Abrí los ojos al alba a la mañana siguiente, porque me despertó el ronroneo de un automóvil. El vehículo se detuvo y avanzó al ralentí bajo mi ventana. Aunque llevaba viviendo varios años con vistas a los concurridos Campos Elíseos, ya apenas quedaban automóviles en París y no había autobuses, así que aquel ruido fuera de lo corriente perturbó mi sueño. Miré hacia los pies de la cama. Cuatro pares de ojos me contemplaron. La gata, a la que había bautizado Chérie, estaba hecha un ovillo entre mis muslos. Princesse y Charlot se me habían acurrucado bajo los brazos. Bruno estaba extendido sobre mis tobillos. Todos ellos tenían como mínimo una parte de su cuerpo reposando sobre mí —hocico, patas, panza o cuartos traseros—. Así que cuando yo me revolví en la cama, ellos hicieron lo propio. Éramos como una manada de lobos, preparados para movernos cuando el animal dominante decidiera que existía algún peligro. Resistí el impulso de huir del calor y el olor a sardinas que generaban tantos cuerpecillos peludos, y traté de adivinar qué tipo de vehículo sería el que estaba pasando bajo mi ventana. Sin embargo, el automóvil inició la marcha y el sonido se fue apagando en la distancia.
Unos minutos más tarde, Bruno gruñó. Los animales más pequeños siguieron su ejemplo, levantando la cabeza y poniendo las orejas en tensión. Yo misma agucé el oído para escuchar a qué se debía. Chérie brincó y saltó al suelo, con las pupilas dilatadas y el pelaje de su lomo y la cola en tensión. Yo solo alcancé a oír un débil sonido: se trataba de un estrépito constante. ¡Clop! ¡Clop! ¡Clop! ¡Clop! El ruido se fue haciendo más fuerte, más amenazante. Me senté. Ya sabía lo que era: se trataba de botas retumbando contra el suelo. Miles de botas.
Nos habían instado a que permaneciéramos en casa durante cuarenta y ocho horas después de que los alemanes tomaran la ciudad. Sin embargo, nadie nos había avisado de cuándo debíamos esperar que lo hicieran. Me deslicé entre los animales y corrí a la ventana, abriendo de un golpe las cortinas.
Al principio, lo único que pude ver fueron filas de policías franceses bordeando la avenida, con sus bastones apoyados a un lado. ¿Acaso me había equivocado? ¿Solo había oído a la policía? Pero los policías no se movían y el sonido que yo había escuchado crecía en intensidad. Abrí la ventana de par en par y me asomé. Se me cayó el alma a los pies. Los tanques alemanes, en columna de cuatro en fondo, avanzaban traqueteando Campos Elíseos abajo. Detrás de ellos, marchaban columnas de soldados alemanes hasta donde la vista podía alcanzar.
Cerré la ventana y me puse a toda prisa un vestido y unas sandalias. A pesar de la advertencia de que debíamos permanecer en casa, aquella imagen resultaba tan terrorífica que no pude quedarme encerrada. Tenía que ver la catástrofe con mis propios ojos, porque hasta que no lo hiciera, no sería capaz de creérmela.
Madame Goux debió de pensar lo mismo que yo. Me la encontré cuando llegué al portal, saliendo de su portería, ataviada de pies a cabeza de negro, como una viuda. Fuera, en los Campos Elíseos, encontramos a otras personas que también estaban desobedeciendo el toque de queda. Todos lucían semblantes pálidos y afligidos por el dolor y muchos de ellos lloraban amargamente. Los policías no nos dijeron que nos volviéramos a casa. Quizá se sentían contentos de tener compañía. A uno de ellos, en posición de firmes, como todos los demás, le caían las lágrimas por las mejillas. Pensé en el joven oficial de policía que había visto en Montparnasse. Qué tarea tan horrible tenían aquellos hombres: entregarles la ciudad y sus gentes a los alemanes.
El primero de los tanques rugió cuando pasó junto a nosotros, su color gris resaltaba en contraste con los brillantes rayos de sol de aquella mañana de junio. Le seguía un coche blindado con dos soldados tocados con casco. El pasajero me dedicó una sonrisa. Aparté la mirada, pero la mujer que se encontraba a mi lado estaba claramente emocionada con el desfile militar.
—¡Miren qué elegantes son los uniformes de los alemanes! —exclamó efusivamente—. ¡Miren qué guapos son! ¡Son como dioses rubios!
