27

Tardé tres días en regresar a París. Pasé una noche en un campo, hecha un ovillo bajo un árbol con el cuchillo que madame Ibert me había dado junto a mí. La noche siguiente, dormí en un granero. De vez en cuando paraba a la gente por la carretera para avisarla sobre el ataque alemán. Un hombre en bicicleta me contempló con ojos incrédulos, pero me prometió que difundiría el mensaje. Nadie me reconoció. Con aquellas medias andrajosas, el vestido arrugado y el pelo tieso por el polvo, no guardaba precisamente demasiado parecido con la radiante figura que aparecía en los carteles del Adriana o el Casino de París. Me sentía tan cansada, sedienta y hambrienta que empecé a ver manchas ante mis ojos. A la tercera mañana, logré que me llevara una ambulancia de la Cruz Roja, el único vehículo que iba en dirección contraria al tráfico.

La conductora estadounidense me entregó una cantimplora mientras recorría con la mirada mi rostro cubierto de polvo y bañado en sudor. Percibió mi desorientación y me dijo:

—Termínesela. Tengo más agua en la parte trasera y usted está deshidratada. ¿Adónde va? ¿A París?

Asentí.

—Yo voy hacia allí para conseguir más existencias —me explicó—. Según la policía, ha quedado menos de un tercio de la población. Han huido dos millones de personas.

No cruzamos demasiadas palabras después de aquello. Probablemente, ella pensaba que yo volvía a París a recoger a algún niño o algún anciano. De vez en cuando, yo observaba su rostro. Sus penetrantes ojos azules no se apartaban de la carretera. Tenía la mandíbula firmemente apretada, como si se estuviera armando de valor para enfrentarse a la desoladora y peligrosa tarea que la esperaba. «Ella sabe adónde se dirige», pensé. Pero ¿y yo?, ¿qué pretendía hacer yo?

La Ciudad de las Luces estaba oscura como la boca del lobo cuando cruzamos la puerta de Orleans. No había farolas encendidas y las ventanas estaban cegadas. La conductora me dejó cerca del Arco del Triunfo. Era la primera vez que veía aquella rotonda sin tráfico. Unos policías de pie junto a una de las columnas eran los únicos seres vivientes en los alrededores. Le ofrecí a la conductora invitarla a cenar si encontrábamos algo abierto, pero negó sacudiendo la cabeza:

—Debo conseguir las existencias que venía a buscar y dirigirme hacia el norte. No hay tiempo que perder.

Le agradecí que me hubiera llevado y, después, sentí el impulso de preguntarle:

—¿Por qué está usted aquí? Es usted estadounidense. Su país es neutral.

No pude ver su rostro en la oscuridad, pero el blanco de sus ojos reflejó los destellos de la luna.

—Me he divertido mucho en su país, mademoiselle. Como nunca en mi vida. No sería correcto abandonar Francia ahora que está pasando una mala época.

Le di las gracias otra vez y avancé por los desiertos Campos Elíseos. Los postigos de las ventanas de los edificios de apartamentos estaban cerrados y las persianas de los comercios y galerías estaban echadas. Todas las ventanas que no tenían postigos estaban cegadas con cinta adhesiva y tapadas con cortinas oscuras. El brillo fantasmal de la luna era la única luz, y no se oía nada, excepto el ladrido sordo de los perros en el interior de los edificios. ¿Se había ido todo el mundo? Pensé en la mujer estadounidense que conduciría durante toda la noche para recoger a los soldados heridos. Una extranjera que estaba lista para luchar. ¿Y por qué nosotros no? ¿Dónde se había quedado nuestra fuerza de voluntad?

Mi edificio tenía un aspecto tan sombrío y desolador como los otros de la calle. Llamé al timbre, aunque albergaba pocas esperanzas de que la portera siguiera allí. No había ninguna luz en la portería ni en su apartamento. Tenía los pies cubiertos de ampollas y me horrorizó la mera idea de tener que volver a recorrer todo el camino hasta el Arco del Triunfo para pedirle a uno de los policías que forzara la puerta por mí. Miré las ventanas de mi apartamento, como si esperara que Paulette abriera una de ellas para saludarme. Me pasé los dedos por el cabello enredado en busca de una horquilla. Un instante después, un frío objeto metálico se clavó contra mi garganta. Percibí un olor a sulfuro y algo acre, pero después no me atreví a respirar. El cañón de la pistola se apretó contra mi piel.

