1
Cuando Tuppence entró en el salón de «Sans Souci», poco antes de la hora de comer, la única ocupante de la habitación era la monumental señora O’Rourke, que estaba sentada junto a la ventana y parecía un Buda gigantesco. Saludó a Tuppence con su acostumbrada cordialidad.
—¡Vaya! ¡Si es la señora Blenkensop! Ya veo que también opina igual que yo. Le gusta bajar con tiempo, para descansar durante unos minutos antes de entrar en el comedor. Me gusta esta habitación, en particular cuando hace buen tiempo y se pueden abrir las ventanas para no sentir el olor de la cocina. Es algo terrible, sobre todo con estos sitios y cuando en el fogón se están cociendo cebollas o coles. Siéntese aquí, señora Blenkensop, y cuénteme qué es lo que ha hecho en un día tan estupendo como hoy, y qué le parece Leahampton.
Había algo en la señora O’Rourke que ejercía una profunda fascinación sobre Tuppence. Aquella mujer más bien parecía un ogro escapado de un cuento infantil. Y no era descabellado considerarla como una fantasía de la infancia, a la vista de su corpulencia, su voz profunda, su bigote y barba bien señalados, sus ojos brillantes y profundos y la impresión de que su tamaño, en conjunto, era superior al de los demás mortales.
Tuppence replicó que Leahampton le estaba gustando mucho y que esperaba pasarlo muy bien allí.
—Es decir —añadió con acento melancólico—, tan bien como pueda pasarlo en cualquier otro lado, pesando sobre mí esta terrible ansiedad.
—¡Vamos! No se atormente —aconsejó afablemente la señora O’Rourke—. Sus hijos volverán junto a usted, sanos y salvos. No lo dude. Uno de ellos está en las Fuerzas Aéreas, ¿no dijo usted eso?
—Sí, Raymond.
—¿Y está ahora en Francia o en Inglaterra?
—En este momento está en Egipto, pero por lo que me dijo en su última carta… Bueno, no lo dice precisamente… tenemos convenida entre nosotros una especie de clave. Ciertas frases significan determinadas cosas. Creo que está completamente justificado, ¿no le parece?
La señora O’Rourke se apresuró a contestar:
—¡Claro que sí! Es el privilegio de una madre.
—Sí. Yo estimo que debo saber dónde está.
La otra mujer asintió con aquella cabeza parecida a la de un Buda.
—Estoy completamente de acuerdo con usted. Si yo tuviera un hijo en la guerra engañaría al censor de igual manera, puede estar segura. ¿Y su otro hijo, el que está en la Marina?
Tuppence empezó a relatar la leyenda de Douglas.
—Pues ya ve usted —terminó—. Me encuentro muy sola sin mis tres chicos. Nunca se alejaron de mí, todos a la vez, como ha ocurrido ahora. Me miman mucho. Estoy convencida de que me tratan más bien como a una amiga que como a una madre —rio satisfecha—. Tengo que reprenderles algunas veces y obligarles a que salgan solos.
Y al decir esto, pensó: «¡Qué asco de mujer debo estar pareciendo!».
—Lo cierto es —prosiguió en voz alta— que no sé qué hacer ni adónde ir. Expiró el plazo de arrendamiento del piso que tenía en Londres, y me pareció una tontería volver a renovarlo. Pensé que si me fuera a vivir a un sitio tranquilo, pero que tuviera un buen servicio de trenes…
Se detuvo.
La cabeza de Buda volvió a asentir.
—Me parece que ha hecho muy bien. Londres no resulta agradable, por ahora. ¡Con aquella oscuridad! Yo también he vivido allí durante algún tiempo. Sepa usted que era una especie de traficante de antigüedades. Tal vez conocía usted mi tienda, en Carnaby Street, Chelsea. Tenía un letrero sobre la puerta que decía: «Kate Kelly». Vendía allí cosas muy buenas… muy buenas. La mayoría de cristal. Watelford, Cork… preciosidades. Arañas, jarros y cosas parecidas. Tenía también cristal de procedencia extranjera. Y muebles pequeños… nada de muebles grandes… sólo pequeñas piezas de estilo… de nogal y roble. Cosas preciosas… y tenía algunos clientes muy buenos. Pero ya se sabe; viene la guerra y todo se hunde. He tenido suerte de acabar con pocas pérdidas.
Un tenue recuerdo cruzó la mente de Tuppence. Una tienda llena de cristal, entre la cual era difícil moverse; una voz agradable y persuasiva y una mujer corpulenta y apremiante. Sí; estaba segura de haber entrado en aquella tienda.
