1
Tommy Beresford se quitó el abrigo en el vestíbulo de su piso. Colgó la prenda cuidadosamente, empleando en ello más tiempo del necesario y después, con gran esmero, colocó el sombrero en la siguiente percha.
Irguió los hombros, trató de fijar en su rostro una sonrisa y entró en la salita de estar donde su mujer hacía calceta en aquel momento; un pasamontañas de lana color caqui.
Era la primavera del año 1940.
La señora Beresford lanzó una rápida mirada a su marido y luego volvió a mover las agujas a un ritmo furioso.
Al cabo de unos momentos preguntó:
—¿Traen alguna noticia los periódicos de la noche?
—Parece que ahora va en serio eso de la «blitzkreig», o guerra relámpago —replicó Tommy—. Las cosas no marchan bien en Francia.
—El mundo está hecho un asco —comentó Tuppence[1].
Hubo una pausa y al final Tommy dijo:
—Bueno, ¿por qué no lo preguntas ya de una vez? No es menester que emplees tanto tacto.
—Ya lo sé —admitió Tuppence—. Los rodeos irritan siempre. Pero tú te enfadas si voy directamente al grano. Aunque de todas formas no es preciso que te pregunte nada. Lo llevas escrito en la cara.
—No sabía que tuviera un aspecto tan triste.
—No, querido —dijo Tuppence—. Pero esa sonrisita que me estás dirigiendo desde que has entrado es de lo más falso que jamás vi.
Tommy hizo una ligera mueca y replicó:
—¿De veras? ¿Tan mal lo hago?
—¡Pésimamente! Está bien; dilo ya de una vez. ¿No hay ninguna esperanza?
—Ninguna. No me necesitan para nada. Te aseguro, Tuppence, que para un hombre de cuarenta y seis años resulta fastidioso el que lo consideren como un viejo lleno de achaques. En el Ejército, en la Marina, en las Fuerzas Aéreas y en el Ministerio de Asuntos Exteriores, me han dicho lo mismo. Soy demasiado viejo. Tal vez me llamen más tarde.
—Pues lo mismo me pasa a mí —observó Tuppence—. No quieren gente de mi edad para enfermeras. No hay manera de convencerles. Cualquier mocosa que en su vida ha visto una herida y no sabe esterilizar unas vendas tiene preferencia sobre mí, que trabajé durante tres años, desde 1915 a 1918, en varias ocupaciones, tanto de enfermera en los hospitales de sangre, como de conductora de un camión y más tarde del coche de un general. Y puedo asegurar con orgullo, que todo ello lo llevé a cabo con gran éxito. Pero ahora soy una pobre mujer de edad madura, entrometida y fastidiosa, que no quiere quedarse tranquilamente en casa, haciendo calceta como es su obligación.
Tommy comentó lúgubremente:
—¡Esta condenada guerra…!
—Ya es bastante malo el estar en guerra —siguió Tuppence—, pero que no le dejen a una hacer algo para ayudar, es el colmo.
—Bueno —dijo su marido, a modo de consuelo—. Al fin y al cabo, Deborah ha conseguido un empleo.
—Lo cual me parece muy bien —contestó la madre de Deborah—. Y espero que sabrá desempeñar su cometido. Pero sigo creyendo, Tommy, que yo puedo hacer lo mismo que haga ella.
Tommy hizo un gesto.
—No creo que Deborah piense lo mismo.
—Las hijas llegan a ponerse pesadas. Especialmente cuando quieren parecer tan amables con sus madres como la nuestra.
Tommy murmuró:
—Hay ocasiones en que no es fácil soportar las miradas de indulgencia que me dirige Derek, como si dijera: «Pobre papaíto».
—En resumen —terminó Tuppence—, que aunque nuestros hijos son adorables, resultan también completamente insoportables.
Pero al mencionar a los dos mellizos, Derek y Deborah, los ojos de su madre tenían una expresión de profunda ternura.
—Estoy seguro —continuó Tommy pensativamente— de que para mucha gente tiene que ser amargo el darse cuenta de que se están haciendo viejos y pertenecen al pasado.
Tuppence dio un resoplido de cólera y sacudió su negra y brillante cabellera, al mismo tiempo que lanzaba al suelo, dando vueltas, el ovillo de lana que tenía en el regazo.
