Bonjour, París! C’est moi! fue el espectáculo de variedades con más éxito que se había representado en el Adriana o en cualquier otro de los teatros de París. Estuvo en cartel durante un año, se representó un total de cuatrocientas noventa y dos veces, con un pequeño descanso antes del comienzo del nuevo espectáculo: París Qui Danse. Los críticos de todos los periódicos importantes, desde Le Matin hasta el París Soir, estaban emocionados, y además del público habitual de la alta sociedad parisina y de los turistas adinerados, tuvimos el honor de recibir entre los espectadores a personalidades como el príncipe de Gales, los reyes de Suecia y la familia real danesa.
Si André y yo habíamos trabajado horas y horas antes del espectáculo, después tuvimos que quemar todos los cartuchos que nos quedaban. Me levantaba a las siete de la mañana y me tomaba un desayuno compuesto por zumo de naranja y una tostada. A continuación, me daba un baño antes de que llegaran mi peluquera, mi manicura, mi masajista y mi secretaria. Le dictaba la correspondencia a esta última durante mis tratamientos de belleza. Después, me dirigía al Adriana para reunirme con Lebaron, Minot y André para planear París Qui Danse. Ya que Bonjour, París! había gozado de tanto éxito, Lebaron estaba decidido a que el nuevo espectáculo fuera aún mejor. Consagraba las tardes a los ensayos, las pruebas de vestuario y las entrevistas con la prensa. Por las noches, llegaba al teatro aproximadamente a las siete y media y no me marchaba hasta la una de la mañana. Dedicaba todo el resto del tiempo libre a hacer algo que pronto aprendería a odiar: un concienzudo ejercicio de contorsiones, sonrisas falsas, manipulación de imagen y «mentiras piadosas» cuyo eslogan era: «El talento no es suficiente para triunfar». Aquel ejercicio se llamaba publicidad.
Me había enamorado del teatro de variedades por su magia y disfrutaba cantando y bailando para el público, pero aprendí que ser «una estrella» era diferente de lo que yo esperaba. Una estrella tenía que estar en el punto de mira del público no solo sobre el escenario, sino también fuera de él si quería mantener su estatus. A medida que aumentaba mi fortuna —parte de la cual André se había preocupado de invertir convenientemente, para regocijo de monsieur Etienne—, también aprendí la diferencia entre ser rica y ser famosa. Cualquiera que viera mis vestidos de alta costura, mis diamantes, mi Voisin con chófer, mi apartamento y al atractivo André acompañándome en las reuniones sociales supondría que yo disfrutaba de una vida maravillosa. Sin embargo, aquello no era vida; era solo una imagen. No me quedaba tiempo para saborear ninguna de esas cosas. Todas eran para consumo público.
Una vez oí a Mistinguett decir que nunca haría el más mínimo esfuerzo por ganar fama. Sin embargo, tanto ella como Joséphine Baker y yo nos pasábamos la vida tratando de provocar más sensación que las otras. Mistinguett aseguró sus piernas por un millón de dólares; Joséphine organizó una boda con un conde que al final resultó ser un picapedrero italiano que fingía ser de la nobleza; y mi publicista «filtró» a la prensa que el secreto de mi vitalidad era beber motas de oro con el café todas las mañanas y bañarme en leche con pétalos de rosa. Incluso organizó que el lechero acudiera todas las mañanas a mi puerta con varias cubas de leche para demostrarlo. Eran el tipo de disparates frívolos que nos daban mala prensa en lugares como Austria o Hungría, en donde la gente apenas tenía para comer. Un panfleto comunista llegó a publicar que la cantidad de leche en la que yo me «bañaba» todos los días podría haber mantenido con vida a diez niños durante una semana.
Joséphine Baker y Mistinguett competían en una maliciosa batalla pública de rivalidad. En una encendida ocasión incluso llegaron a las manos en el estreno de una película en el Cinéma Apollo. Las dos divas lucharon encarnizadamente, clavándose las uñas en los brazos y arañándose la cara. Mistinguett intentó aplicar aquella táctica conmigo una noche en el Rossignol, donde André y yo fuimos a cenar después de la representación. Se encontraba sentada en una mesa rodeada de hombres jóvenes, con un vistoso collar de perlas alrededor de su cuello aún terso, cuando de repente me señaló y gritó:
—¡Hola, jovenzuela! ¿Ya te han limpiado detrás de las orejitas? ¿Por qué no vienes aquí a presentarme tus respetos? —Y me sonrió mostrando unos afilados dientes que parecían los de una piraña.
Casi pude ver al columnista de Le Petit Parisién, que estaba sentado tras ella, palpándose el bolsillo en busca de una pluma.
—Buenas noches, madame —fue mi respuesta.
Mistinguett tenía treinta años más que yo y a mí me habían educado para que fuera respetuosa con mis mayores. El maître exhaló un suspiro de alivio, pero en el rostro de la diva se reflejó la decepción.
—Vas a tener que mejorar tu agudeza verbal —comentó André cuando nos sentamos— o, si no, te verán como una esnob que se cree demasiado buena como para meterse en una pelea de gatas. Si Camille Casal y tú fuerais más inteligentes, ya habríais empezado hace tiempo una buena rivalidad. Eso habría ayudado a despegar su carrera en ciernes y a ti no te vendría mal aparecer como su rival.
Al percibir un brillo pícaro en su mirada, me alegré al darme cuenta de que estaba bromeando.
