Me había imaginado que mi estancia en Berlín iba a ser como unas vacaciones, donde podría pasar de una diversión a la siguiente con un helado en la mano. Sin embargo, André tenía otros planes. Descubrí que aunque fuera francés, y en su caso particular un parisino adinerado, disfrutaba trabajando. Es más, esperaba que yo me sintiera de la misma manera. Por supuesto, yo quería ser una estrella y estaba preparada para hacer todo lo que hiciera falta para ello, pero no podía imaginarme que mis días en Berlín iban a comenzar tan temprano y terminar tan tarde, y que iba a pasarme todo el tiempo saltando de una clase a otra.
Unos días después de visitar Eldorado y el Resi, André me informó de que el conde me había conseguido una plaza con madame Irina Shestova, que antes había pertenecido al Ballet Ruso.
—¡Ballet! —No tenía ninguna intención de revivir la pesadilla de clases de madame Baroux en Le Chat Espiègle.
—Pero no para bailar con puntas —exclamó André, echándose a reír—, sino para adquirir gracia y elegancia. Para hacer de ti una sangre azul del escenario. De otro modo, parecerás torpe cuando actúes con las coristas.
A la mañana siguiente, cogí un taxi hasta el estudio de madame Shestova en Prager Platz, no muy lejos de Kurfürstendamm. Para mi alivio, madame Shestova no tenía ninguna intención de convertirme en una bailarina profesional. Me ayudó a mejorar mi postura y equilibrio con ejercicios en la barra. Pero, por lo visto, su misión más importante era asegurarse de que yo supiera inclinarme para saludar.
—Como una reina que despliega su magnanimidad frente a una congregación de súbditos que la aclaman —me explicó, haciéndome una demostración de una elegante reverencia con un pie ligeramente adelantado y doblándose desde las caderas, más que desde los hombros—. ¡No como una cría tambaleante que espera gustarle a todo el mundo para que no la manden a la cama sin cenar!
Después de madame Shestova, me programaron una clase con Louise Goodman, una profesora estadounidense de baile que había estudiado en la Denishawn School de Nueva York. Su estilo de baile era el que propugnaba Isadora Duncan, en el que los movimientos surgían instintivamente del cuerpo en contraposición a que los pasos de baile fueran los que lo forzaran. Su estudio era más grande que el de madame Shestova, pero apestaba a pintura porque lo compartía con dos artistas que pintaban allí por las mañanas, cuando la luz era mejor.
—No sé qué puedo enseñarle —me confesó—. Usted ya es una bailarina innata.
En realidad, me enseñó muchísimo sobre el equilibrio de los opuestos a la hora de bailar: moverse arriba y abajo, estirarse y relajarse, caer y levantarse. «El yin y el yang», como ella lo llamaba.
Sin embargo, los planes de André para mi educación no acababan ahí. Tras dejar la clase de mademoiselle Goodman, regresaba al hotel para tomarme un almuerzo ligero de pan y ensalada, que forzosamente tenía que serlo, porque sabía que no era bueno cantar, correr y saltar con el estómago lleno. Y esas tres cosas eran precisamente lo que hacía en las clases de producción de voz con el doctor Oskar Daniel, el entrenador de voz de Caruso y Marlene Dietrich.
Tras hacerme sortear unas cuantas sillas y ejecutar varias volteretas laterales seguidas, me ordenó que cantara un re agudo.
—¡Cántelo con todas sus fuerzas! —me exigió, golpeando su bastón contra el suelo—. ¡Cántelo con tanta fuerza que puedan escucharla hasta en París!
—Te he encontrado un profesor de inglés —anunció André, llegando a mi habitación una mañana, cuando mademoiselle Canier estaba ausente en el baile de su prima.
Yo me encontraba reclinada en el sofá con Kira acurrucada sobre el regazo, recuperándome de una sesión con el doctor Daniel donde no solo había sorteado sillas y hecho volteretas laterales, sino que había tenido que cantar el re agudo mientras lo hacía.
