1
El teniente de navío Haydock resultó ser un anfitrión extremadamente simpático. Recibió al señor Meadowes y al mayor Bletchley con el mayor entusiasmo y se empeñó en que el primero viera «toda su choza».
«El descanso del contrabandista» lo constituían primitivamente un par de casitas de guardacostas, edificadas sobre el acantilado, desde donde podía vigilarse el mar. Al pie del acantilado había una pequeña caleta, pero el acceso a ella resultaba peligroso. Sólo para ser intentado por muchachos con sed de aventuras.
Dichas casitas fueron adquiridas más tarde por un hombre de negocios londinense que las había convertido en un solo edificio, y había intentado, aunque no con mucha decisión, formar un jardín a su alrededor. Este propietario venía de cuando en cuando a pasar cortas temporadas durante el verano.
Después, la casa estuvo vacía durante algunos años y se alquilaba amueblada a los veraneantes.
—Y hace algunos años —explicó Haydock— la vendieron a un tal Hahn. Era alemán, y si he de decirle la verdad, no era más que un espía.
Tommy aguzó las orejas.
—Eso es muy interesante —opinó, dejando el vaso de jerez que estaba bebiendo.
—Son unos tipos muy precavidos —siguió Haydock—. Ya se estaban preparando para esta guerra, o por lo menos eso es lo que me figuro. Fíjese en la situación de la casa. Perfecta para hacer señales hacia el mar. Abajo hay una caleta donde se puede atracar una lancha motora. Un lugar completamente aislado, debido a la configuración del acantilado. No me diga que ese Hahn no era agente alemán.
—Claro que lo era —observó el mayor Bletchley.
—¿Y qué pasó? —preguntó Tommy.
—¡Ah! —dijo Haydock—. Pues verá usted. Hahn se gastó una gran cantidad de dinero en la casa. Hizo construir un camino hasta la caleta; una obra costosa, ya que tuvo que hacerse a base de peldaños de cemento. Luego reformó por completo el interior del edificio, instalando cuartos de baño y toda clase de comodidades modernas y caras. ¿Y a quién encargó de todo ello? Pues no a gente de este pueblo, sino a una firma de Londres; pero gran parte de los obreros que vinieron, eran extranjeros. Algunos de ellos no sabían ni una palabra de inglés. ¿No le parece que aquello resultaba sospechoso?
—Un poco extraño, en verdad —convino Tommy.
—Por aquel tiempo vivía yo por estos alrededores, en un bungalow, y empecé a interesarme por lo que aquel tipo pretendía hacer. Solía venir por aquí para ver trabajar a los obreros. Y le aseguro que a aquellos hombres no les gustaba lo más mínimo que los vigilara. Nada en absoluto. Una o dos veces hasta me amenazaron. ¿Y por qué tenían que tomar tal actitud si allí no había nada que ocultar?
Bletchley asintió.
—Debió acudir usted a las autoridades —dijo.
—Eso es precisamente lo que hice. Fastidié a la policía todo lo que pude con mis insinuaciones.
Se sirvió otra copa de jerez.
—¿Y qué es lo que conseguí a cambio de mis esfuerzos? Sólo cortés indiferencia. En este país éramos ciegos y sordos. No había que pensar en otra guerra con Alemania; en Europa reinaba la paz; nuestras relaciones con los alemanes eran excelentes. La mayor cordialidad reinaba entre nuestras dos naciones. Me consideraron como un viejo fósil, un maniático de la guerra y un tozudo marino retirado. ¿Qué provecho se sacaba de advertir a la gente que los alemanes estaban organizando la mejor fuerza aérea de Europa y no construyendo aviones para ir de excursión?
El mayor Bletchley exclamó explosivamente:
—¡Nadie lo creía! ¡Estúpidos! «La paz ante todo». «Apaciguamiento». Todo palabrería.
Con la cara más colorada que de costumbre a causa de la indignación reprimida que sentía, Haydock continuó:
—Me trataron de negociante en guerra. La clase de individuo, según dijeron, que constituye un obstáculo para la paz. ¡Paz! Yo sabía qué era lo que pretendían nuestros enemigos los «hunos». Ya es conocida la antelación con que preparan las cosas. Estaba convencido de que el señor Hahn no se proponía nada bueno. No me gustaban sus obreros extranjeros ni me agradaba la forma con que se gastaba el dinero reformando la casa. Seguí importunando a la gente.
