33

Al día siguiente de la visita de Camille una guardia me trajo un cuenco de sopa acuosa, una toalla y un vestido limpio. Más tarde, vino un médico a mi celda. Me lavó los cortes y diagnosticó que tenía varias costillas contusionadas y la rodilla dislocada. Me la colocó con un chasquido en su sitio, infligiéndome tanto dolor que si hubiera sido un agente de la Gestapo estaba segura de que le habría confesado lo que me hubiera pedido. Cuando el médico se marchó, los guardias me llevaron ante el coronel Von Loringhoven.

—Ya me he enterado de que ha entrado usted en razón —comentó.

—He hecho un trato —le recordé.

Puede que me hubiera convencido para cantar, pero quería que tuviera presente que no lo hacía por voluntad propia.

Ignoró mi comentario y leyó una lista de condiciones. Iba a cantar en el Adriana, que, por lo que sabía, ahora lo dirigía un colaboracionista francés. Tenía que ponerme un vestido de noche negro y no podía bailar ni cantar nada «subido de tono». Aunque hubiera aceptado bailar, cosa que no había hecho, me habría sido imposible con la rodilla herida. Para mi sorpresa, me dejó escoger mis propias canciones, aunque tendría que autorizármelas la Propagandastaffel.

—Pueden acompañarla artistas de cabaré, pero no puede aparecer ninguna corista desnuda ni humoristas —concluyó Von Loringhoven.

Por lo que parecía, Karl Oberg carecía de sentido del humor.

—¿Y mis amigas?

—Hemos sacado a la mujer y la niña de Drancy. Las mantendremos en otro lugar hasta que usted haya finalizado su actuación a mi entera satisfacción.

—Quiero que las libere antes de que yo cante —insistí.

—No está usted en posición de negociar —me contestó Von Loringhoven, adquiriendo un tono de voz más agudo—. Después de su actuación, las llevarán a Marsella y las embarcarán hacia Sudamérica. Francamente, para mí no representa ninguna diferencia, mademoiselle Fleurier. Muy pronto, Alemania dominará el mundo. Así que solamente les está dando un poco de tiempo a sus amigas.

Von Loringhoven tenía la misma actitud que los alemanes que habían permitido a Odette y la pequeña Simone viajar desde Burdeos hasta París. Pero yo ya había decidido que un poco de tiempo era suficiente por ahora.

—Llamaré a un conductor para que la lleve a casa —me anunció, poniéndose en pie delante de su mesa—. Pero déjeme que le haga una última advertencia: debe usted fingir que va a cantar por voluntad propia. Si le dice a alguien que ha hecho usted un trato conmigo, sus amigas morirán. Y lo haré al estilo Vichy. Decapitaremos a la madre delante de la niña. Y después, la mataré también a ella.

No tuvo que añadir nada más. Puede que lo hubiera considerado un estúpido, pero, aunque lo fuera, también era peligroso. Cuando lo miré, vi que se había transformado en una bestia, un ser antinatural, sin la lógica o la circunspección normales. Me di cuenta de que sería perfectamente capaz de llevar a cabo su amenaza.

Me llevaron de vuelta a mi bloque de apartamentos en un BMW negro. El agente de la Gestapo que hizo las veces de chófer se pasó todo el viaje bostezando, apestando el ambiente del interior del coche con su aliento a tabaco rancio. Me pregunté si habría estado en pie toda la noche, moliendo a palos a alguien hasta matarlo.

Cuando detuvo el automóvil delante de mi apartamento, me abrió la portezuela del coche, me entregó un bastón y me arrastró hasta la puerta principal.

—Me voy a quedar aquí mismo —me advirtió, señalando el suelo de la acera—. La estaré vigilando. Veré quién entra y quién sale.

—Observó mi rodilla, dejó escapar una carcajada y me echó de nuevo su repugnante aliento en la cara. —¡Pero usted no va a ir a ninguna parte con esa rodilla así!

Abrió el pestillo de la puerta y me empujó hacia el interior. El portal estaba a oscuras. Encendí la luz.

—¿Madame Goux? —la llamé suavemente, pero no recibí respuesta.

Empujé la puerta del apartamento de monsieur Copeau. La secretaria y los médicos no estaban allí. Los muebles estaban vueltos del revés y había papeles esparcidos por todo el suelo.

—¿Quién anda ahí? —preguntó una voz a mis espaldas.

Me volví para ver a madame Goux. Tenía los ojos amoratados y la nariz rota e hinchada.

