32

La mañana que Roger y yo anunciamos nuestro compromiso, todos nos sentamos a tomar el desayuno más feliz que habíamos disfrutado desde hacía años. Incluso los niños a nuestro cuidado parecieron más animados que el día anterior. Mi madre apoyó la mano sobre el brazo de Roger con tanto cariño como si fuera su propio hijo. Me prometí a mí misma que la próxima vez que ella y yo estuviéramos un tiempo a solas, le iba a preguntar por mis abuelos y si era cierto que su madre era italiana. Quería estar tan orgullosa de mis antepasados como lo estaba de aquella reunión de parientes, amigos e invitados. Tía Yvette y Bernard rememoraron todas y cada una de las historias de mi infancia que se les ocurrieron, tratando de avergonzarme delante de Roger, e incluso le contaron que mi mote solía ser el Flamenco por mis largas piernas. Pero no me importó. Me contentaba con saber que, a pesar de la situación en la que estábamos inmersos, podíamos animarnos simplemente pensando en un futuro mejor.

Tenía una última tarea pendiente en París antes de mudarme al sur permanentemente. Roger necesitaba enviar un código a un miembro de la red. Yo lo memoricé para que, si me registraban, no pudieran encontrarlo. El plan consistía en que me quedaría una noche en París y después cogería el primer tren de vuelta al sur. A Roger y a mí nos quedaría una última noche juntos en la finca antes de que él tuviera que abandonar Francia.

Mientras estaba haciendo la maleta, mi madre me entregó una bolsita de trapo.

—No la abras —me indicó—. Ya sabes lo que es. Noté un objeto puntiagudo y supuse que era un amuleto: una pata de conejo.

—La necesitarás —me dijo—. No puedo cuidar de ti eternamente.

Hacía tiempo que me había deshecho de mis supersticiones provenzales, pero me metí la bolsita en el bolsillo con respeto. Mi madre y yo teníamos diferentes armas, pero luchábamos en el mismo bando.

—La llevaré encima siempre —le dije, besándole las mejillas.

Cuando estaba lista para marcharme, abracé a mi madre y a mi tía, a Minot y a su madre, a Bernard y a cada uno de los niños, y acaricié a los perros y a las gatas antes de salir con Roger por la puerta a la luz del sol. Kira nos acompañó hasta el muro de piedra y después contempló como Roger y yo nos dirigíamos a través de los campos hacia la aldea, donde yo cogería el autobús para volver a la estación de tren.

Cuando llegamos al ayuntamiento del pueblo, Roger y yo nos besamos mientras el conductor tocaba la bocina bondadosamente.

—¡Vamos, ustedes dos! ¡Que el autobús ahora va con el horario de Vichy!

—Te amo, Simone Fleurier —me dijo Roger, colocándome una ramita de lavanda silvestre en el ojal del vestido.

Desde la parte trasera del autobús le dije adiós con la mano a Roger. Una noche en París, y regresaría con él y mi familia. Ese era el plan. Pero era algo que no se materializó. Jamás tuvo lugar.

Llegué a París entrada la noche y cogí el métro hasta los Campos Elíseos. Incluso para el poco tiempo que había estado fuera, me percaté de que el ánimo de la gente se había hundido aún más que antes de que me marchara, aunque todavía no podía entender la razón. Quizá me sentía demasiado cansada como para darme cuenta de que los dos últimos vagones del tren estaban vacíos.

Madame Goux me abrió la puerta. Tan pronto como entré, se desahogó contándome su historia.

—Se han dedicado a detener a los judíos —me informó—. Ya no solo a los extranjeros, sino a los franceses también. Están enviándolos a campos en Polonia.

—¿Quién los está deteniendo? —le pregunté, hundiéndome en una silla de la portería.

—La policía de París.

—¿Así que los nazis están consiguiendo que les hagamos el trabajo sucio? —comenté, echando hacia atrás la cabeza para apoyarla contra la pared.

Para mí, aquella era la noticia más desalentadora de todas. Los alemanes no tenían por qué preocuparse de perder fuerza durante su expansión cuando tenían a tantos franceses actuando como sus esbirros.

Madame Goux chasqueó la lengua.

—Una docena de policías se han unido a nuestra red. Están indignados por lo que ha sucedido en el Vélodrome d’Hiver.

Levanté la vista para mirarla.

—¿Qué ha pasado?

Madame Goux inhaló aire por la nariz.

—Vi los autobuses dirigiéndose hacia el velódromo cuando iba de paseo. Me uní a una multitud de gente que se reunió cerca de la entrada, para enterarnos de qué estaba pasando. Algunos policías estaban desgarrándoles la ropa a las mujeres, registrándolas en busca de dinero y joyas. Separaron a los hombres de las mujeres y los niños, y después se llevaron a los hombres. Dejaron allí a las mujeres y a los niños sin darles ni comida ni agua durante tres días.

Me cubrí los ojos con la mano.

—¿Qué pasó después de eso?

—Uno de los policías que se ha unido a nuestra causa ha estado aquí antes —continuó madame Goux—. Nos ha dicho que los alemanes han dado orden de que solo querían a niños lo bastante mayores como para que pudieran trabajar. Así que la policía separó por la fuerza a los niños de sus madres con las culatas de los rifles y con mangueras de agua a presión. Nos ha contado que recordará los gritos de esos niños mientras viva.

Me quité la mano de los ojos. ¿Cómo podía alguien hacer una cosa así? Pensé en los policías que había visto durante los días en los que París se había quedado como ciudad abierta. Lo último que les habían encargado fue que tenían que mantener el orden. Y, sin embargo, ¿no era aquel un buen momento como para cuestionar las instrucciones que hubieran recibido?

—¿Dónde están esos niños ahora? —pregunté.

—A algunos los ha rescatado la red, pero la mayoría de ellos se han quedado solos para valerse por sí mismos —me explicó—. El policía cree que pronto volverán a perseguirlos.

—Como a animales acorralados —murmuré.

—Se ha enviado una petición a Alemania para que todos los niños acompañen a sus padres en el futuro. Es más humano —dijo madame Goux.

