Los meses tras mi separación de André fueron sombríos y anodinos. Estaba destrozada. No me sabía a nada la comida que me obligaba a mí misma a ingerir, a veces apenas podía respirar y por la noche me dedicaba a vagar por las habitaciones de mi nuevo apartamento en los Campos Elíseos hasta que me agotaba lo bastante como para poder dormir.
Minot me ofreció un contrato con el Adriana y me dediqué en cuerpo y alma al espectáculo, por miedo a que si paraba de trabajar no sería capaz de salir de la cama. No obstante, en cada representación me encontraba mirando al público con la esperanza de ver a André entre el mar de rostros. Se me aparecían fantasmas de él en mi camerino, sentados en su silla favorita y leyendo un libro, tal y como le gustaba hacer cuando el espectáculo ya estaba organizado. A veces me despertaba con un sobresalto en mitad de la noche, convencida de que había sentido el roce de su piel contra la mía. Pero André no estaba allí; ni en mi camerino ni junto a mí. Lo habían apartado de mi vida como una fotografía arrancada de un periódico. Lo único que quedaba era un enorme e irregular agujero.
Fue monsieur Etienne el que me informó del compromiso de André.
—André me lo ha contado personalmente —me explicó monsieur Etienne—. No quería que te enteraras por la prensa.
Aquellas noticias me traspasaron como una bala. Cuando nos separamos, André y yo habíamos convenido en que seguiríamos con nuestras vidas. Para él, eso significaba casarse. Yo pensaba que había logrado aceptarlo cuando decidí que no podíamos seguir juntos, pero no me esperaba el golpe que me supuso en realidad. Sin embargo, no sentí el compromiso de André como una traición. La decisión de acabar con nuestra relación había sido mía y él únicamente había accedido porque temía que la situación me estuviera haciendo daño.
—Quizá debería marcharse usted de París durante un tiempo —sugirió monsieur Etienne—. Todavía siguen vigentes esas ofertas de Hollywood.
Sabía que lo que quería era protegerme de la prensa francesa. Incluso a pesar de que las tropas de Hitler hubieran invadido la zona desmilitarizada de Renania, violando el Tratado de Versalles y dándole en las narices a Francia, los periódicos crearían muchísima expectación por una boda de la alta sociedad.
Rechacé su sugerencia. Puede que yo misma pensara que quedándome en París los cielos se abrirían un buen día y un milagro volvería a reunimos a André y a mí. Aquella esperanza era tan descabellada como la de un condenado a muerte que contempla la aurora asomarse por el horizonte y todavía cree que es posible que le perdonen en el último minuto. La noche de la boda me desplomé en el escenario, aquejada de una fiebre abrasadora. Mi agente publicitario anunció que padecía neumonía y que iba a regresar con mi familia a Pays de Sault para recuperarme. Sin embargo, no había contraído ninguna enfermedad; sencillamente el mundo se había convertido en un lugar demasiado grande para mí. Había sufrido una crisis nerviosa.
Durante la enfermedad de tío Gerome mi madre se había instalado en casa de tía Yvette, junto con Bernard. Después de la muerte de tío Gerome se había quedado allí. Cuando volví a casa, mi madre comprendió que yo pasaba de desear compañía a necesitar soledad, por lo que me instaló en mi dormitorio de niña en la casa de mi padre. Cada mañana, ella encendía el fuego en la cocina y yo me pasaba el día junto a él, con Kira durmiendo en mi regazo. A veces me dedicaba a leer para distraerme, pero normalmente me limitaba a contemplar las llamas. Tenía la sensación de que estaba hundiéndome en la oscuridad y que, de algún modo, las llamas de la chimenea me proporcionaban algo a lo que aferrarme. Luché contra la pregunta que surgía una y otra vez en mi mente: «¿Qué estará haciendo André ahora?». Sabía dónde estaba y que no era conmigo.
—Cualquier criatura que sufre una conmoción necesita calor —sentenció mi madre, avivando el fuego.
