35

Escribí al general De Gaulle para ver si desde su oficina podían hacer algo para investigar el paradero de Roger. Le proporcioné instrucciones a madame Goux para hacer averiguaciones mediante la Cruz Roja sobre él en mi nombre, así como sobre monsieur Etienne y Joseph, y mientras tratamos de enterarnos de todo lo que pudimos a través de nuestros contactos de la red. Von Loringhoven se negó a dar la confirmación de que Odette y la pequeña Simone hubieran abandonado realmente el país y lo más que pude hacer fue desear que Odette me escribiera. Monsieur Dargent venía a mi apartamento todos los días para ayudarme en mi búsqueda. Los periódicos clandestinos ahora se publicaban legalmente y allí fue donde vi por primera vez una borrosa fotografía de los cuerpos esqueléticos amontonados en fosas comunes en lo que entonces se denominó «campos de la muerte».

—Tenga fe, Simone —me animaba monsieur Dargent—. Cueste lo que cueste, los encontraremos.

Además de buscar información sobre Roger y mis amigos, anhelaba ver a mi familia. No había tenido ningún contacto con ellos desde que les dejé para regresar a París, y después de todas las penurias por las que habíamos pasado, mi familia, madame Ibert y los Meyer eran las personas con las que más deseaba celebrar el final de la guerra. Para dificultar el avance de los alemanes y apoyar a las tropas aliadas, los maquis habían volado puentes, enterrado vías del tren y cortado líneas telefónicas. Como consecuencia, resultaba casi imposible comunicarse con la gente del sur. Pero tan pronto como se restableció el más mínimo servicio ferroviario lo aproveché. Todavía mantenía la esperanza de que quizá Roger hubiera regresado a Francia a través del sur y hubiera ido directamente a la finca.

Llegué a Carpentras en tres días y desde allí cogí una camioneta. El conductor, que era de Sault, me contó que la Milicia y los alemanes que estaban de retirada habían sido particularmente despiadados durante los últimos días de la guerra. Casi cincuenta miembros de la Resistencia de Sault habían sido enviados a campos de concentración. Volví a pensar en Roger y me estremecí.

El conductor me dejó a kilómetro y medio de la finca. Estábamos a principios de otoño y el campo tenía un aspecto pacífico en comparación con el caos de París. Recordé lo feliz que se había puesto mi familia cuando Roger y yo anunciamos nuestra intención de casarnos y cómo la noticia nos había levantado el ánimo en la más oscura de las épocas. Traté de recrear aquel sentimiento de esperanza mientras caminaba por los campos de trigo y de lavanda que debían haber sido cosechados hacía meses. Me imaginé cómo sería la vida una vez que Roger y yo nos casáramos. Me vi a mí misma cuidando de un hermoso jardín de rosas y flores silvestres en macetas; un grupo de niñitos corriendo a los pies de mi madre y tía Yvette mientras ellas preparaban el almuerzo en la cocina; y Bernard y Roger el uno junto al otro, inspeccionando los exuberantes campos de color púrpura.

Durante el último medio kilómetro antes de llegar a la finca, me sentí tan eufórica al pensar en volver a ver a mi familia que eché a correr. Alcancé a ver parte de la casa de mi tía a través de los árboles. No había nadie en el patio ni en los campos. No salía ni un hilo de humo por la chimenea. Doblé el recodo del camino y entonces vi la casa totalmente. Me paré en seco y las piernas casi cedieron bajo mi peso.

—¡¡¡No!!!

La planta baja de la casa estaba intacta, pero el piso superior no era más que una desoladora cáscara. Oscuras manchas de quemaduras marcaban como cicatrices los agujeros donde antes había ventanas. Me volví para ver el lugar vacío junto a la casa de mi tía donde debía estar la de mi padre. No quedaba nada excepto un montículo de piedras ennegrecidas.

Maman! —grité—. Maman! ¡Tía Yvette! ¡Bernard!

