19

El Adriana de los Campos Elíseos se trataba del teatro de variedades más moderno de París y el empresario teatral, Regis Lebaron, era uno de los más emprendedores y audaces de Europa. Apartado del resto de los edificios decimonónicos de la avenida, la entrada del teatro consistía en un arco cromado con columnas a cada lado. La fachada era de cristal opaco y en el vestíbulo había cuatro figuras que representaban a Zeus, Afrodita, Iris y Apolo, y sostenían unas enormes esferas de luz. El decorado mezclaba lo ultramoderno con la mitología griega, y las butacas de la sala estaban equipadas con reposacabezas y reposabrazos. Se rumoreaba que aquellos asientos eran tan cómodos que se podían encontrar reproducciones en los hogares más elegantes de la ciudad.

Lebaron, que había amasado su primera fortuna en las mesas de ruleta y la segunda como empresario teatral, no reparaba en gastos para contratar a los mejores. Empleaba escenógrafos italianos para recrear fastuosos palacios y emigrantes rusos para elaborar decorados de los salones de baile y las cortes zaristas. Sus técnicos eran británicos o estadounidenses, y sus modistos, franceses. El Adriana era el primer teatro de variedades que había incorporado el cine a los espectáculos, pues empleaba una pantalla como telón de fondo en algunas de las representaciones de baile. El lema personal de Lebaron era: «El mejor entre los mejores», y se esforzaba por hacer cada espectáculo más impresionante que su anterior gran éxito. Y sin embargo entonces, según André, parecía que «el mejor entre los mejores» estaba perdiendo fuelle. Iba a ser difícil igualar a la eterna favorita de París, Mistinguett, y a la estrella más novedosa, Joséphine Baker. Camille era la siguiente estrella femenina más grande de París, pero como Lebaron le había confesado a André: «Ser hermosa solo la llevará hasta cierto punto y la novedad está empezando a pasarse. Quiero lanzar a alguien nuevo al estrellato».

No se me había ocurrido jamás que llegaría el día en que alguien me prefiriera a mí en vez de a Camille Casal. Ella nunca parecía dudar de sí misma; su tranquilo comportamiento antes de los espectáculos del Casino de París lo confirmaba. Para mí, aquel era el signo de que Camille era una verdadera estrella: la absoluta confianza que tenía en sí misma.

Miré de reojo a André, que estaba reclinado en su asiento del tren. El sol, que brillaba a través de los abedules del exterior, pintaba líneas de luz sobre su rostro, de modo que le confería el aspecto del personaje de una película. Estaba exhalando el humo de un cigarrillo, el cuarto que se había fumado desde que dejamos la Potsdamer Station una hora antes.

—Lebaron dice que si eres la mitad de buena de lo que yo aseguro que eres y el doble de buena de lo que eras cuando estabas en el Casino, te contratará. Te convertirá en una estrella. El humorista aparecerá en el cartel por debajo de ti. —André se puso en pie y apoyó el brazo contra el cristal—. ¿Entiendes lo que eso significa, Simone? Ya no tendrás que esperar cola ni ascender con esfuerzo, ¡sencillamente, ya estarás en la cima!

Se me cayó el alma a los pies y se me hizo un nudo en el estómago. Todavía ni siquiera había hecho la audición. Sería una dura caída si fracasaba. Había sentido el impulso de trabajar duro en Berlín, no solo por mi propia ambición, sino por un ardiente deseo de contentar a André. Sabía que era mejor no expresar mis dudas en ese momento. Él se había arriesgado mucho para conseguirme una audición y, aunque me sonrió, su rostro mostraba una expresión tensa. En muchos sentidos, mi debut era también el de André, y aquello me aterrorizaba. Quizá fue entonces cuando empezamos a comprender la magnitud de aquello a lo que aspirábamos.

El conductor de André nos esperaba en la estación. Estaba lloviznando y los edificios y los cafés se habían teñido de gris. Era extraño estar de vuelta en París después de haberme ausentado durante casi dos años. Las calles y las tiendas tenían el mismo aspecto, pero yo era una persona distinta, aunque todavía no lo había comprendido por completo. El chófer de André condujo directamente hacia el barrio de la Étoile, aunque esta vez no aparcó frente a un desvencijado hotel particulier, sino delante de un edificio de apartamentos junto al parque.

—Espero que te guste —me dijo André, rebuscándose la llave en el bolsillo.

Mientras abría la puerta, yo saqué a Kira de su canasta. Salió volando hacia el interior del apartamento antes de que André o yo pudiéramos entrar y corrió hacia la silla tapizada en piel de leopardo, el único mueble que le resultaba familiar.

André colocó mis maletas en el interior junto a la puerta y me condujo al salón. El suelo estaba recubierto de madera de diferentes tonos y yo seguí con la mirada las líneas de los muebles de palo de rosa y las paredes de color miel.

—Tenía previsto poder mudarme aquí yo mismo —me confesó André—, pero es un hermoso apartamento para una mujer y yo puedo encontrar otro sitio. Cuando seas una estrella, la prensa querrá venir y fotografiarte aquí.