—¡Más humano! —exclamé yo—. ¡Esa gente está siendo enviada a la muerte!

Cuando en un primer momento se persiguió y se deportó a los judíos extranjeros, la mayoría de nosotros no sabíamos nada sobre los campos de exterminio y los nazis hicieron un buen trabajo de propaganda proyectando documentales en los que los judíos se asentaban en el este. La gente que no era judía incluso recibió postales de sus amigos judíos en las que les aseguraban que todo iba bien. Pero los sistemas de inteligencia de la Resistencia habían logrado recomponer una imagen totalmente diferente. Roger me había contado las presuntas atrocidades que se estaban cometiendo, pero cuando las publicaciones clandestinas como J’accuse y Fraternité sacaron a la luz informes que hablaban sobre un genocidio, la gente los rechazó porque eran demasiado horribles como para creerlos o los consideraron propaganda aliada.

Pensé en los cinco niños que Bernard había salvado en Marsella y los problemas que Roger tendría que superar para ponerlos a salvo. ¿Cómo iba a salvar la Resistencia en París a miles de niños, sin hablar de sus padres? Necesitábamos ayuda. Necesitábamos que los parisinos dejaran de esconderse detrás de la entelequia de que la vida era normal bajo la ocupación nazi.

—¿Cree usted que podríamos ocultar niños aquí? —le pregunté.

Era una pregunta desgarradora para mí. Me había comprometido a ayudar a los agentes aliados. Si ocultar niños ponía en peligro la seguridad de esos agentes, la red me prohibiría hacerlo.

La expresión de madame Goux cambió.

—Ya tiene usted dos visitantes esperándola arriba. La mujer no ha querido decir quiénes eran, pero creo que necesitan su ayuda.

Suponía que aquellos visitantes eran agentes, así que me sorprendí cuando encontré a una mujer sentada ante mi mesa del comedor con una niña pequeña agarrada entre sus brazos. La mujer se giró cuando me oyó entrar por la puerta. Tenía los mismos ojos aterrorizados que había visto en los niños de la finca. Pero la reconocí al instante.

—¡Odette! —exclamé.

Se puso en pie y corrió hacia mí. La rodeé entre mis brazos y acaricié la cabeza de la pequeña Simone. La niña era tan bonita como su madre, con una coqueta naricilla y la piel luminosa. Pero agachó la mirada con gesto de cansancio.

—Acostémosla en mi cama —le propuse a Odette—. Después podremos hablar.

La niña bostezó y se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada.

—Dejemos la puerta abierta —dijo Odette, cuando vio que estaba a punto de cerrarla.

Su voz sonaba como si temiera que si perdía de vista a su hija durante un instante se la arrebatarían.

Nos sentamos juntas en el sofá y nos cogimos de las manos.

—¿Por qué estás en París? —inquirí.

Una mirada enloquecida brilló en los ojos de Odette.

—Tendría que haberte escuchado, Simone. Se han llevado al tío y a Joseph. Y también a mis padres. Han hecho una redada de los judíos en Burdeos. Pensábamos que estábamos a salvo porque el tío encontró un passeur dispuesto a ayudarnos a cruzar la frontera. Se suponía que teníamos que escondernos en la parte trasera de una camioneta de ropa. Pero nunca apareció. Se llevó prácticamente todo nuestro dinero, pero no llegó a presentarse.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y sacudió la cabeza, como si no pudiera creer que hubiera gente capaz de robarles de ese modo a los que están desesperados.

—Al día siguiente detuvieron a todo el mundo —prosiguió—. Simone y yo nos salvamos porque habíamos ido a visitar a una vecina católica. Ella nos escondió en su sótano hasta que terminó la redada. Cuando regresé a nuestra casa habían puesto todo patas arriba y se habían llevado a todo el mundo.

Enterré la cara entre las manos. Durante los dos últimos años había cedido todos los recursos y el tiempo que tenía disponibles a salvar soldados aliados y a esconder agentes británicos. Hacía meses que nos habían asegurado que los estadounidenses terminarían rápidamente la guerra. ¿Dónde estaban todos ellos ahora? ¿Acaso no veían que la situación estaba empeorando?

Fui a la cocina a prepararle a Odette un poco de café de verdad que tenía escondido. Tuve que admitir que mi verdadera decepción no era con los Aliados, sino con el pueblo francés. Passeurs que les robaban el dinero a los judíos desesperados… Policías que pegaban a los niños hasta que se soltaban de las faldas de sus madres…

«Si no viene ayuda de fuera, entonces debemos ayudarnos nosotros mismos», murmuré.

—Odette, ¿tú y la pequeña Simone tenéis papeles falsos o solo los verdaderos? —le pregunté, cuando le puse la taza de café delante.

—Se suponía que el passeur nos iba a proporcionar los papeles falsos —me explicó—. Solo tengo los verdaderos, en los que figura el sello en el que pone «judío».

—¿Cómo conseguiste llegar a París?

—Me quedaba únicamente el dinero suficiente para un billete para mí y la pequeña —explicó—. Me monté en el tren con nuestros papeles judíos y nadie nos detuvo. —Emitió una risa estridente y nerviosa—. Quizá se imaginaron que si los alemanes no nos habían dado caza en Burdeos nos detendrían en París de todos modos.

Comencé a pensar más despacio. Solamente había recogido papeles falsos de manos de otros miembros de la red, nunca directamente de un falsificador. Los buenos falsificadores eran demasiado preciados para la red como para que los comprometiéramos, así que el contacto con ellos estaba restringido. Durante años, me había limitado a acatar órdenes. No tenía ni la menor idea de cómo lograr por mis propios medios que Odette y su hija cruzaran la línea de demarcación. Pensé en Roger. No había modo de que pudiera ponerme en contacto con él en esos momentos para preguntarle qué podía hacer.

Él había cortado sus lazos con la red. Cuando no apareciera al día siguiente, probablemente se imaginaría que me habían detenido. Esperaba que aquello no le impidiera marcharse. Traté de no pensar en lo decepcionante que sería no poder verle; me sentía demasiado preocupada por monsieur Etienne y Joseph, y me preguntaba qué suerte correrían. Si me hubiera parado a pensarlo, seguramente me habría desmoronado. Tenía que hacer como Roger cuando planeaba una misión. Me convencí de que era una máquina, moviéndome sin parar con un único objetivo en mente: sacar a Odette y a la pequeña Simone del país.

