16

París estaba especialmente bonito en primavera, pero incluso en los Jardines de Luxemburgo, con sus castaños repletos de ramilletes de florecillas blancas y los parterres rebosantes de lirios, anémonas y tulipanes, todo el esplendor de la estación me resultaba indiferente. No tenía trabajo ni suerte.

Me senté en un banco bajo las ramas de un lilo de flores tempranas, sin apenas percibir el perfume almibarado procedente de sus florecillas púrpura que me envolvía. Lo que había sucedido con Jacques Noir en el Casino de París había sido un desastre. Aunque monsieur Volterra había dejado claro que creía mi versión de los hechos, también había insistido en su decisión de despedirme, porque, si no lo hacía, Noir amenazaba con abandonar el espectáculo. Monsieur Volterra rescindió mi contrato y me pagó una indemnización, después de descontar los gastos por el traje y la tarifa de Vincent Scotto. Tuve que regresar al hotel del Barrio Latino, a una habitación más pequeña que la que había alquilado la vez anterior. Vendí una de las sillas de piel de leopardo, el biombo oriental y parte de mi ropa. La silla que me quedé era una especie de disculpa hacia Kira por tener que arrastrarla conmigo a aquella pérdida de calidad de vida. Sin embargo, si le importaba que ahora compartiéramos una cama estrecha en una desgastada habitación, nunca lo demostró. Siempre que le sirviera un plato de leche y que pudiera acomodarse hecha un ovillo en el hueco de mi codo, era feliz.

El golpe que supuso perder mi número en el Casino de París no me habría resultado tan traumático si monsieur Etienne hubiera podido encontrarme un papel en algún otro sitio. Pero aunque monsieur Volterra nunca anunció públicamente que yo había intentado sabotear la actuación de Noir, el humorista difundió la historia todo lo que pudo. El Folies Bergère ya estaba en fase de ensayos para La Folie du Jour, en el que iba a debutar Joséphine Baker, una cantante estadounidense. Después de gastarse una fortuna en más de mil trajes diferentes y música de Spencer Williams, no estaban dispuestos a hacer nada que pudiera disgustar a su temperamental estrella. La respuesta del director del Moulin Rouge fue la misma. Acababan de desembolsar más de medio millón de francos para pagar a las Hermanas Dolly por un conflicto con Mistinguett y no tenían intención de contrariar a la diva contratando a alguien que tuviera un número que le pudiera hacer la competencia. Solamente el Adriana expresó cierto interés, pero todos sus puestos de cantantes y bailarinas estaban cubiertos para los dos años siguientes.

Una niña con abrigo rojo patinó por la gravilla enfrente de mí, provocando que las palomas se dispersaran asustadas. Se agarró las rodillas, con los ojos como platos por el asombro. Se echó a llorar en el momento en que la niñera la cogió entre sus brazos.

—¿No te he dicho ya que no te vayas corriendo tan lejos? —la regañó la niñera, sacudiéndole el polvo del abrigo.

Las vi doblando un recodo del camino y desapareciendo entre los árboles. El día era soleado y el parque estaba lleno de gente paseando entre los parterres y terrazas. Todo el mundo parecía animado, feliz de que el invierno hubiera desaparecido para dar paso a una vibrante primavera. Desde el estanque se oía la risa de los niños. Y, por encima del ruido, escuché el sonido de alguien que canturreaba.

Me miré los pies. Si no podía triunfar en el Casino de París, ¿dónde iba a hacerlo? ¿Aquello quería decir que todo había terminado? Quizá era el momento de reconocer la derrota y regresar a casa.

El hombre que cantaba se aproximó y su voz fue sonando cada vez más fuerte. Su tono era varonil e intenso, pero cantaba desafinando.

Cuanto más consigues,

más quieres;

quieres más y más,

y luego todo se va

Me erguí y miré a mi alrededor.

—¿Qué sucede? —preguntó la voz masculina—. Parece usted triste.

Miré a través del lilo. Mi interlocutor se había colocado de manera que las hojas del árbol le tapaban el rostro. Solo alcanzaba a ver que era alto y llevaba un abrigo de piel de camello y unos zapatos muy lustrosos. Una de sus manos descansaba sobre una de las ramas del árbol, suave y morena, como la de un indio, aunque yo sabía que no podía ser del subcontinente, porque aquella mano era demasiado grande. Además, la voz me resultaba familiar.

André Blanchard.

Extendió la mano y apartó las hojas del árbol. Aquellos ojos que siempre hacían que se me subiera la sangre a las mejillas me miraron directamente. Durante un momento olvidé mis aflicciones y ni siquiera tuve que esforzarme para sonreír.

—Ya he oído los rumores —comentó mientras rodeaba el árbol—. ¡No consigo imaginármela a usted tratando de sabotear la actuación de Jacques Noir!

Profirió una carcajada tan sonora que no logré enfadarme por reírse de mis apuros.

—Creo que he perdido mi oportunidad —le confesé.

No había admitido el fracaso ante nadie más, pero había algo en André que hacía que me resultara imposible mentirle.

Su rostro se puso serio, como si hubiera leído mis pensamientos. Miró fijamente el espacio del banco que quedaba libre a mi lado.

—¿Puedo sentarme?

Asentí y se sentó.

—Jacques Noir no necesita que nadie lo sabotee —me confesó—. Ya es lo bastante malo. Lo único que sucede es que tiene buenos contactos. Esa frase, «el humorista más adorado de todo París», se la ha inventado él mismo. Se le da bien la publicidad.

—Eso será bueno para él, pero es malo para mí —comenté.