—¿Un profesor de inglés? —exclamé, levantando la cabeza del cojín antes de comprobar que aquel mínimo movimiento suponía demasiado esfuerzo, y dejándola caer de nuevo.
André iba ataviado con un esmoquin. Yo ni siquiera había pensado en qué me iba a poner aquella noche para acudir al Teatro Apollo.
—Para que te dé clases de pronunciación y entonación el lunes, el martes y el jueves por la tarde.
—¿Por qué? —pregunté.
—No nos limitaremos a París, Simone —me dijo—. También están Londres y Nueva York. ¡Y no te olvides de Sudamérica!
Kira saltó de mi estómago y arrastró una de mis zapatillas de ballet por la alfombra, cogiéndola por los lazos. No era una gata destructiva, pero sentía debilidad por las cosas sedosas y brillantes. Si no los quitaba de su vista, mi ropa interior y mis pendientes siempre se perdían, y luego acababa encontrándolos en el platillo de Kira.
Dejé de prestar atención a Kira para volverme hacia André y me sorprendió descubrirle sentado en una silla con la cabeza entre las manos.
—¿André?
Durante un minuto, quizá dos, no se movió. Era un cambio de humor tan radical que me pregunté qué habría sucedido.
—Simone —me dijo, levantando la mirada—, ¿alguna vez te has puesto nerviosa al subir al escenario?
Tenía los ojos enrojecidos y una expresión triste asomaba en ellos. Hubiera querido inclinarme, acariciarle su bello rostro y decirle que lo que le estuviera preocupando se iba a solucionar. En su lugar, respondí:
—¿Que si me pongo nerviosa? ¿Por dónde quieres que empiece?
Se echó a reír y negó con la cabeza.
—Tú siempre pareces tan segura de ti misma… No me puedo imaginar nada que te atemorice.
¿Segura de mí misma? ¿Era eso lo que veía en mí? Jamás hubiera dicho algo así de mí.
—¿Te preocupa algo? —le pregunté.
Bajó la mirada hacia la alfombra y asintió.
—Sí, me preocupa que no se me considere lo bastante bueno.
—¿Que no te considere bueno quién? —le pregunté, aunque sabía que se refería a su padre.
Pensé en el resto de hombres de la clase social de André, como Antoine y François, y en lo vanidosos que eran. André no tenía nada que ver con ellos. Me acordé de que, cuando su amiga logró localizar a la niña hambrienta y a su familia, André había realizado una considerable donación a la organización benéfica en mi nombre.
Me miró directamente a los ojos durante un instante y después se puso en pie y caminó hasta la ventana.
—Yo nunca seré Laurent —confesó, inclinándose contra el marco de la ventana—. Mi hermano se habría horrorizado de pensar que vivo a su sombra, pero así es como me ve mi padre. A veces, le he sorprendido mirándome y creo que desearía que hubiera sido yo el que muriera en Verdún y no Laurent.
Seguí a André hasta la ventana.
—Seguro que no —repliqué—. Cualquier padre estaría orgulloso de tener un hijo como tú.
André negó con la cabeza y sonrió con tristeza.
—Que tú triunfes es importante para mí —me dijo—. No te estoy utilizando para impresionar a mi padre, pero desearía poder demostrarle que soy tan bueno como el hijo que perdió.
Se volvió hacia mí, a punto de añadir algo más, pero le interrumpió el timbre del teléfono. Se acercó a zancadas al escritorio y levantó el auricular.
—Es el conde —anunció—. Está esperando abajo en el vestíbulo. —Después, le echó un vistazo a su reloj y se echó a reír—. ¿Qué le sucede al tiempo cuando estoy contigo, Simone? No hay necesidad de que te apresures, me tomaré una copa con el conde. Baja cuando estés lista.
André se dirigió hacia la puerta. Antes de abrirla, me sonrió y dijo:
—¿Sabes? Te harán trabajar más duro que yo en Nueva York, cuando actúes en Broadway.
—Me parece bien —le respondí, devolviéndole la sonrisa—, estoy deseándolo.
