15

El espectáculo en el Casino de París era tan popular que prolongó hasta mayo del año siguiente. A pesar del éxito, aquella era una vida solitaria para mí. Aparte de Odette, el efusivo aplauso del público era la única compañía que conocía. Cuando miraba más allá de las luces de los focos y veía las filas de rostros hechizados noche tras noche era como encontrarse con amigos; una ilusión que podía mantener mientras los espectadores siguieran siendo anónimos para mí. Regresaba a mi camerino para encontrarlo rebosante de flores y botes de Amour-Amour. Siempre llevaban una tarjeta adjunta, en la que el remitente me expresaba su aprecio y solicitaba una cita. Procuraba ser encantadora y educada con mis admiradores, pero sabía que aquellos hombres —y también algunas mujeres— en realidad no tenían interés en proporcionarme nada. Más bien, lo que querían era obtener algo de mí.

—Los hombres son seres despiadados —me dijo Camille una noche que me invitó a cenar en su apartamento—. Por eso, si eres lista, obtendrás de ellos lo que puedas mientras tengas la oportunidad. Solo las tontas les tienen lástima. ¡Como si actuaran con un ápice de moralidad! Cuando un hombre toma la decisión de deshacerse de una mujer, puedes estar segura de que no sentirá compasión por ella.

Corté una tajada de Neufchâtel y unté el aterciopelado queso sobre un trozo de pan. Al principio me había sentido halagada por la invitación de Camille —después de todo, ella era una estrella de verdad—, pero a medida que avanzaba la noche me sentí como una espectadora anónima de su filosofía sobre la vida y los hombres. Yo podría haber sido cualquiera. Y, sin embargo, la escuché con muchísima atención porque quería gustarle. O aunque no llegara a agradarle, al menos quería que me aprobara. Yo era demasiado inexperta sobre el tema como para estar o no de acuerdo con Camille. Mi conocimiento de los hombres —aparte de mi padre, tío Gerome y Bernard— era insignificante. Y, de entre ellos tres, el único que hubiera cabido en la descripción de ser despiadado era tío Gerome.

—No toman sus decisiones con el corazón, independientemente de lo enamorados que parezcan estar —continuó Camille, partiéndose un trozo de pan y cogiendo un poco de queso para ella—. Ni siquiera las toman en le pantalón, como dicen las coristas. Cuando se aferran a una idea, siempre la componen en la cabeza sin inmutarse, con ellos mismos como únicos beneficiarios.

Camille llamó a su sirvienta y le pidió que nos trajeran otra botella de vino. Estudié cuidadosamente la estancia en la que nos encontrábamos. La tapicería de Aubusson y la lámpara de araña bronze d’oré pertenecían al hotel, pero el diván de madera dorada y las sillas con los brazos tallados con cabezas de león eran de Camille. Claramente, ella sí que estaba logrando sacarle beneficio a Yves de Dominici. Incluso corría el rumor de que el playboy pretendía comprarle una casa en Garches junto al Sena, a las afueras de París, donde mucha de la gente perteneciente a la alta sociedad tenía casas de campo.

Después de que la sirvienta nos escanciara el vino, Camille volvió a centrar su atención en cortar el queso. Contemplé la delicada palidez de sus manos y, cuando levantó la mirada, observé el color zafiro de sus ojos. ¿De verdad pensaba que todos los hombres eran despiadados? Me pregunté qué pasaría con la hija de Camille, pero cuando le había preguntado por ella poco antes esa misma noche, Camille me pidió que no mencionara a la niña, pues la sirvienta era una metomentodo y ella deseaba impedir que la gente supiera de su existencia. ¿Ser la única responsable de su hija era lo que hacía que Camille estuviera tan hastiada?