Madame Goux le soltó:
—¡Y algunos de esos dioses rubios han masacrado al pueblo francés!
Los otros transeúntes contemplaron con desprecio a la mujer, apoyando las palabras de madame Goux con sus miradas glaciales. La mujer se encogió de hombros, pero fue lo bastante sensata como para callarse durante el resto del espectáculo. Lo peor era que, habiendo pronunciado aquellas palabras en alto, recalcaba nuestra humillación. El ejército alemán realmente tenía un aspecto elegante. Sus uniformes estaban cuidadosamente planchados y sus botas brillaban, lo cual marcaba el contraste con nuestros propios soldados cuando se habían retirado a través de la ciudad unos días antes, desaliñados, heridos, farfullando desesperadamente. Aun estando allí de pie, presenciando aquel desfile, creía fervientemente que aunque el ejército francés hubiera perdido París, tenía la fuerza suficiente como para detener a los alemanes más al sur. Aquella convicción era lo único que me proporcionaba ánimos para seguir adelante.
Los alemanes marcharon y desfilaron durante la mayor parte del día. Al final de la tarde, paseé hasta Montparnasse para ver si podía averiguar algo más sobre el desarrollo de la guerra. Me puso enferma ver que el Dome y la Rotonde estaban llenos de soldados alemanes. Y lo que era peor: también había muchísimos ciudadanos franceses felices de compartir sus mesas y charlar con los invasores como si fueran una especie de grupo turístico de visita en París. O quizá a la gente le aliviaba que los alemanes se estuvieran comportando de manera comedida. Pagaban sus bebidas, aunque el franco ahora costara una miseria en comparación con la divisa alemana, y no parecían dispuestos a embarcarse en una vorágine de saqueos y violaciones.
Por la noche, madame Goux y yo escuchamos la radio, tratando de averiguar qué sucedía en el sur. Pero todas las estaciones radiofónicas de París habían sido tomadas por alemanes francohablantes, que repetían el mismo mensaje: el ejército alemán no deseaba hacer daño alguno a las gentes de París. Nuestro gobierno nos había abandonado y los judíos nos habían engañado. Cuanto antes firmara Francia la paz con Alemania, antes podrían vencer al verdadero enemigo: los británicos.
—¿Que no pretenden hacernos daño? —exclamé, apagando la radio—. Mataron a aquellos niños en la carretera. El mayor apenas tenía siete años.
A la mañana siguiente, encontré a los perros alineados junto a la puerta de entrada de mi apartamento. Ya habían recuperado suficientes fuerzas y estaban deseando que los sacaran de paseo. Madame Goux encontró la correa de Bruno en el apartamento de monsieur Copeau, pero la búsqueda por los armarios y cajones de monsieur Nitelet fue en vano, no tenía ningún trozo de cuerda o cinturón lo bastante largo como para usarlo de correa.
—¿Cree usted que habrá alguna tienda de animales abierta? —le pregunté a madame Goux—. ¿O alguna ferretería?
—Pruebe en la Rue de Rivoli —me sugirió, sarcásticamente—. Todos los tenderos de esa zona parecen estar recibiendo con alfombras rojas a los alemanes.
Me llevé a Bruno a buscar las correas para Princesse y Charlot. Era una criatura imponente; incluso a cuatro patas me llegaba por la cintura.
Los alemanes habían establecido su sede en el hotel Crillon, en la plaza de la Concordia, así que tomé el camino largo, en dirección al Arco del Triunfo. Cuando vi el monumento, las rodillas se me doblaron. Una enorme bandera con la esvástica colgaba de él y era lo bastante grande como para que la viera toda la ciudad. Gritaba a los cuatro vientos el mensaje que yo no estaba dispuesta a escuchar: París ahora pertenecía a los alemanes.
Doblé la esquina por una calle secundaria y me dirigí hacia el Sena. Pegado en la pared de un edificio había un cartel de un soldado alemán. Llevaba a un niño pequeño en brazos mientras dos niñas más le miraban desde abajo con veneración. El pie de foto decía: «Gentes abandonadas: tengan confianza en el soldado alemán».
Pensé en las emisiones de radio que madame Goux y yo habíamos escuchado la noche anterior. Me dije a mí misma que esta guerra habría que lucharla dentro de nuestras cabezas. Éramos gentes abandonadas, traicionadas por nuestro ejército y nuestro gobierno. Y, sin embargo, los soldados alemanes no me inspiraban confianza.