Mi voz resonó entre los árboles, haciendo eco como un disparo al aire. Pero no recibí respuesta.

Me lancé hacia las ruinas de la casa, con el corazón latiéndome con fuerza dentro del pecho.

—¡Minot! ¡Madame Ibert! —grité.

Hice un gran esfuerzo por pensar, luchando contra el zumbido que me ensordecía los oídos. No me cabía la menor duda de que aquellos daños los habían infligido los alemanes o la Milicia. Pero ¿dónde estaba todo el mundo? Intenté no pensar en lo peor. Era posible que hubieran escapado antes de que todo esto sucediera.

Traté de abrir la puerta de la casa. Estaba atrancada. La golpeé con el hombro y le propiné varios puntapiés hasta que cedió y se abrió con un crujido. La cocina no había sufrido ningún daño y estaba allí, como un cuadro surrealista frente a la ruina del resto del edificio. La mesa estaba puesta para seis personas. ¿Habrían puesto la mesa aunque se estuvieran preparando para escapar? Empujé la puerta de la despensa. Estaba llena de comida en conserva, latas y sacos de grano. Si los alemanes hubieran pasado por aquí, ¿no lo habrían saqueado todo? Las diversas posibilidades se me entremezclaban en la mente. Abrí los postigos y miré hacia el exterior. ¿Podía haber comenzado un incendio en la casa de mi padre hasta propagarse al piso superior de la casa de tía Yvette? ¿Eso explicaría los daños? Le di varias vueltas al asunto en la cabeza. Algo se movió entre la hierba. Una cosa peluda pasó como una ráfaga. Contemplé fijamente las verdes briznas, tratando de discernir qué era. ¿Un conejo? Dos ojos me miraron parpadeando. No, no era un conejo. Era un gato.

Corrí al exterior y estreché a Kira entre mis brazos. Podía notar como su esternón sobresalía entre el pelaje enmarañado y que estaba cubierta de espinas. Maulló débilmente, enseñándome los incisivos, que estaban rotos. La acuné contra mi pecho y la llevé hasta la casa. Recordé que había visto unos botes de anchoas en la despensa, así que la dejé sobre la mesa y aplasté el contenido de uno de ellos en un plato. Iría a buscarle agua tan pronto como comprobara que el pozo no estaba envenenado.

—¿Qué te ha pasado? —le pregunté, acariciándole suavemente la cabeza con el dedo.

Un pensamiento desazonador me pasó por la mente. Si mi familia había recibido con suficiente antelación la noticia de que debían huir de los alemanes, ¿por qué habían dejado a Kira atrás? ¿Quizá se había escondido y no habían logrado encontrarla? Pero no me lo pude creer. Kira era una gata doméstica y apenas se apartaba de mi madre. Me quedé de pie en la puerta y llamé por su nombre a los perros y a Chérie. No obstante, tal y como me había imaginado, Kira estaba sola.

Me desplomé sobre una silla. Tardaría una hora en caminar hasta la aldea, pero no había otra cosa que pudiera hacer. Quizá mi familia estaba allí. Contemplé a Kira mientras lamía las anchoas, agachada sobre los cuartos traseros. Tenía dieciocho años, era muy mayor para ser una gata. Me pregunté cómo habría logrado sobrevivir sin que nadie la alimentara.

—¿Hola? —exclamó una voz de hombre.

Corrí a la ventana para ver la silueta entrecana de Jean Grimaud que se aproximaba por la carretera. Se me ocurrió otra idea de repente. Quizá todos habían huido para unirse a los maquis. Pero ¿qué habían hecho con madame Meyer?

—¡Jean! —grité, corriendo hacia el patio.

—Estaba en Carpentras —me dijo, haciendo una mueca—. Me enteré de que venías hacia aquí.

—¿Dónde están? —le pregunté.