Yo no evitaba a mis admiradores porque estuviera segura de que fueran despiadados, sino porque no pensaba que nada de lo que pudieran ofrecerme fuera a ser más emocionante que el teatro. En mi opinión, el mundo real no era tan hermoso como un escenario diseñado por Gordon Conway o Georges Barbier. Y aunque mis admiradores me compraran vestidos que costaban miles de francos, ¿dónde si no podría ponerme unas alas de ángel y un altísimo tocado con perlas incrustadas? En cada ensayo me esforzaba por perfeccionar algún aspecto de mi forma de bailar o de mi voz, y me emocionaba al ver que mejoraba mi actuación en cada representación. Todas aquellas cosas me resultaban mucho más atractivas que el hecho de que me llevaran de aquí para allá, sirviéndome vino y dándome de cenar en restaurantes con demasiada cubertería, de una fiesta para otra, como una especie de trofeo. Además, yo estaba ganando mi propio dinero y me costeaba mis propios lujos. Aunque hubiera sido bonito vivir en el hotel de Crillon, no estaba preparada para hacerlo a costa de mi libertad.

Había una excepción en mi falta de interés por el sexo opuesto: André Blanchard. Aunque no lo había vuelto a ver desde aquella noche en Le Boeuf sur le Toit, eso no impedía que siguiera pensando en él. A veces, cuando había un descanso en un ensayo o cuando regresaba a mi hotel sin ganas de dormir, me imaginaba conversando con él. Hablábamos sobre el teatro, las cosas que más nos gustaban de París y nuestros platos favoritos. Resultaba un poco raro, sobre todo dado que en realidad no habíamos intercambiado más que unas pocas palabras. Pero yo era demasiado inexperta como para comprender los sentimientos que me provocaba o la química de la atracción. Trataba de no pensar en mademoiselle Canier, a la que veía como un obstáculo para mis fantasías. Recordaba al párroco de mi pueblo dando un sermón en el que insistía en que «pensar en hacer algo es tan malo como hacerlo en realidad». No comprendía cómo podía ser eso cierto. No podía controlar los pensamientos que me pasaban por la cabeza en todo momento, pero sí podía controlar mis actos. Sin embargo, lo que mi madre solía decir era cierto: «A lo que más dediques tus pensamientos acabará por materializarse».

Una noche durante el descanso abrí la puerta de mi camerino con la intención de llamar a Blandine, mi ayudante, cuando me topé con André Blanchard, que se había materializado en el vestíbulo.

—Buenas noches —me saludó, entregándome un ramo de rosas.

Me quedé de pie en el rellano de la puerta con la boca abierta.

Miró fijamente hacia el interior de la estancia y emitió una ligera tos. Salí de mi ensoñación y le invité a pasar a mi camerino: era el primer hombre que cruzaba el umbral de aquella habitación desde que yo la ocupaba. No tenía costumbre de recibir visitas y le di una patada a unos panties para esconderlos bajo la mesa del tocador y retiré unas medias de una silla para que pudiera sentarse. La silla crujió y tembló bajo su peso. No tenía ningún jarrón, así que coloqué las flores en la jarra del agua.

—El Casino de París se ha rendido a sus pies, mademoiselle Fleurier —dijo André, procurando sentarse en el borde de la silla para evitar los embarazosos quejidos que esta producía. Su mirada recayó sobre mi sujetador decorado con piedras preciosas, cuyas copas estaban llenas de papel a modo de relleno y que colgaba de uno de los brazos de la silla. Desvió la mirada, en busca de algo que pudiera mirar aparte de mi cara—. Su nuevo número es perfecto para usted.

Me senté frente a él, nerviosa por su repentina aparición. No lo veía desde hacía semanas. Mi camerino era pequeño y nuestras rodillas entrechocaron. Me sorprendió notar que las suyas estaban temblando. Las mías también empezaron a temblar en solidaridad. Había una caja de cigarrillos en mi cajón, la saqué y le ofrecí uno. André negó con la cabeza.

—Solo me fumo uno al día —explicó—. Y no me apetece fumar otro hasta el día siguiente.

En su lugar, abrí un paquete de nueces pacanas, lo único que tenía de comer en el camerino, y las eché en un cuenco. Las nueces me las había regalado un admirador, junto con unos bombones, pero no había llegado a abrirlas. Los frutos secos estaban totalmente contraindicados para las cuerdas vocales de los cantantes.

