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Jean Renoir me invitó al estreno de su película La gran ilusión en el Marivaux Cinema en junio de 1937. Monsieur Etienne me acompañó y ambos nos entusiasmamos al ver cómo había evolucionado el cine francés. La trama era sobre tres pilotos durante la Gran Guerra en un campo de prisioneros alemán y su relación con el comandante. Se trataba de una oda de amor entre los soldados franceses y alemanes, que podrían haber sido hermanos de no ser por la guerra.

—Técnicamente es tan buena como las películas estadounidenses —comentó monsieur Etienne cuando se encendieron las luces—. La imagen no se ve borrosa ni el sonido chirría.

Hasta entonces, como director, Renoir había sido capaz de superar las imperfecciones técnicas, pero ahora, sin ellas, su película parecía magia. Como había trabajado con él, sabía que no le gustaba fragmentar las escenas de la manera habitual cortando los primeros planos en planos generales. Prefería grabar a los actores en primer plano y después seguir sus movimientos, pasando sutilmente de un actor a otro en lo que él mismo denominaba «ballet de la cámara». De alguna manera, reflejaba el movimiento natural del ojo. Por supuesto, solamente los que trabajaban con él lo sabían. Para el público, el movimiento resultaba tan perfecto que parecía imperceptible.

Felicité a Renoir en la fiesta.

—Es una historia preciosa, contada con mucha delicadeza.

Levantó la mirada. Ya no tenía el brillo alegre que yo siempre había asociado con él.

—Simone, tú y yo somos viejos amigos, así que a ti sí puedo decírtelo. Desde que empecé a hacer cine, siempre he desarrollado un único tema: nuestra humanidad común. Hice esta película con la esperanza de detener la guerra. Pero ahora veo que el arte no puede ponerle freno a nada. Solo puede documentarlo.

En los salones y cafés de aquella época, se discutía sobre la probabilidad de que Francia se viera arrastrada a entrar en un conflicto bélico contra la Alemania nazi. Pero ¿acaso Francia no era el país más civilizado del mundo? ¿No sabíamos nosotros, de entre todas las naciones, cómo vivir plenamente? Si no podíamos detener una guerra, ¿quién podría?

—¿Piensa usted entonces que es inevitable? —le pregunté a Renoir.

—Nos gobiernan traidores e imbéciles —me respondió—. Y el resto de nosotros solo podemos desesperarnos contemplando lo que hacen.

Una mañana, cerca de un año después del estreno de la película de Renoir, abrí el periódico y recordé el comentario del director sobre los traidores. El titular anunciaba que había dudas sobre si el nuevo primer ministro, Édouard Daladier, defendería a Polonia y Checoslovaquia en caso de que fueran atacadas por Alemania. Georges Bonnet, un simpatizante de Hitler, había sido nombrado para ocupar el cargo de ministro de Asuntos Exteriores.

Sin embargo, si al resto de París le preocupaba la situación, no lo demostraba. La ciudad bailaba y disfrutaba con más pasión que nunca.

En julio de 1938 el rey Jorge VI y su esposa visitaron Francia durante una gira oficial tan suntuosa que le costó al país veinticuatro millones de francos. Me pidieron que cantara en un espectáculo de gala en donde se alardearía de lo mejor del espíritu francés, seguido de una cena de estado en la que se sirvió langosta a Marinier acompañada de un Château d’Yquem de 1923. Mientras cantaba, me di cuenta de que estaba formando parte de un carísimo ardid publicitario. Toda la pompa y la extravagancia, los desfiles por un París atestado de público que los vitoreaba, la solemne ceremonia en la que colocaron una corona en la Tumba del Soldado Desconocido… Todas aquellas cosas se hicieron para demostrarle a Hitler que Gran Bretaña y Francia eran aliados. ¿Acaso el dictador sería tan insensato como para atacar a Francia, cuando tenía de su parte a una nación tan poderosa?

—Parece que no se dan cuenta de lo que sucede en realidad —comentó un exasperado Minot—. Mientras tiran el dinero en entretener a la realeza, el primer ministro británico está haciendo tratos de contemporización con Hitler.