Los sofás y sillones estaban cubiertos de cojines orientales y mantones de piel. El decorado era elegante con toques de originalidad: todo lo que André había planificado que yo debía llegar a ser.

Se desplazó hasta la esquina de la habitación y abrió la persiana para revelar una ventana circular que hacía esquina y que tenía vistas al parque y a la calle. A pesar del tiempo encapotado, la luz entró a raudales a través del cristal.

—Puedes sentarte aquí cuando quieras leer o aprenderte tu guión —me aclaró André.

Le seguí hasta el dormitorio, que estaba decorado con la misma mezcla de tonos beis, rojizos y negros que el resto del apartamento. André tocó un interruptor y la luz brilló desde unos apliques de cristal que había en las paredes.

—Me gusta mucho —le dije.

Pensé que el apartamento era muy bello, pero no me sentí tan sobrecogida como lo hubiera estado hacía unos años. Me había acostumbrado al lujo en el Adlon y a que André se ocupara de cubrir mis necesidades. No se me había ocurrido que me estuviera convirtiendo en una consentida, pues había sucedido gradualmente.

Kira caminó detrás de nosotros, olfateando los suelos y los muebles.

—Tu sirvienta vendrá mañana —me anunció André, apoyándome las manos en los hombros—. Ahora, trata de descansar y volveré a recogerte más tarde, a las dos en punto.

«Es bueno contigo, Simone, pero no te ama», me recordé a mí misma.

Me sentía tan entumecida por los nervios que apenas noté los labios de André en las mejillas cuando me besó al despedirse. Cerré la puerta y una quemazón de bilis me subió por la garganta. Me había emocionado mucho cuando abandonamos Berlín, pero ahora que solo faltaban un par de horas para mi encuentro con Regis Lebaron me invadió el pánico. Regresé al salón y mi mirada recayó sobre el mueble bar. Abrí la puerta de un golpe y encontré una licorera de brandi. Quizá una bebida lograría calmarme. Abrí el tapón y olfateé el aroma a azúcar requemado. «No», pensé, recordando que no había sido capaz de entablar una conversación coherente con Max Reinhardt tras una copa de Feuerzangenbowle.

Me hundí en el sofá y miré fijamente el cuadro que presidía la chimenea: un jaguar que acechaba por la jungla. ¿Una sirvienta? Miré a mi alrededor las lustrosas superficies. Aquí sería necesaria una para limpiar las huellas de aquellos muebles. Recordé el tosco mobiliario de madera en la casa de la finca de mis padres y la mesa de roble de la cocina de tía Yvette. Aquella mesa la limpiábamos después de cada comida y también sacudíamos la ropa de cama, pero rara vez nos dedicábamos a abrillantar o pasar el polvo más que un par de veces al año.

Me puse en pie, me desplacé hasta el escritorio y abrí los cajones. Había hojas de papel de carta y una pluma. Me senté y comencé a escribir una carta a mi madre, a tía Yvette y a Bernard, contándoles que había regresado de Berlín y que ahora estaba residiendo en un apartamento grande, así que tenían que venir y visitarme en París porque pasaría algún tiempo hasta que pudiera escaparme a verles yo a ellos.

Miré por la ventana, hacia la calle lluviosa. Me acordé de mi madre, con su vestido de faena y con la estola de zorro plateado que yo le había regalado alrededor del cuello.

Crucé los brazos y apoyé la cabeza sobre ellos. La presión pudo conmigo y comencé a notar la sangre latiéndome en los oídos. Una soledad más fuerte que la que nunca había experimentado antes me contrajo el corazón. Me estaba cayendo por un oscuro pozo y no había nadie allí para salvarme. Todavía no lo había comprendido del todo, pero una nueva Simone estaba a punto de nacer.

Para cuando André pasó a buscarme, me encontraba en tal estado de nervios que temí vomitar en su coche. Sin embargo, me cuidé de ocultar mi ansiedad y mis recelos resultaron ser infundados cuando mi «audición» con Regis Lebaron y su director artístico, Martin Meyer, acabó por ser algo totalmente diferente a lo que había tenido lugar en el Casino de París y el Folies Bergère.

A André y a mí nos recibieron dos caballeros que llevaban trajes azul marino prácticamente idénticos, con el pelo engominado y sendas corbatas anudadas al cuello. El más alto de los dos era Regis Lebaron; le reconocí por las fotografías y por sus saltones ojos dorados y finos labios. Normalmente, solían decir de él que era parecido a una rana, pero aquella comparación no aportaba nada sobre su exuberante personalidad. Nos presentaron a Martin Meyer por su apodo, Minot, un sobrenombre que le habían puesto sus compañeros de colegio y que había conservado a lo largo de los años. Era delgado, con un hoyuelo en la barbilla, y parecía tener grandes dificultades para mantener las manos quietas. Las abrió, las cerró y las movió en todas las direcciones mientras afirmaba que se sentía emocionado por conocerme. Minot contuvo aquel movimiento nervioso durante un instante a causa de una mirada de reproche de Lebaron, tras la que se metió las manos en los bolsillos, aunque unos segundos después las dejó escapar de nuevo para hacer un gesto teatral hacia las puertas del auditorio.

