13

Cuando monsieur Volterra comenzó a planear el siguiente espectáculo, monsieur Etienne negoció para que me dieran un número mejor con baile y canción: moderno en lugar de cómico. La mayoría de los teatros en París, incluido el Casino, cerraban en agosto a causa de los ensayos de los nuevos espectáculos que se estrenaban en septiembre. Podría haberme unido a alguna de las compañías que se iban de gira por las provincias en verano o podría haber actuado más noches en el Café des Singes. Opté por no hacer ninguna de las dos cosas y dejé el trabajo en el club nocturno de madame Baquet. Quería volver a la finca durante el verano. Me sentía sola. Debido a mi edad y a mi ocupación, estaba aislada de la vida normal y también del resto de artistas que me rodeaban. Las coristas no tenían interés en conocerme y no era lo bastante famosa como para codearme con las estrellas. Tal y como había quedado claro la noche en el apartamento de Francois, Camille y yo pertenecíamos a mundos totalmente diferentes. Odette era mi única verdadera amiga, pero entre su trabajo y sus clases de pintura, y mis extrañas horas laborales, apenas nos veíamos. Me encantaba París, pero había llegado la hora de hacer una visita a mi hogar.

Cogí el tren nocturno a Pays de Sault, haciendo un derroche al pagar un compartimento en coche cama de segunda clase para no tener que soportar la incomodidad de viajar sentada toda la noche. Me encontré con Bernard en la estación, pero no traía un automóvil deportivo, sino una camioneta.

Bonjour, Simone. Bienvenida a casa —me saludó y sonrió.

Bernard cargó mi equipaje en la parte trasera de la camioneta y me abrió la puerta del copiloto antes de tomar asiento al volante y poner en marcha el motor. El sol meridional entraba a raudales a través del parabrisas. Me resultaba deslumbrante, después de haberme acostumbrado a la anémica luz de París. Los pinos brillaban bajo el cielo azul y los ruiseñores cantaban. La carretera estaba tan llena de baches que me imaginé que el vaso de leche que me había bebido en el tren se me estaría convirtiendo en mantequilla dentro del estómago.

Le hablé a Bernard sobre Montparnasse, el Café des Singes, mi número en el Casino de París y mi cena en Fouquet’s.

—Nos hemos intercambiado las vidas —comentó mientras esbozaba una sonrisa en su bronceado rostro—. Tú te has civilizado y yo me he asilvestrado.

Paseé la mirada desde sus botas con tachuelas hasta su gorra. Una fina película de transpiración hacía que le brillaran las mejillas y la frente. Se había convertido en un auténtico agricultor, pero no tenía nada de silvestre. Sus pantalones de trabajo lucían una raya perfectamente planchada que le recorría cada una de las perneras y el hedor a piel requemada reinante en la cabina de la camioneta desaparecía gracias al toque de colonia que provenía del cuello de su camisa.

Ya había terminado la temporada de cosecha de lavanda. Bernard me contó que había sido todo un éxito y que estaban pensando en adquirir otro alambique para el año siguiente. También esperaban poder comprar la finca abandonada de los Rucart al único heredero, que vivía en Digne. No había posibilidad alguna de restaurar el antiguo caserío, pero querían utilizar el huerto y preparar el resto de los campos para plantar lavanda.

—Tengo un contacto en Grasse que asegura que sus científicos están desarrollando un híbrido que es más resistente que la lavanda silvestre y que produce diez veces más aceite —me explicó Bernard, que sonaba como mi padre cuando tenía uno de sus arrebatos empresariales—. Si funciona, necesitaremos más terreno.

Llegamos a la finca por la tarde. Los cipreses proyectaban su sombra sobre el ardiente camino. Mi madre estaba de pie en el patio, haciéndose visera con la mano y con Bonbon de guardia a sus pies.

Ya de lejos pude ver que la perrita había ganado peso; sin duda, la habían malcriado con las comidas de tía Yvette. Recorrimos la arboleda y mi madre nos llamó. Tía Yvette surgió por detrás de la cortina de cuentas de la cocina, con una sartén en la mano. Chocolat y Olly corretearon tras ella.

Bernard aparcó en el patio. No esperé a que me abriera la puerta; salté de la camioneta y corrí hacia mi madre. Ella también se apresuró hacia mí y me cogió la cabeza entre las manos, besándome repetidas veces en las mejillas. La ternura le brillaba en los ojos, además de una ligera sorpresa, como si yo fuera una aparición que hubiera surgido del bosque.

