Gané tres veces más de lo que esperaba con las propinas en el Café des Singes aquella noche. Como no había contado nunca antes con dinero propio, no tenía ni idea de qué podía hacer con él aparte de gastármelo. Al día siguiente, inspirada por la filosofía de Odette, me fui de compras. Recorrí las secciones de ropa, calzado y cosméticos de las Galerías Lafayette, con las piernas temblorosas y la cabeza funcionándome a mil por hora. Pero no eran ni el dinero ni las compras los que me provocaban esas sensaciones. Me deleitaba en recordar la sonrisa del hombre de ojos negros. ¿Era posible que intercambiar unas pocas palabras con un extraño me hiciera sentir tan…? ¿Qué? ¿Viva?
No regresé a mi habitación hasta después de anochecer. Le di una propina al taxista por llevarme las bolsas y las cajas hasta la puerta. Miró con aprensión el desorden de escobas mugrientas, cubos y basura que se amontonaban en el final del rellano. Yo estaba tan ensimismada con mis nuevas adquisiciones que no se me había ocurrido sentir vergüenza por el ruinoso estado del edificio donde vivía. El taxista debía de preguntarse qué hacía viviendo en aquel estercolero alguien que había comprado tantas cosas en las Galerías Lafayette. Lo observé mientras descendía las escaleras, tapándose la nariz para no respirar el olor a moho y a excrementos de perro que apestaba el ambiente.
Dejé mis tesoros sobre la cama. Apenas podía creerme que fuera mío el vestido esmeralda con mangas a la altura de los codos, ni que lo hubiera comprado gracias al dinero que había ganado cantando. Mi adquisición más cara fue un abrigo de tela estampada. Con solo echármelo sobre los hombros, me sentí instantáneamente abrigada. Me probé toda la ropa nueva, incluido un camisón de lino que había comprado para sustituir el mío, que estaba desgastado. Y abrí la caja que contenía un espejo de plata con soporte. Coloqué el espejo sobre la cama y me alejé todo lo que pude, tratando, sin conseguirlo, de verme entera en él.
Pretendía cenar en la crémerie italiana de la Rue Campagne donde había cenado la noche anterior, después de mi espectáculo. La propietaria, una antigua modelo de artistas, servía sopas por unas pocas monedas. Los artistas que no tenían dinero podían pagar colgando sus cuadros en las paredes. Pero cuando pasé por delante de las luces doradas del Café de la Rotonde decidí celebrar mi éxito allí.
El sonido de las risas y el aroma del licor de café me envolvieron en cuanto entré. Dos hombres en la barra me miraron. Un camarero me condujo a una mesa cerca de la puerta, aunque a juzgar por la algarabía que provenía de la estancia posterior del local aquel debía de ser el lugar donde había que estar. Estaba teniendo lugar una bulliciosa discusión, tan animada que logré escuchar algunos fragmentos por encima del sonido del tintineo de las copas y la cubertería.
—¡Los surrealistas! ¡La revolución! —gritó una voz.
Se oyó una estruendosa risa sardónica.
—¡Eso ya lo veremos!
Había dos mujeres apoyadas en la pared junto a la puerta que comunicaba con la estancia posterior. Una de ellas hacía nubes de humo con un cigarrillo de boquilla. Llevaba el rostro maquillado como un cuadro: unas brillantes lunas verdes destacaban sobre sus párpados y los labios pintados de rojo sangre resaltaban sobre una piel pálida y una melena negra. Cuando se reía, la punta de la nariz se le afilaba, lo cual hacía que sus facciones fueran aún más llamativas.
—¡Kiki! ¡Kiki! —exclamó su compañera rubia echándose a reír, llevándose a los ojos un pañuelo de seda china—. ¡Me estás haciendo llorar de la risa!
Pedí un Pernod y paladeé su sabor lechoso con un toque a regaliz mientras trataba de decidirme entre un plato de ostras crudas y uno de mejillones al vapor. Me decanté por los mejillones cocinados en vino blanco. Mientras comía, observé que entraba más gente por la puerta: hombres embutidos en desaliñados trajes con pintura en los puños de las camisas y parejas ataviadas con trajes de noche. Eran franceses, alemanes, españoles, italianos y estadounidenses. Las mujeres estadounidenses encendían sus cigarrillos a pesar de que había un cartel sobre el mostrador que indicaba que las señoritas no tenían permitido fumar en el café. Odette me había contado que muchos de los artistas más famosos de la ciudad se reunían en la Rotonde o en el Dome, al otro lado de la calle, pero yo ignoraba si las caras que estaba viendo eran de gente conocida. Terminé mi comida y pagué la cuenta. Me daba pavor tener que utilizar el helador retrete de mi edificio, así que decidí hacer una visita al aseo de señoras antes de marcharme.