A la mañana siguiente concerté una cita para entregar el código que Roger me había dado. Me senté en un banco de los Jardines de Luxemburgo, cosa que era peligrosa, porque algunas personas me reconocieron y me pidieron un autógrafo. Y lo que fue peor, un oficial alemán intentó flirtear conmigo. Pensé que no se iba a marchar nunca, hasta que le expliqué en alemán que estaba esperando a «mi hombre».

Cuando llegó el contacto, me alegré de que el oficial no se hubiera quedado merodeando para verle. «Mi hombre» tenía tres papadas y una barriga sobre la que se cerraban a presión todos los botones de su camisa. Le di el código. Lo repitió solamente una vez, a la perfección. Estaba a punto de ponerse en pie y marcharse cuando le puse la mano sobre el brazo.

—Necesito papeles —le dije—. Para una mujer y una niña.

—¿Judías?

Asentí con la cabeza.

—¿Tiene usted fotografías? ¿Y dinero? —me preguntó.

Le entregué un sobre con los honorarios del falsificador y las fotografías que había recortado de los papeles reales de Odette y la pequeña Simone.

Se lo metió todo inmediatamente en el bolsillo.

—Vuelva aquí dentro de tres días —me indicó.

Durante los tres días siguientes, Odette, la pequeña Simone y yo nos quedamos dentro del apartamento. Odette se dedicaba a dibujar para calmar los nervios mientras yo mantenía a la niña ocupada.

Nunca antes había tenido la oportunidad de conocer a mi tocaya y disfruté tanto como ella haciéndole muñecas de papel y jugando al pilla-pilla por la alfombra. Hacía años, un admirador me había regalado una muñeca de porcelana. Era holandesa y se le abrían y cerraban los ojos. Como no me gustaban especialmente las muñecas, la había guardado dentro de un armario. Ahora fui a buscarla.

—Me gustaría que te la quedaras tú —le dije a la pequeña Simone, entregándole la muñeca, que todavía estaba dentro de su caja.

La niña cogió la muñeca, con el ceño fruncido.

—Tiene que salir de la caja —me informó—. Las niñas pequeñas necesitan aire.

Durante el resto de la tarde, la pequeña Simone solo tuvo ojos para su nueva muñeca, a la que llamó Marie. Odette y yo jugamos a las cartas.

—Simone no ha tenido una infancia muy normal —me susurró Odette—. Temo que crezca pensando que esconderse es lo habitual.

Por la noche, Odette y yo dormimos en mi cama, con la niña apretada entre nosotras. La pequeña cogió la costumbre de agarrarse a mí con su bracito rechoncho. Escuché su suave respiración y me atenazó un sentimiento de tristeza, porque quizá yo nunca llegaría a tener hijos.

La segunda noche, la pequeña Simone preguntó por su padre y por su tío. Esperé a ver qué le contestaba Odette.

—Están en el trabajo, cariño mío —le contestó—. Mientras tanto, tú y yo tenemos que encontrar otro sitio donde vivir, para que ellos se nos puedan unir después.

Odette parecía tan tranquila que casi me imaginé a monsieur Etienne tras la mesa de su despacho, llamando a los teatros, y a Joseph en su tienda. ¿Dónde estarían mis viejos amigos ahora? ¿Qué atroces torturas estarían padeciendo?

Fiel a su palabra, el contacto al que le había comunicado el código me estaba esperando en el mismo banco de los Jardines de Luxemburgo tres días más tarde.

—Estos papeles no son perfectos —me explicó con total naturalidad—. Los alemanes no hacen más que cambiar los requisitos para pillar a la gente. Hay muchos judíos tratando de huir de la ciudad. A la mujer la he convertido en su prima. Pero si las detienen y comprueban sus certificados de nacimiento, estarán acabadas.

—No tengo otra opción —respondí—. Tengo que salvarlas a ella y a la niña.

Me contempló fijamente y asintió. Aunque su actitud era brusca, podía percibir compasión en sus ojos. Me animó poder mirar a la cara de otra persona que aún no había perdido su humanidad.

Dado lo que el contacto me había dicho, me pregunté si no sería más razonable mantener a Odette y a su hija en París, escondiéndolas en mi apartamento o llevándolas a uno de los pisos francos de la red. Me paré en un café para descansar los pies y cavilar sobre el asunto. Como si de un escalofriante presagio se tratara, nada más sentarme escuché la conversación de dos hombres que estaban sentados detrás de mí.

—Están ofreciendo recompensas a cualquiera que denuncie judíos o revele quién los oculta.

—¿Qué tipo de recompensas? —le preguntó su acompañante.

—Puedes quedarte con sus apartamentos y sus muebles.

Traté de terminarme mi café lo más tranquilamente que pude, pero el corazón me latía con fuerza en el pecho. ¿Era en esto en lo que se habían convertido los seres humanos? ¿Gente codiciosa que denunciaría a una familia para poder sentarse en su sofá y admirar las vistas desde su apartamento? Hice lo que pude por pensar con claridad. Mucha gente del mundo del espectáculo en París conocía a Odette. Cruzar con ella y la pequeña toda la ciudad con papeles falsos sería tan peligroso como tratar de introducirlas en un tren con destino al sur. Pero el último empujón que necesitaba para decidirme a sacarlas de París me lo dio madame Goux cuando llegué a casa.

—Lo han echado por debajo de la puerta —me dijo, dándome un sobre con mi nombre escrito en él.

Lo abrí y encontré un panfleto dentro. Era una notificación de los alemanes sobre la deportación de judíos. La frase: «Aquellos que ayuden a los judíos sufrirán el mismo destino que ellos» había sido rodeada con un círculo rojo.

—¿Esto es una amenaza? —pregunté—. ¿Nos están espiando?

Cuando pensé sobre ello con detenimiento, me di cuenta de que probablemente provenía de uno de los miembros de la red. Alguien estaba tratando de advertirme.

