El invierno de 1940 fue el más frío de los que yo recordaba desde hacía años. Los alemanes no estaban dispuestos a utilizar su transporte para traer carbón a París, así que nuestros apartamentos se quedaron sin calefacción, aunque los braseros de carbón de los establecimientos que ellos frecuentaban siempre estaban encendidos. Madame Ibert y yo hicimos lo posible para que los hombres que escondíamos mantuvieran el calor. André nos proporcionó mantas y sobretodos, y nosotras les tejimos calcetines y guantes con el algodón crudo que caía en nuestras manos. Sin embargo, la comida seguía siendo un problema. Incluso en el mercado negro estaba empezando a escasear. Madame Ibert y yo tratamos de cocinar sopas, pero había días en los que lo mejor que podíamos hacer era caldo aguado de pollo. Me alegré de no tener a los perros conmigo. Kira se comía media lata de sardinas al día y se pasaba el resto del tiempo hecha un ovillo en el interior de una sombrerera a rayas dentro de mi armario; esa era su versión de la hibernación. Los demás solíamos irnos a dormir inmediatamente después de la cena. Era la única manera que teníamos de conservar el calor.
—Nos va mejor que a mucha otra gente —afirmó madame Goux, entrando de la calle en un frío día, con cuatro zanahorias mustias dentro de su bolsa de ganchillo—. La gente está quemando sus muebles y forrándose la ropa con periódicos.
—Todavía no hace tanto frío como en Escocia —comentó uno de los hombres que estaba a nuestro cuidado.
Me eché a reír, contenta de que al menos mantuviera su sentido del humor. Con las tensiones bélicas, las condiciones de hacinamiento, el frío y el hambre, corríamos el riesgo de que la gente comenzara a perder los estribos.
En una ocasión, Roger regresó del sur con una peligrosa misión entre manos. El capitán de un barco había accedido a ocultar a una veintena de personas a bordo de su navío, que se dirigía a Portugal. Teníamos alojados exactamente a veinte hombres en aquel momento y el único modo de llegar a tiempo antes de que el barco zarpara era llevarlos al sur a todos juntos. Era suficientemente arriesgado transportar a tantos hombres, ninguno de los cuales hablaba francés, con Madame Ibert, Roger y yo como únicos acompañantes, pero a aquel peligro había que añadirle la razón por la que se nos habían acumulado tantos refugiados bajo un mismo techo. Cuatro pisos francos habían sido desmantelados por agentes dobles y a los miembros de la Resistencia les habían torturado clavándoles espinas en las manos antes de fusilarlos. Tras una semana viviendo bajo aquellas tensas condiciones, tuvimos que abortar nuestro intento de llevarlos a todos al sur en un solo grupo cuando llegamos a la estación y descubrimos que habían colgado las fotografías de algunos de ellos en los tablones de anuncios con recompensas por su captura. El barco tendría que partir sin ellos.
Tener que regresar a un apartamento abarrotado y esperar hasta que pudiéramos conseguirles nuevos papeles y cambiar su aspecto con la ayuda de una de las ayudantes de vestuario del Adriana fue demasiado para algunos de ellos. Comenzaron a pelearse por cosas insignificantes como que alguien roncara o que pasara demasiado tiempo en el baño. Dos hombres se enzarzaron en una pelea por un juego de cartas. Algunos comenzaron a cuestionar el liderazgo de Roger.
—Si pierdo su confianza y su respeto, Simone, casi podemos entregarnos directamente a los alemanes —me dijo.
Roger, por lo que descubrí, era el tipo de persona que pensaba a lo grande. «Imposible» no era una palabra con la que se sintiera fácilmente identificado. Así, era bastante poco habitual verle tan abatido. Se estaba enfrentando a una tarea ingente. Yo ya había percibido signos de agotamiento entre los hombres incluso antes de que nos dispusiéramos a viajar al sur. Sus posturas los delataban: se encorvaban hacia delante, mirando fijamente el suelo, con los brazos cruzados al pecho como si estuvieran tratando de evitar que el corazón les estallara. Pensé en las historias que mi padre me había contado sobre hombres en las trincheras que padecían neurosis a causa de la guerra: temblando y sollozando, se lanzaban directamente contra el fuego enemigo.
La certeza de la muerte era preferible a estar esperándola constantemente.
—Es el cansancio que produce la guerra —le respondí—. Por mucho que les hayan entrenado para ser soldados, no significa que no lo sientan.
Roger asintió.
—Percibo que están listos para rendirse —me confesó.
Nos sumimos en un silencio que duró unos instantes, ambos contemplando la situación. Pensé en André. Yo había tratado de ser fuerte cuando nuestra relación se desmoronó, pero al final todo se me vino encima.
—La gente no puede vivir bajo presión a todas horas; algo se rompe inevitablemente —comenté.
—Tú y yo tenemos que andarnos con cuidado, porque soportamos la presión demasiado bien.
Comprendí a qué se refería Roger. El subidón de adrenalina que sentíamos cuando superábamos los controles alemanes era útil para mantenernos alerta al peligro. Pero lo habíamos hecho ya tantas veces que existía la posibilidad de que nos fuéramos insensibilizando y comenzáramos a cometer errores tontos.
