1
Tommy miró cuidadosamente el paquete que le entregó Tuppence.
—¿Es esto?
—Sí. Ten cuidado, no vayas a derramártelo encima.
Tommy olisqueó delicadamente el paquete y replicó:
—No te preocupes. ¿Y qué es esta terrible sustancia?
—Asafétida —dijo Tuppence—. Basta un pellizco de ella para que una se pregunte las causas de que su novio no sea tan galante como antes, igual que dicen los anuncios de los periódicos.
—¡Vaya idea! —murmuró Tommy.
Poco después de aquello, ocurrieron varios incidentes.
El primero fue un extraño olor que empezó de pronto a notarse en el cuarto del señor Meadowes.
El señor Meadowes, que no era hombre de condición dada a reclamaciones, se refirió a ello suavemente al principio, mas luego sus quejas crecieron en intensidad.
La señora Perenna fue llamada a cónclave y aunque estaba dispuesta a resistir todo lo que pudiera, no tuvo más remedio que admitir que se percibía cierto olor. Un olor fuerte y desagradable. Tal vez, sugirió, un escape de gas en la estufa.
Tommy se inclinó y olfateó con aire de duda, anunciando a continuación que no creía que el olor proviniera de allí. Más bien de debajo del entarimado. Estaba completamente seguro de que se trataba de una rata muerta.
La señora Perenna convino en que había oído hablar de cosas semejantes, pero que ella estaba convencida de que en «Sans Souci» no había ratas. Quizás algún ratón, aunque nunca había visto ninguno.
Por su parte, el señor Meadowes insistió con firmeza en que el olor denunciaba por lo menos a una rata, y añadió, todavía con más firmeza, que no estaba dispuesto a dormir ni una noche más en aquella habitación, hasta que la cosa se hubiera arreglado. Y, por lo tanto, rogaba a la señora Perenna que le cambiara a otro cuarto.
La mujer contestó que, desde luego, estaba a punto de sugerirle lo mismo, aunque temía que la única habitación vacía era muy pequeña y, por desgracia, no daba vista al mar. Pero si el señor Meadowes no tenía inconveniente…
El señor Meadowes no lo tenía. Su solo deseo era escapar de aquel olor.
La señora Perenna, por lo tanto, le acompañó hasta un pequeño dormitorio cuya puerta estaba situada justamente frente a la de la habitación de la señora Blenkensop. Luego llamó a la linfática y atontada Beatrice, para que trasladara las cosas del señor Meadowes, y anunció que haría venir a «un hombre» para que levantara el suelo y buscara el origen del olor.
Sobre estas condiciones, pues, las cosas quedaron arregladas satisfactoriamente.
2
El segundo incidente consistió en el fuerte romadizo que sufrió el señor Meadowes. Eso fue, por lo menos, lo que creyó al principio el propio interesado; pero luego admitió, aunque de una forma muy ambigua, que tal vez hubiera pescado un buen resfriado. Estornudaba con gran frecuencia y tenía los ojos llorosos. Y si hubo una ligera y alusiva traza de olor a cebolla en las proximidades del gran pañuelo de seda que utilizaba el señor Meadowes para sonarse, nadie se dio cuenta de ello; si bien había que tener en cuenta que el penetrante olor a cebolla quedaba bastante encubierto por la gran cantidad de agua de colonia vertida sobre el pañuelo.
Derrotado finalmente por los incesantes estornudos y cansado de sonarse la nariz, el señor Meadowes se metió en la cama.
Aquella misma mañana, la señora Blenkensop recibió una carta de su hijo Douglas. Tan excitada y emocionada estaba la buena mujer, que todos los habitantes de «Sans Souci» se enteraron de ello. La carta, según explicó, no había pasado por la censura, porque afortunadamente uno de los amigos de Douglas, que vino de permiso, la trajo consigo. Y así, por vez primera, el chico había podido escribirle sin cortapisas.
—Y ello viene a demostrar —declaró la señora Blenkensop moviendo juiciosamente la cabeza— cuan poco sabemos, en realidad, de lo que pasa por ahí.