Mi ocupado horario hizo que el resto de 1925 pasara volando. Mientras André y mademoiselle Canier iban y volvían de París a Berlín, yo actuaba en el White Horse Cabaret en Kurfürstendamm. Era un pequeño teatro lleno de humo, pero tenía una clientela muy chic: actores y actrices, banqueros y magnates de los negocios. A medida que avanzaba la velada, las actuaciones eran cada vez más picantes y los bailes se cargaban de morbo. En París, aludíamos al sexo y bromeábamos sobre ello mediante insinuaciones; en cambio, los cantantes alemanes mencionaban descaradamente temas como la masturbación o la homosexualidad. Las canciones que yo cantaba en el White Horse contenían alguna que otra alusión ocasional a «frotar la lámpara mágica», pero Ulla Färber, la estrella del espectáculo, cantaba a pleno pulmón con su voz rota un número que se titulaba Der Orgasmus.
Si el conde no me hubiera advertido de que los berlineses estaban obsesionados con el sexo y la muerte o si no hubiera visto con mis propios ojos la crudeza de la vida en la Friedrichstrasse, me habría escandalizado de la vulgaridad de mis compañeros artistas. En lugar de eso, les estudiaba con el entusiasmo de un científico que mira por el microscopio a un protozoo que acaba de descubrir. Me di cuenta de que la voluptuosa Ada Godard, que llevaba un monóculo y una boa de plumas, dominaba a su público gracias a su ingenio, y me percaté de que las coristas agitaban sus pechos desnudos más como armas que como objetos de deseo. La capacidad que ellas tenían para escandalizar incluso a los berlineses más decadentes no funcionaba con mi estilo. Pero sí que adquirí más confianza y aprendí a envolver al público en mi red desde el momento en el que pisaba el escenario. Lo hacía bajando el tono de voz una octava y ralentizando conscientemente la velocidad de mis palabras. Aquel tenía mucho más impacto que mi método en el Casino de París, que consistía en apresurarme a entrar en el escenario y desear gustarle a todo el mundo.
Después del espectáculo, el cabaré se transformaba en un club nocturno. Una noche, cuando estaba sola en la pista de baile, bailando el black bottom para divertir a una mesa de banqueros, me percaté de que una elegante mujer ataviada con un vestido blanco adornado con un ramillete de violetas me estaba observando. De repente, me sentí atraída hacia ella como una aguja hacia un imán. La banda ralentizó el ritmo para tocar un tango, como si ella se lo hubiera ordenado con aquellos ojos hipnóticos suyos.
—Es usted bellísima —me dijo en francés, acariciándose su estilizada garganta.
La mujer me cogió con una mano y apoyó la otra en mi espalda. Era más menuda que yo, pero me dirigía en el tango con la fuerza de un hombre.
Tenía un aire de dura frialdad que me recordó a Camille, pero cuando apretó su pecho contra el mío me di cuenta de que no llevaba ropa interior y me sorprendí de la suavidad de su piel femenina apretada contra mis propios pechos. Era como abrazar a mi madre, aunque no exactamente igual.
—Eres como una pluma —me dijo—. Podría aplastarte entre mis dedos.
Aquella mujer era una bailarina hábil que interpretaba bien la música. Me parecía vagamente familiar, pero no tenía idea de dónde podía haberla visto antes.
Cuando el baile terminó, le di las gracias a aquella mujer y me escabullí de entre sus brazos, deseando secretamente que André estuviera allí para protegerme. No era común que las mujeres se me acercaran de una manera tan amenazadora. Y si la mujer en cuestión era hermosa, a veces me sentía halagada. Pero algo en aquella me hacía sentir incómoda. Noté que me clavaba la mirada en la espalda mientras yo me dirigía hacia la barra.
—Ya veo que acabas de escaparte de las garras de Marlene Dietrich —me dijo Ada, acercándose a mí sigilosamente cuando pedí un agua de Seltz. Se echó a reír estruendosamente—. Podríais hacer un maravilloso número juntas. Tu encanto y vivacidad franceses y su rubia actitud distante.
Así que había bailado un tango con la famosa Marlene Dietrich y ni siquiera lo había sabido.
