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Lo mejor de pasar de un papel menor a ser la protagonista de una actuación importante era que me incluían en el espectacular número final. El escenario estaba ambientado en una villa española, llena de tiestos y geranios en flor, y un patio andaluz con una fuente como telón de fondo. El público suspiraba de admiración cuando Camille hacía su entrada, descendiendo del techo sobre una lámpara de araña, como una deidad bajando de los cielos. Aterrizaba en brazos del bailarín principal, que llevaba puesto un traje de torero cuyos pantalones eran lo suficientemente ajustados como para subirle la temperatura a cualquier mujer. El atuendo de Camille también era muy atrevido: un vestido de sevillanas cortado en la parte frontal para mostrar el corsé y el calzón y una mantilla de encaje, que le caía por los hombros, unida a una peineta que llevaba en lo alto de la cabeza. Las coristas, ataviadas con poco más que unos sombreros cordobeses y unas pocas lentejuelas en lugares estratégicos, se arremolinaban alrededor de la pareja contoneando unos abanicos de plumas. Los payasos, que representaban el papel de los banderilleros del matador, perseguían y eran perseguidos por dos payasos más, disfrazados de toro. Antes de que Camille hiciera su aparición, yo bailaba una especie de flamenco a la francesa que Rivarola se negó a ejecutar porque no tenía nada que ver con Argentina, pero todas las coristas me imitaban detrás mientras lo bailaba. Yo salía cuando me llevaba por delante un picador a caballo, con un caballo de verdad. El animal se llamaba Roi y era la cría de uno de los purasangres de carreras de monsieur Volterra. Después de que Camille y su amante bailaran y cantaran su número triunfal, las coristas ejecutaban un cancán. Todo aquel baile no tenía nada que ver con España, pero al público le encantaba.

Aunque era una estrella, Camille no aparecía en el cartel principal de la temporada. Aquel lugar privilegiado le correspondía a Jacques Noir, «el humorista más adorado de todo París». «Adorado» era el término adecuado: siempre que aparecía en el escenario, mi camerino temblaba por la fuerza del terremoto provocado por el aplauso del público. Una vez mi fotografía de Fernandel —que me había autografiado después de que le viera actuar en el Folies Bergère— se cayó de su alcayata por las violentas vibraciones y se hizo pedazos contra el suelo. El vidrio se rajó por encima de la sonrisa bobalicona del humorista. «Pobrecillo Fernandel», pensé. Aunque era uno de los cantantes cómicos de más talento de París, dudaba que su rostro caballuno, con aquellos oscuros círculos bajo los ojos, jamás pudiera describirse como «adorado».

Cuando Rivarola y yo nos adaptamos a nuestro número, le pregunté al director de escena si podía presenciar la primera aparición de Jacques Noir entre bambalinas. A causa de mi horario, nunca lo había visto actuar. Noir aparecía en el número final después de mí, cuando los tramoyistas se afanaban en maniobrar para sacarnos al picador, a Roí y a mí de escena, antes de que el caballo tapizara de excrementos el suelo donde los demás artistas pudieran pisarlos. A pesar de que no lo alimentaban durante las seis horas anteriores al espectáculo, los movimientos intestinales eran una reacción típica de Roí a su euforia después de salir a escena.

—La esposa de Noir es la única que se sienta entre bastidores durante su actuación —me informó el director de escena—. No le gustan las distracciones.

—Seré discreta —le prometí—. No lo puedo ver durante los ensayos porque son siempre a puerta cerrada.

—Lo hace así para que la gente no le robe los trucos antes de que los haga ante el público.

—Yo no voy a hacer eso —repliqué—. ¡A menos que usted piense que Rivarola y yo tenemos posibilidades para hacer un número cómico!

Finalmente, el director de escena cedió y me condujo a una zona del bastidor izquierdo en el que había un taburete de madera. Estaba astillado y me picaban las piernas, pero sonreí como si no pasara nada.

El director de escena se llevó el dedo a los labios.

—¡No quiero oír ni un suspiro! —me advirtió.

