El Ziegfeld Follies de Nueva York era tan famoso como el Folies Bergère de París, pero mientras que Paul Derval se había mantenido fiel a la consigna francesa de que «la uniformidad alimenta el aburrimiento», Ziegfeld era famoso por su «fábrica» de bellezas de largos cuellos, proporciones similares y peso homogéneo. Le habían citado diciendo: «La perfecta chica Ziegfeld tiene las siguientes medidas: busto de noventa y un centímetros, cintura de sesenta y seis centímetros y caderas exactamente cinco centímetros más que el busto».
Para cuando André y yo llegamos a Nueva York, el teatro musical estaba experimentando una serie de cambios. Mientras que el teatro había nacido de los números de variedades, al público estadounidense le gustaban los musicales en los que las canciones y coreografías se desarrollaban dentro de una línea argumental. Ziegfeld había logrado una vez más volver a ser millonario el año anterior siguiendo esa nueva tendencia con dos de sus producciones de más éxito de su carrera: Show Boat y Whoopee. Sin embargo, cuando nosotros llegamos al Ziegfeld Theatre en la calle 54, con su fachada llena de arcos que lo hacía parecer una tarta de bodas, no nos costó mucho darnos cuenta de que había algún problema con Show Girl.
Nos recibió en el vestíbulo la secretaria de Ziegfeld, Matilda Golden, a la que él siempre llamaba «Goldie». Era una mujer que hablaba bajito y que nos informó de que Ziegfeld estaba en una reunión, así que le pedimos que nos mostrara el teatro hasta que la reunión hubiera terminado.
—Fue diseñado por Joseph Urban, el mismo hombre que se está encargando de los decorados del espectáculo —nos explicó Goldie, abriendo las puertas del auditorio—. Es de Viena.
André y yo la seguimos para adentrarnos en una sala iluminada discretamente. Percibí el parecido con la obra del artista Gustav Klimt, con aquellos tonos dorados de las alfombras y las butacas. El color fluía por las paredes y se fundía en un mural de figuras románticas de varias épocas, incluyendo a Adán y Eva. Cubría todo el techo y formaba un reborde alrededor del escenario. La sala había sido construida sin molduras y daba la impresión de que estábamos dentro de un enorme huevo decorado.
—Monsieur Urban es un verdadero artista —comenté con creciente emoción ante la perspectiva de trabajar en un teatro tan impresionante.
Goldie se apartó un rizo de pelo para ponérselo detrás de la oreja.
—Mister Ziegfeld nunca pone en juego la belleza —aseguró.
Después de enseñarnos la biblioteca musical y los camerinos con sus espejos de bisel y sus cuartos de baño individuales, Goldie nos llevó a la séptima planta para que conociéramos a Ziegfeld. Sentí un revoloteo en el estómago por la anticipación. ¿Realmente era yo, Simone Fleurier, la que estaba aquí en Nueva York, de camino a conocer al gran empresario teatral Florenz Ziegfeld?
Resultó que finalmente escuché su voz antes de verlo. Goldie levantó el puño para llamar a la puerta de su despacho, pero previamente a que los nudillos tuvieran la oportunidad de tocar la madera, una voz nasal bramó:
—¡Maldita sea! ¡No se atrevan a entrar en mi despacho para decirme tamaña sarta de tonterías!
Supuse que la voz era de Ziegfeld porque había dicho «mi despacho». Posteriormente, me daría cuenta de que su aguda voz era lo que denominaban «acento de Chicago».
Otra voz le contestó:
—Ayudaría mucho que su genial Bill McGuire se pusiera manos a la obra. ¡¡¡Nosotros podríamos escribir las canciones mucho más rápido si tuviéramos el guión!!!
La voz del segundo hombre tenía mucha más sonoridad que la de Ziegfeld. Su acento también era estadounidense, pero, por la mañera en la que acentuaba las sílabas en algunos lugares raros, puede que fuera ruso.
Ziegfeld volvió a bramar:
—¡Haz simplemente lo que te he pedido, George! ¡Mete la mano en ese baúl tuyo y saca un par de canciones que sean todo un éxito!