Me pregunté qué edad tendría André. No había arrugas en su piel dorada y no aparentaba más de veinte años. Para ser alguien con una posición social tan alta, no parecía esforzarse demasiado por demostrarla. Sin embargo, hablaba con madurez y medía cuidadosamente sus palabras, lo que me hizo pensar que probablemente era mayor de lo que aparentaba. Le atribuí unos veinticinco años.

Mis pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido que André estaba haciendo al masticar. Había cogido un puñado de nueces y se las estaba echando en la boca de una en una, como un perro comiéndose una galletita que le lanzara su dueño. Aquel no era precisamente un gesto refinado. No era el modo en el que Antoine o Francois hubieran comido nueces. André se había olvidado de sus modales y yo hice lo que pude por no echarme a reír. Me deslumbraba su riqueza y su presencia, pero aquel lapsus transitorio nos colocó un poco más en situación de igualdad.

—¿Quién es su agente? —me preguntó.

—Michel Etienne.

André asintió.

—Ah, muy bien. Conservador, pero con experiencia y cuidadoso.

—¿Conoce usted el mundo del teatro?

—Me interesan los negocios, y el mundo del espectáculo no deja de ser uno —me respondió sonriendo—. Pagaría un millón de francos por poder cantar como usted, pero no es probable que eso suceda. Me hubiera gustado ser actor, pero mis padres pensaron que era un plan absurdo. Así que lo que me quedan son las fábricas, la importación y la exportación, igual que mi padre.

—¿No le gusta la actividad empresarial? —le pregunté.

Echó hacia atrás la cabeza, emitió una carcajada maravillosa y después me contempló con ojos brillantes.

—Me encanta, mademoiselle Fleurier. Coger algo y convertirlo en un éxito me emociona. Pero supongo que la sombra de mi padre se cierne sobre mí, así que siento que tengo que cumplir unas expectativas terriblemente altas.

Las veces anteriores que lo había visto había tenido la sensación de que André se escondía tras una fachada de cara al público. Ahora parecía estar dejando caer la guardia un poco.

—¿Tiene usted hermanos? —le pregunté.

Al ser hija única, me fascinaba la idea de tener hermanos.

El rostro de André se oscureció.

—A mi hermano mayor lo mataron en la guerra, así que soy el único heredero varón.

—Lo lamento.

—No lo haga —contestó André—. Mi familia no es la única que sufrió pérdidas durante la guerra. Tengo una hermana que está casada y me trata más bien como si fuera mi tía. También tengo una hermana pequeña, Veronique. Es la rebelde de la familia y se comporta como un muchacho. Prefiere las ranas a las muñecas.

—Cada loco con su tema —le respondí sonriendo.

—Desgraciadamente, los rebeldes no son bienvenidos en mi familia —comentó André, cogiendo otro puñado de nueces—. A Veronique la enviarán a un internado femenino si no se porta como una señorita.

André adquiría un tono nervioso cuando hablaba de su familia. Parecía más feliz cuando el tema de conversación eran los negocios, así que le pregunté por las empresas Blanchard.

—Mi abuelo comenzó vendiendo cordones y finalmente pasó a ser el propietario de la fábrica textil más grande de Lyon —me contó—. Pero la diversificación era su regla de oro, así que confió en que sus hijos desarrollaran sus propios intereses comerciales, cosa que hicieron: prensa, energía, ferrocarriles e importaciones.

André se detuvo y me dedicó una sonrisa cautivadora. Me sentí tan bien por que confiara en mí que el momento íntimo me hizo perder los nervios y le espeté:

—¿Y cómo está mademoiselle Canier?

Mademoiselle Canier está bien, gracias —respondió André, poniéndose colorado hasta las orejas—. En estos momentos está en la Riviera, con su madre. Me reuniré con ellas la semana que viene.

Me dieron ganas de abofetearme. Habíamos compartido un ambiente tan cordial y cómodo; ¿por qué había tenido que sabotearlo mencionando a la gata siamesa?

André estaba a punto de añadir algo cuando Blandine entró bruscamente por la puerta. No estaba acostumbrada a verme recibir visitas, así que abrió los ojos como platos.

Pardon —se disculpó e hizo ademán de retirarse.

André se puso en pie. La silla crujió y volvió a emitir su molesto quejido.