—¿Crees que es lo que nos está pasando ahora? —le pregunté—. ¿Crees que nos estamos arriesgando demasiado tratando de llevar a todos esos hombres al sur?
Roger negó con la cabeza. Parecía sinceramente confundido.
—No lo sé, Simone. Estoy empezando a dudar de mí mismo.
Me apoyé contra la pared y me fijé en Kira, sentada en el umbral de la puerta, lamiéndose las patas. Por alguna razón, me recordó al globo con forma de gato que me regalaron como inocentada para desearme buena suerte en el Ziegfeld Theatre y tranquilizarme antes de la actuación. De repente, se me despertó la artista que llevaba dentro.
—Tengo una idea —le dije a Roger—. Ayúdame a llevar arriba mi gramófono.
Roger transportó el gramófono al apartamento de monsieur Nitelet, donde se alojaban los hombres, y yo le seguí con un montón de discos entre los brazos. Después de dejar el gramófono sobre una silla, Roger puso un disco de tangos y yo invité a los hombres que sabían bailarlo a acompañarme por turnos. Al principio me resultó difícil convencerlos, pero después de engatusarlos, descubrí a dos bailarines de tango realmente buenos entre el grupo de hombres. Uno de ellos ejecutaba unos movimientos y unos giros tan exuberantes que logró atraer el interés de todo el mundo. Repartí a los hombres en grupos y les di una clase antes de pedirles que se pusieran por parejas.
—No somos maricas —objetó un neozelandés.
—El tango argentino se bailaba originalmente entre hombres —le respondí—, en los días en los que se importaba mano de obra y había falta de mujeres.
A pesar de sus protestas iniciales, los hombres pronto se animaron y comenzaron a bailar entre sí. Tanto los que se dedicaban a sobreactuar como los que estaban tratando de dominar el baile con la misma seriedad que aplicaban a su instrucción militar, quedó claro que se estaban divirtiendo mucho. El neozelandés se emparejó con un australiano, levantando la nariz en el aire y contoneando las caderas.
—Esto no tendría que resultarte extraño, camarada —se burló de él el australiano—. Debes de estar más que acostumbrado a hacer esto mismo con las ovejas.
Sus carcajadas me hicieron reír a mí también y me percaté de que hacía meses que no me había reído con tanta facilidad.
—¿Me permites? —me preguntó Roger, tendiéndome la mano.
—Por supuesto —le respondí, ruborizándome como una adolescente.
Roger era uno de los hombres más seguros de sí mismos que había conocido jamás, aunque siempre se mostraba reservado ante mí. Pensé que sería demasiado tímido como para sujetarme, pero cuando me sostuvo entre sus brazos, lo hizo de un modo tan apasionado que se me aceleró el pulso. Era un bailarín excelente y me llevaba con mucha seguridad. Y lo que resultaba más sorprendente: comenzó a cantar en español junto con el cantante del disco en un tono maravillosamente melodioso.
Lo verás en el fuego
todo lo que es mentira
y todo lo que es verdad.
Bailemos un tango
para que cuando me marche
pueda verte en mis sueños
Rivarola me había enseñado que al bailar un tango tenía que imaginarme a mí misma como si fuera un elegante gato: hermoso, orgulloso y grácil. Nunca me había sentido de ese modo con él. Pero así era como me sentía entre los brazos de Roger.
—Tú no eres una mujer normal, ¿verdad que no, Simone Fleurier? —me susurró Roger al oído—. No solo eres valiente y hermosa, sino que también eres inteligente. Las cosas no iban nada bien, pero tú has conseguido subirle la moral a todo el mundo.
El ambiente de la habitación había cambiado perceptiblemente. Los hombres sonreían y se daban palmadas en la espalda. Percibí que sus ánimos renovados y su camaradería les harían superar sin incidentes el peligroso viaje que tenían ante así.
—Quería que tuvieran un buen recuerdo de París —le dije.
Roger me levantó la barbilla con la punta de los dedos para que le mirara directamente a los ojos.
—Tú eres mi recuerdo más preciado de París.
Un hormigueo cálido me recorrió los brazos y un cosquilleo agradable me bajó por la columna. Pero no fui capaz de mantenerle la mirada a Roger y la aparté.
—¡Vamos! —exclamó el soldado australiano, dándole un toque a Roger en la espalda—. Mademoiselle Fleurier es la que ha empezado todo esto, así que al menos quiero una oportunidad para bailar un tango con la moza.
Roger sonrió y nos separamos de mala gana. Aunque todos y cada uno de los momentos que pasábamos juntos eran preciosos, no podía negarme a bailar con un soldado, especialmente cuando existía la posibilidad de que lo mataran al día siguiente.
—Cuando termine la guerra, daré un concierto especial para todos los hombres que se encuentran hoy aquí —le aseguré al australiano.
—Entonces será mejor que procure que no me vuelen la cabeza —me contestó sonriendo francamente, llevándome por la habitación con el ímpetu de un hombre que estuviera tratando de abrir una puerta a la fuerza.
Cuando todos hubieron entrado en calor y se sintieron agotados, Roger y yo clausuramos la velada. Les di un beso a cada uno y les deseé suerte antes de volver a mi frío apartamento de la planta de abajo. Pero aunque mis sábanas parecían de hielo cuando me deslicé entre ellas, noté un calor en mi interior. Cerré los ojos e hice lo posible por no pensar en Roger. Estábamos en guerra. No era momento de enamorarse. Y, aun así, en mitad de los terribles acontecimientos y en la más improbable de las circunstancias, no podía negar que se me había encendido de nuevo una luz que llevaba mucho tiempo extinguida en mi corazón.