—Pero ¿es que nosotros somos de esos? Dime, ¿lo somos? ¿O acaso será que todos se empeñan en insinuarlo? Algunas veces llego a creer que nunca hicimos nada de provecho.
—Eso creo yo también.
—Tal vez sea así. Pero, de todas formas, hubo un tiempo en que se nos daba importancia, aunque ahora empiezo a figurarme que aquello no ocurrió nunca en realidad. ¿Es posible que pasaran todas aquellas cosas, Tommy? ¿Es cierto que una vez casi te abrieron la cabeza y luego te raptaron unos espías alemanes? ¿Es cierto que en una ocasión perseguimos a un peligroso criminal… y lo cogimos? ¿Es cierto que rescatamos a una muchacha y nos apoderamos de unos documentos secretos muy importantes, por lo cual, prácticamente, nos dio las gracias toda una nación? ¡Y fuimos nosotros! ¡Tú y yo! Los despreciados e innecesarios señores Beresford.
—Cálmate, querida. Todo eso no conduce a nada.
—Sea como fuere —replicó Tuppence, reprimiendo una lágrima—, el señor Carter nos ha defraudado.
—Nos ha escrito una carta muy amable.
—Pero no ha hecho nada por nosotros. Ni siquiera nos ha dado esperanzas.
—Ya sabes que actualmente ya no se ocupa de estas cosas. Le pasa lo mismo que a nosotros. Es demasiado viejo. Vive en Escocia y se dedica a la pesca.
Tuppence observó con acento nostálgico:
—Si nos hubieran dado alguna ocupación en el Servicio Secreto.
—Tal vez no hubiéramos podido cumplir eficientemente —dijo Tommy—. Posiblemente, no tengamos ya el suficiente nervio para ello.
—No lo creo —se obstinó Tuppence—. Yo me siento igual que entonces. Pero, como has dicho, quizá cuando llegara el momento…
Dio un suspiro y continuó:
—Desearía poder encontrar una ocupación de cualquier clase. No es conveniente disponer de mucho tiempo para pensar.
Sus ojos se detuvieron por un instante sobre las fotografías de un joven vestido con el uniforme de las Fuerzas Aéreas, cuya ancha sonrisa tenía un parecido extraordinario a la de Tommy.
—Para un hombre resulta peor —observó este último—. Las mujeres, al fin y al cabo, pueden hacer calceta, preparar paquetes y ayudar en las cantinas.
—Eso podría hacerlo yo aunque tuviera veinte años más —dijo Tuppence—. No soy tan vieja como para contentarme con ello. Lo malo es que, por lo visto, no aprovecho ni para una cosa ni para otra.
Sonó el timbre de la puerta y Tuppence se levantó. Las dimensiones del piso no permitían tener criada.
Al abrir se encontró con un caballero de amplios hombros y cara afable sobre la que destacaba un gran bigote rubio.
El recién llegado pareció juzgar con una rápida mirada a la mujer y preguntó con voz agradable:
—¿Es usted la señora Beresford?
—Sí.
—Me llamo Grant. Soy amigo de lord Easthampton, quien me sugirió que viniera a hablar con usted y con su marido.
—¡Oh, qué atento! Pase, por favor.
Le precedió hasta la salita de estar.
—Mi marido. El… ejem… capitán…
—Señor… —rectificó el otro.
—El señor Grant. Es amigo del señor Car… de lord Easthampton.
Le acudía siempre más fácilmente a los labios el viejo nom de guerre del ex jefe del Servicio Secreto, que el título nobiliario que este ostentaba.
Durante unos cuantos minutos charlaron animadamente. Grant tenía una personalidad atractiva y unas maneras muy agradables.
Tuppence salió al cabo de un rato de la habitación y volvió poco después con una botella de jerez y unos vasos.
Al cabo de unos instantes, al producirse una pausa en la conversación, el señor Grant se dirigió a Tommy.
—He oído decir que anda usted buscando un empleo, Beresford.
Una lucecita se encendió en los ojos de Tommy.
—Sí, eso es. No querrá usted decir que…
Grant se echó a reír y sacudió la cabeza.
—Nada de eso, no. Me temo que tales cosas tendremos que dejarlas para la gente joven y activa… o para los que están con ello desde hace varios años. Lo único que puedo sugerirle es algo más prosaico. Trabajo en oficinas. Rellenar formularios, archivarlos y clasificarlos. Una cosa así…
La cara de Tommy se ensombreció.