André se frotó la barbilla.

—No siempre es fácil explicar por qué algo tiene éxito en París, cuando otras cosas no lo tienen —dijo—. A los cantantes se les busca por otras cosas aparte de por sus capacidades vocales. Mire por ejemplo a Camille Casal: es comprensible que sea una estrella porque es una belleza. Pero entonces ¿qué pasa con Fréhel? ¿Cómo puede explicarse eso?

—No sé quién es Fréhel.

—¿No? —me preguntó, echándose a reír—. Bueno, pues entonces tendremos que ir a verla alguna vez. Es una estropeada mujer de mediana edad que canta con una voz rota sobre prostitutas y amantes condenados a su suerte. Y París la adora.

Sentí como si me estuvieran ardiendo las puntas de las orejas. ¿Realmente André había dicho: «Tendremos que ir a verla alguna vez»?

—Me quedé sorprendida cuando vi actuar por primera vez a Mistinguett —comenté—. Su voz es plana, se tambalea al bailar y no es especialmente hermosa.

—No —admitió—. Pero todo el mundo se la imagina a ella cuando piensan en Francia. Es tan esencial para París como el café y los croissants.

Me agaché para arrancar una brizna de hierba y la hice girar entre los dedos. André se inclinó y me imitó.

—Y aquí está usted —comentó—. Usted que sabe cantar, que, puede bailar y que también es muy bonita. ¡Y está sin trabajo!

Me contempló fijamente y sonrió. La quemazón que sentía en las orejas y las mejillas se me propagó por todo el cuerpo.

—Si está libre esta noche, mademoiselle Fleurier, me gustaría invitarla a cenar —me propuso.

Maxim’s había cambiado desde los gloriosos días de la Belle Époque, cuando los reyes de Inglaterra, España y Bélgica recibían a las cortesanas de moda allí, como la Bella Otero y Cléo de Mérode. Sin embargo, en 1925 el restaurante aún conservaba su opulencia inspirada en el art nouveau, de líneas curvadas y columnas de caoba, lujosas banquetas y estatuillas de damiselas azotadas por el viento. Mientras el maître nos acompañaba a nuestra mesa, contemplé el techo de cristal decorado con flores, frutas y hojas de limonero. El maître me ofreció una silla y me entregó la carta manuscrita. Miré a mi alrededor el oscuro salón iluminado por lámparas en miniatura colocadas en cada mesa y las mujeres de elegantes peinados, cuyos pendientes y collares de diamantes brillaban bajo la escasa luz. Los comensales ya no eran aristócratas, pero aún destacaban: prósperos artistas, escritores, actores, periodistas y políticos. Puede que Maxim’s fuera más respetable ahora, pero seguía siendo el tipo de sitio al que un hombre no llevaría a su esposa. Comprendí por qué André lo había elegido: había una especie de discreción y complicidad entre los clientes. Aquel era uno de los pocos lugares de París en el que no llamaríamos la atención.

—Tienen el mejor bistec de París —anunció André, mirando el menú, que incluía caviar osciétre y cassoulet con ancas de rana.

Todavía no me había recuperado de la estupefacción de que me invitara a cenar con él y traté de disimular la timidez que sentía con un poco de charla.

—No le he visto a usted por París en bastante tiempo —comenté—. ¿Ha estado de viaje?

—He estado en Roma, Venecia y Berlín —contestó.

Movió su silla de sitio, volviéndose en busca del camarero. No hubiera sabido decir si era porque yo ya le estaba aburriendo o porque le costaba trabajo mantenerse sentado.

—¿Qué ha estado haciendo usted allí? —le pregunté.

—Es parte de mi formación —me explicó, tomando un sorbo de champán—. Mi padre ha adquirido hoteles en esas ciudades y me ha estado enseñando cómo se dirigen.

Los líquidos que contenían nuestras copas de champán y vasos de agua estaban vibrando. Miré hacia abajo y vi que era porque André movía insistentemente la pierna contra la pata de la mesa. Bernard solía hacer algo similar siempre que tío Gerome estaba presente y lo ponía nervioso. No había visto a André inquietarse antes, ¿acaso había algo que le preocupara?

El camarero trajo los entrantes. Contemplé los blinis de mi plato y me pregunté cómo debía comérmelos. Miré a André, que cogió un espárrago entre los dedos y lo mojó en un cuenco de salsa. Me encogí de hombros; lo mejor que podía hacer era aventurarme y tratar de adivinarlo. Enrollé el blini cerrándolo con el tenedor y me lo comí de un bocado. El sabor almendrado del caviar me estalló en el interior de la boca. Independientemente de que aquella fuera la manera correcta de comerlos, a André no pareció sorprenderle.

—¿Se parece mucho usted a su padre? —le pregunté.

Tendría que haber sido capaz de contestar a aquella pregunta por intuición sin necesidad de hacérsela. Desde que conocía a André, había leído todo lo que podía encontrar en los periódicos sobre la familia Blanchard. En sus acuerdos comerciales, siempre se retrataba a monsieur Blanchard como una persona de carácter imponente, con la suficiente confianza como, por ejemplo, para aplastar a los huelguistas que reclamaban una subida de sueldo y utilizar inmigrantes extranjeros como mano de obra enfrentándose sin tapujos a la opinión pública. André, por lo que había leído de él, era ambicioso, pero también amable y justo.

Negó con la cabeza.