Puesto que André ya no formaba parte de mi vida y Renoir se había marchado al extranjero, Minot se había convertido en mi acompañante a la hora de discutir sobre política.

«Ni una sola viuda ni un solo huérfano para los checos», anunciaban a los cuatro vientos los titulares de los periódicos en septiembre. Un día tras otro, L’Action Française publicaba en su portada: «¡No! ¡No hay ninguna guerra!», y repetía su afirmación de que eran los judíos quienes querían iniciar una guerra porque no les gustaban las políticas que Hitler había desplegado contra ellos.

Hitler había exigido la cesión de la mayor parte de Checoslovaquia. Quería reclamar los Sudetes, pero estaba claro que muy pronto pretendería hacerse con todo el país.

—¡Qué idiotas! —exclamó Minot un día que nos encontramos para tomar algo en el Café de Flore—. Incluso aunque a los gobiernos francés y británico no les importe ni lo más mínimo la vergüenza de abandonar así a un aliado, al menos deberían pensar en la ayuda que los checos podrían proporcionarnos si nos atacan a nosotros. Los checos cuentan con las fábricas de armamento más modernas de Europa y tienen una defensa muy bien planeada a lo largo de la frontera con Alemania. Son una de las pocas democracias que quedan en Europa; y no es que estemos precisamente rodeados de naciones amigas.

Tras la conversación con Minot en el Café de Flore, regresé a mi apartamento con el miedo creciendo en mi interior. Paulette había salido esa tarde, así que yo misma puse la cafetera al fuego para preparar café. Había una carta de Bernard sobre el resto de la correspondencia. Cuando la abrí, me enteré de que tía Augustine había fallecido y me había dejado su casa. Me senté a la mesa del comedor contemplando la vista de los Campos Elíseos y tomándome a sorbos el café. Pensaba que tía Augustine me odiaba. ¿Por qué me dejaba su casa? Me la imaginé dividida entre dársela a una sobrina a la que despreciaba o cedérsela al estado. Yo debía de haber sido el menor de ambos males. Por supuesto, la vendería: no podía soportar los míseros recuerdos que me traía aquel lugar.

En la calle más abajo, un chico de los periódicos voceaba los titulares de la tarde. La gente vitoreaba y gritaba el nombre del primer ministro: «¡Daladier!, ¡Daladier!», elogiándolo por su política «ilustrada».

Cerré los ojos y recordé al joven que me increpó durante mi primer día en Berlín.

«¡Derrotaremos a Francia! ¡Acabaremos con ella! ¡Francia dejará de existir! ¡Y con ella, los franceses! ¡Escupiremos sobre sus cenizas como si fuera una puta barata!».

Una sensación heladora me invadió el cuerpo. Casi podía oler el sudor acre y la malevolencia supurando por todos los poros de la piel de aquel joven. Corrí al escritorio de la sala de estar, saqué papel de cartas y comencé a escribir.

Querido Bernard:

La guerra va a llegar a Francia. Quizá no lo percibáis en el sur todavía, pero tan seguro como que estoy respirando, sé que el ejército alemán nos va a invadir. Te envío algo de dinero extra este mes. Por favor, utilízalo para comprar lo que vayas a necesitar a largo plazo para la finca. Con respecto a la casa de tía Augustine, creo que haré uso de ella. Por favor, haz que la reparen y la pinten. Y no hables de esto con nadie más.

Me detuve. Mi intuición se estaba adelantando a mis pensamientos conscientes al hacer planes. Mi familia se encontraba en un lugar que probablemente era de los más seguros de Francia si estallaba la guerra: rodeados de escarpadas montañas y lejos de las principales ciudades, de las fronteras y de la costa. Y desde Marsella se podía llegar por barco hasta África. Si los alemanes invadían desde el norte, el sur sería la mejor vía de escape. Pero no era por mí o por mi familia por quien estaba preocupada en ese momento.

—¡Simone! —exclamó Odette, echándose a reír mientras se acariciaba su abultado vientre de embarazada—. No hagas un drama de la nada. Alemania no va a invadir Francia. E incluso si los alemanes lo intentaran, está la Línea Maginot para detenerles.