—No se disculpe —le dijo a Blandine—. Mademoiselle Fleurier tendrá que volver a subir pronto al escenario, así que debería marcharme.

Se volvió hacia mí.

—Tengo que viajar con mi padre por negocios a Venecia y a Roma. Me preguntaba si podría hacerle una visita cuando regrese.

Asentí, preguntándome a qué venía su repentina aparición y si mademoiselle Canier realmente seguía formando parte de su vida.

Cuando André se marchó, Blandine se volvió hacia mí.

—¿Ese era André Blanchard? —me preguntó—. ¿Qué hace visitándola a usted?

—No tengo ni la menor idea —le respondí.

Una noche, a mediados de marzo, el director de escena llamó a mi puerta.

Mademoiselle Fleurier, por favor, vaya a ver a la encargada de vestuario antes de su próximo número —me indicó—. Su tocado estaba suelto en la última actuación y quieren arreglarlo antes de que vuelva usted a escena.

—Por supuesto —le respondí—. No me había dado cuenta. Iré ahora mismo.

Escuché el ruido de sus pasos desvanecerse por el pasillo. Quedaban otros cuarenta minutos para que tuviera que volver al escenario, pero sabía que era mejor no hacer esperar a la encargada de vestuario. No era una figura maternal como madame Tarasova, sino una déspota que no dudaba en imponerle una multa a cualquiera que se le quedara pegado un pelo de su perro en las medias o por perder una lentejuela. Además, no deseaba agobiar a los ayudantes de vestuario, que solían llevar un ritmo frenético durante, o justo después, del descanso.

De camino a la sala que ocupaba la encargada de vestuario, me crucé con unos tramoyistas que estaban tratando de arreglar un decorado cuyas bisagras se habían aflojado. Era el del lanzador de cuchillos, que estaba programado justo después de Jacques Noir, por lo que no tenían mucho tiempo. Aunque me estaban bloqueando el paso, comprendí por sus congestionados rostros y las maldiciones exasperadas que profería el carpintero que era mejor no molestarles. Decidí dar un rodeo por los bastidores. Las coristas acababan de salir a escena para su número del tablero de ajedrez y si procuraba contar el número de bastidores que recorría, pensé que sería capaz de evitar aparecer ante el público tal y como iba vestida, en bata.

Estaba prohibido quedarse entre bambalinas durante una actuación sin la autorización del director de escena, así que traté de andar lo más sigilosamente que pude por detrás de cada bastidor. Iba avanzando correctamente hacia la puerta de salida cuando me deslicé por el que pensé que era el último bastidor y me encontré cara a cara con Jacques Noir. Me quedé congelada. Noir ya no hacía la entrada al escenario desde dentro de una torre de ajedrez porque afirmaba que le producía sensación de claustrofobia, pero yo hubiera jurado que entraba desde la derecha, donde normalmente se sentaba su esposa, y en ese momento nos encontrábamos en el lado izquierdo del escenario. Miré con ojos entrecerrados la oscuridad y me di cuenta de que Noir no me había visto. Estaba doblado sobre un cubo, con arcadas. Solo entonces fue cuando percibí el hedor acre a vómito.

—¡Oh, Dios! —gimió mientras le temblaban los hombros como si tuviera fiebre.

Miré hacia el bastidor opuesto. Madame Noir no se encontraba allí, pero sus agujas de tejer y la madeja de lana estaban colgadas de la silla vacía. «Quizá viene de camino», pensé, casi rezando por que fuera así, pues estaba claro que algo muy malo le pasaba a Noir. Recordando el pasado, pensé en Zephora en Le Chat Espiègle. Al menos eso lo tenía claro: Noir no estaba de parto.

Dejó escapar otro gemido y se agarró el pecho. Por mucho que detestara a aquel hombre, sabía que tenía que hacer algo rápidamente. Alguien me había dicho una vez que vomitar podía ser síntoma de ataque cardiaco. O quizá le estaba dando un infarto cerebral, como a tío Gerome.

Monsieur Noir —susurré, avanzando un paso y poniéndole la mano en el hombro—. ¿Puedo ayudarle? ¿Necesita que vaya a buscar a su esposa?