Jean tragó saliva y se miró las manos. Y entonces lo supe. La verdad saltaba a la vista en todo lo que me rodeaba, y aun así me había negado a reconocerla. Me sentí como si alguien me hubiera golpeado el corazón con una azada. Me puse de cuclillas en el suelo. Quería que me tragara la tierra calcárea, deseaba hundirme en ella como un cadáver, para no tener que enfrentarme a las terribles noticias que Jean me iba a comunicar.

Jean se agachó junto a mí.

—Lo siento —se disculpó, con los ojos llenos de lágrimas.

Pobre Jean Grimaud. Por segunda vez en su vida, tenía que ser él el que me informara de las malas noticias.

—¿Qué ha pasado?

Jean me pasó el brazo por los hombros.

—Encontraron las granadas que Bernard nos estaba guardando después de que nos las lanzaran los Aliados —me explicó—. Tres de nosotros veníamos de camino a la finca cuando vimos que los alemanes ya estaban aquí. Nos escondimos entre los árboles. No pudimos hacer nada para salvarlos. Nos superaban en número.

Me atraganté por las lágrimas.

—¿Dónde se los llevaron?

—Los mataron aquí mismo.

Presioné el rostro contra el brazo de Jean.

—¿A todos?

Jean me abrazó con más fuerza. Levanté la mirada y él asintió.

—Debes sentirte orgullosa de ellos, Simone —me aseguró—. Murieron como santos. Se arrodillaron y se cogieron de las manos. Los alemanes los fusilaron.

Maman!

La sangre me martilleaba en los oídos. Me apreté los puños contra la cabeza. A pesar del peligro al que había expuesto a mi familia y amigos, nunca pensé ni por un momento que les pasaría nada malo. Mientras la batalla en París arreciaba, me sentía reconfortada al pensar que ellos vivían en una zona lejana del país. Apenas pude oír a Jean cuando me contó que el primer soldado alemán al que le ordenaron realizar la ejecución no tuvo arrestos para dispararle a madame Meyer, así que su superior lo mató a él y realizó la ejecución él mismo. Me sentía demasiado horrorizada como para asimilar nada más.

—Iré contigo andando hasta la aldea —me dijo Jean—. Puedes quedarte con Odile. Tiene a tus perros y a una de tus gatas. No pudimos encontrar a la otra.

—No —repuse, limpiándome la cara polvorienta, marcada por las lágrimas—. Ella esperó aquí mismo a que yo regresara.

No regresé con Jean a la aldea. Le dije que quería pasar la noche en la cocina de mi tía. No discutió, solo me dijo que volvería al día siguiente. Antes de que Jean se marchara, le pedí que me mostrara dónde habían fusilado a mi familia, a Minot y a su madre, y a madame Ibert. Me señaló un lugar cerca de la puerta de la destilería. Bajo la luz moteada de la tarde, no pude ver ninguna marca en la madera, similar a los agujeros que la gente contaba que se veían en los árboles del Bois de Boulogne.

Les dispararon desde atrás —me explicó Jean—. En la nuca.

Jean me dejó a solas después de darme un beso en cada mejilla, pero yo apenas los sentí. Me senté sobre una piedra, contemplando el lugar en el que habían muerto mi familia y amigos. Kira se frotó contra mis piernas antes de acomodarse junto a mí. Era difícil imaginar que ningún tipo de acto violento hubiera podido acontecer en aquel lugar. Cuando empezó a desaparecer el sol, una brisa corrió entre los árboles y todo se quedó en calma. Recordé la primera cosecha de lavanda. Escuché a mi padre cantando, vi a mi madre secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, a tía Yvette estirándose las mangas para protegerse del sol abrasador…

Alguien se echó a reír y me volví antes de darme cuenta de que me había imaginado aquel sonido. Minot brindando conmigo, alzando su copa de champán tras mi primera actuación en el Adriana. «Felicidades por el magnífico espectáculo». Pensé en su madre, acariciando a Kira mientras esperaba a que partiera su tren en París. Después recordé a madame Ibert, extendiendo la arena con una pala en el ático de nuestro edificio en París.