—Me alegro de verte, Simone. Pero no te vas a quedar mucho tiempo, ¿verdad? Aún no —me dijo, contestándose a sí misma y dedicándome una de sus misteriosas sonrisas.

—¡Simone! ¿Eres tú? —exclamó tía Yvette, dejando la sartén sobre el alféizar de la ventana y rebuscándose en el bolsillo las gafas. Se las puso y me miró con ojos entrecerrados—. ¡Pero mira qué pelo llevas! —gritó—. ¿Qué has hecho con él?

Se me había olvidado que las iba a impresionar. Las mujeres de nuestra aldea mantenían el pelo largo desde que nacían hasta que se morían, y lo llevaban siempre recogido.

—Así que la cosecha de lavanda ha vuelto a ser buena, ¿eh? —pregunté, tratando de desviar la atención de mi pelo.

—Incluso mejor que la del año pasado —contestó tía Yvette, sonriendo de oreja a oreja.

—¿Dónde está Gerome? —preguntó Bernard, sacando mis maletas de la camioneta y colocándolas en el umbral de la puerta—. Seguramente le gustará ver a Simone.

—Ahora mismo está durmiendo —le contestó tía Yvette, y volviéndose hacia mí aclaró—; Hemos convertido la sala de estar principal en una habitación para él. Así puede unirse a nosotros durante las comidas y ver el trabajo de la finca sin que tengamos que transportarlo arriba y abajo por las escaleras.

—¿Entonces está mejor? —pregunté mientras cogía el vaso de vino helado que mi madre me estaba entregando y me sentaba junto a ella en un banco del patio.

El enrejado se había combado por el peso de las flores de la glicinia, que colgaban sobre mi cabeza como racimos de uvas. Su aroma dulzón atraía a varios enjambres de abejas. Una se posó sobre mi falda, ebria por la dulzura del néctar. Deambuló sobre la tela durante unos instantes, sacudiendo las alas y las patas, antes de elevarse de nuevo en el aire.

—Ha mejorado —me explicó tía Yvette, acercando una silla—. Se puede sentar sin ayuda e incluso dice alguna que otra palabra de vez en cuando. Al final no hemos necesitado contratar a nadie que nos ayude con él. Entre tu madre y yo logramos ocuparnos de él.

Mi madre me pasó una raja de melón y me miró a los ojos.

—Ve y échate un rato antes de la cena —me dijo—. Pareces cansada. Podemos hablar más después de que te repongas.

Me tumbé en uno de los dormitorios de casa de tía Yvette y me sentí tan agotada por el viaje que no me molesté ni siquiera en quitarme el vestido. Bonbon saltó a la cama y se hizo un ovillo a mi lado. Le pasé los dedos por el pelaje. Me miró fijamente antes de estirar el morro a modo de bostezo. Ahora era la compañera de mi madre, pero me alegró verla de nuevo. Me dormí, pero no descansé bien, pues el calor me provocó toda una serie de sueños inconexos sobre bailes en el Casino de París y el sonido chirriante de los frenos del tren.

—¡Simone! —me llamó la voz de mi madre desde la planta de abajo.

Me incorporé de un salto, con el corazón latiéndome con fuerza en el pecho y la espalda húmeda de sudor. Bonbon había desaparecido. Fuera, el sol se había puesto y en el cielo de la tarde brillaba un toque azulado. Debía de haber dormido durante horas.

Bajé las escaleras siguiendo el sonido de los platos que estaban poniendo a la mesa y el aroma del pollo al romero. Cuando abrí la puerta de la cocina, la llama de la lámpara a prueba de viento me hizo parpadear. Tío Gerome se hallaba sentado en la cabecera de la mesa. La expresión de su rostro estaba menos desfigurada que la última vez que lo había visto, pero uno de los ojos se le había quedado firmemente cerrado y su pelo, que siempre había sido canoso, ahora estaba completamente blanco.

Mi madre trinchó el pollo sobre la encimera. Tía Yvette, que estaba sirviendo la sopa en cuencos, dejó el cucharón suspendido en el aire y se quedó mirándome fijamente.

—Simone, ¿te encuentras bien? Estás muy pálida.

—Estoy bien —le respondí—. Es el calor. Me había olvidado de cómo era.

Bernard sirvió un vaso de vino y se lo puso en los labios a tío Gerome para que pudiera beber. Me aclaré la garganta.

—Hola —le saludé.

Me había pasado casi toda la vida temiendo u odiando a tío Gerome, pero verle con aquel cuerpo retorcido me producía mucha confusión. Me entraron ganas de llorar.

Tío Gerome inclinó la cabeza. Un hilo de vino se le resbaló por la barbilla. La expresión de sus ojos era vidriosa y parecía imposible asegurar si me había entendido.

