12

El espectáculo en el Casino de París era un éxito y parecía que iba a prolongarse durante todo el verano. A Camille la catapultó al estrellato. Los críticos no paraban de alabarla sin descanso: «Camille Casal tiene una belleza tan vibrante que el espectador siente un hormigueo en la piel en el instante en que ella hace su aparición en el escenario».

Logré ver la actuación de Camille comprando una entrada para una matiné y tomando asiento entre el público después de mi número en el espectáculo. Camille resultaba más sofisticada que en Marsella. En su número había conseguido atenuar sus contoneos y suspiros de carácter obviamente sexual y ahora mantenía una actitud más remota… e incluso más hermosa. El público contuvo la respiración cuando los focos cruzaron el escenario y comenzó a sonar la música de su canción estrella: Quand je reviens. Camille se deslizó a través del telón, ataviada con un vestido ajustado al cuerpo adornado con perlas y lentejuelas que le acariciaban los pechos y las caderas, cubierta con una capa a juego ribeteada de plumas de avestruz. A medida que se aproximaba al público, dejó caer la capa desde los hombros hasta el suelo, como si fuera una cascada de nieve. De pie sobre sus estilizadas piernas, examinó al público y no se movió hasta que todo el mundo quedó impresionado por lo sublime de su aspecto. Cuando se hizo un silencio sepulcral entre los asistentes, comenzó a cantar. Su voz seguía siendo fina, pero tras aquella memorable aparición a nadie pareció importarle.

Mi número no recibió ninguna mención, salvo en un periódico sobre espectáculos poco conocido que decía: «El programa presenta algunos nuevos talentos, entre los que se incluye la vivaz Simone Fleurier, una encantadora morena que baila muy bien y cuya voz claramente tiene personalidad». Sin embargo, no dejé que la falta de atención me amargara. Envié rosas a Camille para felicitarla por su éxito y para agradecerle que me hubiera conseguido la audición.

A pesar de que había comprado cortinas y alfombras, en mi habitación en Montparnasse todavía hacía frío y Odette sugirió que me mudara a un hotel con una calefacción más fiable. Encontré uno en la Rue des Écoles en el Barrio Latino. La encargada era madame Lombard, una viuda de guerra. Comprobó mi edad dos veces en la carta de referencia que monsieur Etienne me había entregado. Yo tenía la edad media de cualquier corista parisina, pero sabía que parecía más joven.

—Venga por aquí —me dijo, devolviéndome la carta de referencia y guiándome por el pasillo.

La habitación de la planta baja estaba amueblada con una cama individual, un escritorio y un perchero del que colgaban unas perchas de alambre torcido. Aunque las cortinas y paredes estaban desgastadas, había una estufa de vapor bajo la ventana y un cuarto de baño compartido en el mismo piso. Lo único que yo necesitaba era un lugar cálido donde dormir y vestirme, y donde colgar mi creciente colección de ropa. El alquiler era solo de doscientos francos más al mes que mi habitación actual, y estaba a punto de aceptarlo cuando madame Lombard mencionó que tenía una habitación más bonita en la planta de arriba.

La segunda habitación tenía un techo abuhardillado que descendía hacia una lucerna que daba a la calle, y además de la cama y la estufa, tenía una cómoda y un armario. A pesar de que el alquiler era el doble del de la habitación de la planta baja —y estaba muy por encima de mi presupuesto—, le dije que me la quedaba.

—Muy bien —me contestó madame Lombard, complacida pero sin sonreír.

Su mirada recayó sobre mis zapatos de piel de cocodrilo y mis medias de seda.

—No está permitido traer hombres en ningún momento. Las visitas hay que recibirlas en la recepción.

—No —tartamudeé. Siempre me sorprendía cuando la gente asumía que, por trabajar en el teatro de variedades, yo era una chica de moral relajada.

Una noche Camille me envió una nota: «Reúnete con nosotros en la parte trasera del teatro después del espectáculo. Bentley nos invita a cenar».