No podía creer que todo hubiera terminado, que nunca más volvería a ver sus rostros, a los que tanto quería. Cuando finalmente el sol desapareció y cayó la noche, el entumecimiento que sentía dio paso a una oleada de profundo dolor. «¿Algún día podréis perdonarme?», gemí al silencio de la noche.

Jean me había contado que los aldeanos habían enterrado a mi familia y amigos en el cementerio, pero cuando llegó el alba me di cuenta de que todavía tendría que dejar pasar un tiempo hasta que lograra encontrar el valor de visitar sus tumbas. Me quedé atrapada en un sueño, aprisionada entre una realidad que no quería afrontar y los recuerdos felices de la vida en la finca. No tenía intención de volver a París.

Había verdura en el jardín y el agua del pozo estaba intacta. Lavé la cocina y preparé un dormitorio en la habitación principal, aunque había un agujero en el tejado. Fregué los suelos y las paredes con agua de lavanda, luchando por acabar con el hedor a humo. Me entretuve ocupándome de Kira, la alimenté con huevos, anchoas, sardinas y carne enlatada, con la esperanza de que lograría engordarla. Pero un día dejó de comer. Cuando me desperté a la mañana siguiente, no estaba dormida junto a mí. Busqué por la casa y el patio. No era típico de ella deambular más allá, pero no conseguí encontrarla por ninguna parte. Corrí por los campos, aterrorizada pensando que un águila podría haberla cogido fácilmente como presa. Caminé entre la lavanda y la vi tumbada sobre un costado. Estaba jadeando. Cuando la miré a los ojos, supe que no vería despuntar el día.

—Gracias, amiga mía —le susurré, tumbándome junto a ella y acariciándole el pelaje—. Has esperado por mí, ¿verdad? No querías que descubriera lo que había sucedido aquí yo sola.

Kira alargó la patita y me tocó la barbilla, como le gustaba hacer cada mañana.

Enterré a Kira junto a las tumbas de Olly, Chocolat y Bonbon. Durante toda mi vida, la gente se había reído de mí por el cariño que sentía por mis mascotas, pero después de sobrevivir a una guerra había acabado por preferir los animales a la gente.

Por la tarde, caminé hasta la aldea. Jean estaba hablando con Odile y Jules Fournier junto a la fuente. Odile fue la primera que me vio aproximándome y corrió hacia mí. Notaba la garganta tan llena de lágrimas que no logré pronunciar palabra. Me envolvió entre sus brazos. Odile era una mujer menuda, mucho más baja que yo, y aun así sentí la fuerza de su abrazo. En realidad me estaba sosteniendo, pues la pena había consumido mis fuerzas.

—Tengo aquí a tus animales —me dijo—. ¿Te gustaría verlos?

Bruno, Princesse, Charlot y Chérie estaban tomando el sol en el patio del bar como estrellas de cine en la Riviera. Se pusieron de pie de un salto en cuanto me vieron y comenzaron a competir por mi atención. Los acaricié, les froté el pelaje y les hice carantoñas a todos ellos, aunque no podía dejar de pensar en Kira.

—Les he ido cogiendo cariño —comentó Odile—. Son una buena compañía.

—¿Te importaría cuidar de ellos un poco más? —le pregunté, cogiendo en brazos a Chérie.

Apenas me sentía capaz de cuidar de mí misma, por no mencionar a los animales.

Odile le acarició la cabeza a Chérie y a mí, la mejilla.

—Ven a buscarlos cuando estés preparada.

Me pidió que me sentara a la mesa y me trajo un vaso de pastis, aunque en nuestra aldea no era una bebida que solieran consumir las mujeres. Era tan fuerte que logró relajar el potente latido de mi corazón. Jean entró en compañía de Jules. Agradecí que ninguno de ellos me hiciera hablar. Les escuché charlando sobre el cambio de temporada y los nuevos cultivos. Ninguno de nosotros quería hablar de la guerra, pero resultaba imposible evitarlo. Lo había cambiado todo. Yo no era la única persona que había sufrido. Diez familias de nuestra minúscula aldea habían perdido un padre, un hijo o una hija.