Escudriñé la oscuridad y vi a una mujer sentada en el bastidor opuesto. Le iluminaba el regazo un círculo de luz que provenía de una lámpara de mesa colocada en una estantería sobre su cabeza. «Esa debe de ser la esposa de Jacques Noir», pensé, perpleja por su aspecto. Para ser la esposa de uno de los artistas más ricos de París, tenía un estilo muy poco elegante, embutida en un vestido gris. Excepto por la alianza en el dedo anular, no lucía ninguna otra joya. Y si al director de escena le preocupaba tanto que yo respirara, me pregunté qué le parecería que madame Noir estuviera haciendo punto. El chasquido de sus agujas se oía incluso desde donde yo me encontraba. Su cuello tenía el aspecto del de un pajarillo y junto con las arrugas que lucía en su frente la hacían parecer la madre de Noir más que su esposa. Había oído que Noir solo tenía treinta y dos años.

Las coristas abrían el número con un baile de jazz sobre un tablero de ajedrez con bailarines de reparto vestidos de reyes, reinas, alfiles y caballos. Mientras los bailarines se marchaban del escenario por la escalinata principal, uno de ellos retiró la parte de arriba de una torre gigante. La pieza de ajedrez se abrió y de su interior surgió un hombre vestido de frac con un sombrero de copa. Era tan obeso como un hipopótamo con tres papadas por barbilla y unos acechantes ojillos redondos y brillantes sobre una nariz que tenía el aspecto de un morro de cerdo. A pesar de su caro traje inglés, pensé que era el hombre menos atractivo que había visto en mi vida. Hubiera jurado que era uno de los payasos disfrazado con almohadones y maquillaje extra hasta que la multitud enloqueció y las mujeres comenzaron a gritar: «¡Jacques! ¡Jacques!».

Se me cortó la respiración en mitad de la garganta. Si el aspecto de su mujer me había sorprendido, ahora me tocó asombrarme del propio Noir. ¿Aquel era el humorista más adorado de todo París? Maurice Chevalier era atractivo y desprendía encanto francés. Incluso Fernandel no resultaba tan repulsivo en comparación con Noir. Pensé en el cartel que había en el vestíbulo: el artista se había tomado algunas libertades para mejorar la apariencia del humorista. Sin embargo, por la reacción del público me di cuenta de que provocaba un efecto mucho más positivo en ellos que en mí.

—¡Señoras!, ¡señoras! —les dijo Noir—. ¡Por favor! ¿Qué van a pensar sus acompañantes masculinos?

Las agitadas mujeres se rieron y se calmaron.

—Por lo menos, tienen ustedes el buen gusto de haber venido esta noche al Casino de París —comentó con una gran sonrisa en la cara mientras caminaba con aire arrogante por el escenario— y no han ido a ver a Mistinguett al Moulin Rouge. —Se detuvo, miró a la multitud y se pasó lentamente la lengua por el interior de la mejilla—. ¿Saben ustedes la diferencia entre Mistinguett y una piraña?

El público se puso en tensión, a la espera del remate del chiste.

—El pintalabios.

La multitud rugió de la risa y aplaudió. Noir rápidamente siguió hablando.

—¿Qué es lo primero que hace Mistinguett cuando se levanta por la mañana? —Y, tras una pausa ensayada, contestó a su propia pregunta—: Se pone la ropa y se va a su casa.

Aquella broma hizo que el público se carcajeara y aplaudiera aún más. Me pregunté si estaría alucinando. ¿Podía ser realmente aquel hombrecillo obeso Jacques Noir? ¿El Jacques Noir al que le pagaban más de dos mil francos por actuación? Aquel hombre era atroz.

Miré al otro lado del escenario para ver a su esposa. No parecía estar prestando mucha atención a la actuación de su marido; daba una puntada tras otra como si estuviera esperando el tren en lugar de entre bastidores en un teatro de variedades. Mientras tanto, Noir pasó de despellejar a Mistinguett a humillar a Maurice Chevalier, que había aparecido en las columnas de cotilleos esa misma semana porque se rumoreaba que había intentado suicidarse.