Aunque Camille me había hecho algunos favores, no podía decir que la considerara una amiga demasiado cariñosa. Y, sin embargo, siempre aceptaba sus invitaciones con la sumisa obediencia de una apocada hermana pequeña. Me sentía fascinada por Camille y atraída hacia ella porque me daba cuenta de que poseía algo que yo nunca tendría: el poder de la belleza perfecta. Además de todo aquello, me sentía sola y a la deriva sin mi familia y estaba dispuesta a unirme a cualquiera que me proporcionara compañía.

Llegué al Casino de París cuando Camille, Bentley y François salían por la puerta de artistas. Me sorprendió que Antoine no estuviera con ellos; la última vez que los vi me había quedado con la impresión de que Francois y Antoine iban a todas partes juntos. El chófer de Bentley salió del Rolls-Royce aparcado para abrirnos las portezuelas. A diferencia del taxi, había bastante espacio en la parte trasera.

Bentley había reservado una mesa en Fouquet’s en la avenida de los Campos Elíseos. Con solo ver la sonrisa del maître vestido de esmoquin y las mesas, con sus níveos manteles bañados por la luz ambarina de las lámparas de araña, me pareció ridículo haber pensado que la Rotonde era un «restaurante elegante». La cadena de mando para el personal era como la coreografía de un ballet milimétricamente orquestado: la chica del guardarropa se llevó nuestros abrigos; el maître se deslizó entre los demás comensales ataviados con trajes de gala y diamantes para mostrarnos nuestra mesa antes de leernos el menú que incluía ratatouille, terrine de salmón y jabalí silvestre servido con salsa de pimienta; cuando se marchó, el sumiller llegó para apuntar qué bebidas queríamos tomar antes de la cena; el camarero esperaba, porque quería saber si ya habíamos decidido qué íbamos a cenar; después de que hiciéramos nuestra selección, el ayudante de sala avanzó para rellenarnos los vasos de agua y para servirnos unos bollitos de pan; luego volvió el sumiller para recomendarnos los vinos que les irían bien a nuestros platos; cuando hubo terminado, reapareció el camarero con nuevos cubiertos para añadirlos a la impresionante colección de cuchillos, tenedores y cucharas que ya rodeaban nuestros platos y después el sumiller regresó con su ayudante para servirnos el champán. Y, sin embargo, a pesar de toda aquella actividad, aquel restaurante resultaba varios decibelios menos ruidoso que la Rotonde. El resto de los clientes charlaba en voz baja o no pronunciaba palabra.

Contemplé fijamente el nuevo cuchillo que el camarero había colocado junto a mí. Tenía el aspecto de un abrecartas y era tan misterioso para mí como el pequeño tenedor de mi izquierda. Supuse que las dos copas adicionales colocadas a mi derecha eran para el vino tinto y el vino blanco. Me hubiera confundido ver cuatro copas a mi derecha, si dos de ellas no hubieran estado llenas de agua y de champán. La vez que cenamos en Le Boeuf sur le Toit, gracias a que me había dedicado a observar a François y a Antoine, había logrado establecer la diferencia entre el tenedor para ensalada y el tenedor para carne, la cuchara de sopa y la cucharilla de postre, el cuchillo para la mantequilla y el cuchillo para el queso. Pero la exposición de cubertería en Fouquet’s resultaba impresionante.

Era consciente de que Francois me estaba observando fijamente. Levanté la vista y le sonreí, decidida a demostrarle que no me encontraba incómoda en un ambiente tan opulento. ¿No había dicho madame Piége que yo era rápida aprendiendo? Su mirada recayó sobre el collar de piedras de imitación que yo llevaba al cuello. Me revolví en la silla y crucé y descrucé las piernas. Por supuesto, aquellas piedras solo eran de oropel; no eran diamantes de verdad como los de la pulsera de Camille. Pero ¿por qué tenía que escrutar de aquel modo mi collar?

Afortunadamente, llegaron los entrantes y Francois se concentró en su plato de caracoles. Al verle extraerlos de sus caparazones con unas tenacillas en miniatura y un tenedor, me alegré de haber pedido foie gras.

