Capítulo III

1

La señorita Minton estaba haciendo calceta en la terraza cubierta que había en uno de los lados de la casa.

Era una mujer delgada y angulosa, en cuyo cuello se le dibujaban los tendones. Llevaba una toquilla azul celeste y lucía siempre cadenas o collares. Usaba faldas de lana gorda, deformadas por la parte de atrás.

Saludó efusivamente a Tuppence.

—Buenos días, señora Blenkensop. Espero que habrá dormido bien.

La señora Blenkensop confesó que nunca dormía bien cuando cambiaba de cama, durante los primeros días, y la señorita Minton exclamó:

—¿No cree que es curioso? A mí me pasa lo mismo.

—¡Qué coincidencia! ¡Qué punto tan bonito está haciendo!

La señorita Minton enrojeció de satisfacción y desplegó la prenda que estaba tejiendo. Sí; no era muy corriente, pero no tenía nada de difícil. Se lo enseñaría a la señora Blenkensop si esta quería.

La señorita Minton era muy amable, pero la señora Blenkensop, en realidad, no sabía hacer calceta; es decir, no había conseguido nunca hacer nada con arreglo a una muestra. Sólo sabía hacer cosas sencillas, como un pasa montañas, y aun así, temía que el que estaba tejiendo no le salía bien. No parecía tener la forma debida, ¿verdad?

La señorita Minton dio una experta ojeada a la prenda en cuestión y señaló los puntos que estaban equivocados. Tuppence, dando muestras de agradecimiento, le entregó el pasamontañas defectuoso y la otra mujer rezumó amabilidad y cooperación.

—¡Oh, no! No es ninguna molestia —dijo—. Hace muchos años que hago calceta.

—Pues yo nunca la hice antes de esta espantosa guerra —confesó Tuppence—. Pero creo que en estos momentos hay que hacer algo para ayudar.

—Claro que sí. ¿Y tiene usted un chico en la Marina, según le oí decir ayer por la noche?

—Sí; mi hijo mayor. Es un muchacho magnífico… aunque supongo que una madre no debiera decir eso. También tengo otro en las Fuerzas Aéreas, y Cyril, el más pequeño, está en Francia.

—¡Dios mío! ¡Qué ansiedad deberá usted pasar por ellos!

Tuppence pensó:

«Derek, mi querido Derek… ahora estás luchando en un horroroso infierno, mientras yo estoy aquí, haciendo tonterías y desempeñando un papel que realmente no siento…».

Y con voz alta y en tono enérgico, dijo:

—Debemos tener valor, ¿verdad? Esperemos que todo acabe pronto. El otro día me dijeron, de fuentes bien informadas, que los alemanes no podían resistirnos más de dos meses.

La señorita Minton asintió con tanto vigor que todos los collares que llevaba entrechocaron con gran ruido.

—Sí; eso es. Y creo… —bajó la voz en tono confidencial— que Hitler sufre una enfermedad muy grave: y que para agosto ya se habrá vuelto loco.

Tuppence comentó vivamente:

—Todo eso de la «blitzkreig» es tan sólo el último y desesperado esfuerzo de los alemanes. Creo que la escasez es terrible en Alemania. Los obreros de las factorías están descontentos y todo el tinglado se vendrá abajo.

—¿Qué es eso? ¿Qué se vendrá abajo?

El señor y la señora Cayley acababan de salir de la terraza, y el primero hizo estas preguntas con acento malhumorado. Tomó asiento en un sillón y su mujer le puso una manta sobre las rodillas.

—¿Qué es lo que estaban diciendo? —volvió a preguntar con igual acento de mal humor.

—Decíamos —explicó la señorita Minton— que para el otoño habrá acabado todo.

—Tonterías —replicó el señor Cayley—. Esta guerra durará, por lo menos, seis años.

—¡Oh, señor Cayley! —protestó Tuppence—. No es posible que crea usted eso.

El señor Cayley miró a su alrededor recelosamente.

—¿No es cierto que aquí hay corriente? —murmuró—. Tal vez será mejor que retire el sillón hasta aquel rincón.