—Al menos aquí no ha habido colaboracionistas, como en otras aldeas —declaró Jean con orgullo—. Aquí todos hemos luchado por una misma causa.

—Los colaboracionistas se están librando del castigo con mucha facilidad —se quejó Jules—. Incluso han conmutado la pena de muerte de Pétain por una cadena perpetua.

—Depende de cuánto dinero tengas —comentó Odile, frotándose los dedos de una mano—. Si eres rico y famoso o te necesitan de alguna otra manera, seguro que te perdonarán. Pero ten cuidado si eres pobre. Te fusilarán para que «sirvas de ejemplo a otros».

—No —repuso monsieur Poulet desde la barra—, De Gaulle ha convertido Francia en toda una nación de miembros de la Resistencia. Es la imagen que quiere proyectar ante el mundo para poder llevar la cabeza bien alta cuando se codea con otros líderes aliados.

Pensé amargamente en De Gaulle, recordando cómo lo había idolatrado. Ningún héroe es perfecto.

Esa fue la primera tarde en la que rompí mi aislamiento. Después de aquello, iba caminando hasta la aldea todas las mañanas para enviar telegramas desde la oficina de correos a París y Marsella y cartas a Londres. Estaba agotando todas las vías de comunicación que se me ocurrían para tratar de averiguar qué le había sucedido a Roger. Todos los días tomaba el almuerzo con Odile antes de volver a casa. Fue ella la que me contó que la diseñadora de moda Coco Chanel no había sido acusada de colaboracionismo, aunque ella y su amante alemán habían tratado de convencer a Churchill de que firmara un tratado de paz con Hitler. Quizá si mi familia no hubiera sido asesinada, no me habría sentido tan resentida contra ella. Su colaboracionismo no le había proporcionado la felicidad, pero sí le había reportado riqueza. Pero ¿por qué tenía que haber muerto mi familia tratando de defender un país en el que tantos egoístas no estaban recibiendo el castigo que merecían?

Al día siguiente, regresé a la oficina de correos para enviar más cartas.

—Hay algo para ti —me dijo la encargada—. Parece oficial.

«¡Oficial!», pensé, y una alarma comenzó a sonarme dentro de la cabeza. Aquello no era bueno. Lo que estaba esperando era una carta escrita a mano por Roger diciéndome que estaba bien. Abrí el sobre y vi que era un artículo que madame Goux había recortado de Le Fígaro. Camille Casal había sido acusada de colaboracionismo. Su castigo consistiría en no poder actuar en Francia durante cinco años. Recordé su rostro frío devolviéndome la mirada aquel día que fui a la prisión de Fresnes. Ella no iba a padecer su colaboracionismo al mismo nivel al que yo había sufrido mi apoyo a la Resistencia.

—¿Son buenas noticias? —me preguntó la encargada de correos.

Negué con la cabeza.

—No es ninguna noticia —le respondí—, ninguna en absoluto.

Unas semanas más tarde, recibí otra carta de madame Goux en la que me informaba de que la Cruz Roja no había podido localizar a Roger. Pero sí había recibido noticias de Odette. Ella y la pequeña Simone habían llegado a Sudamérica y estaba esperando para trasladarse a Australia, donde habían sido aceptadas en calidad de refugiadas. Sin embargo, aún no se sabía nada de monsieur Etienne o de Joseph. Madame Goux preguntaba por mi familia y por madame Ibert, y me di cuenta entonces de que no se había enterado de lo que había sucedido. Yo no se lo había contado a nadie en París.

Caminé por los campos otoñales, aliviada de saber de Odette y la pequeña Simone, pero todavía preocupada por los demás. ¿Australia? No se me escapó la ironía del asunto.

«¿Plantaciones de lavanda? ¿Cómo las de aquí en Francia?». «Sí, muy parecidas».