Después del desayuno subió a su habitación, abrió la cajita japonesa y metió en ella la carta. Entre las hojas dobladas había unos imperceptibles granos de polvos de arroz. Luego cerró la caja, apretando fuertemente las yemas de los dedos sobre su superficie.
Cuando salió de la habitación tosió ligeramente y desde la puerta de enfrente llegó el estrépito de un estornudo altamente teatral.
Tuppence sonrió y siguió su camino.
Previamente había anunciado su propósito de ir aquel día a Londres, para visitar a su abogado y hacer algunas compras.
Las demás huéspedes le tributaron una buena despedida y algunas le hicieron varios encargos… «sólo si dispone de tiempo, desde luego».
El mayor Bletchley se mantuvo apartado de todo aquel parloteo femenino. Estaba leyendo el periódico y lanzaba, de cuando en cuando, apropiados comentarios en alta voz respecto a algunos de los artículos.
—Esos malditos cerdos alemanes… Ametrallan en las carreteras a los refugiados… Malditos bestias… Si yo fuera uno de los que luchan…
Tuppence le dejó bosquejando todavía lo que haría él si estuviera al mando de las operaciones.
Dio una vuelta por el jardín para preguntarle a Betty Sprot qué le gustaría que le trajera de Londres.
La chiquilla tenía en las manos un caracol y gorjeó alegremente al ver a Tuppence. En respuesta a las sugerencias de esta sobre un gatito, un libro de cuentos o algunos lápices de colores, Betty replicó:
—Betty «pinta».
Y, por lo tanto, los lápices de colores quedaron anotados en la lista de Tuppence.
Cuando se marchaba, intentando salir a la carretera por la senda que había al extremo del jardín, se topó inopinadamente con Carl von Deinim. El joven estaba apoyado contra la pared y tenía los puños fuertemente cerrados. Cuando ella se acercó, dio la vuelta. Su cara, que usualmente era de facciones impasibles, estaba crispada por la emoción.
Tuppence, casi sin quererlo, se detuvo y preguntó:
—¿Le ocurre algo?
—¡Ah! Sí; me pasan muchas cosas —su voz era ronca y forzada—. Tienen ustedes un dicho que se refiere a que hay cosas que no son pescado, carne, gallina ni buen arenque ahumado[5], ¿verdad? Tuppence asintió con la cabeza.
Carl prosiguió con amargura.
—Eso es lo que soy yo. Esto no puede seguir así. No puede seguir. Creo que sería mejor acabar de una vez.
—¿Qué quiere decir?
—Usted siempre fue amable conmigo —replicó el joven—. Tal vez comprenderá. Salí de mi patria a causa de las injusticias y de la crueldad. Vine aquí buscando libertad. Odio a la Alemania nazi. Pero, por desgracia, soy alemán. Nada puede alterar este hecho.
Tuppence murmuró:
—Ya sé que puede encontrar dificultades…
—No es eso. Como le he dicho soy alemán. En mi corazón, en mis sentimientos, Alemania todavía es mi patria. Cuando veo que derriban aviones alemanes, que mueren soldados alemanes, pienso que son compatriotas míos los que mueren. Y cuando ese viejo mayor lee el periódico y dice «esos cerdos…» me embarga la cólera… no lo puedo soportar.
Y añadió suavemente:
—En consecuencia, creo que lo mejor será acabar con todo. Sí; acabar de una vez.
Tuppence le cogió fuertemente por el brazo.
—Tonterías —dijo con firmeza—. Es lógico que tenga esos sentimientos. Cualquiera los tendría. Pero ha de resistirlo.
—Desearía que me internaran. Así sería más fácil.
—Sí; probablemente lo sería. Pero ahora está usted haciendo un trabajo provechoso… o al menos eso es lo que me han dicho. Provechoso no sólo para Inglaterra sino para la humanidad. Está investigando ciertos aspectos de la inmunización contra gases, ¿no es así?
La cara de él se animó un poco.
—Sí. Y empiezo a tener mucho éxito. Es un proceso muy simple; fácil de hacer y nada complicado de aplicar.