Volvió a ponerse en escena el acomodamiento del señor Cayley. Su mujer, de cara inquieta, y cuyo único objeto en la vida parecía ser el de cumplimentar todos los deseos de su marido, manipuló almohadones y mantas mientras preguntaba:

—¿Cómo estás así, Alfred? ¿Crees que estarás mejor? ¿No sería conveniente, tal vez, que te pusieras las gafas de sol? Hay aquí demasiada luz.

El señor Cayley contestó con irritación:

—No, no. No enredes tanto, Elizabeth. ¿Tienes mi bufanda? ¡No, esa, no! La de seda. Bueno, no importa. Por una sola vez creo que irá bien. Pero no quiero que se me caliente mucho la garganta, y la lana, con este sol… bueno, quizá sea preferible que me traigas la otra.

Volvió de nuevo su atención a los asuntos de interés público.

—Sí —dijo—, yo creo que serán seis años.

Escuchó con satisfacción las protestas de las dos mujeres.

—Ustedes, estimadas señoras, sólo se ocupan de desear lo mejor. Pero yo conozco a Alemania. Me atrevo a decir que la conozco demasiado bien. En el curso de mis negocios, antes de retirarme, solía recorrerla de un extremo a otro. Berlín, Hamburgo, Munich. Me son familiares. Y les aseguro que Alemania puede sostenerse, prácticamente, por tiempo indeterminado. Con Rusia guardándole las espaldas.

El señor Cayley continuó hablando con acento de convicción. Su voz se alzaba y disminuía en agradables y melancólicas cadencias, sólo interrumpida cuando recogió la bufanda de seda y se embozó con ella.

La señora Sprot trajo a Betty y la dejó en el suelo, junto con un perrito de lana al que le faltaba una oreja, y una chaqueta para muñeca.

—Oye, Betty —dijo su madre—. Viste a Bonzo y prepáralo para salir de paseo mientras mamaíta se arregla un poco.

El señor Cayley siguió recitando estadísticas y cifras con voz retumbante, todas ellas de carácter depresivo. El monólogo tenía como contrapunto el alegre gorjeo de Betty, que hablaba animadamente con Bonzo en su propio idioma, en tanto lo vestía.

—«Trac… traki… pa bat».

Y luego, al posarse un pájaro cerca de ella, tendió los bracitos y parloteó alegremente. El pájaro voló y Betty, mirando a todos los presentes, dijo con claridad:

—Patito.

—Esta niña aprende a hablar de una forma maravillosa —observó la señorita Minton—. Di «tata», Betty. «Tata».

Betty la miró con indiferencia y replicó:

—«Gluc».

Luego introdujo a la fuerza uno de los brazos de Bonzo dentro de la manga de la chaqueta y fue con paso inseguro hasta una de las sillas. Levantó el almohadón y colocó a Bonzo detrás de él.

Gorjeó con alegría y haciendo grandes esfuerzos anunció:

—«¡Escondido!». «Guau, guau…». «¡Escondido!».

La señorita Minton, a manera de intérprete, dijo con orgullo:

—Le gusta jugar al escondite. Siempre está escondiendo cosas.

Y luego, con exagerada sorpresa, exclamó:

—¿Dónde está Bonzo? ¿Dónde puede estar Bonzo?

Betty se dejó caer al suelo y pareció quedar sumida en un éxtasis de gozo.

El señor Cayley, viendo que los demás habían dejado de prestar atención a sus explicaciones sobre los métodos alemanes para sustituir las materias primas, y considerándose desplazado, tosió agresivamente.

La señora Sprot, con el sombrero puesto, entró en aquel momento y se llevó a Betty.

La atención volvió a centrarse en el señor Cayley.

—¿Qué estaba usted diciendo, señor Cayley? —preguntó Tuppence.

Pero el señor Cayley se sentía ultrajado y replicó fríamente:

—Esa mujer se deja siempre a la niña por ahí y espera que los demás cuiden de ella. Creo que voy a ponerme la bufanda de lana, querida. Ya se va el sol.

—Pero, señor Cayley, siga usted con lo que iba diciéndonos. Era muy interesante —rogó la señorita Minton.

El señor Cayley pareció ablandarse ante estas razones y reanudó su discurso mientras se envolvía cuidadosamente la garganta con los pliegues de la bufanda de lana.

—Como iba diciendo, Alemania ha perfeccionado de tal forma su sistema de…

Tuppence se volvió hacia la señora Cayley y le preguntó.