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Goldie, dirigiéndonos hacia su propio despacho—. Todavía están con eso.
En realidad, no quería que me despacharan a la oficina de Goldie —la conversación de Ziegfeld con aquel hombre resultaba interesante—, pero la seguí obedientemente.
—Y tú, Ira —continuó diciendo Ziegfeld—, no puedes quejarte de absolutamente nada. Te he conseguido a Gus Khan para que te ayude con las letras.
¿George? ¿Ira? Ziegfeld debía de estar hablando con los hermanos Gershwin, ¡el famoso dúo de compositores, conocidos por su enérgica música y sus ingeniosas letras! Le di un codazo a André, que asintió con la cabeza. No sabía que iban a ser los compositores del espectáculo. Me pregunté qué tipo de canción compondrían para mí. ¿Sería algo sensual? ¿Algo elegante y cortés? ¿O quizá una canción llena de juegos de palabras?
Goldie nos ofreció sendos asientos junto a su mesa y cerró la puerta.
—Mister Ziegfeld espera repetir el éxito de Maurice Chevalier con usted, miss Fleurier —dijo mientras nos servía el café—. La aparición de mister Chevalier como artista invitado en Midnight Frolics fue muy bien recibida.
—¿Tiene usted una copia de la partitura de mademoiselle Fleurier? —le preguntó André—. Nos gustaría comenzar con los ensayos tan pronto como sea posible. La escena estadounidense es nueva para nosotros y queremos asegurarnos de que mademoiselle Fleurier encaja en el espectáculo sin problemas.
«Ya tocan a su fin nuestras vacaciones», pensé con una sonrisa. André abordó el tema de los negocios sin andarse por las ramas. Aunque esta vez al menos compartíamos habitación de hotel.
Goldie tomó un sorbo de café y agitó la mano frente a la boca.
—Vaya, sí que estaba caliente —comentó, mirando de reojo su teléfono. Antes de que André pudiera repetir su pregunta, Goldie se dio media vuelta sentada en la silla, alargó la mano para coger un plato lleno de donuts y se lo ofreció a André bruscamente—. ¿Quiere probar uno? —le dijo, metiéndole uno de ellos directamente en la boca—. El agujero es la mejor parte.
Sonó un portazo desde la entrada del despacho de Ziegfeld y varias pisadas se alejaron por el pasillo. No había oído hablar a Ira antes, pero supuse que fue él el que le dijo a su hermano:
—¿Sabes lo que voy a contestar la próxima vez que alguien nos pregunte: «Qué viene primero, la letra o la música»?
—¿Qué? —preguntó George.
—Voy a contestar: «El contrato».
Sonó el teléfono de Goldie y ella cogió el auricular.
—Sí, los hago pasar ahora mismo. —Nos sonrió—. Mister Ziegfeld ya está listo para recibirles.
Había oído de boca de los bailarines estadounidenses en el Adriana que Ziegfeld era un tirano, y su manera de tratar a los hermanos Gershwin sustentaba esa imagen. Así que cuando seguí a Goldie al despacho del empresario teatral me sorprendió encontrar a un hombre sonriente con los ojos más fascinantes que había visto en mi vida. Eran redondos y risueños como los de un osito de peluche, el tipo de ojos que nunca envejecen.
—¡Mademoiselle Fleurier! —me saludó con entusiasmo, llevándose mis manos a los labios.
Le hizo un breve gesto con la cabeza a André a modo de saludo antes de deslizar un brazo sobre mis hombros y dirigirme a un grupo de sillones. Su despacho era del tamaño de una sala de banquetes y estaba amueblado con mesas y vitrinas antiguas. Allá donde mirara —a las estanterías, su mesa, la mesa de reuniones— veía elefantes de jade, oro o plata. Todos tenían las trompas levantadas.
—Ah —exclamó Ziegfeld, dando una palmada—, es usted observadora, mademoiselle Fleurier. Son mis amuletos de buena suerte. Si tuvieran las trompas hacia abajo, serían símbolo de mala suerte.