—Bien —dijo Tuppence—, eso vale la pena. Cualquier cosa que mitigue el dolor vale la pena. Cualquier cosa que no sea destructiva. Como es lógico, nosotros tenemos que lanzar improperios contra nuestros enemigos. Y en Alemania están haciendo exactamente igual. Hay centenares de mayores Bletchley que están echando espuma por la boca. Yo misma odio a los alemanes. «Los alemanes» digo y siento que la aversión me hace estremecer. Pero cuando pienso en los alemanes como individuos; en madres que esperan ansiosas recibir noticias de sus hijos; en campesinos que recogen su cosecha; en pequeños tenderos y en tanta gente amable y agradable que conozco en Alemania, mis sentimientos son diferentes por completo. Me doy cuenta entonces de que ellos no son más que seres humanos y que nuestros sentimientos son la máscara guerrera que se pone sobre todo. Es una parte de la guerra; probablemente necesaria, pero efímera.
Mientras hablaba iba pensando como había hecho Tommy no hacía mucho tiempo en las palabras de la enfermera Cavell: «El patriotismo no es bastante. No debo albergar el odio en mi corazón».
Aquellas palabras de una mujer verdaderamente patriota, siempre las habían tenido ambos como la máxima expresión del sacrificio.
Carl von Deinim tomó la mano de Tuppence y la besó.
—Muchas gracias —dijo—. Lo que ha dicho es verdad. Debo tener más fortaleza.
«¡Dios mío! —pensaba Tuppence mientras bajaba por la carretera hacia el pueblo—. ¡Qué lástima que la persona que más me gusta de la casa sea alemán! Tal cosa lo desquicia todo».
3
Tuppence lo hacía todo con gran eficiencia. Aunque no deseaba ir a Londres juzgó prudente hacer exactamente lo que había anunciado. Si hubiera hecho una simple excursión a cualquier lado para pasar el día, alguien podía verla, y posiblemente, tal hecho llegara a conocimiento de los que vivían en «Sans Souci».
No. La señora Blenkensop había dicho que iba a Londres, y a Londres debía ir.
Compró un billete de tercera, de ida y vuelta. Se alejaba de la taquilla, después de adquirirlo, cuando se encontró con Sheila Perenna.
—¡Hola! —saludó la joven—. ¿Dónde va usted? Acabo de llegar para buscar un paquete que parece haberse extraviado.
Tuppence expuso sus planes.
—Sí, desde luego —comentó Sheila con disciplina—. Recuerdo haberle oído decir algo sobre ello, pero no me di cuenta de que era hoy cuando se iba usted. Le haré compañía hasta que salga el tren.
Sheila parecía más animada que de costumbre. No demostraba mal humor ni esquivez. Habló animadamente acerca de pequeños detalles de la vida cotidiana en «Sans Souci». Siguió conversando con Tuppence hasta que el tren salió de la estación.
Después de agitar la mano en la ventanilla, viendo cómo disminuía en la distancia la figura de la muchacha, Tuppence se sentó en un rincón y se dedicó a serias meditaciones.
Se preguntó si sería casualidad el que Sheila apareciera en la estación en aquel preciso momento. ¿O sería una prueba de la eficiencia del enemigo? ¿Quería la señora Perenna estar completamente segura de que la locuaz señora Blenkensop había ido realmente a Londres?
Todo parecía confirmarlo.
4
Tuppence no pudo conferenciar con Tommy hasta el día siguiente. Tenían convenido no intentar nunca comunicarse bajo el techo de «Sans Souci».
La señora Blenkensop se encontró con el señor Meadowes cuando este, con el romadizo muy mejorado, estaba dando un paseíto por el puerto. Tomaron asiento en uno de los bancos de la explanada.
—¿Y qué? —dijo Tuppence.
Tommy asintió lentamente con la cabeza. Tenía un aspecto poco satisfecho.
—Sí —dijo—. Algo conseguí. Pero ¡Dios mío, qué día! Durante todo él no despegué el ojo de la rendija de la puerta. Cogí una buena tortícolis.