Se oyó una conmoción que provenía de la puerta. Joséphine Baker acababa de irrumpir en el restaurante acompañada por su séquito habitual, entre los que se incluían el «conde» Pepito de Abatino, su chófer, su sirvienta y su mascota, que era un cerdito.
André arqueó las cejas mirándome.
—Estoy demasiado cansada —le dije yo como respuesta.
Aunque no le conté nada a André, nunca había considerado a Camille mi rival. Ella siempre me había intimidado. Un mes después de que comenzara el espectáculo, la invité a cenar en mi apartamento. Por alguna razón, pensaba que si ella aprobaba mi transformación, aquello supondría el sello definitivo de mi éxito. Pero, tan pronto como Camille llegó, me di cuenta de que, a pesar de mi cabello perfectamente peinado y mi elegante atuendo, todavía me sentía apocada ante su perfección física. Entró lentamente en mi apartamento con un vestido de color malva con varias vueltas de perlas rodeándole el cuello. El aire a su alrededor quedaba impregnado de un toque de Shalimar. Parecía imposible que alguien pudiera tener aquellas facciones tan bien parecidas en una piel tan tersa.
—Veo que te va bien —comentó mientras contemplaba el escritorio de palo de rosa casi como si no pudiera creerse que yo viviera en aquel lugar.
Algunas veces, ni yo misma me lo creía tampoco. Camille y yo habíamos recorrido mucho camino desde que nos alojábamos ambas en casa de tía Augustine en Marsella. Sentí una oleada de orgullo por el cumplido indirecto.
La conduje hasta el salón y le ofrecí un asiento. Sacó un cigarrillo y yo me incliné hacia delante para encendérselo.
—Así que finalmente me hiciste caso con lo del consejo sobre los hombres —comentó, acariciando con sus uñas nacaradas la piel del sofá—. Parece que André Blanchard ha hecho mucho por ti.
—No, no es así —le aseguré—. Nuestra relación es puramente profesional.
Su rostro pasó de mostrar una mirada de incredulidad al ceño fruncido. Por primera vez percibí que tenía ojeras marcadas bajo los ojos, que se le traslucían a pesar de que los llevaba maquillados cuidadosamente. Su relación con Yves de Dominici había terminado; él se había casado con una condesa italiana. Sin embargo, había oído que Camille estaba viéndose con alguien que ocupaba un cargo aún más alto en el Ministerio de Defensa. Me pregunté qué sería de su hija, que pronto cumpliría cinco años, pero sabía que no debía inquirir por ella. Camille me había contado que sacaría a la niña del convento tan pronto como encontrara a alguien lo bastante rico y lo bastante permanente, por supuesto. El hombre del Ministerio de Defensa estaba casado con una mujer que le controlaba la economía familiar, por lo que eso no parecía que fuera a suceder en un futuro demasiado cercano.
—¿Así que el espectáculo va bien? —preguntó—. ¿Qué harás cuando termine?
Me pregunté si Camille sabría que habían barajado la posibilidad de que ella protagonizara Bonjour, Paris!, pero, como ella no lo mencionó, yo tampoco lo hice.
—André quiere que grabe un disco.
—André Blanchard debe de estar fascinado contigo —comentó, mirando a su alrededor la habitación—. No me puedo creer que un hombre haga tanto por una mujer sin esperar nada a cambio.
Me ruboricé, no tanto por incomodidad, sino por vergüenza. Me proporcionaba cierta dignidad que André realmente creyera en mi talento y no esperara sexo a cambio de ayudarme en mi carrera. Pero que no me deseara en absoluto cuando yo estaba perdidamente enamorada de él me hacía parecer más la fea del baile que «la mujer más sensacional del mundo».
Mi sirvienta, Paulette, anunció que la cena estaba servida, ahorrándome el tener que darle más explicaciones a Camille sobre mi relación con André. Sabía que Camille tenía el apetito de un pajarillo, así que le pedí al cocinero que preparara col rellena con salsa de estragón y champán. Durante la cena, Camille se mantuvo distante, como si estuviera pensando en otra cosa.
—Me voy de París —anunció después de un rato—. Voy a hacer una película con G. W. Pabst.
Me dio un vuelco el corazón. Sabía que, independientemente de lo que yo lograra, Camille siempre estaría varios pasos por delante de mí. Deseaba protagonizar una película. El medio era nuevo, pero me resultaba emocionante la idea de contar historias a través de imágenes. ¿Y con quién mejor que con G. W. Pabst? El joven alemán ya se estaba ganando una buena reputación por ser un director extraordinario.
—¡Vas a ser una estrella de cine! —exclamé, sinceramente contenta por la buena suerte de Camille, pero anhelando tener un poco yo también.
Tras la comida, acompañé a Camille a la puerta, donde Paulette la ayudó a ponerse el abrigo. Camille me dio un beso de despedida y me deseó buena suerte. Le regalé un ramo de rosas y una caja adornada con motivos chinos. Me felicitó por la fragancia de las flores y el exquisito estampado de la caja, pero me dejó con la impresión de que había preferido mi compañía cuando yo era pobre y carecía de suerte.
Cuando el espectáculo se «consolidó», el padre de André nos invitó a visitar el château familiar durante un fin de semana. Debido a varios asuntos urgentes de negocios, no había podido conocer a monsieur Blanchard tras la actuación del estreno, pero le había pedido a André que me comunicara que pensaba que yo era magnífica. Aquel cumplido complació tanto a André que ese día les dio a todos los intérpretes una bonificación de su propio bolsillo.