—¿Quién es usted?

Reconocí la voz de la portera. No podía mirarla porque me había obligado a levantar la cabeza con la pistola y tenía demasiado miedo como para moverme.

Madame Goux —le dije con voz ahogada—. Soy yo. Simone Fleurier.

Aquello no era París. Aquello parecía Chicago.

Madame Goux aflojó la presión y lentamente me quitó la pistola de la garganta. Bajé la mirada. El cañón aún me estaba apuntando y el dedo de madame Goux jugueteaba junto al gatillo. Guiñó los ojos, tratando de comprobar si realmente era yo en la oscuridad. Debió de reconocer algo, porque al momento siguiente dejó caer la pistola a un lado.

Mon Dieu! —exclamó, empujándome hacia el interior del edificio y cerrando la puerta tras ella—. ¿Qué le ha pasado?

Le relaté mi viaje, sin ni siquiera pensar en preguntarle por qué seguía en el edificio y de dónde había sacado la pistola. Pero me detuve en seco cuando encendió una lámpara. Tenía la piel hundida bajo los ojos y mostraba una expresión apática. Nunca había sido una persona cordial ni en sus mejores momentos, y los inquilinos solían bromear sobre la expresión adusta con la que saludaba a la gente, pero ahora estaba mucho más demacrada que de costumbre.

—¿Qué le ha sucedido a usted? —le pregunté yo a mi vez.

Me fulminó con la mirada y la apartó rápidamente.

—Los boches no solo han bombardeado objetivos militares. También han atacado las casas del suroeste de la ciudad. Mi hermana pequeña y su familia han muerto.

Miré directamente a la luz, tratando de no rememorar de nuevo la imagen de los niños saltando por los aires por el ataque de los aviones alemanes. Y resultaba que seguían muriendo más inocentes.

—Lo siento —le dije, recordando la despreocupación con la que se había sentado en el sótano a pelar patatas durante el ataque aéreo.

Debía de producirle mucho dolor pensar en ello ahora.

No había suficiente electricidad como para poner en marcha el ascensor, así que tuve que subir las escaleras. Sentía retortijones en el estómago y me temblaban las piernas. Para cuando llegué al apartamento, noté como me ardía la piel y me desplomé sobre la cama. Me desperté unas horas más tarde, enroscada en la colcha. Se oían ruidos sordos y explosiones en la distancia, pero no estaba segura de si eran auténticos o me los estaba imaginando. En algún lugar sonaron las sirenas cacofónicas y los tiroteos de fuego antiaéreo cortaron el aire. Estaba segura de que aquellos sonidos sí eran reales, pero no tenía fuerza para bajar al sótano. Le recé a mi padre para que me protegiera. Quería vivir para poder luchar, pero me estaba costando todo mi esfuerzo simplemente respirar.

Mi siguiente recuerdo fue que el sol me daba en la cara y madame Goux me observaba detenidamente.

—Ya no tiene usted fiebre —me dijo, tocándome la frente—. Menos mal que no cerró la puerta al entrar. No me habría enterado de que se encontraba usted enferma. El hospital está lleno de soldados y ningún médico hubiera podido atenderla.

Tragué saliva. Me dio la sensación de que las paredes de mi garganta eran de papel de lija.

—Ha estado usted en cama durante dos días —me informó, aproximándose a la ventana y echando un vistazo al exterior—. Hubiera muerto usted deshidratada si no llego a estar yo aquí. Le he estado dando de beber sorbos de agua con el tubo de mi ducha.

Hice lo que pude por olvidar lo que acababa de decirme y traté de incorporarme. Me entraron náuseas y me derrumbé de nuevo sobre la almohada.

—No podrá levantarse hasta que haya comido algo —me advirtió—. Así que no se le ocurra moverse.

En el exterior, la calle estaba tranquila. Sin embargo, en algún lugar del edificio se oyó el ladrido de un perro, al que le contestó el aullido de otro.

Madame Goux encendió un cigarrillo y dejó escapar un hilo de humo. Junto con la falta de aire del apartamento y el olor rancio de mi ropa, el olor del tabaco me dio arcadas.

—¿Qué pasa con la guerra? —le pregunté.

Madame Goux arqueó las cejas, como si mi pregunta fuera tan estúpida como alguien inquiriendo por la salud de un paciente terminal.

—El gobierno ha abandonado la ciudad. Italia nos acaba de declarar la guerra.