—Saben lo que ha pasado, ¿verdad? —comentó Noir riéndose y mirando al público—. Dicen que fue porque tiene malos recuerdos de la guerra. ¡Ja! Será más bien por los malos recuerdos de Nueva York. Cuando estaba tratando de labrarse un nombre como gran estrella de Broadway, un niño y su madre se le acercaron y el niño le preguntó: «Mister Chevalier, ¿puede firmarme en mi cuaderno de autógrafos?». «Claro, chico», contestó Chevalier, lo suficientemente alto como para que todo el mundo en el radio de una milla supiera que alguien lo había reconocido. Pues bien, el muchacho sacó su minúsculo cuadernillo, de no más de cinco por cinco centímetros, que había comprado en un almacén de baratillo. «Vaya, muchacho —comentó Chevalier—, no hay mucho espacio aquí. ¿Qué quieres que ponga?». El chaval se lo pensó durante un rato y entonces se le encendió la mirada. «¿Sabe, mister Chevalier? ¡Quizá podría escribir todo su repertorio!».

El chiste hizo que el teatro se viniera abajo por las carcajadas del público. La relación de Noir con los espectadores me desconcertó. ¿Me estaba perdiendo algo? ¿Quizá trabajar con Rivarola había hecho que perdiera mi sentido del humor? Me pregunté qué pensaría monsieur Volterra de las pullas de Noir a Mistinguett y Chevalier; después de todo, eran dos de las estrellas más importantes que habían pasado por el Casino de París. Dudaba que después de aquella noche quisieran volver a actuar allí de nuevo. Pero Noir también tenía algo preparado para monsieur Volterra.

—¿Cómo se puede saber si un empresario teatral está vivo o muerto? —preguntó al público—. ¡Abaníquenle con un billete de dos mil francos!

Después de aquello, la orquesta comenzó a tocar y Noir inició una canción. Todo el tono de la actuación cambió y entonces comprendí qué era lo que lo hacía tan atractivo. Noir tarareaba y medio cantaba, medio recitaba la canción con una voz que era la mejor que yo había oído en un cantante en París. Tenía más resonancia que el argot de Chevalier y era más ágil en sus saltos y acentuaciones que la de Fernandel. Si cerraba los ojos, podía olvidarme de que la canción la estaba interpretando aquel hombre tan repugnante. Aquella voz pertenecía a alguien apuesto. Pero incluso cuando abrí los ojos, el aspecto de Noir mejoró mientras cantaba. Tenía algo magnético. Traté de descubrir con exactitud qué era, porque me temía que podía ser aquella «cualidad para el estrellato» que yo andaba buscando tan desesperadamente. Quizá era la confianza que irradiaba por todos los poros de su generoso cuerpo. Era bueno y lo sabía.

Estaba tan embelesada por su canción sobre un dandi que está enamorado de la doncella de su amante que me olvidé del taburete astillado y de la crueldad de las bromas que antes había contado. La voz de Noir suavizaba sus asperezas de la misma manera que el mar despunta las piedras afiladas. Pero al instante siguiente dejé de disfrutar de un golpe. Noir cogió un bastón y recorrió dando saltitos el escenario mientras balanceaba el bastón al ritmo de una música que reconocí perfectamente.

¡La! ¡La! ¡Bum! Aquí viene Jean

en su nuevo Voisin.

¡La! ¡La! ¡Bum! Y pregunta: «¿Qué haces?».

¿Qué le puedo decir?

¡La! ¡La! ¡Bum! Que estoy calentando mi maquinita…

Noir estaba parodiando la canción que yo había cantado en el espectáculo de la temporada anterior, pero su versión estaba llena de dobles sentidos. Sin embargo, peor que la parodia de la canción, era que se estaba burlando de mí, meneándose, dando saltitos y contoneando su trasero de la misma manera que yo había tenido que hacerlo por orden de madame Piége. Miré alternativamente a Noir y a los espectadores; se estaban riendo y sus bocas abiertas parecían cientos de negras cavernas. En su momento, aquel número ya me había resultado odioso, pero eso no disminuyó mi humillación. Noir había convertido aquella antigua actuación estúpida mía en un recuerdo realmente vergonzoso.

Hubiera sido suficientemente humillante si Noir hubiese dejado su parodia ahí. Pero para añadir sal a la herida, terminó el número con una pose de tango, le lanzó un beso al público y murmuró, con una voz sexy pero burlona, extendiendo las vocales para imitar un acento sureño:

—He recorrido un largo camino, ¿verdad, queridos? ¡Miradme hasta dónde he llegado ahora!