—¿Qué le han hecho? —Cojeé hacia ella y la agarré de los hombros. Tenía quemaduras de cigarrillo en la cara y en el cuello.

Se encogió de hombros.

—¿Qué es lo que le han hecho a usted? Tiene un aspecto terrible.

Le conté el interrogatorio al que me habían sometido y le pregunté por los demás, aunque me daba miedo saber si todavía estaban vivos o si los habían matado.

—Los médicos se marcharon a tiempo. Madame Ibert recibió un aviso y se fue al sur, a la finca de su familia. Trató de enviarme un mensaje, pero yo caí directamente en la trampa. No obstante, no me han sacado ni una palabra. Simulé que era una anciana imbécil.

Tenía una quemadura cerca del ojo, que le estaba llorando. Le pasé el brazo por los hombros. No se me escapó la ironía de que antes de la guerra no soportaba a madame Goux. Y, ahora, me hubiera sentido desolada si algo le hubiera pasado.

—Necesitarán algo más que esto para acabar conmigo —me aseguró, ayudándome a montarme en el ascensor, que, por algún tipo de milagro, había vuelto a funcionar.

Unos días después de regresar a mi apartamento, escuché la voz apagada de un hombre hablando con madame Goux en el vestíbulo. La portera me había ordenado que no me pusiera en pie hasta que mi rodilla estuviera mejor, por lo que me encontraba tumbada en el sofá con la pierna apoyada sobre unos cojines. Traté de aguzar el oído para escuchar, intentando distinguir quién era aquel hombre.

—Solo vengo para quedarme un momento —dijo—. No quiero importunar. Les he dicho que yo iba a representarla para el espectáculo.

El concierto de las SS era una gran noticia por todo París. La Propagandastaffel no había perdido ni un minuto en hacer carteles publicitarios: «La luz más brillante de la ciudad canta para el Nuevo París». Lo que yo aún ignoraba, y posteriormente agradecí que madame Goux no me hubiera contado, era que extendida detrás de mi fotografía había una enorme bandera con la esvástica.

—Suba —le indicó madame Goux al visitante—. Necesita que alguien le levante un poco el ánimo.

Todavía tardé un instante en comprender que aquella voz era la de André. Nuestro trabajo en la Resistencia apenas nos había puesto en contacto directo más que en unas pocas ocasiones. La mayor parte de las veces nos comunicábamos a través de mensajeros. Si nos hubieran visto juntos, habrían comenzado los rumores que quizá habrían levantado las sospechas de Guillemette. El sonido de los pasos de André se fue acercando. Me alisé el cabello y me recoloqué el camisón. La puerta de mi apartamento estaba entornada por si acaso necesitaba llamar a madame Goux, pero André llamó de todos modos.

—Pasa —le dije.

—¡Simone! —exclamó, apresurándose hacia mí—. Me alegra ver que estás viva. ¡He envejecido diez años de golpe preocupándome por ti!

Me quedé perpleja al verle aparecer. Con aquel traje verde azulado y la corbata roja, estaba muy guapo y elegante. Su cabello había adquirido un tono ligeramente más gris que la última vez que nos habíamos visto. Le aseguré que cada día tenía mejor aspecto. Me contempló con una mirada escrutadora y supe que estaba buscando una explicación de por qué había accedido a cantar para los nazis. Me dolía el corazón al imaginarme qué pensaría la gente de la red al enterarse de que los iba a traicionar. No me atrevía a pensar en cómo se sentiría Roger si lo descubría. Podía confiarle a André mi vida, pero el lema de nuestra red era: «Cuanto menos sepan los demás, mejor». Ninguno de nosotros podía asegurar al cien por cien lo que revelaría o no bajo tortura. Y después de la amenaza de Von Loringhoven sobre que iba a decapitar a Odette y a la pequeña Simone no podía correr el riesgo de confiarle a nadie mis razones.

—Sírvete algo de beber —le ofrecí, señalándole el mueble bar—. Y sírveme a mí un agua con gas.

Como yo pretendía, André me dio la espalda para dirigirse al mueble bar y coger los vasos del armario. Me alivió no tener que continuar mirándole a los ojos, teniendo en cuenta que me estaba sintiendo tan mancillada. Podía verle mientras preparaba las bebidas en el espejo que había colgado en la pared opuesta. Contemplar la línea de sus hombros y sus erguidas y anchas espaldas me provocó un dolor nostálgico que me sorprendió. Ahora que estaba prometida a Roger, había supuesto que aquellas sensaciones no volverían a producirse.