Durante las semanas siguientes, conseguimos con éxito que los veinte hombres cruzaran la línea de demarcación y comenzamos a recibir menos soldados en el apartamento y más agentes enviados por Gran Bretaña para informar sobre los movimientos de las tropas enemigas y las instalaciones militares. También acogimos operadores de radio y mis viajes al sur de Francia comenzaron a consistir en esconder un transmisor de radio o unos cascos dentro de mi equipaje.
Una tarde iba caminando por la Rue Royale tras una cita para recoger unos papeles falsos para tres hombres que madame Ibert acompañaría al sur al día siguiente. El aire me cortaba las mejillas y el frío de los adoquines congelados penetraba por las suelas de mis zapatos. Ya no había cuero, e incluso el calzado de más categoría tenía suelas de madera que resonaban con estrépito sobre las calles como si fueran cascos de caballo. El frío me provocaba dolor de estómago y me ponía los nervios de punta. Si el invierno estaba resultando una dura prueba para mí, que era una mujer con dinero que vivía en un apartamento con cortinas, alfombras y moqueta, ¿qué podía suponer para una familia pobre? ¿Y para los niños recién nacidos? Me imaginé la prisión de Fresnes. Ahora estaba vacía de criminales —los alemanes tenían empleados a todos los matones—, pero existía el rumor de que se oían gritos de ayuda y alaridos de agonía que resonaban en medio de la noche provenientes de sus celdas. Los prisioneros eran miembros de la Resistencia que habían sido capturados. Algunos de ellos no eran más que jóvenes estudiantes.
Alguien pronunció mi nombre. Me di la vuelta para ver a una mujer rubia de pie junto a la puerta de Maxim’s que me estaba saludando con la mano. Llevaba un vestido azul ceñido a la cintura y una estola de piel. Tardé un instante en reconocerla. Camille Casal.
—Pensé que eras tú —me dijo—. Pasa.
Llevaba el pelo rizado y la cara maquillada con polvos compactos blancos y barra de labios color violeta oscuro. Yo tenía el cerebro tan congelado por el frío que no lograba pensar correctamente, por lo que entré en el establecimiento tal y como ella me había dicho. Maxim’s ya no era el opulento lugar de reunión de artistas y actores. Era la guarida hedonista del alto mando alemán y sus colaboracionistas franceses.
—¡Estás tan delgada! —observó Camille, contemplándome de pies a cabeza.
Apenas la escuché. La calidez y el olor a coñac eran embriagadores. Un delicioso aroma a mantequilla fundida y a pato asado flotaba en el ambiente.
—Justo íbamos a comer —anunció Camille, empujándome hacia el salón comedor—. Tienes que unirte a nosotros.
Me encontré de pie en la estancia que antiguamente había conocido tan bien. Contemplé su techo de vidriera y los murales estilo art nouveau. Aquel había sido un lugar en el que las cortesanas entretenían a sus príncipes, pero ahora estaba lleno de otro tipo de prostitutas. Reconocí a una serie de personas del antiguo círculo de André, incluidas las hijas de varias familias de las altas esferas.
Una mesa de alemanes vestidos de uniforme se puso en pie cuando entramos. Se propinaron varios codazos y sonrieron cuando Camille me presentó. Solo había cinco de ellos, pero la mesa estaba repleta de suficientes fuentes de sopa y foie gras, platos de caviar y verduras en salsa de mantequilla como para alimentar a un regimiento. La mayoría de los oficiales eran jóvenes y de mejillas rosadas, pero el hombre que se levantó en la cabecera de la mesa y se inclinó para besarme la mano era un cincuentón con el pelo negro cubierto de canas grises.
—Coronel Von Loringhoven —dijo Camille, deslizándose a su lado y entrelazando el brazo con el de él.
Mi mirada recayó sobre la insignia de las SS del cuello de su casaca. Apreté con fuerza mi bolso, que contenía los papeles falsos, contra el costado. Las SS eran la fuerza de combate de élite de Hitler. Roger me había contado que habían fusilado a los prisioneros de guerra aliados en Dunkerque, ignorando todas las convenciones seguidas por el ejército alemán normal. Los refugiados del norte aseguraban que las SS habían quemado iglesias y destruido crucifijos a su paso por los pueblos, alegando que Jesucristo era el hijo de una puta judía y que ellos iban a proporcionarle a Francia una nueva religión. ¿Von Loringhoven era coronel? Entonces era uno de los hombres que había dado aquellas órdenes.
—Es muy apuesto, ¿verdad? —me susurró Camille al oído—. Me ha guardado una habitación en el Ritz cuando estaban echando a todos los demás a patadas.
Paseé la mirada entre el coronel Von Loringhoven y Camille, y recordé la conversación que habíamos mantenido en el café durante la «guerra falsa». ¿Realmente estaba tan ciega? Este no era otro play-boy u otro sibarita más. Ni siquiera era un soldado alemán ordinario; aquel era el diablo en persona. ¿Verdaderamente la habitación del Ritz valía su alma? La única excusa que podía proporcionarle era que quizá lo hacía por cuidar de su hija. Me hubiera gustado llevar a un aparte a Camille y ponerla sobre aviso, pero tenía agentes aliados a mi cuidado y debía pensar en salvaguardarlos a ellos primero.