—¿Italia?

Traté de incorporarme de nuevo. Aquello era un desastre. Si Italia quería atacar Francia, sin duda comenzaría por el sur. Mi familia estaba lo bastante lejos de la frontera como para no correr peligro durante un tiempo, pero pensé en todos los que se dirigían a Marsella. ¿Cómo lograrían escapar ahora?

Madame Goux apagó el cigarrillo y se sentó en la silla de leopardo, el único mueble que había permanecido conmigo durante todo el tiempo. Cuando André y yo nos separamos, vendimos todo el mobiliario junto con la casa. Contemplé la silla, comprendiendo por primera vez lo incongruente que resultaba que yo, una amante de los animales, hubiera codiciado sus pieles en forma de ropa o tapicería. La especie humana era la más traicionera de todas y ahora estábamos a punto de destruirnos unos a otros.

—¿Por qué ha regresado? —me preguntó madame Goux.

—Quería luchar —le respondí.

Resultaba una afirmación ridícula viniendo de alguien que ni siquiera se podía incorporar en la cama, pero madame Goux no se rio. Le hablé sobre la conductora estadounidense que me había recogido.

—Tenemos extranjeros luchando por nosotros —le dije.

—Pues si es así —replicó madame Goux con el ceño fruncido—, ella debe de ser la única. El presidente de los Estados Unidos no nos ha enviado más que sus condolencias.

—Pero todavía tenemos a los británicos de nuestro lado —le dije yo.

—¡Ja! —profirió la portera con tono despectivo—. ¡No se ha enterado usted! Se están retirando del norte. Nos están abandonando.

Cerré los ojos con fuerza. Las náuseas volvieron a ascenderme por la garganta. Todo estaba empeorando por momentos.

Me quedé en la cama hasta la mañana siguiente, cuando no pude soportar más el rancio olor que desprendía mi piel. Todo se volvió de color blanco cuando me puse en pie. Me apoyé contra la pared hasta que se me aclaró la vista y me dirigí tambaleándome hasta el cuarto de baño para lavarme un poco y cepillarme los dientes. Aquellas dos acciones me dejaron tan exhausta que volví dando tumbos a la cama.

Me desperté unas horas más tarde y descubrí que estaba cubierta de motas de hollín. El sol era una esfera abrasadora en mitad del cielo. No me cabía la menor duda de que estaba soñando. ¿Por qué estaba el sol tan rojo y el cielo tan oscuro? Arrastré los pies hasta la ventana y miré al exterior. Varios camiones recorrían hacia abajo la avenida. Hombres desaliñados caminaban dando traspiés por las aceras y a algunos de ellos les sangraban las heridas que tenían en la cara y los brazos. Uno se detuvo y se sentó en el bordillo, apoyó la cabeza entre las manos y se echó a llorar. Le observé con más detenimiento. Llevaba puesto un uniforme de oficial francés.

«Debo de estar soñando —me dije a mí misma—. El ejército francés es el más magnífico y poderoso del mundo».

Madame Goux entró en la habitación con un cuenco de sopa sobre una bandeja. La dejó sobre la mesilla de noche y miró por la ventana por encima de mi hombro. Tenía un aire aún más compungido que la última vez que habíamos hablado.

—Se supone que los soldados no deben retirarse a través de la ciudad —me explicó—. Habían recibido órdenes de rodearla.

La presencia de madame Goux dotó de realidad a la pesadilla en la que me hallaba sumida y se me aclaró la cabeza, pero todavía tardé un momento en comprender lo que acababa de decir.

—¿Por qué debían rodearla? —pregunté.

—He oído el rumor de que no van a defender París —me contestó.

—¿No lo van a defender? ¿Eso qué significa?

Chasqueó la lengua y profirió una carcajada triste, sacudiendo la cabeza por su propia incredulidad.

—Pues significa que vamos a ser rehenes del diablo y que no podemos hacer nada por evitarlo.

A la mañana siguiente me levanté sintiéndome más fuerte, gracias a los cuidados de madame Goux. Resultaba irónico que nosotras, que apenas nos habíamos dirigido la palabra durante todos aquellos años en los que yo había residido en el edificio, ahora fuéramos compañeras de la inminente tragedia de París. Salí de la cama, me lavé y me vestí, todo ello a cámara lenta porque aún me sentía muy débil. Sabía que no me encontraba lo suficientemente bien como para encarar el principio de una guerra, porque las guerras son sinónimo de racionamiento y hambruna. Hubiera sido más sensato quedarse en la cama al menos un día más, pero no podía. Quería descubrir por mí misma qué estaba sucediendo en la ciudad.