—Por aquí, por favor —nos indicó, haciéndonos pasar a la sala.

El auditorio se hallaba sumido en la oscuridad a excepción del escenario, que estaba iluminado por un foco que producía un halo de luz en el centro. André cogió mi abrigo y lo dejó sobre uno de los asientos. Me percaté de que Lebaron me estaba mirando de arriba abajo y una sonrisa de satisfacción asomó en sus labios. Tras varios tratamientos de belleza, maquillaje de Helena Rubinstein y el cabello peinado en una elegante melena, esperaba que le gustara lo que tenía ante sus ojos.

Había un piano de ensayos cerca del escenario, pero el pianista no estaba. Agarré con fuerza mi carpeta de partituras, con la esperanza de que llegara pronto y pudiéramos acabar con aquel calvario. Para mi sorpresa, Minot me cogió las partituras de las manos y las hojeó.

—Oh, me encanta esta —exclamó, señalando una de las piezas de Vincent Scotto—. Cuando la cantó usted en el Casino, se me saltaron las lágrimas.

—Ha pasado mucho tiempo desde entonces —le advirtió André—. Ahora Simone logra que su voz llegue hasta donde se propone y baila sin perder el aliento.

Se abrió una puerta y entró un camarero parsimoniosamente con una botella de champán en un cubo de hielo y unas copas sobre una bandeja. Lebaron le indicó que lo dejara sobre el escenario.

—Daremos cuenta de ello en un minuto —anunció, y volviéndose hacia mí añadió—: Ya sé que tiene usted una de las mejores voces de París. La vi en el Casino y maldije mi suerte por no haberla descubierto yo primero. Allí estaban desperdiciando su talento. Lo que quiero saber es qué podemos hacer con su actuación.

—Bueno, Simone ha recibido clases de baile con dos de los mejores profesores de Berlín —le explicó André—. He traído algunos discos. ¿Quieren que se lo mostremos?

Lebaron se agarró la barbilla con la mano y miró fijamente a André.

—Ya sé que también sabe bailar. Un año más y hubieran tenido que sustituir a Rivarola por una pareja de baile mejor para ella. Olvida usted que descubrir talentos ha sido mi fuerte durante años. Lo que quiero saber es cómo vamos a hacer su presentación.

André y yo nos intercambiamos una mirada. Yo estaba a punto de decir algo cuando André levantó la mano para detenerme. Si hubiera hablado, le habría preguntado a Lebaron si es que aquello significaba que ya había decidido contratarme. Pero resultaba evidente que así era. En algún momento entre su conversación con André y el instante en el que me había conocido, debía de haber decidido asumir el riesgo. Se me encendió el corazón. Fue como si el telón de fondo hubiera cambiado y ahora me encontrara en una nueva escena. Por primera vez, no tenía que demostrar mi talento o que era lo bastante atractiva. Lebaron daba ambas cosas por hechas.

—¿Le importaría ponerse en pie bajo el foco durante un instante, mademoiselle Fleurier? —me dijo Minot, ofreciéndome el escenario con un gesto de la mano.

Hice lo que me pidió. Me sentí como si estuviera de pie bajo un rayo de luz del sol, aunque me temblaban las piernas por toda la adrenalina que había acumulado. Lebaron y Minot se movieron a mi alrededor gritándose ideas el uno al otro.

—Me imagino una escena de tormenta y los cielos abriéndose —exclamó Minot—. Después, criaturas celestiales… ¡No, no, no!, ¡dioses y diosas griegos que se moverían arriba y abajo por la escalinata!

—Cuando lleguen al final de la escalera, darán la vuelta a sus trajes reversibles y se convertirán en flappers y jóvenes caballeros que acaban de llegar a un elegante club —añadió Lebaron, mirándome y contemplando el resto del escenario, como si la escena se estuviera desarrollando ante sus ojos en ese momento.

—Entonces, llegará la muchacha más hermosa de todas —dijo Minot, tirando de mí hacia delante— y cantará la primera canción.

Lebaron levantó las manos en el aire.

—En los carteles, pondremos: «Simone Fleurier, la mujer más sensacional del mundo».

Miré a André, que me estaba sonriendo de oreja a oreja desde la primera fila de butacas. Lebaron y Minot ya habían decidido que necesitaban una leyenda y que yo tenía suficiente talento como para satisfacerles. Iban a fusionar leyenda y talento para crear una estrella. Y esa estrella iba a ser yo.

Los preparativos para el espectáculo Bonjour, Paris! C’est moi! constituyeron una prueba de fuego para mí. Como una de las artistas importantes en el Casino de París, lo único que se había esperado de mí era que me presentara a todos los ensayos y a las pruebas de vestuario y que actuara lo mejor posible. Pero ahora, como estrella de una importante producción, me vi involucrada en todos los aspectos del espectáculo, desde la selección de los actores secundarios, pasando por la elección de decorados, hasta el diseño de los carteles. Tenía que estar presente, porque todo giraba a mi alrededor. Fui totalmente consciente de ello durante las audiciones para las coristas.