Dos días más tarde, madame Goux llamó a mi puerta.
—El mariscal Pétain va a hablar por la radio esta noche —me informó.
Nuestro gobierno había huido a Burdeos y las últimas noticias que habíamos recibido eran que el mariscal Philippe Pétain, el héroe de guerra francés de Verdún, había sustituido a Paul Reynauld como primer ministro. Aquella noticia había sido acogida con alegría, pero yo me preguntaba qué podía hacer un hombre de ochenta y cuatro años por Francia, aparte de soltar discursos. Al parecer, no me faltaba la razón. Pero el mariscal Pétain trató de arengarnos sobre algo que yo no podía aceptar bajo ningún concepto.
A pesar de la estática, escuchamos la voz temblorosa de Pétain: «Con todo el pesar de mi corazón, les anuncio que hoy deben cesar las hostilidades». Estaba tratando de declarar un armisticio, de firmar la paz con los alemanes.
Madame Goux y yo nos dedicamos una mirada sombría, incapaces de pronunciar palabra. ¿Realmente Francia había sido derrotada en unas cuantas semanas? ¿Pétain nos estaba pidiendo que les facilitáramos las cosas a los alemanes y que cooperáramos con ellos?
—Han cedido París como si fuera un regalo y ahora harán lo mismo con el resto de Francia —bufó madame Goux.
—No puedo comprender cómo puede hacer tal cosa…
—Pues porque él mismo es un maldito fascista de extrema derecha, por eso —me interrumpió la portera, apretando los puños—. Yo no colaboraré con los alemanes. No cooperaré con esa gente.
¿Era aquella la misma mujer que se había negado a extender arena sobre la azotea? Ahora había un fuego encendido en su mirada.
El mensaje de Pétain no caló en mi mente por completo hasta la mañana siguiente. Francia ahora no era más que un satélite nazi. Todo nuestro poderío y nuestros recursos industriales, incluyéndonos a nosotros mismos, estaban a disposición del enemigo. Los alemanes tenían razón al llamarnos gentes abandonadas. Nos habían abandonado, pero yo no iba a colaborar con un régimen que asesinaba a niños y despojaba a la gente de sus derechos civiles sencillamente porque fueran judíos. Pensé en Minot. Probablemente, estaría a salvo en la finca durante un tiempo y solo se encontraba a pocas horas de Marsella en tren por si necesitaba huir del país. Pero ¿qué sería de Odette, monsieur Etienne y sus familias? Deseaba que se dirigieran a Pays de Sault. No importaba que Pétain hubiera declarado que se volcaría en Francia para aliviar el sufrimiento del país. El modo en el que había anunciado la rendición de Francia resultaba sospechosamente apresurado. Si Pétain era un fascista, el pueblo judío no podría esperar protección por su parte.
Había logrado comprar las correas para Princesse y Charlot, así que decidí llevar a los tres perros de paseo. Aquel espléndido día de verano daba la sensación de que madame Goux y yo éramos las únicas que odiábamos al ejército alemán. Según parecía, París se había resignado a la derrota y ahora estaba tratando de «sobrellevarla». Después de todo, tal y como le oí decir a un camarero a su colega cuando pasé junto a un café: «Los alemanes no son tan malos. Quizá lo que hemos oído sobre los nazis no eran más que mentiras de nuestro gobierno».
Sin duda, los soldados que vi por la ciudad no eran lo que yo esperaba. Se trataba de jóvenes de mejillas sonrosadas. Sonreían a los tenderos y a las jovencitas, pero no fraternizaban. Se hacían fotos delante de los monumentos y compraban perfumes y fulares franceses para enviárselos a sus madres. Cedían los asientos a los ancianos y a las mujeres en el métro y hacían cola como todos los demás para comprar las entradas del Louvre. Se estaban ganando a los parisinos gracias a sus buenos modales.
—Les he visto rendir homenaje ante la Tumba del Soldado Desconocido —me confió madame Goux cuando regresé a casa.
Ambas estábamos de acuerdo en que aquellos muchachos no parecían capaces de tirotear a niños o de forzar a ancianas mujeres judías a beber de los charcos.
—Esto no cuadra —rezongué—. Todavía siento que hay algo diabólico; como una tormenta preparándose en la distancia.