En el rellano de mi piso me golpeó un hedor pútrido. Descendí las escaleras y la pestilencia fue haciéndose cada vez más insoportable. Era diez veces peor que el olor de la carne podrida. Fuera lo que fuera, también debía de haber molestado a madame Goux, porque había dejado la entrada principal abierta, a pesar de su paranoia por los saqueos. Llamé a la puerta de la portería. Me dijo que entrara y la encontré sentada a la mesa ante el desayuno bebiendo café.

—¿Qué es ese olor? —le pregunté.

—Toda la ciudad apesta —contestó—. Ya no recogen la basura. No hay camiones de limpieza. Los desperdicios se apilan en las calles. La carne se pudre en las carnicerías y el resto de comida se está echando a perder en las tiendas de ultramarinos.

—Pero da la sensación de que proviene del interior del edificio —repliqué—. ¿Los demás inquilinos le han dejado sus llaves? Puede ser que haya comida pudriéndose en sus casas.

Madame Goux me miró fijamente.

—Creo que puede ser el perro de monsieur Copeau —me contestó—. No lo he oído ladrar durante los dos últimos días.

Al principio, no la entendí. El perro de monsieur Copeau era un gran danés. Según madame Goux, monsieur Copeau se había marchado el mismo día que yo. Entonces recordé los ladridos que había escuchado durante mi enfermedad y lo comprendí.

—¿Ha dejado aquí a su perro? —le pregunté.

—Todos han abandonado a sus animales, excepto usted.

Repasé mentalmente los apartamentos uno por uno. Madame Ibert no tenía animales; tampoco la familia del piso siguiente, porque la hija padecía de alergia. Monsieur Nitelet, el hombre que vivía sobre mí, sí: un terrier maltés llamado Princesse y un West Highland terrier llamado Charlot, en honor a Charlie Chaplin. Pero aquel olor era de algo descomponiéndose, no de heces de perro.

—¿Ha dejado usted que se mueran de hambre? —exclamé—. ¿Por qué no los ha liberado?

—No son míos —me contestó—. Les he echado huesos a los más pequeños, pero no podía hacer nada por el otro. Es un perro guardián. Si hubiera abierto la puerta, me habría comido viva.

El apartamento de monsieur Copeau estaba en la planta baja. «Podría haber roto una ventana —pensé—, y haber dejado salir al animal por allí».

Madame Goux me leyó la mente.

—Podría haberle dejado salir, pero entonces la policía le habría disparado de todos modos. Mucha gente ha abandonado a sus perros, y la policía los ha estado sacrificando para evitar que haya un brote de rabia.

Mon Dieu! —exclamé, recordando la hilera de refugiados. Muchas de aquellas familias con todos sus bienes materiales apilados en vagonetas se habían llevado con ellos a sus mascotas. ¿Qué le pasaba a la gente del octavo arrondisement? Sin embargo, ya conocía la respuesta a aquella pregunta. Consideraban a sus animales como accesorios de moda de los que podían deshacerse cuando les estorbaran.

No obstante, había algo extraño en todo aquello. Monsieur Nitelet era un hombre arrogante que podía abandonar fácilmente un animal; sin embargo, cada vez que me había cruzado con el anciano monsieur Copeau y su gran danés, me había dado la sensación de que sentía verdadero afecto por el perro.

—He oído a los de arriba ladrando esta mañana —comentó madame Goux, cogiendo una llave del cajetín y entregándomela—. Parece usted olvidar que he estado muy ocupada porque tenía que llorar a los míos y cuidar de usted.

La llave era la del apartamento de monsieur Nitelet. Era consciente de que mi preocupación por los animales iba más allá de lo que la mayoría de la gente consideraría normal, pero no podía disculparme con madame Goux. Yo no pensaba que Kira fuera un objeto que añadiera calidez a mi apartamento siempre que yo lo necesitara. La consideraba parte de mi familia. Después de todo, la había enviado al sur con la misma preocupación con la que Minot había enviado a su madre.