Odette y yo no tardamos ni un minuto en hacer las maletas y marcharnos directamente a la Gare de Lyon para coger un tren hacia el sur. Por suerte, la estación no estaba más llena que otras veces que había viajado de agentes y soldados. Parecía que el éxodo en masa de los judíos con papeles falsos tratando de escapar de París no tenía lugar esa noche. Aunque no habíamos reservado asientos, logré conseguir plazas en primera clase.

—Disfrute de su viaje —me deseó el vendedor de billetes.

—Estoy segura de que así lo haré —le contesté.

Le sonreí, a pesar de que el corazón me latía a mil por hora.

Este sería mi último viaje de París al sur. En todos los demás viajes que había hecho, había tenido éxito al cruzar la frontera con mis «paquetes». Odette y la pequeña Simone tenían un aspecto menos sospechoso que los hombres que me habían acompañado anteriormente. Recé por que lográramos llegar a Lyon sin percances. André podría ayudarnos una vez que llegáramos allí.

Odette y su hija estaban sentadas en un banco esperándome. Les mostré los billetes. Admiraba a Odette por la tranquilidad con la que se había embarcado en mi plan. Tenía una labor de costura sobre el regazo y se afanaba en ella como si no le importara nada más en el mundo.

—Vámonos —les anuncié.

La pequeña Simone deslizó su mano en el interior de la mía y me dijo:

—Te quiero, tía Simone.

—Yo también te quiero —le respondí, parándome un momento para besarla en las mejillas.

El revisor nos recibió sin sospechas cuando subimos a bordo del tren. Un oficial alemán comprobó nuestros papeles en el pasillo. Miró los míos rápidamente, pero se leyó los de Odette cuidadosamente y comprobó la fotografía.

—¿Es usted del sur? —le preguntó, observando la ropa de Odette.

Llevaba un traje de color azul marino con solapas blancas que yo le había dado de mi armario. Tenía un aspecto muy parisino, pero esa era precisamente la idea.

—Sí —respondió ella—. Pero he vivido en París la mayor parte de mi vida.

La pequeña Simone le enseñó su muñeca Marie al alemán. Para mi sorpresa, él le sonrió. Le devolvió los papeles a Odette y nos hizo una señal con la mano para que avanzáramos.

Odette y yo tomamos asiento en el compartimento, colocando a la niña junto a la ventana. Estábamos tan aterrorizadas que no nos atrevíamos ni a hablar. Tomé de la mano a Odette y se la apreté. Tenía la piel congelada como el hielo. Cogió su labor y continuó tejiendo aunque le temblaban los dedos. Miré el reloj. Quedaban siete minutos para que el tren partiera. Habría más controles durante el viaje, pero estaba segura de que si lográbamos salir de París todo acabaría por ir bien.

Subieron más pasajeros a bordo del tren. Cada vez que alguien pasaba por el pasillo me daba un vuelco el corazón. Cerré los ojos y me recliné hacia atrás en el asiento, tratando de relajarme. Podía oír el silbido de la locomotora. Ya no faltaba mucho. La puerta de nuestro compartimento se abrió con un repiqueteo. Cuatro oficiales alemanes miraron hacia el interior y entonces se dieron cuenta de que se habían equivocado con los números de sus asientos. Se disculparon y continuaron su camino. Yo apenas me atreví a respirar. Hubiera sido más sencillo viajar en tercera clase, pero debido a mi reputación resultaba imposible. Recé con toda mi alma para que no termináramos rodeadas de alemanes. Me revolví el bolsillo en busca de la pata de conejo que mi madre me había dado, pero me di cuenta de que, con las prisas por salir del apartamento, la había dejado sobre mi cama. Miré el reloj. Solo faltaban cuatro minutos.

Contemplé el andén. Estaba casi vacío. Con un poco de suerte, quizá incluso tendríamos el compartimento para nosotras solas. Me relajé y me levanté para sacar un libro de mi bolsa de viaje que estaba en el portaequipajes sobre mi cabeza. En ese momento se abrió la puerta. Una sombra fría me recorrió la espalda. Me di la vuelta. Al principio pensé que mi aterrorizada mente me había producido una alucinación, pero cuanto más miraba, más reales se hacían aquel pelo negro y aquellos dientes puntiagudos. El coronel Von Loringhoven.

—¡Mademoiselle Fleurier! —exclamó—. ¡Qué sorpresa! Pensé que iba a tener el compartimento para mí solo.

Sonrió a Odette y a la pequeña Simone. Su sonrisa parecía estirarle la piel del rostro, como si hubiera otra persona debajo tratando de salir. Me sentí orgullosa de la niña porque no gritó, pues esa habría sido mi reacción si hubiera tenido su edad.

—¿De verdad? —le respondí, recuperándome lo más rápido que pude—. No deseamos importunarle. Podemos cambiarnos si necesita estar usted solo.

Tuve cuidado de imprimir a mis palabras un tono de generosidad más que de condescendencia. Las estrellas nunca cedían sus compartimentos; de hecho, nunca cedíamos nada. Pero en aquellas circunstancias hubiera sido un alivio sentarse en la carbonera en lugar de viajar con Von Loringhoven.

—Eso no será necesario —me contestó—. De hecho, esta es una coincidencia maravillosa. Siempre he deseado que pudiéramos llegar a conocernos mejor.

Paseó su mirada de mi rostro al de Odette y al de su hija; había algo traicionero en aquellos ojos que no me gustó nada. Hice un esfuerzo por simular una sonrisa de satisfacción, y le presenté a Odette y a la pequeña Simone. Le habíamos dicho a la pequeña que si alguien se sentaba con nosotros en el tren tenía que quedarse muy callada y quietecita. Se me enterneció el corazón cuando vi que fruncía los labios firmemente.

—Encantado de conocerla —le dijo el coronel Von Loringhoven a Odette—. No sabía que mademoiselle Fleurier tuviera parientes en París.

Odette no cayó en la trampa.

—Somos parientes lejanas y siempre nos hemos considerado más bien amigas. Solía ir a ver cantar a Simone cuando comenzó su carrera.