De camino hacia el valle del Dordoña, André tarareó las tonadillas de las canciones de Bonjour, Paris! C’est moi! y me contempló con una mirada tan tierna que tuve que recordarme a mí misma que él no sentía ninguna atracción por mí. Mis estratagemas femeninas para ponerle a prueba —ponerme de pie pegada a él, mantener mi mano apoyada sobre su brazo un instante más de lo necesario— no habían surtido ningún efecto. ¿Por qué iban a cambiar ahora las cosas? Sin embargo, aunque André mostraba un desinterés manifiesto por mí, tampoco había habido ninguna otra mademoiselle Canier. Quizá era uno de esos hombres que preferían el trabajo al amor.
—Estaba nervioso —me confesó mientras tomaba una curva cerrada de la carretera—, no sabía qué pensaría mi padre de mi incursión en el negocio del espectáculo. Pero tu talento lo ha conquistado. No tiene más que palabras de admiración hacia ti.
—Mi éxito tiene tanto que ver contigo como conmigo —le respondí.
André se echó a reír y su risa resonó por encima del traqueteo del motor del automóvil.
—Creo que podrías haberlo hecho perfectamente sin mí, Simone. Pero ha sido divertido presenciar tu transformación.
El château de los Blanchard estaba rodeado de treinta hectáreas de tierras ajardinadas y dominaba el valle del Dordoña, un paisaje de verdes praderas y robles, con un tranquilo río serpenteando entre ellos. Llegamos a la mansión cubierta de hiedra justo a la hora del almuerzo y un mayordomo nos condujo hasta la terraza. El ambiente olía a hierba recién cortada y a jazmín. Veronique estaba lanzándole un palo a su perro en el jardín. Sus palabras al cachorrillo y los alegres ladridos de este resonaban en el aire estival. Madame Blanchard estaba sentada en un banco junto a una mujer con aspecto de matrona y a un hombre calvo. Sin embargo, fue monsieur Blanchard el que primero se aproximó hacia nosotros.
—Bonjour! —nos saludó, haciéndonos también un gesto con la mano.
Tenía el vozarrón de un capitán de la marina, profundo y acostumbrado a dar órdenes. No obstante, una amistosa sonrisa se dibujó en sus labios y le hizo parecer menos intimidante de lo que yo había esperado.
Agarró a André del hombro y André le devolvió el saludo. Me había imaginado que se saludarían, pero sin abrazarse. Su relación no era tan fría como yo había anticipado, pero aun así seguía habiendo algo formal en la manera en la que se aproximaron el uno al otro. Pensé en el tío Gerome y mi padre. Tío Gerome podía querer a su hermano, pero nunca pareció ser capaz de resolver cómo demostrarlo. Un profundo dolor había destruido el afecto natural entre ellos. Me dio la sensación de que quizá así era como monsieur Blanchard se sentía con respecto a André.
—Ahora, cuénteme, mademoiselle Fleurier —me dijo monsieur Blanchard, cogiéndome del brazo y dirigiéndome hacia los demás—, ¿cómo es que mi hijo, que tiene un oído enfrente del otro, ha podido descubrir a la mejor cantante de París?
Tenía los mismos ojos negros que André, pero mientras que su hijo me trataba con los modales de un caballero, monsieur Blanchard fijó su mirada en mis pechos. Tuve la incómoda sensación de que me estaba imaginando desnuda.
—André no tiene exactamente un oído enfrente del otro —repliqué y me eché a reír, más para enmascarar mi incomodidad que porque pensara que lo que había dicho era gracioso—. Sencillamente, él fue la primera persona, aparte de mi agente, en creer en mí.
—¡Vamos!, llegamos tarde al almuerzo —nos llamó madame Blanchard, haciéndonos un gesto desde la mesa—. Tendremos problemas con la cocinera si se estropea la ensalada.
—¿Acaso nos vamos a saltar las presentaciones? —preguntó monsieur Blanchard, conduciéndonos hacia una mesa puesta con una vajilla de porcelana blanca y ramilletes de flores silvestres.
Madame Blanchard se ruborizó pero no miró a su marido. Me presentó a la mujer y al hombre que la acompañaban: la hermana de André, Guillemette, y su marido, Félix. Les saludé, pero ninguno de los dos me sonrió. Guillemette no había heredado la atractiva apariencia física de sus padres, ni tampoco su dignidad ni su compostura. Si André no me hubiera dicho que su hermana acababa de cumplir los treinta, habría pensado que tenía al menos diez años más.
Guillemette y yo estábamos sentadas en diagonal y Félix se sentó frente a mí, pero descubrí que conversar con ellos era francamente difícil. Mirar a Félix a los ojos era imposible: cuando no se dedicaba a picotear su comida, observaba fijamente algo por encima de mi coronilla. Guillemette, por su parte, me estudiaba atentamente.
—André me ha contado que le apasiona montar a caballo —comenté, tratando de entablar conversación con ella—. ¿Es cierto que monta por el Bois de Boulogne todas las mañanas?
—Sí. —Fue su monosilábica contestación.
Por su tono, parecía casi como si yo le hubiera pedido dinero. Percibí un trasfondo de resentimiento, aunque no tenía ni la menor idea de cuál podía ser la causa.
André estaba discutiendo un asunto de negocios con su padre, así que me volví hacia Veronique con la intención de aligerar un poco la situación, pero la muchacha estaba totalmente dominada por la presencia de su hermana mayor. Más tarde, cuando sirvieron el primer plato, Veronique se acercó sigilosamente a André para susurrarle algo al oído, pero se paró en seco por la expresión de censura que le estaba dedicando su hermana.