—Somos personas muy diferentes. Yo apuesto por los cambios, mientras que mi padre los abomina. Vive su vida como un reloj suizo, desaparece en su despacho precisamente a la misma hora del día, toma sus comidas con la misma exactitud y se va a la cama puntualmente doce minutos pasada la medianoche. Cuando estaban recién casados, mi madre cometió el error de hacer la limpieza en su despacho. No creo que la haya perdonado todavía por aquello.

No estaba segura de si echarme a reír o sentir compasión. André sonreía, pero algo en sus ojos me decía que el comportamiento exigente de su padre no era tan cómico como él lo pintaba.

—Mi padre tiene la teoría de que el dinero que ganan la primera y la segunda generación lo despilfarran la tercera y la cuarta —continuó—. Y está decidido a que yo no siga esa tendencia. Me ha advertido que puedo divertirme todo lo que quiera y que puedo desarrollar mis cualidades empresariales en el negocio que me apetezca hasta que cumpla treinta años. Entonces, tendré que casarme y hacerme cargo del negocio familiar.

—Debe de sentirse bajo mucha presión —comenté, empezando a entender la fascinación de André por el teatro de variedades.

La vida era bella sobre el escenario e impredecible fuera de él. Hacer exactamente lo mismo todos los días porque fuera lo que uno había hecho durante toda su existencia no cuadraba precisamente en mi ideal de vida.

—Todavía tengo más de una década por delante —me dijo André, volviendo a su tono jovial—. Solo tengo diecinueve años. Me gusta mucho más la gente que las máquinas. Voy a demostrarle a mi padre que lo que él considera aficiones son cosas de las que puedo obtener beneficio económico. No voy a derrochar la fortuna de mi familia, pero estoy decidido a vivir de manera diferente a la suya.

—Tengo la sensación de que tendrá usted éxito —le confesé.

Mis palabras eran sinceras, pero traté de ocultar mi sorpresa al saber su edad. ¿Así que tenía diecinueve años? Solo era un par de años mayor que yo, pero parecía tener mucho más mundo. Quizá así es como eran los ricos, por la falta de inseguridad en sus vidas.

Algo a mis espaldas llamó la atención de André.

—He aquí algo que debe usted ver —me anunció.

Me volví para contemplar a una mujer negra de pie a la entrada del salón principal. Tenía unos ojos expresivos y una brillante melena con un peinado tipo casco. Supe inmediatamente de quién se trataba, había visto carteles con su rostro por todas partes. Era Joséphine Baker. Permaneció inmóvil hasta que, una tras otra, todas las mesas se quedaron en silencio y las miradas de todos se volvieron hacia ella. Entonces, tiró al suelo el abrigo de chinchilla que llevaba puesto —obligando a la chica del guardarropa a acercarse gateando a recogerlo— para mostrar un vestido escarlata con un escote que le llegaba hasta la cintura.

Mientras el maître conducía a su mesa a mademoiselle Baker y a los advenedizos que la acompañaban, la estrella batió las pestañas y contoneó las caderas para regocijo de los comensales de cada una de las mesas junto a las que pasaba.

Bonsoir, mes chéries —saludó, moviendo los brazos y lanzando besos por doquier—. ¡Qué aspecto tan magnífico tienen todos ustedes esta noche!

Aunque no estaba bien visto interrumpir a la gente mientras cenaba, nadie se sintió ofendido por su comportamiento. Los rostros se iluminaban con generosas sonrisas a medida que la diva pasaba a su lado. Toda la atmósfera del salón se transformó por completo. En lugar de los apagados susurros del principio de la noche, las conversaciones se animaron y las risas resonaron desde las cuatro esquinas de la estancia.

—¿Ha visto usted eso? —murmuró André, con un brillo divertido encendiéndole la mirada—. No tiene ni la mitad de talento que usted, pero sabe cómo representar el papel de estrella.

—¿La cualidad de comportarse como una estrella es algo que la gente tiene porque sí? ¿Nacen con ello? —le pregunté.

André negó con la cabeza.

—No sugeriría usted tal cosa si la hubiera visto antes. Ha aprendido lo que sabe observando a otros hacerlo y le ha añadido su propio toque personal.

—Y yo no lo he aprendido —repliqué—. Eso es lo que usted está intentando decirme.

André se inclinó hacia delante.

—Lo que estoy tratando de decirle es que si lo cultiva, logrará ser usted maravillosa. Debería tomarse como un cumplido lo que Jacques Noir le ha hecho. Si pensara que era una don nadie, ni siquiera se habría molestado en desembarazarse de usted. Le ha hecho sentirse amenazado.

Bajé la mirada hacia el plato.

—¿Y cómo lograré cultivarlo?

André alargó el brazo por encima de la mesa y me quitó con el pulgar una mota de caviar que se me había quedado en la barbilla.

—Yo podría ayudarla —me dijo.

Agarré con fuerza la servilleta que tenía sobre el regazo y la enrollé hasta formar una bola. Me ardía la piel donde él me había rozado. Había pensado en André lo suficiente como para saber que me gustaba. Él era el sueño de cualquier artista: guapo, joven, rico y dispuesto a ayudarme en mi carrera. Y sin embargo yo sentía claramente los pies sobre la tierra, como si estuvieran tirando bruscamente de mí unos frenos imaginarios. No quería ser una más de una sucesión de chicas colgadas de su brazo. Me imaginé a Camille, cogiéndome de los hombros y zarandeándome: «¿Y qué es lo que esperas, Simone? ¿Amor?».

—Rivarola y yo no éramos amantes —le confesé.

Me quedé sorprendida por el tono de mi propia voz. La frialdad con la que pronuncié aquellas palabras dejó claro su significado. Levanté la mirada para encontrarme con la de André. Si se sentía decepcionado, se recuperó rápidamente.