—¿Qué opina usted de la guerra, señora Cayley?

La mujer dio un respingo.

—¿Qué opino yo? ¿Qué… qué quiere decir?

—¿Cree usted que durará seis años?

La señora Cayley contestó dubitativamente:

—Espero que no. Es mucho tiempo, ¿verdad?

—Sí. Es mucho tiempo. ¿Qué cree usted, en realidad?

La mujer pareció verdaderamente alarmada por la pregunta.

—Pues… pues no lo sé. No sé nada. Alfred dice que durará seis años.

—Pero ¿no lo cree usted así?

—No lo sé. Es difícil de asegurar, ¿verdad?

Tuppence sintió que la sobrecogía la desesperación. La animosa señorita Minton, el dictatorial señor Cayley y su apocada mujer, ¿eran todos ellos, realmente, el prototipo de sus compatriotas? ¿Era acaso mucho mejor la señora Sprot, con su cara ligeramente inexpresiva y sus saltones ojos azules? ¿Qué podía encontrar en aquel lugar? Seguramente, ni una sola de aquellas personas…

Los pensamientos de Tuppence se vieron interrumpidos. Vio una sombra reflejada en el suelo. La sombra de alguien que estaba de pie, entre ellas y el sol. Volvió la cabeza.

Era la señora Perenna que acababa de entrar en la terraza y miraba fijamente a los del grupo. Y había algo en sus ojos, ¿desprecio, tal vez? Una especie de mortal desdén.

«Tengo que saber algo más acerca de la señora Perenna», pensó Tuppence.

2

Las relaciones de Tommy con el mayor Bletchley eran cada vez más cordiales.

—¿Se ha traído sus palos de golf, Meadowes?

Tommy reconoció que así era.

—¡Ah! Le aseguro que mis ojos nunca me engañan. ¡Espléndido! Tenemos que jugar una partida juntos. ¿Ha visto el campo que tenemos aquí?

Tommy replicó negativamente.

—Pues no está mal… no está mal del todo. Tal vez un poco estrecho en uno de sus lados, pero desde él se ve muy bien el mar. Y nunca está lleno de jugadores. Oiga, ¿qué le parece si viniera conmigo esta mañana? Echaremos una partidita.

—Muchísimas gracias. Me encantará.

—Confieso que me alegro mucho de que haya llegado usted —observó Bletchley cuando subían por la colina—. Hay demasiadas mujeres en la casa y eso le pone los nervios de punta a cualquiera. Me alegro de tener un compañero que me ayude. No puedo contar con Cayley, pues es un hombre que parece una botica andante. No habla más que de su salud, del tratamiento que sigue y de las drogas que toma. Si tirara todas esas pildoritas y saliera a dar un buen paseo de diez millas cada día, sería un hombre diferente. El otro elemento masculino que hay en la casa es Von Deinim, y si he de decirle la verdad, Meadowes, no tengo la conciencia tranquila respecto a él.

—¿No? —dijo Tommy.

—No. Le aseguro bajo palabra de honor que esto de los refugiados es un asunto peligroso. Si de mí dependiera, los hubiera internado a todos. La seguridad es antes que nada.

—Tal vez sería una medida un poco drástica.

—Nada de eso. La guerra es la guerra. Y tengo mis sospechas sobre el señorito Carl. Por una parte, se ve claramente que no es judío. Y luego, hay que considerar que llegó aquí justamente un mes antes, fíjese bien, un mes antes de que estallase la guerra. Eso es un poco sospechoso.

Tommy le animó a proseguir.

—Entonces, ¿cree usted que…?

—Que se dedica al espionaje… esa es su ocupación.

—No creo que haya nada de importancia militar o naval por los alrededores.

—¡Alto, amigo! Ahí es donde entra la astucia. Si residiera cerca de Plymouth o de Portsmouth, estaría sujeto a vigilancia. Pero en un sitio tan pacífico, nadie se preocupa de esas cosas. Aunque aquí estamos en la costa, ¿verdad? Lo cierto es que el Gobierno da demasiadas facilidades a esos extranjeros. Cualquiera puede venir a este lugar, poner cara de circunstancias y hablar de los hermanos que tiene prisioneros en campos de concentración… Y ese joven… tiene el signo de la arrogancia marcado en cada línea. Es un nazi… eso es… un nazi.