—Todas ellas serán rubias —exclamó Minot, moviendo enérgicamente las manos hacia mí—. Así, usted destacará entre ellas como una magnífica perla negra.

André era el coproductor del espectáculo y tenía la tarea de supervisar todo, desde los escenarios y los trajes hasta las tramoyas. Lebaron pretendía que los decorados de Bonjour, París! C’est moi! fueran los más suntuosos que París hubiera visto nunca: entre ellos habría un baile en Versalles y una escena en la jungla con monos de verdad y un tigre. Una tarde, fui a visitar a André en su despacho del teatro y me lo encontré estudiando modelos a escala de cada escenario completo con planos móviles y telones para los cambios de escena. Parecía tan feliz como un niño jugando con un trenecito.

—El ingeniero dice que podemos diseñar una cascada —me contó André, señalando el escenario selvático donde yo estaba presente en forma de muñeca de cartón.

André era una buena elección como coproductor porque trabajaba treinta y seis horas de cada veinticuatro y contagiaba su energía y entusiasmo a los diseñadores y carpinteros, que trataban de superarse unos a otros para crear los escenarios más espectaculares que les fuera posible.

—Si lo consigues, creo que será una gran primicia en los escenarios de París —le respondí.

—Tengo que demostrarle a mi padre que mi «proyecto especial» ha merecido todo el tiempo y el dinero que le he dedicado —me contestó, echándose a reír.

Di por hecho que estaba bromeando, pero su broma me dolió. No me había resultado fácil ajustarme a la situación de pensar en André nada más que como mi jefe y mi amigo. Lograba aceptar que nunca me había encontrado atractiva y que era yo la que me había engañado a mí misma. Por lo menos, me había ahorrado la humillación de declarar lo que sentía. Pero que aceptara la falta de interés de André por mí no impedía que mis propios sentimientos me angustiaran de vez en cuando. Aunque ambos nos pasáramos la vida trabajando, el sonido de su voz lograba que el corazón me latiera con fuerza.

A veces, había sorprendido a algunos de los artistas de los números secundarios besándose entre bastidores, y una vez, mientras estaba cerca de un conducto de ventilación en mi camerino, había escuchado los sonidos extáticos de un hombre y una mujer que hacían el amor en algún lugar del teatro. Apreté la oreja contra el agujero, cautivada por aquellos gemidos, jadeos y suspiros. Un latido me abrasó el vientre, pero únicamente podía soñar cómo sería que me tocaran así. Cerré los ojos y me imaginé recorriendo con las manos el cabello de André y sintiendo su piel desnuda fundirse con la mía. Pero cuando se me ocurrían aquellos pensamientos, me mojaba la cara con agua fría o me humedecía las sienes con colonia. No tenía sentido abrigar un deseo que nunca se satisfaría. Se me ocurría que yo ya era lo bastante mayor, y claramente ya había sobrepasado la edad en la que los artistas del teatro de variedades perdían la virginidad, pero André me trataba con la dulzura familiar de un hermano que adora a su hermana pequeña.

Me sentí sin duda como su «proyecto especial» la primera vez que pasé junto a las Galerías Lafayette y vi mi rostro asomándose en uno de los carteles sobre el Boulevard Haussmann. «Para tener una piel tan tersa como la de Simone Fleurier, use el jabón Le Chat». ¿Realmente era yo aquella chica envuelta en un vestido de satén, con una Kira de ojos grandes y un collar de diamantes al cuello entre los brazos? André me había convertido en la imagen de varios productos como publicidad previa al espectáculo e iba a aparecer en anuncios de cosméticos de Helena Rubinstein y de pasta de Rivoire & Carret. Observé el anuncio de Le Chat con recelo. El cabello de aquella chica era brillante y suave, sus labios estaban pintados de un color oscuro y llevaba los ojos perfilados con rímel. Ella no era la persona que yo me sentía por dentro. Todavía andaba de puntillas de aquí para allá, a la espera de que las coristas se volvieran contra mí y se quejaran de que yo no era más que una desgarbada actriz cómica que más bien debía ocupar el último puesto del coro. Sin embargo, el éxito de aquellos anuncios demostró que mis dudas eran infundadas. Las ventas de aquellos tres productos se multiplicaron por dos durante el primer mes. Estaba a punto de convertirme en una estrella. Todo lo que siempre había soñado y por lo que siempre había trabajado estaba empezando a dar sus frutos. Entonces, ¿por qué me sentía tan sola?

—Hemos recibido una invitación —me dijo André, mostrándome una tarjeta blanca—. Mi madre tiene mucho interés en participar en la sorpresa para mi padre. Me ha dicho que, para que el mejor público posible acuda a ver el espectáculo, tenemos que conseguir que aparezcas en las páginas de sociedad. Te ha invitado a su reservado en Longchamps. Asegura que si una hermosa pero desconocida señorita es vista en las carreras con madame Blanchard todo el mundo querrá saber quién es. Pero primero tengo que presentártela.