Nos encontrábamos en la cocina de la casa de los padres de Odette en Saint Germain en Laye. Odette y Joseph se iban a quedar allí hasta después de que Odette tuviera al bebé. Un rayo de sol se introdujo juguetonamente por las cortinas de encaje y produjo un resplandor trémulo sobre la mesa. La cocina estaba pintada de amarillo brillante y los muebles eran blancos con adornos azules. Contemplé el vapor de la tetera al fuego elevándose y formando volutas en el aire.

—No creo que ya nadie siga teniendo fe en la Línea Maginot —repliqué—. Los bunkeres se acaban donde empieza la frontera belga.

—Porque Bélgica es nuestro aliado —puntualizó ella, colocando una taza de café y un trozo de tarta de chocolate delante de mí antes de sentarse.

—Los alemanes marcharán sobre ellos, como hicieron en 1914.

Odette me observó con mirada dubitativa.

—Así que ya no eres cantante, ¿no, Simone? —comentó—. Ahora te has metido a estratega militar.

—No entiendo qué tiene que ver esto con la estrategia —respondí—. Es sentido común. Se supone que nosotros, los franceses, somos grandes pensadores, pero nos estamos comportando de una manera increíblemente estúpida.

El rostro de Odette adquirió una expresión seria y se revolvió en su asiento.

—Joseph acaba de abrir su nueva tienda y cuando nazca el bebé yo le ayudaré. Él es mi marido. Si él dice que no hay nada de lo que preocuparse, tengo que creerle.

Me contemplé las manos. Quizá yo no fuera más que una artista de teatro, pero Joseph ¿era tan ingenuo que no comprendía las implicaciones para una familia judía si los nazis invadían Francia? Seguramente habría leído en los periódicos sobre las leyes que se estaban aprobando en Alemania… Hace tiempo, yo misma pensaba que la manera en la que los alemanes trataban a los judíos nunca podría reproducirse en Francia, pero ahora me daba cuenta de que eso no era cierto. La circulación de periódicos antisemitas se había multiplicado por tres en los últimos dos años.

Odette sorbió su café y tarareó una melodía en voz baja. Por muy dulce que fuera su carácter, la conocía lo bastante bien como para saber que se volvía muy cabezota ante las confrontaciones. Si quería convencerla de que abandonara París, tenía que hacerlo con tiempo y de manera sutil. El problema era que no tenía ni la menor idea de cuánto tiempo nos quedaba. Odette estaba casada y embarazada. Y yo me iba a enfrentar al fin del mundo sola. Quizá esa era la razón por la que lograba ver las cosas con más claridad. No había mucho más por lo que tuviera que preocuparme.

—¿Ya habéis decidido qué nombre le pondréis al bebé? —le pregunté, cambiando de tema.

Se le iluminaron los ojos y apareció una sonrisa en su rostro.

—Sí, Michel si es niño y Simone si es niña.

Me sonrojé. Podía percibir el cariño de Odette desde el otro lado de la mesa. Era afortunada por contar con una amiga como ella.

—¿De verdad? —pregunté.

Odette asintió y me pasó el brazo por los hombros. Era maravilloso que alguien me quisiera así. Casi noté como volvía a la vida mi destrozado corazón.

—Aprecio lo que me está usted diciendo —me aseguró monsieur Etienne cuando fui a visitarle a su despacho—. Y me conmueve su preocupación. Pero Joseph también tiene razón. Los alemanes cuentan con una fuerza aérea de gran calidad, cosa que quedó demostrada en España. Es tan probable que bombardeen nuestros puertos como que nos invadan por tierra. Pero ¿qué sucede si se les corta el paso antes de que siquiera alcancen París? Habremos dejado atrás nuestros hogares y nuestros negocios para nada.