—Cuando el mal llega —sentenció madame Goux proféticamente—, suele venir sobre las alas de almas inocentes.
La semana siguiente pasó como un extraño sueño. Aún me estaba recuperando de mi enfermedad y me sentía apática. Salir de la cama me suponía un esfuerzo tan grande que durante varios días me quedé en ella. Madame Goux decayó en su propia depresión, fumando y jugando al solitario durante la mayor parte del día. La única tarea que la mantenía activa era asegurarse de que el bloque de apartamentos pareciera ocupado. Regaba las flores de las jardineras, abría y cerraba las cortinas en momentos diferentes del día, y también me pidió que la ayudara a mover parte de los muebles del piso de monsieur Copeau al de monsieur Nitelet escaleras arriba.
—No quiero que los boches piensen que pueden venir aquí a saquear —me explicó.
Era cierto que el alto mando alemán estaba requisando los mejores hoteles y edificios de apartamentos para su uso personal.
Muchos parisinos que habían huido estaban regresando. Las persianas de los comercios volvieron a levantarse. Había comida en los mercados, los teatros anunciaban su programación y los bancos reanudaban sus negocios con horario comercial reducido. Algunos de los que volvieron eran empresarios, pero la mayoría eran propietarios de pequeños negocios, muchos de ellos judíos. Dependían de París para ganarse su sustento.
Parecía como si los alemanes hubieran planeado la toma de París durante años. Todo se movía con la precisión de un reloj suizo. Pisándole los talones al ejército, vinieron los funcionarios. Recibí una notificación de la Propagandastaffel que me anunciaba que debía presentarme en sus oficinas lo más pronto posible para incluirme en un registro. Todas las canciones de los artistas franceses se someterían a investigación y se inspeccionarían sus antecedentes antes de que pudieran volver a trabajar.
—Pues que no cuenten conmigo —murmuré.
Enrollé la carta formando un cono y la utilicé para vaciar el arenero de Chérie.
El flujo de tráfico de refugiados que regresaba a París desde el sur hizo que me preocupara por monsieur Etienne y Odette. Rezaba para que se mantuvieran alejados de la ciudad por su propio bien. Por alguna razón, nos habían cortado la línea telefónica, por lo que decidí acudir a la oficina de monsieur Etienne personalmente. No había taxis disponibles para los franceses, así que cogí el métro en la orilla izquierda, cosa que no había hecho en años. El primer vagón en el que entré estaba lleno de soldados alemanes, de modo que me cambié a otro distinto en la siguiente parada. Pero en la siguiente estación se subieron muchos más soldados alemanes al tren. Me resigné a tener que viajar con el enemigo. Noté que alguien me estaba observando fijamente, y cuando miré hacia el otro lado del vagón, vi a dos oficiales alemanes situados en diagonal a mí. Estaban mirándome y sonreían. Yo no tenía ni la más mínima intención de flirtear con ellos, así que traté de buscar alguna cosa con la que pudiera parecer atareada. No podía mirar por la ventana, porque aquella línea era subterránea. Había un periódico doblado metido en el lateral de mi asiento. Lo saqué y simulé que leía. Un papelito cayó flotando de entre las páginas sobre mi regazo. El mensaje que llevaba escrito captó mi atención.
A las gentes de París: ¡resistan a los alemanes!
Rápidamente escondí la nota de nuevo tras el pliegue del periódico para que nadie pudiera ver que la estaba leyendo. Ojeé brevemente aquellas palabras escritas a mano. Era la transcripción de un discurso que Charles de Gaulle había pronunciado hacía una semana:
¿Ya está dicha la última palabra? ¿Se ha consumido toda esperanza?
¿Es acaso la derrota definitiva? No. Créanme cuando les digo que nada está perdido para Francia.
Levanté la mirada; uno de los oficiales alemanes todavía me estaba observando. Le susurró algo a su acompañante. Traté de adoptar la expresión más neutra que pude mientras leía el resto del mensaje. El coronel Charles de Gaulle, ahora general De Gaulle, era una de las personas que habían criticado la falta de preparación de Francia ante la guerra. Parecía que había logrado escapar de algún modo a Londres e instaba a todos los soldados franceses que estaban en Gran Bretaña, o que podían llegar hasta allí, a que se pusieran en contacto con él.
La llama de la resistencia francesa no debe extinguirse y, de hecho, no lo hará.