Traté de imaginarme el país de Roger según me lo había descrito él. Visualicé una costa escarpada y tierras salvajes de siglos de antigüedad, un lugar no afectado por la amargura de la guerra. Sin noticias de Roger y con la revelación de cada vez más atrocidades apareciendo diariamente en los periódicos, se me encogió el corazón al pensar en la nefasta posibilidad de que él, monsieur Etienne y Joseph pudieran estar muertos. Ya había perdido a mi familia, ¿por qué no a ellos también?

Para cuando llegué a la casa de mi tía, soplaba el mistral. Encendí un fuego en la cocina pero no fue suficiente como para hacerme entrar en calor. ¿Qué haría allí durante el invierno? Pensé en toda la gente del mundo que estaba intentando rastrear el paradero de sus seres queridos. Si regresaba a París, podría ayudar a la Cruz Roja con las búsquedas. Acaso André y yo podríamos juntar lo que quedaba de nuestras fortunas para ayudar a los huérfanos de guerra…

Entonces se me ocurrió otra posibilidad: quizá debía marcharme a Australia. Con mi familia muerta y la esperanza de encontrar a Roger con vida menguando con cada día que pasaba, ¿qué había en Francia que me retuviera? No podía imaginarme a mí misma volviendo a cantar o a actuar en el cine, excepto para entretener a los soldados heridos o a la gente de los campos de refugiados. O podía rehacer mi vida en un nuevo país con Odette y la pequeña Simone. Pero tan pronto como sentí la ilusión de aquella idea, volví a notar como se me encogía el corazón. Tratar de empezar una nueva vida era demasiado doloroso. Sería más fácil quedarse aquí, en mi burbuja.

El mistral aulló con más fuerza. Vacié mi bolsa de viaje en el suelo, en busca de otro jersey. Algo repiqueteó sobre las baldosas del suelo. Vi la bolsita que mi madre me había dado con la pata de conejo dentro. «La necesitarás. No puedo cuidar de ti eternamente».

«Tendrías que habértela quedado tú, Maman», pensé.

Recogí la bolsita y abrí el cordón que la cerraba. El hueso me resultaba ligero sobre la mano. Mi madre no me había dicho de qué parte del animal provenía, pero adiviné por la forma que era una pata. Algo me llamó la atención. Moví la lámpara y coloqué la pata bajo ella para que la iluminara la luz. Grabadas en el borde había unas palabras con una letra temblorosa e informe. Tuve que guiñar los ojos para leerlas: «Á ma fille bien aimée pour qu’enfin brille sa lumière». Para mi hija querida cuya luz brille por fin.

Contemplé fijamente aquellas palabras, sabiendo que era mi madre la que las había escrito. Pero ¿cómo?, ¿cuándo había aprendido mi madre a escribir?, ¿o siempre había sabido?

Me escocieron los ojos por las lágrimas al recordar a aquella mujer que toda la vida había sido un misterio para mí, y que ahora lo sería para siempre. «Para mi hija querida cuya luz brille por fin». Al menos podía estar segura de una cosa: de lo mucho que me había querido mi madre.

Cuando el fuego se extinguió, me acurruqué bajo las mantas, mirando el cielo iluminado por la luna a través del agujero que había en el techo. En algún momento de las primeras horas de la mañana el viento murió. Me desperté por los rayos de la luna que me brillaban en la cara. Me levanté de la cama, atraída por el resplandor, y me envolví las mantas alrededor de los hombros.

Fui arrastrando los pies hasta la cocina y vi que la puerta de fuera se había soltado de sus bisagras. Se abrió de par en par hacia el patio. Los árboles formaban mágicas siluetas bajo la luz plateada. Se oyó una lechuza desde el bosquecillo. Caminé hacia el patio con la ligereza volátil de una ensoñación. El aire era fresco y me provocaba chispas de electricidad en la piel. Una sombra cayó como una cortina cuando una nube tapó la luna.