—Lo que en realidad necesitamos en este país es un brujo o dos —dijo Tommy alegremente.

—¿Eh? ¿Qué dice?

—Para que oliera a los espías —explicó Tommy gravemente.

—¡Ah! Es muy bueno eso… muy bueno. Para que los oliera… sí, desde luego.

Y allí acabó la conversación, porque habían llegado al edificio donde estaba instalado el club de golf.

Tommy se inscribió como socio transeúnte. La presentaron al secretario, un hombre de apariencia apática, entrado en años, y luego pagó su cuota de inscripción.

Al cabo de un rato, Tommy y el mayor empezaron su partida.

Tommy era un jugador mediocre y se alegró de comprobar que su nivel de juego estaba a la altura del de su nuevo amigo. El mayor venció por muy poca diferencia, lo cual dejó las cosas en buen lugar.

—Buena partida, Meadowes; muy buena partida. Tuvo usted mala suerte con aquel tiro que se desvió en el último momento. Debemos jugar a menudo. Venga y le presentaré a unos cuantos de los socios. No están mal en conjunto, aunque algunos sienten inclinación a ser como las viejas. Ya me entiende, ¿verdad? ¡Ah! Ahí tenemos a Haydock. Le gustará Haydock. Es un jefazo de la Marina, retirado. Es el propietario de la casa que hay sobre el acantilado, más allá de la nuestra. Es también el jefe de la Defensa Pasiva local.

El teniente de navío Haydock era un hombre corpulento y vigoroso, con una cara curtida por la intemperie, ojos de azul intenso y el hábito de decir a voces la mayoría de sus observaciones.

Saludó a Tommy con cordialidad.

—¿Así es que viene usted para auxiliar a Bletchley en «Sans Souci»? Se alegrará de que haya venido otro hombre. Está aquello demasiado confuso con tantas mujeres, ¿verdad, Bletchley?

—No soy hombre dado a la compañía de las señoras —confesó el militar.

—Tonterías —dijo Haydock—. Lo que pasa es que no hay ninguna que le guste. Todas son de las que por lo general se encuentran en las casas de huéspedes. No hacen más que calceta y dedicarse al chismorreo.

—Se olvida usted de la señorita Perenna —dijo Bletchley atento.

—¡Ah, Sheila…! Es una chica atractiva, desde luego. Bonita a su manera, si he de decir la verdad.

—Estoy un poco preocupado por ella —observó Bletchley, inquieto.

—¿A qué se refiere? ¿Quiere una copa, Meadowes? ¿Y usted, mayor?

Una vez tomaron las bebidas y tomaron asiento en el porche del club, Haydock repitió la pregunta.

El mayor Bletchley contestó con cierta violencia:

—Es ese tipo alemán. Sale demasiado con él.

—¿Quiere decir que le gusta? ¡Hum! Eso está peor. Desde luego, él es un joven de buena presencia. Pero no está bien eso. No está bien, Bletchley. No debemos permitir tales cosas. Viene a ser como si tuviéramos tratos con el enemigo. Esas chicas… ¿dónde tendrán el sentido común? ¡Con tantos muchachos ingleses como hay disponibles y apetecibles por ahí!

—Sheila es una joven extraña —observó Bletchley—. A veces se vuelve intratable y raramente habla con nadie.

—Es la sangre española —dijo el teniente de navío—. Su padre era medio español, ¿verdad?

—No lo sé. Yo diría que el apellido es de origen español.

Haydock miró su reloj.

—Van a radiar el boletín de noticias. Será mejor que entremos a oírlas.

Aquel día radiaron pocas noticias más de las que ya habían leído en los periódicos de la mañana. Después de comentar favorablemente los últimos éxitos de las Fuerzas Aéreas (unos chicos magníficos y bravos como leones) el teniente de navío siguió desarrollando su teoría predilecta. La de que, tarde o temprano, los alemanes intentarían un desembarco en el propio Leahampton, puesto que se trataba de un sitio tan retirado.

—¡Ni siquiera tenemos un solo cañón antiaéreo! ¡Vergonzoso!