A pesar de la acalorada discusión que había escuchado apenas unos momentos antes, Ziegfeld parecía tan tranquilo como un rajá sorbiendo su té helado mientras lo abanicaba un grupo de esclavas.
Llevaba unos pantalones de lino y una chaqueta gris con una gardenia en el ojal. Cada vez que se movía, el aroma de la colonia de Guerlain parecía flotar en el aire a su alrededor.
—Mademoiselle Fleurier —me dijo, mirándome de arriba abajo con aquellos alegres ojos—, tenemos tantas ideas magníficas para el vestuario de su actuación. ¡Magníficas! ¡Magníficas! Será usted como una bellísima constelación estallando en mitad del escenario.
—¿Se sabe algo de la partitura, mister Ziegfeld? —comentó André—. Me gustaría que mademoiselle Fleurier adquiriera su rutina de ensayos tan pronto como sea posible.
No me quedó claro cuál fue la palabra que ofendió más a Ziegfeld, si «partitura» o «rutina». Arrugó el gesto y se puso tan rojo como alguien encerrado en un ascensor en donde huele mal.
—Joven —le contestó despectivamente—, veo que es usted nuevo en el negocio. Mis producciones no nacen de partituras, guiones o rígidos horarios. Si quiere de esos, quizá pueda encontrar un puesto de representante con los Shubert. Lo más importante es comenzar con el concepto de belleza…, un sueño. —Se volvió hacia mí y añadió—: Mademoiselle Fleurier lo comprende. Lo entiende porque ella es artiste. Y a los artistes no se les puede importunar con cosas tan mundanas como partituras o rutinas.
André me miró de reojo, desconcertado pero sin reproches. Aun así, me alivió que no insistiera en el tema. Si no, estaba segura de que con el temperamento de Ziegfeld pronto hubiéramos estado fuera de la producción y buscando trabajo con los «Shubert», quienesquiera que fuesen.
—Sabes lo que se comenta sobre Ziegfeld, ¿no? —me dijo André mientras nos acurrucábamos juntos en la cama en el hotel Plaza unas mañanas más tarde.
Habíamos pasado el día anterior haciendo turismo: paseamos de la mano por las calles paralelas y perpendiculares de la ciudad, estirando el cuello todo lo que podíamos para ver los rascacielos art decó que se cernían sobre nosotros. Aquella era la primera ciudad moderna que veía y, después de Marsella, París y Berlín, me dio la impresión de que no solo había viajado a Nueva York, sino que estaba en la luna.
—No, tendrás que decírmelo —le respondí.
André hizo una mueca cómica.
—Dicen que es como el hombre que va a la joyería y no consigue decidir qué es lo que quiere, así que lo compra todo. Únicamente cuando llega a casa decide lo que desea quedarse y lo que desechará. Se le conoce porque ha tirado a la basura kilómetros de tela y cientos de decorados porque en el último minuto cambiaba de opinión.
—Parece una manera bastante cara de trabajar —comenté, apoyándome sobre un codo y apartándole a André un rizo de la frente—. ¿Cómo puede obtener beneficios?
André negó con la cabeza.
—No estoy seguro de que siempre los obtenga. Es bueno gastando dinero, está claro. En los últimos días, me he enterado de que pasa tanto tiempo en los tribunales enfrentándose a demandas judiciales como en su despacho. Y, para colmo, es un ludópata compulsivo.
Me parecía que Ziegfeld estaba hecho para Nueva York. Cuando André y yo exploramos la ciudad, nos impresionó su ritmo: todo el mundo hablaba rápido, andaba deprisa y escuchaba el jazz, el boogie y el blues a la vez. La arquitectura desprendía riqueza e industrialización por los cuatro costados y las baldas de las revistas en los quioscos estaban llenas de elegantes publicaciones que promovían el estilo de vida ideal de Park Avenue: The New Yorker, Vanity Fair y Smart Set. La energía era intensa y los habitantes de la ciudad parecían no dejar absolutamente nada a medias. Sin embargo, yo sabía que aquella energía frenética podía volverse contra sí misma, porque no había tiempo para mirar al exterior o analizar el interior con suficiente atención.