—Me corre la sangre empresarial por las venas —dijo, apartando su plato a un lado—. Y algo que un empresario no soporta ver es un buen potencial desperdiciado. Y cuando la miro a usted, eso es lo que veo: un estrellato de millones de francos que se está desperdiciando. Un posible icono de la cultura francesa flotando a la orilla del río como un pez moribundo.

Me asusté al pensar en ese pez que luchaba por respirar. Me eché a reír y el ambiente entre ambos se relajó.

—Escuche, usted será mi proyecto de aprendizaje en el mundo empresarial y no espero nada más que eso —me dijo André—. Este es el plan: la sacaré de París y juntos trabajaremos para crear su nuevo estilo. Entonces, cuando consiga un enfoque extraordinario que pueda ofrecer, regresaremos.

Su tono firme me convenció y me decepcionó al mismo tiempo. ¿Realmente lo único que yo deseaba era una relación puramente profesional? Probablemente, debería haberle hecho más preguntas —después de todo, era de mi vida de lo que estábamos hablando—, pero me intrigaba André Blanchard y me halagaba su interés por mi carrera.

Cuando mencionó que mademoiselle Canier también nos acompañaría, me resigné al hecho de que quizá realmente solo estaba buscando algo intrépido a lo que poder aplicar sus cualidades empresariales.

—¿Dónde propone que vayamos? —inquirí.

—A Berlín —me respondió, como si fuera la única respuesta posible a aquella pregunta.

Le miré fijamente. ¿Berlín? Cuando pensaba en Alemania, no podía dejar de recordar las discordantes canciones de Anke y el hecho de que fuera el país cuyo ejército casi había volado por los aires a mi padre.

—Iremos a los cabarés y asistiremos a los espectáculos musicales. Trabajará usted duro y aprenderá —me explicó André.

El brillo de sus ojos me incitaba a embarcarme en aquella aventura. ¿Iba a ser aquel el vínculo entre nosotros? ¿El de dos personas que amaban los desafíos?

—Pero no hablo alemán —le dije.

—¿Ni siquiera «Guten Abend meine Damen und Herren»? —preguntó André.

—No.

—¿Tampoco «Wir haben heute sehr sebones Wetter»?

—No.

—¿Ni «Sie sind sehr bübscb und ich würde Sie gerne küssen»?

Negué con la cabeza.

El rostro de André mostró repentinamente una amplia sonrisa.

—¿Hay algo más que le preocupe sobre marcharse a Berlín, mademoiselle Fleurier?

—No… Es decir, sí —le respondí, tomándome un trago de champán—. ¿Puede venir mi gata conmigo?

Le expliqué a monsieur Etienne que me iba a Berlín durante un tiempo a desarrollar mis capacidades y escribí a mi familia para comunicarles la misma noticia. Entonces, una semana después, André y yo abandonamos París. Llegamos a la Potsdamer Station justo después de anochecer. Mientras André le pedía un billete para un taxi al policía a la entrada de la estación, metí a Kira en su cesta de mimbre. Miró parpadeando a la gente que se apresuraba de aquí para allá y al mozo que empujaba el carrito con nuestro equipaje. Ni siquiera le perturbó que un hombre pasara junto a nosotros tras un perro alsaciano que tiraba de él manteniendo la correa en tensión: sencillamente bostezó, se hizo un ovillo y se quedó dormida.

André le mostró el billete al taxista y el mozo colocó nuestro equipaje en el maletero. Miré por la ventana del taxi, absorta en mis pensamientos. A lo largo del bulevar, guirnaldas de bombillas eléctricas adornaban las entradas de los teatros, los restaurantes y los cabarés con nombres como Kabarett der Komiker y Die Weisse Maus. Las terrazas de los cafés estaban atestadas de hombres y mujeres que bebían jarras de cerveza. «Así que esto es Berlín», pensé. Aparte de los carteles escritos en alemán con letras góticas, la ciudad no parecía tan diferente de París. Y, sin embargo, de algún modo, sí que lo era. Me di cuenta de que me haría falta observarla con más detenimiento para ser capaz de discernir cuáles eran exactamente las diferencias.

El taxi se detuvo en el exterior de un edificio con columnas de piedra a cada lado de la entrada y una placa de bronce que rezaba: «Hotel Adlon».

André le pagó al taxista.

—Aquí es donde nos alojaremos —anunció, introduciéndose el monedero en el bolsillo de la chaqueta.

Teníamos dos días solos hasta que mademoiselle Canier se reuniera con nosotros. Habíamos tomado el desayuno con ella antes de dejar París y lo máximo que había conseguido sacarle habían sido monosílabos: «Oui» o «Non». Para ser una mujer que lo tenía todo —incluido a André—, parecía muy descontenta con la vida. Miró a su alrededor en aquel restaurante tan elegante con la intención de encontrar algo que le disgustara, independientemente de que fuera la consistencia de la mantequilla o los botones de la camisa del camarero. De vez en cuando yo miraba de soslayo a André, preguntándome si realmente se sentía atraído por ella. Para mi disgusto, André contemplaba a mademoiselle Canier como si no se creyera lo que estaba viendo y constantemente le acariciaba la mano o el brazo. Ella era hermosa, pero ¿cómo un hombre con su vitalidad e inteligencia podía pasar el tiempo con aquella criatura amargada? Por su parte, mademoiselle Canier aceptaba sus atenciones con una sonrisa lánguida. No obstante, el verdadero insulto residía en su actitud despreocupada hacia mí: aunque iba a estar a solas en Berlín con su pareja, mademoiselle Canier ni siquiera me consideraba una amenaza.

