A la mañana siguiente, madame Goux, Roger, los animales y yo cogimos el tren expreso de las ocho hacia el norte. Roger y yo nos quedaríamos en Aviñón, mientras que madame Goux seguiría su camino hacia París con mi equipaje.
Después de que Kira llegara a la finca con la madre de Minot, Bernard me había escrito para decirme que mi madre y mi tía estaban emocionadas con su nueva compañera felina, pues Bonbon acababa de fallecer unos meses antes. ¡Qué sorpresa se llevarían cuando vieran que iban a tener cuatro animales más! Y aun así, alojar animales era menos peligroso que lo que Roger y yo estábamos a punto de pedirles. La guerra estaba disminuyendo mi sensibilidad al miedo. Los nervios antes de subir al escenario que había padecido durante años ahora parecían ridículos frente a la presencia de ánimo necesaria para trabajar con la Resistencia. Me sentía preparada para llegar a donde fuera con el objetivo de liberar a Francia, pero ¿podía pedirle a mi familia que también corriera el mismo tipo de riesgos?
Debido a la reducción de servicios ferroviarios entre el norte y el sur, y puesto que no habíamos reservado con antelación, tuvimos que conformarnos con subir a un atestado vagón de tercera clase. La peste a cebolla de los cuerpos sudorosos que nos rodeaban, los niños gritando por los pasillos y el equipaje amontonado a nuestros pies limitaba la conversación entre nosotros. Los perros y Chérie tuvieron que viajar en el vagón del equipaje, aunque el revisor fue muy amable y prometió asegurarse de que tuvieran suficiente agua.
Cuando el tren frenó hasta detenerse en Aviñón, nos despedimos de madame Goux y nos abrimos paso hasta la puerta de salida. Ya no existía el servicio ferroviario a Carpentras, así que Roger, los animales y yo tuvimos que tomar el autobús. El rubicundo conductor dejó escapar un gruñido cuando vio la cantidad de animales que llevaba conmigo.
—Transportar ganado va en contra de la normativa de la Compagnie Provençale des Transports Automobiles —me espetó.
—Seguramente no está usted hablando de «ganado» refiriéndose a mis animales de pedigrí, ¿verdad? —protesté—. Son parte de mi número artístico.
—¡Pffff! —resopló, encogiéndose de hombros—. Me da lo mismo, como si mantiene usted relaciones sexuales con ellos. Va en contra de la normativa, excepto que quiera que los coloque en la baca con el resto del equipaje.
Me di cuenta de que no iba a poder embaucar a aquel sureño de aliento a ajo flirteando como lo había hecho con el oficial alemán. ¿Acaso sería capaz de hacerlo cualquier otra mujer? Terna los ojos inyectados en sangre y suciedad acumulada en los pliegues de la frente. Decidí que la solución era pagarle más dinero. Aquella fue una oferta que aceptó ásperamente, cobrándome un billete de adulto por Bruno y billetes infantiles por Princesse y Charlot y una tarifa extra por Chérie, por «sobrepeso».
—Espero que eso signifique que los perros tienen derecho a un asiento cada uno —le dijo Roger, medio en broma—. No puede usted cobrar esos precios y esperar que vayan a ocupar el pasillo.
Llegamos a Carpentras antes del mediodía y tomamos el almuerzo en un café que apestaba a aceite y queso. Sin la brisa marina que lo aliviara, el calor resultaba insoportable. El cabello me caía alrededor de la cara en mechones lacios, y cuando me pasé un pañuelo por las mejillas vi que el maquillaje se me estaba deshaciendo formando una pasta aceitosa. Hubiera deseado que pudiéramos llegar a Pays de Sault sin llamar demasiado la atención, pero desgraciadamente la mujer tras la barra me reconoció y avisó a gritos al personal de cocina de que Simone Fleurier estaba almorzando en su establecimiento. Roger y yo tuvimos que comernos nuestros sándwiches de tomate y jamón bajo la mirada curiosa de la mujer, el cocinero, el pinche de cocina y la camarera. Cuando terminamos, la mujer me pidió que le autografiara el menú del restaurante.
—Y usted —comentó, volviéndose hacia Roger—, ¿quién es usted? ¿También es actor de cine?
Roger negó con la cabeza.
—No, solo soy uno de los agentes de mademoiselle Fleurier.
Tuve que contenerme con todas mis fuerzas para no reírme por el doble sentido de su afirmación. Cuando íbamos por la calle de camino a coger el autobús, le susurré a Roger:
—Tendría que haberle dicho que habíamos venido a Carpentras a rodar una película sobre el pueblo.