—Si tienes algo que decir, Veronique, dilo en alto para que lo oiga todo el mundo —le espetó.
Los ojos de Veronique se llenaron de lágrimas y le temblaron los labios. Aquella no era la alegre niña que había conocido en la salita de madame Blanchard cuando André y yo las visitamos antes del estreno del espectáculo. Guillemette tenía la habilidad de cargar el ambiente de un relajado almuerzo al aire libre en un día de verano para convertirlo en un auténtico rancho militar. Tenía curiosidad por ver cuál era la relación que mantenía con su padre, pero monsieur Blanchard solo le dirigía la palabra a Félix.
—¿Cómo va el hotel de Londres? —le preguntó monsieur Blanchard a su yerno.
Félix se frotó la cabeza, que era tan lisa y lampiña que le confería el aspecto de una salamandra.
—Necesitaré ayuda para organizarlo —contestó, lanzándole una significativa mirada a André.
—Pues tendrás que buscarte a otro —replicó André bondadosamente—. Yo me voy a llevar de gira a mademoiselle Fleurier.
Guillemette me fulminó con la mirada desde el otro lado de la mesa.
—¿Y qué pasa con los negocios serios? —preguntó, volviéndose hacia André—. Parece que ahora ya no te ocupas de los hoteles.
André me había contado que, cuando entrara a trabajar con su padre, todos los hoteles pasarían a estar dirigidos por Félix. Me imaginé que era por eso por lo que Guillemette parecía tan preocupada por ellos.
—Vamos, vamos —dijo monsieur Blanchard, secándose los labios con una servilleta—. Habrá tiempo para todo eso cuando André cumpla treinta años. Le he prometido que hasta entonces puede divertirse como le apetezca.
Monsieur Blanchard me sonrió y guiñó un ojo. Hice lo que pude por no contestarle con una mueca. Miré de reojo a André, pero no pareció notar el comportamiento de su padre. Me sorprendió ver cómo era André con su familia. Cuando yo estaba con él a solas, me parecía alegre y buen conversador. Pero en medio de los suyos, se retraía a su mundo interior.
Madame Blanchard, que no le había dirigido la palabra directamente a su marido en ningún momento de la comida, cambió de tema para hablar de cosas menos trascendentes. Charló sobre un pueblo fortificado que visitaríamos esa misma tarde y sobre sus labores benéficas con los huérfanos. Sentí que ella, André y Veronique eran los integrantes amables de la familia Blanchard, mientras que los demás rayaban en la hostilidad. Me sentía tan incómoda en compañía de la hermana y el cuñado de André que si madame Blanchard no hubiera hecho un gran esfuerzo por incluirme en la conversación seguramente me hubiera pasado el resto del tiempo en silencio.
—Dígame, mademoiselle Fleurier, ¿no tiene alguna vez miedo escénico? Parece usted tan cómoda bajo los focos… —me preguntó madame Blanchard.
¿Cómo podía contestar a una pregunta como aquella? Se suponía que las estrellas no podían revelar sus defectos, excepto para confesar «caprichos publicitarios», como que les gustara comer fresas con nata después de cada actuación o que sintieran debilidad por fumar pipas indias.
—Siempre me siento muy emocionada antes de cada representación, madame Blanchard —le contesté.
André sonrió, cubriéndose la boca con el puño, pero no me miró.
«Emocionada» era el eufemismo que André y yo habíamos acuñado para los temblores, los sudores fríos, los ojos llorosos y las innumerables visitas al aseo que me sobrevenían antes de que comenzara el primer número del espectáculo. La noche del estreno había sido la peor, pero la respiración se me cortaba todas las noches cuando me montaba en el coche para ir al teatro. Tenía por costumbre llevarme a Kira al camerino, aunque nos había traído problemas alguna que otra vez, como cuando la ayudante de vestuario dejó mi vestido fuera y Kira, con su atracción por las cosas brillantes, mordió todas las lentejuelas.
Parte del ritual para calmar mis nervios consistía en no vestirme hasta el último minuto. Cuando me llamaban a escena, abría el medallón que contenía la fotografía de boda de mis padres y lo dejaba así, abierto en el camerino, hasta después de salir a saludar. Durante los descansos, encendía una vela que llevaba escrito en el lateral el deseo de lograr hacer una buena interpretación, algo que mi madre me había sugerido. Sin embargo, los rituales y las tazas de manzanilla no lograban calmar mis nervios. La sensación de mareo y el estómago revuelto solamente me abandonaban cuando salía al escenario y cantaba la primera nota. Entonces, como por arte de magia, se me despejaba la cabeza y mi cuerpo se tranquilizaba, como un barco que acabara de salir de una tormenta a la calma chicha. Después, todo iba bien.
—He oído que mademoiselle Fleurier es la artista más tranquila de París —comentó monsieur Blanchard—. La mayoría no logra salir a escena sin empinar el codo antes.
—Mademoiselle Fleurier nunca bebe antes del espectáculo —replicó André, orgulloso—. No deja que nada afecte a su actuación.
—Todos empiezan así —comentó despectivamente Guillemette. Su tono me recordó al de un cura dando un sermón, avisando a la congregación sobre un desastre inminente—. Pero la falta de sueño y el estar constantemente en el punto de mira de la opinión pública acaba con ellos. Nadie tiene la compostura para vivir así de deprisa durante demasiado tiempo.