—Valerosa actitud —comentó Bletchley con tono apreciativo.
—Y, por fin —siguió el teniente de navío—, empecé a conseguir que me hicieran caso. Vino al pueblo un nuevo jefe de policía; un militar retirado. Tuvo el buen sentido de escucharme. Su gente empezó a husmear por aquí y como era de esperar, Hahn tomó las de Villadiego. Una buena noche desapareció. Llegó aquí la policía con una orden de registro, y en una caja de caudales empotrada en la pared del comedor, encontraron una emisora de radio y algunos documentos altamente comprometedores. También, bajo el garaje, se hallaron unos grandes depósitos de gasolina. No es menester que les diga cómo estaría yo después de todo aquello. Algunos amigos del club solían burlarse de mi complejo acerca de los espías alemanes, pero cuando ocurrió aquella se callaron. Lo peor de nosotros, en este país, es que somos absurdamente confiados.
—Es un crimen. ¡Estúpidos!, eso es lo que somos… ¡estúpidos! ¿Por qué no se interna en un campo de concentración a todos esos refugiados? —dijo el mayor Bletchley, que estaba ya lanzado.
—Y como final de todo ello, les diré que compré la finca cuando se puso en venta —siguió el marino, que no estaba dispuesto a que la conversación derivara de su relato favorito—. ¿Vamos a dar un vistazo, Meadowes?
—Gracias. Me gustará mucho.
El teniente de navío Haydock estaba tan entusiasmado como un muchacho cuando hizo los honores de la casa. Abrió de par en par la gran caja de caudales que había en el comedor, para enseñar a sus invitados dónde se encontró la emisora clandestina. Tommy fue llevado hasta el garaje y vio el sitio en que estuvieron escondidos los grandes depósitos de gasolina. Y finalmente, después de dar una superficial ojeada a los dos excelentes cuartos de baño, al especial sistema de iluminación y a los diversos «adelantos modernos» de la cocina, bajó por el sendero de cemento hasta la pequeña caleta, mientras su anfitrión le explicaba una vez más cuan útil podía ser todo aquello para el enemigo durante la guerra.
Luego entraron en la cueva que daba nombre a todos aquellos lugares y Haydock señaló con entusiasmo cómo podía haber sido utilizada.
El mayor Bletchley no acompañó a los otros dos en esta vuelta, sino que quedó en la terraza, bebiendo tranquilamente su jerez. Tommy llegó a la conclusión de que la caza de espías del teniente de navío y su feliz término eran el principal tópico de conversación del buen caballero, y que sus amigos seguramente se lo habían oído relatar varias veces.
De hecho, eso fue lo que dijo el mayor Bletchley cuando volvían a «Sans Souci» poco después.
—Buen muchacho, Haydock —observó—. Pero no se contenta con relatar esa historia una sola vez. Le hemos oído repetir lo mismo en tantas ocasiones, que ya nos aburre. Está más orgulloso de las cosas que tiene allí, que una gata de sus gatitos.
El símil no era descabellado y Tommy asintió con una sonrisa.
La conversación derivó entonces hacia el afortunado desenmascaramiento de un deshonesto criado indígena, que llevó a cabo en la India el mayor Bletchley, allá por el año 1923, y la atención de Tommy se vio en libertad de seguir su propia línea de ideas, puntuada por comprensivos «¿De veras?», «¿Es posible?» y «¡Qué cosa tan extraordinaria!», lo cual era todo lo que el mayor necesitaba por vía de estímulo.
Ahora, más que nunca, Tommy estaba seguro de que cuando el moribundo Farquhar mencionó «Sans Souci», estaba sobre una pista segura. Aquí, en este apartado lugar, se habían hecho preparativos con gran antelación. La llegada del alemán Hahn y su vasta instalación demostraban bien a las claras que aquella particular parte de la costa había sido elegida como punto de reunión; como foco de actividad enemiga.
Pero el primer juego había sido perdido a causa de la inesperada intervención del suspicaz teniente de navío Haydock. El primer round lo había ganado la Gran Bretaña. Pero suponiendo que «El descanso del contrabandista» hubiera sido tan sólo la primera avanzada de un complicado sistema de ataque, podía decirse que representaba la base para las comunicaciones marítimas. Su caleta, inaccesible, salvo por la senda del acantilado, podía prestarse admirablemente para el plan. Pero era una sola parte del conjunto.