Se me llenaron los ojos de lágrimas. Me tembló la barbilla. No nos habían olvidado. Existía un líder, alguien que aún creía en Francia. ¿Resistir? Por supuesto que yo resistiría, ¡hasta mi último aliento! Pero ¿cómo? ¿Cómo podría encontrar a esa gente que todavía quería luchar por Francia?
Salí del métro en Solférino, tan optimista por la alegría que casi corrí escaleras arriba. «No nos han olvidado —me dije a mí misma—. Nada está perdido para Francia».
—¡Mademoiselle Fleurier! —me llamó una voz masculina.
Me detuve, sin saber si había oído mi nombre realmente. El acento era alemán. Me volví. De pie, detrás de mí, estaban los dos oficiales que se habían sentado cerca de mí en el tren. Tenían entre las manos una cámara de fotos.
—Por favor —dijo el más alto de los dos—, nos gustaría tomarnos una fotografía con la famosa mademoiselle Fleurier.
Me maldije a mí misma pensando que, por supuesto, los alemanes sabrían quién era. Me había negado a actuar en Berlín después de enterarme de las historias sobre el maltrato al pueblo judío que me habían contado Renoir y el conde Kessler, pero los alemanes seguramente me conocían por las películas y los discos.
Una multitud de gente se reunió a nuestro alrededor, ansiosa por saber qué estaba pasando. El oficial repitió su petición.
—Por favor, mademoiselle Fleurier. Una foto con usted.
No quería que me tomaran una foto con los soldados alemanes. Dejando a un lado mis opiniones personales, ¿qué sucedería si aparecía en uno de sus periódicos propagandísticos? «Simone Fleurier da la bienvenida a París al oficial Berlekamp y al oficial Pätz». Utilicé el consabido truco parisino de hacer como que no les entendía, a pesar de que el oficial hablaba francés razonablemente bien. Desgraciadamente, una mujer entre la multitud decidió prestarles su ayuda.
—Quieren hacerse una foto con usted —me aclaró.
El oficial levantó en alto la cámara, con una sonrisa provocativa en los labios. Yo elevé la barbilla.
—¿Quiere usted una fotografía de Simone Fleurier? —le espeté—. Pues entonces tome una foto de esto.
Le di la espalda y caminé hacia la multitud. Un par de personas profirieron un grito ahogado y el resto permaneció en silencio y se apartó para dejarme pasar. A medida que me aproximaba a la esquina, percibí la presencia de un hombre apoyado en un poste que tenía un boletín de noticias en la mano. Me dirigió una mirada penetrante durante unos segundos antes de darse media vuelta. ¿Había interpretado su mensaje correctamente? Parecía estar diciéndome: «Bravo, mademoiselle Fleurier. Bravo».
Aquel fue un estúpido acto de resistencia que no cambiaría nada y, si las autoridades alemanas se enteraban, lo único que podía reportarme sería problemas. Y, a pesar de todo, me producía satisfacción cada vez que pensaba en ello. Cuando saqué a pasear a los perros unos días más tarde, todavía me sentía animada por el recuerdo de mi pequeño desafío. También me alegré al descubrir que monsieur Etienne no había regresado a París. Quizá él y los demás se habían marchado a la finca después de todo. Desde allí, confiaba en que Bernard los ayudaría a abandonar el país.
Desde la capitulación de Pétain en nuestro nombre, Francia se había dividido en dos zonas. La zona norte, dentro de la cual se encontraba París, estaba gestionada por los alemanes. Alegaban que la necesitaban para iniciar el ataque contra Gran Bretaña. La parte sur se suponía que la iba a administrar Pétain y su gobierno de Vichy. Aunque el sur era técnicamente «la Francia no ocupada», estaba claro que Pétain no era más que una marioneta de Hitler. La correspondencia estaba limitada en la línea de demarcación. No había manera de que pudiera explicarle a Bernard la situación de monsieur Etienne y su familia. Desde París solo podían enviarse formularios en los que se marcaban casillas con respuestas fijas: «Me encuentro perfectamente», «Me va bien», «Estoy regular». Lo único que podía hacer era rezar por que todo fuera bien.
Cogí mi camino habitual hacia el Sena. Me dio un brinco el corazón cuando vi que alguien había garabateado sobre el cartel del soldado alemán con los niños el siguiente mensaje:
¡Cuidado, nazis asesinos! ¡Os vamos a vencer!
—Por supuesto que lo haremos —le susurré a mi alma gemela invisible—. Claro que sí.