—Gracias por tu lúgubre predicción, Guillemette —replicó madame Blanchard, sonriéndome.
—Pues no ha ido tan mal, ¿no? —comentó André al día siguiente cuando regresábamos a París.
«Está de broma», pensé. Después de haber crecido con tío Gerome y el agobio de vivir endeudados con él, no podía decir precisamente que proviniera de la más feliz de las familias. No obstante, mis padres y tía Yvette siempre me habían querido. Al pobre André lo adoraban su madre y Veronique, pero cualquier calidez de ellas dos se veía contrarrestada por la frialdad del resto de los Blanchard.
—Creo que no le gusto a tu hermana —le dije.
—A Guillemette no le gusta nadie —replicó André—. En todo caso, es la opinión de mi padre la que cuenta. Y creo que le has causado una buena impresión.
Yo también creía haberle gustado a monsieur Blanchard, pero entonces me acordé de cómo me había mirado los pechos y de cómo me había guiñado el ojo y me sentí incómoda.
En junio recibí un telegrama en el que me comunicaban que tío Gerome había fallecido. Lebaron suspendió dos representaciones para que pudiera regresar a casa a tiempo para el funeral.
—Murió mientras dormía —me contó Bernard de camino a la finca desde la estación de Carpentras—. Fue lo mejor que pudo pasar. Su salud había empezado a deteriorarse de nuevo.
Todo el pueblo acudió al cementerio. Había también gente de Sault y de Carpentras, además de docenas de rostros a los que no había visto nunca. Incluso había un fotógrafo de la prensa de Marsella. Dada la impopularidad de tío Gerome, estaba claro que habían venido a mirarme embobados. Me sentí avergonzada por estar allí junto a la tumba ataviada con un vestido de seda ligera mientras mi madre y mi tía llevaban los mismos vestidos de algodón negro que se habían puesto durante años.
En el funeral, monsieur Poulet se puso en pie y dio un discurso.
—Quiero expresar lo orgullosos que estamos de Simone Fleurier, y espero que cuando se case, vuelva a la iglesia de su aldea y a nuestro pequeño ayuntamiento para celebrar la ceremonia.
Resultaba agradable que me recibieran con tanta calidez, pero pensé que era de bastante mal gusto dedicarme un brindis a mí en mitad del funeral de tío Gerome.
A la mañana siguiente abrí los postigos de las ventanas y vi a mi madre trayendo cubos de agua al interior de la casa. Corrí escaleras abajo para ayudarla con aquella tarea agotadora y me senté con ella en la cocina mientras hervía una olla en el fuego para hacer café. Le habían salido mechones grisáceos por todo el cabello y una vena de aspecto doloroso se le enroscaba alrededor del tobillo. Pensé en Mistinguett. Por su edad, podría ser mi abuela, pero comparándola con el aspecto de mi madre ambas podrían haberse intercambiado la edad.
—¿Y si os compro una casa en Carpentras o Sault, o incluso Marsella? —le pregunté a Bernard mientras aseaba al burro y le quitaba los arneses del carro—. La vida sería más fácil para todos vosotros.
—Sí, sería más fácil, pero no sería vida —replicó—. No para nosotros. Nos gusta estar aquí. Pero te prometo que utilizaré el dinero que me has mandado para hacerles la vida más cómoda a tu madre y a tu tía.
La verdad era que el ritmo de vida de la finca, incluso a la hora de hacer el café de la mañana, era tan lento que me daba tiempo a pensar. Y al hacerlo, me pregunté si era realmente feliz. La muerte de tío Gerome demostraba lo terrible que era vivir con remordimientos. Yo había creído que convertirme en una estrella sería glamuroso y emocionante, pero, una vez que había pasado la precipitación inicial, me di cuenta de que resultaba agotador. Sentía un profundo afecto por André, pero debía contener mis sentimientos y, además, su familia no me tenía verdadero cariño. Por otra parte, su patrocinio alimentaba toda una serie de cotilleos que eran la razón de ser de las revistas parisinas de baja estofa.
Simone Fleurier debe de ser tan buena en su alcoba como sobre el escenario, a juzgar por la calidad de los hombres que la visitan en su camerino tras el espectáculo… ¿Cómo ha llegado esta muchacha flacucha a ser la sensación de París? Quizá haya que mirarle entre… ¿líneas? para saberlo.
¿Aquella era realmente la vida que deseaba llevar? Las cosas resultaban mucho más sencillas en la finca. Los cotilleos corrían por la aldea, pero no solían contener maldad. Las palabras de Guillemette se me habían quedado grabadas: «El estar constantemente en el punto de mira de la opinión pública acaba con ellos. Nadie tiene la compostura para vivir así de deprisa durante demasiado tiempo». ¿Acaso no lo había aprendido en Berlín? Los alemanes vivían más rápido que nadie, y en la misma época de nuestro primer estreno en el Adriana, Ada Godard se desmayó sobre el escenario y murió a causa de una hemorragia cerebral a los veintidós años de edad. Puede que yo no bebiera en exceso ni tomara drogas, pero había días en los que la presión hacía que me palpitara el corazón.
Tuve que abandonar la finca al día siguiente para regresar al espectáculo.
—Prometedme que vendréis a visitarme a París —les pedí a mi madre y a tía Yvette.
Ahora que el tío Gerome no estaba, Bernard podría ocuparse de la finca él solo más o menos durante una semana. Les di un beso de despedida a mi madre y a tía Yvette antes de montarme en el coche con Bernard. Los rostros de ambas mujeres mostraban una expresión pétrea, pero sus ojos brillaban con fuerzas renovadas. Me di cuenta de que se sentían orgullosas de mí.