Siempre había hablado muy suavemente, pero durante aquellos días únicamente me susurraba. Su voz estaba cargada de hechizos curativos; deseaba aliviar el dolor que yo albergaba en mi corazón.
A mediodía, tía Yvette avanzaba penosamente luchando contra el viento helador para traerme algo de comer. Un día era queso de leche de oveja con pan tostado y otro eran anchoas con huevos. En una ocasión en la que cayó una tremenda helada, preparó un estofado y Bernard la ayudó a traer la olla hasta la casa de mi padre.
—Kira y tú habéis llegado a pareceros a lo largo de los años —comentó Bernard, colocando la olla sobre la mesa, que despidió un vapor aromatizado a vino tinto y hojas de laurel y que invadió la estancia.
Tía Yvette le dedicó a Bernard una mirada de soslayo. Era el tipo de gesto que una esposa le dirigiría a su marido después de que la pasión se hubiera enfriado, pero quedara entre ellos el amor y el cariño.
—¿De qué estás hablando, Bernard? —le preguntó, echándose a reír.
Bernard sonrió mientras servía con un cucharón el estofado en un cuenco.
—Ambas son hermosas y elegantes.
Yo podría haber dicho lo mismo sobre tía Yvette y el propio Bernard.
Gracias a la cálida compañía de mi familia comencé a recuperarme, y cuando llegó la primavera sentí que estaba lo bastante bien como para dedicar mis días a pasear por los campos. Contemplaba a los gazapos saltando desde sus madrigueras y a los cabritos dando sus primeros pasos. Mis músculos recuperaron la fuerza y en mi rostro reapareció el color. Pero mi recuperación prácticamente se fue al traste un día que un coche extraño se acercó acelerando por el camino.
Vi desde la ventana de la casa que un hombre de espalda encorvada se apeaba del automóvil, sosteniendo algo bajo su chaqueta. Bernard lo saludó de lejos y se aproximó hacia el muro de piedra, asumiendo que el hombre era un desconocido que se había perdido o un agricultor que pretendía comprar terreno en la zona. Pero, tras un breve intercambio de palabras, Bernard bajó tanto la voz que esta pasó a ser un mero gruñido.
El hombre se retiró, pero cuando lo hizo, me vio en la ventana. Sacó el objeto que llevaba bajo la chaqueta. Era una cámara. Me aparté de la ventana justo antes de que me tomara una fotografía. El hombre gritó:
—¡La prensa de Marsella quiere saber si mademoiselle Fleurier le enviará un telegrama de felicitación a André Blanchard ahora que la princesa de Letellier está esperando un hijo!
Bernard cogió una piedra y apuntó hacia el reportero, que se retiró a su coche. No estaba en la naturaleza de Bernard mostrarse violento, pero quería protegerme. Su amenaza resultó convincente, porque el reportero echó la chaqueta y la cámara en el interior del coche, pisó el acelerador y pronto no fue más que un punto en la polvorienta carretera.
Tras la visita del reportero, me recluí en el interior de la casa de nuevo, aunque el clima cada vez era más cálido. El primer hijo de André. No me había permitido el lujo de siquiera llegar a imaginarlo.
—He malgastado años de amor —le dije a mi madre un día que trataba de convencerme de que saliera al sol—. Estaba destinada a perder a André.
—Nada se malgasta, Simone —me respondió—. El amor que damos a los demás nunca muere. Solo cambia de forma. Nunca temas dar amor a los que te rodean.
Muy poco después, recibí un telegrama de monsieur Etienne informándome de que había recibido una invitación para cantar en la Exposición Universal de París.
—Es un honor —reconoció Bernard, leyéndoles el telegrama a mi madre y a mi tía—. Simone representará a toda Francia.
Era el mayor honor que podía conferírsele a cualquier artista francés y aquello demostraba lo mucho que había logrado. Pero yo era la cantante más famosa del país gracias a André.