—¿Cómo están tu esposa y tus hijas? —le pregunté, atónita por haber sacado el tema con tanta naturalidad.

Amaba a Roger con todo mi corazón y nunca lo traicionaría. ¿Por qué sentía la misma culpabilidad que experimentaría una esposa que estaba siéndole infiel a su marido?

—Todas están bien, gracias por preguntar —me respondió André, entregándome el agua y volviendo a su asiento—. Y ahora dime, ¿puedo hacer algo por ti?

—¿Puedes averiguar qué ha sucedido con Roger Delpierre? —le pregunté—. Quiero saber si es verdad que lo han detenido.

André me observó fijamente pero no dijo nada.

—Sabes el hombre al que me refiero, ¿verdad? El primero que entró en contacto contigo cuando te uniste a la red.

—Sí —respondió André—, lo recuerdo.

Miró fijamente su bebida durante tanto tiempo que yo recordé la noche en el hotel Adlon cuando me contó su relación con su padre. En un momento dado André y yo habíamos bromeado sobre mis clases de idiomas y al momento siguiente se había puesto de un humor muy lóbrego. André levantó la mirada. Volvía a observarme con ojos escrutadores, pero esta vez la pregunta que bailaba en ellos era diferente. Paseó la mirada por mi cuello y mi silueta. Me desconcerté al ver entonces lo que no había presenciado en todos aquellos años desde que se casó con la princesa de Letellier. Un relámpago me atravesó el corazón. André Blanchard todavía me amaba.

Tras una semana, se me pasó la hinchazón alrededor de la rodilla y recuperé un poco las fuerzas. Me di cuenta de que, si iba a actuar para «satisfacer» las expectativas de Von Loringhoven, necesitaba ensayar. Le envié una nota al director artístico del Adriana para decirle que tenía un piano en mi apartamento y que comenzaría a ensayar tan pronto como él me contratara a un pianista. Como no me tenía que probar ningún vestuario y preferí actuar sola, no me veía obligada a presentarme en el teatro hasta el ensayo final. Recibí su respuesta esa misma tarde, junto con un ramo de rosas tan enorme que el agente de la Gestapo tuvo dificultad para meterlo por la puerta. La nota decía:

Querida mademoiselle Fleurier:

Será un enorme placer que cante en el Adriana para celebrar la

unión entre Francia y Alemania en la Nueva Europa.

Máxime Gaveau

Rompí la nota por la mitad. Yo había trabajado con Martin Meyer, Michel Gyarmathy y Erté. ¿Quién era aquel advenedizo llamado Máxime Gaveau? Eché las flores en el fregadero de la cocina y después recordé que el agente de la Gestapo podría volver a mi apartamento, así que, en su lugar, las metí en un cubo.

La verdad era que la nota de Gaveau me había demostrado la gravedad de lo que estaba a punto de hacer. No podía desairarle cuando yo también había accedido a colaborar con los alemanes. Puede que él estuviera colaborando por su propia ambición egoísta, pero yo estaba prestando mi nombre público y mi rostro para legitimar el Tercer Reich. Y lo que era aún peor, como posdata a la nota, Gaveau me informaba de que mi actuación iba a ser retransmitida por Radio France, así que no solo se enterarían de mi traición los miembros de la Resistencia de París, sino los de todo el país.

Más tarde, aquel mismo día, madame Goux me llamó desde la planta de abajo para decirme que André estaba subiendo las escaleras para verme. Me dio un salto el corazón al pensar que podía traerme buenas noticias sobre Roger. Cojeé hasta la puerta y la abrí de un golpe. Sin embargo, la sombría expresión de André me golpeó como un puñetazo en el estómago.

—Será mejor que te sientes —me dijo—. Te serviré algo de beber.

Durante un segundo no pude moverme.

—No me tengas sobre ascuas —le dije.

André me agarró de los hombros.

—Roger Delpierre fue detenido en Marsella. Pero no habló. Así que lo fusilaron.

Miré a André fijamente. Como mucho, estaba esperando escuchar que Roger había sido detenido. Nunca había considerado la posibilidad de que pudiera estar muerto. Se me doblaron las rodillas. André me ayudó a llegar hasta el sofá. ¿Roger? ¿Fusilado? El aroma de la lavanda me envolvió durante un instante; sentí las caricias de Roger en mis muslos. «No le pongas barreras a la felicidad, Simone».