La señora O’Rourke prosiguió:
—No soy de las que les gusta estar siempre quejándose… como algunos de los que viven en esta casa. El señor Cayley, por ejemplo, con sus bufandas, sus mantas y sus lamentos acerca de que los negocios le van muy mal. Claro que le han de ir mal ahora que estamos en guerra… Y su mujer, que ni siquiera es capaz de hablar. Luego está la señora Sprot, siempre preocupada por su marido.
—¿Está en el frente?
—Nada de eso. Es un chupatintas de tres al cuarto, empleado en una Compañía de Seguros, ni más ni menos, y con tanto miedo a los bombardeos que tiene a su mujer aquí desde que empezó la guerra. Yo creo que eso está bien por lo que se refiere a la chiquilla, que es una monada, pero la señora Sprot siempre está preocupada porque su marido no puede venir más a menudo… y no para de decir que su Arthur la estará echando mucho de menos. Pero si quiere que le diga la verdad, Arthur no parece pensar tal cosa… quizá tiene otro pescado en la sartén.
—Compadezco a todas esas madres —murmuró Tuppence—. Si dejan que se les lleven a los niños, no disfrutan de un momento de tranquilidad pensando en ellos. Y si deciden llevárselos ellas, les resulta penoso tener que dejar al marido.
—Sí. Y además, sale caro el tener que mantener dos casas.
—Pues aquí pagamos unos precios bastante razonables —observó Tuppence.
—Desde luego. No hay duda de que le sacamos todo si provecho posible al dinero que pagamos. La señora Perenna es una buena patrona, aunque como mujer la encuentro algo rara.
—¿En qué sentido? —preguntó Tuppence.
La señora O’Rourke hizo un pequeño guiño y contestó:
—Pensará usted que soy una charlatana inveterada. Y es verdad. Me intereso por mis semejantes y debido a eso me gusta sentarme en esta silla tan a menudo como puedo. Desde aquí se ve quién entra y quién sale; quién está en la terraza y qué pasa en el jardín. Pero ¿de qué estábamos hablando?… ¡Ah, sí!, de la señora Perenna y de sus rarezas. Creo que no me equivoco al afirmar que en la vida de esa mujer tiene que haber ocurrido un gran drama.
—¿De veras cree usted eso?
—Claro que sí. ¡Hay que ver el misterio de que se rodea! Un día le pregunté de qué parte de Irlanda era, y ¡pásmese!, me dejó hecha de una pieza al decirme que ella nunca estuvo en Irlanda.
—¿Y piensa usted que es irlandesa?
—¡Naturalmente! ¡Si conoceré yo a las mujeres de mi tierra! Hasta le puedo decir el condado en que nació. ¡Vamos! Y me dijo que era inglesa y su marido español…
La señora O’Rourke calló al ver que entraba la señora Sprot, seguida por Tommy.
Tuppence asumió inmediatamente una actitud alegre y vivaracha.
—Buenas noches, señor Meadowes. Parece que hoy está usted muy animado.
—El secreto consiste en que hice mucho ejercicio —contestó Tommy—. Una partida de golf esta mañana y un paseo por el puerto esta tarde.
Millicent Sprot intervino en la conversación con su proverbial ligereza.
—Pues esta tarde me llevé a la niña a la playa. Quena chapotear un poco en el agua, pero no la dejé, pues creo que hace demasiado fresco todavía. Mientras le ayudaba a levantar un castillo de arena, vino un perro, me cogió la calceta y salió corriendo, deshaciendo casi todo lo que tenía hecho. ¡Qué fastidio! Con lo difícil que es ahora volver a recoger los puntos. Casi no sé hacer calceta.
—Adelantó usted mucho ese pasamontañas —dijo la señora O’Rourke, volviendo súbitamente su atención hacia Tuppence—. Hay que ver cómo ha corrido. Me parece recordar que la señorita Minton dijo que no tenía usted mucha práctica.
Tuppence enrojeció ligeramente. Los ojos de la señora O’Rourke tenían una expresión penetrante.
Con acento contrito, Tuppence confesó:
—En realidad, hice mucha calceta en mi vida. Pero no dije aquello a la señorita Minton, porque creo que le gusta ayudar a la gente.
Todos rieron ante tal declaración.
Unos minutos después llegaron los demás huéspedes, y al poco rato sonó el batintín.