—Sobre el escenario, quizá sí —contesté, mirando a mis espaldas.
Pero Marlene ya se había marchado.
El conde Kessler me llevo al Ciro’s a cenar una noche, cuando André estaba en París con mademoiselle Canier por el baile benéfico que celebraba anualmente madame Blanchard. Yo disfrutaba de la compañía del conde siempre que salíamos juntos. Aunque era un aristócrata, había algo en él que me recordaba a mi padre. Quizá se trataba de la curiosidad que brillaba en su mirada, como si las maravillas del mundo nunca pudieran atenuarse a sus ojos.
Después de que hubiéramos pedido la cena, el conde se volvió hacia mí y comentó:
—Creo que André está empezando a hartarse de mademoiselle Canier, ¿no cree? Esperemos que no la traiga de vuelta con él.
El conde debió de notar mi expresión estupefacta, porque dejó escapar una risotada campechana.
—¡Vamos! —me dijo—, admítalo. Preferiría usted pasar una semana encerrada en un compartimento de tren que una hora con mademoiselle Canier. He visto los esfuerzos que usted hace para soportarla con educación. Dios, ¡incluso he visto como el propio André hace esos mismos esfuerzos!. Ella es como esos sorprendentes muebles que uno compra cuando va a un país extranjero. No tiene ninguna utilidad práctica, así que lo pone en exposición en una esquina y al cabo de un tiempo se olvida de su existencia.
—Pero él está enamorado de ella —repliqué, recordando las cariñosas miradas que André le dedicaba a mademoiselle Canier.
El conde me contempló con una expresión de divertido interés.
—¿Usted cree? —preguntó—. Ella es la hija de una de las amigas de su madre. Mire, no es ni más ni menos cabeza hueca que el resto de las chicas de su entorno. André probablemente hizo la mejor elección que podía… en su momento.
El conde me dirigió una mirada tan penetrante que me sonrojé. Percibí que podía leerme el pensamiento y adivinar mis sentimientos por André.
—Está siendo usted muy cruel —protesté.
—¡Ja! —Se volvió a reír—. No creo que vaya a herir tan fácilmente los sentimientos de mademoiselle Canier. André sencillamente está el primero de su lista de buenos partidos. Pasará a Antoine Marchais, a uno de los Michelin o al chico Bouchayer sin inmutarse.
Me pregunté si lo que decía el conde sería cierto. Él y André eran íntimos, así que si alguien tenía que saber cuáles eran los verdaderos sentimientos de André, ese era el conde.
—Si le pregunto algo, conde Harry, ¿lo guardará en secreto y no se reirá de mí?
—¿Reírme de usted, mademoiselle Fleurier? —replicó el conde, fingiendo una expresión escandalizada—. ¡Eso nunca!
—Cree usted…, es decir…, sería posible… que dos…, sin la menor probabilidad…
Yo sola me había metido en camisa de once varas y ahora no encontraba el valor para terminar la frase. De repente, me di cuenta de lo ridículo que sería declarar mis sentimientos. Yo era artista de variedades. André era el hijo de una poderosa familia. No había razón alguna por la que no pudiéramos relacionarnos socialmente, pero más allá de ahí… No, cualquier otra cosa era imposible.
—¿Mademoiselle Fleurier? —me dijo el conde, dándome un toquecito en el brazo—. No ha terminado su pregunta. Ahora me tiene en suspense. ¿Dos qué sin la menor probabilidad de qué?
Yo misma me había metido en un agujero sin salida y ahora tendría que salir de él.
—Dos…, sin la menor probabilidad…, quiero decir…, Alemania y Francia, por ejemplo. ¿Seguirán siendo siempre enemigos?
El conde pareció encontrarme extremadamente graciosa en ese momento, pero se irguió en su asiento y me contestó con mucha seriedad.
—Los franceses y los alemanes tienen más en común entre ellos que con ninguna otra nación —dijo—. Durante la Gran Guerra, los hombres en las trincheras solían tirarse comida unos a otros cuando la batalla de ese día había terminado. No, la próxima vez que Alemania decida causar un desastre internacional, será debido a una autocombustión. El enemigo más peligroso es siempre el enemigo interno.