—¿Por qué lleva el brazo en cabestrillo? —le pregunté a Bernard mientras tomaba asiento a la mesa.

—No lo siente —me contestó Bernard, limpiándole la barbilla a tío Gerome con una servilleta—. A veces olvida que está ahí, así que hay que atárselo para evitar que se lo pille o que se retuerza la articulación.

Tío Gerome emitió un gemido y murmuró:

—¿Pierre?

—No, es Simone —le corrigió Bernard—. Tu sobrina.

—¿Pierre? —repitió tío Gerome—. ¿Pierre?

Comenzó a sollozar. El tono suplicante de su voz me desgarró las entrañas. Miré a mi madre y a tía Yvette. Estaban troceando los tomates y los dientes de ajo como si no pasara nada. ¿Cómo era posible que no las trastornara semejante sonido lastimero?

—No te disgustes, Simone —me susurró Bernard—. Tu tío no es desgraciado. El médico dice que es normal que los pacientes que han sufrido un infarto lloren sin motivo aparente.

Hice un gesto de dolor. Tanto Bernard como yo sabíamos que aquello no era cierto. Estábamos escuchando los gemidos de un hombre que se encontraba enterrado en vida, atrapado en el ataúd de su propio cuerpo. Lo que tío Gerome sufría era peor que la muerte. No podía disfrutar de la paz de perder el conocimiento. Era consciente de todos sus remordimientos, todos ellos desfilaban por su cabeza cada día y él tenía que contemplarlos con la impotencia de no poder hacer nada al respecto.

Mi madre y tía Yvette sirvieron la comida. Tía Yvette le metía la sopa a cucharadas a tío Gerome en la boca y así logró que se calmara. Después de la cena, tío Gerome se quedó con la mirada fija en sus propias manos y no volvió a decir nada más durante el resto de la velada. Bernard trató de levantarnos el ánimo preguntándome por qué había traído tres maletas de París.

—¿Acaso piensas que vamos a ir a bailar al Zelli’s todas las noches?

Me eché a reír.

—Cuando retiremos la mesa os enseñaré lo que hay dentro de las maletas.

Mi madre y tía Yvette se negaron a que las ayudara a limpiar después de la cena. Pero cuando terminaron, saqué los regalos que les había comprado antes de dejar París.

—Esto es la última moda —les dije, entregándoles unos paquetes blancos y negros a mi madre y a tía Yvette.

Mi madre abrió la caja de perfume y examinó la botella cuadrada y las llamativas letras de la etiqueta: Chanel N° 5. Aquel diseño representaba todo lo que era chic en París: elegante, sencillo y moderno. Desenroscó el tapón, aspiró el olor del líquido ambarino y se echó para atrás. Arrugó la nariz y se le llenaron los ojos de lágrimas como si acabara de aspirar el acre olor de una cebolla. Estornudó tan fuerte que la caja vacía salió volando por encima de la mesa.

Tía Yvette se humedeció una muñeca con un poco de perfume y se la pasó bajo las aletas de la nariz.

—Sí, es muy especial, ¿verdad?

Bernard, gracias a su habilidad para distinguir las fragancias, fue el que más elogió mi elección de su colonia.

—Esencia de neroli y ylang-ylang —comentó, aplicándose un poco de fragancia en el dorso de la mano—. Jazmín y rosa. —Esperó unos minutos antes de volver a olfatearse la piel de nuevo—. Sándalo, vetiver y vainilla.

—También contiene productos sintéticos. Hacen que la fragancia dure más —le expliqué.

Pensé en los regalos de perfumes de una sola flor que Bernard había traído de Grasse a lo largo de los años, con sus botellas de cristal esmerilado, cuello estrecho y tapones decorados con flores o pájaros de porcelana; y también en las bolsitas de hierbas aromáticas y esas velas a las que mi madre les aplicaba aceite de lavanda o de romero para los días especiales del año. Puede que el Chanel N° 5 estuviera de moda en París, pero comprendí que las cosas sofisticadas podían llegar a ser incongruentes en el sur. A Bernard le sentaba bien la corbata color esmeralda que le había comprado, pero el chaleco de color amarillo mostaza que le había traído a tío Gerome resultaba demasiado chillón en comparación con el color apagado de su ropa y le confería el aspecto de un tétrico payaso.