Durante la comida, la conversación versó sobre el interesante tema de los espías. Salieron a relucir viejas historias al respecto. La monja de brazo musculoso; el clérigo que aterrizó colgado de un paracaídas y que usó un lenguaje muy poco clerical cuando se dio un buen golpe al llegar a tierra; la cocinera austríaca que escondía una emisora de radio clandestina en la chimenea de su habitación; y todo lo que sucedió o estuvo a punto de suceder a tías y primos segundos de todos los presentes. Este tema llevó con gran facilidad a tratar de las actividades de la quinta columna y a vituperar la conducta de los fascistas británicos, de los comunistas, del Partido de la Paz y de los que alegaban tener objeciones de conciencia para no ir al frente. Era una conversación vulgar y corriente; de las que podían oírse cualquier día y en cualquier lugar. Y, sin embargo, Tuppence vigiló estrechamente las cosas y el comportamiento de los demás, mientras hablaba, al objeto de ver si podía sorprender alguna palabra o frase significativa. Pero no consiguió nada. Sheila Perenna fue la única que no tomó parte en la conversación; mas aquello podía atribuirse a su habitual taciturnidad. Durante toda la comida su cara tuvo una expresión hosca y pensativa.
Como aquella noche no acudió a cenar el joven alemán, los demás hablaron sin cortapisas.
Sheila sólo intervino hacia el final de la cena.
La señora Sprot acababa de decir con su tono débil y aflautado:
—Yo opino que en la última guerra los alemanes cometieron un error al fusilar a la enfermera Cavell. Eso hizo que todos se pusieran en contra suya.
Fue entonces cuando Sheila, echando hacia atrás la cabeza, preguntó con voz impetuosa y juvenil:
—¿Y por qué no debían fusilarla? Era una espía, ¿verdad que sí?
—¡Oh, no! No era una espía.
—Ayudó a varios ingleses para que escaparan… de un país enemigo. Es lo mismo. ¿Por qué no tenían que fusilarla?
—Pero fusilar a una mujer… y, además, enfermera…
Sheila se levantó.
—Creo que los alemanes hicieron muy bien —dijo.
Y salió al jardín por una de las ventanas francesas.
Hacía bastante rato que habían servido los postres, consistentes en varios plátanos no acabados de madurar y algunas naranjas pasadas.
Los comensales se levantaron y pasaron al salón donde se servía el café.
Sólo Tommy, discretamente, se dirigió al jardín, donde encontró a Sheila Perenna que, apoyada en el parapeto que rodeaba la terraza, miraba hacia el mar. Fue hacia la joven y se detuvo a su lado.
Por su apresurada respiración, Tommy se dio cuenta de que algo había trastornado grandemente a la muchacha. Le ofreció un cigarrillo, que ella aceptó, y luego dijo:
—Hermosa noche.
Con voz baja e intensa, ella contestó:
—Podría serlo, sí…
Tommy la miró indeciso. Sintió sobre él, de pronto, la atracción que ejercía la vitalidad de aquella joven. En ella adivinaba una vida tumultuosa; una especie de fuerza apremiante. Estaba seguro de que era una de esas mujeres por las que un hombre sin duda alguna puede perder fácilmente la cabeza.
—Si no fuera por la guerra. ¿Es eso lo que quiere decir? —preguntó.
—No me refería a ello en absoluto. Odio la guerra.
—Todos la odiamos.
—Pero no como yo. Odio toda esa palabrería que se emplea sobre ella toda esa presunción… y ese horrible patriotismo.
—¿Patriotismo? —Tommy se sobresaltó.
—Sí; odio el patriotismo, ¿me entiende? Tanto repetir eso de «patria», «patria», «¡patria!». Traicionar a tu patria… morir por tu patria… servir a tu patria. ¿Por qué ha de significar tanto la patria de uno?
Tommy se limitó a contestar:
—No lo sé. Pero significa.
—¡Pues para mí no! Para usted, tal vez… porque se va al extranjero y vende y compra por todo el Imperio Británico. Y vuelve bronceado y con una gran colección de fotografías, haciendo comentarios sobre las gentes exóticas que ha visto y hablando de las cosas raras que le han sucedido.
Tommy objetó suavemente:
—Tengo la esperanza de no ser tan malo como todo eso.
—He exagerado un poco…, pero usted sabe a qué me refiero. Usted cree en el Imperio británico… y…, en la estupidez de morir por la propia patria.
—Mi patria —replicó secamente Tommy— no parece tener mucho interés en dejarme que muera por ella.
—Sí; pero usted lo desea. ¡Y eso es estúpido! No hay nada que valga la pena de morir por ello. Todo se reduce a una «idea»… y hablar… hablar… soltar ampulosas idioteces de altos vuelos. Mi patria no significa realmente lo más mínimo para mí.
—Algún día se llevará una sorpresa al comprobar cuánto significa —observó Tommy.
—¿Sabe usted quién fue mi padre?