Me volví al coronel Von Loringhoven y le dediqué la sonrisa más encantadora que pude fingir.
—Ha sido un placer conocerle, pero debo marcharme.
Me devolvió la sonrisa, mostrando una fila de dientecillos afilados como los de un lagarto. Cuando me volví y caminé hacia el vestíbulo, sentí sus ojos penetrantes clavándose en mi espalda. Tuve la escalofriante sensación de que no le había engañado en absoluto.
En junio, escuchamos por la radio de la BBC que Alemania había invadido la Unión Soviética. La operadora de radio que estaba con nosotros esa semana celebró la noticia. Era una inglesa bilingüe que había vivido de pequeña en París y había sido enviada por el Ejecutivo de Operaciones Especiales para transmitir información de inteligencia a Inglaterra. Le pregunté por qué el ataque de Alemania a Rusia era tan buena noticia. ¿No significaba otro país más bajo el yugo alemán?
—¡Ah! —exclamó, con los ojos brillantes—. Usted es francesa, pero lo ha olvidado. Napoleón atacó aquellos parajes inhóspitos y a esas apasionadas gentes y fue su perdición.
Me animé por sus palabras, pero los siguientes informes que recibimos me hicieron sentirme avergonzada de haberme alegrado. En el mal equipado ejército ruso no solo luchaban hasta el último hombre y la última mujer, sino que también estaban dando su vida los civiles rusos. ¿Por qué se había rendido Francia tan fácilmente?
En diciembre, de nuevo congelados en nuestros apartamentos sin calefacción, nos enteramos de que los japoneses habían bombardeado Pearl Harbor y que los Estados Unidos habían entrado en la guerra. «Por fin —pensé—. Por fin».
—Seguramente, con la ayuda de los estadounidenses, ahora podremos ganar la guerra —afirmó madame Goux.
Sin embargo, cualquier esperanza que pudiéramos haber albergado de que llegara rápidamente el final se vino abajo en el verano de 1942. Los alemanes estaban a punto de tomar Stalingrado y, con él, el Cáucaso y sus campos petrolíferos. También tenían presencia en África: Alejandría y El Cairo estaban prácticamente en sus manos. A pesar de la confianza de la operadora de radio de que la exagerada expansión de los alemanes les haría perder fuerza y derrumbarse, ya tenían bajo el punto de mira Irán, Irak y la India. ¿Quién se habría imaginado que una sola nación europea podría expandirse tan rápidamente, como una mancha oscura por el mapamundi? Quizá acabarían extendiendo sus redes también sobre Estados Unidos.
Si había tenido un fuerte presentimiento de estar ante el mal durante mi encuentro con el coronel Von Loringhoven, París y el resto de Francia pronto experimentarían lo mismo que yo. Incluso algunos de los colaboracionistas más interesados comenzaron a preguntarse qué tipo de fuerza malévola habían invitado a introducirse en su país. En julio, los nazis prohibieron que los judíos entraran en los cines, los teatros, los restaurantes, los cafés, los museos y las bibliotecas, e incluso les impidieron que utilizaran las cabinas de los teléfonos públicos. Solo podían viajar en los dos últimos vagones de los trenes del métro y tenían que hacer cola para recibir sus raciones a horas intempestivas. Para identificarlos, les obligaron a colocarse la estrella de David amarilla en los abrigos con la palabra «judío» escrita en el centro.
De camino a una cita en Montmartre, me encontré con madame Baquet, que me había proporcionado mi primer trabajo en el Café des Singes. Llevaba un narciso amarillo adornándole el cabello y una bufanda amarilla al cuello. Su acompañante masculino, al que me presentó como el nuevo número de su club, llevaba una estrella en la chaqueta en la que ponía «músico» bordado en el centro.
—He visto montones de estrellas interesantes en Montmartre esta mañana —me contó madame Baquet—. Budistas…, hindúes… ¡Seres humanos!
Los abracé a ambos antes de continuar mi camino. Esa era la Francia en la que quería creer: irreverente, igualitaria, humana.
No obstante, el alto mando alemán no le veía la gracia a aquella protesta pacífica. Un hombre se paseó Campos Elíseos abajo luciendo sus medallas de guerra junto a la estrella y recibió una paliza de un grupo de soldados de las SS, que luego le pegaron un tiro en la cabeza. La vergüenza de lo que les estaban haciendo a sus amigos y vecinos se extendió como la pólvora entre los habitantes de la ciudad igual que la sangre del hombre se derramó por la acera. Que el asesinato de un veterano de guerra francés se realizara tan abiertamente y a sangre fría no pasó desapercibido para los parisinos.
