Capítulo II

Tommy no supo nunca cómo se las arregló para pasar aquella velada. No se atrevía a dirigir la mirada hacia donde estaba la señora Blenkensop. A la hora de la cena aparecieron tres nuevos huéspedes de «Sans Souci». Un matrimonio de mediana edad, el señor y la señora Cayley, y una joven mamá, la señora Sprot, que había venido de Londres con su hijita de corta edad, y parecía estar francamente aburrida por su obligada estancia en Leahampton. Tomó asiento al lado de Tommy y de cuando en cuando le dirigió fijas miradas con sus ojos de color grosella pálido, hasta que le preguntó con voz gangosa:

—¿Cree usted que en Londres se podrá vivir ya con tranquilidad? Están volviendo todos, ¿verdad?

Antes de que Tommy pudiera contestar a estas sencillas razones, su vecina del otro lado, la señora del collar, intervino en la cuestión.

—Lo que yo digo es que con los niños no debe correrse ningún riesgo. Me refiero a su pequeña Betty. No se lo perdonaría usted nunca, y ya sabe que Hitler anunció para muy pronto la llegada de la «blitzkreig» a Inglaterra. Creo que usarán un tipo de gas completamente nuevo.

El mayor Bletchley interpuso secamente:

—Se han dicho muchas tonterías acerca de los gases. Esos tipos no van a perder el tiempo lanzándolos. Utilizarán explosivos de gran poder y bombas incendiarias, tal como han hecho en otras partes.

Los demás comensales atacaron el asunto con fruición. Se oyó la voz de Tuppence, que con acento agudo y algo fatuo dijo:

—Pues según cree mi hijo Douglas…

«¡Vaya con Douglas! —pensó Tommy—. Me gustaría saber por qué se ha inventado ese nombre».

Después de la cena, que fue una comida pretenciosa, compuesta por varios platos bastante anémicos sin sabor a nada, todos los huéspedes pasaron al salón. Las mujeres volvieron a emprender la calceta y Tommy se vio forzado a escuchar una larga y aburrida relación de lo que le pasó al mayor Bletchley en la frontera del noroeste de la India.

El joven rubio de ojos azules salió del salón después de hacer una pequeña reverencia desde el umbral de la puerta.

El mayor Bletchley suspendió su narración y le administró a Tommy un codazo en las costillas.

—Ese que acaba de salir es un refugiado. Escapó de Alemania un mes antes de la guerra.

—¿Es alemán?

—Sí; y ni siquiera es judío. Su padre se vio perseguido por criticar el régimen nazi. Dos hermanos suyos están trabajando en un campo de concentración y él escapó con el tiempo justo.

En aquel momento se hizo cargo de Tommy el señor Cayley, quien le contó con gran lujo de detalles todo lo relacionado con su salud. Tan absorbente era el tema para el narrador, que faltaba poco para ser hora de ir a la cama, cuando Tommy pudo librarse de su locuacidad.

A la mañana siguiente, Tommy se levantó temprano y salió a dar una vuelta por la playa. Volvía por la explanada, después de haber llegado hasta el embarcadero, cuando vio una figura familiar que venía en sentido opuesto. Tommy levantó su sombrero.

—Buenos días —dijo jovialmente—. Ejem… la señora Blenkensop, ¿verdad?

No había nadie por allí que pudiera oírles.

—El doctor Livingstone para ti —replicó Tuppence.

—¿Cómo diablos te las arreglaste para venir? —murmuró Tommy—. Es un verdadero milagro.

—Nada de milagro… sólo un poco de cabeza.

—Tu cabeza, supongo.

—Y supones muy bien. Espero que esto os sirva de lección, a ti y a ese altivo señor Grant.

—No hay duda de ello —dijo Tommy—. Vamos, Tuppence; dime cómo lo hiciste. Me devora la curiosidad.

—Fue muy sencillo. Desde el momento en que Grant habló del señor Carter, me olí lo que pasaba. Sabía que no se trataría de un miserable trabajo de oficina. Pero sus maneras demostraban que no estaba dispuesto a que yo metiera mis narices en el asunto y, por lo tanto, decidí obrar por mi cuenta. Salí a traer un poco de jerez y aprovechando aquello me escapé hasta el piso de los Brown y telefoneé a Maureen. Le dije que me llamara unos minutos más tarde y le instruí sobre lo que debía contarme. Lo hizo muy bien y chilló tanto que aun estando vosotros alejados del teléfono, oísteis todo lo que dijo. Hice entonces un poco de comedia, fingiendo condolencia, ansiedad y todos los signos de una amiga preocupada, saliendo a escape y dando un buen portazo. Pero no salí del piso. Desde el vestíbulo pasé al dormitorio y entreabrí la puerta que da a la salita de estar.