—Conozco los pueblos pequeños, mademoiselle Fleurier —repuso Roger, acercándome la boca a la oreja, cosa que me produjo un cosquilleo por todo el cuerpo—. Si le hubiera dicho tal cosa, no nos habrían dejado en paz ni un minuto. Todo el mundo, desde el alcalde hasta el sepulturero, se habrían matado por conseguir un papel.
El autobús que se dirigía a Sault aquella tarde era un vehículo aún más pequeño que el que habíamos tomado para llegar a Carpentras, pero el conductor fue más amable y no puso objeciones a que llevara los animales. Los saludó a cada uno de ellos a medida que se subían al vehículo. Como el único pasajero aparte de nosotros era un anciano con su acordeón, el conductor nos dijo que nos dejaría cerca de la finca en lugar de llevarnos hasta Sault.
—¿Así que nació usted aquí? —me preguntó Roger en un susurro, cuando el conductor arrancó el motor—. ¿Entre esta gente?
—Parece que le cuesta a usted creerlo —comenté.
—Un poco. —Amagó una sonrisa—. La veía a usted como la más sofisticada de las parisinas. Pero ahora veo de dónde saca su resolución y fuerza.
Me apoyé en el respaldo de mi asiento y estudié a Roger. ¿Era posible que, mientras que yo estaba tan cautivada por él, él se sintiera tan poco impresionado por mí?
El conductor nos dejó aproximadamente a medio kilómetro de la finca. Roger y yo llevábamos una maleta pequeña cada uno. Él cogió ambas y yo cargué con la jaula de Chérie. Los perros caminaban por su cuenta. El sol aún estaba alto en el cielo, pero por suerte los árboles proporcionaban sombra a la carretera.
—¿Alguna vez ha vivido usted en Argelia? —le pregunté.
—Nunca he estado allí —me respondió Roger—. Pero los hombres del Deuxième Bureau me hicieron estudiar la zona francesa y las casbas hasta la última tienda de alfombras y el último puesto de periódicos. Así que siento como si realmente hubiera vivido allí.
—¿Y cómo es que habla usted tan bien francés?
—Mi padre sirvió aquí durante la Gran Guerra. Era médico. Después, se quedó para ayudar con la repatriación de los soldados. Regresó a Australia convertido en un auténtico francófilo, así que contrató a un inmigrante francés para que fuera nuestro tutor. Desde que cumplí ocho años hasta los doce, hablábamos francés en casa.
Me pareció divertida aquella historia.
—Su padre parece un hombre encantador y un poco excéntrico.
—Lo era —respondió Roger—. No le estaba mintiendo cuando le conté que mis padres murieron en un accidente ferroviario y que me criaron mis abuelos. Sin embargo, he seguido hablando francés; esa ha sido mi manera de recordarle.
Caminamos por el campo mientras Bruno nos abría un sendero entre la hierba y Charlot y Princesse correteaban detrás de las mariposas.
—¿Y qué pasa con Tasmania? —le pregunté tras un momento.
Omití que había averiguado dónde estaba aquel lugar echando un vistazo a hurtadillas en un atlas de una librería de Marsella. Pensaba que era un país diferente de Australia, como Nueva Zelanda, pero cuando leí los comentarios me enteré de que era el estado más al sur de Australia.
Roger me contempló fijamente y arqueó las cejas.
—Estoy segura de que puede usted hablarme sobre Tasmania —le dije—. Así, si me capturan los alemanes, podré darles unos buenos consejos turísticos.
Dejó escapar una gran carcajada, tan cálida e intensa como su tono de voz.
—Supongo que no se trata de información vital, aunque los alemanes puedan albergar la intención de invadir Tasmania.
—¿Y qué encontrarán si lo hacen? —le pregunté, cambiándome la jaula de Chérie del brazo derecho al izquierdo.
—Bueno, en el noroeste, donde yo crecí, encontrarán grandes zonas de cultivo con tierra volcánica. Al ir hacia el sur por la costa y el interior, se toparán con pueblos mineros y zonas de vegetación virgen que nadie ha pisado jamás. Y en el noreste hallarán las plantaciones de lavanda más grandes del hemisferio sur.
—¿Plantaciones de lavanda? ¿Cómo las de aquí en Francia?
—Sí, muy parecidas —respondió, mirando a su alrededor—. Siempre he querido conocer la Provenza. Y ahora aquí estoy, por cortesía de los alemanes.
—Pensé que Australia era un desierto —comenté, tratando de mencionar toda la información que había leído para impresionar a Roger con mis conocimientos de su país.
Negó con la cabeza.
—Hay parte que lo es. Pero no Tasmania.