Derrotado en dicha parte por Haydock, ¿cuál había sido la réplica del enemigo? ¿No podía haberse volcado sobre un sitio apropiado y cercano, como «Sans Souci»? El descubrimiento de Hahn tuvo lugar unos cuatro años antes. Y por lo que le dijo Sheila Perenna, Tommy calculó que aquello ocurrió poco antes de que la señora Perenna regresara a Inglaterra y comprara la pensión. ¿Era acaso la segunda jugada de la partida?
Parecía, por lo tanto, que Leahampton era, definitivamente, un centro de actividad enemiga; que existían ya instalaciones y simpatizantes en la vecindad.
El ánimo de Tommy cobró nuevas fuerzas. Desapareció la depresión engendrada por el inofensivo y fútil ambiente de «Sans Souci». Podía parecer cosa inocente, pero la inocencia sólo estaba a flor de piel. Detrás de aquella máscara inocua, el complot seguía su curso.
Y el foco de todo ello, por lo que juzgaba Tommy, lo constituía la señora Perenna. Lo primero que debía hacer era averiguar más cosas acerca de aquella mujer; profundizar y ver qué se escondía detrás de sus ocupaciones rutinarias como dueña de una casa de huéspedes. Su correspondencia, sus amistades, sus actividades sociales y lo que hiciera para ayudar al esfuerzo de guerra; en algo de ello debía encontrarse la esencia de su verdadero trabajo. Si la señora Perenna era el renombrado agente femenino «M», debía controlar todos los movimientos de la Quinta Columna en el país. Su identidad sería conocida de pocos; sólo de aquellos que ocuparan altos cargos. Pero debía tener un medio de comunicarse con ellos, y eran esas comunicaciones, precisamente, las que él y Tuppence tenían que interferir.
En el momento preciso, tal como Tommy se lo imaginaba ahora con bastante claridad, «El descanso del contrabandista» sería tomado y retenido por unos pocos de los complicados, que operarían teniendo como base a «Sans Souci». El momento no había llegado todavía, pero tal vez estuviera muy cercano.
Una vez que el ejército alemán dominara todos los puertos del Canal, en Francia y Bélgica, el enemigo podía centrar sus esfuerzos en la invasión y dominación de la Gran Bretaña. Y a decir verdad, en aquel momento las cosas iban mal en Francia.
La marina británica dominaba las rutas marítimas, por lo que el ataque debía venir por el aire y ser fomentado por la traición interna. Y si los hilos de esa traición estaban en manos de la señora Perenna, no había tiempo que perder.
Las palabras del mayor Bletchley armonizaron en aquel instante con los pensamientos de Tommy.
—Me di cuenta de que no había tiempo que perder. Cogí a Abdul, mi ordenanza; era un buen muchacho aquel Abdul…
La historia prosiguió.
Tommy estaba pensando:
¿Y por qué Leahampton? ¿Hay alguna razón para ello? Es un lugar apartado, lejos de todo movimiento. Conservador y chapado a la antigua. Todo lo cual lo hace apetecible para estas cosas. ¿Hay alguna cosa más?
Había una porción de terreno llano, dedicado a la agricultura, que se extendía tierra adentro, detrás del pueblo. Muchos pastos. Apropiado, por lo tanto, para que pudieran aterrizar transportes de tropas o paracaidistas. Aunque aquello también podía decirse de otros sitios. Había, asimismo, una gran factoría de productos químicos donde trabajaba Carl von Deinim. Tenía que recordar este punto.
Carl von Deinim. ¿Cómo encajaba este en el asunto? Demasiado bien. No era la cabeza de la organización, tal como Grant había indicado. Sólo una ruedecita de la máquina. Expuesto a sospechas y a ser internado en cualquier momento. Pero, entretanto, podía haber llevado a cabo lo que constituía su tarea. El chico había dicho a Tuppence que estaba trabajando en ciertas investigaciones relacionadas con la desinfección e inmunización contra determinados gases. Allí existían probabilidades… en las que era desagradable pensar.