—No te preocupes ahora de tu cuello y cuéntame lo que pasó —urgió Tuppence con indiferencia.
—Pues bien, entraron las criadas para hacer la cama y limpiar la habitación. Mientras estaban con ello entró la señora Perenna y las reprendió por algo que habían hecho. Luego vino la chiquilla y salió con un perro de lana en las manos.
—Sí, sí. ¿Alguien más?
—Una persona.
—¿Quién?
—Carl von Deinim.
—¡Oh! —Tuppence sintió una súbita congoja. Así que, después de todo…— ¿Cuándo? —preguntó.
—A la hora de comer. Salió muy temprano del comedor y subió a su habitación. Luego cruzó el pasillo y entró en la tuya. Estuvo allí cerca de un cuarto de hora.
Hizo una pausa.
—Esto, según creo, lo aclara todo.
Tuppence asintió.
Sí, lo aclaraba todo. Carl von Deinim no podía tener más que una razón para entrar en el dormitorio de la señora Blenkensop y permanecer allí durante un cuarto de hora. Debía ser, según pensó Tuppence, un actor maravilloso.
Las palabras que le dirigió el joven la mañana anterior habían tenido cierto acento de verdad. Tal vez eran verdaderas en un sentido. Saber cuándo hay que usar la verdad es la esencia de un engaño afortunado. Carl von Deinim era un buen patriota; era un agente enemigo que trabajaba para su patria. Por ello podía respetársele…, pero había que destruirlo.
—Lo siento —dijo ella lentamente.
—Y yo también —convino Tommy—. Es un buen chico.
—Tú y yo podríamos estar ahora en Alemania haciendo lo mismo.
Tommy asintió y ella continuó:
—Bueno; poco más o menos, ya sabemos a qué atenernos. Carl von Deinim trabaja con Sheila y su madre. Probablemente la señora Perenna es la principal. Luego tenemos a esa mujer extranjera que habló el otro día con Carl. Debe estar complicada también.
—¿Qué hacemos ahora?
—Tenemos que buscar una ocasión para registrar la habitación de la señora Perenna. Tiene que haber algo allí que nos pueda dar un indicio. Y debemos seguirla; ver adónde va y con quién se encuentra. Tommy, haz que venga Albert.
Tommy consideró aquel punto.
Muchos años antes, Albert, que era botones de un hotel, se unió a los jóvenes Beresford y compartió sus aventuras. Después entró a su servicio y fue la única ayuda doméstica que tuvo el matrimonio. Hacía unos seis años que Albert se casó y ahora era el orgulloso propietario de una taberna llamada «El pato y el perro», en el sur de Londres.
Tuppence continuó rápidamente:
—A Albert le gustará. Haremos que venga. Puede quedarse en esa taberna que hay cerca de la estación y dedicarse a seguir a las dos Perenna por cuenta nuestra… o de cualquier otro.
—¿Y qué pasará con la mujer de Albert?
—El lunes pasado se fue a Gales, a vivir con su madre. Se llevó a los niños, a causa de los bombardeos. Todo encaja a la perfección.
—Sí; es una buena idea, Tuppence. Cualquiera de nosotros dos que siguiera a la señora Perenna, daría lugar a sospechas. Albert lo hará sin correr ese riesgo. Y ahora, otra cosa… creo que debemos vigilar a esa polaca que habló con Carl. Me parece que ella representa el otro extremo del negocio… y eso es precisamente lo que estamos deseosos de descubrir.
—Sí; eso me parece a mí también. Vino aquí a recibir órdenes o a buscar un mensaje. La próxima vez que la veamos, uno de nosotros debe guiarla y enterarse de más cosas acerca de ella.
—¿Qué te parece si registráramos la habitación de la señora Perenna… y la de Carl?
—No creo que encontraras nada en la de él. Como es alemán, la policía puede registrarla en cualquier momento y, por lo tanto, el joven se cuidará muy bien de no conservar nada en ella que lo pueda comprometer. En cuanto a la de Perenna, va a ser muy difícil. Cuando no está en casa, lo está Sheila. Y además, Betty y la señora Sprot siempre están correteando por el pasillo o la escalera, y la señora O’Rourke se pasa casi todo el día en su cuarto.