—¿Qué sucede? —me preguntó mi madre.
Bajé la mirada.
—No puedo enfrentarme a París —respondí.
No me hizo falta mirarla para sentir su consternación.
Aquella era noche de luna llena y el aire tenía el deje cálido del principio del verano. Dejé los postigos de las ventanas abiertos y permití que la luz de la luna me iluminara la piel. Respiré los olores de mi niñez: lavanda y pino; ciprés y cedro. De repente, de entre las sombras, surgió mi madre ataviada con un vestido escarlata. Llevaba en la mano una cesta llena de huevos. Traté de sentarme, pero me pesaban tanto las piernas y los brazos que no pude moverme. Mi madre cogió los huevos y, uno por uno, fue haciendo rodar sus frías cáscaras sobre mí, canturreando en voz baja. Movió los huevos sobre mi frente, a lo largo de los brazos y por el pecho. Sentí como si algo saliera de mi interior, como si se estuviera absorbiendo la oscuridad que me oprimía el corazón. Me frotó las plantas de los pies, me dio la vuelta y me acarició la espalda. Me sentí flotar, animada por una sensación de ligereza y alegría que me había abandonado desde que dejé a André. Me di la vuelta y me hundí en la cama tan suavemente como una pluma meciéndose en el aire. Noté el colchón contra la espalda y pude mover de nuevo las extremidades. Alcancé a ver a mi madre desapareciendo en las sombras y me sumí en un pacífico sueño.
A la mañana siguiente, cuando me desperté y vi el sol brillando sobre mi cama, comprendí que tenía que encontrar las fuerzas para regresar a París y reconstruir mi vida.
El día después de mi actuación en la Exposición Universal, monsieur Etienne, Minot y yo cenamos en uno de los cafés al aire libre en la zona de la exposición mientras degustábamos la comida de las diferentes provincias y escuchábamos una mezcolanza de acentos que zumbaban a nuestro alrededor. Los turistas habían regresado a París y las sonrisas iluminaban una vez más el rostro de los dueños de hoteles y restaurantes, tras años desde la Gran Depresión. Después, paseamos por los pabellones de Estados Unidos y España, y visitamos el jardín formal de fuentes que expulsaban chorros de agua con forma de árbol, seto o flor.
—Miren eso —les dije, señalando los surtidores del centro del Sena que expedían agua como géiseres. Unas luces doradas brillaban en la superficie del río.
—Han utilizado una fina capa de aceite espolvoreado con motas doradas para conseguir ese efecto —nos explicó Minot—. Cuando los focos iluminan el río, el agua brilla como si fuera de oropel. —Es muy bonito —comenté yo—. Y muy típico de París. —¿Entonces está usted contenta de estar de vuelta?— me preguntó monsieur Etienne, haciéndonos un gesto para que nos sentáramos en un banco.
Se metió la mano en la chaqueta y sacó un periódico. Me lo entregó, señalando un artículo de Le Fígaro de esa mañana:
Simone Fleurier, después de haberse ausentado de París durante casi un año, anoche llevó a cabo una actuación triunfal en la Exposición Universal. Ella es, y siempre lo será, nuestra estrella más rutilante; la luz más brillante de la Ciudad de las Luces. Bienvenida a casa, mademoiselle Fleurier. Nos alegra que haya vuelto, para levantarnos el ánimo con su voz vibrante y emocionarnos con su baile.
—¡Vaya declaración de amor! —exclamé—. Así que París finalmente me ha echado de menos.
—Todos la hemos echado de menos —aseguró Minot—. Está usted más triste —me dijo monsieur Etienne, apretándome la mano—, pero eso no afecta a su actuación. En todo caso, nunca la había oído a usted cantar con tanto sentimiento como anoche.
Percibí la compasión de sus palabras y agradecí que hubiera abordado el tema de André con tanta discreción. Caminamos hacia el Pont d’Iéna y la Torre Eiffel.