Tommy decidió, aunque con desgana, que Carl estaba complicado en el asunto. Era una lástima, porque le gustaba el muchacho. Pero trabajaba por su patria, y se estaba jugando la vida a cada instante. Tommy sentía respeto hacia tal adversario. Tenía que vencerle, sea como fuere, y un pelotón de fusilamiento era el final de todo; mas esto ya se sabe cuando se acepta un trabajo de tal clase.
La gente que traiciona a su propia patria, desde dentro, era lo que realmente levantaba en él un lento deseo de venganza. Y se juró que tenía que cogerlos.
—… y así fue cómo los cogí —el mayor terminó triunfalmente su historia—. Un trabajito bastante ingenioso, ¿verdad?
Sin sonrojarse lo más mínimo, Tommy advirtió:
—La cosa más ingeniosa que he oído en mi vida, mayor.
2
La señora Blenkensop estaba leyendo una carta escrita sobre fino papel extranjero y sellada con la marca de la censura. Aquella misiva era, en realidad, el resultado de su conversación con el «señor Faraday».
—Pobrecito Raymond —dijo Tuppence—. Tan satisfecha como estaba yo de que lo hubieran destinado a Egipto y ahora parece que van a trasladarlo. Todo con mucho secreto, desde luego, y no puede decirme más; sino que existe un plan estupendo y que debo estar preparada para recibir una gran sorpresa dentro de poco. Me alegro de saber dónde le envían, pero en realidad, no sé por qué…
Bletchley refunfuñó:
—No creo que a su hijo le permitan decir eso.
Tuppence lanzó una risita, como de excusa, y miró a todos los demás, que estaban tomando el desayuno, mientras doblaba su preciosa carta.
—¡Oh! Empleamos una clave —dijo con acento divertido—. Con tal de que yo sepa dónde está Raymond o hacia qué sitio va, ya no me siento tan preocupada por él. Nuestro sistema es una cosa muy sencilla. Tenemos convenida una palabra, y después de ella, las iniciales de las palabras que siguen componen el nombre del sitio en que esté. Como es natural, algunas veces salen unas frases divertidísimas. Pero Raymond es un chico muy ingenioso. Estoy segura de que nadie lo ha descubierto.
Débiles murmullos se levantaron alrededor de la mesa. El momento había sido escogido, pues se daba el caso de que en aquella ocasión se hallaban reunidos todos los huéspedes para tomar el desayuno. Bletchley, con la cara un tanto colorada, dijo:
—Perdone, señora Blenkensop, pero eso que está haciendo es una tontería. Precisamente, lo que necesitan saber los alemanes, son los movimientos de nuestras tropas y escuadrones aéreos.
—Pero yo nunca lo digo a nadie —exclamó Tuppence—. Tengo muchísimo cuidado.
—De todas formas, es una imprudencia; y su hijo puede tener cualquier día un disgusto serio.
—Espero que no. Soy su madre y una madre debe saber estas cosas.
—¡Claro que sí! Yo creo que tiene usted razón —tronó la señora O’Rourke—. Ni con tenazas le arrancarían a usted esa información… Podemos estar seguros de ello.
—Pero estas cartas pueden caer en otras manos.
—Tengo mucho cuidado de no dejarlas por ahí —dijo Tuppence con acento de dignidad ofendida—. Siempre las guardo bajo llave.
Bletchley sacudió la cabeza dubitativamente.
3
Era una mañana gris. Desde el mar soplaba un viento frío. Tuppence estaba sola, en el extremo más alejado de la playa.
Sacó del bolso dos cartas que acababa de retirar de un pequeño puesto de periódicos del pueblo.
Habían tardado bastante en llegar a su poder, debido a que tuvieron que ser reexpedidas a nombre de una tal señora Spencer. Tuppence gustaba de confundir y cruzar las pistas que dejaba. Sus hijos creían que estaba en Cornwall, con una anciana tía. Abrió la primera carta.
Querida mamá:
Te podría contar un montón de cosas divertidas, pero no debo hacerlo. Creo que nos estamos portando bastante bien. La cotización del día son cinco aviones alemanes antes del desayuno. La cosa está algo liada de momento, pero al final llegaremos donde nos proponemos.
Lo que me subleva es la forma con que ametrallan a la población civil en las carreteras. Eso hace que todo lo veamos rojo. Gus y Trundles me dan muchos recuerdos para ti. Todavía se conservan fuertes.