Cayó el telón y el público enloqueció. El horror me abrumaba y no podía moverme. Después de tres bises, Noir salió y el director de escena me echó del taburete para dejar paso a los tramoyistas, que tenían que cambiar el decorado. Miré fijamente al director, que no me prestó ni la más mínima atención. ¿Era tan insensible que no me había relacionado con la actuación de Noir antes de dejarme presenciarla? Corrí a mi camerino, tan ciega por la furia que los demás artistas que se apresuraban por los pasillos pasaban ante mí como imágenes borrosas. Pegué un portazo. Bouton y Rubis, los caniches, se sobresaltaron. Rubis aulló. Madame Ossard, su domadora, giró sobre sus talones.

Me lancé sobre mi tocador y comencé a pasarme un peine bruscamente por el cabello. No quería aparecer en el número final. Lo que deseaba era irme a casa.

—¿Y a ti qué te pasa? —me preguntó madame Ossard, ajustando la puntilla de los aros a través de los que saltaban sus perros.

Evité su mirada y cambié el peine por una brocha de maquillaje, aplicándomelo furiosamente a la frente.

—Oh —exclamó—, ¿ya has visto la actuación de Noir?

Tiré la brocha y me encogí de hombros. Se me ocurrió que todos los demás artistas ya hacía tiempo que habrían visto la parodia. ¿Por qué nadie me había dicho nada?

Madame Ossard chasqueó la lengua.

—Es un malnacido por hacerle algo así a alguien que está empezando. Especialmente cuando es una compañera del Casino.

—¿Cómo pueden dejarle hacerlo? —pregunté, con voz temblorosa—. No es justo.

Madame Ossard se sacó un pañuelo del escote y me lo entregó. El tejido olía al jabón de alquitrán que utilizaba para lavar a sus perros.

—Tómatelo como un cumplido —me aconsejó—. No ha logrado poner al público en contra de tu número, ¿a que no? En todo caso, es una buena publicidad para ti.

—Pero me hace parecer tonta —protesté.

Me di cuenta entonces de qué me había disgustado tanto. Al reírse de mí, Noir me había rebajado de nuevo a cantante cómica. En aquel momento, comprendí lo difícil que era «crecer» en el escenario. Siempre habría alguien que me recordaría las cosas que había tenido que hacer para avanzar.

Madame Ossard me agarró firmemente la barbilla entre los dedos y me levantó la cara para que la mirara a los ojos.

—Simone, creo que hay personas en el Casino que se sienten celosas de la atención que estás recibiendo. Que te satirice uno de los artistas más famosos de París no tiene por qué ser algo necesariamente malo.

Una noche, unas semanas antes de Navidades, regresó la esposa de Rivarola. Me la crucé mientras iba de camino a ver a la encargada de vestuario para que me arreglara un descosido en el dobladillo de la falda. Estaba de pie, cerca de la puerta de artistas, con las manos apretadas ante ella, mirando fijamente hacia el infinito. A pesar de la calefacción, una corriente de aire frío recorrió el ambiente y sentí un picor en el cuero cabelludo. Era como ver un fantasma de teatro al acecho. En secreto, había estado temiéndome que esto sucediera, pero lo último que había oído era que María estaba en Lisboa con un playboy alemán. Por el modo en el que se curvó su sonrisa carmesí y entrecerró los ojos cuando vio el vestido en mis manos, supe que estaba maldiciendo mi suerte y la de Rivarola.

Cuando llegó el momento de nuestra primera actuación, a pesar de las tres llamadas a escena y de que los tramoyistas le buscaron por todas partes, Rivarola parecía haberse esfumado. El director de escena y uno de sus ayudantes forzaron la puerta de su camerino, pero lo único que encontraron fue un rastro de olor a tabaco en el aire polvoriento y un disco hecho pedazos y esparcido por el suelo.

—No quiero prescindir de usted, mademoiselle Fleurier —me dijo monsieur Volterra—. El público y la crítica la adoran, incluso más que a Rivarola. —Se inclinó hacia delante en la silla, que crujió bajo su peso, y se golpeó la barbilla con su pluma estilográfica—. Deme una semana —me dijo—. Veré qué puedo hacer.

Por supuesto, tratándose de monsieur Volterra, aquella iba a ser una semana sin sueldo, pero no tenía mucha opción. Todos los grandes espectáculos ya estaban en fase de producción y no realizarían audiciones en una temporada.