—Me gustaría ir allí algún día —afirmé con decisión, toda una declaración de intenciones por parte de alguien que acababa de descubrir dónde estaba el país—. ¿Hay allí teatros de variedades?
—En Sídney y en Melbourne, aunque primero tendríamos que terminar la guerra —me contestó sonriendo—. ¿Queda mucho para llegar a su casa?
—No, no queda mucho —le respondí.
Me preguntaba si le estaría importunando por hacerle tantas preguntas. Pero cuando él a su vez me preguntó por mi niñez en la Provenza y por cómo había llegado a ser una estrella en París, supuse que él también estaba disfrutando con la conversación. Me sorprendió que me confesara que me había visto actuar.
—Debió de ser en Londres, ¿no?
—Y en París también. Pero la vi dos veces en Londres —me explicó—. Estaba trabajando para la firma de abogados de mi tío en Inglaterra. Mis abuelos emigraron a Australia y mi padre nació allí. Pero la parte de la familia de mi madre es inglesa cien por cien: son todos pálidos de piel, débiles y muy endogámicos.
—No lo creo —repliqué, echándome a reír—. Mire qué resistencia tan apasionada están ofreciendo los británicos. Además, yo admiro mucho a Churchill.
—¿En serio? —preguntó Roger—. Es un buen amigo de mi tío.
—Hace que los líderes franceses que nos han metido en esto parezcan muy poca cosa.
—La próxima vez que lo vea le transmitiré lo que usted acaba de decir —me aseguró Roger—. Se alegrará, porque me consta que ha visto todas y cada una de sus películas. Fue mi madre la primera que nos vio cruzando los campos hacia la casa. Les estaba echando las sobras a las gallinas, con el cabello recogido hacia atrás bajo un pañuelo. Cuando llegamos al muro, levantó la barbilla como si estuviera olfateando nuestro olor por el aire y entonces se volvió con la mano haciéndose visera sobre la frente, para darse sombra a los ojos.
—¡Simone!
Unos segundos más tarde, tía Yvette y Bernard aparecieron en la puerta de la casa. Una de las ventanas en la casa de mi padre estaba abierta, y Minot y madame Ibert se asomaron por ella. Antes de que hubiéramos llegado al patio, todos ellos se acercaron a nosotros. Mi madre se echó a mis brazos.
—No hemos sabido nada de ti durante el último mes —dijo tía Yvette—. Hemos estado muy preocupados.
Le expliqué que las oficinas de correos habían cerrado durante la invasión y pregunté por monsieur Etienne y Odette. Me sentí decepcionada al escuchar que no se habían puesto en contacto con Bernard. Entonces me di cuenta de que todo el mundo estaba mirando a Roger.
—Este es mi amigo Roger Delpierre —les expliqué.
Dejé la presentación ahí. No quería mentirles y decirles que Roger era mi director de escena o mi agente, pero allí de pie, bajo el sol, con tantas cosas de las que hablar, no parecía el momento adecuado para explicarles nuestra misión. Bernard le tendió la mano a Roger y todos le dieron la bienvenida.
—Y estos son Bruno, Princesse y Charlot —les dije, presentando a los perros.
Roger me cogió la jaula de la gata y la levantó en el aire.
—Y esta es Chérie, a la que Simone rescató en París.
Mi madre me contempló fijamente y se agachó para acariciar a los perros. Sentí que me ardían las mejillas. Por alguna razón, Roger me había llamado «Simone», en lugar de «mademoiselle Fleurier». Quizá era porque yo le había presentado como mi amigo, pero el efecto fue que nos puso a un nivel mucho más íntimo.
—Simone es la misma de siempre. Recoge mascotas allá por donde va —comentó tía Yvette.
La cocina de tía Yvette había cambiado tan poco como ella misma a lo largo de los años. A medida que nos fuimos adentrando desordenadamente en ella para resguardarnos del calor exterior en su frescor, sentí como si estuviera volviendo al pasado. Todavía flotaban en el ambiente los familiares aromas a romero y a aceite de oliva, y la multitud de ollas estaban colgadas de las vigas. Qué lejos de allí parecía la guerra. Todo estaba igual que siempre. La madre de Minot estaba sentada a la mesa, comiéndose un cuenco de sopa. A sus ochenta y siete años tenía una mente muy despierta, aunque le tuvieron que recordar quién era yo. Kira se había encaramado a uno de los armarios. Tan pronto como me vio, dejó escapar un maullido y corrió hacia mí. La levanté y frotó el morro contra mi mejilla, ronroneando.
—Esta es Kira, una de mis amigas más antiguas —le expliqué a Rogen.
—Nunca habíamos tenido a tanta gente en la finca —comentó Bernard, haciéndonos un gesto para que nos sentáramos—. Pero, de todos modos, tenemos mucho sitio.