No te preocupes por mí. Estoy muy bien. No hubiera querido perderme esto por nada del mundo. Recuerdos para el viejo «Cabeza de Zanahoria». ¿Le han dado ya algún trabajo en el Ministerio de la Guerra?
Tuyo siempre,
DEREK.
Tuppence tenía los ojos brillantes mientras leía y releía la carta.
Luego abrió la otra.
Queridísima mamá:
¿Cómo está tía Gracie? ¿Va mejor? Creo que eres maravillosa al seguir ahí. Yo no podría.
No tengo noticias que darte. Mi trabajo es muy interesante, pero tan reservado que no puedo decirte ni de qué se trata. Aunque estoy completamente segura de que lo que hago vale la pena. No te aflijas porque no hayas conseguido ningún empleo; hay que ver lo tontas que parecen todas esas mujeres de edad que vienen a importunar queriendo hacer algo. Lo que se necesita es gente joven y eficiente. Me gustaría saber qué tal va el viejo «Zanahoria» en su trabajo por Escocia. Supongo que se estará cansando de llenar formularios. Pero de todos modos, debe ser feliz teniendo alguna cosilla que hacer.
Muchos besos de,
Deborah.
Tuppence sonrió.
Dobló las cartas y las alisó con cariño. Luego, al abrigo del malecón encendió una cerilla y les prendió fuego. Esperó hasta que se redujeron a cenizas.
Después sacó la pluma estilográfica, junto con un pequeño bloc de papel y escribió con rapidez.
Langherne,
Cornwall
Queridísima Deb:
Desde aquí parece tan lejana la guerra que difícilmente puedo creer que estamos viviendo una. Me he alegrado mucho de recibir tu carta y enterarme de que tu trabajo es interesante.
Tía Gracie está cada día más débil y sus ideas son cada vez más confusas. Creo que está contenta de tenerme aquí. Habla muchas veces acerca de tiempos pasados y en algunas ocasiones parece que me confunde con mi madre. Ahora se cultivan aquí muchas más hortalizas que antes y han convertido el jardín en un campo de patatas. Ayudo un poco al viejo Sikes y eso me hace sentir como si estuviera haciendo algo para la guerra. Tu padre parece estar un poco disgustado, pero creo, como tú, que también se alegra de poder hacer algo.
Recibe el cariño de tu madre,
Tuppence.
Sacó una nueva hoja de papel.
Querido Derek:
He tenido una gran alegría al recibir tu carta. Mándame postales de campaña a menudo, si no tienes tiempo para escribir.
Vine a estar con tía Gracie durante una temporadita. Está muy débil, la pobre. Habla mucho de ti, como si tuvieras todavía siete años, y ayer me dio media libra para que te la enviara como un regalo suyo.
Aún estoy esperando que alguien necesite mis inapreciables servicios. ¡Es extraordinario! Tu padre, como te dije, ha conseguido un empleo en el Ministerio de Aprovisionamientos. Está en algún lugar del norte. Algo mejor que nada, pero no es lo que el pobre «Cabeza de Zanahoria» quería. Supongo que debemos ser humildes, tomar asiento en la última fila y dejar que hagan la guerra cuatro jóvenes idiotas.
No quiero pedirte que te cuides mucho, porque estoy segura de que harías todo lo contrario. Pero no hagas estupideces.
Muchos besos,
Tuppence.
Metió las cartas en sus respectivos sobres, en los que escribió las direcciones y pegó los sellos. Cuando volvía a «Sans Souci» las echó al correo.
Al llegar al pie de la cuesta, se fijó en que dos personas estaban hablando un poco más arriba.
Tuppence se detuvo en seco. Era la misma mujer que vio la tarde anterior y ahora conversaba con Carl von Deinim.
Con gran pesar advirtió que por allí no había ningún sitio donde esconderse. No había manera de acercarse sin ser observada a los otros dos, para oír lo que estaban hablando.
Pero, además, en aquel momento el joven alemán volvió la cabeza y la vio. De una manera más bien precipitada te despidió de su interlocutora. La mujer bajó rápidamente la cuesta, cruzó al otro lado del camino y pasó frente a Tuppence.
Carl von Deinim esperó hasta que esta llegó junto a él.