Me dirigí hacia el camino y proseguí andando. Había sombras moviéndose en el lugar en el que había visto bailar a los gitanos tantos años antes. Al principio, no logré distinguir de qué se trataba y tuve que entrecerrar los ojos como una ciega para ver en la oscuridad. Entonces, la nube se apartó de la luna, que volvió a brillar; y las vi: las siluetas de dos hombres y cuatro mujeres, la mayor de ellas se apoyaba sobre un bastón. Una de las mujeres estaba delante de los demás, con un vestido escarlata hinchado a su alrededor y los cabellos flotando sobre sus hombros como una bandera en el mástil de un barco. Levantó una mano hacia mí.

No tenía miedo, pero se me aceleró la respiración. Las lágrimas me cegaron la vista. «Maman?».

Presioné el suelo con los pies dominada por la añoranza y el deseo. Quería correr hacia ella, que me estrechara entre sus brazos. Quería estar donde ella se encontraba y no sola bajo la luz de la luna. Pero la gravedad pesaba sobre mi cuerpo y no conseguía mover los pies. Pasó otra nube sobre la luna y percibí que algo había cambiado en la atmósfera. Los otros comenzaron a moverse lentamente hacia delante con sus rostros brillando en la oscuridad. Los contemplé uno a uno. Tía Yvette y Bernard con sus cabellos rubios angelicales; la sonrisa de Minot; los elegantes ojos de madame Ibert; las mejillas regordetas de madame Meyer… Comprendí por qué habían venido tan claramente como si me lo hubieran dicho. Deseaban decirme adiós.

Me volví hacia mi madre. Me habló sin mover los labios. «Nada se malgasta, Simone. El amor que damos a los demás nunca muere. Solo cambia de forma».

Me percaté de que Kira me estaba contemplando con sus vividos ojillos y sentí que volvía a sumirme en la inconsciencia del sueño. Antes de hundirme definitivamente en la oscuridad, escuché que mi madre me susurraba: «Nunca temas dar amor a los que te rodean». Aquellas palabras fueron a parar a mi dolorido corazón con tanta suavidad como un beso.

«¡Simone, la lavanda te está esperando!».

Abrí los ojos. El sol atravesaba el agujero del techo, llenando la habitación de luz. Miré el cielo azul, a la espera de que me embargara el monótono dolor que me encogía el corazón todas las mañanas. Pero no sucedió. En su lugar, me inundó una sensación diferente. Me pregunté cómo era posible que estuviera sintiendo aquellos destellos de alegría que encendían mi alma, cuando no había nada en el mundo por lo que mereciera la pena vivir.

El viento había desaparecido y el aire era fresco y limpio. Inspiré profundamente; noté el olor a humedad y a pino, el aroma del otoño en la Provenza. Escuché un pájaro cantando en un árbol cercano, tratando de averiguar qué tipo de ave era. Después, percibí otro sonido, como una especie de murmullo. Me senté bruscamente, aguzando el oído. El débil zumbido de un automóvil resonó en el aire. ¿Era la camioneta que se dirigía a Sault? El sonido se hizo más fuerte. Miré a mi alrededor por la habitación, en busca de mi vestido. Había ropa colgada de la cómoda que había rescatado de uno de los dormitorios, pero nada que pudiera ponerme. ¿Dónde estaba mi vestido? Lo localicé colgado detrás de la puerta, donde lo había puesto la noche anterior. Me lo metí por la cabeza y deslicé los pies en el interior de los zapatos antes de correr al exterior de la casa.

Todavía no podía ver el coche, pero estaba segura de que se aproximaba hacia la finca. Entonces, apareció a través de los árboles del bosquecillo. Un polvoriento Citroën al que le faltaba la rejilla. «¿Quién será?», me pregunté. La mayoría de los automóviles en la aldea empleaban carbón como combustible, pero aquel era un coche de gasolina. El vehículo se detuvo en el patio. No lograba ver al conductor por el reflejo del cristal. La portezuela se abrió y de él salió André.