Tía Yvette se envolvió en el kimono que le había comprado en las Galerías Lafayette por encima de su rural atuendo y sirvió el café con él puesto. La seda carmesí ondeando a su alrededor a medida que se movía de la encimera a la mesa la hacía parecer una de las prostitutas que se paseaban a lo largo de la Rue Pigalle. Pero fue mi madre la que logró adquirir el aspecto más estrambótico. Me había gastado el sueldo de una semana en una estola de zorro plateado que, a pesar del calor, se puso alrededor del cuello. En contraste con su piel bronceada y su cabello enmarañado, aquel accesorio perdía toda la elegancia y parecía exactamente lo que era en realidad: un animal muerto enrollado en torno al cuello de una mujer. Mi equivocación me demostró lo diferentes que se habían vuelto nuestras vidas y aquello me entristeció. ¿Aquel era el resultado de salir al mundo exterior y de labrarme una vida propia? Desde la muerte de mi padre me había sentido de repente muy cercana a mi madre, pero ahora habíamos tomado caminos distintos. Me pregunté si lograríamos reconocernos dentro de unos años.

Mis dos semanas en Pays de Sault transcurrieron lentamente al principio, pero cuando la quincena llegó a su fin sentí que el tiempo había volado sin que yo me diera cuenta. Al principio, lejos de todo el bullicio y las distracciones de París, tuve que readaptarme a la costumbre de hacer las cosas lentamente y con un propósito concreto. Era necesario ir a buscar agua del pozo todos los días, había que recoger las verduras del huerto y las distancias se recorrían a pie o en bicicleta, y no en taxi. Mi cuerpo tuvo que adaptarse de nuevo al ritmo de la vida en el campo: levantarse temprano e irse a la cama después de que anocheciera. Colaboraba en la cocina y con los animales, pero siempre que me ofrecía para ayudar en las tareas agrícolas todos se reían.

—Antes se te daba mal —me dijo Bernard, dándome unos golpecitos en la espalda—, así que no imagino que la cosa haya mejorado ni lo más mínimo en París.

Teniendo en cuenta su milagrosa adaptación a la vida rural, ¿cómo podía llevarle la contraria?

Todos los días visitaba la tumba de mi padre a la caída del sol. Bonbon me acompañaba, era el único momento en el que se separaba de mi madre. Un día mientras plantaba un poco de lavanda junto a su tumba, la letra de La bouteille est vide me vino a la mente. Era cierto que cuanto más conseguíamos, más deseábamos. Si alguien me hubiera dicho que un día me vestiría con ropa comprada en unos grandes almacenes en lugar de con prendas de segunda mano caseras, que viviría en París y me ganaría la vida cantando, hubiera pensado que aquella vida era lo más maravilloso que me podía imaginar. De repente, descubrí que quería algo más. Deseaba ponerme trajes de alta costura como Camille; deseaba un apartamento como el de Francois y no solo quería ser cantante: anhelaba convertirme en una estrella. Es más: quería que todas aquellas cosas tuvieran lugar conforme a mis propias condiciones.

Decidí que iba a asumir riesgos y lograría mantenerme por mi cuenta o fracasaría. No dependería de los hombres, como hacía Camille. Me vino a la mente el rostro de André Blanchard. Si iba a estar con un hombre, lo haría porque le amara.

Cuando llegó la mañana en la que Bernard tenía que llevarme de vuelta a Carpentras para coger el tren de regreso a París, me di cuenta de que mi visita había significado algo más que un descanso de las exigencias de mi vida en la capital. Me había permitido tomarme un respiro antes de ascender la montaña del éxito.

Tía Yvette y mi madre sentaron a tío Gerome en una silla junto a la puerta para que pudiera contemplarnos a Bernard y a mí yendo y viniendo con las maletas escaleras abajo y verme a mí corriendo de vuelta a mi habitación en busca de las cosas que había olvidado meter en la maleta. Cuando hubimos cargado todo en la camioneta, besé a tío Gerome en las mejillas.

—Bueno —dijo, fijando su ojo sano en mí antes de volver a perderse en sus propios pensamientos.

Tía Yvette me echó un brazo por los hombros, me dio un beso y me llevó hasta la camioneta.

—Date prisa —me advirtió— o perderás el tren. No quiero que Bernard conduzca por esa carretera como un piloto de carreras.

Acaricié a Olly, a Bonbon y a Chocolat por turnos. Bonbon me dedicó una mirada culpable; quizá percibía que me sentía sola en París. Pero Chocolat la había adoptado y mi madre la adoraba, así que no podía separarlas bajo ningún concepto. Le froté las orejas a Bonbon para que supiera que lo comprendía.

—Eres exactamente igual que Bernard —le dije—. Te has enamorado del campo.

Bernard arrancó la camioneta.