—¿En qué me has metido, André? —le espeté echándome a reír, y después, imitando a Ziegfeld, bramé—: ¡Guiones! ¡Partituras! ¡Rutinas! ¡Es usted imbécil!
André alargó la mano hacia la mesilla y abrió un cajón. Sacó un documento y lo colocó en la almohada junto a mí.
—Voilá —exclamó—, mi padre insistió en que no abandonáramos Francia sin un contrato firmado, pero creí en la palabra de Ziegfeld y accedí a firmarlo cuando llegáramos a Nueva York. Y parece que yo estaba en lo cierto.
Me sorprendió que André no hubiera esperado a tener un contrato en regla antes de marcharse de Francia. Normalmente solía ser muy maniático con ese tipo de cosas.
André mostró una amplia sonrisa.
—Para los artistes, el dinero no es problema. Son los tramoyistas, las costureras y los sucios agentes los que tenemos que esperar.
Cogí el contrato y le eché un vistazo por encima. Para mi sorpresa, Ziegfeld ya lo había firmado antes de dárselo a André.
—El apartado del caché está en blanco —comenté, mirando a André.
Haberlo dejado en blanco era un gran descuido por parte del empresario teatral.
André me dedicó una sonrisa irónica.
—Mademoiselle Fleurier, ese apartado está en blanco porque es usted una artiste. Sencillamente, rellénelo con la cantidad que desee que le paguen.
Por mucho que el método de trabajo de Ziegfeld nos divirtiera al principio, tras seis semanas sin partitura, sin ensayos y sin una palabra del empresario, André y yo comenzamos a impacientarnos. Ziegfeld había pagado mi caché y también abonaba las facturas de nuestra habitación de hotel, así que no teníamos ninguna queja en cuanto al dinero. Estábamos locamente enamorados y cada momento que pasábamos juntos era felicidad absoluta, pero tuvimos la oportunidad de visitar demasiados clubes nocturnos, zoológicos, museos y galerías de arte, y ya deseábamos recuperar un poco de rutina en nuestras vidas. Nos molestaba estar esperando cuando ambos queríamos ponernos a trabajar. Durante el tiempo que Ziegfeld había desperdiciado, yo podría haber grabado otro disco en Francia.
Ya en la séptima semana, André telefoneó a Ziegfeld dos veces al día. Todas ellas, Goldie le comunicó que el empresario no se encontraba en su despacho.
—Inténtalo tú —me pidió André—. Tengo la sensación de que está ahí, pero que no quiere hablar conmigo.
Goldie me pasó inmediatamente con Ziegfeld.
—Bueno, no se preocupe, mademoiselle Fleurier —me tranquilizó—. Su vestuario y el decorado… ¡Ah! ¡Van a ser magníficos!
Le pregunté cuándo íbamos a empezar a ensayar.
—La avisaré con tiempo suficiente —me aseguró—. Ahora, trate de descansar todo lo que pueda. La gente paga mucho dinero por ver mis espectáculos y no desean ver a ninguna de nuestras damas con aspecto cansado.
—Algo pasa con el guionista —me aclaró André, tras hacer unas cuantas pesquisas—. Los Gershwin se están quejando de que McGuire parece esperar que las canciones de ellos lo inspiren. El único problema es que ellos no saben qué componer hasta que no vean el guión.
—Pero si la historia está inspirada en un libro —repliqué—. Es sobre una chica de Brooklyn que quiere llegar a ser corista de Ziegfeld. ¿Por qué le resulta tan difícil escribir un guión sobre eso? ¿Qué necesita McGuire para «inspirarse»?
André se encogió de hombros.
—Nunca había visto nada parecido. Pensaba que Lebaron y Minot estaban locos, pero al menos al final teníamos una programación y un espectáculo.