—Está hablando con madame Piége sobre la coreografía para un nuevo número —me contó monsieur Etienne, después de no haber sabido nada de monsieur Volterra en diez días.

—Genial —murmuré—. Otra cancioncilla ridícula con número de baile.

Me convocaron en el Casino de París unos días después y me avergoncé inmediatamente de mi cinismo. Monsieur Volterra había contratado, gastándose una cantidad considerable, a un autor para que me compusiera las canciones.

—Necesitamos algo impresionante para sustituir el tango de la subtrama —me explicó monsieur Volterra, haciéndome pasar a su despacho.

Me quedé boquiabierta cuando vi al hombre de traje oscuro y bigotillo fino que nos estaba esperando. Vincent Scotto se levantó de su asiento y dio un paso adelante.

—Será un placer trabajar con usted, mademoiselle Fleurier —me dijo, mirándome fijamente a la cara con sus ojos melancólicos—. Tengo algunas ideas que casarán perfectamente con su maravillosa voz.

Me sorprendió su tono de deferencia. Aquel era el hombre que había escrito canciones para algunas de las estrellas más importantes de París: Polin, Chevalier y Mistinguett. ¡Y monsieur Volterra lo había contratado para que escribiera específicamente para mí!

Todavía me aguardaba una sorpresa aún mayor cuando visité el departamento de vestuario para probarme mi traje. Erté, el diseñador ruso, había creado un vestido para mí. Aunque tenía un contrato con el Folies Bergère y últimamente había empezado a trabajar con los estudios MGM en Hollywood, monsieur Volterra había logrado de algún modo convencerle de que hiciera una excepción para confeccionarme un traje para el espectáculo. Cuando la encargada de vestuario apartó a un lado la cubierta de organza, me encantó comprobar la originalidad del vestido. Estaba hecho de brillante lamé con aberturas alrededor de las costillas y la subida de las caderas. Las costuras lucían un ribete de perlas. El traje envolvía al maniquí como una cascada, no tenía ni un solo volante. Simplemente brillaba. De complemento, iba a llevar un par de alas emplumadas que se mantenían a medio metro por encima de mi cabeza y un tocado de perlas coronado por plumas.

—Dos costureras y un enfilador han tardado cinco días con sus respectivas noches en terminarlo rápidamente —me explicó la encargada de vestuario.

—Me lo creo —le respondí, entregándole mi abrigo a una de las ayudantes y quitándome de un golpe los zapatos.

No podía esperar para probármelo todo.

Hicieron falta dos ayudantes para ponerme el traje y tan pronto como sentí su peso comprendí por qué las coristas del Casino de París eran tan esculturales. Hacía falta fuerza y una postura firme para llevar un tocado altísimo y aun así moverse con un poco de elegancia. Traté de dar unos cuantos giros a izquierda y derecha y por poco me caí al suelo. Pero estaba decidida a dominar el traje, aunque fuera a costa de padecer tortícolis y dolores de cabeza. Una mirada a aquel vestido bastaba para comprender que ese era el atuendo propio de una estrella.

Si había trabajado hasta que me sangraron los pies para Rivarola, entonces lo hice hasta que me ardieron los pulmones para Scotto. Me daba la sensación de que estaba recorriendo un pasillo mágico donde todas las puertas estaban abiertas de par en par. Podía tomar el camino que deseara. Cantar canciones populares del momento era una cosa; cantar material compuesto exclusivamente para mí era otra muy distinta. Y cualquier empresario teatral, especialmente monsieur Volterra, no iba a gastarse el dinero en un compositor y cinco mil francos en un traje si no me considerara una verdadera inversión.

«Esta es tu gran oportunidad, Simone —me decía a mí misma todos los días cuando llegaba al Casino—. Si no consigues levantar el vuelo con todo esto, nunca lo lograrás».

Aquel pensamiento me daba escalofríos, pero también me estimulaba para trabajar duro.

Scotto escribió y perfeccionó las canciones a la velocidad de la luz. A medida que se iba completando y coreografiando cada número, lo ensayaba hasta que conseguía la aprobación de monsieur Volterra. Después, se incluía inmediatamente en el espectáculo, pues la huida de Rivarola había dejado huecos en el programa que hacía falta llenar.