—Miren eso —nos dijo Minot.
Cerniéndose sobre nosotros estaba el pabellón alemán, iluminado por reflectores. A la entrada, una enorme torre surgía entre el resto de pabellones. Sobre ella, había una enorme águila dorada que sostenía una esvástica entre sus garras.
Monsieur Etienne chasqueó la lengua.
—Se ve desde cualquier punto de la ciudad. Creo que es de muy mal gusto, teniendo en cuenta lo que ha sucedido en España.
Pensé en el cuadro de Picasso que habíamos visto en el pabellón español. Se llamaba Guernica y mostraba a una mujer llorando por el dolor, sosteniendo entre sus brazos a su niño muerto; un caballo destripado agonizando y una figura cayendo desde un edificio en llamas. Era la oda de Picasso al pueblo vasco, que había sido brutalmente bombardeado por los italianos con aviones proporcionados por los alemanes. Italia, Alemania, Inglaterra, Rusia y Francia habían acordado una política de no intervención en España, pero Alemania e Italia no estaban cumpliendo las reglas del juego.
—Cualquiera habría pensado que Francia se pondría del lado de la democracia —comenté—. Pero nos quedamos al margen y contemplamos como el legítimo gobierno republicano y sus partidarios están siendo masacrados por los fascistas.
—Tenga cuidado, mademoiselle Fleurier —advirtió Minot—, está usted hablando como si fuera judía. ¿No sabe usted que L’Action Française dice que los judíos pretendemos iniciar otra guerra en Europa?
—No pretendo iniciar una guerra —repliqué. Comprendía por qué los franceses no querían involucrarse en España. Mi propio padre había sufrido durante la última guerra y había visto suficientes viudas, huérfanos y hombres desfigurados como para sentir repulsión solo de pensar en más guerra—. Sin embargo, mucha gente dice que Francia se encontrará metida en una guerra de todos modos si continúa acobardándose ante los nazis.
Le dimos la espalda al pabellón alemán y pasamos por debajo de un arco, para volver a pasear junto al Sena.
—El agente de Camille Casal ha venido a verme —comentó Minot, volviendo a temas más triviales—. Desea que mesdemoiselles Fleurier y Casal hagan un espectáculo juntas. Piensa que sería muy original presentar a dos de las mujeres más famosas de París subidas al mismo escenario.
—Es cierto que sería interesante tener a dos rivales juntas —asintió monsieur Etienne—, pero mademoiselle Fleurier es la mayor estrella. Aparecerá primero en cartel.
Monsieur Etienne razonaba como un verdadero agente, pero pensar en actuar junto a Camille me hizo sentir incómoda. No habíamos hablado desde que la vi en Cannes y le conté que André y yo nos íbamos a casar. Entonces había pensado que su advertencia sobre la familia Blanchard estaba motivada por los celos. Ahora comprendí que ella tenía razón.
—Podemos compartir el cartel —dije—, eso tendría más sentido.
—No sea deferente —replicó monsieur Etienne, arqueando las cejas al mirarme—. La fama de Camille Casal lleva de capa caída bastante tiempo. Creo que su agente espera relanzar su carrera aprovechándose del éxito que usted ha cosechado.
Independientemente de si yo era más famosa o no, mi antigua inseguridad por compararme con Camille comenzó a acecharme de nuevo. Cuando estaba en el escenario yo sola, me sentía atractiva. Pero junto a la gloriosa belleza de Camille, corría el riesgo de hundirme. «A pesar de todo —pensé, recordando a Marlene Dietrich en Berlín—, una rubia menuda y una castaña alta podrían ser una combinación interesante».
—Hagámoslo —sentencié—. Yo misma llamaré a Camille.
Camille llegó a nuestro primer ensayo montada en un Rolls-Royce dorado. Acababa de regresar de Hollywood, donde había hecho unas pruebas de cámara para Paramount Pictures.