Pasaron dos semanas más sin que nada sucediera. André y yo nos resignamos a que si Ziegfeld no nos llamaba para finales de la semana, tendríamos que marcharnos a Sudamérica. Al día siguiente, tras telefonear pacientemente a Ziegfeld y que le dijeran que no estaba, André sugirió que fuéramos a Brooklyn. Nos montamos en las atracciones de Coney Island y nos pasamos la tarde caminando por el paseo marítimo.
Nos sorprendió la mezcla de nacionalidades de la gente que se encontraba a nuestro alrededor. No solo eran estadounidenses, sino que había italianos, rusos, polacos, españoles y puertorriqueños.
—Si pudieras vivir en cualquier lugar del mundo, ¿dónde vivirías? —le pregunté a André.
Me atrajo hacia sí de modo que pude sentir su cálido aliento en la mejilla y apretó la palma de su mano contra mi corazón.
—Sería feliz en cualquier parte siempre que tuviera un hueco aquí.
Me rendí a su tacto. «Soy la mujer más afortunada del mundo —pensé—. No solo tengo el amor del hombre al que adoro, sino que también cuento con su respeto». Parte de mí sabía que en Nueva York, lejos de la presión social de París, André y yo estábamos viviendo en puerto seguro. No obstante, aparté de mi mente los pensamientos sobre problemas y me dejé llevar por el amor que sentía sin dudas ni precauciones.
—Tú siempre tendrás un hueco en mi corazón —le respondí, acercándome a él para besarle en los labios—. Siempre.
Regresamos al hotel con la intención de hacer el amor, pero en su lugar nos encontramos con veinte telegramas de Ziegfeld preguntando dónde estábamos. Algunos contenían varios párrafos en un inglés tan enrevesado que yo apenas podía entenderlos. «Acudan al teatro en cuanto reciban esto», decía el último.
—¿No podía haber dejado un mensaje por teléfono? —preguntó André—. Todos estos telegramas han debido de costarle una fortuna.
Nos cambiamos de ropa y cogimos un taxi hasta la calle 54.
—Algo me dice que esto no va a ponerse fácil —comenté.
—¿Quieres que nos retiremos del trato? —me preguntó André—. A mí me parece bien si tú quieres retirarte. Podemos devolver el dinero. No tengo ganas de que me traten como a un perro con correa.
André tenía razón, por supuesto, pero le pedí que esperáramos hasta que viéramos qué sucedía cuando llegáramos al teatro aquella tarde.
Cuando nos presentamos allí, nos encontramos con Urban y los artistas en plena tarea. Los técnicos estaban probando las luces de un decorado que representaba Montmartre de noche. La escena era tan impresionante que André y yo nos quedamos parados en seco cuando la vimos. Urban empleaba un método llamado puntillismo para crear los colores de sus escenarios. Era la misma meticulosa técnica que utilizaban los impresionistas: puntos de colores puros unos junto a otros de modo que, cuando la luz recaía directamente sobre ellos, los tonos se fundían en una sola sombra. El efecto era una imagen más vibrante y animada que lo que se habría conseguido utilizando colores llanos.
—Mister Ziegfeld quería que lo vieran —dijo Goldie, recibiéndonos junto a la puerta de su despacho—. Es el decorado en el que cantará miss Fleurier.
—¿Está mister Ziegfeld? —preguntó André—. Le diremos lo mucho que nos gusta.
—No —respondió Goldie—. Su esposa ha llamado y se ha tenido que ir a casa. Esta noche tenía su postre favorito: mousse de chocolate con fresas.
Reuniendo toda la paciencia que pudo, André le preguntó si los ensayos comenzarían pronto.
—Las pruebas son mañana —informó Goldie—. Y usted empezará los ensayos por la tarde.
Durante la semana siguiente, nos llamaron a André y a mí todos los días para el ensayo prometido, pero al final acabamos presenciando los de otros miembros del reparto o los interminables ejercicios de las coristas. No podía entender a Ruby Keeler. Era toda una belleza, de grandes ojos y facciones coquetas. También era una bailarina excepcional, con una agilidad técnica difícil de igualar. Sin embargo, cada vez que subía al escenario, parecía nerviosa y distraída. Durante un ensayo, la invadió de tal manera el miedo escénico que se quedó congelada en la parte superior de la escalinata. Su marido, Al Jolson, que estaba sentado junto a Ziegfeld, se puso en pie y comenzó a cantar la canción para ella. Realizó los giros melódicos a la perfección.
