. Es uno de los caminos preferidos por los excursionistas. Pero en este caso me pareció raro. Me pregunté si acaso la mujer no iría a hacer señales. Oye uno tantas cosas acerca de la actividad del enemigo… y ella pareció que perdía la serenidad cuando la miré con tanta fijeza.
El teniente de navío Haydock había subido ya al coche y lo había puesto en marcha.
—¿Ha dicho usted el camino de Ernest Cliff? Está al otro lado del pueblo, ¿no es eso?
—Sí. Cruce toda la explanada y al salir del pueblo siga para arriba…
Los demás habían subido también, sin escuchar ya al señor Robbins.
Tuppence gritó:
—Muchas gracias, señor Robbins.
Y el coche arrancó, dejando al buen señor con la boca abierta mirando cómo se alejaba.
Cruzaron rápidamente el pueblo, evitando más de un accidente por pura suerte más que por pericia del conductor. Pero la fortuna no les abandonó. Al fin salieron a un disperso grupo de edificaciones de no muy atrayente aspecto dada la proximidad de unos gasómetros. Unas cuantas callejuelas subían hacia las colinas, pero acababan de pronto a media ladera de la colina. La tercera de ellas era el camino de Ernest Cliff.
El teniente de navío Haydock dio la vuelta y subió por aquel camino que, poco a poco, terminaba en la desnuda ladera de la colina, por la cual serpenteaba un estrecho sendero.
—Será mejor que bajemos y continuemos a pie —dijo Bletchley.
Pero Haydock opinó:
—Creo que podré conducir el coche hasta arriba. El suelo es bastante firme. Resultará un poco movido, pero me parece que lo lograré.
La señora Sprot exclamó:
—Sí, sí, por favor. Debemos darnos prisa.
El marino murmuró:
—Quiera el cielo que sigamos la pista verdadera. Ese hombrecillo es capaz de haber visto a cualquier otra mujer con una niña.
El coche gimió penosamente al emprender su camino por aquel terreno tan desigual. La pendiente era acentuada, pero la hierba era corta y pegajosa. Llegaron por último al final de la cuesta. Desde allí el panorama se extendía ininterrumpidamente hasta la curva que formaba la bahía de Whitehaven.
Bletchley comentó:
—No es mala la idea. Si es preciso, la mujer puede pasar aquí la noche y marchar mañana a Whitehaven para tomar el tren.
—No se ven por ningún lado —dijo Haydock.
Se había levantado y miraba en todas direcciones con unos prismáticos de campaña que previsoramente trajo consigo. De pronto, su cuerpo se puso tenso al enfocar con los prismáticos dos pequeños puntos que se movían en la distancia.
—Ahí están…
Tomó asiento otra vez tras el volante y el coche salió despedido hacia delante. La caza no duró mucho. Lanzados al aire y baqueteados de un lado para el otro, los ocupantes del automóvil vieron crecer rápidamente aquellas dos pequeñas manchas. Podían ya distinguirse claramente; una figura alta y otra pequeñita; y cuando se acercaron más, una mujer llevando de la mano a una niña. Luego pudieron ver que la niña llevaba un vestido verde. Era Betty.
La señora Sprot lanzó un grito sofocado.
—Vamos, vamos —dijo el mayor Bletchley dándole unos golpecitos afectuosos—. Ya las hemos encontrado. Ya son nuestras.
Prosiguieron la marcha. La mujer a quien perseguían dio de pronto la vuelta y vio que el coche avanzaba hacia ella.
Dio un grito, cogió a la niña en brazos y echó a correr.
Pero no corrió hacia delante, sino en línea oblicua, hacia el borde del acantilado.
El coche, después de avanzar unas cuantas yardas más no pudo seguir más allá, pues el suelo era más desigual y grandes peñascos obstaculizaban su paso. Se detuvo y sus ocupantes saltaron a tierra.
La señora Sprot fue la primera. Corrió desesperadamente detrás de las fugitivas.
Los otros la siguieron.
Cuando llegaron a menos de veinte yardas, la mujer se volvió, acorralada. Estaba justamente al borde del precipicio. Dio un ronco grito y apretó la niña contra su pecho. Haydock exclamó:
—¡Dios mío! Va a lanzar a la niña por el acantilado…
La mujer seguía apretando fuertemente a Betty. Tenía la cara desfigurada con un frenesí de odio. Pronunció con voz ronca unas cuantas palabras, que nadie entendió. Y apretaba a la criatura, mirando de cuando en cuando al precipicio que se abría detrás de ella… a menos de una yarda.
Parecía evidente que amenazaba con arrojar a la niña por el acantilado.
Todos se detuvieron, aterrados y perplejos, incapaces de avanzar por temor a precipitar la catástrofe.
Haydock hurgó en sus bolsillos y sacó un revólver de reglamento.
—Suelte a la niña… o disparo —gritó.
La extranjera rio y apretó todavía más a la chiquilla contra su pecho. Las dos figuras parecían fundirse en una, tan apretadas estaban.
Haydock murmuró:
—No me atrevo a disparar. Podría herir a la niña.
—Esa mujer está loca —dijo Tommy—. Va a saltar de un momento a otro con la chiquilla.
Haydock repitió con desaliento:
—No me atrevo a disparar…
Pero en aquel momento sonó un disparo. La mujer se tambaleó y cayó, apretando todavía entre sus brazos a la niña.
Los hombres echaron a correr. La señora Sprot parecía no poder tenerse en pie. Tenía los ojos dilatados y en su mano llevaba todavía la humeante pistola.
Dio unos cuantos pasos vacilantes hacia delante en dirección a la nena.
Tommy estaba arrodillado junto a los dos cuerpos caídos. Les dio la vuelta suavemente. Se dio cuenta de la extraña y agreste belleza de la cara de la mujer. Los ojos de esta se abrieron, miraron a Tommy y luego perdieron toda expresión. La extranjera dio un ligero suspiro y expiró. Tenía el corazón limpiamente atravesado por un balazo.
La pequeña Betty, que no había sufrido el menor daño, se escapó corriendo hacia donde su madre había quedado inmóvil, como una estatua.
Y entonces, por fin, la señora Sprot, perdió su aplomo. Lanzó la pistola lejos de sí y se arrodilló, estrechando contra sí a la pequeña.
—No está herida —gritó—. No está herida… ¡Oh, Betty…! ¡Betty…!
Y luego, con un murmullo atemorizado y angustioso, preguntó:
—¿La he… la he… matado?
Tuppence replicó con firmeza:
—No piense ahora en ello… no piense en ello. Piense en Betty. No piense más que en Betty.
La señora Sprot sostuvo a la niña apretada contra ella y empezó a sollozar.
Tuppence se adelantó y fue a reunirse con los hombres.
Haydock murmuró:
—Ha sido un milagro. Yo no habría podido hacer un disparo así. No creo que esa mujer haya manejado nunca una pistola… Fue puro instinto. Un milagro, ni más ni menos.
—¡Gracias a Dios! —dijo Tuppence—. ¡Fue un caso apurado!
Y miró, estremeciéndose, el escarpado precipicio que se abría a sus pies.