Calló durante un instante.
—La hora de la comida es la más apropiada.
—¿La hora en que opera el amigo Carl?
—Exactamente. Diré que tengo jaqueca y subiré a mi habitación… no; alguien puede subir también para ver si necesito algo. Ya lo sé; entraré calladamente antes de la comida y subiré a mi cuarto sin decir nada a nadie. Luego, después de comer, puedo decir que no bajé porque me dolía la cabeza.
—¿No lo haría yo mejor? Mi romadizo puede recrudecerse mañana.
—Creo que será preferible que lo haga yo. Si me sorprenden, siempre podré excusarme diciendo que buscaba una aspirina o algo parecido. Uno de los huéspedes masculinos en la habitación de la señora Perenna originaría muchas más especulaciones.
Tommy hizo una mueca.
—Sí; de carácter escandaloso —dijo.
Luego su sonrisa se desvaneció. Tomó un aspecto grave y preocupado.
—Hemos de hacerlo lo más pronto posible, nena. Las noticias de hoy han sido malas. Debemos encontrar algo, y pronto.
5
Tommy continuó su paseo y al poco rato entró en la estafeta de Correos, donde puso una conferencia con el señor Grant, informándole de que «la reciente operación tuvo éxito y el amigo C estaba definitivamente complicado».
Luego escribió una carta y la echó al correo. Iba dirigida al señor Albert Batt, «El pato y el perro», calle de Glamorgan, Kennington.
A continuación compró un semanario que pretendía informar a los ingleses de lo que realmente pasaba entre los bastidores de la política, y después se encaminó hacia «Sans Souci».
Al poco trecho oyó que le llamaban en alta voz. Era el teniente de navío Haydock, que pasaba conduciendo su cochecillo.
—¡Hola, Meadowes! ¿Quiere que le lleve a algún sitio?
Tommy aceptó agradecido y subió al coche.
—Veo que lee ese papelucho —dijo Haydock dando una ojeada a la cubierta escarlata del Inside Weekly News.
El señor Meadowes demostró la ligera turbación que parecía sobrecoger a todos los lectores de aquel semanario cuando alguien lo nombraba ante ellos.
—Es un semanario muy malo —convino—. Pero, ya sabe usted, algunas veces parece como si estuvieran enterados de lo que ocurre detrás del escenario.
—Y algunas veces se equivocan.
—Muchas.
—La verdad del caso —dijo el teniente de navío Haydock mientras hacía dar la vuelta al cochecillo, un tanto excéntricamente, alrededor de un poste indicador y escapaba por un pelo de chocar contra un camión—, es que cuando esos miserables tienen razón, uno se acuerda de ello; pero cuando se equivocan no hay nadie que lo recuerde al poco tiempo.
—¿Cree usted que hay algo de cierto en ese rumor acerca de que Stalin se inclina hacia nosotros?
—Sólo son buenos deseos por nuestra parte, muchacho; sólo buenos deseos —dijo el marino—. Los rusos son unos perfectos sinvergüenzas, y siempre lo han sido. No hay que fiarse de ellos, tal es mi opinión. He oído decir que ha estado usted un poco pachucho.
—Sólo un ligero romadizo. Lo suelo pasar todos los años por estas fechas.
—Sí; desde luego. Nunca lo sufrí yo, pero tengo un compañero que también lo pasa todos los años. Acostumbra a cogerlo, regularmente, cada mes de junio. ¿Qué tal le sentaría una partidita de golf?
Tommy respondió que le encantaría tal cosa.
—Perfectamente. ¿Qué le parece mañana? Hoy no puedo porque tengo que asistir a una reunión para tratar de este asunto de los paracaidistas. Hemos de organizar un cuerpo de voluntarios locales. Es una buena idea, si he de serle franco. Ya es hora de que pongamos algo por nuestra parte. ¿De modo que mañana a las seis?
—De acuerdo. No faltaré.
—Bien. Entonces, así quedamos.