—No —el interés de Tommy creció de punto.
—Se llamaba Patrick Maguire. Fue… fue uno de los seguidores de Casement en la última guerra. ¡Lo fusilaron por traidor! ¡Y todo para no conseguir nada! Por una idea… se dejó arrastrar por otros irlandeses, ¿por qué no se quedó en casa y no se metió en lo que no le importaba? Es un mártir para unos, y un traidor para otros. Pero yo creo que tan sólo fue… ¡un estúpido!
Se notaba en la voz de ella una rebelión reprimida.
—¿Y esa es la sombra bajo la que ha crecido usted? —preguntó Tommy.
—Una sombra; eso es. Mi madre cambió de nombre. Vivimos en España durante algunos años y por eso dice que mi padre fue español. Luego recorrimos toda Europa y, finalmente, llegamos aquí y pusimos esta pensión. Creo que fue el error más grande que cometimos.
—¿Y qué piensa su madre acerca de… todo ello? —preguntó él.
—¿Se refiere usted a la muerte de mi padre? —Sheila calló durante un momento, mientras fruncía el ceño y luego dijo lentamente—: Nunca lo supe… no habla jamás de ello. No es fácil saber lo que mi madre piensa o siente.
Tommy asintió pensativamente.
—No…, no sé por qué le he contado todo esto —dijo Sheila de pronto—. Se me ha ido el santo al cielo. ¿Cómo empezó todo ello?
—Con una discusión acerca de Edith Cavell.
—¡Ah, sí! El patriotismo. Ya le dije que lo odio.
—¿Se ha olvidado usted de las palabras de la propia enfermera Cavell?
—¿Qué palabras?
—Antes de morir. ¿No sabe usted lo que dijo?
Y citó:
—«El patriotismo no es bastante… no debo guardar odio alguno en mi corazón».
—¡Oh!
La joven quedó inmóvil durante un momento, como aturdida.
Luego, dando una rápida vuelta, se alejó hasta perderse en las sombras del jardín.
2
—Ya ves, pues, cómo todo coincide, Tuppence.
Ella asintió con aspecto pensativo. A su alrededor, la playa estaba completamente desierta. Tuppence se había recostado contra el malecón, mientras Tommy, sentado en lo alto de él, podía ver si alguien se acercaba por la explanada. No esperaba encontrarse con ningún conocido, pues antes de salir de casa procuró enterarse, con más o menos exactitud, acerca de los proyectos que para aquella mañana tenían formados los demás huéspedes. En todo caso, su encuentro con Tuppence había tenido todas las características de una entrevista casual; agradable para la señora y ligeramente alarmante para él mismo.
—¿La señora Perenna? —dijo Tuppence.
—Sí. Parece ser «M». En ella se cumplen todos los requisitos.
Tuppence asintió de nuevo.
—En efecto. Tal como descubrió la señora O’Rourke, es irlandesa, aunque no ha querido admitirlo. Ha recorrido toda Europa. Cambió su nombre por el de Perenna; vino aquí y puso esta casa de huéspedes. Una magnífica «tapadera», llena de inofensivos pelmazos. Su marido fue fusilado por traidor y ella cuenta con un buen número de motivos para dirigir las actividades de la quinta columna de este país. Sí; todo coincide. ¿Crees que la chica también está complicada?
Tommy contestó con acento definitivo:
—De ninguna manera. No me hubiera hecho todas aquellas confidencias. Si así no fuera, me… me considero un ente despreciable.
Tuppence volvió a mirar afirmativamente la cabeza, como dando a entender que comprendía perfectamente lo que sentía su marido.
—Sí; eso es lo que pasa. En cierto modo, este es un juego asqueroso.
—Pero muy necesario.
—Desde luego.
Tommy se sonrojó ligeramente y observó:
—Me gusta mentir tan poco como a ti.
Tuppence le interrumpió:
—El mentir me preocupa un poco. A decir verdad, con mis mentiras obtengo una gran cantidad de satisfacción artística. Lo que me fastidia son esos momentos en que una se olvida de mentir; en que una vuelve a ser quien realmente es, y consigue resultados que no podría obtener de ninguna otra manera —hizo una pausa—. Eso te ocurrió ayer por la noche con esa muchacha. Ella se confió a tu verdadero «yo»; y por eso ahora te sientes culpable.
—Creo que tienes mucha razón, Tuppence.
—Lo sé. Porque me pasó lo mismo con ese chico alemán.
—¿Qué piensas de él? —preguntó Tommy.
Tuppence se apresuró a contestar:
—Con franqueza, no creo que tenga nada que ver con esto.