—¡Esto es genial! —exclamó Ziegfeld—. Le utilizaremos a usted también en el espectáculo.
Aquella fue una táctica muy hábil por parte de Ziegfeld. Al Jolson era uno de los artistas favoritos de Estados Unidos. Además, había sido el primer actor en hablar en la primera película sonora, El cantante de jazz. No obstante, la inclusión de Jolson hizo que Ruby se pusiera aún más nerviosa.
—¿Qué le pasa a esa chica? —me preguntó André—. Ya sé que tú te pones nerviosa cuando actúas delante del público, pero no en los ensayos. Y ya que en Show Girl va a interpretar su primer papel protagonista, no entiendo por qué no está más emocionada.
Yo sí podía entender sus nervios. Yo había sido muy afortunada de poder contar durante mi primer gran estreno con Minot, André y Odette para apoyarme.
—Quizá Ziegfeld la está agobiando —contesté—, o puede que esté cansada de tener que compararse todo el rato con su marido. Las malas lenguas dicen que ha conseguido este papel solo gracias a él.
—Creo que el problema es su marido —comentó André—. No me gusta. Me parece que es demasiado mayor para ella y la domina todo el tiempo.
André no me explicó su comentario y yo no le pregunté. Ya teníamos suficientes problemas propios. En mi escena, un turista estadounidense paseaba por París, soñando con volver a casa. Yo iba a interpretar a un golfillo callejero que se transforma en una bella diosa. Junto a mí, iban a actuar la bailarina Harriet Hoctor y el cuerpo de baile de Albertina Rasch. Cuando los Gershwin finalmente me entregaron las partituras, faltaba una semana para el estreno y algunos de mis ensayos duraron entre diez y doce horas, o tuvieron lugar a altas horas de la noche y se prolongaron hasta las primeras de la mañana. Demasiado para no dejarme exhausta.
Durante el primer ensayo con vestuario, la orquesta tocó la música con un ritmo equivocado y un foco que no habían fijado correctamente se estrelló contra el suelo a unos metros de donde estaba sentado el director técnico. Pero Ziegfeld no se dio ni cuenta. Se levantó de su asiento, con los brazos cruzados al pecho y el ceño fruncido.
—¡Que venga el diseñador del vestuario! —bramó.
—Creo que está durmiendo —puntualizó uno de los tramoyistas.
—¡¡¡No me importa!!! —gritó Ziegfeld y su rostro se puso morado—. ¡Que venga entonces alguien de vestuario!
Un momento después, el tramoyista regresó con un joven de ojos legañosos que no parecía muy feliz.
—¿Cuál es el problema, mister Ziegfeld? —le preguntó.
—¡Mire las mangas del vestido de mademoiselle Fleurier! —le dijo Ziegfeld.
Separé los brazos del resto del cuerpo para que todo el mundo pudiera ver las mangas. El vestido de gasa me había parecido bien cuando me lo había probado. Miré de reojo a André, que sacudió la cabeza.
—¿Qué les pasa? —preguntó el joven—. Son mangas a tres cuartos, como usted quería.
El rostro de Ziegfeld adquirió un tono aún más oscuro.
—Puede que sean a tres cuartos, pero se le estrechan en los codos cuando tendrían que abrirse en abanico, ¡como si fueran campanas! ¡Se supone que es un ser celestial, no una campesina!
—Eso es lo que usted ordenó —replicó el joven.
Claramente, el muchacho no llevaba demasiado tiempo trabajando en el Ziegfeld Theatre como para saber que no podía dar una contestación así. Por el modo en que le temblaban las manos a Ziegfeld, temí que no fuera a durar mucho tiempo más en su empleo.
—¡Eres un idiota! —voceó Ziegfeld y su grito hizo eco por todo el auditorio—. ¡Sal de mi vista! ¡Vete de aquí! ¡Yo dije «celestial», no «campesina»!