—A menos que queráis estar sin hacer nada sobre un decorado y mascullar estúpidos diálogos del tipo: «Mírame a los ojos, querido», os sugiero que no os vayáis a trabajar a la industria cinematográfica estadounidense —informó a los actores del espectáculo.
Para mi sorpresa, en lugar de sentirme intimidada por Camille, tal y como había esperado, me alegré de verla de nuevo. Y finalmente entendí por qué: ella representaba un vínculo nostálgico con mi pasado, era el recuerdo de una época en la que no sabía lo que era ser una estrella. Mi mente viajó atrás en el tiempo durante un instante y me acordé de mí misma con un vestido raído, fregando el suelo de la cocina de tía Augustine. Aquel podría haber sido el resto de mi vida. Fue Camille la que me inspiró para ser actriz. De repente, me di cuenta de que gran parte de mi éxito se lo debía a ella.
—Me alegro de verte de nuevo —le dije, besándola en las mejillas.
—Sí, yo también —respondió. Me contempló, pero percibí que no estaba buscando defectos, como hacían el resto de mis rivales cuando me encontraba con ellas—. Lo estás llevando muy bien —comentó.
Sabía que se refería a mi vida sin André. Pero, para mi alivio y admiración, nunca lo mencionó.
Camille y yo protagonizamos el mayor espectáculo del año. Lebaron invirtió cuatro millones de francos en producir Les Femmes y los beneficios durante los dos primeros meses fueron aún mayores. Aunque era un espectáculo de variedades a la vieja usanza más que un musical al estilo estadounidense, los temas principales eran la competitividad y la solidaridad femeninas, desarrollados por los actores y las coristas, y también los payasos y los acróbatas. Camille y yo interpretamos todos nuestros números juntas y dos de las canciones que cantamos se convirtieron en los éxitos del año: Bienvenidos y Una piedra alrededor de mi cuello.
Las críticas arrasaron a nuestros competidores, incluyendo a Mistinguett y a Maurice Chevalier. Un periódico describió el espectáculo como «el triunfo de Simone Fleurier y la vuelta de Camille Casal», aunque no era esta la opinión de Camille:
—Me voy a ir en lo más alto —me confió una noche que estábamos cenando en Maxim’s después del espectáculo—. Cuando termine la temporada, me retiraré.
Me sorprendió aquella noticia. Al trabajar juntas en una producción de tanto éxito y al compartir la luz de los focos, sentía que finalmente nos habíamos hecho amigas. En el pasado, Camille no habría confiado en mí. Pero cuando le pregunté por su hija esta vez, me contó que la había sacado del convento y que la iba a alojar con un profesor de piano en Vaucresson para que recibiera «la educación de una señorita». Cuando le pregunté por qué su hija no vivía con ella, Camille me respondió:
—No quiero que la gente sepa que es mi hija. Me gustaría que tuviera la oportunidad de conseguir un buen marido.
Recordé lo que me había dicho hacía tantos años en el apartamento de François: «¡Los hombres no se casan con chicas como nosotras!». Aunque André había querido casarse conmigo, aquella afirmación había resultado ser cierta en mi caso también. Independientemente del éxito que cosecháramos, Camille Casal y yo siempre estaríamos al margen de la sociedad.
—¡Pero el público te ha recibido tan bien! —protesté, refiriéndome a la decisión de Camille de retirarse—. Podrías hacer cualquier cosa ahora. Graba un disco. Haz otra película.
Negó con la cabeza y me dedicó una de sus lánguidas sonrisas.
—Únicamente me he dedicado a cantar y a bailar para procurarme un adinerado patrocinador de por vida —me dijo—. He coleccionado suficientes baratijas y apartamentos para que me duren hasta que sea vieja, pero nunca he conseguido un hombre rico. Aun así, todavía no ha caído el telón, así que ¿quién sabe lo que nos deparará el futuro?