Unos días más tarde, recibí instrucciones de Roger de cruzar la línea de demarcación y acudir a la finca de mi familia, acompañada solamente por Kira. Había despertado sospechas y parecía probable que pronto tendría que mudarme al sur de manera permanente. Aunque me había registrado en la Propagandastaffel, se estaban preguntando por qué no actuaba en París. Maurice Chevalier, Mistinguett, Tino Rossi y los demás proseguían con sus espectáculos, por lo que parecía que me estaba quedando sin excusas. Aparte de todos los demás problemas, ya no podíamos recibir más operadores de radio en nuestro edificio. En dos ocasiones, las camionetas de rastreo alemanas habían captado una señal en la zona. En una de ellas, nos habían hecho un registro. Madame Goux escondió el receptor introduciéndolo en la jaula gatera y colocando a Kira delante. El operador de radio y yo nos arrancamos la ropa y nos metimos desnudos en la bañera. Fingimos tal indignación cuando los alemanes irrumpieron en el baño que los soldados, mostrando sonrojo, se retiraron rápidamente sin darse cuenta de que no había agua en la bañera.
—¡Caramba! —exclamó después el operador, echándose a reír, cuando nos estábamos poniendo la ropa—. Aquí estoy, desnudo junto a Simone Fleurier. Ninguno de mis compañeros me creerá cuando lo cuente.
Llegué de vuelta a Pays de Sault cuando la lavanda silvestre estaba floreciendo junto al sendero y entre las grietas de las rocas. Inundaba el aire con su aroma dulce y vivificante. El camino estaba polvoriento y la jaula de Kira me pesaba mucho bajo el brazo. Me paré a descansar varias veces, sentándome sobre mi pequeña maleta y secándome el sudor del cuello con un pañuelo. A dos kilómetros de la finca me di cuenta de que no lograría llegar si tenía que transportar a Kira durante el resto del camino.
—Vas a tener que caminar, amiga mía —le dije, sacándola de la jaula y dejando esta detrás de una piedra.
Suponía que se iba a sentar sobre sus cuartos traseros y que se negaría a moverse. Sin embargo, lo único que hizo fue maullar y ponerse a corretear junto a mí.
—Si llego a saber que serías tan cooperadora —le dije—, me habría deshecho de la jaula hace rato.
Estábamos pasando junto a la antigua finca de los Rucart cuando escuché un vehículo traqueteando detrás de nosotras. Me volví a ver a Minot saludándome con la mano desde el asiento del conductor del Peugeot.
—Bonjour! —me saludó sonriendo y empujando la portezuela para abrirla y que yo pudiera entrar en el vehículo.
Puse a Kira en el asiento y eché la maleta en la parte trasera. Minot llevaba unos pantalones de algodón crudo y una camisa de cuadros en la que se le marcaban unas oscuras manchas de sudor bajo las axilas. Era difícil de creer que aquel hubiera sido en el pasado el engolado director artístico del Adriana. Pero yo misma, embutida en un vestido mugriento y unos zapatos rayados, tampoco me parecía precisamente a la chica que anunciaba el jabón Le Chat.
—¿Está Roger en la finca? —pregunté.
No lo había visto durante meses, pues había estado ocupado sacando a la gente a través de los Pirineos. En secreto, albergaba el deseo de que al mudarme al sur podría verlo con más frecuencia.
Minot negó con la cabeza.
—Viene mañana con dos agentes a los que va a llevar con los maquis.
Los maquis eran agricultores que se habían echado al monte para luchar contra los gendarmes de Vichy y los alemanes. Realizaban actos de sabotaje y atacaban puestos estratégicos. Estaban recibiendo armas tanto de De Gaulle como de Churchill —que parecían haber tenido algún tipo de desavenencia entre sí— mediante lanzamientos aéreos nocturnos. El número de maquis se había incrementado enormemente durante el mes anterior, cuando los alemanes trataron de obligar a los franceses a ir a Alemania a trabajar en las fábricas de munición y en las granjas. Decenas de miles de hombres jóvenes habían escapado al monte para unirse a aquellos que deseaban luchar.
—Estoy preocupada por usted y su madre —le confesé. Le conté a Minot lo que estaba sucediendo en París—. El gobierno de Vichy es aún más antisemita que los alemanes. Quizá vaya siendo hora de que ustedes dos abandonen el país.
Negó con la cabeza.
—No puedo dejar a mi madre. Es demasiado mayor siquiera para subirse en un barco. Si esta horrible situación empeora, tendremos que ocultarla. Yo me echaré al monte a luchar con los demás.
Pensé en lo que Minot y yo habíamos sido y en cómo estábamos ahora. Hubo una época en la que había creído que ser una estrella y conseguir riqueza lo era todo. Pero ya no pensaba así.
—Estoy orgullosa de usted —le dije.
—Debería estarlo de su aldea —me respondió—. Sospechan que mi madre y yo somos judíos, pero ninguno de ellos nos ha denunciado. Ni siquiera el alcalde.
Cuando llegué a la casa, los perros estaban durmiendo en el jardín. Mi madre y mi tía estaban poniendo la mesa para el almuerzo. Me fijé en las ramitas de ciprés y en las cabezas de ajo colgadas en el dintel de la puerta: eran un amuleto provenzal protector. Bernard estaba sentado a la mesa, charlando con madame Meyer. Abracé a mi madre y a mi tía. Ambas estaban mucho más delgadas que la última vez que las había visto, aunque en el campo parecía haber suficiente comida para todos. Me percaté de que había cinco platos extras sobre la mesa.
—Pensaba que Roger y los otros no llegaban hasta mañana —comenté.