Noir se incorporó bruscamente y se revolvió torpemente en los bolsillos en busca de su pañuelo para secarse el sudor de la cara y limpiarse las comisuras de la boca. Cuando me reconoció, le recorrió un estremecimiento por todo el cuerpo.

—¡Estúpida entrometida! —gruñó.

Cargó contra mí y me golpeó tan fuerte que me caí al suelo.

Levanté la mirada hacia él, con lágrimas de dolor escociéndome en los ojos. «Ha perdido la cabeza», pensé. Noir se ruborizó y yo estaba segura de que iba a volver a atacarme, cuando de repente la orquesta comenzó a tocar la música que abría su actuación. Entonces, me pregunté si no sería yo la que me había vuelto loca, porque Noir se transformó en un instante. Tiró el pañuelo, se estiró el traje, se puso el sombrero de copa y entró brincando en el escenario exactamente del mismo modo que lo había hecho la vez que yo lo vi actuar.

—¡Señoras, señoras! ¡Por favor! ¿Qué van a pensar sus acompañantes masculinos?

Contemplé el escenario, incapaz de creer lo que veían mis ojos. Miré hacia el bastidor opuesto. La esposa de Noir estaba de vuelta en su asiento, tejiendo.

Me levanté del suelo y me tambaleé hasta la sala de la encargada de vestuario. Por suerte, la habían llamado para otra emergencia y Agnès, su ayudante principal, había empezado a arreglar mi tocado sin mí.

—¡Muy bien! —exclamó, poniéndose de puntillas para colocarme el tocado y encajármelo detrás de las orejas y en la nuca—. Ahora se ajusta perfectamente. ¡Deprisa! ¡Tenemos que ir a su camerino para prepararla!. —Echó un vistazo a mi cara—. Se le ha corrido el rímel.

Me toqué la mejilla y me examiné el dedo. Tenía la yema totalmente negra. Me pregunté qué aspecto tendría. No podía creerme lo que había sucedido con Noir. De no ser por el latido que notaba en el pecho donde me había golpeado, habría creído que todo había sido un sueño.

—¡Rápido! —exclamó Agnès, empujándome por la puerta—. Solo quedan siete minutos para que vuelva a salir al escenario.

El aviso de Agnès me puso en acción. No podía explicar lo que había ocurrido con Noir, pero no había tiempo de pensar en ello en ese momento. Tenía un público al que entretener.

Sin embargo, lo sucedido se aclaró al día siguiente, cuando llegué al ensayo y me encontré con monsieur Etienne esperando en la puerta de artistas.

—Quieren despedirla —me anunció—. La acusan a usted de haber intentado sabotear la actuación de Jacques Noir.

Dejé caer el bolso. Repiqueteó escalones abajo y se salieron de su interior la polvera y la barra de labios. Lo que monsieur Etienne me acababa de decir me dejó tan aturdida que no logré contestarle nada.

—Tiene usted un contrato y voy a discutirles su decisión basándome en él —me explicó monsieur Etienne—. Pero será mejor que me cuente lo que ha pasado antes de que vaya a enfrentarme a monsieur Volterra.

Monsieur Etienne solía vestir impecablemente, pero aquella mañana el nudo de su corbata estaba torcido y llevaba el pelo revuelto. Me di cuenta de que nunca lo había visto tan agitado. Se me subió la sangre a la cabeza. ¿Despedirme? ¿Perder mi querida actuación en el Casino de París después de menos de tres meses?

—¡Es mentira, monsieur Etienne!

Me desplomé sobre las escaleras y traté de recoger la barra de labios, pero me temblaba tanto la mano que acabé por empujarla aún más abajo.

—¡Oh, de eso no hay ninguna duda! —exclamó monsieur Etienne.

El tono de su voz me calmó un poco. Si monsieur Etienne no dudaba de mi inocencia, quizá una vez que tuviera la oportunidad de explicar lo que había sucedido, monsieur Volterra tampoco lo dudaría. Le conté a monsieur Etienne por qué estaba entre bastidores y qué había pasado con Noir.

Monsieur Etienne apretó los puños.