—¡Ah! Ya me doy cuenta.
Grant prosiguió, como animándole:
—Bueno; eso es mejor que nada. De todas formas, venga a verme cualquier día a mi oficina. En el Ministerio de Aprovisionamiento. Despacho número 22. Le arreglaremos algo para usted.
Sonó el teléfono y Tuppence lo descolgó.
—¡Hola…, sí! ¿Qué? —se oyó hablar a una voz chillona al otro extremo del hilo.
La cara de Tuppence cambió de expresión.
—¿Cuándo? —preguntó—. ¡Oh, Dios mío…! Desde luego… voy en seguida…
Colgó el aparato.
—Era Maureen —dijo, dirigiéndose a Tommy.
—Ya lo he oído… reconocí su voz desde aquí.
Tuppence explicó agitadamente:
—No sabe cuánto lo siento, señor Grant. Debo ir inmediatamente a ver a una amiga mía. Ha sufrido una caída y se ha lastimado el tobillo. Como no tiene a nadie con ella, más que su pequeña, tengo que ir para arreglar las cosas y buscar a alguien que la cuide. Le ruego que me perdone.
—Desde luego, señora Beresford. Ya me hago cargo.
Tuppence le dirigió una sonrisa, cogió un abrigo que había sobre el sofá y después de ponérselo salió apresuradamente de la habitación. Se oyó el ruido que produjo la puerta del piso al cerrarse de golpe.
Tommy escanció un nuevo vaso de jerez para su invitado.
—No se vaya todavía —dijo.
—Muchas gracias —el otro aceptó el vaso.
Sorbió el vino unos instantes, en silencio, y luego dijo:
—Al fin y al cabo, la marcha de su esposa nos ha venido bien. Nos ahorrará tiempo.
Tommy lo miró estupefacto.
—No lo entiendo —dijo.
Grant habló marcando las palabras.
—Sepa usted, Beresford, que me han dado instrucciones para hacerle una proposición en el caso de que viniera usted a verme al Ministerio.
El color volvió lentamente a la pecosa cara de Tommy:
—¿Quiere usted decir que…? —empezó.
Grant asintió con la cabeza.
—Easthampton nos sugirió que lo empleáramos a usted —dijo—. Nos aseguró que era usted el hombre indicado para llevar a cabo el trabajo.
Tommy dio un profundo suspiro.
—Cuénteme —invitó.
—Esto, desde luego, es estrictamente oficial.
Tommy asintió.
—Ni su esposa debe saberlo, ¿me entiende?
—Muy bien… si usted lo quiere así…, pero en otros tiempos trabajamos siempre juntos.
—Sí; ya lo sé. Pero esta proposición le incumbe solamente a usted.
—Comprendo. Muy bien.
—Ostensiblemente se le ofrecerá un destino, tal como le dije antes. Trabajo de oficina en un departamento del Ministerio que funciona en Escocia, dentro de un área prohibida a la cual no puede acompañarle su esposa. Pero, en realidad, irá usted a otro lugar diferente por completo.
Tommy se limitó a escuchar.
Grant continuó:
—¿Ha leído usted algo en los periódicos acerca de la Quinta Columna? ¿Sabe usted, a grandes rasgos, qué es lo que significa ese término?
Tommy murmuró:
—El enemigo dentro de casa.
—Exactamente. Esta guerra, Beresford, empezó con un espíritu muy optimista. No me refiero con ello a la gente que en realidad está enterada de lo que pasa. Nosotros sabemos exactamente con qué nos enfrentamos; la eficiencia del enemigo, su potencial aéreo, su determinación y la coordinación de su bien organizada guerra. Me quiero referir al pueblo en general. Al hombre de la calle, de buen corazón e ideas cortas, que cree solamente lo que quiere creer; que Alemania fracasará, que está al borde de la revolución, que sus armas están construidas con latas y que sus soldados están mal alimentados, que se caerán si tratan de avanzar. Toda esta clase de tonterías. Castillos en el aire, como vulgarmente se dice.
«Pues bien: la guerra no se desarrolla así. Empezó mal y ahora va peor. Los hombres que luchan nada tienen que ver con ello; tanto los que van embarcados, como los que tripulan un avión o se defienden en una trinchera. Pero existe falta de dirección y de preparación; defectos, quizá, de nuestras cualidades. No queríamos la guerra. No la considerábamos en serio y, por lo tanto, no nos preparamos para ella.