André y yo llegamos a la mansión parisina de su familia en la Avenue Marceau a la mañana siguiente para tomar café y pasteles con madame Blanchard. Mi estancia en el Adlon y las cenas en distinguidos restaurantes habían suavizado mis modales provincianos y el vestido de Vionnet que llevaba no me hacía parecer fuera de lugar junto al pórtico de granito donde André y yo esperamos a que el mayordomo abriera la puerta. Sin embargo, tan pronto como posé la mirada sobre el recibidor con su escalera de mármol, una fuente y retratos de Gainsborough, me quedé anonadada. El Adlon era el primo pobre de la residencia de los Blanchard. Hice lo que pude por no quedarme con la boca abierta ante los bastidores festoneados y las alfombras orientales, los candelabros con rosetones de bronce o el mobiliario de madera oscura con adornos dorados. Aquella casa era todo lo que la residencia de una poderosa familia europea tenía que ser: rezumaba antigüedad y eternidad. Y era intimidante.

Madame Blanchard nos estaba esperando en la salita con la hermana menor de André, Veronique. Su madre tenía mejillas redondeadas y era rubia como si fuera sueca. André había heredado la estatura de ella y la tez de su padre.

—Querida mía, es usted tan hermosa como André la había descrito —exclamó madame Blanchard, cogiéndome de la mano y guiándome hasta una silla tapizada con brocados azules.

Las cortinas y los candelabros de pared eran turquesa, y allá donde mirara veía diferentes tonalidades de lapislázuli y retallos dorados junto a floreros con orquídeas blancas. El efecto era como encontrarse en mitad de una exótica concha marina. La estancia era gratamente diferente en comparación con el tono sombrío del resto de la casa.

Por alguna razón, madame Blanchard no me había presentado a Veronique, pero la chica no tenía intención de que la ignoraran. Se levantó de su asiento, se apartó la melena rojiza hacia los hombros y se presentó a sí misma con voz adolescente, añadiendo que yo parecía «mucho más simpática que mademoiselle Canier».

—¡Veronique! —exclamó madame Blanchard, tratando de contener una sonrisa—. Puedes dedicarle todos los cumplidos que quieras a mademoiselle Fleurier, por supuesto, pero sin insultar a nadie más al hacerlo.

Junto a mí había una mesa camilla con un marco de fotos sobre ella. La persona que aparecía en la fotografía era un atractivo joven de hombros anchos, ataviado con su uniforme de oficial. Sin embargo, sus ojos tenían el aspecto enternecedor de los de un artista, no de un soldado. Contemplé la vitrina llena de medallas de guerra sobre la estantería encima de la mesa. No había necesidad de preguntar quién era el hombre de la foto.

Me di cuenta de que madame Blanchard me estaba mirando y me volví hacia ella. Aunque no mencionó la fotografía, algo en sus ojos me dijo que le agradaba que me hubiera fijado en ella.

—El editor de moda de L’Illustration hablará de mademoiselle Fleurier —comentó, haciendo un movimiento de cabeza hacia André—. El talento es una cosa y la publicidad, otra muy diferente. —Después, una vez que la sirvienta hubo traído el café y nos hubo entregado una porción de pastel de chocolate a cada uno, añadió—: Mademoiselle Fleurier necesita que la vean y la fotografíen en los lugares adecuados antes de la noche del estreno. Y mañana, Longchamps es una oportunidad demasiado buena como para perdérsela.

Un cachorro pomeranio se paseó por la estancia y tomó asiento bajo la silla de Veronique. La muchacha se agachó y le dio de comer con la punta del dedo un trocito de pastel. Recordé que mi familia solía alimentar a Olly así, pero la cocina rústica de Pays de Sault estaba a años luz de la elegante salita de madame Blanchard.

—Hábleme sobre usted, mademoiselle Fleurier —me pidió madame Blanchard—. ¿Así que comenzó usted su carrera en Marsella?

Le expliqué que mi familia tenía una finca con campos de lavanda, le conté la muerte de mi padre y le hablé sobre Le Chat Espiègle. Madame Blanchard escuchó pacientemente las anécdotas sobre mi origen humilde y no pareció en absoluto contrariada. En todo caso, me dio la impresión de que estaba impresionada por mi determinación de triunfar.

Mientras madame Blanchard y yo charlábamos, André hablaba con su hermana. Sus voces tenían la resonancia afectuosa de una historia compartida de juegos de infancia y secretos comunes. Cuando Veronique terminó su trozo de pastel, André le cortó otro, a pesar de la divertida mirada de censura que les dirigió su madre. Recordé lo que André me había contado sobre que Veronique era la rebelde de la familia y deseé que su padre no reprimiera el alegre espíritu de la muchacha… ni tampoco el de André. Monsieur Blanchard estaba ausente por negocios en Suiza, pero percibí su presencia dominante en el retrato que colgaba sobre la chimenea. Supe quién era porque se parecía como dos gotas de agua a André, pero con un aspecto más estricto. Pensé que era una extraña elección decorativa que hubieran colgado el retrato del patriarca de la familia sobre la chimenea de la salita de madame Blanchard. Incluso aunque no estuviera allí, monsieur Blanchard parecía vigilar el orden de la casa.