Regresé al bloque de apartamentos de buen humor, sintiendo más fuerza de la que había experimentado en semanas. Estaba a punto de correr escaleras arriba con los perros cuando madame Goux surgió de su oficina. Estaba ruborizada y sus pupilas eran dos puntos negros en el centro de sus ojos grises. Al principio pensé que era porque se sentía emocionada por la tarea que le había encomendado de copiar el discurso del general De Gaulle. Pretendía introducir las notas en los boletines de noticias y en otros lugares para que los encontraran los franceses. Pero cuando se me acercó vi que estaba pálida y temblorosa.
—Mademoiselle Fleurier —me susurró con voz ronca—. Hay dos hombres en su apartamento. He tratado de que se quedaran abajo, pero se han negado a esperarla en el portal. No han querido decirme quiénes eran.
Traté de pensar quién podría venir a visitarme, pero no parecía haber ninguna razón por la que nadie que yo conociera no quisiera identificarse ante la portera.
—¿Son franceses o alemanes? —le pregunté.
—Son franceses, pero tienen un aspecto siniestro —me respondió—. Yo no me fiaría de ellos.
Parecía una visita seria. Pero si se trataba de que los alemanes se sentían disgustados por el trato que les había conferido a sus oficiales o porque no me había registrado en la Propagandastaffel, ¿no habrían enviado a sus propios hombres?
—Voy a dejar a Princesse y a Charlot con usted —le dije a madame Goux—, pero me llevo a Bruno.
La puerta de mi apartamento estaba abierta y cuando me acerqué vi a los dos hombres sentados en el sofá. Uno era bajito y con aspecto paliducho; el otro era mayor y tenía bolsas bajo los ojos y el pelo gris alisado hacia atrás.
Tan pronto como me vio, el más joven de los dos se puso en pie de un salto y avanzó hacia mí. Madame Goux tenía razón: su rostro huesudo tenía un aire despiadado. Miró a Bruno con los ojos entrecerrados.
—Puede usted dejar el perro fuera —me dijo.
Se me aceleró el pulso. No me iban a ordenar qué tenía que hacer dentro de mi propia casa.
—Nunca dejo a Bruno fuera —repliqué, sorprendida de la tranquilidad que percibí en mi propia voz—. Se pone nervioso si se separa de mí.
En la cara del hombre apareció un gesto de irritación. El mayor se puso en pie.
—Está bien —dijo—, pero sosténgalo de la correa.
Algo en el tono clínico de su voz me provocó un estremecimiento. El más joven cerró la puerta detrás de mí. Oí como encajaba el pestillo. El mayor se volvió a sentar en un sillón, pero no apartó los ojos de mí.
—Nos ha enviado la Propagandastaffel para averiguar por qué no se ha registrado usted —anunció el joven, yendo hacia el sofá para sacar unos papeles de un maletín que había apoyado sobre el mueble—. Entonces su portera nos ha explicado que ha estado usted enferma. No importa, le hemos traído todos los impresos necesarios para que los rellene.
Como ninguno de los dos hombres se presentó, me inventé sus nombres. Al joven lo llamé Ratón por la manera en la que su cuerpo se movía con nerviosa energía. Al mayor lo llamé Juez por el modo en el que mantenía la barbilla erguida y los brazos cruzados sobre las rodillas. Emanaba autoridad, aunque se contentaba con escuchar mientras el otro hombre hablaba.
Ratón me tendió bruscamente unos formularios.
—Esperaremos aquí hasta que los firme —me advirtió—. Así le ahorraremos el viaje a la Propagandastaffel.
Percibí que mi futuro podía depender de cómo me comportara con aquellos dos hombres. Sabía que los teatros de variedades y las salas de conciertos volverían a abrirse, pero yo no tenía ni la menor intención de actuar para el ejército de ocupación. ¿Cómo podía expresarlo de modo que no me metieran en prisión?
—No creo que vaya a ser necesario en mi caso —comenté.
El rostro de Ratón adquirió una expresión tensa.
—¿Cómo que no va a ser necesario? —preguntó—. Todos sus colegas han cooperado. ¿Por qué va a ser usted una excepción?
La animosidad de su voz me heló la sangre. A él, en cambio, parecía hervirle.
Aquel era un momento crucial. Si deseaba llegar a ser útil para aquellos que lucharan por Francia, sabía que tenía que comportarme de un modo más astuto que hacía unos días. Si iba a correr riesgos, tenían que valer para algo.