—¿Has visto a Cocteau entre el público esta noche? —le preguntó Camille a Bentley, picoteando de su plato de gambas y comiéndoselas con cuchillo y tenedor.

Me percaté de que Camille se acercaba a su comida con cautela, mientras que Bentley pinchaba y cortaba los embutidos de su plato con elegancia. «Camille está tan fuera de lugar aquí como yo», pensé.

Después del restaurante, fuimos a bailar al Claridge’s, bebimos más champán y más tarde fuimos al apartamento de Francois para escuchar sus discos de jazz y tomarnos una última copa. Si me había quedado impresionada por el lujo que ofrecía Fouquet’s, la decoración de la vivienda de Francois me dejó estupefacta. Su apartamento se encontraba en la Avenue Foch, cerca del Arco del Triunfo. El edificio de piedra esculpida databa del siglo XIX con balcones de hierro forjado, tejados inclinados y un ascensor dorado que nos llevó hasta la quinta planta. Una sirvienta nos recibió en la puerta y nos condujo a un recibidor tan grande como toda la sala del Dome. Las paredes de color rosa y las lámparas cromadas contrastaban totalmente con la decoración del exterior del edificio. Había un sarcófago de oro en una esquina. «De modo que así es como vive la gente rica», pensé, contemplando la lustrosa réplica de piedra de una esfinge apoyada en una fuente en medio de la estancia y los motivos egipcios en las baldosas del suelo. ¡Y pensar que yo había logrado prosperar en la vida por haber conseguido calefacción y un baño compartido!

Seguí a los demás hasta un salón donde un piano de ébano relucía junto a unos divanes de cuero. Cuadros de tigres y elefantes colgaban de las paredes. Francois abrió unas puertas de cristal que conducían a una terraza con mesas y sillas de madera tallada y cuidados setos plantados en macetas.

—Desde aquí se ve el Bois de Boulogne durante el día —explicó, señalando con el brazo hacia una mancha oscura situada entre el mar de luces.

Había dirigido su comentario a Camille, pero su mirada se movió en mi dirección. ¿Estaba tratando de impresionarme a mí? Deseché aquel pensamiento. Era demasiado rico y yo era demasiado fácil de impresionar como para que aquello supusiera un desafío para él.

—No hace demasiado frío esta noche —comentó Bentley, pasando al lado de Francois y saliendo a la terraza.

Camille le siguió. Yo estaba a punto de salir también cuando Francois apoyó la mano sobre mi hombro y dejó que la puerta de la terraza se cerrara.

—¿Por qué no me ayuda usted a seleccionar la música?

Abrió de un golpe las puertas de un armario y sacó una balda móvil sobre la que había un gramófono. Colocó la aguja y la música de jazz inundó la habitación. Después dio un paso hacia mí y me sostuvo en posición de foxtrot, con los dedos entrelazados y su pie derecho entre los míos. Empezamos a movernos y Francois me atrajo hacia él. Cuando habíamos bailado en el Claridge’s, éramos una pareja más entre una multitud de bailarines. Pero bailar con François en su salón me resultaba incómodamente íntimo.

Aproximó su rostro al mío.

—Ha estado usted distraída toda la noche —me dijo.

Su mano se deslizó por mi omóplato hasta la zona lumbar, que estaba descubierta por el corte del vestido. Me puse rígida y apartó la mano hacia la cintura. El disco terminó, pero Francois no se movió para poner otro nuevo. Sus ojos se fijaron en mis labios y su boca se curvó. Traté de escabullirme, pero me agarró de los hombros y presionó sus labios contra los míos. El beso sucedió tan deprisa que yo me quedé congelada. Me introdujo la lengua en la boca. Me estremecí cuando nuestros dientes entrechocaron, pero no logré moverme hasta que me deslizó la mano por el cuello y me acarició un pecho con la punta de los dedos. Me solté y hui tras la mesa de café.