—Vamos, Simone —me llamó—. Te toca hacer el saludo final.

Me eché a reír y le di un beso a mi madre. Me cogió las manos entre las suyas y me las apretó. Tenía suciedad incrustada en los nudillos y la piel áspera: las suyas eran manos honradas, endurecidas por el trabajo decente. Al verlas, sentí el corazón henchido de amor.

Cuando llegué de vuelta a París, madame Lombard me entregó una carta que volvió del revés todos mis planes. Mi número en el Casino de París había sido eliminado. No porque no fuera bueno, según escribía con mucho tacto la ayudante de monsieur Volterra, sino porque el espectáculo resultaba demasiado largo y monsieur Volterra no podía recortar ninguno de los números del humorista principal, Jacques Noir.

Me desplomé sobre la cama. ¿Qué iba a hacer ahora? Después de gastarme hasta el último céntimo en los regalos para mi familia, solo me quedaban doscientos francos y tenía que pagar el alquiler a la semana siguiente. Y ya no tenía el número en el Café des Singes como colchón económico.

La situación no dejaba de ser irónica, dado el propósito que había madurado en Pays de Sault. En lugar de conseguir más de lo que ya tenía, estaba a punto de perder lo poco que había logrado. Mi sueño de convertirme en una estrella parecía más lejos de mi alcance que nunca.

A la tarde siguiente, madame Lombard me pidió que bajara a atender una llamada telefónica. Al otro lado de la línea estaba monsieur Etienne. Me ordenó que me dirigiera al Casino de París inmediatamente.

—¿Qué ha pasado? —pregunté en voz baja, porque madame Lombard se había quedado merodeando por la zona de recepción mientras arreglaba un jarrón con tulipanes y sacudía los cojines del sofá.

—La esposa de Miguel Rivarola lo abandonó ayer por la noche. Tienen que encontrarle una pareja de tango hoy mismo o ha amenazado con volverse a Buenos Aires.

Me retorcí el cable del teléfono alrededor de la muñeca y lo volví a soltar de golpe. El tango había adquirido popularidad en París desde que Rodolfo Valentino lo bailara en la película Los cuatro jinetes del Apocalipsis, y lo había visto bailar en los cafés y los bals musettes. Sin embargo, había una gran diferencia entre lo que las parejas bailaban durante la sobremesa y lo que interpretaban Rivarola y su esposa ante el público. Los había visto bailar en el Scala una vez y me había quedado cautivada por la sensualidad de sus movimientos y el ímpetu con el que movían piernas y brazos. Eran como dos llamas ardiendo sobre el escenario.

—¿Y ahora mismo Rivarola no está más preocupado por encontrar a su mujer? —pregunté.

—No —me contestó monsieur Etienne, echándose a reír—. Es un profesional de pies a cabeza. Lo demás no importa, pues sabe que el espectáculo debe continuar. No olvide que la temporada comienza en tres semanas.

«¿Quién puede igualar a María?», pensé, alisándome el cuello del vestido. La profundidad de sentimiento necesaria para interpretar un tango era algo que no se podía aprender de un día para otro. Que el Casino quisiera que yo lo intentara demostraba lo desesperado que estaba monsieur Volterra.

Madame Lombard pasó rozándome y se sentó tras el mostrador de recepción para revisar el correo que acababa de llegar. Le dije a monsieur Etienne que me presentaría en el Casino en menos de media hora. No me iba a quejar si monsieur Volterra quería ofrecerme un número: necesitaba el dinero.

Cuando llegué al Casino de París, comprobé con resentimiento que monsieur Volterra no solo me había incluido a mí en la audición para la pareja de baile de Rivarola, sino que estaban allí todas las coristas y otras artistas que realizaban números menores. Las tres primeras filas del patio de butacas estaban llenas de mujeres ataviadas con vestidos holgados y zapatos de baile. Sophie, la corista principal, se había sentado junto a monsieur Volterra y sostenía una rosa entre los dientes. Estaba a punto de darme la vuelta para marcharme cuando monsieur Volterra se percató de mi presencia y me saludó con la mano. Le devolví la sonrisa y tomé asiento. En pro de una buena relación con él en el futuro, era más sensato que me quedara.

Rivarola se encontraba sobre el escenario, probando unos pasos de tango con una de las coristas. Maniobraba como un gato al acecho, concienzuda y deliberadamente. De repente, estalló.

—¡No, no, no! —murmuró, apartándose bruscamente de su pareja y dirigiéndose a Volterra—. ¡Esta chirusa no me sigue!