Después de darle una propina a la encargada, me paré a contemplar mi aspecto en el espejo. La iluminación era más potente que en mi apartamento. Saqué el estuche de maquillaje compacto y me apliqué un poco sobre la nariz. Entonces me di cuenta de que había alguien de pie junto a mí.
—¿Se enfadó cuando se lo dijiste? —preguntó la mujer.
Parecía estar dirigiéndose a su propio reflejo. Di por hecho que estaba bebida.
—¿Estás enfadada conmigo, Simone, por haberte empujado a hacerlo?
Me di la vuelta inmediatamente. Conocía ese perfil: aquellas mejillas delicadas, aquella nariz perfectamente recta.
—¿Camille?
Con todo lo que había sucedido desde la última vez que la vi, se me había olvidado la furia que había sentido cuando me engañó. Sin embargo, el recuerdo de su embuste me volvió gradualmente a la cabeza.
—Quizá pueda compensarte —me dijo Camille, todavía sonriéndole al espejo—. ¿Te gustaría unirte a mí y a mis acompañantes para cenar? Entre ellos se encuentran algunos de los hombres más ricos de París.
Aquellos tímidos modales suyos me cogieron por sorpresa y acepté su invitación sin pararme a pensarlo.
Seguí a Camille hasta una mesa en la estancia trasera del café. Tres hombres ataviados con trajes de etiqueta se pusieron en pie. El primero se presentó como David Bentley; era un inglés de físico imponente que hablaba muy bien francés. Los otros dos eran parisinos. Por sus delgados rostros y sus ojos opacos, bien podrían haber sido hermanos. Pero no lo eran: se presentaron como Francois Duvernoy y Antoine Marchais.
Cuando nos sentamos todos a la mesa de nuevo, David Bentley —que insistió en que le llamara Bentley porque aquel era «el nombre que utilizaban sus amigos»— me preguntó de qué conocía a Camille. Le expliqué que habíamos actuado juntas en un espectáculo en Marsella. Me dije para mis adentros que lo correcto sería no mencionar cómo nos había abandonado Camille. Bentley cerró la mano alrededor de la muñeca de Camille y acarició su piel traslúcida con un dedo. Camille llevaba una pulsera de diamantes mucho más grande y mucho más elaborada que la que le había regalado monsieur Gosling. No me hizo falta más que un vistazo al vestido brocado con plata y a la estola de zorro que llevaba para comprender que Camille había sustituido a monsieur Gosling por un hombre más rico.
—Todavía no me has contado cuál fue la reacción de monsieur Dargent cuando me fui —me comentó, deslizando su muñeca fuera del alcance de las exploraciones de Bentley—. O si me has perdonado por empujarte a que les comunicaras la noticia.
Era difícil calibrar su tono, pero percibí que le interesaba más saber qué había dicho monsieur Dargent sobre su partida que descubrir si yo me había sentido ofendida. Le dije que no tenía por qué preocuparse. El escándalo nos había venido bien y el espectáculo había sido un éxito. Frunció los labios y me di cuenta de que aquella no era la respuesta que estaba esperando. Había supuesto que el espectáculo se habría hundido sin ella.
—La temporada habría ido mejor si tú hubieras representado el papel de Sherezade… —comencé a decir, pero me detuve.
El espectáculo había sido un éxito cuando fui yo la que hizo de Sherezade, pero por algún motivo no encontraba el valor suficiente para decirle a Camille que yo había representado su papel. ¿Qué tenía Camille que me hacía comportarme de un modo tan rastrero?
Bentley nos preguntó si queríamos champán.
—Sí —respondió Camille, y después, volviéndose hacia mí, me preguntó—: ¿Qué estás haciendo en París?
—Actúo en el Café des Singes —le respondí—. Pero solo dos noches por semana. Estoy buscando otro trabajo.