—Ahora sí lo entiende, ¿verdad? —me dijo—. No es demasiado tarde como para que se marche usted a casa. O se puede quedar y contemplar mis cuadros mientras me cambio de ropa.

Se volvió y abandonó la habitación. Salí a toda prisa por las puertas de la terraza y casi aterricé en el regazo de Bentley. Él y Camille estaban sentados a una mesa, exhalando hacia el cielo nubes de humo de los cigarrillos que se estaban fumando.

—¿Dónde está Francois? —me preguntó Bentley—. ¿Ya no bailan más?

—Se está cambiando de ropa —respondí.

Me latía con fuerza el corazón e infinidad de pensamientos me pasaban a toda velocidad por la cabeza. ¿Acaso había hecho yo algo para alentar a Francois?

—¡Pues vaya buen anfitrión! —se quejó Bentley, apagando el cigarrillo sobre un platillo—. ¿Qué está haciendo? ¿Poniéndose el pijama? —Se levantó de su asiento—. Iré a buscar a la sirvienta para que nos prepare unas bebidas. Fue Francois el que sugirió que viniéramos aquí a tomar una última. Como mínimo, podría ofrecernos una copa de oporto.

Cuando Bentley se marchó, Camille contempló mi vestido. Miré hacia abajo y me di cuenta de que, en mi forcejeo con Francois, mi falda se había arrugado a la altura de la cintura y una de las tiras de los hombros se me había caído.

—François está loco por ti —murmuró—. Piensa que eres bellísima.

—¡Pero si apenas me conoce!

No se me pasó por la cabeza que sencillamente podía marcharme de allí. Por alguna razón, cuando estaba con Camille, pensaba que necesitaba su permiso para hacer cualquier cosa.

Camille exhaló una nube de humo al aire.

—Él es más que rico, ya sabes. Este es su apartamento de la ciudad. También tiene un château en Neuilly. Podría hacer mucho por su carrera.

Mi mente se ralentizó lo suficiente como para examinar a Camille con detenimiento. Sus ojos estaban inyectados en sangre. Habíamos tomado la misma cantidad de vino en la cena y de champán en el Claridge’s, pero Camille estaba borracha. Pensé en el momento en que me había encontrado con ella y los demás junto a la puerta de artistas. Quizá habían empezado a beber inmediatamente después del espectáculo.

—Eres virgen, ¿verdad, Simone? —me preguntó Camille, apagando su cigarrillo—. Bueno, pues entonces tendrás que decidir si quieres ser una chica casta o una estrella. No puedes ser ambas cosas.

Miré a mis espaldas; me hubiera sentido más segura si Bentley hubiera estado allí.

—¿Qué quieres decir?

Camille se inclinó hacia atrás en la silla y me contempló con los ojos entrecerrados.

—¿Crees que yo habría llegado hasta dónde he llegado sin Bentley? ¿O sin monsieur Gosling en su momento? ¿Te crees que las chicas como nosotras podemos llegar a ser algo sin un poco de ayuda?

No contesté; me sentía demasiado sorprendida por el tono de su voz. La manera en la que escupía los nombres de Bentley y de monsieur Gosling sonaba como si le produjeran repugnancia. Sabía que los utilizaba, pero no comprendía qué podía detestar tanto de ellos.

—A mí me descubrió un agente teatral. Vine a París por mi cuenta y ahora canto en dos lugares de prestigio —repliqué—. Y lo he hecho todo sin la ayuda de un hombre.

Camille encendió otro cigarrillo y me miró con seriedad.

—Sí, pero tú solo tienes que preocuparte de ti misma —rezongó—. ¿Crees que haría todo esto únicamente en beneficio propio? Tengo una hija en la que pensar.

Aquella información me dejó aturdida. Miré fijamente a Camille, esperando que me diera algún tipo de explicación.

—Está en un convento. En Aubagne —aclaró. Su voz estaba tan cargada de emoción contenida que a mí también se me formó un nudo en la garganta—. Si no consigo hacer fortuna, ella, por ser hija ilegítima, no tendrá ni la más mínima oportunidad, igual que me ha pasado a mí.