Roger y yo nos intercambiamos una mirada. Bernard se dio cuenta y me dedicó una mirada confundida.
Mientras mi madre y tía Yvette nos preparaban pan y frutos secos, madame Ibert y Minot les llevaron agua a los perros, que estaban fuera. Kira y Chérie se quedaron en la cocina, mirándose la una a la otra. Chérie estaba acostumbrada a los otros animales y no tenía miedo. Conquistó a Kira acercándose poco a poco a ella y olfateándole la nariz. Después de aquello, todo fue bien y se sentaron juntas al lado de la puerta, mirando como revoloteaban los insectos en la hierba, sacudiendo al unísono sus colas de cazadoras.
—No hemos visto ni un solo alemán por aquí —comentó Bernard—. A pesar de lo que ha pasado en el norte.
—Así que las cosas no han cambiado mucho en la aldea, ¿no? —le pregunté.
Bernard negó con la cabeza.
—Excepto que monsieur Poulet ha recibido orden de quitar la estatua de la Marianne y otros símbolos de la República. Están sustituyendo el lema: «Libertad, igualdad, fraternidad» por el nuevo aforismo de Pétain: «Familia, trabajo, país».
—¿Los sentimientos por aquí se han vuelto en contra de los Aliados desde el bombardeo de Mazalquivir? —le preguntó Roger, cogiendo un higo—. En Marsella sí ha sucedido.
Comprendía que Roger estaba tanteándolo, tratando de ganarse la fidelidad de mi familia. Bernard me contempló en busca de algún gesto de confianza. Sabía que el acento de Roger le había dejado perplejo. No era demasiado pronunciado, pero resultaba imposible no notarlo. Claramente, no provenía ni de París ni de Marsella.
—Muchos de los marineros que murieron probablemente eran de allí —le contestó Bernard cautelosamente—, pero la mayoría de la gente aquí piensa que era de esperar. ¿Qué otra cosa podían hacer los Aliados? Pétain les sacó las castañas del fuego, y los británicos advirtieron a la marina francesa que se verían obligados a destruir la flota si no se entregaban. No podían permitir que los barcos cayeran en manos alemanas.
—¡Malditos boches! —murmuró madame Meyer.
Roger contempló fijamente a Bernard.
—Su aldea debe de contar con un buen servicio de noticias —observó—. Lo único que llega a Marsella y a París es la propaganda alemana.
Bernard palideció. Comprendí su temor. En los tiempos que corrían, una opinión inadecuada podía ser fatal.
—No pasa nada —le aseguré—. Roger piensa lo mismo que tú.
Bernard me miró con tal confianza que me enterneció el corazón. Se inclinó sobre la mesa.
—Nuestro alcalde ha conseguido montar un aparato de radio. Hemos estado escuchando la BBC.
Sintonizar una cadena de radio «enemiga» era ilegal y estaba penado con la cárcel. Contemplé a mi familia y amigos con orgullo. Habían nacido para ser de la Resistencia.
Mi tía y mi madre sirvieron el vino y se sentaron a la mesa con nosotros. Madame Ibert y Minot entraron para unirse a la discusión. Noté que el pie de Roger me daba un golpecito en el mío. Confiaba en Roger y sabía cómo era mi familia. Ahora era el momento de reunidos a todos.
—Yo respondo de la discreción de mi familia —le dije a Roger—. Y Minot y su madre son judíos. Madame Ibert siente lo mismo que yo con respecto a los nazis. Creo que debería contarles a todos lo que tiene que decir. De todos modos, tendrán que trabajar juntos.
—Soy australiano —anunció Roger, y una vez que todo el mundo se hubo recuperado del asombro, continuó explicándoles cómo llegó a quedarse aislado en Francia y lo que pretendía hacer para construir una red para la Resistencia.
—¡Y yo que había pensado que era usted el prometido de Simone! —comentó mi madre, con una sonrisa bailándole en los labios.
La sangre se me agolpó en las mejillas. Estaba segura de que debía de estar brillando como un farolillo. Resultaba irónico que mi madre, que apenas solía pronunciar palabra, especialmente en presencia de extraños, se hubiera atrevido a decir algo tan embarazoso. Roger se revolvió en su asiento. Ninguno de los dos nos atrevimos a mirar al otro. Lo único que pude hacer fue dedicarle a mi madre una mirada de reproche.
Bernard salió en mi rescate.
—Si hay cualquier cosa que podamos hacer para ayudar a Francia —declaró—, le aseguro que tendrá nuestro apoyo total para ello.