No siguieron discutiendo, ya que Tommy y el mayor Bletchley tenían que darse prisa si querían llegar a tiempo de almorzar en «Sans Souci». Haydock invitó cordialmente a Tommy para que fuera a visitar su finca, «El descanso del contrabandista».

—Se disfruta desde allí de una vista maravillosa. Tengo hasta una ensenada particular y la casa está equipada con los últimos adelantos modernos. Tráigalo con usted, amigo Bletchley.

Se convino en que Tommy y el mayor pasarían a tomar unas copas al atardecer del día siguiente.

3

Después del almuerzo se disfrutaba en «Sans Souci» de unas horas de paz. El señor Cayley, como de costumbre, subió a su habitación, seguido por su mujer, para hacer su «reposo». Y la señorita Minton se llevó a la señora Blenkensop a uno de los centros de asistencia para hacer y poner direcciones en los paquetes que se mandaban al frente.

El señor Meadowes fue paseando hasta Leahampton y dio una vuelta por el puerto. Compró unos pocos cigarrillos y el último número del Punch. Luego, al cabo de unos momentos de aparente indecisión, tomó un autobús que iba hasta el «Embarcadero viejo», según rezaba el indicador.

El embarcadero viejo estaba situado en el extremo más alejado de la explanada. Aquella parte de Leahampton estaba considerada por las agencias de viajes como la menos recomendable del pueblo. No parecía muy bien cuidada, por cierto. Tommy pagó dos peniques y se adentró en el embarcadero, que tenía un aspecto deslucido y gastado por el tiempo. Sólo había en él unas moribundas máquinas tragaperras colocadas a grandes trechos unas de otras. No se veía a nadie por allí, salvo unos cuantos chiquillos que corrían y gritaban, confundiendo su voz con la de las gaviotas. Al extremo del embarcadero un hombre solitario estaba pescando.

El señor Meadowes caminó hacia él y se quedó mirando el agua. Al cabo de unos momentos preguntó sosegadamente:

—¿Ha cogido algo?

El pescador sacudió la cabeza.

—No quieren picar.

El señor Grant enrolló un poco de sedal y sin volver la cabeza preguntó:

—¿Qué me cuenta, Meadowes?

—No hay mucho de qué informarle todavía, señor —respondió Tommy—. Estoy empezando a profundizar.

—Muy bien. Cuénteme.

Tommy se sentó en un amarradero, de manera que podía ver toda la extensión del embarcadero.

—Creo que mi llegada no ha despertado sospecha alguna —dijo—. Supongo que tendrá usted una lista de la gente que se hospeda allí —Grant asintió—. Todavía no tengo nada de que informar. Entablé amistad con el mayor Bletchley. Hemos estado jugando al golf esta mañana. Parece ser un típico oficial retirado. En todo caso, demasiado típico. Cayley da la impresión de ser un auténtico enfermo hipocondríaco, aunque ese es un papel fácil de desempeñar. Según ha manifestado él mismo, estuvo mucho tiempo en Alemania durante los últimos años y la conoce bien.

—Es un detalle —dijo Grant lacónicamente.

—Luego tenemos a Von Deinim.

—Sí. No es necesario que le diga, Meadowes, que Von Deinim es el que más me interesa.

—¿Cree usted que es «N»?

Grant sacudió la cabeza.

—No; no lo creo. Tal como se presenta este asunto, «N» no puede hacerse pasar por alemán.

—¿Ni siquiera como un refugiado de la persecución nazi?

—Ni eso. Ellos saben que estamos vigilando a todos los extranjeros que provienen de países enemigos. Además y esto, Beresford, es absolutamente confidencial, muy pronto serán internados todos estos extranjeros, comprendidos entre los dieciséis y los sesenta años de edad. Tanto si nuestros adversarios lo saben, como si no, deben haber supuesto que un hecho de tal categoría tenía que producirse. Nunca se arriesgarán a que el cabecilla de su organización sea internado. Y por lo tanto, «N» tiene que hacerse pasar por ciudadano de un país neutral, o tal vez como inglés. Desde luego, lo mismo puede decirse de «M». En cuanto a Von Deinim, quizá sea un eslabón de la cadena. Posiblemente «N» o «M» no estén entre los huéspedes de «Sans Souci» y tal vez por medio de Von Deinim lleguemos a conseguir lo que nos proponemos. Y esto me parece factible, tanto más cuanto no veo que alguno de los demás huéspedes sea la persona que andamos buscando.