—Sabía que era algo por el estilo —murmuró entre dientes—. Esta no es la primera vez que Noir ha puesto en marcha una calumnia publicitaria de estas características. Se desembaraza de cualquier artista con talento que percibe como una amenaza.

—¡Pero si yo ni siquiera hago la misma actuación que él! —protesté.

—Sí, pero ha recibido usted mejores críticas que él del mismo periodista —replicó monsieur Etienne.

Se metió la mano en el bolsillo y me entregó su pañuelo. Yo no estaba llorando, pero el miedo a ser despedida me escocía en los ojos. Si Jacques Noir mancillaba mi reputación en el Casino de París, tendría dificultades para conseguir trabajo en cualquier otro sitio.

—¿Estaba simulando que se encontraba mal? —pregunté—. ¿Era todo una trampa?

Monsieur Etienne negó con la cabeza.

—Esa parte era real. Es por los nervios. Solo lo saben unas pocas personas y Volterra hace oídos sordos porque se imagina que sencillamente es parte de la rutina de Noir. Es muy desafortunado que se tropezara usted con él precisamente entonces. Está tratando de utilizar todas sus municiones contra usted antes de que sea usted la que las use contra él. Si acude a los columnistas de la prensa sensacionalista y les cuenta el cotilleo, él rebatirá que lo está usted haciendo en venganza porque la han despedido.

Monsieur Etienne decidió que era mejor que él mismo le explicara la situación a monsieur Volterra, en caso de que la discusión subiera de tono. Tenía los nervios de punta y estaba gastando todas mis energías en hablar con un mínimo de coherencia. Regresé a mi hotel en taxi y tan pronto como abrí la puerta de mi habitación me desplomé en una silla. Kira, mi gatita, estaba durmiendo sobre el alféizar de la ventana. Levantó la cabeza y parpadeó. Debió de notar que algo andaba mal, porque se estiró sobre sus cuartos traseros y saltó del alféizar a mi regazo, sacrificando su cómoda y soleada posición por venir a consolarme. Miré las manecillas del reloj sobre la cómoda. Ya eran las tres. ¿Cuánto tiempo le haría falta a monsieur Etienne? Cerré los ojos por el temor de pensar que podrían prohibirme actuar esa noche —y todas las demás— en el Casino de París. Aquello se había convertido en mi vida.

—Murrr —ronroneó Kira, frotando su cabecita contra el dorso de mi mano.

Le masajeé el lomo y hundí los dedos en su pelaje color lavanda. Había adquirido a mi amiguita comprándosela una anciana que me encontré una mañana cuando paseaba por el Pare de Monceau.

—Un acompañante es lo que usted necesita —afirmó una voz.

Me volví para ver a una anciana sonriéndome y señalando una cesta cubierta con una manta que había colocado en el banco junto a ella. Incapaz de resistir la curiosidad, me aproximé a la mujer y ella levantó una esquina de la manta. Cuatro gatitos me miraron desde el interior. Metí el dedo a través del mimbre para jugar con ellos.

—Un gato es la mejor cura contra la soledad —me dijo la mujer.

Me contempló con sus ojos de azul desvaído como si estuviera tratando de ver mi interior y descubrir qué tipo de persona era. Me pregunté si mi soledad sería tan obvia o si simplemente era la manera que tenía de atraer a la gente. Llevaba puesto un abrigo color oliva con un ribete negro y el cabello grisáceo cubierto por un sombrero de terciopelo. Supuse que tenía aproximadamente setenta años, pero le temblaban las manos con la fragilidad de una persona mucho mayor. En conjunto, no parecía el tipo de mujer que estuviera buscando grandes beneficios y, si lo era, no había elegido un buen lugar. Las únicas personas a las que iba a encontrar en el Pare de Monceau en aquel momento del día eran ricos, que no se dejaban enternecer por tristes historias, o las niñeras de los hijos de los ricos, que tenían orden de no hablar con nadie. Y, sin embargo, también me había encontrado a mí, y yo no entraba en ninguna de esas dos categorías.

—Entonces me llevaré todos —le dije, echándome a reír.

—Solo uno por persona —me respondió la mujer—. Cada uno de ellos requiere atención especial. Y, además, tengo que ver dónde vive usted antes de tomar una decisión.