Un botones con el pelo tan corto que podría haber sido perfectamente un joven oficial del ejército recogió nuestras maletas del taxi.

Me pareció extraño que nos alojáramos en el Adlon cuando André me había contado que su padre era el dueño del Ambassadeur y tenía acciones en el Central.

—¿Por qué nos quedamos aquí si no es uno de los hoteles de su padre? —le susurré mientras mis tacones se hundían en la lujosa alfombra de la zona de recepción.

—Para comparar —me respondió—. El Adlon se considera el mejor hotel de Berlín. Pero creo que con unos cuantos cambios el Ambassadeur podría superarlo.

Mientras André se ocupaba de nuestras habitaciones, contemplé el vestíbulo de mármol y las doradas lámparas de araña. Me volví para observar una estatua de bronce y crucé la mirada con un hombre que estaba de pie junto al ascensor. Se pasó los dedos por los mechones de pelo canoso que le surgían de las sienes y se alisó el bigote. Su expresión era seria, pero también parecía divertido.

Cuando André acabó con el registro, el botones nos condujo a los ascensores, donde estaba esperando el hombre. Miró con ojos entrecerrados a André.

—Buenas noches, monsieur Blanchard —saludó, en francés—. Siempre es un placer que un hombre de una categoría tan distinguida como la suya se aloje en nuestro hotel.

—Buenas noches tenga usted, herr Adlon —respondió André, con una sonrisa irónica en los labios—. ¿Puedo presentarle a mademoiselle Fleurier?

Enchanté —me saludó herr Adlon, inclinándose para besarme la mano—. Confío en que disfrutará de Berlín y de su estancia en el hotel Adlon.

Una vez dentro del ascensor, André miró hacia el techo, tratando de no estallar en carcajadas. Tan pronto como las puertas se abrieron y el botones echó a andar delante de nosotros para mostrarnos dónde estaban nuestras habitaciones, André me susurró:

—Hubo una época en la que herr Adlon habría echado a patadas de su hotel al hijo de uno de sus competidores. Pero con la guerra y tal y como está la economía alemana, tiene que aceptar a todo aquel que pueda pagar.

—Quizá se lo toma como un cumplido —repliqué—. La mayoría de los artistas lo ven así cuando otra estrella se molesta en acudir a su actuación.

Yo pensaba que el glamour del escenario no tenía equivalente en la vida real, pero cambié de opinión tan pronto como el botones abrió la puerta de mi habitación, encendió las luces y nos hizo un gesto a André y a mí para que entráramos. Recorrí con la mirada la línea de pilastras francesas que llegaban hasta el altísimo techo y también la chimenea de mármol, con los dos candelabros de ónice a ambos lados. Había un cuenco con ciruelas y un jarrón de rosas de tallo largo sobre una mesilla auxiliar. El aire en la habitación era una mezcla de aromas embriagadores combinados con el olor a ropa de cama limpia. Si mademoiselle Chanel hubiera podido embotellar aquella combinación, habría descubierto un perfume mucho más rentable que el Chanel N° 5. El botones abrió unas puertas dobles para revelar una cama tan suntuosa con sábanas y colchas de Rudolf Herzog que sentí deseos de meterme en ella lo más pronto posible. Coloqué la cesta de Kira junto al sofá.

André se aproximó a la ventana y miró a través de las cortinas.

—Desde aquí puede ver Unter den Linden y la Puerta de Brandeburgo.

—Unter den Linden es el bulevar más famoso de Berlín —explicó el botones en un francés muy preciso—. Se llama así por los tilos de su alameda.

Colocó mis maletas cerca de un armario. Kira estiró una de sus patas a través de las barras de su cesta y me tocó el zapato. Abrí el pestillo, salió de un salto y correteó por la moqueta. Olfateó la alfombra turca y los rodapiés dorados, inhaló el aroma de las patas de la mesa y movió nerviosamente los bigotes por el sofá. De repente tensó el rabo y aguzó el oído. Durante un momento aterrador pensé que iba a arañar el sofá, pero pasó como un rayo a mi lado y a través de las piernas de André en un arrebato de energía gatuna. Dio tres vueltas a toda velocidad a la habitación antes de saltar sobre el sofá y acomodarse sobre él. Moví un dedo hacia ella y me miró como diciendo: «Esto está mucho mejor. Es lo que había estado deseando desde hace tiempo».

Después de que el botones me mostrara cómo funcionaban los grifos del baño y dónde estaban los interruptores de la luz, me deseó una agradable estancia y se encaminó hacia la puerta. André le siguió.

—Dejaré que se instale —me dijo volviéndose—. Cenaremos en el restaurante del hotel para poder acostarnos pronto. Así podremos empezar con Berlín mañana temprano.

El comedor del Adlon era como un palacio veneciano decorado con un mural en el techo y candelabros de bronce en las paredes. André pasó la palma de las manos por los brazos de su silla.

—¿Sabía que son de caoba del jarrah de Australia?

¿Australia? No tenía claro dónde estaba. ¿Quizá en algún lugar cerca de Sudamérica?

André recorrió la estancia con la mirada, asimilando los detalles.

—¿Se ha dado cuenta de que no hay timbres en ninguna parte? Suelen encender luces para llamar a las camareras y así no se molesta a los demás comensales.

Nunca había estado en un hotel en el que se emplearan timbres y menos luces. Cuando madame Lombard quería llamarme, se colocaba junto al ascensor y gritaba, sin importarle si molestaba a los otros huéspedes.