El hombre se encogió de hombros contrariado y salió corriendo del teatro. Un toro enfurecido era menos aterrador que Ziegfeld cuando se enfadaba.
El empresario corrió escaleras arriba hacia el escenario, con la mirada fija en mí. Yo me había confundido con algunas palabras de la canción. Me era casi imposible pronunciar la palabra «ojos» correctamente. Siempre decía algo parecido a «oguios». «París es un festín para los oguios. Ven aquí y mírame a los oguios». Me quedé helada en el sitio, esperando su reprimenda.
Se paró en seco, me cogió de la mano y me habló con un tono muy tierno.
—Me pregunto, mademoiselle Fleurier, ¿cómo se siente con respecto a la canción? También me pregunto ¿qué le dice a usted esta canción?
Su tono era tranquilizador, y era tal el contraste con el arrebato que acabábamos de presenciar que me convencí de que estaba siendo sarcástico. Lo miré fijamente. Pero parecía totalmente ajeno a mi confusión y clavó su intensa mirada en mí.
—Lo que quiero saber, mademoiselle Fleurier, es qué le dice a usted esta canción. Como artiste.
El director me ahorró tener que contestar; porque en ese momento llamó al trío de Lou Clayton, Eddie Jackson y Jimmy Durante al escenario.
—Enséñenle a mister Ziegfeld lo que han elaborado —les dijo.
No obstante, los humoristas no habían terminado apenas su primer número en el que hacían que eran tramoyistas entre dos escenas, cuando Ziegfeld les ordenó que se marcharan.
—¡Ya está bien! ¡Traed a las chicas otra vez! —gritó, y, volviéndose hacia mí añadió—: Nunca entiendo a los humoristas. No cojo sus chistes. Me desharía de ellos si no fuera porque al público le encantan.
Mis nervios no mejoraron la noche del estreno de Show Girl respecto al estreno en París. En todo caso, habían empeorado. Ziegfeld había insistido en que yo cantara el número con reserva y elegancia, de modo que no podía recurrir a nada de mi personalidad y mi extravagancia francesas. Hacia las siete me temblaban las manos, y cuando calenté la voz, apenas podía controlarla. Le pedí a André que se quedara en mi camerino hasta que me llamaran a escena.
—Simone —me dijo, cogiendo a Kira y colocándola sobre mi regazo—, no deberías ponerte tan nerviosa. Sabes que el público que viene a los estrenos de Ziegfeld siempre acude dos veces a ver el espectáculo: una para fijarse en los escenarios y otra para disfrutar de los artistas.
La música del espectáculo, que había comenzado a sonar con fuerza, se detuvo de nuevo. Alguien llamó a la puerta. André la abrió y un hombre vestido de frac se introdujo en el camerino. Tenía una barriga redonda como una calabaza y lucía una barba afeitada en tres pulcras líneas bajo la barbilla. No me gustó su aspecto. Había algo siniestro en sus ojos.
—¿Puedo ayudarle en algo? —le ofreció André.
El hombre negó con la cabeza y gruñó haciendo una mueca. André y yo nos intercambiamos una mirada.
—Debe de haber algún error —dijo André, suponiendo que el hombre era algún actor secundario que había entrado en el camerino equivocado.
—No, no hay ningún error —contestó el hombre, inclinando la cabeza, de modo que la luz se reflejó sobre su pelo engominado.
Se llevó la mano a la chaqueta y sacó algo negro y largo. Durante un terrorífico instante pensé que era una pistola, y entonces vi que sostenía un delgado globo en la mano. Dobló el globo en varias partes y lo sostuvo entre los dedos antes de retorcerlas para que el globo pareciera una ristra de salchichas. La goma producía chirridos cada vez que el hombre la tocaba, pero sus dedos se movían con la destreza de los de un maestro de origami. André y yo nos quedamos hipnotizados. El hombre dobló el globo y enrolló ambas partes juntas, formando un cuello y unas orejas, dos patas delanteras, dos traseras y un rabo. André y yo dejamos escapar un «¡ahhh!» simultáneo cuando colocó la figura de un gato sobre el tocador.