Le observé. ¿Por qué cuando la gente hablaba del futuro en Alemania siempre se mencionaba otra guerra?
—Ahora que se ha desahuciado a las clases medias y hemos convertido en mendigos a los pequeños comerciantes, ¿quién mantendrá la estabilidad de Alemania? —preguntó el conde.
La siniestra advertencia que contenían sus palabras me provocó un escalofrío. Jugueteé con el pan de mi plato. Sabía que durante el resto de mi vida recordaría el rostro de la niña famélica. Ver de primera mano lo que los seres humanos eran capaces de hacerse unos a otros me había cambiado. ¿Pero qué podía hacer yo ante tanto sufrimiento? El problema parecía abrumador. Miré al conde de nuevo. Estaba sonriendo.
—En respuesta a su otra pregunta, mademoiselle Fleurier —prosiguió—, déjeme decirle lo siguiente. Es usted una persona excepcionalmente serena. Es raro ver a alguien así de su edad y aún más raro entre artistas. Usted sería una compañera más que recomendable para cierto joven, mejor que ninguna otra que yo conozca. De hecho, si yo fuera treinta años más joven, me casaría con usted yo mismo.
Me incliné sobre la mesa y le di un beso en la mejilla. Sabía que estaba mintiendo sobre la segunda parte de su afirmación. Él era el soltero empedernido más famoso de toda Alemania.
La predicción del conde era correcta con respecto a que André rompería su relación con mademoiselle Canier y regresaría a Berlín en solitario. No presioné a André para que me proporcionara más información sobre el asunto y él no ofreció ninguna explicación. Sin embargo, si había pensado que el hecho de que mademoiselle Canier desapareciera del mapa marcaría alguna diferencia en los sentimientos de André hacia mí, me sentí profundamente decepcionada. En todo caso, André se volvió más distante: me trataba como cualquier socio comercial trataría a otro, con amabilidad pero también con profesionalidad. Nunca volvió a hablarme sobre su hermano o sobre los sentimientos por su familia. Tras un par de noches en blanco, me resigné al hecho de que André Blanchard y yo no seríamos nunca nada más que amigos. Y para quitarme de encima la decepción, me concentré en mi trabajo.
André, el conde Kessler y yo dimos la bienvenida al año nuevo asistiendo a una fiesta celebrada por Karl Vollmoeller, el dramaturgo.
—Vollmoeller celebra fiestas extrañas —nos advirtió el conde de camino desde el Adlon a la Pariser Platz, donde vivía Vollmoeller—. Ha invitado a su editor y a los integrantes del mundo del teatro de Berlín, y después se paseará en taxi por la ciudad, recogiendo a cualquier excéntrico que encuentre, para añadir «un poco de animación» al jolgorio.
—En su última fiesta —añadió André—, tenía a Kurt Weill a mi izquierda y a un loco que Vollmoeller había recogido en el exterior del Charité Hospital a mi derecha. Durante toda la noche me vi obligado a charlar sobre la velocidad a la que se descomponen las diferentes partes del cuerpo.
—Sin embargo, la novia de Vollmoeller es muy atractiva —comentó el conde.
—¿Cuál es su nombre de pila? —preguntó André—. Vollmoeller solo se dirige a ella como fräulein Landshoff.
El conde se encogió de hombros.
—Si lo sabía, se me ha olvidado. Es la sobrina de Samuel Fischer, el editor.
Pasamos junto a unos niños que estaban encendiendo unos petardos y lanzándolos silbando al aire. Unas chispas doradas se esparcieron por el cielo con una sucesión de estallidos que sonaban más fuerte que los disparos de una pistola. Pensé en Kira, que se había quedado en mi habitación del hotel. Le había dejado un plato de leche y un poco de pollo, pero seguramente se pasaría la noche escondida bajo la cama.