Me apoyé en el respaldo de mi asiento. ¿Acaso me estaba comportando como una neurótica? Odette se encontraba en las afueras de París. Si los alemanes nos bombardearan, estaría más segura allí que en una casa en el centro de Marsella. Por un momento, me vino a la mente el rostro del conde Harry el día que tuvo que exiliarse de Alemania. Recordé la época que pasé en Berlín y el siniestro sentimiento de oscuridad que lo impregnaba todo de decadencia. Parecía que las predicciones de una segunda guerra mundial, más devastadora que la primera, se estaban haciendo realidad. Y yo tenía que hacer todo lo posible para prevenir a mis amigos.

—Mire —le dije, garabateando las direcciones de la casa de Marsella y de la finca en Pays de Sault—, es un sentimiento visceral que tengo. Por favor, guarde estas direcciones por si acaso las necesita. Quién sabe qué puede pasar.

Por suerte para mí, no tuve problemas en convencer a Minot para que cooperara con mi plan de evacuación. Su madre era anciana y tenía que pensar en ella. Lebaron había huido dos meses antes a Estados Unidos, dejando a Minot a cargo del Adriana.

—He comprado un coche y estoy enviando suministros a mi familia en la Provenza —le conté—. Si los alemanes nos invaden, usted y su madre pueden venir conmigo y serán bienvenidos en nuestra casa.

—Es usted muy amable, mademoiselle Fleurier —me respondió—. Enviaré con antelación mis cuadros a la casa de Pays de Sault. No quiero que esos cabezas cuadradas les pongan las manos encima.

Sonreí, imaginando las paredes de las casas de la finca decoradas con cuadros de Picasso y Dalí. «Pobre Minot —pensé—, espero que no pretenda alojarse en un château con cuartos de baño de mármol». Maurice Chevalier y Joséphine Baker tenían casas de campo, como gran parte de los franceses adinerados. Yo siempre había pensado que sería algo que yo misma compraría cuando André y yo nos casáramos. Aquel tipo de residencia había mejorado mucho a lo largo de los años y ya no eran las destartaladas estructuras que solían construirse cuando yo era niña. Pero Pays de Sault seguía siendo una zona silvestre y a mi familia le gustaba la sencillez. Nuestras casas eran más rústicas que elegantes.

—Asegúrese de que los cuadros estén bien empaquetados en cajas —le recomendé—. No querrá que se comben con el calor…

La cooperación de Minot me dispensó algo de tranquilidad. Me preguntaba a mí misma todos los días si mi impulso no sería más que una exageración. Qué vergüenza si, después de toda esa preparación, no pasara nada. Pero sería mucho peor que sucediera y no estuviéramos preparados. No había ni rastro de preocupación en las caras de la gente que acudía a ver mis actuaciones en el teatro y en los clubes nocturnos. París brillaba con más intensidad que nunca, con óperas, obras, desfiles de moda y fiestas espectaculares. El embajador polaco celebró un elegante baile la misma noche que Odette se puso de parto y dio a luz a una niña. El embajador alemán fue invitado al baile y bailamos valses y mazurcas, y terminamos la noche contemplando unos fuegos artificiales serpentear por el aire. ¿No era aquel un signo de que todo iba bien?

Resultó que mi única equivocación fue que mi acceso de pánico se adelantó un año. Dos meses después del baile, Alemania invadió Polonia. Cuando expiró el ultimátum franco-británico a Hitler, se movilizó al ejército francés. La gente caminaba por las calles en estado de incredulidad. ¿Podía ser cierto todo aquello? ¿De verdad estábamos en guerra contra el Tercer Reich?

Minot y su madre se trasladaron conmigo por si nos encontrábamos ante la situación de tener que huir de París en mitad de la noche. Elsa Maxwell envió invitaciones para una fiesta en las que, en lugar de figurar la fórmula RSVP[3], aparecían las siglas SNHG: «Si no hay guerra». Parecía imposible planear nada.

—¿Cómo puedo marcharme de vacaciones tranquila? —se quejó mi secretaria—. Mi marido podría ser convocado a filas y tener que unirse a su regimiento.

Pero pasaba un mes tras otro sin que sucediera nada. Los periódicos denominaron esta época como la dróle de guerre, o guerra falsa.