André me cogió las manos. Sentí como si estuviera cayendo por un oscuro túnel. Recordé el primer viaje que Roger y yo habíamos hecho al sur junto con Ratón, el Juez y los demás. Todos nosotros habíamos estado juntos en aquella peligrosa misión, pero cada uno se había enfrentado a sus propios terrores personales a ser atrapados y ejecutados. Esa era la soledad que estaba sintiendo en aquel instante. André podía sostenerme todo lo firmemente que quisiera, pero no podría salvarme de que me hundiera en aquella pesadilla.

—Lo siento —me dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

Sabía que, a pesar de la punzada de celos que había sentido la semana anterior, estaba siendo sincero.

—¿Ha podido haber algún error? —le pregunté.

—Roger Delpierre era el responsable de la red —me respondió—. He comprobado la historia con dos contactos diferentes. A juzgar por lo que todo el mundo sabe, la noticia es cierta.

Pensé en Roger dormido, con los brazos cruzados sobre el pecho como las alas de un ángel, y traté de recuperar el control de mí misma. Roger era un verdadero militar, me habría dicho que todavía había una guerra que luchar y que era mi deber ser fuerte, independientemente del sacrificio. Me volví hacia André.

—¿Y los niños y los soldados aliados que iban con Roger? ¿También los han atrapado?

André negó con la cabeza.

—Lo detuvieron a él solo. En un bar. Parece ser que actuó como señuelo para que los demás pudieran escapar.

Me sequé los ojos, pero fui incapaz de contener las lágrimas. Esto era lo que hacía la guerra. Nos arrebataba a las buenas personas. Uno de los pilotos a los que había acompañado para cruzar la línea me contó que había perdido a tantos amigos que no quería sentir cariño por nadie nunca más.

André me sirvió una bebida y después llamó a madame Goux, que estaba en el piso de abajo.

—Simone —me dijo, inclinándose para darme un beso en la mejilla—. Ahora tengo que irme, pero volveré a verte mañana. Lo mejor que puedo hacer para honrar la memoria de Delpierre es acabar lo que él empezó. Derrotar a los alemanes y ganar esta guerra.

Durante los días siguientes yací en mi dormitorio escuchando el sonido de mis pulmones, que luchaban por conseguir aire. André había dicho que la mejor manera de honrar la memoria de Roger era acabar lo que él había empezado. Pero yo había accedido a cantar para el alto mando de las SS. ¿Podía ser peor mi traición a Roger? En algún lugar entre el público estaría el hombre que había dado la orden de su ejecución. ¿De qué servía ganar esta guerra si yo había perdido a Roger? Había abierto unas puertas de mi corazón que yo creía cerradas para siempre. Después de amarle y perderle, ¿qué tipo de vida me quedaría por vivir? Miré fijamente el techo, las paredes, los muebles… Pero ninguno de ellos tenía respuestas para mí.

Maman! —grité en mitad de la noche.

Dado que yo me encontraba bajo arresto domiciliario, le pedí a André que le contara a mi familia lo que había sucedido. Le rogué que les indicara, por su propia seguridad y por la de los agentes a su cargo, que no se pusieran en contacto conmigo.

—Diles a mi madre, a tía Yvette, a Bernard, a madame Ibert y a los Meyer que no pasa ni un solo día sin que piense en ellos.

Yo era un barco naufragando, haciendo aguas. Esta vez no había ninguna posibilidad de retirarme a la finca en busca de consuelo. Tenía que seguir navegando. Tenía que cantar por las vidas de Odette y la pequeña Simone.

Cuando madame Goux anunció que había llegado el pianista del Adriana para el ensayo, me quedé totalmente estupefacta al ver aparecer a monsieur Dargent por la puerta de la sala de estar.

No había cambiado ni lo más mínimo desde la última vez que lo vi en Le Chat Espiègle, hacía dieciséis años. Llevaba un traje blanco con un clavel rosa en el ojal y su bigotillo curvilíneo tan rígido y negro como siempre.

—¡Monsieur Dargent!

—¡Mire en lo que se ha convertido usted! —exclamó, alzando las manos—. ¡La muchacha extraña que bailaba como una salvaje!

—Traté de ponerme en contacto con usted un par de veces —le dije—, para agradecerle que me diera mi primera oportunidad. Pero nunca he logrado seguirle la pista.

Profirió una de sus risas estertóreas.