Le eché un vistazo al menú. Tenía curiosidad por probar la comida alemana, pero los platos eran franceses e ingleses: capones trufados, pescado en salsa de caviar, rosbif, perdices… Miré los ojos negros de André, que brillaban aún más bajo la suave luz. «No —me dije a mí misma—, si quieres ser una verdadera estrella, tienes que comportarte de manera profesional. Tienes que centrarte». Pero ¿por qué me sucedía que cuando estaba con André mi cabeza siempre me decía una cosa y mi corazón otra totalmente diferente?

—Cuentan con una de las cocinas más eficientes del sector —me contó André, señalando con la cabeza hacia las puertas—. La ayudante del chef es un genio. Sirven los mejores platos, pero nunca les sobra la comida ni se les echa a perder. Entre ella y el encargado de la despensa dirigen las existencias con precisión militar.

Contemplé a André, sin estar del todo segura de adónde quería llegar, pero no tuve que esperar demasiado para que me diera una explicación.

—Un hotel obtiene casi las mismas ganancias de sus banquetes y restaurantes que de sus huéspedes, por lo que es importante que sea eficiente. Muchos hoteles brillantes han tenido que cerrar porque registraban pérdidas en la cocina.

Volví a estudiar mi menú, preguntándome si el análisis de las características del hotel y su administración iba a ser el único tema de conversación. El entusiasmo de André me recordó lo jóvenes que éramos ambos. En comparación con los circunspectos huéspedes de las mesas contiguas, nosotros parecíamos dos niños que se habían escapado de casa y estaban jugando a ser mayores por un día.

Después de pedir la cena, llegó el sumiller y le consultó a André qué beberíamos con la comida. Cuando se marchó, André se volvió hacia mí y me dijo:

—Su bodega vale millones. Si uno de los chefs pide vino para los ingredientes de una comida, el sumiller le echa sal para que el personal de cocina no se lo beba.

Sabía que tenía que seguirle la corriente porque estaba haciendo mucho por ayudarme, pero me encontraba en una ciudad nueva y quería hablar sobre Berlín, sobre los escenarios, sobre qué íbamos a hacer y ver. No me interesaban los aplicados procedimientos de gestión del hotel Adlon. Sin embargo, André me sorprendió. Señaló las copas que el sumiller estaba colocando ante nosotros. Ya me estaba imaginando que me iba a proporcionar otro dato más sobre la bodega de vinos del Adlon o la calidad del cristal, cuando dijo:

—He pedido el champán de reserva y un vino de Burdeos que pertenecía a la bodega del káiser. ¡Vamos a celebrar nuestra primera noche en Berlín, nuestra asociación y el principio de su nueva carrera!

Me levanté a la mañana siguiente cuando los primeros rayos de luz despuntaban en el cielo. Las sirvientas habían corrido los estores y las cortinas cuando prepararon la cama la noche anterior, pero no podía dormir y las había abierto de nuevo para ver las luces de los coches que recorrían el bulevar. Mullí las almohadas y estiré el brazo por detrás de la cabeza, percibiendo un ligero aroma a almendras. Me olfateé la muñeca. Mi piel aún conservaba el aroma del exquisito jabón del hotel.

Kira se había hecho un ovillo en el alféizar de la ventana y sus ojillos miraban de aquí para allá. Me pregunté qué estaría observando y desenredé las piernas de entre las sábanas.

—¡Gatita tonta! —le dije, mirando hacia el bulevar, que estaba vacío excepto por un par de camiones de panaderías y bicicletas—. ¡No hay nada ahí fuera!

Le pasé los dedos por el lomo y dejó escapar un bostezo. La emoción de estar en Berlín me había trastocado mi reloj interno. Aquel era el momento del día en el que normalmente yo estaría llegando a casa, no levantándome de la cama. Me tumbé y apoyé la mejilla sobre la fresca seda de la colcha. El hotel estaba en silencio. No se oían grifos abriéndose y cerrándose, ni pasos en las escaleras, ni orinales vaciándose en letrinas. Este no tenía nada que ver con mi hotel del Barrio Latino. Pero para entonces ya estaba demasiado despierta como para volverme a dormir y, aunque André y yo habíamos cenado bien, sentí un hambre devoradora.

Me senté de nuevo y hojeé el menú del servicio de habitaciones. Pensé que podía comer algo entonces y de nuevo con André más tarde. Cogí el auricular del teléfono, pero antes de que pudiera decir nada, un caballero que hablaba francés con acento alemán me deseó buenos días y me preguntó qué quería tomar de desayuno.

Guten Morgen —le respondí, deseosa de utilizar al menos una de las frases que André me había enseñado en el tren. Pedí unos panecillos con miel y mermelada. Kira saltó del alféizar hasta mi regazo—. Y unos arenques con un platillo de leche —añadí.

Me estaba secando el pelo cuando el camarero llegó a la puerta con un carrito. Mientras ponía la mesa para el desayuno, Kira levantó la naricilla en el aire y se colocó lo más cerca que pudo de la mesa, deslizando su trasero por el alféizar. Cuando llegó lo suficientemente cerca, se preparó para saltar sacudiendo el rabo. La cogí en mitad del intento.

Dartke sebön —le dije al camarero, meciendo a Kira entre mis brazos.

—No hay de qué, mademoiselle —respondió, mirando de reojo a la frustrada gatita—. Buen provecho.

Me comí los panecillos y miré el reloj. Solo eran las siete de la mañana. Abrí la puerta de mi habitación y miré hacia el pasillo. A André le habían limpiado los zapatos y se los habían colocado junto a la puerta de su cuarto. No se veía luz por la jamba, por lo que supuse que seguía durmiendo. Regresé a mi habitación y me puse los zapatos. Kira había terminado de comerse los arenques y se había tumbado en el sofá, lamiéndose las patas.