—¿Y oíste todo lo que hablamos?

—Todo —repuso Tuppence con acento complacido.

—¿Y no me hiciste ninguna observación? —la voz de Tommy tenía cierto tono de reproche.

—Claro que no. Deseaba darte una lección. A ti y a tu amigo el señor Grant.

—El señor Grant no es precisamente amigo mío; aunque no dudo que le has dado una lección.

—El señor Carter no me hubiera tratado con tanta ruindad —comentó Tuppence—. Creo que el Servicio Secreto ya no es lo que fue en nuestros tiempos.

Tommy observó con gravedad:

—Recobrará su primitivo esplendor, ahora que hemos vuelto a él. ¿Y a qué viene eso de Blenkensop?

—¿Por qué no puedo llamarme así?

—Parece un nombre bastante raro, como para escogerlo de buenas a primeras.

—Pues fue el primero que se me ocurrió y además viene bien para la ropa interior.

—¿Qué quieres decir, Tuppence?

—Por la B, idiota. B de Beresford, B de Blenkensop. Las iniciales bordadas en mis combinaciones. Patricia Blenkensop. Prudente Beresford. ¿Y por qué escogiste el de Meadowes? Es un nombre bastante tonto.

—Pues, en primer lugar —dijo Tommy—, porque no llevo bordada en mis calzoncillos ninguna B. Y, en segundo, porque yo no lo escogí. Me dijeron que me llamaría Meadowes. El señor Meadowes es un caballero con un pasado muy respetable, el cual he tenido que aprendérmelo todo de memoria.

—Muy bonito —observó Tuppence—. ¿Casado o soltero?

—Soy viudo —replicó Tommy con dignidad—. Mi mujer murió hace diez años en Singapur.

—¿Y por qué en Singapur?

—Todos tenemos que morir en un sitio u otro. ¿Qué tiene de malo Singapur?

—Oh, nada. Probablemente es un sitio apropiado para morir. Yo también soy viuda.

—¿Dónde murió tu marido?

—¿Qué importa? Posiblemente en un sanatorio. Hasta me atrevería a decir que murió de una cirrosis hepática.

—Comprendo. Una enfermedad muy dolorosa. ¿Y qué me dices de tu hijo Douglas?

—Douglas está en la Marina.

—Eso oí ayer por la noche.

—Tengo otros dos hijos. Raymond sirve en las Fuerzas Aéreas y Cyril, el más pequeño, está en las Territoriales.

—¿Qué pasaría si alguien se entretuviera comprobando la historia de esos imaginarios Blenkensop?

—No son Blenkensop. Blenkensop fue mi segundo marido. El primero se apellidaba Hill. Hay tres páginas llenas de ese apellido en la guía telefónica. Ni aunque lo intentaras podrías comprobar, uno a uno, la historia de todos ellos.

Tommy suspiró.

—Siempre pasa lo mismo contigo, Tuppence. Llevas las cosas demasiado lejos. Dos maridos y tres hijos. Es demasiado. Cualquier día te vas a confundir en los detalles.

—No me pasará nada de eso, y hasta creo que los hijos me serán de alguna utilidad. Y haz el favor de acordarte que no tengo por qué seguir órdenes de nadie. Hago la guerra por mi cuenta. Me metí para divertirme y te aseguro que me divertiré.

—Así parece —dijo Tommy, y añadió lúgubremente—: Si quieres que te diga la verdad, todo esto me parece una farsa.

—¿Por qué lo dices?

—Bueno; tú has estado en «Sans Souci» más tiempo que yo. ¿Podríais decir con sinceridad que alguna de las personas con quien cenamos anoche puede ser un peligroso agente enemigo?

Tuppence respondió pensativamente:

—Parece un poco increíble. Pero, desde luego, tenemos a ese joven.

—Carl von Deinim. La policía posee todos los antecedentes de los refugiados, ¿no es cierto?

—Supongo que sí. Pero de todas formas creo que debemos vigilarlo. Es un chico muy atractivo.

—¿Quieres decir que las chicas le pueden contar cosas? ¿Pero qué chicas? No hay por aquí ningún general o almirante que tengas hijas. Tal vez salga a pasear con alguna capitana de los voluntarios locales.