—Pues Grant no lo estima así.
—¡Otra vez tu señor Grant! —las maneras de Tuppence cambiaron. Rio por lo bajo—. ¡Cómo me hubiera gustado verle la cara cuando le contaste lo mío!
—Al fin y al cabo ha hecho una «amende honorable». Ahora ya te ocupas oficialmente de este asunto.
Tuppence asintió, pero parecía algo abstraída.
—¿Te acuerdas cuando perseguíamos al señor Brown… después de la última guerra? ¿Recuerdas qué divertido fue? ¿Qué animados estábamos?
Tommy convino en ello, mientras su cara se iluminaba.
—¡Claro que lo recuerdo!
—Tommy…, ¿por qué no pasa ahora lo mismo? —preguntó Tuppence.
Mientras consideraba él la pregunta, su cara adoptó un aspecto grave.
—Supongo que será debido… a la edad —dijo al fin.
—¿Crees que somos demasiado viejos? —preguntó ella vivamente.
—No; estoy seguro de que no. No es más que… esta vez… no será divertido, aunque en otros aspectos es lo mismo. Esta es la segunda guerra en que nos vemos envueltos y ahora nuestras opiniones son completamente diferentes.
—Ya sé… Ahora nos damos cuenta de todas las desgracias y los horrores de la guerra. Todas esas cosas en las que, por ser demasiado jóvenes, no pensábamos entonces.
—Eso es. En la última guerra pasé mis buenos sustos de cuando en cuando; escapé por los pelos en varias ocasiones y me vi en uno o dos fregados bastante gordos. Pero también se pasaron buenos ratos.
—Supongo que Derek opina ahora lo mismo —dijo Tuppence.
—Es preferible que no pensemos en él —advirtió Tommy.
—Tienes razón —Tuppence apretó firmemente los dientes—. Tenemos una misión y vamos a terminarla. Prosigamos. ¿Hemos encontrado en la señora Perenna todo lo que buscábamos?
—Podemos decir, por lo menos, que es la más indicada. ¿No habrá nadie más, Tuppence, en quien hayas puesto el ojo?
Tuppence recapacitó.
—No. No hay nadie más. Desde luego, lo primero que hice al llegar fue clasificarlos a todos y fijar posibilidades, tal como se presentaban. Algunos de ellos, al parecer, no pueden tener relación de ninguna clase con el caso.
—¿Cuáles son?
—La señorita Minton, por ejemplo. Es una típica solterona inglesa. La señora Sprot con su Betty y la insípida señora Cayley.
—Sí; pero la insulsez no puede darse como un hecho en el que podamos basarnos.
—De acuerdo. Mas los papeles de solterona remilgada y de joven mamá dedicada exclusivamente a su retoño, tienen el peligro de que al desempeñarlos se incurra en exageraciones… y esta gente es completamente natural. Además, por lo que se refiere a la señora Sprot, hemos de tener en cuenta a la pequeña.
—Supongo —dijo Tommy— que hasta un agente secreto puede tener un hijo.
—Pero no llevarlo consigo cuando trabaja —replicó Tuppence—. No es de esas cosas en que pueda mezclarse a un niño. Estoy completamente segura de ello. Lo sé. Lo más natural es apartar a los chicos de estos asuntos de índole tan delicada.
—Me callo —dijo Tommy—. Te concedo a la señora Sprot y a la señorita Minton; pero no estoy tan seguro en cuanto a la señora Cayley.
—Sí; tal vez en ella exista una posibilidad. Porque mirándolo bien, exagera bastante su papel. Quiero decir con ello que no puede haber mujeres tan completamente idiotas como ella parece ser.
—He notado a menudo que el ser una esposa devotísima embota la inteligencia.
—¿Y en quién has observado eso? —preguntó Tuppence.
—No en ti, Tuppence. Tu devoción nunca alcanzo esos límites.
—Para ser hombre, no eres de los que organizan un buen revuelo cuando están enfermos —observó ella benévolamente.
Tommy volvió a considerar las posibilidades del caso.
—Cayley —dijo—. En ese hay algo que no está lo suficientemente claro.
—Sí, puede ser. Luego tenemos a la señora O’Rourke.
—¿Qué opinas de ella?
—No sé qué decirte. Me tiene intranquila. No sé si me entenderás.
—Creo que sí. Pero me parece que ello es debido a su aspecto tremebundo. Es su manera de ser.
Tuppence comentó lentamente:
—Se fija mucho en las cosas.
Recordaba entonces las observaciones que le hizo la mujer acerca de la calceta.
—Luego está Bletchley —dijo Tommy.
—Casi no he hablado con él. Es cosa tuya.