La fiesta de Vollmoeller ya había empezado cuando llegamos. Alrededor de las esquinas de la estancia, pegados contra las paredes como si fueran muebles, había grupos de hombres vestidos de esmoquin y mujeres que llevaban pendientes de diamantes y collares a juego: el tipo de gente que uno encontraría cenando en Maxim’s en París o asistiendo a un espectáculo en el Moulin Rouge. Sin embargo, en mitad de la habitación, retorciéndose al ritmo de la música de jazz de un gramófono, había una masa de cuerpos desnudos. En el centro de esa orgía, una mujer menuda bailaba sobre una mesa de café. Llevaba un esmoquin masculino y unas gafas de montura de carey.
—Esa es fräulein Landshoff —anunció el conde.
—¿Dónde está Vollmoeller? —preguntó André.
El conde se encogió de hombros.
Una mujer que pasó a nuestro lado no llevaba puesto nada más que un collar de perlas y una sonrisa pintada en el rostro. La seguía un hombre con cuernos en la cabeza y una cola de caballo atada al trasero. Los contemplé mientras bamboleaban los glúteos entre la multitud, hasta que desaparecieron al entrar en la habitación contigua.
—¿Les traigo algo para tomar? —nos preguntó el conde—. ¿Champán? ¿Cerveza? ¿Cocaína?
André y yo nos decidimos por una botella de champán.
Había un trío de muchachos recostados en un sofá cerca de la puerta. De vez en cuando, uno de los circunspectos hombres pasaba junto a ellos y unos minutos después alguno de los jóvenes se levantaba y le seguía fuera. Pensé en lo que el conde me había explicado sobre que Alemania acabaría autocombustionándose un día y que la pobreza merodeaba en lóbregas esquinas de Berlín, más allá del hedonismo presente en aquella sala. También recordé el comentario del conde sobre que los alemanes y los franceses tenían mucho en común. ¿No era cierto que nosotros también nos habíamos desprendido de nuestros miedos con elegante champán y nos habíamos dejado llevar por el erotismo? Deseché aquellos pensamientos y volví a centrarme en la fiesta. ¿Qué podía haber de bueno en preocuparse por aquellas cosas? Yo no podía cambiar nada. «Tengo una vida que vivir, así que lo mejor es que la disfrute», me dije a mí misma. Pero me inquietaba la sensación de que todos nos estábamos precipitando hacia el borde de un abismo.
El conde regresó con nuestras bebidas: no era champán, sino un potente ponche alemán llamado Feuerzangenbowle. Estaba hecho de vino dulce caliente y zumo de naranja y de limón, y especiado con canela y clavo. Un hombre bajo y fornido con ojos de color azul eléctrico y pelo ondulado y grisáceo se nos acercó tímidamente.
—Este es Max Reinhardt —me anunció el conde.
—El conde me ha contado que es usted una joven con mucho talento —me dijo Reinhardt con su estentóreo acento vienés—. Quizá algún día pueda usted venir a mi escuela de actores y convertirse en una gran actriz.
Me producía más asombro que uno de los directores más famosos de Europa viniera a besarme la mano que estar rodeada de gente desnuda retorciéndose a mi alrededor. Sin embargo, tras una copa de Feuerzangenbowle, me sentía incapaz de mantener una conversación coherente.
—Bueno, después de que conquiste París, Nueva York y el resto del mundo cantando y bailando, no veo por qué mademoiselle Fleurier no puede dedicarse también a la interpretación —le confió André a Reinhardt.
Cuando faltaba un cuarto de hora para que llegara la medianoche, algunos invitados desafiaron el frío y corrieron a la plaza para contemplar los fuegos artificiales preparados por los estudiantes del Departamento de Química de la Universidad Humboldt. El conde sugirió que nos quedáramos en el apartamento y los viéramos por la ventana.
—Hace demasiado frío ahí fuera y no tengo ganas de perder un ojo. Todos los años, al menos uno de esos estudiantes logra saltar por los aires, ¡o acaba con alguno de los espectadores!