Una noche, alguien llamó a la puerta de mi camerino. Sucedió durante el descanso, así que probablemente no se trataba del director de escena y tampoco me dio la sensación de que fuera mi ayudante. Me encogí de hombros. En mi camerino seguía sin poderse entrar salvo por «invitación expresa».
Quienquiera que fuera, volvió a llamar.
—¿Quién es?
No hubo respuesta.
Tiré de la horquilla que me sujetaba el pelo y dejé que se soltaran todos mis cabellos, alisándolos con la punta de los dedos. Si se trataba de uno de los tramoyistas, iba a recibir una buena reprimenda. Me ajusté la bata a la cintura y abrí la puerta de un golpe. Casi se me paró el corazón cuando me encontré cara a cara con André. Me había convencido a mí misma de que le había olvidado, de que había olvidado que alguna vez le había amado. Pero me bastó mirarle una sola vez para saber que no era cierto.
—Lo siento. Sé que no tienes demasiado tiempo —se disculpó—. Pero no he sido capaz de localizarte en todo el día.
Había algo en su aspecto que resultaba lastimoso. Su rostro aún era joven, pero la vitalidad había desaparecido de sus facciones. Se comportaba de manera rígida y artificial.
Le hice un gesto con la cabeza para que pasara al camerino, aunque me latía con fuerza el corazón. Noté, por la incómoda manera en la que paseó la mirada por toda la estancia, que él se sentía tan nervioso como yo por aquel reencuentro. La silla en la que solía sentarse ya no estaba allí, así que le invité a tomar asiento en el sofá. Yo me coloqué en una banqueta frente a él.
Tardó unos segundos en recomponerse antes de preguntarme:
—¿Sabías que el conde Harry ha fallecido?
No podía creer lo que estaba oyendo. Cuando André regresó de Lyon el año anterior, me había contado que la salud del conde se había deteriorado debido al trastorno de haberse visto forzado a huir de su hogar por segunda vez. Sin embargo, el propio conde nos había escrito una carta para comunicarnos que se estaba recuperando.
—¡No puedo creérmelo! —exclamé—. Estaba tan lleno de vida…
Levanté la mirada y me percaté por primera vez de la carpeta de cuero que André sostenía bajo el brazo. Me pregunté qué sería.
—Siento comunicártelo en mitad de tu actuación —me dijo—. Pero el funeral es mañana.
Negué con la cabeza.
—Me alegro de que lo hayas hecho.
André se sacó la carpeta de debajo del brazo y la colocó en su regazo. La miró fijamente, como si no quisiera decirme qué contenía. No obstante, la voz del botones que recorría el pasillo lo sacó de su ensoñación.
—Nunca llegué a decirle al conde que ya no estábamos juntos. Pensó que lo estábamos y por eso nos ha legado esto —me explicó André, entregándome la carpeta—. Son las páginas de su diario en las que escribió sobre nosotros cuando estuvimos en Berlín.
Me sorprendió que la carpeta pesara tanto, pues parecía muy delgada.
—¿Berlín? —susurré.
Ignoraba si tendría fuerzas para recordar aquellos días: el hotel Adlon, Unter den Linden, el Resi… El pasado me invadió un instante para desvanecerse al momento siguiente. Ver a André de nuevo y enterarme de la muerte del conde eran demasiadas emociones.
—Berlín —repetí.
Tenía la boca seca y apenas podía pronunciar palabra. Me daba cuenta de lo incómodo y triste que estaba André. Quería hacerle más fácil aquel encuentro, pero no era capaz. Cada vez que le miraba a la cara, no podía evitar pensar en aquella primera vez que había venido a mi camerino en el Casino de París. Entonces éramos muy jóvenes y estábamos empezando la aventura de conocernos mejor. Ahora nos encontrábamos al borde del abismo.
Una nota de vacilación asomó en la voz de André. —Creo que será mejor que te quedes tú la carpeta— dijo—. No es adecuado que yo la conserve.