Los dedos de Odette ya no temblaban, pero se le formaron gotas de sudor en el nacimiento del pelo. ¿Se daría cuenta Von Loringhoven?

Miré otra vez el reloj. Solo quedaban dos minutos. Una vez que estuviéramos en marcha, podía inventarme cualquier excusa para tomar una cena temprana en el coche restaurante y después podíamos simular que dormíamos. El tren dejó escapar un silbido de vapor.

—Perdónenme un momento —se disculpó el coronel Von Loringhoven, poniéndose en pie.

No proporcionó ninguna explicación sobre adónde iba, pero tan pronto como salió, Odette me miró fijamente. ¿Había averiguado algo el coronel Von Loringhoven? Pero si nos bajábamos del tren en ese momento resultaría sospechoso.

—¡Mira! —exclamó la pequeña Simone, presionando su carita contra la ventanilla—. Ahí está ese hombre.

Miré por la ventana y vi al coronel hablando con dos soldados alemanes y señalando en nuestra dirección. El silbato sonó y el tren comenzó a avanzar.

—¡Gracias a Dios! —exclamé y casi me eché a reír.

El coronel Von Loringhoven iba a perder el tren. Sin embargo, uno de los soldados alemanes gritó algo, y el tren se detuvo abruptamente y las ruedas chirriaron sobre las vías.

—¡Lo sabe! —exclamó Odette entrecortadamente.

—¡Vamos! —grité, cogiendo en brazos a la niña y saliendo a todo correr por la portezuela del compartimento.

Había maletas en el pasillo, pero me esforcé en sortearlas, arañándome las piernas y rasgándome las medias. Odette se abrió paso detrás de mí. El revisor nos vio venir. Durante un instante pensé que nos iba a bloquear el paso, sin embargo nos dijo:

—No salgan por esta puerta. Vayan por segunda clase.

Corrimos delante de los pasajeros de aspecto sorprendido y saltamos del tren al andén.

—¡Vamos! —le grité a Odette por encima del hombro—. ¡Corramos hasta la entrada de la estación!

Empujamos al controlador de billetes, que se quedó demasiado sorprendido como para reaccionar. Podía ver la entrada de la estación delante de mí. Odette dejó escapar un chillido. Me volví para verla forcejear con un soldado alemán, que la tiró al suelo.

—¡Corre! —me gritó.

Durante un espantoso segundo dudé entre pararme y echar a correr.

—¡Corre! —voceó Odette de nuevo.

No había nada que pudiera hacer para ayudarla. Lo mejor era tratar de salvar a la pequeña Simone. Darle la espalda a Odette me partió el corazón por la mitad como una hoja de papel, pero me puse a la niña a la espalda, me quité los zapatos de un golpe y me dispuse a correr hasta las últimas fuerzas que me quedaran en el cuerpo.

Maman! Maman! —gritó la pequeña Simone y forcejeó, pero la agarré con firmeza.

Oí a los alemanes a mi espalda gritándome que me detuviera o si no me dispararían. Pero sabía que ni siquiera ellos harían una cosa así en mitad de la estación. La entrada se encontraba a unos metros delante de mí. Sentí que iba a desmayarme, pero estaba decidida a escapar. No había ningún alemán delante de mí.

«¡Vamos a conseguirlo! —les dije a mis temblorosos miembros—. ¡Lo vamos a lograr!».

Un torbellino azul cruzó delante de mis ojos. Un policía francés al que no había visto arremetió contra mí. Chocó contra mi cadera y me hizo caer al suelo. La pequeña Simone se vino abajo hacia delante. Un soldado alemán nos alcanzó y la cogió por el cuello de su abrigo. Pateó y le mordió, pero él la agarró con fuerza. Llegué hasta ella, pero el policía me golpeó con su porra en la nuca. Me caí de rodillas, con el dolor descendiéndome por la columna vertebral, pero logré ponerme en pie de nuevo y tambalearme hacia delante. El policía me propinó otro golpe, pero esta vez por encima de la oreja. Llamé a la pequeña Simone, pero el policía me golpeó una y otra vez en los hombros y la espalda hasta que perdí el conocimiento.

Cuando abrí los ojos, todo estaba oscuro. Me latía la cabeza y sentí un dolor punzante en el hombro. Comprendí que estaba bocabajo sobre algo duro y frío. Una peste a vegetación podrida me llenó la nariz. Desde algún lugar a mis espaldas, percibí el sonido de una gota de agua cayendo al suelo. Traté de sentarme, pero el dolor me abrasó la espalda. Me cedieron los brazos. Volví a perder el conocimiento de nuevo.

Debieron de pasar varias horas hasta que me desperté. Los destellos de las primeras luces de la mañana se me reflejaron sobre el brazo. Levanté la mirada y vi que la luz provenía de una ventana con barrotes. Estaba tumbada sobre un suelo de piedra que se me clavaba en las caderas y las rodillas. No se oía nada más aparte del agua que corría por una de las paredes.

Desafié a la agonía y me levanté sobre los codos, estremeciéndome del dolor que sentía en la espalda y las costillas. Había un colchón de paja frente a la puerta. Por pura fuerza de voluntad, logré ponerme en pie. La cabeza comenzó a darme vueltas y se me nubló la vista. Me tambaleé hacia el camastro y me derrumbé sobre él, cayendo en un profundo sueño.

La tercera vez que me desperté, vi que el sol había desaparecido de la ventana. Sin embargo, podía ver un cuadrado de cielo azul y el aire en la celda era más cálido. Adiviné que ya había llegado la tarde. No tenía apetito, pero notaba la garganta tan seca que me dolía al tragar saliva. No había ningún grifo en la celda. Ni siquiera una jarra de agua. Solo un cubo que despedía un olor pútrido en una esquina. Presioné el rostro contra el colchón enmohecido y lloré por Odette y la pequeña Simone. ¿Estarían aquí también o se las habrían llevado?

La reja de la puerta de la celda se abrió y se asomó un guardia. Un instante después le oí meter la llave en la cerradura. La puerta chirrió al abrirse y golpeó con estruendo la pared.