—Creo que no es más que un soldado chapado a la antigua. Estoy seguro de ello.
—Eso es, justamente —dijo Tuppence, contestando más bien al énfasis de la conversación que a las palabras de su marido—. Lo malo de estos asuntos es que uno trata con gente vulgar y corriente, a la que se quiere presentar bajo diferente aspecto, para hacerla coincidir con los morbosos requisitos que uno exige.
—He hecho unos cuantos experimentos con Bletchley —anunció Tommy.
—¿De qué clase? Yo también tengo algunos planeados.
—Pues… sólo pequeñas y vulgares trampas acerca de fechas y lugares. Cosas así.
—¿Podrías dejar de generalizar y ser un poco más concreto?
—Pues bien, supongamos que estamos hablando sobre cacerías de patos. El hombre menciona El-Fayum. Buena cacería en tal mes de tal año. Poco después me refiero a Egipto, pero sobre otro asunto diferente por completo. Momias, Tutankhamen, o algo por el estilo, y le pregunto si tuvo ocasión de verlo. ¿Cuándo estuvo allí? Luego cotejo sus contestaciones. O hablamos de los barcos que hacen la ruta de la India. Mencionó el nombre de uno o dos y digo que el barco «X» es muy cómodo. El hombre se refiere después a alguno de los viajes que ha hecho y yo compruebo si dice la verdad. Nada importante o que pueda ponerle en guardia; tan sólo una prueba de exactitud.
—¿Y hasta ahora no ha fallado en ningún aspecto?
—Ni una sola vez. Y permíteme que te diga que es una prueba bastante buena.
—Sí; pero supongo que si fuera «N», tendría aprendida de memoria su historia.
—Claro… por lo menos en líneas generales. Pero no creas que es tan fácil dejar de equivocarse en detalles poco importantes. De cuando en cuando te acuerdas de demasiadas cosas… de muchas más de las que pueda recordar una persona que no tenga nada que ocultar. Una persona corriente, por lo general, no recuerda de buenas a primeras si estuvo cazando patos en 1926 o en 1927. Tiene que recapacitar un poco y rebuscar en su memoria.
—Pero hasta ahora no has cogido a Bletchley en renuncio, ¿verdad?
—Hasta hoy ha contestado siempre adecuadamente.
—Por lo tanto, resultado… negativo.
—Exacto.
—Pues ahora —anunció Tuppence— te voy a exponer algunas de mis ideas.
Y así lo hizo.
3
Cuando volvía a casa, la señora Blenkensop se detuvo en la estafeta de Correos. Compró unos sellos y antes de salir a la calle entró en una de las cabinas del teléfono público. Marcó un número y preguntó por el «señor Faraday». Este era el método establecido para comunicarse con el señor Grant. Salió de la cabina sonriendo y se dirigió lentamente hacia casa, no sin antes comprar unas madejas de lana para reanudar sus labores de calceta.
Hacía una tarde muy agradable y soplaba una ligera brisa. Tuppence convirtió la natural energía de su paso rápido en un plácido caminar, más apropiado al concepto que tenía sobre el papel de la señora Blenkensop. La señora Blenkensop no tenía otras ocupaciones que hacer calceta, no muy bien por cierto, y escribir a sus hijos. Siempre estaba escribiéndoles y algunas veces dejaba las cartas a medio terminar.
Tuppence ascendió lentamente la colina hacia «Sans Souci». No había mucho tránsito, pues el camino no era de los más concurridos, ya que terminaba en «El descanso del contrabandista», domicilio del teniente de navío Haydock. Sólo por las mañanas se veían algunas camionetas de reparto. Tuppence pasó ante las casas que bordeaban la carretera, divirtiéndose al ver los nombres con que las designaban sus propietarios. «Bella vista», mal llamada así, pues desde ella no se conseguía ni un atisbo del mar, y solamente se contemplaba una maciza construcción denominada «Edenholme», de estilo Victoriano, situada al otro lado del camino. «Karachi» se llamaba la casa que venía a continuación y después estaba «Shirley Tower». Luego, con un nombre más apropiado, se hallaba una casita denominada «Vista al mar». Junto a ella se encontraba «Castillo Clarita», demasiado grandilocuente, pues se trataba de una pequeña villa. «Thelawny» era un establecimiento rival del de la señora Perenna, y por fin, se hallaba la gran mole rojiza de «Sans Souci».
Cuando se acercaba a la casa, Tuppence divisó a una mujer detenida junto a la cancela. Estaba mirando hacia el interior y en su figura se notaba cierto aspecto tenso y vigilante.