—Mis hijos son todos tan diferentes —comentó madame Blanchard—. Cuando Veronique está contenta o triste, se le refleja inmediatamente en la cara. André es totalmente distinto. Nunca se sabe lo que está pensando. Con él, es cierto que las apariencias engañan.

Nos quedamos una hora con la madre y la hermana de André. Cuando nos levantamos para marcharnos, madame Blanchard me puso la mano en el hombro.

—Me gusta usted —me susurró—. No es en absoluto lo que había imaginado.

A mí también me gustó ella. Me había dado la sensación de que era amable y sincera. Sin embargo, había un toque dubitativo en su voz que me dio miedo. Percibí que el padre de André no sería tan fácil de complacer.

Mi contrato con el Adriana incluía que me pagaran un porcentaje de mi caché por adelantado. Como André se estaba ocupando de mis necesidades materiales, le envíe parte del caché a Bernard para que pudiera hacer reparaciones en la finca. Después, fui a ver a Joseph a la tienda de muebles.

—¡Mademoiselle Fleurier! —me saludó—. Odette no me había dicho que iba a venir. ¿Está usted buscando algo especial?

Desde que volví de Alemania, me había dado cuenta de que Odette estaba melancólica, porque su veintiún cumpleaños había pasado de largo, y ella y Joseph aún no estaban casados. Joseph gozaba de prosperidad en su trabajo, pero no había podido ahorrar lo suficiente como para establecer su propio negocio. Sin él, el padre de Odette no les daría su permiso para que se casaran.

—A mis padres les gusta mucho Joseph —me explicó Odette—. Pero quieren asegurarse de que puede mantenerme. Y mi tío está de acuerdo con ellos.

Tuve que abstenerme de sonreír. Odette tenía gustos caros, e incluso sus padres, que eran de clase media, se daban cuenta de ello. Si Joseph no se procuraba unos buenos ingresos, Odette lograría llevarlo a la bancarrota en un solo año.

—Quiero ayudarle a que abra su propia tienda —le dije a Joseph—. Tengo un cheque aquí para usted en el bolso.

Joseph abrió los ojos como platos y negó sacudiendo la cabeza.

—No, mademoiselle Fleurier, no puedo pedirle a usted tal cosa.

—No, no me lo está pidiendo —le respondí—, se lo estoy dando yo. Odette es una buena amiga y quiero que se case usted con ella y la haga feliz.

Joseph relajó los hombros y me condujo a su despacho.

—Claro que quiero casarme con Odette —me aseguró mientras me ofrecía una silla—. Pero me sentiría avergonzado de mí mismo si estuviera en deuda con usted. Tengo que rechazar su oferta.

—No sea tonto —le espeté—. No estará en deuda con nadie. Un buen día, cuando consiga tener un negocio próspero, podrá amueblar la casa de campo de mi familia en la Provenza. Ellos tienen gustos sencillos, pero desearía que también pudieran disfrutar de unos muebles bonitos.

A Joseph se le iluminó la mirada.

—Me encantaría hacerlo. Incluso podría hacer un viaje ex profeso a la Provenza para comprar el material necesario.

—Entonces, ¿está resuelto? —le pregunté, levantándome de mi asiento—. No creo que haya necesidad de que Odette se entere de lo que hemos hablado.

Los ojos de Joseph se llenaron de lágrimas. Era un encanto de hombre y yo estaba segura de que sería un buen marido.

—No tiene usted idea de lo feliz que me ha hecho —me dijo—. Si Odette y yo tenemos algún día una hija, la llamaremos como usted.

—Será un honor —le respondí—. Pero no le obligaré a cumplir tal cosa.

Cogí un taxi de vuelta a mi apartamento con el corazón henchido de alegría. En un primer momento había pensado que el dinero solo servía para comprar cosas, pero ahora me daba cuenta de que también podía traer la felicidad.

Hacia finales de marzo, todo el mundo trabajaba a toda máquina y llegó el sprint final de los preparativos del espectáculo. Normalmente, Lebaron y Minot tardaban entre seis y diez meses en montar cada nuevo espectáculo, pero, gracias a la ayuda de André, habían terminado este prácticamente en tres. «Prácticamente» porque, para cuando se completaron las orquestaciones finales de las canciones, fue necesario cambiar algunas de las coreografías de los bailes. También había que hacer algunas alteraciones en el vestuario y varios decorados necesitaban arreglos para que casaran con los cambios de programación. Uno de los electricistas abandonó furioso su trabajo y una costurera se desmayó por agotamiento. Odette vino a ayudar con los trajes y yo sentí aún más respeto por mi amiga después de verla un día tras otro con una aguja en la mano y el hilo entre los dientes mientras les decía a todos: «¡Calma! ¡Todo saldrá bien!».

El vestido que yo llevaría en la escena final todavía estaba inacabado sobre un maniquí en el taller de vestuario. Me ofrecí para terminarlo, pero Minot abrió horrorizado los ojos como platos.

—¡No, no, no, mademoiselle Fleurier! Debe usted reservar energías. Es usted la estrella. El éxito de este espectáculo descansa sobre sus hombros.