—¡Ponte de pie! —me gritó.

Comprendí que protestar no me serviría de nada. Me obligué a ponerme en pie, pero me cedieron las piernas. Tenía tan hinchada la rodilla derecha que no podía juntarlas. En comparación con el resto de dolores que sentía por todo el cuerpo, apenas me había dado cuenta hasta ese momento. El guardia se colocó detrás de mí y me agarró por debajo de los brazos. Otro guardia entró en la celda y me sujetó unas cadenas alrededor de los tobillos.

—¡Camina! —me ordenó el primer guardia, empujándome hacia delante.

Con todo el peso del cuerpo sobre una sola rodilla y la carga extra de las cadenas, caminar me provocaba un dolor insoportable. Cojeé unos pasos y me caí. El guardia que me había encadenado avanzó hacia mí. Instintivamente me cubrí la cabeza, esperando el golpe de su porra, pero en su lugar me agarró de los hombros y tiró de mí. El otro guardia puso su brazo bajo el mío y me sujetó. Caminé arrastrando los pies junto a él por un corredor oscuro. La única luz provenía de las ventanas con barrotes que había junto al techo. Escuché un grito y después una explosión resonó con estruendo en el aire. Hubo un silencio durante un momento antes de que aquel sonido detonara en el aire de nuevo. Nunca antes lo había oído, pero supe instintivamente qué era: un pelotón de fusilamiento. ¿Eso era lo que iba a suceder? ¿Me iban a fusilar?

—¿Dónde estoy? —le pregunté al guardia que andaba delante.

—¡Cállate! ¡No hables!

Me llevaron por otro corredor que terminaba en un tramo de escaleras. Los guardias tuvieron que llevarme en volandas. Al final, me arrastraron hasta una habitación con una única silla y una bombilla que colgaba del techo. El guardia que me estaba sosteniendo me empujó para que me sentara en la silla y me esposó las manos a la espalda. Después, ambos se marcharon sin pronunciar ni una palabra.

—Es una pena ver a una mujer hermosa en tal estado.

Aquella voz cargada de maldad me provocó un escalofrío por todo el cuerpo. Sabía que era el coronel Von Loringhoven, pero no podía verle. Salió de la oscuridad a la luz. Se me paró el corazón durante un instante. Pensé que así era como debían de sentirse los buscadores de perlas cuando vislumbraran una aleta y una cola emergiendo de las oscuras profundidades marinas.

Von Loringhoven se paseó en círculo alrededor de mi silla, estudiándome desde todos los ángulos posibles.

—¿Puedo ofrecerle algo? —preguntó—. ¿Café? ¿Un cigarrillo? ¿Un poco de hielo para su rodilla?

Miré hacia abajo. Tenía la falda rasgada y se me veía la rodilla, manchada y deforme. Negué con la cabeza. No quería absolutamente nada de Von Loringhoven.

Desapareció en la oscuridad y reapareció con una silla. Arrastró las patas por el suelo y la colocó frente a mí.

—La primera vez que la vi fue en 1930 en París —me dijo, sentándose y sacando una cigarrera de plata del bolsillo—. En el Folies Bergère. «¡Qué voz! —pensé—. ¡Qué voz tan extraordinaria!». Y, por supuesto, era usted tan hermosa…

Se detuvo para sacar un cigarrillo y exhaló una larga nube de humo. La peste a tabaco me irritó la garganta. Hice lo que pude por no toser. Tomara la dirección que tomara aquel interrogatorio, tenía que andarme con cuidado. Era posible que Odette y la pequeña Simone no hubieran sido identificadas como judías y que me hubieran arrestado a mí por alguna otra razón. Después de todo, Roger me había advertido que la Gestapo estaba empezando a sospechar de mis actividades.

Von Loringhoven me dedicó una mirada larga y pensativa, como si estuviera esperando que yo hablara. Roger me había insistido en que lo más importante era mantener el silencio durante al menos veinticuatro horas. Eso daría tiempo a los miembros de la red para enterarse de la detención y esconderse. Estaba decidida a permanecer en silencio todo el tiempo que pudiera.

Una sombra apareció en la luz. Era un hombre que llevaba un abrigo de cuero. Dio un paso adelante como si fuera a saludarme, pero en su lugar me golpeó en la mejilla tan fuerte que me crujió el cuello y vi las estrellas.

—¡En la cara no! —gruñó Von Loringhoven.

Levanté la mirada a tiempo de ver al hombre golpeándome con el puño de nuevo. Sus nudillos se me clavaron en el pecho. La silla se bamboleó hacia atrás y caí al suelo, aterrizando sobre el hombro dolorido. Aullé de dolor y me retorcí hacia atrás. Traté de convencerme a mí misma de que aquella situación no era real e intenté pensar deprisa. Pero la violencia de aquel matón no formaba parte de nada que yo hubiera conocido o imaginado antes. Corrió hacia mí. Traté de hacerme un ovillo, pero no podía defenderme con los tobillos encadenados y las manos esposadas a la espalda. Estrelló el pie contra mi estómago. Emití un grito sofocado y jadeé para respirar, sintiendo como si la pelvis se me hubiera roto en mil pedazos. Volvió a separar el pie, dispuesto a golpearme de nuevo. Cerré los ojos, segura de que el siguiente golpe me mataría.

—¡Es suficiente! —ordenó Von Loringhoven.

El torturador puso en pie mi silla conmigo encima y abandonó la habitación.

—Es usted una mujer muy insensata, mademoiselle Fleurier —comentó Von Loringhoven—. Los alemanes y los franceses pueden trabajar tan bien juntos… Y usted podría haber continuado con su vida como de costumbre. Pero quizá ha sido por culpa de las malas compañías que ha estado frecuentando…

Apenas podía oírle porque me pitaban los oídos. El aire dentro de mi garganta producía un sonido desesperado y áspero.

—Ahora —dijo Von Loringhoven—, dígame todo lo que sepa sobre Yves Fichot.

—No conozco a ningún Yves Fichot —jadeé luchando contra el dolor.

—¿Y sabe algo de Murielle Martin?