Aspiré los aromas a lavanda, romero y glicinia que impregnaban el aire. «No —pensé—, adoro la finca, pero jamás podré volver a vivir aquí». París me había cambiado.
Cuando Paris Qui Danse llegó al final de su temporada en febrero de 1929, grabé un disco con varias canciones del espectáculo antes de que André y yo zarpáramos hacia Nueva York en el Íle de France. El famoso empresario teatral de Broadway Florenz Ziegfeld me había invitado a actuar en su musical Show Girl. Yo no tendría el papel protagonista, pues lo ocuparía Ruby Keeler. Representaría el papel de estrella invitada en una escena titulada Un americano en París. Sin embargo, íbamos a aprovechar la oportunidad para ir a Estados Unidos y establecer contactos allí para el futuro y también para hacer una pequeña gira por Brasil y Argentina después.
Cuando llegamos a El Havre, exhalé un grito al ver el tamaño del barco.
—¡Nunca había visto algo tan grande en toda mi vida! —le dije a André—. ¡Es más grande que el Louvre o el Hotel de Ville!
—Es el barco más hermoso del océano —comentó—, y no solo es el más grande o el más rápido, sino también el más lujoso. Ya lo verás cuando entremos.
Di una conferencia de prensa en el muelle, con los flashes de las cámaras iluminándome, y anuncié que, aunque me emocionaba ir a América, Francia siempre sería mi hogar. André y yo avanzamos por la pasarela de entrada, parándonos a mitad de camino y volviéndonos para saludar a la prensa y darle una oportunidad más de tomarnos otra fotografía. El capitán nos recibió cuando llegamos a bordo y me entregó un ramo de rosas de color lila antes de que el primer sobrecargo nos condujera al vestíbulo principal, donde podíamos esperar hasta que el barco estuviera preparado para zarpar.
—Ahora entiendo a lo que te referías sobre la elegancia del barco —le dije a André.
Estaba acostumbrada a los lujos, pero aquel barco era más impresionante que cualquier cosa que hubiera visto antes. El vestíbulo tenía cuatro cubiertas a diferentes alturas y se extendía casi por toda la longitud del barco. El mobiliario anguloso, las enormes columnas y las pilastras de color rojizo eran la esencia de lo más chic del estilo art decó.
—Otros barcos copian el diseño de interiores de casas solariegas o de palacios moriscos —me explicó André—. Pero el Íle de France es único. El decorado imita el océano.
—Me siento más en un complejo turístico que dentro de un barco —comenté.
—Por eso lo he elegido —contestó André, deslizando la mano por mi espalda hasta apoyarla en la zona lumbar y manteniéndola allí. La calidez de su piel me abrasó a través de la tela del vestido.
—Has olvidado lo que me dijiste en Alemania —le recordé, pasando el peso del cuerpo de un pie a otro.
¿Eran imaginaciones mías o estaba dibujando círculos sobre mi piel con la punta del dedo? André me había tocado cientos de veces anteriormente: una mano en el hombro, castos besos en las mejillas… Pero aquello era otra cosa.
André arqueó las cejas y negó con la cabeza.
—Me dijiste que me harían trabajar mucho más duro en Broadway de lo que tú me estabas haciendo trabajar en Berlín, y, dado que me llevas allí ahora, ¡quizá estas sean mis primeras y últimas vacaciones!
La sirena del barco sonó con estruendo y yo me sobresalté sorprendida. André se echó a reír y me aferró del brazo, conduciéndome a la cubierta para que nos uniéramos a los hurras, a los silbidos y a los que tiraban arroz mientras el barco abandonaba el puerto.
—Las cosas van a ser diferentes a partir de ahora, Simone —me gritó André para que le oyera por encima del alboroto—. Pero será mejor que hablemos de ello durante la cena.
Contemplé los ojos emocionados de André y percibí que algo estaba evolucionando entre nosotros. Si estaba en lo cierto, las cosas iban a cambiar para siempre.
Aquella noche André y yo descendimos la escalinata de mármol del Íle de France en dirección al comedor. Ataviada con un vestido de color rosa nacarado, me sentí como la protagonista de una película haciendo su entrada triunfal en un escenario de Hollywood. Y de hecho podría haberlo sido, con la cantidad de caballeros estadounidenses y sus esposas que estaban socializando con la élite europea. El comedor era una estancia alargada con focos cuadrados que colgaban del techo en lugar de complicadas lámparas de araña. En el menú había lucio del Loira con salsa de mantequilla junto con pato a la naranja y bombe impériale con nata montada.
—Perfecto —comentó André—. El lucio es una buena introducción de lo que quiero decirte.
Todavía me sentía aturdida por cómo me había tocado aquella tarde. ¿Habían sido solamente unas distraídas caricias o era algo más?
—¿Qué es lo que tienes que decirme? —le pregunté, sin apartar los ojos de su rostro.
Él sonrió.
—Cuando le comenté a mi padre que íbamos a viajar en el Íle de France, me contó la historia de un amigo suyo que estuvo presente en una de las primeras travesías del barco. Como ya sabes, el Íle de France fue diseñado para mostrar lo mejor del espíritu francés. Sin embargo, los británicos y los alemanes siguen compitiendo entre ellos para ver quién consigue construir el barco que alcance mayor velocidad. En cualquier caso, en aquel viaje, el amigo de mi padre estaba saboreando su comida, que consistía en lucio del Loira, cuando un barco británico, el Mauritania, les sobrepasó. Un rato después, el camarero le trajo un mensaje de radio enviado por un amigo suyo que viajaba en el barco que acababa de adelantarles. «¿Queréis que os remolquemos?», decía el mensaje.