—No te excites, Tommy. Debemos tomar esto en serio.

—Ya lo estoy tomando. Pero me parece que estamos embarcados en una empresa quimérica.

Tuppence observó gravemente:

—Todavía es pronto para decir eso. Al fin y al cabo, en este asunto no habrá nada que llame la atención a primera vista. ¿Qué opinas sobre la señora Perenna?

—Sí —respondió Tommy con aspecto pensativo—. Tenemos a la señora Perenna y admito que necesitamos aclarar muchas cosas respecto a ella.

—¿Y qué hemos de hacer nosotros? —preguntó Tuppence—. Es decir, ¿cómo vamos a cooperar?

—Debemos hacerlo de manera que no nos vean muchas veces juntos —dijo Tommy pensativamente.

—Sí. Sería contraproducente el sugerir que nos conocemos mucho más de lo que pretendemos aparentar. Lo que hemos de decidir es la actitud que debemos adoptar uno respecto al otro. Creo… sí… creo que la persecución es el mejor sistema.

—¿Persecución?

—Exactamente. Yo te persigo. Tú harás lo que puedas para eludirme, pero siendo un simple hombre con sentimientos caballerosos, tendrás que fracasar en tu empeño de cuando en cuando. Yo he tenido dos maridos y voy a la caza del tercero. Tú desempeñarás el papel de viudo perseguido y alguna vez te abordaré por ahí, bien sea en un café o mientras paseas por el puerto. Todos se reirán para sus adentros y opinarán que es una cosa muy divertida.

—No me parece mal —convino Tommy.

—La caza del hombre por la mujer siempre ha dado lugar a bromas. Esto nos colocará a los dos en una situación conveniente. Todo lo que harán, si nos ven juntos, será sonreír y decir: «¡Pobrecito Meadowes!».

Tommy le cogió una mano súbitamente.

—Mira —dijo—. Mira frente a ti.

En la esquina de un refugio antiaéreo, un joven hablaba con una muchacha. Ambos parecían estar muy absortos en lo que decían.

—Carl von Deinim —dijo Tuppence en voz baja—. ¿Quién será la chica?

—Quienquiera que sea, es verdaderamente bonita.

Tuppence asintió. Tenía fijos los ojos en la cara morena y apasionada de la muchacha y en el ajustado jersey que realzaba las líneas de su figura juvenil. En aquel momento hablaba acaloradamente, con énfasis, mientras Carl von Deinim la escuchaba.

Tuppence murmuró:

—Creo que es hora de que me dejes.

—De acuerdo —dijo Tommy.

Dio la vuelta y se alejó en dirección contraria.

Al extremo del paseo se encontró con el mayor Bletchley, quien lo miró con desconfianza y gruñó:

—Buenos días.

—Buenos días —respondió Tommy al saludo.

—Ya veo que también a usted le gusta madrugar, como a mí —observó Bletchley.

—Se acostumbra uno allá en el Oriente. Ya hace muchos años, pero todavía conservo el hábito de madrugar.

—Tiene mucha razón —dijo el militar con un gesto aprobatorio—. Los jóvenes de ahora me ponen enfermo. Baños calientes y el desayuno a las diez o más tarde. No es extraño que los alemanes nos hayan estado zurrando hasta ahora. No hay nervio. Son una pandilla de debiluchos. De todas formas, el ejército ya no es lo que era. Los cuidan como si fueran bebés. Los arropan bien por las noches y les ponen botellas de agua caliente. ¡Bah! ¡Todo eso me revuelve las tripas!

Tommy sacudió la cabeza con aire melancólico y el mayor Bletchley, animado de esa forma, prosiguió:

—Disciplina. Eso es lo que necesitamos. Disciplina. ¿Cómo vamos a ganar la guerra sin disciplina? Sepa usted, caballero, que algunos de ellos bajan a formar con pantalones cortos. Eso me han contado. No se puede esperar ganar la guerra de esa forma. ¡Pantalones cortos! ¡Por mil de a caballo!

El señor Meadowes aventuró la opinión de que las cosas eran muy diferentes a como habían sido antes.

—La culpa de todo la tiene esta democracia —opinó el mayor Bletchley, hoscamente—. Se puede exagerar todo. En mi opinión, creo que están exagerando la misma democracia. Mezclando los oficiales con los soldados; comiendo juntos en los restaurantes. ¡Bah! Los soldados no gustan de ello, Meadowes. La tropa sabe lo que le conviene. Siempre lo ha sabido.