»Lo peor de todo esto ya ha pasado. Hemos corregido nuestras equivocaciones y lentamente vamos colocando en los sitios necesarios los hombres adecuados. Estamos empezando a hacer la guerra tal como debe hacerse. Podemos ganarla, y no se llame a engaño respecto a ello; pero a condición de que no la perdamos antes. Y el peligro de perderla no proviene de fuera, sino de dentro; no del poder de los bombarderos alemanes, ni del hecho de que se apoderen de países neutrales y consigan nuevos y ventajosos puntos desde donde atacarnos, sino de la traición interna. Nuestro peligro es el peligro de Troya. El caballo de madera dentro de nuestras murallas. Llámese Quinta Columna, o lo que quiera. Está aquí, entre nosotros. Hombres y mujeres, algunos de los cuales desempeñan altos cargos mientras que otros están situados en puestos más oscuros; pero todos creen genuinamente en los designios nazis y en su doctrina y desean sustituir con ella la embotada y facilona libertad de nuestras democráticas instituciones.
Grant se inclinó hacia delante y con la misma voz agradable y llana, añadió:
—Y no sabemos quiénes son…
—Pero, seguramente… —aventuró Tommy.
El otro replicó con un ligero acento de impaciencia:
—Podemos hacer caer en nuestras redes a la morralla. Eso es fácil. Pero se trata de los otros. Sabemos todo lo que se refiere a ellos. Sabemos que, por lo menos, dos ocupan altos cargos del Almirantazgo; que uno debe pertenecer al Estado Mayor del General G…; que tres, o más, están en las Fuerzas Aéreas y que otros dos pertenecen al Servicio Secreto y tienen acceso a la información reservada del Gobierno. Sabemos todo esto porque debe ser así, dada la forma en que han ocurrido las cosas. Y ello nos lo demuestra la filtración de informes que, desde arriba, se han facilitado al enemigo.
Con tono desalentado y reflejando en su cara la perplejidad que sentía, Tommy preguntó:
—¿Y de qué provecho puedo yo servirle? No conozco a nadie de los que ha nombrado.
Grant asintió.
—Exactamente. No los conoce usted… y ellos a usted tampoco.
Hizo una pausa para que esta observación profundizara en la mente de su interlocutor, y luego en el mismo tono prosiguió:
—Esa gente de tan alta posición conoce a la mayoría de nosotros. No podemos, en realidad, negarles información. Y como a causa de ello, estaba yo a punto de estallar, fui a ver a Easthampton. Ya no se ocupa de estas cosas y se encuentra enfermo; pero es uno de los hombres más inteligentes que he conocido. Pensó en usted. Hace más de veinte años trabajó usted para el Departamento y su nombre, ahora, no está relacionado con él. Su cara no es conocida. ¿Qué me dice? ¿Se ocupará de ello?
La cara de Tommy pareció a punto de partirse en dos por efecto de su extática sonrisa.
—¿Que si quiero? Apuesto lo que quiera a que sí. Aunque no llego a comprender en qué podré ser útil. No soy más que un aficionado.
—Mi querido Beresford, lo que necesitamos es precisamente un aficionado. Los profesionales sólo encontrarían dificultades en este caso. Ocupará el puesto de uno de los mejores hombres que hemos tenido y que, posiblemente, jamás tendremos.
Tommy pareció formular una pregunta con la mirada. Grant asintió.
—Sí. Murió el martes pasado en el hospital de Santa Brígida. Lo atropello un camión y sólo vivió unas horas. Pareció un accidente…, pero no lo fue.
—Ya comprendo —dijo Tommy.
Grant siguió hablando con voz reposada.
—Y esta es la razón por la que creemos que Farquhar estaba sobre la buena pista y que, por fin, íbamos a saber algo. Su muerte, que no fue a resultas de un accidente, nos daba la seguridad de ello.
Los ojos de Tommy parecieron formular una nueva pregunta.
—Desgraciadamente —siguió el otro—, sabemos poco menos que nada de lo que llegó a descubrir. Farquhar había estado siguiendo metódicamente una pista tras otra y muchas de ellas no conducían a ningún lado.