Luego, grave y cortésmente, le deseó buenos días.
Tuppence se apresuró a comentar:
—Qué aspecto tan extraño tiene la mujer con que estaba usted hablando, señor Deinim.
—Sí. Es de la Europa central. Polaca.
—¿De veras? ¿Alguna amiga… de usted?
El tono de Tuppence era una copia muy buena del acento inquisitivo que tía Gracie empleaba en sus años mozos.
—De ninguna manera —respondió estiradamente—. Nunca vi a esa mujer antes de ahora.
—Claro. Pensé que… —Tuppence hizo una artística pausa.
—Sólo me preguntó una dirección. Le hablé en alemán, porque no entiende muy bien el inglés.
—Ya comprendo. ¿Y le preguntó dónde tenía que ir?
—Me preguntó si conocía a una tal señora Gottlieb que viviera por aquí. Le dije que no y entonces explicó que, quizá cuando se lo dijeron, había entendido mal el nombre de la casa.
—Comprendo —repitió Tuppence moviendo la cabeza pensativamente.
El señor Rosenstein. La señora Gottlieb.
Dirigió una rápida mirada a Carl von Deinim. El joven caminaba a su lado y su cara, como de costumbre, tenía una expresión grave y seria.
Tuppence sintió que se confirmaban sus sospechas respecto a aquella mujer. Y estaba convencida de que cuando los encontró. Carl y ella llevaban hablando un buen rato.
¿Carl von Deinim?
Carl y Sheila, aquella mañana. «Debes tener cuidado…».
Tuppence pensó:
«Espero… deseo que estos jóvenes no estén complicados en el asunto».
Era una sentimental, se dijo; una sentimental entrada en años. La doctrina nazi era un credo joven. Y los agentes nazis serían probablemente jóvenes. Carl y Sheila. Tommy dijo que Sheila no tenía nada que ver con ello. Sí; pero Tommy era hombre y Sheila era bonita, con una de esas bellezas que quitan el aliento.
Carl y Sheila, y detrás de ellos la enigmática figura de la señora Perenna. Aquella mujer que en ocasiones era la voluble patrona de una casa de huéspedes y que, en otras, por breves momentos, tenía una personalidad trágica y violenta.
Tuppence subió lentamente la escalera y se dirigió a su habitación.
Aquella noche, cuando fue a acostarse, abrió el cajón del buró. En un rincón había una cajita de laca japonesa, cuya cerradura era de las más sencillas. Tuppence se calzó unos guantes, dio la vuelta a la llave y abrió la caja. Dentro había un montón de cartas y encima de todas ellas estaba la que había recibido de «Raymond» aquella misma mañana. La desdobló con las debidas precauciones.
Luego frunció los labios. Aquella mañana había una pestaña en el doblez del papel. Ahora la pestaña había desaparecido.
Se dirigió hacia el lavabo y cogió una botella cuyo contenido, según indicaba inocentemente la etiqueta, era polvo gris.
Tuppence esparció con gran destreza un poco de polvo sobre la carta y sobre la superficie esmaltada de la caja.
En ninguna de las dos se veía huella digital alguna.
Hizo un nuevo signo afirmativo, como si sintiera cierta satisfacción amarga.
Porque allí debía haber huellas digitales… las suyas propias.
Una criada podía haber leído las cartas por mera curiosidad, aunque parecía poco probable, o mejor dicho, imposible, que se hubiera tomado la molestia de buscar una llave que pudiera abrir la caja.
Y además, una criada no hubiera pensado en borrar sus huellas digitales.
¿La señora Perenna? ¿Sheila? ¿Algún otro? Alguien, por lo menos, que estaba interesado en los movimientos de las fuerzas armadas británicas.
4
El plan de campaña de Tuppence había sido bien simple en su esquema. En primer lugar, una estimación general de probabilidades y posibilidades. Luego un experimento para determinar si entre los huéspedes de «Sans Souci» había alguien a quien interesaran los movimientos de tropas y tratara de ocultar tal hecho. Y, por último, averiguar quién era esa persona.
Y en relación con este tercer movimiento estaba recapacitando Tuppence, a la mañana siguiente, antes de levantarse de la cama.