Las fuerzas que había reunido para ir a enterarme de qué estaba sucediendo con la guerra las gasté en volver a subir las escaleras. Abrí la puerta del apartamento de monsieur Nitelet. No había ningún mueble ni ningún cuadro, excepto un par de sillas apiladas en una esquina. Vi los huesos esparcidos por el suelo. Los dos perros corretearon hacia mí. Estaban delgados y me miraron con ojos asustados, pero aun así movieron el rabo. Para mi sorpresa, también se me acercó sigilosamente un gato con una mancha anaranjada sobre un ojo y otra más pequeña junto a la nariz. No lo había visto antes.

Monsieur Nitelet se ha llevado todos sus muebles —murmuré—, pero no se ha molestado en preocuparse por vosotros.

Cogí al gato en brazos —que era una gata, según comprobé— y les dije a los dos perros que me siguieran a mi apartamento. No lo dudaron ni un instante y corretearon detrás de mí escaleras abajo. Tenía suficientes latas de sardinas almacenadas; de hecho, eran tantas que no había habido sitio donde meterlas cuando Minot y yo cargamos el coche. Había planeado dejarlas fuera del apartamento por si alguien las necesitaba, pero con las prisas se me había olvidado. Abrí tres latas, vertí el contenido en dos cuencos y llené el otro de agua. En menos de un segundo, las tres bolas de pelo estaban afanándose sobre la comida.

—Si hubierais sido míos —les dije—, yo os habría llevado a vosotros y habría dejado los muebles.

Me até un delantal a la cintura y al encontrar un saco vacío en la despensa, pensé en el perro fallecido del piso de abajo. Yo ya me había sentido lo bastante enferma por la deshidratación. Qué horrible tenía que ser morir de hambre. Hubiera sido más compasivo dejar que la policía le disparara.

Madame Goux me estaba esperando en el portal. Me pregunté dónde íbamos a enterrar un perro tan enorme. Con diez meses, siendo tan solo un cachorro, ya era tan grande como un hombre. El olor resultaba aún más repugnante en el pasillo contiguo a la entrada. Me quité el pañuelo que llevaba al cuello y me lo até sobre la boca.

—¿Lista? —preguntó madame Goux, introduciendo la llave en la cerradura de la segunda puerta.

Asentí y ella abrió la puerta de un empujón. El hedor nos envolvió como si estuviera vivo, presionando sus apestosas garras contra nuestros rostros y brazos. La bilis me subió por la garganta. Madame Goux corrió a la ventana y abrió las cortinas, pero no logró desenganchar el pestillo de la ventana. Me lancé hacia ella y me hice un corte en un dedo, pero logré abrir la ventana a la fuerza. Entre las dos abrimos de par en par todas las de la habitación y sacamos la cabeza por ellas, para inhalar grandes bocanadas de aire fresco.

Oímos un ladrido detrás de nosotras. Nos volvimos para ver al perro avanzando pesadamente hacia nosotras. Se le veían las costillas por debajo de la piel color beis y tenía los ojos gachos, pero estaba vivo.

Merde! —exclamó madame Goux—. ¡Tendría que haber traído la pistola!

Sin embargo, el perro no parecía tener intención de atacarnos. Como si quisiera asegurármelo, me apoyó el hocico sobre el muslo. ¿De dónde provenía el olor entonces? Tenía que ser algo más que basura y heces del perro.

—¿Vio a monsieur Copeau cuando se marchó? —le pregunté a madame Goux.

Ella negó con la cabeza.

—No, sencillamente supuse que se había ido, como todos los demás. ¿Por qué?

Miré hacia el pasillo desde donde el perro había venido. Tenía un aspecto lúgubre y al final había una puerta entornada que conducía a la siguiente habitación.

—¿Cree usted que el perro lo ha matado? —me preguntó madame Goux.

Negué con la cabeza.

—Lo estaba protegiendo, eso es todo. Sabe que hemos venido a ayudarle.

El perro gimoteó y se volvió hacia el pasillo, mirando a sus espaldas para ver si le seguíamos. Madame Goux y yo avanzamos lentamente tras él. El hedor era tan penetrante que se filtraba a través de nuestra ropa y se nos adhería al pelo. Podía notarlo en el fondo de la garganta.

Empujé la puerta para abrirla. Estaba demasiado oscuro para ver nada. La ventana se hallaba cegada y lo único que entraba era un débil rayo de luz por el lateral de la cortina. Me acerqué a la ventana, esperando no tropezar con el cuerpo de monsieur Copeau. Algo me rozó el brazo y grité. Madame Goux me apartó de un empujón y abrió las cortinas de un manotazo.