Bernard adquirió una expresión grave. Cogió la escoba que estaba junto al horno y dio tres golpes en el techo. Instantáneamente, escuché el sonido de pisadas correteando. Creía que ya habían llevado al anterior grupo de soldados a Marsella para que esperaran en la casa de tía Augustine. Entonces me di cuenta de que aquellas pisadas eran demasiado ligeras.
Los niños se quedaron parados en la puerta cuando me vieron: dos niñas pelirrojas de entre siete y nueve años, y tres niños de aproximadamente las mismas edades. Me sorprendió la combinación de sus caras inocentes y el terror pintado en sus ojos.
—Los encontramos cuando estábamos instalando a los hombres en Marsella —explicó Bernard.
—Se han llevado a sus padres —susurró tía Yvette—. La vecina de la casa de al lado de la de tía Augustine los tenía escondidos.
—Venid a la mesa —les dijo mi madre a los niños, alargando el brazo—. Esta es Simone.
Los niños se acercaron lentamente, mi madre me dijo sus nombres: Micheline, Lucie, Richard, Claude y Jean. Sus ojos eran como globos en mitad de sus caritas. Me apenaba ver a aquellos niños traumatizados por la desconfianza. Llamé a Kira y la cogí en brazos para que pudieran acariciarla.
—¿Cómo se llama? —preguntó Claude, el más pequeño.
—Kira —le respondí—. Es rusa.
—Se parece a Chérie —me dijo Lucie—. Chérie duerme en mi cama.
Los niños acariciaron a Kira y le rascaron el morro, pero les temblaban tanto las manos que me pregunté si podrían sentir algo en absoluto. Es decir, cualquier cosa excepto la fría y aguda sensación del miedo.
Después del almuerzo, los niños regresaron arriba a jugar. Pensé que era extraño que no lo pudieran hacer en la calle. La finca estaba a kilómetros de cualquier otro lugar.
—Las actividades de los maquis suponen que los gendarmes vengan regularmente a comprobar que la gente de la aldea y de las fincas no está escondiendo alijos de armas o a hombres heridos —me explicó Bernard—. Me quedaría con los niños aquí, pero no estoy seguro de cuánto tiempo estarán a salvo. Espero que Roger pueda ofrecernos una solución.
Roger llegó la tarde siguiente con un instructor de armas y una operadora de radio que no parecían tener más de veinte años. Habían saltado en paracaídas sobre Francia la noche anterior. Después de cenar, enviamos al instructor y a la operadora a sus habitaciones para que disfrutaran de una buena noche de descanso en una cama, y Roger y yo salimos a dar un paseo. Estaba tan atractivo como la última vez que lo había visto en París, pero tenía sombras bajo los ojos y las líneas de su frente eran más profundas.
—Necesitas descansar —le dije.
—Y tú también —respondió, cogiéndome una muñeca y examinándola—. Mira qué delgada estás.
Le hablé sobre los niños que Bernard había escondido en la planta de arriba de la casa.
—Lo sé —me dijo Roger, mirando al cielo iluminado por la luna—. Me habló sobre ellos en Marsella.
—¿Podemos sacarlos de aquí?
Roger se inclinó sobre el costado de la casa.
—Llevamos ya un tiempo consiguiendo que varios refugiados judíos crucen la frontera. Pero esos niños no lograrán cruzar los Pirineos con un solo guía. —Se quedó en silencio durante un momento, dándole vueltas en la cabeza al asunto—. Dentro de unos días vendrá un barco para recoger a los hombres que están en Marsella —me dijo—; será peligroso, pero es la única manera que se me ocurre de que podamos sacar a esos niños del país. —Se volvió hacia mí y su aliento me rozó la mejilla—. Yo iré con ellos, Simone. Tengo que abandonar Francia.
Se me cayó el alma a los pies. Roger se marchaba.
—¿Por qué? —le pregunté.
—Un doble agente me ha descubierto y debo romper mi relación con la red para no conducirle hasta más gente.
Una sensación de frío me agarrotó las entrañas. ¿Cómo podía ser yo tan egoísta? Si Roger había sido descubierto, entonces se encontraba en grave peligro. No tenía otra opción que marcharse. Durante un momento consideré la posibilidad de preguntarle si podía ir con él, pero yo misma descarté esa idea. Francia me necesitaba y mi familia y amigos se habían expuesto al riesgo porque yo les había persuadido. Tenía que quedarme en el país independientemente de cuáles fueran mis sentimientos personales.
—Te echaré de menos, Simone —me dijo Roger, alargando la mano y pasándomela por el cabello.
Me volví para que no pudiera ver las lágrimas que brillaban en mis mejillas.
Al amanecer de la mañana siguiente, Roger y yo llevamos a los dos agentes para que se reunieran con los maquis locales con los que tendrían que colaborar.
Cuando llegamos al campamento, las primeras personas a las que vimos fueron Jean Grimaud, el amigo de mi padre, y Jules Fournier, el cuñado del alcalde. Solo logré reconocerles por su postura y su mirada, pues a ambos les habían crecido sendas barbas lanosas y sus ropas estaban salpicadas de barro y cubiertas de agujas de pino. Aquella vida durmiendo al raso allá donde pudieran les había dado un aspecto demacrado, pero nos saludaron de buen humor y nos invitaron a compartir su comida compuesta por tortillas de champiñones. Roger y yo rehusamos la invitación; sabíamos que los maquis tenían muchas dificultades a la hora de conseguir alimentos y que sus esposas e hijas corrían muchos riesgos para llevárselos.