—Supongo que, poco más o menos, habrá investigado los antecedentes de todos ellos, señor.

Grant suspiró. Fue un signo agudo y rápido de fastidio.

—No; eso es precisamente lo que me resulta realmente imposible. Podría ordenar que el Departamento hiciera esas indagaciones… pero no puedo arriesgarme a ello, Beresford, porque incluso entre nosotros hay elementos subversivos. Si llegaran a darse cuenta de que, por cualquier razón, me interesaba por «Sans Souci», su organización estaría enterada de ello inmediatamente. Ahí es precisamente donde entra usted, que es un desconocido. Por eso tiene que trabajar en la oscuridad, sin que le podamos ayudar. Es nuestra única oportunidad y no me atrevo a que, por mi culpa, se pongan sobre aviso nuestros enemigos. Sólo hay una persona sobre la que puedo investigar abiertamente.

—¿Quién es, señor?

—Carl von Deinim. Resulta fácil. Un trabajo rutinario. Se puede hacer una investigación sobre él, no desde el punto de vista de «Sans Souci», sino con el pretexto de ser natural de un país enemigo.

Tommy preguntó con curiosidad:

—¿Y qué resultado han obtenido?

Una peculiar sonrisa se extendió sobre la cara del otro.

—El amigo de Carl es exactamente lo que parece. Su padre no fue bastante discreto; lo arrestaron y murió en un campo de concentración. Los hermanos mayores de Carl también están internados en otros campos. Y hace poco más de un año murió su madre a causa de los disgustos. El joven escapó a Inglaterra un mes antes de que estallara la guerra. Von Deinim ha declarado su decidido propósito de ayudar al país que le ha prestado refugio. Su trabajo, en un laboratorio de investigaciones químicas, ha sido excelente y de gran utilidad para resolver aspectos de la inmunización contra determinados gases, así como en experimentos hechos para evitar contaminaciones en general.

—Entonces —dijo Tommy—, ¿es de confianza?

—No del todo. Nuestros amigos, los alemanes, tienen fama de concienzudos. Si Von Deinim fue enviado a Inglaterra como agente, habrán tenido buen cuidado de que sus antecedentes coincidan exactamente con la descripción que el joven dé sobre los mismos. Hay dos posibilidades. La de que la familia Deinim sea cómplice del asunto, lo cual no es improbable en un régimen tan esmerado en los detalles como el de los nazis. O puede ser que ese chico no sea Carl Deinim, sino otro que desempeñe su papel bajo tal nombre.

Tommy comentó lentamente:

—Ya comprendo —y añadió incongruente—: Parece un buen chico.

Grant dio un suspiro.

—Todos lo son… o casi todos —dijo—. Nuestro servicio nos hace llevar una vida bastante extraña. Apreciamos a nuestros enemigos y ellos nos aprecian. Por lo general sentimos afecto por el que tenemos enfrente, aun cuando estamos haciendo todo lo posible para cazarlo.

Se produjo un silencio, durante el cual Tommy recapacitó sobre las extravagantes anomalías de la guerra. La voz de Grant lo sacó de su absorción.

—Pero existen otros a los que no debemos guardar consideración ni respeto. Son los traidores emboscados en nuestras propias filas; los hombres que están deseando traicionar a su país para aceptar un empleo o un ascenso del enemigo que lo conquiste.

Tommy exclamó con ardor:

—¡Estoy completamente de acuerdo con usted, señor! Es un juego nauseabundo.

—Y como tal debe acabar.

—¿Y es verdad que pueden existir tales… tales cerdos?

—Como le he dicho antes, los hay por todos los sitios. En nuestro propio departamento. En las fuerzas armadas. En los bancos del Parlamento. En los altos cargos ministeriales. Tenemos que desenmascararlos… tenemos que hacerlo. Y hacerlo pronto. No podemos empezar por el fondo, por la gente menuda que habla en los parques y vende asquerosos boletines de noticias. Esos no saben quiénes son los peces gordos. Y esos peces gordos son los que necesitamos atrapar. Son los que pueden hacer daño sin cuenta, y lo harán si no los cogemos a tiempo.