El marino frenó bruscamente ante la cancela de «Sans Souci».
—¿Qué tal está la bella Sheila? —preguntó.
—Muy bien, según creo. No la veo mucho.
Haydock rio estrepitosamente, como siempre.
—¡Apuesto cualquier cosa a que no la ve tanto como usted quisiera! Es una chica bien parecida, pero extremadamente brusca. Habla mucho con ese joven alemán. Creo que eso no es patriótico. Se puede decir que dos perros viejos, como usted y yo, no significamos nada para ella; pero en nuestros servicios armados hay gran cantidad de buenos y espléndidos muchachos. ¿Por qué ha de interesarse por un maldito alemán? Es una cosa que me sulfura.
El señor Meadowes replicó:
—Tenga cuidado. El alemán sube por la carretera, detrás de nosotros.
—¡No me importa que lo oiga! Casi lo prefiero. Me gustaría dar un buen puntapié en salva sea la parte al amigo Carl. Todo alemán que se tenga por tal está luchando por su país. No se escabullen cobardemente hasta aquí para librarse de ello.
—Bueno —dijo Tommy—. De todas formas es un alemán menos para invadir Inglaterra.
—¿Quiere usted decir que ya lo hizo por adelantado? ¡Ja, ja, ja! ¡Muy bueno, Meadowes! No es que yo crea todo lo que se dice acerca de la invasión. Nunca nos invadieron y nunca nos invadirán. ¡Para eso tenemos una buena Marina, gracias a Dios!
Y con esta patriótica declaración, el teniente de navío soltó el embrague, dando una sacudida el coche, y este continuó su camino, colina arriba, hacia «El descanso del contrabandista».
6
Tuppence llegó a la cancela de «Sans Souci» a las dos menos veinte. Dejó la carretera y a través del jardín se dirigió hacia la casa, en la que entró por una de las ventanas francesas del salón. De lejos le llegó el olor del estofado irlandés, ruido de platos y murmullo de voces. «Sans Souci» estaba ocupado con la comida del mediodía.
Esperó junto a la puerta hasta que Martha, la criada, pasó por el vestíbulo y entró en el comedor. Luego corrió escalera arriba con los zapatos en la mano.
Entró en su habitación, se puso las zapatillas de fieltro y después salió al pasillo, por el que se deslizó hasta el dormitorio de la señora Perenna.
Una vez en el cuarto miró a su alrededor y sintió que dentro de ella se levantaba y crecía una ola de aversión. No era un trabajo muy agradable el que iba a hacer. Sería imperdonable si la señora Perenna no era más que la señora Perenna. Aquello de meter las narices en los asuntos privados de la gente…
Tuppence se sacudió estos pensamientos como haría un «terrier» con el agua. Fue un movimiento instintivo de su cuerpo, reminiscencia de su juventud. ¡Estaban en guerra!
Se dirigió al tocador.
Con rápidos y hábiles movimientos no tardó mucho en registrar el contenido de sus cajones. Uno de los cajones del buró estaba cerrado. Aquello parecía más prometedor.
Tommy había ido provisto de varias herramientas sobre cuyo manejo recibió breves instrucciones. Y estas instrucciones las pasó, a su vez, a Tuppence.
Con uno o dos hábiles movimientos de muñeca, hizo que el cajón cediera.
Dentro había una cajita de caudales que contenía veinte libras en billetes y unos montones de plata. También vio un joyero, y a su lado un fajo de papeles. Esto fue lo que más interesó a Tuppence. Les dio un rápido vistazo. No podía hacer más porque el tiempo apremiaba.
Había documentos relacionados con una hipoteca sobre «Sans Souci», un extracto de la cuenta del Banco y algunas cartas. El tiempo pasaba rápidamente y Tuppence examinó por encima los documentos, concentrándose con furia en todo aquello que le parecía tener doble significado. Vio dos cartas de una amiga de Italia, escritas con términos vagos y discursivos, que tenían una apariencia completamente inofensiva. Pero tal vez no eran tan inofensivas como parecían. Había otra carta de un tal Simon Mortimer, de Londres, redactada en términos secos y comerciales, que contenía tan pocas cosas de interés que Tuppence se extrañó de que valiera la pena conservarla. ¿Acaso el señor Mortimer no era tan inofensivo como parecía? Y en el fondo del paquete, una carta cuya tinta descolorida daba idea de la antigüedad. Estaba firmada por Pat y empezaba de la siguiente manera: «Esta es la última carta que te escribo, querida Eileen…».