Como Rivarola no hablaba demasiado francés y Volterra no sabía ni palabra de español, el comentario lo tradujo un técnico de iluminación que era de Madrid.

—Dice que la chica no sigue sus pasos —explicó el muchacho.

—¡Pero es muy hermosa! —protestó monsieur Volterra, extrayéndose un pañuelo del bolsillo y secándose la frente—. Seguro que podrá aprender algo si él le enseña. No es como si pudiéramos sacarle otra bailarina de tango argentina del sombrero del mago. Y al fin y al cabo su contrato sigue en pie.

Hubo un momento de pausa mientras el técnico le traducía aquellas palabras a Rivarola. El bailarín cruzó los brazos sobre el pecho y negó con la cabeza.

—¡Esta mina salta como un conejo! —gruñó, blandiendo el puño hacia los bastidores—. Yo quiero una piba que se deslice como un cisne.

El técnico de iluminación trasladó el peso de su cuerpo de un pie a otro y recogió un cable suelto de uno de los focos, tratando claramente de evitar tener que traducir aquel último comentario.

Al ver que era inútil continuar con aquella discusión, monsieur Volterra le indicó a la corista que se sentara y llamó a otra, que se aproximó cautelosamente al escenario, como una virgen ante un sacrificio.

—No me extraña que su mujer le haya dejado —le susurró una corista a otra—. Es demasiado difícil de contentar.

Aunque me había resignado a que aquella audición iba a ser una pérdida de tiempo, me intrigaba el método de Rivarola para poner a prueba a las posibles candidatas. Empezaba por marcarle un paso de tango para que la chica lo siguiera. Cuando estaba seguro de que ella había comprendido la variación, se volvía y le hacía un gesto con la cabeza a un tramoyista que esperaba en la primera bambalina. El hombre ajustaba la aguja del gramófono en un disco y la música de tango resonaba en el aire. Entonces, Rivarola avanzaba hacia la chica y la aferraba con una de sus manos firmemente colocada sobre la zona lumbar de ella y el torso presionado contra el de ella. Aquel abrazo resultaba sugerente, pero no había ni rastro de familiaridad en el rostro pétreo de Rivarola. Se mantenía en aquella posición, sin pestañear ni mover ni un músculo, durante al menos un minuto. Si la chica se retorcía, se echaba a reír o movía los pies, la descartaba.

Me incliné hacia delante y estudié a Rivarola. Tenía como mínimo cuarenta y muchos años: aunque su cuerpo era flexible como el de un muchacho, era el rostro lo que revelaba su edad. Tenía hinchadas bolsas bajo los ojos, y su cuello, aunque se mantenía firme en la zona de la barbilla, tenía piel de gallina. Y, sin embargo, de alguna manera, aquellos defectos los contrarrestaba con el parpadeo de sus ojos y la curva de sus labios fruncidos. Cada vez que giraba la cabeza o doblaba las piernas rezumaba sensualidad por los cuatro costados. Comencé a sospechar que aquel fuerte abrazo al que sometía a las candidatas era para probar si la chica se inflamaría con la llama que ardía bajo su piel o si se fundiría con ella. Después de que Camille me dijera que yo era tan obviamente casta, tenía la certeza de que no sería la elegida. No obstante, sentía curiosidad por saber a quién seleccionaría.

Si la candidata pasaba la prueba del abrazo, Rivarola bailaba el paso de tango con ella, propulsando a la chica por el escenario y cambiando con frecuencia de dirección. Me percaté de que no desechaba a las bailarinas por confundirse con los pasos; no parecía estar buscando la perfección. Me intrigaba el modo en el que guiaba a sus diferentes parejas —cerniéndose sobre ellas, retrayéndose de ellas e incluso olfateando sus coronillas—, como si estuviera eligiendo flores en un mercado por su fragancia. Sin embargo, tras más de una hora de audición, ninguna de las chicas le complacía.

—¡Esto es como bailar con troncos! —bufó Rivarola en español justo antes de que monsieur Volterra me ordenara subir al escenario.

No tenía ni la menor idea de qué acababa de decir, pero por su tono sabía que no era nada bueno. Sus insultos eran injustificados: tenía a su disposición a algunas de las mejores coristas de París, muchas de las cuales contaban con formación como bailarinas de ballet. Me puse en posición frente a él y me preparé para la prueba mientras me imaginaba el bollito de crema bañado en chocolate que pensaba devorar en cuanto saliera de la audición.