—Me voy a dar un paseo —le dije—. Si encuentro algo bonito, te lo traeré.

Pasé por el comedor, donde los camareros se afanaban en preparar los platos y la cubertería para el desayuno. El aroma del café recién hecho se mezclaba con el dulce olor a mantequilla fundida y a tostadas calientes. Aquella combinación tenía un efecto tan estimulante que me sentí como si estuviera caminando de puntillas.

Guten Morgen —me saludó el portero cuando llegué a la entrada principal—. ¿Le pido un taxi?

Negué con la cabeza.

—No, gracias. Me voy a dar un paseo.

Arqueó las cejas, pero después asintió y sonrió.

—Va a ver la Puerta de Brandeburgo, ja? Si aguarda hasta después del desayuno, el guía del hotel o madame Adlon pueden acompañarla.

Tenía mucho interés en explorar la calle por mi cuenta y no me atraía ninguna de las dos opciones: ni la incomodidad de que me acompañara la esposa de herr Adlon ni un guía. Se lo agradecí y salí por la puerta. ¿Acaso era una cosa tan poco habitual que los huéspedes del Adlon se dieran un paseo por la mañana temprano?

El ambiente estaba limpio y fresco. Hacía mucho tiempo que no olía el aire de las primeras horas de la mañana. Cuando trataba de aspirarlo de vuelta a casa en París, tenía la nariz demasiado tapada por el humo del tabaco y el polvo del camerino como para percibirlo.

Tan pronto como puse un pie en Unter den Linden, me di cuenta de que Berlín no podía confundirse en absoluto con París. Aunque algunos de los edificios provenían de épocas similares, los de París, con sus enrejados y tejados curvilíneos, parecían haber sido diseñados para el deleite estético, mientras que sus análogos berlineses, con sus ángulos rectos, estatuas prusianas y cúpulas, parecían haber sido construidos para resultar imponentes. Pasé por delante de la embajada británica y de tiendas que vendían cajas de música pintadas a mano y marcos de cuadros adornados con filigranas. Leí los carteles de las tiendas, tratando de adivinar lo que significaban las palabras que figuraban en ellos. Sin embargo, Bank y Schuhladen eran las dos únicas de las que estaba segura. Bank porque sonaba similar a la palabra en francés y Schuhladen porque los únicos objetos en exposición en el escaparate eran zapatos. Me paré a admirar la mercancía expuesta en el escaparate de una tienda para caballeros: abrecartas de jade, estuches para lápices de zapa, carteras de cuero e incluso un reloj de cuco.

Laden, Laden, Laden —repetí el término alemán para «tienda», tratando de memorizarlo.

Que mi educación hubiera sido esporádica era ya mucho decir, pero me encantaba aprender idiomas. Mi inglés había progresado, casi por osmosis más que por haber hecho un esfuerzo consciente, gracias a Eugene y la clientela del Café des Singes. De Rivarola había aprendido bastante más que unas meras nociones de español, aunque la mayor parte era para expresar disgusto. Sin embargo, el alemán era tan diferente al francés —tan preciso, tan definido, con esas palabras tan imposiblemente largas— que me propuse aprender todo lo que pudiera mientras estuviera en Berlín.

Continué caminando por el bulevar hasta la Pariser Platz y la Puerta de Brandeburgo, parándome para admirar las enormes columnas de la puerta, que según había leído se habían construido para evocar la Acrópolis de Atenas. Levanté la mirada hacia la estatua de bronce de la diosa de la paz dirigiendo un carro tirado por cuatro caballos. Había poca gente paseando por la Platz: una mujer que empujaba una carretilla; un joven sentado en un banco que estaba dibujando la puerta en un cuaderno; y una pareja de soldados de uniforme. Procuré no mirarles fijamente cuando pasé a su lado, pues ambos iban en silla de ruedas, con las perneras de los pantalones abotonadas a la altura de los muslos. Uno de ellos también había perdido un brazo y utilizaba una pinza metálica para manejar la silla.

Crucé la Platz y me encontré frente a la embajada francesa, cuya bandera roja, blanca y azul ondeaba por la brisa. Recordé las terribles heridas de mi padre y la lápida de piedra de nuestra aldea que conmemoraba a los caídos en la guerra. «¿De qué sirvió todo aquello? —me pregunté—. ¿Qué había conseguido aquella Gran Guerra?».

Le quité importancia a la repentina melancolía que me había invadido y continué mi paseo hacia el lado opuesto de Unter den Linden. Había más tiendas que vendían objetos de lujo alemanes y algunos comercios de alimentación cuyos tenderos estaban levantando las persianas. Doblé una esquina y me encontré frente a una juguetería cuyo escaparate era un festín para la vista: ositos de peluche, casas de pan de jengibre, edificios de juguete pintados a mano, muñecas ataviadas con el traje típico bávaro que abrían y cerraban los ojos… Había una cesta llena de pelotas de colores brillantes junto a la puerta. Consulté el horario de apertura y decidí volver más tarde y comprarle unas a Kira. Madame Ducroix me había dicho que los azules rusos se entretenían muy bien solos, pero pensé que ahora que Kira era una viajera internacional de primera clase alojada en el Adlon, había llegado el momento de que jugara con algo más sofisticado que periódicos viejos y madejas de lana.