Llegó el champán y Bentley le pidió al camarero que nos sirviera una copa a cada uno.
—Estamos aquí para celebrar el éxito de Camille —anunció, empujando una copa hacia mí—. Va a protagonizar un espectáculo en el Casino de París.
—¡El Casino de París! —exclamé—. ¡Eso es tan importante como el Folies Bergère!
—Mejor —aseguró Bentley, inclinándose hacia mí—. Tienen mejores cantantes y bailarines en el Casino. El Folies Bergère solo trata de dar espectáculo y de enseñar carne.
Sentí pena por él. Estaba enamorado de Camille, pero por la indiferencia con la que ella le hablaba, sospeché que lo sustituiría en cuanto se le presentara alguien más rico, igual que había hecho con monsieur Gosling.
—Brindemos —propuso François, levantando su copa—. Por Camille.
—¡Por Camille! —repetimos los demás, brindando con las nuestras.
Camille se volvió hacia mí.
—No han encontrado a nadie que cubra mi puesto original en la primera parte del espectáculo —me dijo—. Podría hablar con el encargado para que te conceda una audición. Solo es un número de una canción y un baile, pero no deja de ser el Casino de París.
Agradecí su oferta, pero después de lo que había sucedido en la audición del Folies Bergère no tenía claro que pudiera tener éxito en una similar. Puede que el Casino fuera menos frívolo que el Folies, pero sus estándares de belleza serían exactamente los mismos.
—Es hora de ir a cenar —anunció Antoine, haciéndole un gesto al camarero para que trajera la cuenta—. ¿Qué os parece ir a Le Boeuf sur le Toit? Hay buen jazz.
—No —replicó Francois—, ponen la música demasiado alta. Vamos a Fouquet’s.
Bentley negó con la cabeza.
—Lo único que haremos entonces será seguir a todos los que están aquí. Yo propongo que vayamos a la Tour d’Argent.
—Yo ya he comido —comenté, con el tono más agradable que pude.
La Rotonde ya había sido un derroche para mí. Puede que fuera nueva en París, pero estaba lo bastante informada como para saber que estaban mencionando algunos de los restaurantes más caros de la ciudad y, a pesar de mis crecientes aspiraciones de grandeza, aún conocía mis límites.
—Entonces, vuelva a comer —me dijo Francois, echándose a reír mientras me señalaba—. No le sentaría nada mal coger un poco de peso.
—Bentley pagará —me susurró Camille.
—Sigo pensando que deberíamos ir a algún sitio con música —insistió Antoine.
—Le Boeuf sur le Toit está lleno de playboys sudamericanos. Conquistarán a mademoiselle Fleurier y la perderemos, os lo advierto —bromeó Bentley.
Todos estallaron en carcajadas. Yo también sonreí, aunque no cogí la broma.
Nos apiñamos en un taxi: Camille y Bentley en el asiento delantero y yo, en el trasero, entre Antoine y François. La masa que formaban nuestros abrigos, bufandas, gorros y guantes apretados unos junto a otros nos hacían parecer un montón de ropa dentro del camión de una tintorería. El taxi cruzó el Sena hacia la orilla derecha. Pasamos junto al obelisco egipcio de la Place de la Concorde.
—Aquí es donde ejecutaron a Luis XVI —explicó Antoine, golpeando la ventanilla del coche con los nudillos—. Y después a María Antonieta y a Robespierre.
—No parece el tipo de lugar en el que algo así podría haber sucedido —comenté.
Me imaginé una turba revolucionaria reunida sobre el pavimento adoquinado agitando los puños en alto y gritando: «¡Qué les corten la cabeza!».
—Está claro que no lo parece —dijo Bentley—. Cuando uno mira las elegantes farolas, es fácil olvidar la sangrienta historia de París.
Llegamos a la Rue Boissy d’Anglas y entramos en fila en Le Boeuf sur le Toit. El club nocturno estaba tan lleno que apenas podíamos movernos. Pensé que nos quedaríamos atorados junto a la puerta para siempre, pero el camarero logró conseguirnos una mesa. El sumiller trajo el champán en un cubo de hielo. La música de jazz resonó en mis oídos. Desde donde estábamos sentados, podíamos ver la banda en el escenario con sus relucientes trombones, clarinetes y saxofones.
—Todo el mundo está aquí hoy —comentó Camille—. Mira, ¡ahí está Coco Chanel!