¡No, eso no! ¡Tuppence no pudo hacerse el ánimo de leerla! La volvió a doblar y arregló las otras cartas encima de ella. Y de pronto, alerta, empujó el cajón, sin tiempo para cerrarlo con llave. Cuando se abrió la puerta y entró la señora Perenna, Tuppence estaba buscando entre las botellas que había sobre el lavabo.
La señora Blenkensop volvió su cara, con expresión confusa y atontada, hacia la patrona de la pensión.
—¡Oh!, señora Perenna. Espero que me perdone. He llegado con tal dolor de cabeza que pensé acostarme y tomar una aspirina. Pero como no pude encontrar las mías, creí que a usted no le importaría… Sabía que usted tenía porque el otro día le ofreció una a la señorita Minton.
La señora Perenna cruzó rápidamente la habitación. En su voz se notaba cierta aspereza cuando habló.
—Sí, señora Blenkensop. ¿Por qué no me la pidió?
—Claro… sí. Esto es lo que debía haber hecho. Pero estaban todos comiendo y no quería molestar…
La señora Perenna pasó junto a Tuppence y cogió el tubo de aspirinas que estaba entre las botellas.
—¿Cuántas quiere? —preguntó secamente.
La señora Blenkensop aceptó tres. Escoltada por la patrona fue hasta su habitación, donde se apresuró a declinar la oferta de una botella de agua caliente.
La señora Perenna, antes de salir del cuarto, lanzó el último disparo.
—Tiene usted un tubo de aspirinas, señora Blenkensop. Lo vi en cierta ocasión.
Tuppence exclamó rápidamente:
—¡Oh! Ya lo sé. Sabía que tenía uno, pero soy tan torpe que no he sabido dar con él.
La otra mujer replicó en seguida mostrando sus blancos dientes:
—Bueno. Descanse hasta la hora del té.
Salió y cerró la puerta detrás de sí. Tuppence exhaló un profundo suspiro y se tendió rígidamente en la cama, por si volvía la señora Perenna.
¿Habría sospechado algo? Aquellos dientes, tan grandes y blancos, «para comerte mejor». Tuppence siempre se acordaba de Caperucita cuando veía aquellos dientes. Y de las manos de la señora Perenna, que eran grandes y de aspecto cruel.
Al parecer, había aceptado con naturalidad la presencia de Tuppence en su cuarto. Pero más tarde encontraría abierto el cajón del buró. ¿Sospecharía de ella? ¿O creería que lo había dejado abierto inadvertidamente? A veces suceden cosas así. ¿Había puesto Tuppence los papeles de modo que estuvieran igual que antes de registrarlos?
Quizás, aunque la señora Perenna encontrara algo fuera de lugar, lo más probable sería que sospechara de las criadas en vez de la «señora Blenkensop». Y si sospechaba de esta última, ¿no podría achacarlo a curiosidad impertinente? Tuppence sabía que hay gente que gusta de escudriñar y fisgonear lo ajeno.
Mas si la señora Perenna era el famoso agente alemán «M». sospecharía de actividades relacionadas con el contraespionaje.
¿Hubo algo en su forma de portarse revelador de que la mujer se había puesto en guardia?
Su comportamiento fue bastante natural, a no ser por aquella aguda observación del tubo de aspirinas.
De pronto, Tuppence se sentó en la cama. Recordó que el tubo, junto con una botella de yodo y otra de magnesia, estaba en el fondo del cajón de la mesa escritorio, donde lo puso cuando deshizo las maletas.
Parecía, por lo tanto, que no era la única persona que se dedicaba a husmear en la habitación de otros. La señora Perenna había estado allí primero.