—Desde luego —dijo el señor Meadowes—. No es que yo sepa mucho acerca de los asuntos del Ejército…

El otro le interrumpió, al tiempo que lanzaba una rápida mirada de reojo.

—¿Estuvo usted en la última guerra?

—Sí.

—Me lo figuré. Me di cuenta de que había hecho usted la instrucción. Por los hombros. ¿En qué Regimiento?

—En el 5to de Confeshires —Tommy se acordó de los datos relativos a la cartilla militar del señor Meadowes.

—¡Ah, sí, en Salónica!

—Eso es.

—Yo estuve en Mesopotamia.

Bletchley se zambulló en sus reminiscencias y Tommy le escuchó cortésmente. Por fin, el militar terminó con tono irritado:

—¿Y no cree usted que yo podría serles ahora de alguna utilidad? No; no lo creen ellos así. Soy demasiado viejo. Demasiado viejo, ¡narices! Aún podría enseñar, a unos cuantos de esos cachorros, algunas cosas de la guerra que ellos ignoran.

—¿Aunque no fuera más que lo que no debieran hacer? —sugirió Tommy, sonriendo.

—¿Eh? ¿Qué dice?

Se veía que el sentido del humor no era muy fuerte en el mayor Bletchley. Miró desconfiado a su acompañante y Tommy se apresuró a cambiar de conversación.

—¿Qué sabe usted acerca de esa señora… Blenkensop, según creo que se llama?

—Sí; ese es su nombre, Blenkensop. No está mal, aunque tiene los dientes un poco largos y habla demasiado. Una mujer agradable, pero de escasa inteligencia. No; no la conozco a fondo. Hace tan sólo dos días que está en «Sans Souci» —y añadió—: ¿Por qué lo pregunta?

Tommy explicó:

—Acabo de encontrármela y quisiera saber si acostumbra siempre a levantarse tan temprano.

—No lo sé. A las mujeres, por lo general, no les gusta pasear antes del desayuno… gracias a Dios —añadió.

—Amén —terminó Tommy.

Y luego prosiguió:

—No soy capaz de seguir una conversación refinada con una mujer antes del desayuno. Espero que a esa mujer no le habré parecido desconsiderado, pero necesito hacer ejercicio.

El mayor Bletchley demostró una instantánea simpatía.

—Estoy de acuerdo con usted, Meadowes. Completamente de acuerdo. Las mujeres están muy bien en su sitio; pero no antes del desayuno —soltó una risita apagada—. Será mejor que tenga mucho cuidado, amigo. ¿Sabe usted que esa señora es viuda?

—¿De veras?

El militar le dio un alegre codazo en las costillas.

—Ya sabemos cómo son las viudas. Ha enterrado a dos maridos, y si quiere que le diga la verdad, me parece que va a la caza del tercero. Abra bien los ojos, Meadowes. Ábralos bien. Siga mi consejo.

Y con el mejor de los ánimos, el mayor Bletchley dio media vuelta al final de la explanada y marcó el paso para el paseo que debían dar en busca del desayuno que les esperaba en «Sans Souci».

Mientras tanto, Tuppence había seguido su camino por la explanada, pasando junto al refugio donde estaban charlando los dos jóvenes. Al pasar oyó unas cuantas palabras. Estaba hablando la muchacha.

—Pero debes tener cuidado, Carl. La más mínima sospecha…

Al alejarse, Tuppence no pudo oír nada más. ¿Eran palabras significativas? Dio la vuelta discretamente y volvió a pasar junto a la pareja. Oyó una frase más.

—… afectado y detestable inglés…

La señora Blenkensop levantó ligeramente las cejas. Carl von Deinim era un refugiado de la persecución nazi, a quien se había dado asilo y cobijo en Inglaterra. No era prudente, ni demostraba agradecimiento por su parte, el escuchar con aprobación tales palabras.

Tuppence dio otra vuelta. Pero esta vez, antes de que llegara al refugio, la pareja se separó de pronto. La chica cruzó la calle que conducía al puerto y Carl von Deinim se dirigió hacia donde estaba Tuppence.

Tal vez no la hubiera reconocido, a no ser porque ella se detuvo y mostró cierta vacilación. Pero al darse cuenta de quién era, el joven juntó rápidamente los talones e hizo una reverencia.

Tuppence pareció reconvenirle por su distracción cuando dijo:

—Buenos días. Es usted el señor Von Deinim, ¿verdad? ¡Qué mañana tan espléndida!