Mostrarle dónde vivía a una extraña no parecía una idea demasiado sensata, aunque la mujer tenía un aspecto bastante inofensivo.

—¿Qué tipo de gatos son? —le pregunté.

—Azules rusos. Su padre es uno de los descendientes de Vasbka, el favorito del zar Nicolás I.

Dijo aquello con tanta naturalidad que yo no hubiera podido asegurar si me estaba mintiendo o no.

Jugué con aquellas agitadas bolas de pelo. Me recordaron lo mucho que echaba de menos la compañía de mis mascotas de la finca. Ahora que tenía una habitación cálida, podía permitirme alimentar otra boca. Quizá un gatito sería un buen bálsamo contra mi soledad. Todos tenían un aspecto saludable, pero uno de ellos en particular no apartaba los ojos de mí.

La mujer dejó escapar una carcajada que terminó en un acceso de tos. Se metió la mano en el abrigo en busca de un pañuelo. Cuando lo sacudió, flotó por el ambiente un aroma a lirio de los valles. Se apretó la tela contra la boca, se aclaró la garganta y, cuando se recompuso, me dijo:

—Esta es Kira y la ha elegido a usted. Es muy perceptiva. Sabe que será buena con ella.

Me quedé encandilada por la dulce expresión de Kira.

—Me la quedo —anuncié.

—Cuesta quinientos francos —respondió la mujer.

Abrí los ojos como platos de asombro. Era el doble de mi tarifa por una actuación. ¿De verdad que la gente pagaba tanto por un gato? Quizá, al verme en el Pare de Monceau y bien vestida, la mujer había pensado que yo era más rica de lo que en realidad era. Y, sin embargo, razoné, ahora me hacía ilusión comprarme la gatita y había pagado mucho más por las sillas de piel de leopardo. Al fin y al cabo, Kira era un ser vivo.

Asentí.

—¿Quiere usted ver dónde vivo ahora mismo?

La mujer me dio unas palmaditas en la mano.

—No, iré mañana a esta misma hora. Tome —me dijo, abriendo un cuaderno y entregándomelo—, escriba aquí su dirección.

Hice lo que me pedía.

—Soy madame Ducroix, por cierto —añadió, tendiéndome la mano.

—Yo me llamo Simone Fleurier —respondí, alargando la mano para corresponder al saludo.

—Oh, ya sé quién es usted —replicó la mujer y me guiñó un ojo.

Madame Ducroix llegó a la mañana siguiente con Kira sentada en una cesta de mimbre con un lazo rojo alrededor del cuello.

—Muy bonita —comentó la anciana mientras admiraba mi habitación.

Justo después de salir del parque el día anterior, me había ido de compras y había adquirido unas alfombras, un juego de té decorado con flores y una bandeja de cristal sobre la que acababa de colocar una tarta de higos de la patisserie cercana al parque, que supuestamente era la mejor de París. No tenía ni idea de por qué me estaba tomando tantas molestias por impresionar a madame Ducroix. Después de todo, le iba a pagar quinientos francos por su gatita. Y, sin embargo, cuando pensaba en los inteligentes ojillos de Kira mirando desde su afelpada cabecilla, acababa por convencerme de que estaba adquiriendo una responsabilidad mayor que cuidar a un gato y que, de algún modo, tenía que ganármela.

—La suite es cálida y soleada. Y las puertas se cierran firmemente, así Kira no podrá salir al balcón —le expliqué a madame Ducroix, desconcertada por el tono de desesperación que percibía en mi propia voz.

Estaba comportándome como una novia tratando de ganarse la aprobación de su futura suegra.

—Estoy segura de que la cuidará usted bien —afirmó madame Ducroix, sentándose en una silla que le ofrecí—. Percibo esas cosas, y Kira, también. Los gatos tienen poderes psíquicos, ya sabe.

Madame Ducroix adquirió una expresión abatida y yo deseé preguntarle a qué se refería. Pero entonces volvió a alegrarse y comenzó a servir el té y el pastel, aunque fuera ella la invitada. A pesar de mis dudas del día anterior, acabé por decidir que las intenciones de madame Ducroix eran honradas. Me preguntó sobre la vida en los escenarios, pero solo me proporcionó sucintas respuestas a las preguntas que yo le hice. Lo máximo que pude deducir de ella fue que era viuda, que vivía cerca del parque y que uno de sus abuelos era ruso. Después de aproximadamente una hora, se levantó, acarició a Kira y se agachó para besarle la cabeza.