Negué con la cabeza.

Von Loringhoven se detuvo. Durante un angustioso momento pensé que iba a volver a llamar al matón de nuevo. Pero le estaba diciendo la verdad: no sabía quiénes eran aquellas personas. No conocía los nombres de la gente precisamente con ese fin. Levanté la cabeza. Era la primera vez que miraba realmente a los ojos al coronel Von Loringhoven. Eran oscuros, pequeños y brillantes. Como los de una serpiente.

Chasqueó la lengua.

—¿Y qué pasa con su querido amigo, Roger Delpierre?

Se me secó la boca y tragué saliva. En el rostro de Von Loringhoven apareció una sonrisa. Se sentía complacido por haber conseguido una reacción por mi parte.

—¿Ve usted lo que le digo sobre su insensatez a la hora de elegir amigos? ¿Por qué una mujer glamurosa y con talento como usted se mezclaría con un tipejo como ese? —comentó.

Von Loringhoven se puso en pie y paseó alrededor del círculo de luz. Se detuvo a mi lado derecho y alargó la mano hacia mí, como si me fuera a acariciar la cara. Pero el lateral de mi mejilla estaba manchado de sangre por la caída. Debió de pensárselo dos veces, porque apartó la mano y se la metió en el bolsillo.

—¿Le dijo a usted Roger Delpierre que la amaba? —me preguntó, soltando una ligera risita—. Les ha dicho lo mismo a todas las mujeres con las que se ha acostado. La ha utilizado para sus propios objetivos. Lo detuvimos hace tres días tratando de escapar de Marsella. Únicamente tuvimos que amenazarle con cortarle las pelotas para que cantara todo lo que sabía sobre usted y sobre la red.

Noté un sabor metálico en la garganta. Tosí y un dolor atroz se me instaló en las costillas. ¿Roger? ¿Roger me había utilizado? La paliza me había insensibilizado. Me obligué a poner un pensamiento detrás de otro, pero el esfuerzo era como uno de esos sueños en los que uno corre y corre pero no llega a ninguna parte.

Von Loringhoven regresó a su asiento, con la petulancia que le otorgaba la certeza de haber logrado que me desmoronara. Algo en su precipitación me hizo sospechar. A medida que me repetía el nombre de Roger en mi interior, me inundaron las imágenes del trabajo que habíamos llevado a cabo juntos. Roger nunca traicionaría a la red por la que había trabajado con tanto esmero, ni siquiera bajo tortura. En una ocasión, me había mostrado la pastilla de cianuro que guardaba en el bolsillo por si lo atrapaban y se sentía en peligro de «revelar secretos de vital importancia». Además, si Von Loringhoven lo había descubierto «todo», ¿por qué no había empleado el verdadero apellido de Roger?

«Está mintiendo —pensé—. Está suponiendo que si pienso que todo está perdido para la red, le diré todo lo que sé». Aquella idea me proporcionó a lo que aferrarme a pesar del dolor abrasador. Tenía que burlar a Von Loringhoven en su propio juego. Traté de emular a Roger cuando se encontraba bajo presión: ralenticé la respiración, tranquilicé mis emociones, traté de centrarme en lo esencial.

—¿Entonces lo sabe todo sobre Bruno y Kira? —gimoteé—. Los operadores de radio que llevé a Burdeos.

Los ojillos de Von Loringhoven bailotearon sobre mí.

—Sí —respondió—. Delpierre nos lo contó todo sobre ellos.

A pesar de lo atroz de mi situación, sentí ganas de echarme a reír. Lo oculté escondiendo la cabeza contra el hombro y simulando que sollozaba. El gran danés y mi gata tenían muchos talentos, pero hacer funcionar un aparato de radio no era uno de ellos. Y hacía años que yo no había puesto los pies en Burdeos.

Von Loringhoven alargó la mano y me dio unas palmaditas en el brazo.

—Quizá su visita aquí la anime a hacer elecciones más sensatas en el futuro —me dijo.

La voz del coronel me produjo picor en la piel. No me cabía la menor duda de que estaba en presencia del hombre más malvado que había conocido nunca, pero su tono casi era paternal.

Von Loringhoven llamó a los guardias, que me arrastraron de vuelta a mi celda. Más tarde, me dieron un poco de sopa aguada y unos trozos de pan duro. De nuevo a solas, tuve tiempo de pensar en lo que había sucedido. Von Loringhoven no me había hecho demasiadas preguntas sobre la red y ninguna sobre Odette y la pequeña Simone. Ni siquiera las había mencionado. Era cierto que me habían pegado, pero había oído que la Gestapo le quemaba los pies a la gente, les cortaba los dedos de las manos o de los pies y les sacaban los ojos. En comparación con aquellas torturas, yo me había librado con poco. Me pregunté si eso sería una buena señal o si me retendrían hasta que encontraran al agente Bruno y a la agente Kira en Burdeos… Podía entender por qué incluso los más valientes acababan por hablar en los interrogatorios. La incertidumbre y la espera debilitaban tanto o más que las palizas.

Cuando escuché al guardia abriendo la puerta de la celda a la mañana siguiente, el temor me inundó. ¿La paliza de hoy sería peor que la que había recibido ayer?

Levanté la mirada y vi a Camille Casal contemplándome. El guardia trajo una silla y le limpió el polvo con un pañuelo antes de permitir que Camille se sentara en ella. Se alisó la falda de seda sobre las piernas y le hizo un gesto con la cabeza al guardia para indicarle que podía marcharse. Tardé un momento en recuperarme de la sorpresa que me produjo su presencia allí. Sin embargo, adiviné por qué la habían enviado. Esperaban que, como ella era una «vieja amiga», pudiera sonsacarme más información.

—Estás perdiendo el tiempo, Camille —le advertí—. No sé nada sobre la red. Nunca me contaron nada.

Aquello no era estrictamente cierto; después de todo, conocía a madame Ibert y a madame Goux, a los médicos, a André y a mi familia en Pays de Sault. Pero estaba lista para morir antes que delatar a ninguno de ellos.