Un jueves por la tarde, después del simulacro de bombardeo aéreo semanal, me encontré con Camille cerca del Ritz. Minot me había organizado una serie de giras a lo largo de la Línea Maginot para entretener a los soldados que se sentían impacientes por el aburrimiento de estar encerrados en bunkeres. Quería ponerme al día de las novedades de Camille, por si tenía intención de abandonar la ciudad para cuando yo regresara de mi gira. Los maniquíes de los escaparates de las boutiques en la Place Vendôme llevaban máscaras de gas con pajaritas atadas al cuello. Se trataba de una broma, pero la mera idea de que nos preparábamos para enfrentarnos a un enemigo capaz de lanzar gas mostaza sobre la población civil no me reconfortó demasiado.

En el café, los chocolates y los pasteles tenían forma de bombas.

—Es bueno ver que no todo el mundo ha perdido el sentido del humor —comentó Camille, abriendo el bolso para pagar al camarero tan pronto como nos trajo las bebidas.

Aquel era el sistema que se utilizaba en París por entonces: los camareros no esperaban a que se acumularan los platos; había que pagar cada bebida según la sirvieran, por si acaso las sirenas comenzaban a sonar y todo el mundo tenía que correr a refugiarse.

—La ciudad resulta extraña sin niños —dije yo—. Los Jardines de Luxemburgo parecen un pueblo fantasma sin ellos. Hoy evacúan a otro grupo más.

—Tendrían que haber echado a esos mocosos hace mucho tiempo —replicó Camille—. Yo estoy disfrutando de la paz en su ausencia.

Era un comentario extraño, viniendo de una madre.

—¿Y qué hay de ti? —le pregunté—. ¿Cuál es tu plan?

—Bueno, la casa en la Dordoña está ahí si la necesito. Pero, si no, pretendo seguir en mis habitaciones del Ritz.

—No puedes —le respondí—. Imagina lo que te harán los soldados alemanes si toman la ciudad…

Camille arqueó las cejas.

—Yo no les he hecho nada, así que ¿por qué tendrían que hacerme ellos algo a mí? Además, según la condesa de Portes, los franceses van a organizar un comité de bienvenida.

Sentí que se me helaba la piel. La condesa Hélène de Portes era la amante de Paul Reynauld, que acababa de sustituir a Daladier como primer ministro de Francia. Era conocida por sus opiniones de extrema derecha. ¿Reynauld también las compartía con ella?

—Camille —susurré—, por favor, dime que estás bromeando.

—Franceses o alemanes, ¿qué diferencia hay? —murmuró Camille encendiendo un cigarrillo—. Siempre que París siga siendo París.

Su tono indiferente me dejó perpleja. ¿Con quién había estado hablando Camille para llegar a aquella conclusión? La examiné con más detenimiento. Su rostro estaba pálido y se le adivinaban las bolsas bajo los ojos. Había oído que tenía problemas de dinero y corría el rumor de que sus acreedores la querían llevar a juicio. Quizá aquellas cosas fueran para ella más graves que la guerra inminente.

—¿Has oído lo que los nazis les están haciendo a los judíos? —le pregunté.

Camille hizo un movimiento brusco con la cabeza y me miró a los ojos.

—Tú no eres judía. ¿Cuándo vas a empezar a preocuparte por ti misma?

Hice una mueca ante el modo tan displicente en el que pronunció aquellas palabras. Algunas de las mejores personas con las que habíamos trabajado a lo largo de los años eran judíos. ¿No sentía nada por ellos? Recordé que, cuando la conocí por primera vez y vi cómo trataba a los hombres, pensé que únicamente la motivaba el interés propio. Después, descubrí que tenía una hija. Sin embargo, su comentario sobre los judíos era ignorante y cruel. Aquella no era la Camille que había llegado a conocer mientras trabajaba con ella en Les Femmes. ¿O sí lo era?

Me di cuenta de que era incapaz de precisarlo. Cuando nos separamos después de nuestra cita, me quedó la incómoda impresión de que no conocía ni lo más mínimo a la verdadera Camille Casal.