Desde mi primera noche en el escenario, los críticos se quedaron extasiados. Jacques Patin, el crítico de Le Fígaro, escribió:

Hace unos meses fue presentada en el Casino de París como una de las bailarinas clave. Ahora es una de las cantantes principales.

Simone Fleurier se entrega. Pone más emoción en cada estrofa que la mayoría de los intérpretes en una vida entera de trabajo.

Tiene una voz extraordinaria que, debido a su edad, confío en que logrará desarrollar mucho más. Es una chica con un futuro formidable ante sí.

Compré varias copias del periódico y le envié el artículo a mi familia, y a madame Tarasova y a Vera a Marsella. Guardé una copia bajo la almohada y era lo primero que leía por las mañanas y lo último que miraba por las noches antes de dormir. «Un futuro formidable». Jacques Patin no decía esas cosas de casi nadie. Había criticado duramente a Jacques Noir, aunque aquello no había hecho mella en la popularidad del humorista: el espectáculo seguía vendiendo hasta la última entrada todas las noches. Ya no se me consideraba una dulce niña que cantaba cancioncillas vestida de volantes, ni la esclava de Rivarola. Una energía sublime me poseía desde la punta de los dedos de los pies hasta la coronilla. Me volví más dueña de mí misma, y cuando caminaba o bailaba era como una mariposa que acababa de salir de su capullo y que sorprendía a todos con la transformación.

Cuando llegó la Navidad, todas mis canciones ya se habían incluido en el programa. Una tarde del año nuevo, llegué al Casino de París para mi ensayo y me dirigí hacia la puerta de artistas. En ese momento, Jacques Noir salió por ella acompañado de su esposa, que caminaba discretamente varios pasos por detrás de él. —Bonjour, monsieur Noir —le saludé.

En mitad del torbellino embriagador producido por mi éxito, me sentía llena de buena voluntad hacia todo el mundo y me había olvidado de la parodia de Noir. El humorista me dedicó una mirada glacial mientras su mujer fruncía el ceño. Bajaron la escalinata hasta donde su chófer les había abierto la portezuela del Rolls-Royce de Noir. Me encogí de hombros y entré en el teatro, sin apenas darle importancia a la hosquedad de la pareja. Me sentía demasiado emocionada por ir a ensayar mis canciones para la actuación de esa noche.

Sin embargo, la tarde siguiente cuando llegué al Casino para los ensayos, se percibía la tensión en el ambiente. Lo noté en el maleducado saludo que me dirigió el portero y el modo irritable en el que me entregó los cambios de programa el director de escena. Fuera de los camerinos, encontré a las coristas y a dos de los payasos reunidos alrededor del tablón de anuncios. Por la indignación que se adivinaba de su postura de brazos cruzados y pies separados, supuse que a alguien le habían penalizado injustamente por algo. A los artistas de actos menores les solían multar por rasgar sus trajes, llegar tarde a los ensayos o actuar con calzado desgastado o faltándoles un botón.

—Qué cara más dura tiene ese hombre —murmuró uno de los payasos.

Sophie, la corista principal, negó con la cabeza.

—Quienquiera que haya sido tendría que habérselo pensado dos veces. Ahora todos tendremos que andar con pies de plomo.

No pude resistir la tentación de averiguar cuál era el problema. Las reprimendas normales provocaban quejas y exabruptos, pero aquello parecía que era algo más interesante. Esperé en mi camerino hasta que oí que las coristas bajaban a su ensayo y saqué la cabeza al pasillo para comprobar si había moros en la costa. No había demasiadas cosas en el tablón: un par de cambios de programación y varios anuncios de alquiler de habitaciones. Entonces, me percaté de la existencia de la notificación, que sabía que era nueva por lo blanco del papel. Se había mecanografiado el mensaje en mayúsculas. Las palabras me gritaron desde la superficie inmaculada:

NOTIFICACIÓN A TODOS LOS ARTISTAS:

NO ES NECESARIO QUE LOS INTÉRPRETES DE ACTOS

SECUNDARIOS O DE REPARTO SALUDEN A MONSIEUR NOIR.

ABSTÉNGANSE DE HACERLO, PUES MONSIEUR NOIR LO

CONSIDERA MOLESTO Y MALEDUCADO. ADEMÁS, VA EN

CONTRA DEL PROTOCOLO DEL CASINO DE PARÍS QUE LOS

INTÉRPRETES DE ACTOS MENORES TRATEN DE ENTABLAR

CONTACTO CON LA ESTRELLA.