—¡Ah, sí! Hace un tiempo muy bueno.

—Me ha tentado a salir —prosiguió ella—. No suelo hacerlo muchas veces antes de desayunar. Pero esta mañana, tal vez porque no he podido dormir muy bien… He comprobado que nunca se duerme a gusto cuando se cambia de cama. Siempre se tarda un día o dos en acostumbrarse.

—¡Oh, sí! No hay duda de que así es.

—Y en realidad, este paseíto me ha abierto un buen apetito para el desayuno.

—¿Vuelve usted ahora a «Sans Souci»? Si me permite, le acompañaré.

Y caminó gravemente al lado de ella.

—¿Sale usted también para hacer apetito?

—¡Oh, no! Ya he tomado el desayuno. Me voy a trabajar.

—¿A trabajar?

—Soy investigador químico.

«Así que tal es su profesión», pensó Tuppence mientras le dirigía una rápida mirada.

Carl von Deinim siguió hablando con voz solemne:

—Vine a este país para escapar de la persecución. Tenía muy poco dinero y ningún amigo. Ahora hago el trabajo más útil que puedo.

Miraba fijamente frente a él. Tuppence notó que el muchacho estaba animado poderosamente por una corriente de fuertes sentimientos.

—Ya comprendo —murmuró—. Ya comprendo. Muy estimable.

Carl von Deinim prosiguió:

—Mis dos hermanos están en un campo de concentración. Mi padre murió en uno de ellos y después murió mi madre, de pena y de miedo.

Tuppence pensó:

«Por la forma en que lo dice… parece como si lo hubiera aprendido de memoria».

Volvió a dirigirle una furtiva mirada. El chico seguía fijando la vista frente a él con cara inexpresiva.

Caminaron en silencio durante unos momentos. Dos hombres pasaron junto a ellos y uno de los dos miró de soslayo a Carl. Tuppence oyó cómo murmuraba a su compañero:

—Te apuesto algo a que ese tipo es alemán.

Tuppence vio cómo el color subía a las mejillas de Carl von Deinim.

De pronto, el joven perdió el control de sí mismo. La marea de ocultas emociones salió a la superficie. Tartamudeó al hablar:

—Lo ha oído usted… lo ha oído usted… eso es lo que dicen… yo…

—Mi querido amigo —Tuppence volvió a ser la de siempre. Su voz era viva y apremiante—. No sea tonto. No puede usted tenerlo todo.

El joven volvió la cabeza y la miró fijamente.

—¿Qué quiere decir?

—Es usted un refugiado. Tiene usted que estar a las duras y a las maduras. Lo que importa es que está vivo. Vivo y libre. Y en cuanto a lo otro… debe darse cuenta de que es inevitable. Este país está en guerra y usted es alemán —sonrió de pronto—. No puede usted esperar que el hombre de la calle, literalmente hablando, sepa distinguir entre los buenos y los malos alemanes, si me permite decirlo de una forma tan cruda.

Carl seguía mirándola fijamente. Sus ojos, tan azules, rebosaban de sentimientos reprimidos. Luego, repentinamente, sonrió y dijo:

—De los pieles rojas se decía que el único indio bueno era el que estaba muerto, ¿no es verdad? —rio—. Para ser un buen alemán debo llegar puntualmente al trabajo. Con su permiso. Buenos días.

Volvió a realizar aquella estirada reverencia y Tuppence se quedó mirando cómo se alejaba.

—Señora Blenkensop —se dijo—, has tenido una coladura. En el futuro atente a tus asuntos. Y ahora vamos a buscar el desayuno a «Sans Souci».

Encontró abierta la puerta del vestíbulo. En el interior, la señora Perenna conversaba animadamente con alguien.

—Y le dirás lo que pienso de la margarina que nos sirvió últimamente. Compra el jamón hervido en casa de Guillers, pues lo tenía dos peniques más barato la última vez… y ten cuidado con las colas… —se detuvo al entrar Tuppence.

—Buenos días, señora Blenkensop. Ya veo que es usted madrugadora y no se ha desayunado todavía. Lo tiene todo preparado en el comedor —y añadió, indicando a su acompañante—: Esta es mi hija Sheila. No la conocía usted todavía, pues estuvo ausente y llegó ayer por la noche.

Tuppence miró con interés la vivaz y atractiva cara. Era la misma joven que vio poco antes hablando con el alemán, pero ahora no demostraba la trágica energía de hacía unos momentos, sino más bien tenía una expresión en su cara de aburrimiento y enfado. «Mi hija Sheila». Sheila Perenna.