De repente, adquirí una perspectiva totalmente diferente del modo de vida de Camille. Me ardieron las mejillas de vergüenza al pensar que siempre la había considerado una oportunista.

—Su padre era un comerciante de café que ni siquiera se quedó para el día de su nacimiento.

—¿Y qué pasa con Bentley? —pregunté—. Parece que está impresionado contigo. ¿No te hará su esposa?

Camille arqueó las cejas y se echó a reír. Parecía divertirle mi ingenuidad.

—Simone, ¡los hombres no se casan con chicas como nosotras! Tenemos que obtener de ellos todo lo que podamos y vivir por nuestra cuenta. Además, no creo que su esposa aprobara que yo me casara con él.

—¿Bentley ya está casado? —Me di cuenta de que había supuesto que Bentley era un joven soltero buscando diversión y animación en la ciudad. Y, posiblemente, amor.

—Por supuesto —respondió Camille, riéndose entre dientes—. Su esposa está en Londres, organizando bailes para asociaciones benéficas, reuniéndose con las matronas de la alta sociedad londinense y haciendo todas las cosas que se le exigen a una buena mujer casada.

Iba a añadir algo más cuando Bentley regresó con la sirvienta y una bandeja de bebidas. Francois llegó arrastrando los pies tras ellos, se había puesto un batín y un pañuelo al cuello. Parecía que ya se le habían pasado los ardores amorosos y me sonrió antes de rebuscarse en el bolsillo y sacar una bolsita.

—Deje la bandeja —le ordenó a la sirvienta una vez que esta había servido las bebidas.

Cuando la sirvienta se marchó, Francois apartó las botellas y pasó por encima de la bandeja una servilleta limpia. Abrió la bolsita y vertió un montón de cocaína sobre la brillante superficie.

—Ah, ¡unas rayas de nieve! —comentó Bentley, echándose a reír—. ¡Eres mejor anfitrión de lo que yo pensaba, François!

Se metió la mano en el bolsillo y abrió un estuche metálico, del que sacó una tarjeta de visita y se la entregó a Francois.

—¡Qué oportuno! —comentó Francois, empleando la tarjeta para dividir el polvo en cuatro líneas.

Cuando terminó, volvió a meterse la mano en el bolsillo y sacó cuatro pajitas, entregándonos una a cada uno.

Bentley empujó la bandeja hacia mí.

—El primero que salude al amanecer, gana —sentenció.

—Hazlo tú primero —le dijo Camille, devolviéndole la bandeja a Bentley—. Estoy segura de que Simone no lo ha hecho nunca antes.

—¿Es eso cierto? —exclamó Bentley, agachando la cabeza sobre la bandeja—. Entonces no sabe lo que es la vida.

Se colocó la pajita en uno de los orificios de la nariz y, cerrándose el otro con un dedo, esnifó el polvo como un oso hormiguero aspirando los insectos con su trompa. Se echó hacia atrás en la silla y parpadeó, con los ojos húmedos. Camille fue la siguiente en hacerlo, seguida de Francois. Camille comenzó a reírse, pero apretó los puños con tanta fuerza que un hilo de sangre se le resbaló desde donde se había clavado una de sus uñas en la palma de su propia mano. Francois gimió y empujó la bandeja hacia mí, pero en lo único en lo que yo podía pensar era en aquel hombre en el exterior de Le Chat Espiègle que gritaba que tenía miles de cucarachas bajo la piel recorriéndole todo el cuerpo. Me levanté suavemente de la silla y abrí la puerta que conducía al salón.

La sirvienta me ayudó a ponerme el chal y los guantes en el recibidor.

—¿Desea la señorita dejar algún mensaje a monsieur Duvernoy? —me preguntó.

Negué con la cabeza.

Fuera, en la avenida, la mañana estaba despuntando. El sol brillaba detrás de los tejados de los edificios y de las ramas de los árboles más altos. No había ningún taxi a la vista, así que continué caminando hacia el Arco del Triunfo, en busca de una estación de métro.