Roger examinó cuidadosamente cada uno de los rostros de las personas que estaban sentadas a la mesa. No había duda de que había creado un equipo extraordinario en una sola tarde. Tenía a su disposición a una estrella del teatro de variedades, a una violinista, a un comerciante de lavanda, un director de teatro, dos campesinas y una octogenaria.
Roger sonrió y levantó su copa.
—Tenemos una nueva célula en la región de Pays de Sault —sentenció—. Mesdames y messieurs, bienvenidos a la red.
Aunque mi madre y mi tía nos rogaron que nos quedáramos más tiempo, pasar un día más fuera de París podía significar perder un nuevo soldado a manos de los alemanes. Roger y yo se lo agradecimos, pero les explicamos que debíamos regresar a París lo antes posible. Habíamos decidido que madame Ibert viniera con nosotros para que pudiera organizar su apartamento como piso franco.
Les había cogido tanto cariño a Chérie y a los perros que me dio pena dejarlos. Pero vi lo que disfrutaban corriendo por la finca y lo mucho que le gustaban a mi madre. Tenía pensado dejar a Kira también, pero se frotó contra mis piernas y maulló con tanta vehemencia que mi madre sugirió que me la llevara.
—No creo que nuestro trabajo fuera a ser el mismo sin al menos un compañero peludo —afirmó Roger, cargando la jaula gatera en la parte de atrás de la camioneta de Bernard, y subiéndose él mismo después para sentarse con Kira y que madame Ibert y yo pudiéramos viajar en la parte delantera.
—No deberías haberte enfadado conmigo por decir que era tu prometido —me susurró mi madre—. Es amable y no ha apartado la mirada de ti en ningún momento. No quiero que estés sola.
Hice como que no la oía. En otro momento y otro lugar, podría haberme permitido el lujo de enamorarme de Roger. Pero estábamos en guerra, luchando por salvar nuestros países. ¿Cómo podía involucrarme en nada más?
París estaba sombrío cuando regresamos. Los conciliadores muchachos de pueblo de la primera avanzadilla alemana habían sido sustituidos por oficiales más siniestros, y la verdadera naturaleza de la ocupación alemana estaba empezando a salir a la luz. La mayoría de las tiendas cerca de la Gare de Lyon estaban abiertas, pero apenas había comida en los escaparates y las baldas. Es decir, apenas había comida para los franceses. Mientras que los parisinos tenían que hacer cola para que les proporcionaran escasas raciones de pan y carne, vimos a un carnicero llenando un automóvil alemán de multitud de paquetes. La divisa de la ocupación se había fijado en veinte francos por marco. Antes de la guerra era menos de cuatro.
—Qué manera tan sofisticada de saquear —murmuró Roger, leyendo la notificación de racionamiento colocada en el escaparate de una panadería.
Tras leer otras notificaciones, nos enteramos de que los comercios de ropa y calzado también estaban obligados a racionar sus existencias.
No había taxis que nos pudieran llevar hasta el apartamento. Todos los automóviles habían sido requisados para el avance bélico alemán. Sin embargo, había demasiados alemanes en el métro para que nos sintiéramos seguros viajando en él. Tendríamos que caminar todo el trayecto desde la Gare de Lyon hasta los Campos Elíseos.
Nos sentimos consternados cuando llegamos a la plaza de la Bastilla y vimos que las señales de las calles estaban en alemán. La única nota de humor que hizo que nos echáramos a reír fue cuando pasamos junto a una tienda con un retrato de Pétain en el escaparate. Estratégicamente colocado junto a él había un cartel que decía: Vendu. Vendido.
Por suerte, encontramos a madame Goux en la portería de nuestro edificio de apartamentos, y no había ningún alemán residiendo allí.
—Me he dedicado a subir y bajar las escaleras todas las mañanas y las noches —nos contó—. He encendido y apagado las luces y he corrido y descorrido las cortinas. Pero dos puertas más abajo en esta misma calle, los boches han expulsado a los ocupantes de los apartamentos. Les han dado recibos por los muebles —pendientes de devolución en «algún momento del futuro»— y veinticuatro horas para marcharse.
—¿Dos casas más abajo? —exclamé, mirando a Roger—. ¿No es un poco cerca?
Negó con la cabeza.
—A veces, la mejor manera de engañar al enemigo es trabajar delante de sus narices.