Algo me agarró del brazo. Miré hacia abajo y pegué un salto del susto. Un rostro me miraba fijamente, pero aún tardé un momento en percatarme de que la criatura que me estaba tocando era una niña. Tenía unos ojos protuberantes que sobresalían como los de una rana bajo una frente hinchada. El resto de su cuerpecillo parecía un montón de pellejo y huesos. Unas débiles piernecillas asomaban por debajo del harapo que llevaba de vestido. Deslizó su mano dentro de la mía.

Miré arriba y abajo hacia la calle para ver de dónde había surgido. No tardé en averiguarlo: había una mujer tumbada en el umbral de una puerta al otro lado de la calle, entre dos tiendas cerradas con tablones. La mujer sostenía contra su pecho a otro niño, miserablemente envuelto en andrajos. Había contemplado la pobreza anteriormente, pero la suya era la más terrible que había visto en toda mi vida. No solo eran pobres, sino que se estaban muriendo de hambre. No llevaba encima demasiados marcos porque no pensé que fuera a haber nada abierto, pero estaba decidida a darles todo lo que tuviera.

Abrí el bolso y rebusqué mi monedero, pero en el instante en que lo encontré más miradas recayeron sobre mí.

Dos jóvenes surgieron del portal donde la mujer estaba tendida. Uno de ellos le pasó por encima como si no fuera más que un saco de harina y se quedó mirándome con las manos en las caderas. Una sonrisa maliciosa se le dibujó en mitad del rostro como una cicatriz sobre la piel. «Si le doy dinero a la mujer —pensé— simplemente se lo quitará». Había visto a demasiados chulos como esos en Montmartre como para saber cómo funcionaban aquellos tipos.

—Volveré —le dije a la niña—. Volveré con comida. Espérame.

Sacudió la cabeza y se agarró a mi falda, rogándome con la mirada que me quedara.

—Volveré —insistí, soltándome de sus deditos con delicadeza. Por la expresión desesperada que se pintó en su cara, supe que no lo había comprendido.

Ignorando a los dos jóvenes, corrí calle abajo y entré de nuevo en Unter den Linden. Traté de recordar cómo de lejos estaba la panadería con la que me había cruzado cuando había paseado antes por allí. «Bäckerei, Bäckerei», me repetía a mí misma, mirando con ojos entrecerrados los escaparates, aunque en mi fuero interno sabía que ni todo el pan del mundo podría salvar a la niña y a su familia. Necesitaban que cuidaran de ellos en un hospital. El mío era el gesto ineficaz de alguien que no tenía ni la menor idea de qué hacer frente a tanta miseria humana, pero esperaba que hacer algo al menos fuera mejor que quedarse de brazos cruzados.

Encontré la panadería y me apresuré a entrar. Había dos dientas antes que yo, pero cuando me vieron señalando como una loca al pan y vaciando mi monedero en el mostrador ambas mujeres se apartaron, con la esperanza de que cuanto antes despachara el panadero a la loca extranjera, antes se marcharía. Había oído que el pan alemán era nutritivo, y que incluso podía sustituir a la verdura durante el invierno, así que señalé todos los tipos disponibles —blanco, negro y de centeno— y me marché de la tienda con los brazos cargados de hogazas de pan.

Corrí de vuelta por Unter den Linden hasta la calle donde estaba la juguetería. En el portal donde la madre yacía tumbada no había nadie. Miré por toda la calle, pero no pude localizar a la niña por ninguna parte. «No pueden haber ido muy lejos —pensé—, no en esas condiciones».

Sentí la tentación de llamarla en alto, pero temía que solamente lograría atraer la atención de los dos jóvenes de antes. Anduve arriba y abajo por la calle en ambas direcciones, después coloqué el pan en el portal en el que la mujer había estado antes y me pasé la mano por el rostro. No podía quitarme de la mente la expresión torturada de la cría. Debía de haber pensado que yo estaba huyendo de ella.

Dejé el pan en el portal, aunque no sabía quién se iba a beneficiar de él, aparte de los ratones. Pensé en los panecillos que había pedido de desayuno esa mañana y en los trozos que me había dejado sin acabar en el plato, y me sentí culpable. Me volví para recorrer de nuevo la calle y me encontré cara a cara con uno de los dos jóvenes, el de la sonrisa maliciosa. De cerca, tenía un aspecto aún peor. El blanco de sus ojos era vidrioso, como el de un cadáver, y apestaba a tabaco y a sudor. Antes de que pudiera moverme, me agarró del brazo.

Française? —preguntó, apretándome la piel con los dedos—. ¿Eres francesa?

No esperó a oír mi contestación para escupirme en la cara. El salivazo me ardió sobre la piel como si fuera ácido y fue suficiente como para ponerme en acción. Le empujé y corrí por la calle. Me había cruzado con un policía de vuelta de la panadería. No podía haberse alejado mucho, por si necesitaba gritar para que viniera en mi ayuda.

Sin embargo, el joven no siguió persiguiéndome hacia Unter den Linden. Se detuvo en la esquina y comenzó a cantar algo que sonaba como una canción bélica: «Siegreich wollen wir Frankreich schlagen…».

Yo todavía corría, pero todo se ralentizó como si fuera a cámara lenta. «¿Qué está cantando?», pensé. Era más joven que yo, no podía haber ido a la guerra. Alcancé la siguiente esquina y me volví para comprobar si me estaba siguiendo. El joven gritó en francés para que yo lo entendiera:

—¡Derrotaremos a Francia! ¡Acabaremos con ella! ¡Francia dejará de existir! ¡Y con ella, los franceses! ¡Escupiremos sobre sus cenizas como si fuera una puta barata!