—¡André! —Se me conmovió el corazón al verle. «Se ha enterado de lo que ha pasado —pensé—. Se ha enterado y mi querido amigo ha venido a consolarme». André dijo mi nombre como respuesta a mi saludo, pero no añadió nada más. Rodeó la parte delantera del coche y abrió la puerta del copiloto. De ella salió una pierna estirada, después otra. A continuación, un bastón. Todo comenzó a transcurrir a cámara lenta. André se inclinó para ayudar al hombre vestido con el uniforme de la RAF a salir del coche.

—¿Roger? —susurré.

Ambos se volvieron hacia mí. Contemplé al hombre del uniforme de la RAF, tratando de encontrar algún rastro de mi amante en aquella figura demacrada. Le habían afeitado la cabeza y lucía una cicatriz irregular sobre la oreja izquierda. No, no era Roger. Seguramente sería otro militar aliado, quizá algún amigo de Roger que había acudido a traerme las malas noticias personalmente.

El soldado se colocó el bastón en la mano derecha y avanzó cojeando por el montículo. André se quedó junto al coche. Me di cuenta de que al aviador le provocaba un gran dolor caminar por lo mucho que apretaba la mandíbula. Debería haberme acercado para facilitarle la tarea, pero me quedé clavada donde estaba. No me sentía capaz de asumir las noticias que me iba a comunicar.

El mensajero levantó la mirada hacia mí.

—¿Dónde están todos los animales? —me preguntó—. Esperaba que a estas alturas ya hubieras montado tu propio zoológico.

En su rostro se pintó una sonrisa y entonces vi más allá de los estragos de la guerra. Los destellos de alegría que había sentido aquella mañana prendieron una llama dentro de mi alma.

—¡¡¡Roger!!!

Corrí hacia él sin que mis pies apenas tocaran el suelo y le eché los brazos alrededor de la cintura. Roger me apretó contra su pecho y se inclinó para besarme. Sus labios eran suaves, cálidos, y estaban vivos. Le besé una y otra vez, como si él fuera la última bocanada de oxígeno del mundo. Las lágrimas me caían por las mejillas y se mezclaban con nuestros besos. El sabor de las lágrimas era el de las posibilidades, del regreso del amor y de la risa.

Nos separamos un momento, abrazándonos con la mirada mientras tanto. Debía haberle preguntado qué le había sucedido, cómo había escapado del campo de concentración, pero no encontraba las palabras. Lo único que sabía era que se había muerto, y que yo misma también había estado muerta, y que ahora habíamos regresado al mundo de los vivos. Se nos había concedido otra oportunidad.

Escuché el sonido de un motor y me volví a tiempo de ver a André diciéndome adiós por la ventanilla del Citroën. Su sonrisa era amable, pero vi que sus ojos se estaban despidiendo de mí. Pensé que el corazón me iba a explotar. Le contemplé mientras el coche doblaba un recodo del camino y desaparecía por la carretera.

—Gracias a André, tenemos esta nueva oportunidad —dije—. Te ha traído hasta mí.

—Es tan tenaz como tú —respondió Roger—. Buscó en todos y cada uno de los hospitales hasta que me encontró.

Cerré los ojos, dominada por la sensación de estar volando. Verdes colinas y bosques surgieron ante mí. Olas que rompían en prístinas arenas níveas de playas vírgenes. Me sentí como un explorador que llegaba a una tierra mística. Era hermoso, como si mi alma se hubiera liberado de las ataduras terrenales y pudiera ver el pasado, el presente y el futuro. Había dolor y tristeza y terror, pero sobre todo había bondad y amor.

—Creo que estoy sufriendo una alucinación —dije, abriendo los ojos—. Me parece que he visto Tasmania.

Roger se echó a reír y deslizó los brazos por mi cintura.

Contemplé su cara sonriente y descubrí que yo también estaba sonriendo. Caminamos juntos hacia los restos de la casa. Fuera lo que fuera a lo que tuviera que enfrentarme, ya no lo haría sola. Mi australiano había regresado. Tal y como había prometido.