Al día siguiente, madame Ibert, madame Goux y yo nos pusimos manos a la obra para preparar los apartamentos para nuestros «invitados». Desarrollamos toda una serie de señales, incluyendo felpudos fuera de lugar, jarrones vueltos del revés y golpes en las tuberías, para avisarnos de cualquier visita alemana. Roger se mantuvo ocupado estableciendo contactos con los miembros parisinos de la red y dos días más tarde ya teníamos alojados a once pilotos derribados. Con tantos hombres sanos entrando y saliendo de nuestro apartamento, necesitábamos una buena tapadera. Roger logró encontrar dos médicos adscritos a la causa que instalaron sus consultas en el apartamento de monsieur Copeau: un psiquiatra llamado doctor Lecomte y el doctor Capet, que era especialista en enfermedades venéreas. Si había dos cosas por las que los alemanes sentían terror eran las enfermedades mentales y las contagiosas.
Durante aquellos días me desperté sobresaltada varias veces por la noche, segura de que había un alemán de pie junto a mi cama o de que había oído un intruso en el piso de abajo. Me dirigía descalza hasta el piso superior para que quienquiera que estuviera de guardia me asegurara que todo iba bien. A veces, el vigilante de turno me abría la puerta para que pudiera asomar la cabeza y ver que todos los hombres estaban allí, durmiendo pacíficamente. Buscaba con la mirada a Roger entre los cuerpos tendidos. Tenía la costumbre de tumbarse perfectamente quieto, con las manos cruzadas sobre el pecho, como un ángel arropado entre sus alas. Cuando Roger estaba de guardia, le llevaba una botella de vino y nos bebíamos una copa cada uno y charlábamos hasta que llegaba el alba.
—Su madre no es hija de gitanos —me contó Roger una noche—. Es la hija legítima de sus abuelos.
—¿Cómo lo sabe? —le pregunté.
—Me lo contó el día que fuimos a visitar a su familia. Después de que usted se fuera a la cama, su madre y yo nos quedamos despiertos y charlamos.
—Hmmm —musité.
Le había preguntado a mi madre por la verdad de sus orígenes decenas de veces y siempre había eludido mis preguntas. ¿Qué la había llevado a contarle a un completo extraño cosas que no le había dicho ni a su propia hija?
—Su abuelo era pastor y su abuela era de origen italiano, de Piamonte —me contó Roger, contemplando mi desconcierto con aire divertido—. Su padre conoció a su madre en la feria de Digne.
Sabía la historia de la feria de Digne; mi padre me la había contado. Pero ¿y qué pasaba con el resto de los datos? Nadie había mencionado nunca que mi abuela fuera italiana.
—¿Cómo sabe usted que le ha contado la verdad? —le pregunté—. A mi madre le encanta tomarle el pelo a la gente con sus historias misteriosas.
Roger alargó la mano y me tocó el cabello.
—Eso explicaría el color de su pelo. Usted misma podría ser italiana, ya sabe.
Sentí un cosquilleo en el cuello. Me volví, preguntándome si pretendía besarme. Pero Roger ya estaba de pie junto a la ventana, contemplando el alba rompiendo en el cielo.
—Nos marcharemos al sur hoy —anunció, frunciendo el ceño—. El tiempo es bastante malo. Quizá así los boches nos dejen en paz.
Roger, madame Ibert y yo hacíamos turnos para acompañar a los hombres al sur con papeles falsos. Como yo era la que más llamaba la atención, normalmente acompañaba a los prisioneros de guerra franceses que habían escapado o a los soldados británicos bilingües, preferentemente los que tenían algún tipo de talento teatral en caso de que hubiera que demostrar sus historias de tapadera. Con tantos hombres distintos pasando por nuestras manos, costaba mucho dinero alimentarlos y conseguirles ropa francesa, billetes de tren y papeles falsos. Dado que padecíamos las limitaciones del racionamiento, solíamos tener que comprar la comida en el mercado negro, donde los productos podían llegar a costar diez o doce veces su precio normal. Madame Ibert y yo nos sentíamos felices dándoles todo lo que podíamos, pero los alemanes habían limitado la cantidad de dinero que los ciudadanos franceses podíamos retirar de nuestras cuentas bancarias mensualmente y, aunque habíamos optado por vender nuestras joyas y parte de nuestros muebles, siempre nos quedábamos cortos de existencias.
Aunque yo no actuaba para los alemanes, sí que hice espectáculos en el Alcazar en Marsella y en otras ciudades de la zona no ocupada. Hice lo posible por mantener mi coartada de estrella extravagante de gustos caros, mientras bebía sucedáneo de café y comía carne de soja siempre que me encontraba a solas para poder ahorrar dinero para la red. Pero por muy duro que trabajara, nunca era suficiente. Hacia noviembre quedó claro que el mayor inconveniente para el éxito de nuestra misión, aparte de los propios alemanes, era la falta de dinero.