Después de una pausa, Grant prosiguió:
—Farquhar estuvo inconsciente hasta unos pocos momentos antes de morir. Entonces trató de decirnos algo. Sólo estas palabras: «N» o «M». Song Susie.
—No parece que sirvan para aclarar mucho las cosas —comentó Tommy.
Grant sonrió.
—Un poco más de lo que usted cree. Ya habíamos oído hablar antes de «N» o «M». Se trata de las letras clave con que se designa a dos de los más importantes y fieles agentes secretos alemanes. Hemos tenido ocasión de conocer sus actividades en otros países y sabemos algo sobre ambos. Su misión consiste en organizar la Quinta Columna en países extranjeros y actuar como agentes de enlace entre la nación de que se trate y Alemania. Nos hemos enterado, además, de que «N» es un hombre y que «M» es una mujer. Por lo demás, sólo podemos asegurar que ambos son los dos agentes en que más confianza tiene Hitler; y que en un mensaje cifrado que captamos a principios de la guerra, se Incluía esta frase: «Proponemos a “N” o “M” para Inglaterra. Plenos poderes».
—Entendido. ¿Y Farquhar?
—Por lo que deduzco, Farquhar estaba sobre la pista de uno de los dos, pero por desgracia, no sabemos de cuál. «Song Susie» parece algo cabalístico, mas hemos de tener en cuenta que Farquhar no tenía un acento francés muy puro. En uno de sus bolsillos encontramos un billete de ferrocarril expedido en Leahampton, lo cual parece que arroja algo de luz sobre el asunto. Leahampton está situado en la costa sur y es algo así como un lugar de reposo, como Bournemouth o Torquay. Hay en él gran cantidad de pensiones y casas de huéspedes y, entre ellas, una que se llama «Sans Souci»…
Tommy murmuró:
—«Song Susie»… «Sans Souci»… ya entiendo…
—¿De veras? —observó el otro.
—Entonces —siguió Tommy— se trata de que vaya yo allí y… averigüe lo que hay.
—Esa es precisamente la idea.
La sonrisa de Tommy volvió a resplandecer en su cara.
—Resulta un poco aleatorio, ¿no le parece? —dijo—. Ni siquiera sé qué es lo que debo buscar.
—Pues yo no se lo puedo decir, ya que tampoco lo sé. Eso tendrá que ser cosa suya.
Tommy suspiró e irguió los hombros.
—Probaré. Pero ya sabe que no soy un individuo muy inteligente.
—He oído decir que en otros tiempos no lo hizo usted muy mal.
—Aquello fue pura suerte.
—Pues bien; suerte es lo que necesitamos.
Tommy recapacitó durante unos momentos.
—Y acerca de esa pensión llamada «Sans Souci»… —dijo al final.
Grant se encogió de hombros.
—Tal vez sea todo una falsa alarma. No se lo puedo asegurar. Posiblemente Farquhar estaba pensando en la canción que dice: «La hermana Susie está cosiendo camisas para los soldados»[2]. Todo es pura conjetura.
—¿Y qué tal es Leahampton?
—Justamente igual que otros sitios de esa clase. Hay allí gente de todos los pelajes. Señoras ancianas, viejos coroneles retirados, intachables solteronas, clientes de dudosa procedencia, aficionados a la pesca y un extranjero o dos. Una mezcolanza, en realidad.
—¿Y «N» o «M» estará entre ellos?
—Tal vez no. Pero posiblemente habrá alguien que esté en contacto con uno de los dos; aunque lo más probable, a mi entender, será que bien «N» o «M» residan allí. Se trata de un sitio vulgar y nada ostentoso; una pensión junto a la playa, en un pueblo tranquilo y propio para el reposo.
—¿No sabe usted si he de buscar a un hombre o a una mujer?
Grant sacudió la cabeza.
Tommy comentó:
—Bueno; tendré que probar.
—Que tenga mucha suerte, Beresford. Y ahora… respecto a los detalles.
2
Media hora después, cuando entró Tuppence jadeando y llena de curiosidad, encontró solo a Tommy sentado en un sillón y silbando, y con una expresión indefinible en su cara.
—¿Y qué? —solicitó Tuppence, imprimiendo a estas dos palabras toda una gama de sentimientos.
—Pues bien —replicó su marido ambiguamente—. He conseguido un empleo de… cierta clase.