Mientras estaban sirviendo la comida, un joven con los ojos como lagos oscuros le entregó un mensaje a Jean proveniente de un grupo de maquis vecino. El chico me resultaba familiar, pero no recordaba de qué lo conocía. Se dio cuenta de mi expresión sorprendida y sonrió.
—¡Ah, eres tú! —me dijo, con un acento que no era francés—. Nunca he olvidado lo amable que fuiste conmigo. —Se metió la mano en la chaqueta y sacó una bolsita de lavanda, mugrienta y estropeada por el paso de los años y el manoseo—. Ha sido mi amuleto de buena suerte durante todos estos años.
Fue entonces cuando caí en la cuenta de quién era. Goya, el muchacho que había venido con su familia el primer año que habíamos cosechado lavanda. Me dijo que su nombre verdadero era Juan y charlamos brevemente sobre nuestras vidas durante los años que no nos habíamos visto.
—Mi madre siempre bromeaba con que tú no eras una chica hecha para el trabajo agrícola —me dijo—. Y mira: su predicción era cierta.
Nos quedamos con los maquis la mayor parte del día. Roger intercambió información con ellos y los agentes planearon estrategias para las distribuciones de armas y tomas de contacto con los Aliados. Observé a la operadora mientras montaba su aparato de radio. Roger me había contado que cada operador tenía un código especial para comunicarse con Gran Bretaña e indicar si alguno de los mensajes que estaban transmitiendo era falso. La operadora lo necesitaría si en algún momento se encontraba con el cañón de una pistola alemana apretado contra su cabeza.
«Probablemente también tiene un amante y una familia en su casa», pensé, contemplando la férrea determinación con la que la joven se aplicaba en su tarea. Si ella era tan decidida, yo debía serlo también.
A última hora de la tarde, Roger y yo les deseamos buena suerte a la operadora de radio y al instructor de armas, y les dijimos adiós a los maquis. Llegamos al borde de los campos de mi familia justo cuando el sol se estaba poniendo. Las plantas que cultivaban entonces eran lavandín, el híbrido comercial, pero Bernard había conservado una zona de lavanda silvestre en el campo más cercano a la casa en señal de respeto a mi padre. La suave luz titilaba sobre las florecillas de las plantas. La tristeza que sentía por la inminente partida de Roger me atravesó el corazón como una piedra afilada.
—¿Podemos sentarnos aquí un momento? —me preguntó Roger.
Asentí y nos sentamos juntos sobre una roca que todavía estaba cálida por la luz del sol. Ambos teníamos las piernas largas y las extendimos ante nosotros sobre el polvo calcáreo.
—Ese era tu nombre en código en la red —me dijo Roger—. «Lavanda silvestre».
—No sabía que tenía un nombre en código. Nunca lo he utilizado.
Sonrió.
—Bueno, así es como siempre he pensado en ti: tenaz y terca, pero también bastante dulce.
Estaba a punto de decirle que no me gustaba demasiado aquella descripción cuando posó su mano sobre mi hombro.
—Cuando esta guerra termine, Simone, ¿podré volver a por ti?
Me apretaba con la mano suavemente, pero la energía fluía de ella como si fuera una antorcha. Recordé cómo me había sostenido la noche que bailamos el tango y me acerqué más a él.
—Ni siquiera sé si Roger es tu nombre verdadero —repliqué, recorriendo su pico de viuda con la punta del dedo.
Roger deslizó su brazo alrededor de mi cintura.
—Sí que lo es —dijo—. Roger es tan inglés como francés. Pero mi apellido es Clifton, no Delpierre.
Exageró tanto al pronunciar las erres de su apellido falso que me hizo reír. Presioné mi mejilla contra la suya. El sol todavía estaba allí, en el calor de su piel. Aspiré su maravilloso olor, como el del tomillo hirviendo a fuego lento.
—Y cuando vuelva a por ti, Simone, ¿te casarás conmigo?
Se me paró un instante el corazón. ¿Aquello era un sueño o la realidad?
—¡Sí! —le respondí, sorprendida de lo rápido que había aceptado su proposición de matrimonio.
No necesitaba pensarlo. Me resultaba natural estar con Roger, como si fuéramos dos piezas de un puzle que encajaban entre sí.
Roger me pasó la mano por la espalda. Cuando me tocó, me di cuenta de lo mucho que la guerra me había estropeado el cuerpo, de lo cansada y pesada que me sentía. Pero con cada una de sus caricias mi piel parecía volver a la vida.
—¿Quién podía imaginárselo? —comentó Roger, echándose a reír—. La mayor estrella de Francia y un aburrido abogado de Tasmania. Solamente la guerra podía formar una pareja tan improbable.
Recordé cómo bailaba el tango y cantaba en español.
—Tú eres todo menos aburrido —repuse—. Además, eres un héroe. Y rezo para que esta guerra no dure para siempre.
—Bueno, tenemos que creer que ya no durará, ahora que vamos a casarnos —me dijo, besándome.
La suavidad de sus labios era divina. Besarle era como presionar la boca contra un melocotón. Podría haber perdido el sentido para siempre entre sus besos, pero me aparté un momento para preguntarle:
—¿Dónde viviremos? ¿En Londres o en París? ¿O pretendes llevarme a Tasmania?