—He estado viajando —me explicó, tapándose la boca con la mano—, ¡huyendo de los acreedores!

Algo en sus maneras me hizo sentir incómoda. Le conduje hasta la sala de estar.

—¿Así que es usted el pianista que me acompañará en los ensayos?

—No —replicó—. Soy el nuevo director del Adriana. Ahora me hago llamar Máxime Gaveau.

Se inclinó en una reverencia mientras hacía una floritura con la mano.

Se me hundió el alma a los pies. Era un vulgar colaboracionista. El titular legítimo de aquel cargo era Minot y aún podría ocuparlo de no ser por los nazis. Pero me recordé a mí misma que no le haría ningún favor a la Resistencia si demostraba mi ira.

Monsieur Dargent se enderezó de nuevo y me entregó unas partituras.

—Estas son las canciones de sus espectáculos anteriores. He pensado que podríamos hacer una retrospectiva. Además, también he encargado que le escriban algunos números nuevos; tienen que ser aprobados primero por la Propagandastaffel. Eso nos proporcionará unos días para ensayarlos antes del espectáculo.

No me alegré al oír aquello. Ya era bastante humillante tener que actuar para el alto mando enemigo, pero nunca había tenido la intención de cantar propaganda alemana.

Cuando el paquete de canciones llegó varios días más tarde, lo abrí con sombría aprensión. Leí detenidamente las letras de cada canción. Para mi alivio, parecían bastante inofensivas. Sin embargo, una de ellas me llamó la atención porque era muy misteriosa:

Cuando mi amor se enfríe

te dejaré por el calor de África.

Mirarás hacia el este y también hacia el centro,

pero no me encontrarás en la oscuridad de África,

a menos que me traigas la luz de tu antorcha

Con el paso de los años había aprendido a leer música, por lo que toqué la melodía en el piano con un solo dedo. Era una tonadilla suave. Los alemanes no permitían nada de jazz, lo llamaban «música de negros». Los versos me resultaban evocadores. Traté de cantarla, intentando averiguar dónde debía poner más énfasis y dónde debía mantener el tono. Cogí una pluma y cambié el verso que decía: «A menos que me traigas la luz de tu antorcha» por «A menos que me traigas tu luz».

Monsieur Dargent vino a ensayar conmigo al día siguiente. Hojeó las partituras y frunció el ceño cuando vio la canción sobre África.

Mademoiselle Fleurier, ¿no le dije que no cambiara ni una sola letra?

—No.

—¿No le dije que la Propagandastaffel las había aprobado?

No lograba entender por qué se estaba poniendo tan frenético. Nada de lo que yo había alterado representaba ninguna diferencia en el significado de la canción. No recordaba que monsieur Dargent fuera tan puntilloso.

—Seguramente, la Propagandastaffel no podrá oponerse a estos pequeños cambios, ¿verdad? —le dije—. He cambiado la letra para que corresponda con la manera en la que quiero cantar la canción.

La expresión de su rostro se ensombreció. No logré interpretar aquello, pero parecía más de preocupación que de enfado. No añadió nada más, pero cuando se marchó tras el ensayo apenas le oí despedirse.

La reacción de monsieur Dargent me perturbó tanto que ensayé las canciones esa misma noche por mi cuenta, asegurándome de que no cambiaba ni una coma. Con el concierto a la vuelta de la esquina, y con las vidas de Odette y la pequeña Simone pendiendo de un hilo, no tenía ni la menor intención de oponerme a los nazis o, en su defecto, a los colaboracionistas.

Mi último ensayo en el Adriana tuvo lugar uno de esos lúgubres días en los que el cielo de París se cubre de nubes y lo tiñe todo de un fúnebre gris. Recorrí con la mirada el aterciopelado telón y el mobiliario art decó, los espejos y las puertas metálicas. La primera vez que canté allí, había temblado de pies a cabeza por los nervios. Entonces pensaba que lo más importante en el mundo era ser una estrella. Ahora no podía concentrarme en nada excepto en cuánto deseaba que se terminara la tortura de aquella noche lo más rápido posible. Y si me hubiera preguntado a mí misma si me sentía satisfecha por haberme hecho famosa, me habría contestado que hubiera deseado ser cualquier otra persona antes que Simone Fleurier, «la mujer más sensacional del mundo». Mi estrellato era un arma que los alemanes iban a utilizar contra Francia.