A finales de noviembre actué en un teatro de variedades de Lyon. Una noche, después del espectáculo, me puse el abrigo y las botas para salir al frío helador del invierno, me dirigí hacia la puerta de artistas y me sorprendió ver a alguien de pie junto a la escalera. Las luces de las farolas estaban apagadas, pero bajo el azulado brillo del cartel que había sobre la puerta pude ver la silueta de un hombre alto apoyado contra la balaustrada. Estaba exhalando espectrales nubes de vaho. Sentí un cosquilleo en la piel. Lo conocía por su altura y su forma, pero no recordaba de dónde. La puerta de artistas hizo un ruido sordo al cerrarse cuando yo salí y el hombre se volvió. Era André.
—Hola, Simone —me saludó, con la luz brillándole en sus ojos negros—. He visto el espectáculo. Has estado maravillosa.
Me sentí tan sorprendida de verle que hice lo posible por mantener la compostura y murmuré un «gracias», como si estuviera hablando con cualquier admirador en la calle y no con el hombre al que había amado durante años. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿No se suponía que se encontraba en Suiza?
—¿Puedo invitarte a cenar? —me preguntó—. Esta noche estoy solo y sería agradable tener a alguien con quien hablar.
Cuando mencionó la comida, sentí un retortijón en el estómago. Me había estado alimentando a base de fastuosos almuerzos en los mejores bouchons de Lyon para guardar las apariencias de estrella y me había saltado el resto de las comidas para ahorrar el dinero. Pero era difícil hacer un espectáculo todas las noches y dormir en una habitación de hotel sin calefacción con tan poca comida en el cuerpo. Quizá resultaba inadecuado que aceptara la invitación de un hombre casado y padre de dos niñas, pero estaba tan sola y cansada del trabajo que dejé al margen toda precaución y asentí.
André hizo una señal hacia un automóvil aparcado en la esquina. Era un Citroën conducido por un chófer uniformado. El único francés que podía disfrutar de un privilegio así era aquel que estaba a sueldo de los alemanes. «Dios mío —pensé, sintiendo un vacío en la mente—, André es un traidor».
—Es extraño que nos hayamos encontrado así después de todos estos años —comentó André, ayudándome a salir del coche cuando el chófer lo detuvo delante de un bistró.
Dentro, el restaurante estaba lleno de oficiales franceses y tipos de aspecto sórdido ataviados con trajes llamativos. La comida del menú provenía del mercado negro: alcachofas, salchichas de cerdo curado y quenelles de lucio. Aquella era comida que la mayoría de los franceses no habían podido catar desde hacía meses.
Observé a André mientras le pedía nuestra cena al camarero, tratando de encontrar en el distinguido caballero sentado ante mí al hombre con el que había compartido mi vida durante tantos años. Su rostro seguía siendo bello, como siempre, pero tenía algunos mechones canosos en las sienes. Recordé el dolor que sentí en el corazón aquella última noche en la casa de Neuilly y me di cuenta de que todavía conservaba parte de aquel sentimiento.
—Creo que es la primera vez que actúas en Lyon —comentó André, volviéndose hacia mí.
Charlamos de unas cosas y otras, excepto sobre la guerra y sobre nuestras respectivas vidas privadas. André y yo éramos dos espíritus que se movían en un mundo de tinieblas. La Francia reluciente que habíamos compartido en su momento había desaparecido; el amor que habíamos sentido el uno por el otro seguía siendo un tema demasiado doloroso de abordar.
—¿Todavía sigues teniendo a Kira? —me preguntó André mientras el camarero rellenaba nuestras copas de vino.
Me eché a reír y le conté que Kira estaba bien, y la conversación entre nosotros empezó a resultar más fácil. La calidez del ambiente del restaurante me descongeló los huesos y el vino de Borgoña comenzó a inundarme la cabeza. Aparté la copa de vino, recordándome a mí misma que debía tener cuidado. En otra época, había mantenido una relación íntima con André, pero aquel había sido otro momento y otro lugar. Ya nadie conocía a nadie: los padres no conocían a sus hijos; los maridos no conocían a sus esposas. Una palabra en falso a André y podía poner en peligro toda la red.
—¿Así que tus fábricas en Lyon todavía están en activo? —le pregunté—. Con el racionamiento, no pensé que pudiera subsistir el mercado.
—Exporto para los alemanes —me respondió André—. Fabrico uniformes para su ejército.
Su franqueza me sorprendió. Me resultó imposible mantenerle la mirada. ¿Cómo podía tener tan poca vergüenza? El André que yo conocía no habría hecho una cosa así. Volví a mirarle y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas.