Camille se revolvió en su asiento y se echó su chaqueta sobre los hombros, como si acabara de darse cuenta del frío que hacía en mi celda. Yo estaba tan entumecida que apenas podía sentir nada.

—Tu actitud hacia los alemanes es lo que te ha traído hasta aquí, Simone —me dijo—. Ya saben que tú no eres más que un vínculo menor del movimiento de la Resistencia. Se han aprovechado de ti porque tú te has enamorado.

Su afirmación me dejó atónita. Me senté en el camastro de paja y me apoyé contra la pared. ¿Era posible que los nazis realmente desconocieran el alcance de mi implicación en la red? Quizá el doble agente había estado jugando con ellos, protegiendo su apuesta por ambos bandos.

—Primero te negaste a actuar en París —continuó Camille y su voz resonó por toda la celda—. Te mostraste difícil con la Propagandastaffel, desairaste la hospitalidad del coronel Von Loringhoven en Maxim’s y después te negaste a compartir con él un compartimento de tren.

Mi lenta, hambrienta y sedienta mente trató de seguirle el ritmo a la luz de los nuevos acontecimientos. ¿Estaba en prisión porque había herido los sentimientos de un nazi?

—¿Por qué estoy aquí? —le pregunté.

—Para que te enfrentes a tus propias responsabilidades —me respondió Camille, como si le estuviera reprendiendo a un niño rebelde—. Eres una artista muy famosa.

Percibí que estaba hablando tan alto para que la oyera el guardia del corredor. Pero ya había confirmado lo que yo estaba pensando: no me habían encarcelado por mi implicación con la red ni porque hubiera tratado de sacar a escondidas a dos judías de París. Eso no hizo que su afirmación me sorprendiera menos.

—¿Qué es lo que quieres, Camille?

Camille bajó la voz.

—Quiero ayudarte. Al coronel Von Loringhoven le gustaría hacer algo especial para contentar al general Oberg y que coincida con los desfiles de la victoria a finales de este mes. Ha sugerido que celebrar un concierto de la esquiva Simone Fleurier sería muy adecuado. «Cuando el mundo piensa en París, se imaginan la Torre Eiffel, la gastronomía, el amor y a Simone Fleurier», dijo. Te necesitan para poner de su parte a la gente.

Se me hizo un nudo en el estómago. Querían utilizarme del mismo modo que habían utilizado a Pétain, para hacerle más agradable al pueblo francés sus despreciables políticas. Karl Oberg era el responsable de las SS en París. Bajo su mando estaba Theodor Danneker, el oficial de las SS que supervisaba la deportación de los judíos. Yo me había negado a cantar para los alemanes desde que ocuparon París y no tenía intención de hacerlo ahora. Oberg y Danneker eran tan diabólicos como los pilotos que habían masacrado a aquellos niños belgas. Eran asesinos despiadados. ¿Qué mensaje estaría enviando si cantara para ellos?

—¡¡¡No!!! —exclamé.

Podían torturarme para sacarme nombres, pero de ninguna manera iban a obligarme a cantar.

Los ojos de Camille se estrecharon y me agarró con fuerza del brazo.

—Ya te lo he dicho, estoy intentando ayudarte. No pareces entender la situación, Simone. Si te niegas, te fusilarán.

—Entonces tendrán que fusilarme —le respondí.

El tono de convicción de mi voz me sorprendió tanto como a Camille. No era valentía lo que me hizo decir aquello. Era el pensamiento de vivir habiendo hecho algo tan cobarde sin ninguna buena razón excepto la de salvar mi propio pellejo.

Camille se levantó de la silla y se paseó por la habitación.

—Oh, ¡ya estás otra vez! ¡Eres tan santurrona, Simone! Siempre lo has sido. Mírate, ahí sentada con el pelo enredado y la ropa sucia. Mira en lo que te has convertido. ¡Mira adónde te ha llevado tu mojigatería!

—Pues mírate tú, Camille Casal —le recriminé—. Mira en lo que te has convertido tú: ¡eres una puta de los nazis!

Nos miramos fijamente la una a la otra. Se me ocurrió que era extraño que Camille y yo hubiéramos llegado hasta ese punto: dos rivales con lealtades opuestas enfrentándose en una celda de una prisión. ¿Quién habría predicho tal cosa en la época en la que se nos consideraba solamente rivales sobre el escenario? No obstante, ya nada era normal.

Camille apretó los puños, pero le temblaron las manos.

—Quizá no me juzgarías tan duramente si te dijera que el padre de mi hija era judío —susurró—. Y, de momento, nadie lo sabe.

A medida que escuchaba a Camille, me di cuenta de algo. Los alemanes no podían fusilarme. Si estaban perdiendo el apoyo del pueblo francés, ¿de qué les serviría ejecutar a un respetado icono nacional como yo? Aunque Maurice Chevalier estaba actuando en París, había evitado actuar en Alemania, a pesar de las repetidas veces que se lo habían pedido. Y, además, su esposa era judía. Empecé a comprender la fuerza de mi poder de negociación.

Me puse en pie lo mejor que pude, cojeé hasta la silla de Camille y me senté en ella.

—La mujer y la niña que detuvieron conmigo…

—Han sido enviadas a Drancy. Las deportarán a Polonia.

Se me cayó el alma a los pies. Así que habían descubierto a Odette y a la pequeña Simone. Drancy era un campo de detención francés que tenía muy mala reputación por su crueldad. Rememoré el agónico instante en el que atraparon a Odette en la estación. Tuve que decidir si debía dejarla a su suerte o si podía servir a otra causa. Eso ya lo había hecho una vez. ¿Podía abandonarla de nuevo? Cerré los ojos. Me encontraba de pie junto al borde del abismo. Tenía la posibilidad de salvar a mi amiga y a su hija, pero eso supondría traicionar a mi país para ello.

—¿Pueden salvarse? —le pregunté a Camille.

—No —respondió, cruzándose de brazos—. Las órdenes vienen directamente de Alemania.

Abrí los ojos y la miré.

—¿Pueden salvarse si accedo a cantar?

Camille me sostuvo la mirada durante el tiempo suficiente como para que yo supiera que ahora sí nos estábamos entendiendo.