Me quedé en el teatro el tiempo justo para ensayar mis canciones. Monsieur Dargent me mostró el programa, pero no me interesaba qué iban a hacer los artistas en el resto de los números. Había unos trapecistas austríacos, «de fama mundial», según monsieur Dargent; una cantante de ópera, «la mejor de Alemania»; y una tropa de cantantes y bailarines de cabaré provenientes de Berlín. Era irónico que yo, con mi bronceado aspecto mediterráneo, fuera a protagonizar un espectáculo entre tantos perfectos especímenes de raza aria. Sin embargo, aquella era la incongruencia de la fama en Europa: yo era más conocida —y más venerada— que cualquiera de ellos.

Antes de la actuación de aquella noche me senté en el camerino para escuchar el crujido de los suelos de la oficina de monsieur Dargent, que se encontraba en la planta de arriba, y el ruido de la orquesta, que estaba afinando abajo. No había ninguna Kira para hacer las veces de mi amuleto de buena suerte, ni tampoco había ningún Minot para enviarme una botella de champán. Estaba sola. Sentarme en el camerino de la estrella protagonista me trajo recuerdos de Bonjour, Paris! C’est moi! Había sido el espectáculo más deslumbrante jamás visto en París. Los escenarios y el vestuario eran suntuosos y todas las coristas eran rubias, para que yo, tal y como Minot lo había formulado, «destacara entre ellas como una magnífica perla negra». Ahora, la perla negra actuaría delante de la bandera nazi. Apoyé la cabeza entre los brazos y me pregunté dónde estarían Odette y la pequeña Simone. ¿Sabrían que mañana iban a ser libres? Guardaría para siempre el recuerdo de los ojos verdes de Roger y de su determinación inquebrantable en lo más hondo de mi corazón. Pero esta noche tenía que procurar mantener su recuerdo en la esquina más recóndita de mi mente para poder pasar por lo que estaba a punto de hacer.

Sonó un golpe en mi puerta. Sabía que no se trataba de la ayudante de vestuario: solo iba a ponerme un vestido negro, así que no me hacía falta ayuda.

—¿Quién es?

—Soy yo, Gaveau —respondió monsieur Dargent—. Necesito hablar con usted.

Todavía no me había puesto el vestido ni me había peinado. Me envolví un kimono sobre la ropa interior y abrí la puerta. Monsieur Dargent me empujó para abrirse paso y se sentó en el taburete de mi mesa de maquillaje. Le temblaban las manos y tenía el semblante pálido. Me pregunté por qué estaría tan agitado. No podía ser porque hubiera algo incorrecto en mi actuación, excepto porque a los alemanes pudiera no gustarles. Solamente había unas pocas canciones nuevas, no iba a bailar, no habría cambios de escenario, de atrezo o de vestuario. Ni siquiera iba a hacer mi entrada como de costumbre, descendiendo una escalinata, ni tendría que mantener el equilibrio sosteniendo sobre el cuello un complejo tocado. Y si la grabación de Radio France salía mal, aquello no era responsabilidad ni mía ni suya.

—¿Qué sucede? —le pregunté, sirviéndole un vaso de agua de una jarra que tenía sobre mi mesa.

¿Quizá monsieur Dargent sentía que aquello le venía grande? Esa era su primera gran producción en el teatro desde hacía años y, por mucho que le tuviera cariño, sabía que no era ningún Minot.

—El otro día no tenía permiso para explicarle la situación —me dijo, bebiendo un sorbo de agua—. Pero ahora sí. Cantó usted las canciones perfectamente durante el ensayo, pero estoy preocupado por que se le ocurra cambiar algo durante la representación. Tengo que repetirle que debe cantar la canción de África tal y como está escrita.

Me incliné sobre el tocador. Estaba dándole demasiada importancia a la precisión de la letra, que en mi opinión no era tan importante como la música para cualquiera salvo para el letrista. Además, iba a cantar yo sola, así que tampoco corría el riesgo de retrasar a los cantantes que me acompañaran si cambiaba alguna palabra aquí o allá.

Monsieur Dargent se percató de que yo había fruncido el ceño y dejó escapar un suspiro.

—Podría usted arruinarlo todo —continuó—. Por eso, hemos decidido que es mejor contarle qué sucede. Las letras de esa canción son de vital importancia para el esfuerzo bélico.

Me puse rígida. Ahora todo tenía sentido. Recordé la letra, tratando de descifrar qué querría decir. No era lo suficientemente específica para ser ningún tipo de propaganda. Cuando me concentré en ella, me sonó a algo parecido a una descripción de ubicaciones estratégicas. O quizá un código.