—Es el único modo que tengo de ayudar a Francia —me dijo. Parecía estar dándole vueltas a algo en la cabeza. Me di cuenta con cierta sorpresa de que estaba dudando de si podía confiar en mí. Debió de decidir que sí, porque bajó la voz y me explicó—: Tras el armisticio, no parecía que hubiera nada que un hombre pudiera hacer para borrar la vergüenza de Francia. Al menos, de esta manera, puedo mantener a mis empleados en sus cargos y evitar que los envíen a campos de trabajo. Los hombres que trabajan para mí tienen familias que alimentar. Las mujeres tienen maridos en campos de prisioneros de guerra e hijos hambrientos en casa. Es lo único que puedo hacer para ayudarles.
El temblor de su voz me llegó al corazón. Una sensación de alivio recorrió mi interior. Era como si fuéramos el André y la Simone de antaño en nuestros días de inocencia, en aquella época en la que nunca dudé de que pudiera confiar en él. Quería rodearle entre mis brazos. No, André no había cambiado. El resto del mundo se había vuelto loco, pero André era el mismo. Los comensales de la mesa contigua dejaron escapar una risotada. Tenían los rostros ruborizados y los ojos vidriosos por la bebida.
Me incliné sobre la mesa.
—André —le susurré—, cógeme de la mano como si estuviéramos manteniendo una conversación íntima. Hay algo que necesito contarte.
Pareció sorprendido, pero hizo lo que le pedía, corriendo su silla para sentarse más cerca de mí. Si le revelaba mi secreto, podría estar condenándome a muerte a mí misma y al resto de los integrantes de la red. Pero sin dinero, no podríamos seguir adelante. Tenía que correr el riesgo. Además, cuando André me cogió de la mano, sentí la misma comodidad y fuerza que había experimentado junto a él hacía años.
—Hay algo que puedes hacer para ayudar —le confié—. Yo no creo que la guerra esté perdida para Francia, que nos hayan derrotado. ¿Has oído hablar de De Gaulle?
André se revolvió en su asiento. Estudió mi rostro y, cuando lo hizo, el brillo volvió a sus ojos.
—Simone —susurró—, ¿te has unido a la Resistencia? —Sí.
—Es muy peligroso. Te ejecutarán si te descubren.
—Así es.
Había dado el salto y no tenía otra opción que continuar. Le expliqué el trabajo que estaba haciendo y el problema que teníamos de dinero. Se mantuvo inmóvil durante tanto tiempo que a lo largo de unos escalofriantes segundos me pregunté si me habría equivocado al confiar en él. En parte, había esperado sentir el cañón de la pistola de un hombre de la Gestapo apretándose contra mi cuello. Entonces, André despertó de su ensoñación y me miró a los ojos.
—No solo os ayudaré con dinero, sino que también puedo proporcionaros ropa —me dijo—. Y si tu contacto piensa que puede darle cualquier otro uso a mis fábricas para esconder a los fugitivos, dile que venga a verme.
André pagó la cuenta. Fuera, le dijo a su chófer que me iba a acompañar caminando hasta mi hotel.
—Debemos tener mucho cuidado a partir de ahora, Simone —me advirtió mientras doblábamos la esquina—. Estoy vigilado. No solo por los franceses y los alemanes, sino también por mi hermana.
—¿Qué quieres decir?
—Guillemette está en París —me respondió, apartando la vista—, celebrando fiestas para el alto mando alemán. La mayor parte de la alta sociedad parisina hace ese tipo de cosas. Algunas de las mujeres incluso se están acostando con ellos, siempre que eso signifique para ellas que puedan continuar bebiendo champán y comiendo foie gras. Mi esposa y yo nos hemos desvinculado de nuestras familias y nos hemos mudado aquí.
La mención de su esposa supuso un súbito recordatorio de por qué André y yo no podíamos estar juntos. Me acordé de la princesa en el funeral del conde Harry. Entonces ya había percibido que era una mujer excepcional. El hecho de que alguien que gozaba de tantos privilegios sociales fuera capaz de darle la espalda a la alta sociedad parisina hizo que la admirara incluso más. Cogí las manos de André y se las apreté.
—Gracias —le dije—. Lo que te has ofrecido a hacer ayudará a la Resistencia enormemente. Cada vez que envíes otro lote de uniformes a Alemania, sabrás que los beneficios están ayudando a Francia.
Me contempló fijamente. Durante un momento pensé que se iba a inclinar y me iba a besar en los labios. El rostro de Roger se me apareció en la mente y retrocedí un paso. Pero André no avanzó hacia mí. En su lugar, miró por encima de su hombro y dijo:
—No me lo agradezcas, Simone. Soy yo el que se siente agradecido contigo.
Le observé mientras caminaba calle abajo y desaparecía en la oscuridad de la noche.