LA DIRECCIÓN

Me quedé allí, en mitad del pasillo, con la boca abierta. Tardé un momento en comprender aquellas palabras. Era la absurda exigencia de un megalómano, pero la manera en la que estaba redactada la notificación, el modo en el que las letras parecían selladas sobre el papel en lugar de mecanografiadas y el hecho de que no estuvieran dirigidas directamente a la culpable —es decir, a mí—, daban la sensación de que se hubiera cometido un delito atroz. Me sonrojé avergonzada. Me sentí tan humillada como aquel tramoyista que había recibido una reprimenda por defecar sobre el asiento del inodoro.

Hice lo que pude por olvidarme de la notificación y concentrarme en los ensayos, pero me fue resultando cada vez más difícil a medida que avanzaba la tarde. Pronto descubrí que no solo habían colgado la nota en el tablón de anuncios. Había copias por todo el teatro: en las salas de ensayo, cerca de las escaleras, por todos los bastidores, incluso en el interior de las puertas de los retretes. Para empeorar las cosas, continuamente escuchaba a los otros artistas hablando entre susurros sobre el tema. La notificación era la novedad del día y se hablaba de ello con tanta pasión como escándalo. «¿Quién piensas que ha podido ser?», «Apuesto a que ha sido esa bailarina listilla…», «No, ha sido Mathilde. Siempre está tratando de ganar posiciones en el espectáculo humillándose ante las estrellas».

En un momento en el que estábamos ensayando el número final, sentí la tentación de hacerles callar y confesar que yo era la delincuente. Pero no logré reunir el valor para hacerlo. Mi burbuja había estallado. Seguramente Jacques Noir le había dicho a monsieur Volterra exactamente quién era la culpable, pero en lugar de venir a verme él personalmente, el empresario teatral le había dictado la notificación a su secretaria. ¿Por qué? Porque monsieur Volterra era un hombre ocupado y la notificación resultaba conveniente. Gracias a ella, podía reprenderme a mí y advertir a los otros artistas al mismo tiempo. Si yo hubiera sido la estrella que creía ser, monsieur Volterra habría venido a mi camerino y me habría explicado la situación.

«No quiero preocuparla por esto, mademoiselle Fleurier», me habría dicho, pasándome el brazo por los hombros, con un gesto paternal y comportándose como si el incidente fuera una broma entre nosotros. «Ya sé que no tiene importancia, pero monsieur Noir es la estrella principal y tenemos que acomodarnos a su idiosincrasia. Lo entiende, ¿verdad?».

¿Y qué quería decir con la expresión «actos menores»? A pesar de todo el dinero que se había gastado en mí y de todas las críticas favorables que había recibido, ¿eso es lo único que yo era, a fin de cuentas?

Cuando terminó el ensayo, me consolé invitando a Odette a que se viniera conmigo de compras. Quería amueblar mi nueva habitación del hotel. Una de las primeras cosas que había hecho después de que Le Fígaro me elogiara fue mudarme del Barrio Latino a un hotel en el área de la Étoile donde tenía dos habitaciones y mi propio cuarto de baño. El hotel en sí no era muy lujoso, pero la zona era más adecuada para una estrella en ciernes. Las calles del octavo arrondissement estaban llenas de prestigiosos hoteles, impresionantes edificios de piedra caliza y cafés que servían el champán en copas de cristal. Camille también vivía en la orilla derecha, en un apartamento en el lujoso hotel Crillon, financiado por su nuevo amante, el playboy Yves de Dominici.

Cuando monsieur Etienne se enteró de mi cambio de dirección, no me reprendió abiertamente por no ser ahorradora. Comentó que estaba siguiendo los pasos de Picasso, que se había mudado a aquella zona con su esposa rusa, Olga Koklova.

—¿Qué quiere usted decir con eso? —inquirí.

Sonrió sarcásticamente.

—Bueno, Picasso comenzó en Montmartre, se mudó a Montparnasse y ahora vive en el barrio de la Étoile. Parece convenirle mucho a las aspiraciones de ascensión social de su esposa.

—No, monsieur Etienne, está usted equivocado —le respondí, dedicándole una sonrisa descarada—. Yo nunca he vivido en Montmartre.