Ya zhelayu schast’ya tebe, moy malen’kiy kotyonok —le susurró a Kira al oído.

Estuve a punto de bromear y decirle que esperaba que la gatita hablara francés aparte de ruso, pero me contuve cuando vi lágrimas en sus ojos.

—Esto es para usted —le dije, dándole los quinientos francos que habíamos acordado.

Madame Ducroix empujó el dinero hacia mí.

—No —respondió, negando con la cabeza—. Eso era una prueba.

Tengo que saber si la gente que se lleva a mis gatitos realmente los quiere. Cualquiera que esté dispuesto a pagar quinientos francos por un gato comprende su valor real.

Acompañé a madame Ducroix a la entrada del hotel y le paré un taxi.

—Me gustaría mucho que viniera a visitar a Kira alguna otra vez. O podría ir a visitarla yo a usted —le ofrecí.

El rostro de madame Ducroix se iluminó.

—¿Visitarme usted a mí? Me encantaría. Por favor, tome mi dirección —me respondió, entregándome su tarjeta.

El taxista la ayudó a entrar en el vehículo y madame Ducroix me dijo adiós con la mano antes de que el coche arrancara. Parecía tan contenta como un niño que empieza las vacaciones de verano.

Unas semanas más tarde, al no tener noticias de madame Ducroix, decidí hacerle una visita. Su apartamento estaba en la Rue Rembrandt. No había conserje en la portería, así que subí las escaleras por mi cuenta. Llamé al timbre del apartamento de madame Ducroix, pero nadie contestó. Suponía que tenía una sirvienta, así que esperé un momento antes de intentarlo otra vez. Cuando estaba a punto de marcharme, se abrió la puerta del otro lado del descansillo y miró hacia fuera una mujer muy elegante que llevaba un vestido color crema.

—¿Puedo ayudarla en algo? —me preguntó.

—Estoy buscando a madame Ducroix —le dije—. Pero no parece estar en casa.

Una expresión de sorpresa pasó por el rostro de la mujer, que me anunció:

—Pero mademoiselle, madame Ducroix falleció la semana pasada. Su apartamento se ha puesto en alquiler.

Me agarré con fuerza a la barandilla. No me había esperado una cosa así. Madame Ducroix me había parecido frágil, pero estaba tan animada la última vez que nos habíamos visto…

La mujer salió al descansillo, dejando la puerta de su apartamento abierta.

—Lo lamento, mademoiselle. Le he producido una conmoción. ¿Quiere usted pasar un momento? ¿Eran ustedes parientes?

Negué con la cabeza.

—No —respondí—. Me dio uno de sus gatitos y venía a contarle lo bien que está.

La mujer asintió. Estaba a punto de encaminarme escaleras abajo de nuevo cuando en el último momento se me ocurrió una idea y me volví para preguntarle:

—¿Sabe si madame Ducroix encontró hogares para todos sus gatos?

Una sonrisa apareció en el rostro de la mujer y señaló a sus pies. Apoyados a cada lado de ella, había dos gatos adultos, uno más grande y otro más pequeño. Por su porte majestuoso y sus vividos ojos, supe que tenían que ser los padres de Kira.

—Oh, puede estar segura de eso —me contestó—. Madame Ducroix no estuvo lista para marcharse hasta que no encontró hogares para todos ellos.

Estaba recordando todas aquellas cosas cuando monsieur Etienne llamó a la puerta. Me dio tal sobresalto que pegué un brinco y envié a Kira volando hasta la alfombra, pero me perdonó rápidamente y me siguió hasta la puerta. Antes de abrirla, cerré los ojos con fuerza y pedí el deseo de poder continuar cantando en el Casino de París. Abrí la puerta llena de esperanzas. Pero me bastó una mirada a la expresión ojerosa del rostro de monsieur Etienne para saber que no me traía buenas noticias.