Casi sin darse cuenta, Tuppence amortiguó el ruido de sus pasos y caminó cautelosamente de puntillas.
La mujer no se dio cuenta de que alguien se iba acercando hasta que Tuppence estuvo junto a ella. Entonces dio la vuelta, sobresaltada.
Era una mujer de elevada estatura; pobre, o mejor dicho, miserablemente vestida. Pero su cara tenía una nota insólita. No era joven, ya que su edad rondaría los cuarenta años, mas en ella se apreciaba fuerte contraste entre su cara y la forma en que iba vestida. Era rubia, de anchos pómulos y había sido o era hermosa. Tuppence tuvo la sensación durante un instante de que la cara de la mujer le era familiar, pero tal idea se desvaneció rápidamente. Pensó, sin embargo, que era una cara de la cual no sería fácil olvidarse.
Parecía evidente que la mujer estaba sobresaltada y el destello de alarma que creyó por su semblante no pasó inadvertido para Tuppence. ¿Había algo extraño en aquello?
—Perdone —dijo—. ¿Busca usted a alguien?
La mujer habló con lentitud y acento extranjero, pronunciando las palabras cuidadosamente, como si las hubiera aprendido de memoria.
—¿Esta casa se llama «Sans Souci»?
—Sí. Aquí vivo yo. ¿Quiere ver a alguien?
Se produjo una pausa brevísima y luego la mujer replicó:
—¿Puede usted decirme, por favor, si vive aquí el señor Rosenstein?
—¿El señor Rosenstein? —Tuppence sacudió la cabeza—. No. Me parece que no. Tal vez residió aquí y luego se marchó. ¿Quiere que lo pregunte?
Pero la mujer hizo un rápido gesto, como rehusando tal ofrecimiento.
—No, no —dijo—. Me equivoqué. Perdone, por favor.
Después, dio rápidamente la vuelta y se alejó con paso vivo, descendiendo la colina.
Tuppence contempló cómo disminuía en la distancia la figura de la mujer. Sintió en su interior despertarse toda una gama de sospechas. Existía un fuerte contraste entre las maneras de la desconocida y sus palabras. Tuppence estaba convencida de que el «señor Rosenstein» era una ficción; que la mujer había utilizado el primer nombre que le cruzó por la imaginación.
Titubeó un momento y luego empezó a bajar la cuesta, siguiendo a la otra. Lo que solamente podía describir como «una idea» le impulsaba a seguir a aquella mujer.
Sin embargo, al poco rato se detuvo. Lo que estaba haciendo sólo serviría para atraer la atención sobre ella. Cuando habló con la desconocida estaba a punto de entrar en «Sans Souci» y si ahora alguien veía que la seguía, tal vez sospechara que la señora Blenkensop no era lo que parecía ser. Todo ello suponiendo que la mujer formara parte del complot enemigo.
—No. La señora Blenkensop debía seguir pareciendo lo que había sido hasta entonces.
Tuppence se dio la vuelta y emprendió el camino de regreso. Entró en «Sans Souci» y se detuvo en el vestíbulo. La casa parecía desierta, como solía ocurrir en las primeras horas de la tarde. Betty estaría haciendo su siesta y las personas mayores, o bien estaban descansando, o habían salido.
Y entonces, mientras Tuppence estaba en el oscuro vestíbulo, un ligero ruido llegó a sus oídos. Era un ruido que ella conocía muy bien; la suave percusión del martillo de un timbre.
El teléfono de «Sans Souci» estaba instalado en el vestíbulo y el ruido que acababa de oír Tuppence era el que el produce cuando se levanta o se cuelga el auricular de una extensión, o teléfono supletorio. En la casa había una de tales extensiones instalada en el dormitorio de la señora Perenna.
Tommy tal vez hubiera dudado, pero Tuppence no titubeó ni un instante. Con gran cuidado levantó el auricular y se lo aplicó al oído.
Alguien estaba hablando. Era una voz de hombre y Tuppence oyó:
—… todo va bien. El cuarto, pues, como quedamos.
Una voz de mujer contestó:
—Sí. Hasta entonces.
Y se cortó la comunicación.
Tuppence no se movió, pero frunció el ceño. ¿Era la voz de la señora Perenna? No podía asegurarlo habiendo oído sólo aquellas tres palabras. Si hubiera hablado un poco más… Pudo muy bien tratarse de una conversación corriente, y por lo poco que oyó de ella, nada había que indicara lo contrario.
Una sombra oscureció la luz que entraba por la puerta. Tuppence dio un respingo y colgó el auricular a tiempo de que la señora Perenna decía:
—Qué tarde tan agradable. ¿Va usted a salir, señora Blenkensop, o acaba de llegar?