—No tengo la intención de actuar más —dije—. Me he retirado.
El Juez arqueó las cejas.
—Estoy completamente rendida —les expliqué—, me siento demasiado cansada como para actuar. Y, últimamente, no me he encontrado bien de salud.
—Ya veo —comentó Ratón, asintiendo educadamente, pero sin calidez—. Pero esto no nos ayuda nada con el otro problema que tenemos.
—¿Qué otro problema? —pregunté.
Ratón cruzó los brazos a la altura del pecho.
—Hemos investigado sus antecedentes. Y lo que hemos encontrado no es nada encomiable. Se ha negado a actuar en Berlín y ha mantenido usted una relación muy cercana con dos antinazis reconocidos.
Supuse que se estaba refiriendo al conde Kessler y a Jean Renoir. ¿De modo que los alemanes me habían estado espiando? Bruno bostezó. Estaba sorprendentemente tranquilo ante el interrogatorio de Ratón; normalmente ladraba si alguien me levantaba la voz. Una vez, durante uno de nuestros paseos, un vendedor de periódicos me tiró un boletín de noticias y gritó el titular. Bruno casi le arrancó el brazo.
Ratón se puso en pie y comenzó a dar vueltas en círculo por la habitación.
—El Deuxième Bureau controla a todos los que cruzan la frontera con frecuencia. Desgraciadamente, cuando huyeron de la ciudad, dejaron atrás algunos archivos delicados. Uno de ellos era el suyo.
Le miré con ojos incrédulos. El Deuxième Bureau formaba parte del servicio secreto francés. ¡Había sido vigilada por mi propio país! Además, habían sido lo bastante estúpidos como para dejar mi archivo atrás cuando huyeron de la ciudad para salvar su propio pellejo.
Ratón completó el círculo de la habitación y se detuvo ante mí. Percibí que estaba disfrutando con cada momento de tensión.
—Ya ve, mademoiselle Fleurier —me dijo, acercando su cara a la mía—, realmente no se encuentra usted en situación de contrariar a nadie. Los franceses necesitan su luz más que nunca. Y los alemanes la necesitan también, para animar a la gente a colaborar.
En la radio, la palabra «colaborar» adquiría un carácter positivo. Para mí en cambio sonaba peor que la maldición más obscena. Pero Ratón había logrado su objetivo: me había desestabilizado.
—No voy a colaborar con la causa nazi —le espeté—, ni voy a animar a nadie a hacerlo. No voy a ponerme del lado de un hatajo de asesinos.
Los hombres intercambiaron una mirada. Yo misma me había buscado el desastre, pero por lo menos ya había puesto sobre la mesa mi opinión. Si me iban a encarcelar, estaba decidida a caer pateando y gritando. Si los franceses iban a recibir algún mensaje de mi parte sobre el colaboracionismo, sería el de luchar a muerte contra él.
—Esa no es una actitud muy cooperadora —comentó el Juez, limpiándose una mota de polvo de sus pantalones.
—¡Y usted! —le dije, señalándole—, ¡es usted una vergüenza de hombre! ¡Es usted francés! Debería estar luchando por su país, no besando el suelo que pisan los alemanes.
Ratón avanzó hacia mí, pero Bruno gruñó y enseñó los dientes. Ratón pegó un salto hacia atrás.
—¡Salgan de mi apartamento ahora mismo! —grité—. ¡Los dos!
Me quedé desconcertada, pues ninguno de los dos se movió. ¿Y ahora qué iba a hacer yo? ¿Decirle a madame Goux que sacara su pistola? Entonces, algo extraño sucedió: Ratón y el Juez parecieron transformarse ante mis ojos. El rostro de Ratón se relajó y su actitud se suavizó. Comenzó a dejar de parecer un ratón para adquirir más bien el aspecto de un conejo. El Juez pareció ganar en altura y agilidad. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa, pero era un gesto alegre, algo de lo que no les había creído capaces.
El Juez sacudió la cabeza.
—Es demasiado apasionada y bocazas —le dijo a Ratón—. Ya te advertí de que los artistas son excesivamente impulsivos. ¿Qué pasará si comienza a hablarles así a los alemanes?
Ratón se encogió de hombros.
—Puedo enseñarle a ser más discreta. Lo esencial es que no cabe duda de qué lado está.