—Los cogeremos, señor —replicó Tommy con firmeza.

—¿Por qué dice eso? —preguntó Grant.

—Usted mismo lo acaba de decir. Porque tenemos que hacerlo.

El pescador volvió la cabeza y miró detenidamente a su subordinado durante un momento, contemplando la resuelta línea de su barbilla. Lo miraba ahora bajo un aspecto diferente, que le gustó más.

—Buen muchacho —dijo. Y luego prosiguió—: ¿Qué me dice de las mujeres? ¿Ha encontrado algo sospechoso en ese sentido?

—Creo que la patrona es una mujer bastante rara.

—¿La señora Perenna?

—Sí. ¿No sabe usted… nada acerca de ella?

Grant contestó lentamente:

—Veré si puedo hacer algo en cuanto a una investigación sobre sus antecedentes. Pero como le dije, eso resulta peligroso.

—Sí. Es mejor no correr ningún riesgo. Ella es la única que me parece sospechosa. También hay una mamá joven, una solterona remilgada, la atontada mujer del hipocondríaco y una vieja irlandesa de aspecto terrorífico. A primera vista, todas parecen inofensivas.

—¿No hay nadie más?

—Sí. También está la señora Blenkensop. Llegó hace tres días.

—¿Y qué me dice de ella?

—La señora Blenkensop es mi mujer.

—¿Qué?

Ante lo inesperado de esta noticia, Grant levantó la voz. Dio la vuelta y en su mirada demostró la indignación que sentía.

—Creo que le dije, Beresford, que su mujer no debía saber ni una palabra de todo esto.

—Es cierto, señor. Nada le dije. Si quiere escucharme durante un momento…

Tommy narró sucintamente lo ocurrido. Evitó mirar a su interlocutor y tuvo buen cuidado de eliminar de su tono la indignación que sentía.

Se produjo un silencio cuando acabó la historia. Luego Grant dejó escapar un ruido extraño. Estaba riendo y así continuó durante un rato.

—¡Me descubro ante esa mujer! Es única —dijo al fin.

—Convengo en ello —observó Tommy.

—Easthampton va a morirse de risa cuando se lo cuente. Ya me aconsejó que ella no se metiera en esto. Dijo que si la dejaba intervenir me haría desesperar, pero no quise creerle. Y esto viene a demostrar que nunca pone uno bastante cuidado en lo que hace. Creí que había tomado todas las precauciones posibles para no ser oído. Procuré asegurarme de que en el piso no había nadie más que usted y su esposa. Luego oí una voz por teléfono que rogaba a su mujer que se fuera en seguida, y así fue cómo me engañó con el simple procedimiento de dar un portazo. Sí; su esposa es una mujer muy lista.

Calló durante unos instantes y luego dijo:

—¿Quiere usted decirle de mi parte que me ha hecho morder el polvo?

—Entonces, ¿he de interpretar que consiente en que ella siga en el asunto?

El señor Grant hizo una expresiva mueca.

—Seguirá, tanto si queremos como si no. Dígale que el Departamento se considerará muy honrado si ella consiente en trabajar con nosotros.

—Se lo diré —convino Tommy mientras sonreía ligeramente.

Grant observó con súbita seriedad:

—Supongo que no podrá persuadirla para que se vaya a casa y se quede allí.

Tommy sacudió la cabeza.

—No conoce usted a Tuppence.

—Creo que empiezo a conocerla. Le he dicho eso porque… bueno; porque es un asunto peligroso. Si le descubren a usted o a ella…

Dejó la frase sin terminar.

—Lo comprendo, señor —dijo Tommy con gravedad.

—Creo, además, que ni siquiera conseguirá usted convencerla para que se mantenga apartada del peligro.

Tommy replicó lentamente:

—Tampoco creo, por mi parte, que esté yo dispuesto a hacer tal cosa. Tuppence y yo no hemos llegado todavía a ese extremo. Los asuntos los emprendemos y los acabamos juntos.

Al decir aquello tenía fija en la mente una frase pronunciada hacia el final de la Primera Guerra Mundial: «Una aventura común».

Así había sido su vida con Tuppence y así sería siempre… «Una aventura común…».