El hombre nos dedicó una sonrisa bobalicona y sacó una tarjeta con un lazo en una esquina y la colgó alrededor del cuello del gato. «Buena suerte», decía la tarjeta.
—El Ziegfeld Theatre le desea a mademoiselle Fleurier una actuación maravillosa —dijo el hombre, haciendo una reverencia antes de retirarse por la puerta.
Kira saltó de mis brazos hasta el tocador y olfateó el gato de goma. André se echó a reír.
—Es una inocentada —me explicó—. Se trata de una tradición estadounidense. Consiste en enviar un actor especial a las estrellas para hacerlas reír y que se relajen antes de salir al escenario.
—Mon Dieu! —exclamé, hundiéndome de nuevo en mi asiento—. No me siento relajada en absoluto. Pensé que nos iba a matar.
—¿De verdad? —preguntó André, agarrándome de las muñecas. Yo tenía las manos firmes y las palmas estaban secas. Se echó a reír—. Creo que sé lo que voy a hacer la próxima vez que tengas que salir al escenario en París.
A pesar de mis temores, mi actuación fue bien recibida por los estadounidenses. El público de Broadway era tan sofisticado como el parisino, aunque aplaudían con más facilidad y me gritaban su aprobación antes de que terminara mi número.
—¡Gracias! —les dije—. Es maravilloso estar aquí, en su emocionante ciudad.
Me olvidé de mi papel. Aquello era un musical, no el teatro de variedades, y yo me había salido del personaje. Pero al público le encantó y se pusieron en pie para ovacionarme.
Ziegfeld tenía razón: los estadounidenses esperaban sentimiento y no humor de una cantante francesa. Me sentí alborozada cuando el crítico de The New York Times describió mi voz como «un instrumento líquido con las notas tejidas con hilo dorado».
No obstante, y por desgracia, el espectáculo no tuvo éxito. El trío cómico —especialmente Durante, al que apodaron afectuosamente «Schnozzola[2]» por su enorme nariz— recibió buenas críticas por su actuación junto con los bailarines Eddie Foy, Harriet Hoctor, las bailarinas y yo misma, pero los críticos cargaron contra todos los demás, incluida Ruby Keeler. «Renquea por el escenario con tanto fuego como el de una caja de cerillas húmeda en lugar de como una muchacha de Brooklyn decidida a aprovechar su gran oportunidad», decía una crítica. Apenas unas semanas más tarde, Ruby abandonó el espectáculo, alegando que padecía mala salud, y fue sustituida por Dorothy Stone. La estrella de cine de Hollywood aceleró un poco el ritmo, pero la obra era algo bastante aproximado a lo que los críticos describían: una farsa lenta e inconexa donde no pasaba apenas nada.
Ziegfeld culpó a las trilladas letras de los Gershwin del fracaso del espectáculo y se negó a pagarles. Los hermanos lo demandaron, pero para cuando el caso llegó a los tribunales la bolsa ya se había desplomado, así que no hubieran podido reclamarle ni un céntimo a Ziegfeld de todos modos. Tanto él como la mayor parte de Nueva York estaban arruinados.
Cuando André y yo partimos hacia Sudamérica, los repartidores de periódicos gritaban titulares como: «Las bolsas se derrumban: estampida en toda la nación por vender»; «Torrente inesperado de liquidaciones» y «Pérdida de dos mil millones y medio de dólares de ahorros». La peor parte fueron las historias de empresarios arruinados saltando de las ventanas de los edificios de treinta plantas y desde el puente de Brooklyn.
—Si se calmaran, las cosas se estabilizarían más deprisa. Incluso verían que tienen la oportunidad de crear nuevas fortunas —comentó André.
Asentí, dándole la razón. Sin embargo, yo sabía algo que André ignoraba, algo que aquellos empresarios también debían de haber experimentado. Yo sabía lo que era ser pobre y que, una vez que uno consigue ser rico, cualquier cosa es mejor que volver a la pobreza de nuevo.