—¿El esfuerzo bélico de quién? —le pregunté—. No tengo intención de ayudar a los alemanes de ningún modo.

A monsieur Dargent le brillaron los ojos.

—¿De qué habla? —susurró—. Usted y yo estamos en el mismo bando. Cuando cante la letra de la canción de África, estará informando a la Resistencia de que los Aliados y la Francia Libre de De Gaulle están a punto de atacar. La Resistencia debe estar preparada, porque cuando los Aliados ataquen, los alemanes ocuparán también el sur de Francia. A través de Radio France, se transmitirá el mensaje mediante los operadores de radio a los maquis.

Le contemplé con recelo. Él era un colaboracionista. Me resultaba más fácil creer que cualquier mensaje que la canción contuviera lo hubieran introducido en ella los alemanes para confundir a la Resistencia, no para ayudarla.

—Me está usted utilizando —le espeté.

Mon Dieu! ¿Por quién me toma? —maldijo monsieur Dargent, poniéndose en pie—. Usted y yo trabajamos para la misma red. —Se terminó el agua de un trago y negó con la cabeza con expresión de indignación—. Clifton ya me advirtió que me lo pondría usted difícil.

Me recorrió un escalofrío por la espalda. Al principio, no estaba segura de haberle oído correctamente.

—¿Quién? ¿Quién ha dicho eso? —le pregunté ansiosamente.

Traté de mantenerme tranquila, pero no funcionó. Me temblaron las manos. Quizá Clifton era un apellido británico muy común.

Monsieur Dargent tragó saliva tan bruscamente que su nuez de Adán se le deslizó abajo y arriba.

—Se suponía que no debía decírselo. Se me ha escapado.

Corrí hacia monsieur Dargent y lo agarré por los brazos.

—¿El capitán Roger Clifton? ¿Nombre código: Delpierre?

Monsieur Dargent cerró los ojos con fuerza. Yo le clavé los dedos en la piel.

—¿El capitán Roger Clifton? ¿Nombre código: Delpierre? —repetí con voz aguda.

Monsieur Dargent me apartó de un empujón.

—Él me dijo que sería usted muy terca, mademoiselle Fleurier. Y tenía razón. Pero tanto para su propia seguridad como para la de él, será mejor que no le diga nada más.

Sentí una comezón bajo la piel. Durante toda mi vida no había habido más que una sola persona que se había referido a mí como «terca». Repentinamente, salí de un golpe de las tinieblas a la luz del sol. Me eché sobre monsieur Dargent de nuevo.

—¡Roger está vivo! —exclamé—. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cómo logró escapar de los nazis?

—Nunca le llegaron a atrapar —concedió monsieur Dargent—. Se enteró de que la habían capturado y volvió a París a por usted. El agente doble difundió el rumor de su detención y ejecución para confundir a la red.

—¿Todavía está en París?

Monsieur Dargent negó con la cabeza.

—Se marcha esta noche a Londres en avión.

El director de escena alemán llamó a la puerta.

—¡Diez minutos para la llamada a escena!

¿Solo diez minutos? No me había puesto el vestido ni me había peinado. Pero Roger era más importante que la actuación en ese momento. Estaba a punto de preguntarle a monsieur Dargent si podía hacerle llegar un mensaje a Roger antes de que se marchara de París, pero él levanto una mano.

—Ya está bien, mademoiselle Fleurier. Dese prisa y vístase. Que disguste usted a los alemanes no nos llevará a ninguna parte.

Me volví hacia el espejo. La felicidad bulló en mi interior. ¡Roger estaba vivo! Absorbí todas las sensaciones de mi cuerpo, desde el cosquilleo de los dedos de los pies hasta la sangre que corría veloz por mis venas. Deseaba levantar los brazos bien alto y pregonar las buenas noticias a todo aquel que quisiera escucharlas, aunque, por supuesto, no podía hacer tal cosa. Roger estaba vivo y me había hecho un regalo: ¡iba a ayudar a la Resistencia, no a traicionarla!

Bonjour, Paris! —entoné y saludé con la mano, introduciéndome en el escenario por uno de los bastidores.