Le escuché atentamente, tratando de descifrar cuál era el significado de la historia para André y para mí. Pero era un misterio.
André continuó con su relato.
—El francés amigo de mi padre cogió su copa y paladeó un poco de vino, después tomó otro bocado de lucio antes de darle al camarero su respuesta. «Por favor, envíele la siguiente respuesta —le dijo al camarero—: “¿Por qué tienes tanta prisa? ¿Acaso te estás muriendo de hambre?”».
—No deberíamos reírnos —le dije a André, dedicándole una gran sonrisa—. Mira cómo trabajamos tú y yo: no parecemos franceses.
—Pues eso es precisamente lo que quiero cambiar —replicó él.
—¿Cómo?
—Quiero que te cases conmigo.
Dejé caer el tenedor. Provocó un ruido estrepitoso al chocar contra el suelo. Había anhelado con todas mis fuerzas que André anunciara que comenzaba a encontrarme atractiva. Lo que no esperaba era que me pidiera en matrimonio. Le contemplé y parpadeé, sin saber qué decir. Por el rabillo del ojo vi que el sumiller se estaba acercando a nuestra mesa. Le dediqué una mirada. Lo bueno de los camareros franceses era que tenían un sexto sentido para saber si debían interrumpir una conversación. El sumiller se dio media vuelta y se dispuso a dar un rodeo más por la estancia.
—¿Tan sorprendida estás? —preguntó André, alargando la mano y tocándome la mía—. Te he amado desde el primer momento en que te vi en el Café des Singes.
Deseaba decirle que había estado soñando con él durante años, pero no podía pronunciar palabra. ¿Qué sentido tenía todo aquello? Si me había amado desde el primer momento en que me vio, ¿por qué había traído a mademoiselle Canier a Berlín? ¿Por qué nunca había respondido a mis insinuaciones?
—Olvidas que fuiste tú la que dijiste que solamente querías una relación profesional —me recordó, cuando finalmente encontré las palabras para preguntarle—. He estado enamorado de ti durante todo este tiempo. Sin embargo, todas las veces que he tratado de acercarme a ti han sido intentos fallidos.
Recordé la visita de André a mi camerino en el Casino de París y el discurso cargado de moralina que le dediqué en Maxim’s y no pude evitar sonrojarme.
—¡Pero seguro que tuviste que notar que mis sentimientos habían cambiado! —protesté.
—Sí —respondió—, pero primero tenía que resolver ciertas cosas.
Me sentía tan exaltada que pensé que podría flotar desde mi asiento y volar por toda la habitación. ¿Acaso estaba soñando? André me acababa de decir que me amaba.
—¿Qué tenías que resolver? —le pregunté.
—Mi padre.
Mi alegría se esfumó en un instante.
—¿Tu padre?
André apartó la mirada.
—No quería que mi padre pensara que tú eras simplemente alguien con quien estaba pasando el rato hasta que me casara con otra mujer. Te respeto demasiado como para eso.
Recordé el guiño que me había dedicado monsieur Blanchard cuando André y yo visitamos a su familia en la Dordoña. Eso era exactamente lo que pensaba que yo era.
—Entonces, ¿tu padre te ha dado permiso? —le pregunté.
—No exactamente —contestó André, volviendo a mirarme—. Pero le gustas y respeta tu trabajo, y eso es un buen comienzo. Ahora tengo veintitrés años. Si esperamos pacientemente hasta que llegue mi treinta cumpleaños para casarnos, mi padre no podrá tener ni la menor duda de que estamos hechos el uno para el otro.
Miré fijamente el plato. André sonaba convencido, pero una duda me corroyó por dentro. Entendía el poder que monsieur Blanchard ejercía, no solo sobre su propia familia, sino sobre toda Francia. Casarse sin su permiso sería prácticamente imposible.
André se inclinó sobre la mesa y me atrajo hacia él.
—No quiero esperar tanto tiempo —me susurró.
Levanté los ojos para mirarle.
—¡André, esto es de locos! —protesté—. ¿Te das cuenta de lo absurdo que es? Nadie comienza una relación amorosa así. Nos conocemos desde hace tres años y ni siquiera nos hemos besado nunca.
—Eso no es cierto —replicó—. ¿Acaso te has olvidado de la fiesta de fin de año en Berlín?
—¿Entonces eras tú?
—Pensaba que lo habrías adivinado.
Negué con la cabeza.
—Me cogiste por sorpresa. Además, no hubiera podido asegurar que…
El sumiller se aproximó a nosotros de nuevo. Arqueó las cejas y yo negué con la cabeza. André me besó. La suavidad de sus labios hizo que mi corazón se fundiera y que me ardiera la piel. La llama se propagó desde mis labios por la columna vertebral hasta las piernas.
Cuando el sumiller finalmente llegó hasta nuestra mesa, debió de encontrar una nota solicitándole que nos enviara el champán por medio del servicio de habitaciones. André y yo teníamos que recuperar una gran cantidad de tiempo perdido.