El Juez le mostró las palmas de las manos en un gesto de resignación.
—Está bien —concedió—. No tenemos demasiado tiempo ni demasiadas opciones.
Ratón se volvió hacia mí. Su expresión había cambiado tan rápido que me pregunté si mi mente estaría sufriendo algún tipo de alucinación. Me desplomé sobre el sofá.
—Mademoiselle Fleurier —me dijo Ratón, sentándose a mi lado—, no podemos proporcionarle nuestros nombres verdaderos, pero pertenecemos al Deuxième Bureau y no a la Propagandastaffel. Es verdad que su archivo se quedó atrás, pero puedo garantizarle que he modificado la mayor parte y he destruido el resto, aunque probablemente no con el mismo nivel de imaginación que usted utilizó para deshacerse de la notificación de la Propagandastaffel.
¿Así que sabía eso también? ¿Había llegado tan lejos como para revolver entre mis cubos de basura? Cuando afirmaron que no eran de la Propagandastaffel, no me costó ningún trabajo creerles. Pero ¿por qué el Deuxième Bureau no iba a formar parte del gobierno de Vichy?
—Bueno, digamos que hemos desertado —explicó Ratón—. Y que necesitamos su ayuda. Tenemos que salir de Francia para unirnos al general De Gaulle en Inglaterra.
Sentí un cosquilleo sobre la piel al oír el nombre del general. Me había preguntado cómo lograría encontrar a gente que estuviera dispuesta a luchar contra los alemanes. Por lo que parecía, ellos me habían encontrado a mí primero.
—Si esa es su misión, entonces estoy a su servicio —les aseguré—. Me comprometo a colaborar con el general De Gaulle.
Ratón se giró hacia el Juez, que asintió, y volvió la mirada de nuevo hacia mí.
—Necesitamos llegar al sur para abandonar Francia por barco o a través de los Pirineos. Podemos pertrecharnos de papeles falsos y también cambiar nuestra identidad, pero, aun así, nos resultará difícil cruzar la línea de demarcación, especialmente acompañados de nuestros «paquetes». Sin embargo, si viajáramos empleados por alguien que tuviera una buena razón para ir al sur de Francia, como por ejemplo, para actuar allí, sería más fácil.
Le imprimió a la palabra «paquetes» un énfasis especial, pero mi cabeza estaba funcionando demasiado deprisa como para concentrarme en los detalles de lo que me estaba diciendo.
—¿Quiere usted decir que podría contratarles a ambos como mi representante y mi director artístico, por ejemplo? —sugerí.
Ratón sonrió de oreja a oreja.
—Exacto.
Después de discutirlo, convinimos en que yo organizaría un viaje a Marsella con la perspectiva de buscar locales para representar un espectáculo allí. Tendría que registrarme en la Propagandastaffel y dar la sensación de que cooperaba con los alemanes de otro modo. Pero ahora que iba a trabajar para salvar a Francia, todas aquellas cosas no me importaban. El Juez me explicó que lo organizaría todo para el miércoles siguiente. Lo único que yo tenía que hacer sería obtener el permiso para viajar, cosa que él esperaba que me concedieran, ahora que había sustituido mi archivo por uno más aceptable.
Antes de marcharse, el Juez se volvió hacia mí:
—Mademoiselle Fleurier —me dijo—, tengo que advertirle que los alemanes fusilarán a cualquiera que ayude a la Resistencia. Sin embargo, el gobierno de Vichy tiene un método disuasorio aún más truculento. Decapitan a todos aquellos a los que descubren envueltos en actividades subversivas. Y lo hacen con un hacha.
Estaba poniendo a prueba mi determinación, tratando de calibrar mi nivel de miedo. Más tarde, cuando llegué a conocerle mejor, comprendería que también se estaba asegurando de que yo entendía a qué precio me estaba comprometiendo. No obstante, no me asustó; me notaba la mente despejada y tranquila. Pensé en los grandes momentos de mi vida: mi primera aparición en el escenario, mi primer papel principal en el Adriana, el éxito de mi primera película… Ninguno de ellos se podía comparar a aquello. Esto no era una actuación. Era algo mucho más importante.
—Estoy dispuesta a hacer lo que haga falta para liberar a Francia —le aseguré—. Incluso aunque signifique sacrificar mi vida. No descansaré ni me daré por vencida hasta que no logremos expulsar por completo al enemigo de nuestro país.