Rivarola contempló mis tobillos y se agachó para acariciarlos como un hombre que estuviera eligiendo un caballo de carreras. Parecía intrigado por la forma que tenían, aunque nadie me había hecho nunca ningún comentario sobre mis tobillos antes. Me rozó con las manos los puentes de los pies y deslizó los dedos por los empeines. Luché por contener la comezón que me irritaba la tráquea; estaba decidida a no reírme. Quería aguantar por lo menos hasta la segunda prueba antes de que Rivarola me descartara. Tenía curiosidad por descubrir cómo tomaba sus decisiones.

El tramoyista colocó la aguja en el gramófono y Rivarola me apretó contra su pecho. Tuve que contener un grito. Algo parecido a un rayo saltó de su pecho al mío. Me sacudí por la fuerza de la conmoción, pero no me moví del sitio. Rivarola me miró a los ojos. De alguna manera logré mantenerle la mirada. «Esto es lo que debe de sentirse cuando te seduce un gitano», pensé, aunque Rivarola no lo era, por supuesto. Era argentino de pura cepa.

Rivarola me movió hacia atrás, pero por la fuerza que brotaba desde sus piernas me dio la sensación de que me estaba arrastrando una columna de aire. Me cogió por sorpresa, pero no me resistí. Entonces, la fuerza de la gravedad pareció disiparse alrededor de mi cuerpo, mis piernas revoloteaban como si estuvieran flotando. Aquello no era lo que yo esperaba del tango, más bien me había imaginado que sería un baile cargado de dramatismo y desesperación. María siempre bailaba con los brazos alrededor del cuello de Rivarola, como la víctima de un naufragio aferrándose a un madero. Ahora me preguntaba si lo que había intentado era contener sus ganas de escaparse. Rivarola acometía cada paso como si estuviera probando el agua de un baño con la punta del pie. Y, sin embargo, todos sus movimientos eran fluidos. La música se separaba en capas y Rivarola bailaba cada una de ellas. A veces seguíamos la melodía del piano; otras, la nostálgica voz del cantante; otras, los violines. Nunca había prestado tanta atención a los detalles de la música mientras bailaba, solamente al ritmo y al compás en general. Hasta entonces, había considerado la música como el acompañamiento del baile, pero para Rivarola la música era lo esencial.

De repente, se detuvo y me separó de él bruscamente. Me di cuenta de que mientras pensaba en la música había perdido la concentración en los movimientos. El rostro de Rivarola se contrajo y se precipitó sobre monsieur Volterra a tal velocidad que pensé que le iba a propinar un puñetazo en la cara. El empresario teatral debió de pensar lo mismo, porque se echó hacia atrás en su asiento.

—¡Esta piba acaricia la música como una diosa bailando sobre las nubes! —gritó Rivarola.

Monsieur Volterra se quedó boquiabierto y miró consecutivamente a Rivarola y al técnico de iluminación. El rostro del muchacho empalideció y le temblaron las piernas. La aguja del gramófono se salió del disco y la estancia se quedó en un silencio sepulcral. Todo el mundo parecía estar conteniendo el aliento, a la espera de que el técnico interpretara lo que Rivarola había dicho. El chico se deslizó hacia el borde del escenario.

—Rivarola dice que es perfecta —le aseguró a monsieur Volterra, que se había puesto blanco como una sábana—. Dice que acaricia la música como una diosa bailando sobre las nubes.

En un mismo día, pasé de no tener trabajo a ser parte de un dúo con uno de los bailarines de tango más famosos del mundo. Rivarola y yo incluso aparecíamos en cartel, porque bailábamos en varias escenas y nuestro número era la subtrama del tema del espectáculo sobre el amor prohibido. Era la primera vez que veía mi nombre entre luces desde Marsella, ¡y esta vez era en el Casino de París! Pero lo cierto es que me gané a pulso todas y cada una de las letras que aparecían en cartel. A apenas tres semanas del estreno, el programa de ensayos resultaba extenuante: tres horas de clases de tango todas las mañanas y un ensayo de verdad de dos a seis todas las tardes.

—¡Necesitás más disciplina pa’ ser una bailarina seria que pa’ ser una cantante de comedia! —me gritaba Rivarola al menos tres o cuatro veces durante cada sesión.

Después de haber aprendido algunas frases de inglés al trabajar en el Café des Singes, ahora empecé a aprender español también —toda una necesidad, al pasar varias horas al día con un argentino que se negaba a hablar en francés— y entendí lo que Rivarola quería decir más de lo que él nunca llegó a reconocer. Resultaba fácil esconderme tras las letras de canciones graciosas; sacar de mi interior lo que estaba oculto a ojos de todos era mucho más difícil. Sabía que si quería dejar atrás las canciones pueriles y los trajes ridículos para siempre, tenía que lograr que nuestro número fuera un éxito. ¡Monsieur Volterra incluso mandó que pintaran nuestro retrato para colocarlo en la pared contraria a donde estaban los carteles de Camille y Jacques Noir!