No era, por lo tanto, la señora Perenna la que había hablado desde la extensión. Tuppence murmuró algo acerca de que había dado un buen paseo y se dirigió hacia la escalera.
La señora Perenna atravesó el vestíbulo detrás de ella. Parecía mucho más corpulenta que de ordinario. Tuppence se dio cuenta de que era una mujer de proporciones atléticas.
—Voy a quitarme el abrigo —se excusó y corrió escaleras arriba.
Poro al volver el recodo del descansillo se dio de bruces con la señora O’Rourke, cuyo vasto perímetro obstruía todo paso en lo alto de la escalera.
—¡Vaya, vaya! Parece que la señora Blenkensop tiene mucha prisa.
No se movió para dejar paso. Se quedó así, sonriendo a Tuppence, que estaba en un plano inferior a ella. En la sonrisa de la señora O’Rourke, como siempre, había una expresión atemorizante.
Y de pronto, sin razón aparente alguna, Tuppence sintió miedo.
Arriba la sonriente irlandesa impidiéndole el paso y abajo la señora Perenna acercándose al pie de la escalera.
Tuppence miró por encima del hombro. ¿Era cosa de su imaginación, o había algo definitivamente amenazador en la levantada cara de la señora Perenna? Absurdo, se dijo. Completamente absurdo. En plena luz del día y en una vulgar pensión. Pero la casa estaba callada… no se oía ni un ruido. Y allí en la escalera estaba ella, entre las dos mujeres. No había duda de que la sonrisa de la señora O’Rourke había una expresión algo rara; una especie de ferocidad permanente. «Como un gato cuando mira a un ratón», pensó alocadamente Tuppence.
Y de pronto, la tensión se desvaneció. Una diminuta figura se precipitó dando agudos chillidos de alegría por el descansillo superior de la escalera. Era la pequeña Betty Sprot, vestida tan sólo con camiseta y bragas. Pasó al lado de la señora O’Rourke, gritando alegremente, y se abalanzó sobre Tuppence.
El ambiente había cambiado. La señora O’Rourke, sonriente, exclamó a grandes voces:
—¡Ah! ¡Es la pequeña! Se está convirtiendo en toda una real moza.
Abajo, la señora Perenna se dirigió hacia donde la señora Sprot esperaba a la traviesa fugitiva.
Tuppence entonces entró en la habitación con la chiquilla.
Experimentó una extraña sensación de alivio ante la atmósfera doméstica que se respiraba en el cuarto. Las ropas de la niña esparcidas por doquier, los juguetes, la cunita, la cara ovejuna, y un tanto falta de atractivo, de la señora Sprot, en el retrato que había sobre el tocador; el rumor de las protestas que hacía la mujer sobre los precios del lavado de ropas y su opinión de que la señora Perenna era un poco injusta al prohibir que los huéspedes tuvieran planchas eléctricas en las habitaciones… para sus pequeños menesteres.
Todo normal, tranquilizador, cotidiano.
Y, sin embargo, unos momentos antes… en la escalera.
«Nervios —se dijo Tuppence—. ¡Sólo nervios!».
Pero ¿había que achacarlo todo a los nervios? Alguien estuvo telefoneando desde la habitación de la señora Perenna. ¿La señora O’Rourke? De ser así, resultaba bastante extraño. Aunque, desde luego, haciéndolo así, la mujer podía estar segura de que no la oirían los que anduvieran por la casa.
«Tuvo que haber sido —pensó Tuppence—, una conversación muy breve. Un mero cambio de palabras».
«Todo va bien. El cuarto, pues, como quedamos».
Podía no significar nada… o muchas cosas.
El cuarto. ¿Sería una fecha? ¿El día cuatro de un mes?[3].
O podía referirse al asiento número cuatro, o el cuarto farol, o el cuarto rompeolas… no había manera de saberlo.
Hasta podía haberse referido al puente sobre el Forth[4]. En la última guerra hubo un intento de volarlo.
¿Querría aquello decir algo en definitiva?
Pudo tratarse, seguramente, de la confirmación de una vulgar cita. Tal vez la señora Perenna había autorizado a la señora O’Rourke para que utilizara el teléfono de su habitación cuantas veces quisiera.
Y lo que ocurrió en la escalera, aquel momento de tensión, pudo ser la consecuencia de tener los nervios excitados…
El silencio que reinaba en la casa… la impresión de que allí existía algo siniestro… algo perverso…
«Atenta a los hechos, señora Blenkensop —se dijo Tuppence severamente—. Y sigue adelante con tu trabajo».