Yo pretendía ocupar la mente en otras cosas para calmar los nervios. Que el éxito del espectáculo descansara sobre mis hombros era precisamente lo que me provocaba sudores nocturnos y accesos de mareo. No le dije a nadie que sufría ataques de pánico. El primero me sobrevino cuando el libreto ya estaba escrito y las partituras compuestas. Me encontraba en mi apartamento repasando la letra de una canción cuando me empezó a palpitar el corazón. Traté de concentrarme en la partitura que tenía delante, cuando comenzó a darme vueltas la cabeza y todo se volvió blanco. El único modo que tuve de deshacerme de aquellas náuseas fue escondiendo la partitura bajo un cojín. Después de aquello, solo lograba ensayar en compañía de otra persona, normalmente André o Minot.

—No consigo memorizar nada a menos que actúe para alguien —les expliqué echándome a reír, para ocultar mi terror tras una sonrisa.

Todo el mundo estaba esforzándose al máximo para preparar el mejor espectáculo de todos los tiempos, así que no podía aguarle el ánimo a nadie o hacer que dudaran de mí. Me di cuenta de que la presión que sentía en el Casino de París o en Le Chat Espiègle no eran más que «mariposas en el estómago» en comparación con esto. Ahora había mucho más en juego. Si el público no respondía, supondría el fracaso de mucha más gente aparte de mí.

No me ayudó en absoluto a preservar mi tranquilidad el hecho de que, durante la última semana de ensayos antes de la noche del estreno, Lebaron merodeara con cara de alma en pena entre bastidores mientras yo practicaba mis números. Y, para colmo de males, el último día antes del estreno se dedicó a sacudir la cabeza como si pensara que había cometido un terrible error al apostar por mí.

—Ignórelo —me susurró Minot, dándome unas palmaditas en el hombro—. Siempre se comporta así en estos momentos. Es por culpa de su superstición. Piensa que si le dice a usted lo fabulosa que es gafará todo el espectáculo.

La noche del estreno llegué al teatro a las siete y media con Kira, mi mascota de la buena suerte. André me había enviado a su chófer, pues no había podido venir él mismo a causa de un cambio de última hora en un papel secundario. Mi camerino estaba lleno de ramos de rosas y había una botella de champán metida en un cubo de hielo. Atada al cuello de la botella había una tarjeta de Minot que decía: «¡A medianoche estaremos bebiéndonosla, querida mía!». Querido Minot, qué encanto era. Había pensado en todo. Incluso había enviado una notificación a todo el mundo para que no me molestaran y para que los únicos que pudieran transmitirme cualquier mensaje fueran el director de escena o él mismo. Aprecié aquel gesto, aunque me preocupaba que aquello pudiera incluirme en la liga de mezquinos artistas tiranos a la que pertenecía Jacques Noir. Sentí la necesidad de poner en orden mis pensamientos. Kira percibió mi nerviosismo. Durante los ensayos, se había dormido sobre una manta junto al radiador o se había entretenido jugando con mis lápices de maquillaje. Pero ahora se escondió bajo el tocador y se negó a salir. No podía culparla. Si yo hubiera podido, habría hecho lo mismo.

Me temblaban las manos cuando abrí el estuche de maquillaje. Me lloraban los ojos, algo que siempre me sucedía cuando me sentía inquieta. Eché la cabeza hacia atrás y los cerré, tratando de relajarme. La noche anterior había soñado que salía al escenario y se me olvidaba toda la letra de la primera canción, cosa que era ridícula, porque se trataba de una composición muy corta.

Después de todo el caos y el ajetreo de las semanas anteriores, el teatro estaba sumido en un silencio inquietante. Me imaginé a todos en sus puestos: los ayudantes de camerino se hallarían preparando los trajes y contando las pelucas; los tramoyistas estarían comprobando el atrezo y los interruptores de las luces; y los músicos se encontrarían calentando los dedos o bebiéndose algún café de último minuto.

Mi ayudante tenía que llegar a las ocho. Justo cuando las manecillas del reloj de mi tocador dieron la hora, sonó un golpe en la puerta. La abrí y encontré en el rellano a Odette con el vestido que me tenía que poner para el primer número.

—Pensé que quizá necesitarías apoyo moral —me dijo— de alguien que todavía no se ha dejado llevar por el agobio.

—¿Qué ha pasado? —le pregunté.

—Una de las coristas ha cogido peso y ha hecho estallar el vestido.

—¡Pero si apenas llevan nada encima! —exclamé—. ¿Qué es lo que ha podido estallar?

—Una hilera de perlas. Pero ha sido suficiente como para que la encargada de vestuario sufriera un ataque de pánico.

Aunque no escuché ni la mitad de lo que Odette me contó sobre que Joseph había comprado una tienda de muebles y que estaban planeando casarse al año siguiente, su animada conversación me tranquilizó como el sonido de una relajante música de fondo. Y además, Odette también demostró mucha paciencia. Tuve que quitarme el traje después de que ella me hubiera abrochado todos los cierres para acudir al aseo porque los nervios me habían dado ganas de hacer pis. Hacia las ocho y media oí al botones que iba llamando a las puertas de los camerinos y, unos minutos después, a las coristas bajando en tropel por las escaleras. No armaron tanto alboroto como de costumbre y le pregunté a Odette si había algún problema.