«Esto no puede ser real», me dije a mí misma mientras André deslizaba mi camisola por los hombros y me besaba repetidamente los pechos. Sus besos me provocaban un hormigueo que me recorría la columna vertebral y la cara interior de las pantorrillas. Le agarré del pelo y aspiré el aroma a sándalo que lo impregnaba. Levantó los ojos y nuestras miradas se cruzaron y después me besó en los labios.
La mayoría de las relaciones amorosas comienzan con un arrebato de pasión que se esfuma hasta convertirse en una amistad si los amantes tienen suerte, o se enfría y muere si no la tienen. Sin embargo, André y yo habíamos tomado el mejor camino posible. Éramos amigos antes de ser amantes. No teníamos que construir una relación de confianza porque ya estaba ahí. Cada roce, cada exploración eran únicamente una extensión de todo lo que habíamos sentido el uno por el otro durante años.
Contemplé el mural de ninfas danzarinas en la pared del camarote. Había oído las historias subidas de tono de los encuentros sexuales de las coristas y los rumores terroríficos sobre las experiencias de la primera vez. No obstante, no había nada de horroroso en estar con André. Me deshice en cuanto me tocó. Recorrí con los dedos sus anchos hombros y sus brazos musculosos, admirando su belleza masculina. Deslizó las manos por debajo de mí y dirigió la boca hacia mis caderas.
—¿Te gusta así? —me preguntó, respirándome contra el muslo.
—Sí, es muy agradable —confirmé.
Me imaginé sentada junto a un río en un día caluroso, el agua me hacía cosquillas en la piel. El lento roce de las manos de André me excitaba.
—Te amo —susurró, levantándose sobre mí y besándome incesantemente sobre la clavícula.
Noté como empujaba su erecto miembro contra mí. Abrí los muslos aún más para dejarle que se introdujera en mí. Le había esperado tanto tiempo que no había resistencia posible. Le rodeé las caderas con las piernas. A medida que se movía dentro y fuera de mi interior, se me activaron todos y cada uno de los nervios del cuerpo. Me sentía llena de luz. Me recorrió una sensación abrasadora por todo el pecho y un dolor placentero palpitó entre mis muslos, haciéndome jadear y arquear la espalda. André comenzó a moverse más deprisa y su propia respiración también se aceleró. Alargué la mano y agarré una almohada, incluso llegué a rasgar la tela con las uñas. La luz fue adquiriendo cada vez más intensidad antes de explotar en miles de estrellas y alejarse flotando.
Aparte de cenar en el restaurante del barco y de sacar a Kira a pasear por la cubierta, André y yo nos pasamos el resto de la travesía en la cama. Acordamos que tendríamos cuidado de que yo no me quedara embarazada hasta que nos casáramos, y André se vanagloriaba de haber comprado todas las existencias de capotes anglaises de la farmacia del barco.
—Todos los demás van a tener que aguantar las ganas o hacerse un nudo —comentó, echándose a reír.
La noche que yo iba a cantar para el capitán del barco y los pasajeros de primera clase, André y yo nos despertamos a las ocho de la tarde y nos bañamos y vestimos a toda prisa antes de mi actuación a las nueve en punto. Estaba acostumbrada a hacer rápidos cambios de vestuario, pero mi problema era el enorme enredo que se me había formado en la parte posterior de la cabeza tras una larga tarde de retozos amorosos.
—Tendrás que cortártelo —me dijo André, sosteniendo el revoltijo de pelo enredado mientras trataba de introducir un peine en él.
—¡No! —repliqué—. No quiero tener una calva en la parte posterior de la cabeza.
—¿Quizá podamos ponerle algo encima, un pañuelo, por ejemplo?
—Ninguno de ellos pega con lo que me voy a poner.
Tratamos de suavizarlo con el aceite capilar de André, pero lo único que conseguimos fue que mi pelo se quedara lacio.
—¿Quizá podríamos pedir que nos trajeran clara de huevo de la cocina? —sugirió André, aunque solamente nos quedaba media hora antes de bajar al comedor.
Finalmente, decidimos lavarme la cabeza en el lavabo. Tras secarme el pelo con una toalla, saqué la cabeza por el ojo de buey para que lo acabara de secar la intensa brisa marina. El resultado fue un peinado ondulado que ocultó el enredo y no quedó demasiado mal después de que lográramos controlar el encrespamiento con un poco de crema.
Canté cuatro canciones y triunfé con el público. También causé sensación en el salón de belleza al día siguiente, donde una legión de mujeres asedió a las peluqueras pidiéndoles «el nuevo peinado de Simone Fleurier».
—En realidad es bastante fácil —le aseguró André a una mujer que se nos acercó para pedirme un autógrafo—. Pero tendrá que dedicarle toda la tarde si quiere conseguir uno igual que el de Simone.
El último día de nuestro viaje, André y yo nos levantamos al alba para unirnos a los demás pasajeros a la espera de atracar en el puerto de Nueva York. Vitoreamos al pasar junto a la Estatua de la Libertad y vimos como se recortaban contra el horizonte las siluetas de los edificios de Manhattan. Sentí una oleada de alegría y esperanza: la ternura de André me había proporcionado confianza en el futuro de nuestro amor. Después de todo, ¿acaso Liane de Pougy no se había casado con su príncipe Ghika? ¿Y Winnaretta Singer no había hecho otro tanto con su príncipe Edmond de Polignac? Y eso que ellas habían vivido de una manera mucho más atrevida. La familia de André no podía reprocharme nada aparte de no pertenecer a una estirpe adinerada.
André y yo nos besamos, tan felices como una pareja en su luna de miel. Aunque, por supuesto, no estábamos casados. Aún no.