—¡Che, préstame más atención! ¡No bailes pa’ la gente!

El técnico de iluminación, que hacía las veces de intérprete durante los ensayos, me había escrito aquella frase y yo la pegué en el espejo de mi camerino. «Céntrate en Rivarola. No actúes para el público». Aquella consigna iba en contra de todo lo que me habían enseñado como cantante, pero era la única manera de que un dúo de bailarines cautivara al público. La gente que nos veía actuar tenía que creer que estaban presenciando un romance en la vida real entre un hombre y una mujer.

Ignoraba si Rivarola comprendía la seriedad con la que me estaba tomando sus instrucciones. Nunca me quitaba las zapatillas de baile hasta que llegaba a mi habitación en el hotel y, cuando lo hacía, tenía que despegármelas de mis amoratados pies llenos de ampollas. Con un grito de alivio, los sumergía en una palangana de agua fría. A menudo, después del ensayo examinaba mi rostro en el espejo. A causa de los constantes improperios de Rivarola, mis ojos estaban adquiriendo una mirada altanera y en la boca lucía una mueca rebelde. Las mejillas y la barbilla se me habían afilado desde que llegué a París. Era como si Rivarola me estuviera transfiriendo algo de sí mismo. Normalmente bailábamos con las mejillas juntas, pero, a veces, durante los ensayos, presionaba su frente contra la mía.

—Así podemos leer la mente del otro —me decía.

Me dio vergüenza la primera vez que Rivarola presionó su pecho con tanta fuerza contra el mío que sentí como si mis senos se aplastaran contra sus costillas, pero no protesté. Tampoco dije nada cuando durante algunos de los pasos del baile frotaba su pierna entre las mías mientras me echaba hacia atrás. Me parecía quizá la mejor manera de deshacerme de mi virginidad y seguir siendo fiel a mi arte. Perder mi inocencia sobre el escenario era infinitamente mejor que venderla por dinero a hombres como Francois. La pureza no correspondía con el estilo del tango. Si quería resultar verosímil bailándolo, tenía que transmitir al menos un toque de lujuria y deseo carnal, y también en eso, al igual que con el baile en sí, me estaba instruyendo Rivarola.

Cuando el público y los columnistas de sociedad nos vieron actuando juntos sobre el escenario, asumieron que Rivarola y yo éramos amantes también en la vida real. Los que nos veían entre bastidores sabían que no era cierto. Durante los minutos que bailábamos juntos, Rivarola y yo ardíamos de deseo en brazos del otro. No obstante, tan pronto como caía el telón y corríamos entre bastidores, él se desembarazaba de mí como de la camisa sudada que le tiraba al ayudante de vestuario. Entre actos, se escondía en su camerino, bebiendo whisky y fumando cigarros. No estaba interesado en mí más allá de lo que yo significaba para él en escena. Creo que ni siquiera se aprendió mi nombre hasta varias semanas después del estreno. Y aun así, desde la primera noche, nuestro baile hacía que el público se pusiera en pie para ovacionarnos y recibiéramos críticas cargadas de admiración. En el Paris Soir, el crítico escribió: «El sublime equipo formado por Rivarola y la recién llegada Simone Fleurier es uno de los platos fuertes del espectáculo. La inconfundible actuación de Rivarola es suficiente para acelerarle el pulso a cualquiera y su pareja de baile lo iguala en todos los sentidos con su elegancia y precisión».

Monsieur Etienne se sintió muy complacido por mi éxito y para celebrarlo nos llevó a Odette y a mí a cenar a La Tour d’Argent.

—Una cosa es ser una gran cantante —me dijo—, y otra es poder bailar como usted lo hace.

—No creo que haya nadie aparte de ti aquí en París que sea capaz de hacer ambas cosas con tanta genialidad como tú —añadió efusivamente Odette.

Monsieur Etienne levantó su copa de champán.

—París es su pareja de tango, Simone. Lo tiene usted al alcance de la mano.

Hasta entonces, las valoraciones que monsieur Etienne había hecho sobre mí siempre habían sido positivas, pero cautas. Aquel elogio tan significativo por su parte me proporcionó la confianza que necesitaba. Viniendo de él, podía estar segura de que no eran meros halagos. Y, sin embargo, aunque puede que fuera cierto que estuviera a punto de conquistar París, no todo el mundo estaba precisamente entusiasmado conmigo.