El perro profirió un aullido lastimero y madame Goux se persignó. Contemplamos el cuerpo de monsieur Copeau, suspendido de la lámpara como un muñeco colgado de una cuerda. No podía dejar de mirarle, pero no acababa de creerme que aquello que colgaba del techo fuera un ser humano.

La policía no vino a recoger el cuerpo de monsieur Copeau hasta la tarde. Si había dejado una nota, nunca llegamos a encontrarla. Pero la policía nos dijo que aquel era el octavo suicidio que habían recogido en aquella zona esa mañana y que podían imaginarse cuál era la razón. Monsieur Copeau había luchado contra los alemanes durante la Gran Guerra.

Mientras madame Goux limpiaba la habitación de monsieur Copeau, yo quemé mi ropa en el horno de la cocina y después me bañé, frotándome de pies a cabeza. Todavía podía percibir el hedor a descomposición, pero después de lavar al gran danés y restregarlo de arriba abajo con eau de cologne, supe que aquella pestilencia persistía más vívidamente en mi memoria que en ningún otro lugar. Alimenté al danés con albóndigas en lata antes de tumbarme en el sofá. La gata se encaramó a lo alto de un armario. No parecía asustada por el enorme perro, pero aun así guardaba las distancias. Los dos perrillos inspeccionaron a su nuevo amigo, olfateándole la cola y apoyándose contra su lomo. Traté de recordar cómo llamaba monsieur Copeau a su perro. Era algo que sonaba italiano y creía recordar que sonaba un poco kitsch.

Bruno —me dijo madame Goux, entrando por la puerta con una bandeja de pan y queso.

Después de lo que habíamos pasado aquella mañana, me sorprendió sentir apetito como para comer.

Bruno —repetí, acariciándole la cabeza al danés.

—No se encariñe demasiado con él, pues voy a tener que sacrificarlo de un tiro —me advirtió madame Goux, cortando en rebanadas el pan.

Charlot y Princesse aguzaron el oído.

—¿Por qué? —le pregunté incorporándome—. No tiene la rabia.

Agradecía a madame Goux que me hubiera cuidado mientras estaba enferma, pero en cualquier otro asunto lograba sacarme de mis casillas.

Madame Goux me pasó un plato antes de contestarme.

—Es demasiado grande. No podremos alimentarlo.

—Yo me preocuparé por eso —le respondí—. Nadie va a ponerle la mano encima.

Madame Goux hizo una mueca y profirió un bufido.

—Por supuesto —replicó—, lo mejor que podemos hacer es quedárnoslo para matarlo y comérnoslo más adelante.

Aunque la imagen del cuerpo de monsieur Copeau me había resultado traumática, el horror que me produjo quedó eclipsado por el deseo de averiguar qué estaba sucediendo en París. Salí a la calle a las cuatro en punto. El sol todavía brillaba. Podría haber sido un día soleado de verano como cualquier otro en París, pero no había nada de cotidiano en la ciudad. Nuestra calle estaba desierta y, tal y como madame Goux me había advertido, los montones de basura que se apilaban en las aceras apestaban casi tanto como el apartamento de monsieur Copeau.

Caminé por los Campos Elíseos hacia el Grand Palais, pero no pude encontrar ni un solo quiosco de periódicos abierto. Crucé el puente de Alejandro III hacia la orilla izquierda para probar suerte allí. Me invadió un repentino deseo de volver a visitar la zona en la que había residido cuando llegué por vez primera a París y recorrí el Boulevard Saint Germain. Había un policía de servicio dirigiendo el tráfico de los refugiados. Ya no pasaban coches, solo cientos de bicicletas y carros tirados por bueyes o burros. Algunas personas iban a pie, empujando carretillas y cochecitos en los que se apilaban todas sus pertenencias.

Encontré un quiosco abierto y le pedí a la quiosquera Le Journal.

—Ya no existe Le Journal, mademoiselle —me respondió—. Solo tengo la Edition Parisienne de Guerre.

Debí de parecer sorprendida, por lo que me explicó que el personal voluntario restante de Le Journal, Le Matin y Le Petit Journal se había combinado para crear aquel boletín informativo, La edición parisina de guerra.

Compré el periódico. Como cualquier otra publicación editada en las últimas semanas, no era más que una única hoja impresa por ambas caras. El titular rezaba: «Aguanten. Cueste lo que cueste».