—¿De qué clase?
Tommy hizo un gesto apropiado a las circunstancias.
—Trabajo de oficina en los páramos de Escocia. Muchísimo secreto y cosas así, pero no parece que tenga nada de emocionante.
—¿Vamos los dos, o solo tú?
—Solamente yo.
—¡Vete al diablo! ¿Cómo pudo ser tan mezquino el señor Carter?
—Me figuro que en estos trabajos tienden a la separación de sexos. De otra forma resulta demasiada distracción para el pensamiento.
—¿Se trata de cifrar mensajes… o de descifrarlos? ¿Es como el trabajo que hace Deborah? Ten cuidado, Tommy. La gente se vuelve rara haciendo esas cosas y se levanta por las noches, gruñendo y repitiendo 978345286, o algo parecido; hasta que al final se vuelven locos y hay que encerrarlos en un manicomio.
—Eso me pasará a mí.
Tuppence insistió lúgubremente:
—Espero que te volverás loco tarde o temprano. Yo podría ir; no para trabajar, sino como tu mujer. Te pondría las zapatillas a calentar y tendrías una comida decente al final del día.
Tommy pareció sentirse incómodo.
—Lo siento, mujer. Lo siento mucho. No sabes cómo aborrezco el dejarte…
—Pero crees que tienes la obligación de hacerlo —murmuró Tuppence con añoranza.
—Al fin y al cabo —observó Tommy débilmente— puedes hacer calceta.
—¿Hacer calceta? —estalló Tuppence—. ¿Has dicho hacer calceta?
Cogió el pasamontañas que estaba haciendo y lo arrojó al suelo.
—Odio el color de lana caqui —continuó ella—. Y aborrezco el azul marino o azul celeste. Me gustaría tener algo de color magenta.
—Ese nombre tiene cierto regusto militar —comentó Tommy—. Casi una reminiscencia de «blitzkreig».
Pero a pesar de estas bromas se sentía desgraciado. Tuppence, sin embargo, tenía un temperamento espartano y no se arredró, admitiendo con franqueza que él no tenía otra obligación más que hacerse cargo del nuevo empleo que le ofrecían y que todo ello, en realidad, no le importaba mucho. Añadió que se había enterado de que necesitaban una mujer para fregar suelos en uno de los puestos sanitarios que tenía instalados la Defensa Pasiva. Tal vez la encontraran apta para dicho trabajo.
Tommy salió para Aberdeen tres días después y Tuppence fue a despedirle a la estación. Aunque tenía los ojos brillantes y parpadeó una o dos veces, hizo lo posible para mantenerse alegre ante su marido.
Y Tommy, por su parte, cuando el tren salía de la estación, sintió un nudo en la garganta que le impedía tragar, al ver la diminuta y solitaria figura que se alejaba por el andén. Con guerra o sin ella, debía reconocer que estaba desertando de Tuppence.
Hizo un esfuerzo para recobrar la serenidad. Las órdenes debían cumplirse.
Al día siguiente, una vez en Escocia, tomó un tren que le condujo a Manchester y dos días después llegaba a Leahampton. Se instaló en el mejor hotel y dedicó la mañana siguiente a recorrer pensiones y casas de huéspedes, viendo habitaciones y enterándose de los precios que le cobrarían como huésped estable.
«Sans Souci» era una villa construida al estilo victoriano, de ladrillo rojo oscuro, situada en la ladera de una colina. Desde sus ventanas superiores se disfrutaba de una magnífica vista de la costa. En el vestíbulo se notaba un ligero olor a polvo y a comida, y la alfombra estaba algo raída, pero la casa, en conjunto, podía juzgarse favorablemente. Se entrevistó con la patrona, la señora Perenna, en el despacho de esta. Era una habitación pequeña y un tanto descuidada, en la que había una gran mesa cubierta de papeles.
La propia señora Perenna tenía también un aspecto desaliñado. Era una mujer de edad madura, de pelo negro, encrespado y rizado menudamente. Llevaba en la cara un poco de maquillaje y al sonreír mostraba gran cantidad de dientes blanquísimos.
Tommy se aventuró a mencionar a su prima, una tal señorita Meadowes, que había vivido en «Sans Souci» dos años antes. La señora Perenna se acordaba muy bien de la señorita Meadowes. Era una anciana encantadora, aunque en realidad no creía que fuera muy vieja, pues era muy atractiva y no había perdido todavía el sentido del humor.