Me entregó una carta de presentación para su banquero.

Monsieur Lemke estará encantado de ayudarla a invertir parte de su dinero, si en algún momento decide hacerlo.

No le dije a monsieur Etienne que había conocido a Picasso. Cuando el nudoso español apareció en mi camerino, con su esposa merodeando nerviosamente detrás, mi ignorancia me impidió comprender lo importante que era aquella visita. Sus ojos intensos y la descuidada manera que tenía de hablar francés me recordaron a Rivarola, aunque por supuesto el argentino no hablaba ni palabra de francés. El pintor llevaba un traje de etiqueta con una faja roja, pero su aspecto parecía tan incongruente con aquel atuendo como mi madre con la estola de zorro plateado. Me dijo que le gustaría retratarme y me dio su tarjeta. Se lo agradecí, pero me olvidé de él tan pronto como cerró la puerta. A monsieur Etienne le hubiera encantado escuchar que un artista que jamás pintaba retratos quisiera hacer el mío. «¡Piense en la publicidad!», me hubiera dicho. Lo único que yo sabía era que aquel mismo día que Le Fígaro había publicado la crítica sobre mí, anunció que Picasso había descubierto el surrealismo, y no veía ningún atractivo en aparecer colgada en una galería de arte con una nariz distorsionada y mis entrañas sobre el regazo.

Después de comprar unas sábanas de seda en las Galerías Lafayette, Odette y yo fuimos a la tienda de muebles del Boulevard Haussmann donde a Joseph lo acababan de nombrar encargado. El novio de Odette no era tan apuesto como yo esperaba, pero tenía algo mucho más atractivo. Su rostro juvenil se iluminó cuando Odette y yo entramos en la tienda, y me saludó con un cálido apretón de manos y tres besos en la mejilla. La mirada que compartieron él y Odette estaba tan cargada de amor que aquello me hizo sonreír.

—Me alegro mucho de conocerla al fin, mademoiselle Fleurier —me aseguró, calándose las gafas de montura metálica sobre la nariz y guiándonos a través de las esculturas de bronce y las mesas de juego de caoba estilo imperio—. Odette habla de usted tan bien que pienso ir a ver su actuación al Casino de París en cuanto tenga un día libre.

Joseph nos llevó a una habitación en la parte trasera de la tienda y apartó una caja de embalaje.

—Le he estado guardando estas —me explicó, señalando dos sillas Luis XV tapizadas con piel de leopardo—. Tan pronto como se las enseñé a Odette, me dijo que serían perfectas para usted.

Pasé la mano por la lustrosa piel. Aquellas sillas eran los objetos más hermosos que había visto jamás. Le eché un vistazo a la etiqueta del precio. Eran escandalosamente caras, incluso con el mejor descuento que Joseph pudiera hacerme, pero tenía que comprármelas. Después de que nos pusiéramos de acuerdo en el precio, Joseph sacó un biombo oriental.

—Cubrirá el color gris metálico de las paredes de tu habitación —me aseguró Odette, acercándose para examinar los grabados de caracolas marinas y hojas doradas del biombo.

—Me lo llevo —anuncié, con la cabeza ligera por la excitación de gastar tanto en lujos.

Después de la compra, que los tres cerramos brindando con una copa de champán, Odette y yo regresamos a la habitación de mi hotel. Odette les indicó a los repartidores dónde debían colocar las sillas y el biombo, decisión que cambió varias veces hasta que se sintió satisfecha una vez que los colocaron en el lugar exacto en el que tenían que estar.

—Te meterías en un buen lío con tu tío si te viera haciendo esto —le dije—. Piensa que no debería estar gastando tanto.

Odette negó con la cabeza.

—Si quieres ser una estrella, tienes que vivir como tal.

—No sé si tu consejo es más sensato que el de tu tío, pero está claro que me atrae más —le contesté.

—Voy a ir a ver la representación de esta noche —me anunció Odette—. No la he visto desde que incluyeron todas tus canciones.

Me alegré de contar con su amistad. Los artistas del Casino de París se comportaban de forma extrovertida sobre el escenario, pero eran arpías y tiranos fuera de él. Parecía que una vez que se pasaba de hacer números de tercera, ya no existía la camaradería en el negocio del espectáculo y únicamente quedaba la rivalidad.