—No —respondió—. Lo hacen por deferencia hacia ti. Monsieur Minot les ha ordenado que bajaran las escaleras en silencio.

Cuando el botones llamó a mi puerta, prácticamente me salí del traje otra vez por el salto que pegué. Odette me dio unas palmaditas en la espalda.

—Estarás maravillosa —me aseguró—. Simplemente, haz lo mismo que has estado haciendo durante los ensayos y todo irá bien.

Seguí al joven botones hasta bastidores con la misma alegría que María Antonieta debió de sentir al dirigirse hacia la guillotina. Pude oír a la sección de cuerda afinando sus instrumentos y el alboroto del público.

—¡Buena suerte! —me susurró el muchacho.

Le revolví el pelo para que supiera que yo no era la típica diva arrogante, pero me sentí demasiado nerviosa como para decirle nada.

Los bailarines principales estaban alineados en la parte superior de las escaleras, preparados para hacer su entrada antes que yo. Las coristas se amontonaban entre bambalinas. Algunas de ellas me dirigieron gestos alentadores. Hice lo que pude por devolverles la sonrisa, que más bien debió de ser como una mueca.

A las nueve menos cuarto sonaron los trois coups, los tres golpes que daba el personal en el escenario para indicar que el espectáculo estaba a punto de comenzar. El público se sumió en el silencio y la orquesta empezó a tocar. Me golpeé con el puño el nudo que notaba en mitad del pecho. La sangre me latía en los oídos.

El director de escena dio la entrada a los bailarines y los contemplé avanzando en fila. Descendieron para adentrarse bajo la luz de los focos, con ojos brillantes y rostros radiantes. Otros seres celestiales descendieron por encima del escenario encaramados en plataformas de cristal, como genios sobre alfombras mágicas. Durante un instante, olvidé mis nervios, pues todo era hermosísimo. El público debió de pensar lo mismo, porque podía oír sus oohhhhs y aahhhs que llegaban hasta mí.

La música cambió de ritmo y el público dejó escapar una ovación cuando los bailarines se quitaron las togas y las coronas y comenzaron a bailar a ritmo de jazz. Un grupo de intérpretes ataviados con esmóquines y sombreros de copa irrumpieron en escena montados en un deportivo Hispano-Suiza. El director de escena me hizo un gesto con la cabeza y me guiñó el ojo. Me alisé el vestido e inspiré profundamente antes de moverme hacia la parte superior de las escaleras y comenzar a descenderlas, bajo la luz cegadora.

¡Bonjour, Paris!

¡Soy yo!

Esta es la noche en la que las estrellas saldrán y brillarán, brillarán para que todo París las vea.

Aunque me había imaginado a mí misma tropezándome y rodando por la empinada escalera para aterrizar muerta en el escenario, dejaron de temblarme las piernas tan pronto como empecé a cantar. Proyecté la voz tan bien que incluso yo misma me sorprendí. Llegué al escenario y bailé un charlestón que todos los bailarines principales y secundarios imitaron, después bailamos un foxtrot, antes de que las luces se atenuaran y el bailarín masculino principal y yo interpretáramos un tango lento, en referencia a mi pasado artístico. El público aplaudió.

Las luces cambiaron a azul y se introdujo un piano de cola de atrezo en el escenario. Los hombres me subieron sobre él y volví a bailar el charlestón, con las luces parpadeando sobre mí, de modo que parecía que estaba actuando en una película a cámara lenta.

El público no esperó a que yo terminara para aplaudir. Las luces se volvieron doradas y entonces pude ver sus rostros. Me estaban dedicando grandes sonrisas. Sin embargo, fue la expresión en las caras de cuatro hombres lo que más me satisfizo: Lebaron, Minot, André y un hombre que se parecía a él, solo que mayor. Estaban sonriendo de oreja a oreja. Sentí que si podía complacer al patriarca de la familia Blanchard, podría satisfacer a cualquiera.

Los actores avanzaron hacia el frente y cantamos el estribillo todos juntos. El público aplaudió y vitoreó. No cabía la menor duda de que les gustaba lo que estaban viendo.

Hasta que los tramoyistas le dieran la vuelta al decorado teníamos que mantener la pose, pero empecé de nuevo a notar que me temblaba la pierna derecha. Puesto que estaba de pie sobre un piano con una falda corta, no había nada que pudiera hacer para ocultarlo. Algo que me había dicho el doctor Daniel me vino a la mente: «La energía fluye hacia fuera o hacia dentro. En el caso de los artistas, si la dejan fluir hacia dentro resulta fatal. Deje salir su energía siempre hacia fuera».

Aunque no estaba en el guión de ese número, levanté los brazos en el aire y grité:

Bonjour, París! C’est moi! ¡Hola, París! ¡Soy yo!

Desde el patio de butacas escuché el clamor de los espectadores, que se pusieron en pie y me gritaron:

—¡Bonjour, mademoiselle Fleurier! ¡Bienvenida!

A partir de aquel momento supe que no había vuelta atrás. París me amaba.