Tuppence murmuró unas palabras de cumplido y entró en el comedor. Había tres huéspedes desayunando. La señora Sprot, con su pequeña, y la enorme señora O’Rourke.

—Buenos días —saludó Tuppence.

La señora O’Rourke correspondió con un cordial:

—Bonísimos los tenga usted.

El saludo un poco más anémico de la señora Sprot quedó ahogado ante el vozarrón de la otra mujer.

Esta última miró a Tuppence con una especie de interés voraz.

—No es mala idea dar un paseo antes de desayunar —observó—. Abre el apetito.

La señora Sprot dijo a su retoño:

—La sopita de leche está muy rica, cariño.

Y trató de administrar una cucharada a la señorita Betty Sprot.

Pero esta eludió el intento de su madre haciendo un adecuado movimiento de cabeza y siguió mirando fijamente a Tuppence con ojos grandes y redondos.

Señaló con un dedo manchado de leche a la recién llegada, le dirigió una afectuosa sonrisa y observó con tonos guturales:

—«Ga… ga… buch».

—Le gusta usted —exclamó la señora Sprot mirando a Tuppence como si se tratase de una persona a la que se concediera un señalado favor—. Algunas veces es tímida con los extraños.

—«Bu» —repitió Betty Sprot. Y añadió con énfasis—: «Ah puz ah bag».

—¿Qué quiere decir? —preguntó la señora O’Rourke.

—Todavía no habla muy claro —confesó la señora Sprot—. Acaba de cumplir los dos años y muchas de las cosas que dice no tienen sentido. Aunque sabe decir «mamá», ¿verdad que sí, cariño?

Betty miró con aire pensativo a su madre y observó fijamente:

—«Cuguel bic».

—Estos angelitos tienen un idioma propio —tronó la señora O’Rourke—. Betty, cariño, di «mamá».

Betty miró fijamente a la mujer, frunció el ceño y dijo con terrible seriedad:

—«Nazer».

—¡Vaya! Hace lo que puede. ¡Qué preciosidad de criatura!

La señora O’Rourke se levantó, miró con aspecto feroz a Betty y salió majestuosamente de la habitación.

—«Ga, ga, ga» —dijo Betty con enorme satisfacción, y con la cuchara empezó a dar golpes en la mesa.

Tuppence parpadeó al preguntar:

—¿Y qué quiere decir, en realidad, «Nazer»?

La señora Sprot se sonrojó ligeramente y contestó:

—Me parece que es lo que dice Betty cuando algo o alguien le disgusta.

—Así lo he creído yo también —dijo Tuppence.

Ambas mujeres rieron.

—Al fin y al cabo —continuó la señora Sprot—, la señora O’Rourke quiere parecer amable, pero tiene un aspecto tan terrorífico, y con esa voz tan profunda, tanto pelo en la cara… y todo lo demás…

Betty inclinó entonces la cabeza de un lado e hizo unos ruiditos arrulladores dirigidos a Tuppence.

—Le ha tomado cariño, señora Blenkensop —dijo su madre.

A Tuppence le pareció que había un ligero acento celoso en su voz y se apresuró a componer la cosa.

—A los niños les encantan siempre las caras nuevas, ¿verdad? —dijo sosegadamente.

Se abrió la puerta y entró el mayor Bletchley acompañado de Tommy. Tuppence se sintió con ganas de bromear.

—¡Ah, señor Meadowes! —exclamó—. Ya ve que le he ganado. He llegado antes a la mesa. Pero le he dejado un poquitín de desayuno.

Tommy murmuró confusamente:

—¡Oh…!, más bien… ejem… gracias…

Y tomó asiento al otro extremo de la mesa.

Betty Sprot dirigió un enérgico «Patch» acompañado de una rociada de leche hacia el mayor Bletchley, cuya cara asumió instantáneamente una expresión atontada y complacida.

—¿Cómo está la señorita esta mañana? —preguntó con voz de falsete, y empezó a juguetear con un periódico.

Betty lanzó gritos de contento.

Serios presentimientos asaltaron a Tuppence.

«Tiene que haber algún error —pensó—. Es imposible que aquí haya nada de lo que piensan. Es completamente imposible».

Para creer que «Sans Souci» era el cuartel general de la Quinta Columna se necesitaba la mentalidad de la reina Blanca, de Alicia en el País de las Maravillas.