Sus pensamientos se veían ligeramente turbados por la presencia de Betty Sprot, que había entrado en la habitación, a primera hora de la mañana, precediendo a la taza de líquido tibio y oscuro, conocido vulgarmente con el nombre de «Té matinal».
Betty demostraba tanta actividad como volubilidad. Se había aficionado a Tuppence. Trepó a la cama y puso bajo las narices de Tuppence un cuento infantil estropeado en extremo, mientras pedía lacónicamente:
—Lee.
Tuppence obedeció al punto.
«Oca, oca, ganso, ¿adónde irás?».
«Arriba, abajo, por la alcoba de mi ama».
Betty rodó alegremente por encima de la cama, repitiendo entusiasmada:
—«Aíba»… «aíba»… «aíba» —y luego, con un repentino cambio—. Abajo…
Y se dejó caer de la cama, dándose un porrazo en el suelo.
Esta diversión se repitió varias veces, hasta que se cansó de ella. Después, Betty corrió a gatas por el suelo, jugando con los zapatos de Tuppence y murmurando trabajosamente para sí, en su propio idioma:
—«Yo bao»… «bao así»… «así é»…
Tuppence se olvidó de la chiquilla y volvió a pensar en sus problemas. Las palabras de la canción infantil parecían burlarse de ella.
«Oca, oca, ganso, ¿adónde irás?».
Era cierto, ¿adónde? La oca era ella y Tommy era el ganso. ¡Al fin y al cabo, eso parecían ser! A Tuppence le desagradaba en extremo la señora Blenkensop. El señor Meadowes, pensó, estaba un poco mejor; estólido, británico, nada imaginativo e increíblemente estúpido. Era de esperar que ambos no desentonarían en el ambiente de «Sans Souci». Eran dos tipos que podían encontrarse en lugares semejantes.
Pero de todas formas, no había que descuidarse. Y era fácil cometer un error. Ella misma había sufrido uno hacía pocos días; nada de particular, pero lo suficiente para advertirle que debía tener cuidado. El que una aficionada a hacer calceta pidiera consejo sobre una determinada clase de punto, constituía en sí una sencilla forma de aproximación para intimar y trabar buenas relaciones con otra persona. Pero una noche se olvidó de que era una aficionada y, sin darse cuenta, sus dedos emprendieron veloz y eficiente carrera, hija de la práctica, haciendo entrechocar diligentemente las agujas con esa nota que sólo consiguen hacer sonar las expertas calceteras. La señora O’Rourke se dio cuenta de ello y desde entonces Tuppence había tenido buen cuidado de tomar un camino intermedio; no tan torpe como pretendió ser al principio, ni tan rápida como en realidad podía ser.
—«¿Yo o bao?» —preguntó Betty, y al ver que no le contestaban, repitió la pregunta—: «¿Yo o bao?».
—Cariño, preciosa —dijo Tuppence distraídamente—. Bonita.
Satisfecha, al parecer, Betty volvió a murmurar para sí misma.
El próximo paso, pensó Tuppence, puede ser llevado a cabo fácilmente. Es decir, con la ayuda de Tommy. En el pensamiento veía con claridad cómo había que hacerlo…
Mientras forjaba sus planes, tendida en la cama, el tiempo pasaba rápidamente. La señora Sprot entró en la habitación, casi sin aliento, buscando a Betty.
—¡Oh! Aquí está. No sabía dónde podía haberse metido. ¡Betty, eres una niña muy traviesa…! ¡Dios mío!, señora Blenkensop, no sabe cuánto lo siento.
Tuppence se sentó en la cama. Betty, con cara de no haber roto un plato, estaba contemplando su obra.
Había quitado todos los cordones de los zapatos de Tuppence y los había sumergido en un vaso de agua que cogió del lavabo. Y entonces los estaba removiendo jubilosamente con el dedo.
Tuppence rio de buena gana y cortó las excusas de la señora Sprot.
—¡Qué cosa tan divertida! No se apure, señora Sprot, ya se secarán. La culpa es mía. Tuve que vigilarla y ver lo que hacía. Se ha estado muy quietecita.
—Ya lo sé —la señora Sprot suspiró—. Siempre que se están callados es mala señal. Ya le traeré otros cordones.
—No se preocupe —dijo Tuppence—. Cuando se sequen quedarán bien.
La señora Sprot se llevó a Betty y Tuppence se levantó para poner en obra su plan.