—Podemos ir a Tasmania en nuestra luna de miel. Pero cuando regresemos quiero vivir aquí.
Me senté erguida y le miré fijamente.
—¿En la Provenza? ¿O te refieres a Francia?
—Aquí, en la finca —respondió Roger, contemplando el cielo—. Es tan hermoso que no puedo imaginar que nadie pueda querer vivir en otro lugar. Yo sería feliz cultivando lavanda con tu familia y criando a nuestros hijos aquí. Ejercer de abogado me parece algo totalmente patético después de todo lo que he visto. El derecho se basa en el orden. Y yo todo lo que he visto ha sido caos.
Yo adoraba Pays de Sault y también a mi familia, pero nunca me había imaginado volviendo a vivir allí.
—No estoy demasiado hecha para las tareas agrícolas —repliqué—. No tengo remedio.
—¿Quién ha dicho que tú tengas que dedicarte a la agricultura? —preguntó—. Tú eres artista. Si quieres ir a París o a Marsella, yo te llevaré en avión hasta allí.
Las lágrimas me escocieron en los ojos. Aquel sueño era tan hermoso que no lograba imaginarme siendo tan feliz. Tenía miedo de que, si lo hacía, me arrebataran la felicidad, como había sucedido con André.
Roger acercó sus labios a los míos y me besó de nuevo. Me apreté contra él y tiró de mí hacia el suelo calcáreo.
—No le pongas barreras a la felicidad, Simone —me dijo acariciándome la cara—. Después de que superemos todo esto, estoy seguro de que podremos con cualquier cosa.
La mano de Roger se deslizó por la abertura de mi camisa y describió una curva sobre mis pechos. Cerré los ojos, temblando de deseo.
—Tenaz, terca, pero muy, muy dulce —susurró.
Cuando llegó el amanecer, me deslicé fuera del abrazo de Roger, me puse apresuradamente la ropa y corrí atravesando el patio a casa de mi tía. Mi madre estaba en la cocina, colocando los platos para el desayuno, cuando entré bruscamente por la puerta. Ella pegó un respingo hacia atrás, tirando los cuchillos y los tenedores al suelo con gran estrépito.
—Lo siento —me disculpé.
Con la tensión de las circunstancias, no era demasiado amable sorprender a la gente. Pero mi madre no se molestó.
—Roger me ha pedido que me case con él —anuncié—. Ha prometido que volverá a buscarme cuando termine la guerra.
Mi madre sonrió pero no respondió. Mantuvo sus ojos fijos en mí.
Me acerqué a ella.
—¿Tú crees que está bien prometerle algo así a una persona en mitad de una guerra? —le pregunté—. Él tiene que volver a Londres. Puede que no volvamos a vernos nunca más.
Mi madre dejó el último plato que tenía entre las manos y me cogió las mías.
—Todavía estamos vivos, Simone. Debemos comportarnos como seres vivos. Prométele que te casarás con él. Él te ama.
La rodeé entre mis brazos y la abracé más fuerte de lo que la había abrazado en muchos años. Mi madre era menuda de estatura, pero vigorosa. Podía sentir la dureza de sus huesos moviéndose bajo los músculos. Me apartó un momento y me miró a los ojos.
—Pero ¿es eso lo que realmente te asusta? ¿La guerra? —me preguntó—. ¿O hay algo más?
Bajo su mirada escrutadora, sentí como si volviera a tener catorce años otra vez. No necesitaba decirle lo que albergaba en mi corazón.
—¿André? —preguntó, arqueando las cejas.
Asentí. Lo que había sentido cuando lo volví a ver en Lyon había perdurado en mi interior. Aunque estaba casado y con hijos, y ambos estábamos dedicados a la causa, había percibido una sensación de algo inacabado entre nosotros. ¿Podía entregarle honradamente todo mi corazón a Roger si todavía me sentía así?
La mirada de mi madre se dulcificó y me besó la coronilla.
—Os he visto a Roger y a ti juntos —me dijo—. Os habéis enamorado a prueba de fuego. Lo que hay entre vosotros es fuerte. Este hombre nunca te abandonará. Puede que se marche de momento, pero si promete que volverá a por ti, sin duda lo hará.
—¿Y qué pasa si su familia no me aprueba?
Era poco probable que la familia de Roger perteneciera a una élite similar a la de los Blanchard, pero si su tío era amigo de Churchill, estaba claro que eran gente importante en la sociedad.
Mi madre meneó la cabeza.
—Estoy segura de que se sentirán orgullosos de saber que Roger quiere casarse con alguien tan valiente y honrado. Si tu padre pudiera ver la mujer en que te has convertido, te diría exactamente lo mismo que yo te estoy diciendo. Los dones que tienes los has heredado de él.
Los pasos de tía Yvette sonaron por las escaleras. Ambas nos volvimos para verla entrar en la cocina, atándose un pañuelo a sus cabellos de ángel. Se quedó quieta en el sitio cuando nos vio, adoptando una expresión de sorpresa.
—Roger y Simone van a casarse —le anunció mi madre—. Él volverá a buscarla después de la guerra.
El rostro de tía Yvette se relajó mostrando una amplia sonrisa.