Me eché hacia atrás. Era como si me hubiera clavado un cuchillo y ahora lo estuviera removiendo dentro de la herida. Sin embargo, conocía a André y comprendía que no lo estaba haciendo a propósito. Por supuesto que no era adecuado que se quedara él con aquellas páginas: ahora estaba casado. El botones llamó a la puerta. —¡Diez minutos! André se levantó de su asiento—. Lo lamento, Simone —se disculpó.
Me dio la sensación de que no me estaba pidiendo disculpas por haberme comunicado tan repentinamente las noticias sobre el conde Kessler, sino que se refería más bien al rumbo que habían tomado nuestras vidas.
Cuando André se marchó, abrí la carpeta y leí la primera entrada del diario del conde:
He conocido a una joven maravillosa en compañía de André Blanchard. Mademoiselle Fleurier vive cada nueva experiencia con el mismo asombro y entusiasmo que un niño abriendo sus regalos de Navidad. Su espíritu se me contagia y me hace sentir joven de nuevo. Estoy convencido de que logrará grandes cosas: sobre el escenario y en el gran teatro de la vida.
Aquella noche interpreté todos mis números como si estuviera sumida en un trance. Tenía que hacer un esfuerzo por bloquear los recuerdos de Berlín. El conde había fallecido y, de algún modo, André también. Nuestras vidas se habían alejado tanto que era como si estuviéramos viviendo en países diferentes. ¿Realmente el André que había visto aquella noche era el hombre que había logrado forjar mi carrera? ¿Era ese el primer hombre que me había amado? Ahora no pasaba de ser un extraño. Me costó un esfuerzo sobrehumano terminar el espectáculo y, cuando por fin cayó el telón y me retiré a mi camerino, lloré con la misma desesperación que la noche que mi padre murió.
El conde fue enterrado en el cementerio Père Lachaise. Solo había un puñado de asistentes al funeral. ¿Dónde estaban todos aquellos artistas a los que el conde había apoyado? ¿Dónde se había metido toda la gente que le había llamado «amigo» cuando era rico y generoso? André me había contado la noche anterior que el conde no había podido recuperar sus cuadros y el resto de sus tesoros de su casa de Weimar porque las autoridades habían permitido a la población local que saqueara sus pertenencias.
Evité mirar a André a los ojos. La princesa de Letellier estaba con él. Era una mujer de aspecto desamparado con el pelo rubio rizado y una frente ancha. De cuando en cuando, se volvía y acariciaba el brazo de André, como dándole a entender que estaba allí para apoyarle. Hubiera preferido evitarla a ella también, pero cuando me la crucé en el pasillo alargó la mano y me tocó el brazo.
—Lo lamento mucho, mademoiselle Fleurier —me dijo—. Mi marido me ha contado lo mucho que significaba el conde para ustedes dos.
La princesa de Letellier tenía que saber que André quería casarse conmigo, pero se comportó cortésmente. Percibí que su compasión era sincera. No sabía mucho sobre ella excepto que tenía buena educación y que, a diferencia de la mayor parte de la alta sociedad parisina, colaboraba con muchas asociaciones benéficas. André se había casado con una mujer decente. En otras circunstancias, quizá la princesa y yo podríamos haber llegado a ser amigas.
—Adiós, conde Harry —susurré cuando introdujeron el ataúd en el nicho.
Eché las rosas que había llevado y cayeron junto a la docena que ya había sobre el ataúd. Recordé la picara risa del conde y sus brillantes ojillos la noche que me gastó la broma en Eldorado. Aquellos alegres ojos se habían cerrado para siempre y el conde no volvería a reír.
Pensé en la entrada de su diario y en lo que había escrito sobre su primera impresión de mí. El conde había vivido con agallas y, a pesar de su mala salud, lo había hecho plenamente. Yo lo idolatraba demasiado como para incluirme en su misma categoría. Entonces no sabía que pronto se pondría a prueba la fe del conde en mis capacidades para conseguir importantes metas en el gran teatro de la vida.