Tommy convino cautamente en ello. Estaba enterado de que había existido una real señorita Meadowes, ya que el Departamento ponía mucho cuidado en estos detalles.
¿Y qué tal estaba la señorita Meadowes?
Tommy anunció con tristeza que la señorita Meadowes había muerto y ante tal noticia la señora Perenna chasqueó la lengua mientras asumía una expresión de condolencia.
Pero pronto volvió a charlar volublemente. Estaba segura de que tenía una habitación que le convendría al señor Meadowes. Con una estupenda vista al mar. Opinaba que el señor Meadowes tenía mucha razón al abandonar Londres. Tenía entendido que no resultaba agradable vivir allí entonces y, además, con la epidemia de gripe que se había declarado últimamente…
Sin cesar de hablar, la señora Perenna condujo a Tommy hasta el piso superior y le enseñó varios dormitorios. También mencionó el importe de la renta semanal, ante cuya cifra Tommy dio muestras de desaliento. La patrona explicó que los precios habían subido de una forma desconcertante, y a su vez, Tommy replicó que sus ingresos habían mercado considerablemente, pues con los impuestos y unas cosas y otras…
La señora Perenna suspiró y dijo:
—Esta terrible guerra…
Tommy convino en ello y declaró que en su opinión debían colgar a Hitler. Era un loco; un loco de remate.
La señora Perenna también era de igual opinión y seguidamente empezó a decir que con lo del racionamiento y con las dificultades que ponían los carniceros para servir la carne, pues había veces que desaparecían hasta las mollejas de ternera y el hígado, no había manera de llevar bien la casa; pero que siendo el señor Meadowes pariente de una antigua cliente, le rebajaría media guinea a la semana.
Tommy intentó entonces la retirada, con la promesa de que lo pensaría, y la señora Perenna lo persiguió hasta la cancela del jardín, hablando más volublemente que antes y demostrando tal sutileza de ingenio que Tommy se alarmó. Tenía que admitir que, a su manera, era una mujer muy agradable. Se preguntó de qué nacionalidad sería. Estaba seguro de que no era inglesa. El apellido era español o portugués, pero tal podía ser la nacionalidad de su marido, no la de ella. Tal vez, pensó, fuera irlandesa, aunque mientras hablaron no había deslizado ninguna palabra en su dialecto. Pero aquello explicaría su vitalidad y exuberancia.
Convinieron, por fin, en que el señor Meadowes se instalaría en la casa al día siguiente.
Tommy procuró llegar a las seis de la tarde. La señora Perenna salió a recibirlo al vestíbulo; lanzó una serie de instrucciones sobre el equipaje a una criada de aspecto atontado que miró a Tommy con ojos saltones y boca abierta, y condujo al nuevo huésped a lo que ella llamó el salón.
—Tengo la costumbre de presentar a mis huéspedes —explicó la patrona mirando con determinación a las cinco personas que se encontraban en la habitación.
Empezó las presentaciones.
—Este es nuestro nuevo huésped, el señor Meadowes… la señora O’Rourke.
Era una mujer de proporciones colosales, de ojos redondos y bigote llamativo. Dirigió una radiante sonrisa al recién llegado.
—El mayor Bletchley.
El militar contempló a Tommy, como ponderándolo, e inclinó tiesamente la cabeza.
—El señor Von Deinim.
Un joven muy estirado, de cabellos rubios y ojos azules se levantó e hizo una reverencia.
—La señorita Minton.
Una mujer anciana que llevaba un gran collar de cuentas y hacía calceta con lana de color caqui, sonrió y lanzó una risita pagada.
—Y la señora Blenkensop.
Más calceta… y una cabeza de revueltos cabellos negros que se levantó, dejando de contemplar absortamente el pasamontañas que estaba tejiendo.
Tommy contuvo la respiración y le pareció que la habitación daba vueltas a su alrededor.
¡La señora Blenkensop! ¡Tuppence! Aquello era imposible e increíble… Tuppence haciendo calceta tranquilamente en el salón de «Sans Souci».
Los ojos de ella se fijaron en él. Fue una mirada cortés en la que no se reflejó ningún interés.
La admiración de Tommy subió de punto.
¡Tuppence!