¿Qué podía querer decir aquello? Me senté en un café donde no podían ofrecerme café, sino un té aguado y leí las órdenes que se les daba a los panaderos, a los farmacéuticos y a las tiendas de ultramarinos para que siguieran en activo o, si no, se exponían a que los juzgaran. Se instaba a los trabajadores de las fábricas a no abandonar sus puestos o los acusarían de traición. «Qué buen ejemplo», murmuré, recordando de qué forma sus jefes se habían apresurado a huir y ponerse a salvo en países extranjeros.

Lo interesante de aquel periódico era que no había huecos en blanco allí donde las autoridades habían suprimido información. El departamento de censura debía de haber abandonado también la ciudad.

Caminé hacia el métro Odéon. Era obvio que no demasiados comerciantes estaban prestando atención a las amenazas de las autoridades. La mayoría de las persianas se hallaban echadas y en sus escaparates había carteles que decían: «Cerrado hasta nueva orden». Sí que encontré un sitio abierto y compré algunas latas más de leche condensada y varios frascos de albóndigas. Ahora tenía un apartamento lleno de «huéspedes» de los que debía preocuparme.

Había un corrillo de gente reunida en torno a la entrada del métro. Me paré a mirar qué estaban leyendo. La Prefectura de Policía había colgado un cartel que indicaba que «ante las graves circunstancias que están teniendo lugar en París», la Prefectura de Policía continuaría su labor y que confiaba en las gentes de París para «facilitarles» la tarea.

—¿Qué significa eso? —preguntó alguien.

Había un policía en las cercanías y una mujer le llamó. Se acercó al grupo y explicó:

—La policía se quedará en la ciudad para mantener el orden y la paz. No vamos a marcharnos bajo ninguna circunstancia.

Sentí lástima por él. Era muy joven —la edad adecuada para ir al ejército— y le temblaba la voz. ¿Quién podía culparle de sentir nervios? ¿Qué le harían los alemanes a un francés en edad de recibir instrucción militar?

Me pregunté si hubiera sido más sensato continuar hacia el sur en lugar de volver a París. Me hubiera encontrado más segura en Pays de Sault y sabía que mi familia debía de estar preocupada por mí. No había ningún modo de enviarles un telegrama, pues todas las oficinas de telégrafos estaban cerradas. Sin embargo, sentía que lo correcto era permanecer en París, y mi madre siempre me había animado a seguir mis instintos. Estaba siendo testigo de un acontecimiento de proporciones descomunales y, por lo menos, le estaba tendiendo la mano a mi querida ciudad mientras exhalaba su último estertor agónico.

Al día siguiente, el 13 de junio, finalmente me resigné a que no había esperanza de que pudiéramos oponer resistencia a los alemanes. Fui temprano al quiosco de periódicos de Montparnasse, pero estaba cerrado. La quiosquera había dejado el último boletín pegado a la puerta:

Notificación

A los residentes de París:

París ha sido declarada CIUDAD ABIERTA,

el gobernador militar insta a la población a abstenerse de realizar

cualquier acto hostil y cuenta con que todo el mundo mantenga

la compostura y la dignidad exigidas en tales circunstancias.

El gobernador de París

Así que el rumor que madame Goux había oído ya era oficial. No íbamos a volar los puentes, ni a bloquear las carreteras, no íbamos a «echarle brea ardiendo al enemigo desde las almenas», por así decirlo. En su lugar, íbamos a dejar que el ejército alemán entrara tranquilamente. ¿Era esto algún tipo de estrategia militar? ¿Una trampa para los alemanes? ¿O realmente se trataba de que el gobierno había cedido nuestra bella ciudad para que los alemanes no la redujeran a cenizas, como habían hecho con Rotterdam?

Cuando regresé al bloque de apartamentos, encontré a madame Goux desplomada sobre la mesa de la portería, roncando sonoramente. Tenía una botella de vino vacía junto a ella. Era un buen vino que alguno de los propietarios de los apartamentos debía de haber dejado atrás. Un hilo de saliva le caía por la barbilla y terminaba por gotear sobre su copia de la Edition Parisienne de Guerre. Ella sí que estaba manteniendo la «compostura y la dignidad» adecuadas y exigidas en tales circunstancias. Si hubiera sabido dónde encontrar otra botella de Château d’Yquem, sin duda yo también me habría unido a ella.