Los alemanes aplaudieron. Más allá de los focos, podía ver las filas de negros uniformes de las SS que se expandían por todos lados hasta los palcos, como cientos de arañas que esperaban en sus agujeros. Pero por muy repulsivo que fuera mi público y a pesar de lo que representaran, no podía contener la luz que brillaba en mi interior. Me recorría las piernas y la columna vertebral. La alegría que me producía era tan cálida que pensé que en cualquier momento acabaría por arder.

«¡Soy yo! Esta noche, de entre todas las noches, las estrellas saldrán y brillarán. Brillarán para que las vea todo París».

El técnico de grabación de Radio France estaba sentado en el foso de la orquesta. Le dediqué una sonrisa, la más amplia que le había dedicado nunca a un colaboracionista. Él y yo éramos camaradas esa noche. Él no lo sabía, pero ambos les estábamos cantando las buenas noticias a la Resistencia.

A los alemanes les estaba gustando tanto lo que veían que volvieron a aplaudir. A pesar del dolor que aún sentía en las costillas por la paliza de la Gestapo, mi voz nunca había sonado tan potente. Mi alma cantaba junto a ella. Aquella era la cumbre de mi vida; uno de esos momentos en los que el telón se abre y uno de repente sabe que lo que está haciendo es para lo que ha nacido, que está cumpliendo su objetivo en este mundo. En ese momento, sí que me sentí feliz por ser Simone Fleurier y me emocionó que los Aliados pudieran hacer uso de mí.

El coronel Von Loringhoven estaba sentado en un palco junto a Karl Oberg y Camille. La orquesta comenzó a tocar La bouteille est vide y yo dirigí mi voz hacia ellos.

Cuanto más consigues,

más quieres;

quieres más y más,

y luego todo se va

Karl Oberg sonrió y profirió una carcajada autosuficiente. Von Loringhoven le miró de reojo y luego volvió a mirarme a mí. Se acomodó en su asiento, satisfecho consigo mismo. «Sonreíd, sonreíd mientras podáis —pensé—. Muy pronto se os terminará la suerte».

¡La! ¡La! ¡Bum! Aquí viene Jean

en su nuevo Voisin.

¡La! ¡La! ¡Bum! Y pregunta: «¿Qué haces?».

¿Qué le puedo decir?

¡La! ¡La! ¡Bum! ¿Que estoy tendiendo la ropa?

Tenía ganas de echarme a reír por la comicidad de todo el asunto. Durante la canción del Voisin me sentí tan aturdida que tuve que recordarme a mí misma que no debía parecer tan complacida porque quizá eso levantaría las sospechas de Von Loringhoven. Canté mis canciones de tango con toda la carga trágica y la congoja que se merecían, pero la única manera en la que pude sonar auténtica fue pensando en lo que había ocasionado principalmente que comenzara mi trabajo en la red: la masacre de los niños belgas.

Sin embargo, el gran final fue el momento más importante de todos.

Cuando mi amor se enfríe

te dejaré por el calor de África.

Mirarás hacia el este y también hacia el centro,

pero no me encontrarás en la oscuridad de África,

a menos que me traigas la luz de tu antorcha

Canté aquellas palabras con todo mi corazón. Los encandilados soldados de las SS que me contemplaban boquiabiertos debían de estar convencidos de que la estaba interpretando para ellos, pero cuando miré hacia el público ni siquiera los vi. Estaba cantando para Roger, para Odette y la pequeña Simone, para mi familia, para monsieur Etienne y Joseph, para el general De Gaulle, para Minot y Ratón y el Juez, para André y todos los miembros de la Resistencia. Cantaba por mi padre y por Francia. No me permití a mí misma pensar en los hombres que tenía delante, muchos de los cuales habían torturado y ejecutado a miembros de la Resistencia.

Aunque odiaba a aquellos hombres de las SS con todo mi ser, ellos me adoraban. Cuando terminé la canción, el público se puso en pie para aplaudirme. Hice una elegante reverencia y me deslicé entre bastidores.

—¡Bravo! —gritaban—. ¡Otra! ¡Otra!

Monsieur Dargent estaba de pie entre bambalinas. Intercambiamos una sonrisa. El público jaleó y aplaudió con más fuerza.

—¡Vamos! —me animó monsieur Dargent—. Es usted la artista. Dele a su público lo que desea.

Corrí de vuelta al escenario y me detuve frente al fondo del que colgaba una enorme esvástica. Canté la canción de África toda entera de nuevo.

El público aún gritaba para que siguiera cantando cuando el telón cayó después del quinto bis. Si hubiera caído muerta allí mismo, lo habría hecho siendo la mujer más feliz del universo.