Fräulein Landshoff —pues seguía sin haber ni rastro de Vollmoeller— ordenó que se apagaran todas las luces y se soplaran todas las velas. Nos apiñamos contra las ventanas e hicimos la cuenta atrás hasta medianoche al unísono. Justo cuando los estudiantes habían soltado la explosión más impresionante, que proyectó chispas hasta el cristal de la ventana, un cuerpo se apretó contra el mío. Unas manos me agarraron de los codos y me dieron media vuelta. Me vi aprisionada contra un pecho masculino. Su aliento me pasó rozando por la frente y, entonces, unos cálidos labios se presionaron contra los míos. Por la altura de la persona y el olor limpio de su piel, estaba segura de que tenía que ser André. Pero, antes de que pudiera pensar en devolverle el beso, el desconocido me soltó y una brillante bengala verde iluminó de nuevo la estancia. Fräulein Landshoff exclamó que se le habían caído las gafas y alguien encendió una lámpara para ayudarla a buscarlas. Miré a mi alrededor en busca de André; estaba con el conde junto a la ventana más alejada de mí. Observé al resto de los hombres que me rodeaban. Todos eran altos y llevaban esmóquines. Podría haber sido cualquiera de ellos.
André miró hacia donde yo me encontraba y levantó su copa de champán. No logré descifrar el significado de su sonrisa.
En enero, André regresó de un viaje a París con buenas noticias. El empresario teatral del Adriana estaba planeando un espectáculo a una escala nunca vista antes en la capital y buscaba a alguien sensacional que lo protagonizara. Necesitaba algo novedoso para competir con el Folies Bergère, que estaba cosechando un éxito sin precedentes con Joséphine Baker, y con el Moulin Rouge, que todavía tenía en cartel su espectáculo de revista más grandioso, Ça C’est Paris, con Mistinguett. El empresario había pensado en Camille o en Cécile Sorel, pero desde que André le habló de mí quería conocerme lo más pronto posible. Teníamos que marcharnos inmediatamente.
El conde Kessler vino a despedirnos a la estación.
—¡Acuérdese de mí cuando sea una estrella! —me dijo, besándome en las mejillas.
Sonreí al recordar lo formal que había sido cuando lo conocí y lo íntimos que éramos ahora.
Habíamos tomado unas copas de despedida con Max Reinhardt y mis profesores, y llegábamos tarde. El mozo de cuerda se adelantó a toda prisa con nuestro equipaje, pero el andén estaba atestado de gente. André levantó la canasta de Kira sobre el hombro. Acabábamos de poner el pie en la entrada del andén cuando un hombre con los ojos inyectados en sangre nos tendió bruscamente unos panfletos.
—¡Liberemos Alemania de la basura judía! ¡Están destruyendo nuestro país! —voceó.
Me quedé demasiado desconcertada como para reaccionar, pero el conde le arrebató los panfletos de las manos al hombre y los hizo pedazos.
—¡Liberemos Alemania de la basura ignorante como usted! ¡Ustedes son los que destruirán el país! —le espetó el conde.
El hombre le contestó algo a gritos que yo no entendí. André apartó al conde.
El mozo nos llamó: nuestro equipaje ya estaba a bordo, pero todavía teníamos que llegar hasta el tren. André y yo nos encaramamos por la escalerilla justo cuando sonaba el silbato y el tren comenzaba a moverse.
—¡Nos reuniremos en París muy pronto! —gritó el conde, caminando junto al tren a medida que este cogía velocidad—. ¡Iré a ver a Simone protagonizar su espectáculo!
Le lancé un beso al aire. Él me envió otro a mí y movió la boca nerviosamente. Un rayo de luz parpadeó sobre él. Durante un instante fue como ver a mi padre junto a la casa de la finca, diciéndome adiós con la mano. Pero parpadeé, la imagen desapareció y allí estaba el conde de nuevo, saludándome desde el andén.
—¡Adiós, mi dulce Simone! —me dijo—. ¡Adiós, André!
Una nube de vapor se interpuso entre él y nosotros.
—¡Adiós, conde! —grité a través de la sombra cargada de humo. Me invadió una sensación de melancolía, pero la aparté de mis pensamientos encogiéndome de hombros y seguí a André hacia nuestro compartimento.