Seguí la mirada de Camille hasta una mujer de pelo oscuro con una boca ancha y sensual. Llevaba puesto un vestido que se envolvía alrededor de su cuerpo en festones escalonados. No era lo que yo me esperaba tras haber escuchado la descripción de madame Chardin. Su vestido era sencillo y flotaba a su alrededor cada vez que movía el brazo para darle un sorbo a su bebida. Pero llevaba unos gruesos pendientes y un aparatoso collar de perlas barrocas que le daba varias vueltas al cuello.
—Pensé que su teoría consistía en simplificarlo todo al máximo —dije—. Y utilizar solo un accesorio decorativo.
Bentley me miró fijamente.
—Es diseñadora —aclaró, riéndose entre dientes—. Gana dinero marcando tendencias y luego cambiándolas.
—Ahí está tu amigo —le dijo Antoine a Camille, señalando con la cabeza a un hombre de sonrisa torcida.
Camille se volvió hacia mí.
—Maurice Chevalier. Actuó en el Casino de París en la temporada anterior y ganó dos mil francos por noche.
—¡Dos mil francos! ¿Pero qué es lo que hace? —exclamé.
—Baila por el escenario con un sombrero de paja, cuenta chistes y canta canciones insinuantes. He oído que Hollywood no lo va a dejar escapar.
—¿Hollywood?
—Estados Unidos. La industria del cine —aclaró Camille, divertida por mi ignorancia.
—Se comenta que es un hombre implacable —dijo Bentley, cortándole la punta a un cigarro con un par de tijerillas doradas—. Abandonó a Mistinguett después de que ella arriesgara su vida por salvarle de un campo de prisioneros de guerra.
Sabía que Mistinguett gozaba del título de «Reina del Teatro de Variedades de París» y era la cantante más famosa de Francia.
—Hay que ser implacable para triunfar —aseguró Camille.
Bentley sonrió, aunque yo no estaba segura de por qué. Le auguré un mal final si realmente estaba enamorado de Camille.
Me volví hacia la pista de baile y contemplé a las parejas que giraban, moviendo los pies animadamente.
—¿Le gustaría bailar? —me preguntó Francois, dejando a un lado su copa.
—Sí, me gustaría —contesté, tentada más por la música que por el tono de flirteo en su voz—, pero no sé hacerlo con esta música.
—Si sabe usted andar, entonces podrá bailar el foxtrot —replicó, cogiéndome la mano para guiarme hacia la pista.
Apenas había suficiente espacio en ella para que pudiéramos hacernos hueco entre las otras parejas, pero de algún modo Francois logró indicarme los pasos. Era sorprendentemente fácil seguir el ritmo lento-lento-rápido-rápido de aquel baile. Las partes lentas eran largas y elegantes y las partes rápidas eran cortas y animadas. Nos movimos por la pista, chocándonos a veces con algunas parejas que estaban demasiado enamoradas o demasiado achispadas como para darse cuenta. Pasamos junto a un hombre que llevaba un elegante traje y tenía unas prominentes bolsas bajo los ojos.
—Ese es el príncipe de Gales —me susurró Francois al oído—. Su abuelo era un gran amante de esta ciudad y sus mujeres. Se le rompió el corazón cuando tuvo que dejar su vida parisina para ser rey. Me pregunto si el príncipe sentirá lo mismo.
La música cambió de ritmo. La mitad de las parejas huyeron de la pista de baile y fueron sustituidas por otras que corrieron a ocupar el espacio libre.
—No puedo bailar esto —me dijo Francois—. Hay que ser muy buen bailarín.
La gente a nuestro alrededor comenzó a entrechocar los tobillos y a sacudir los brazos como si fueran pájaros al son de un ritmo sincopado. Era el tipo de baile más lleno de energía que había visto en mi vida y me hizo reír porque estaba cargado de joie de vivre. Francois me rogó que le disculpara pero yo me quedé en medio del frenesí. Aquel baile se podía realizar en pareja, pero había media docena de personas bailando solas. Los pasos no me resultaron difíciles. Tenía facilidad para dividir rápidamente las secuencias de baile en pasos y no pude resistir las ganas de unirme a la diversión. Antes de que me diera cuenta, estaba sacudiéndome y entrecruzando las rodillas junto con el resto de la gente. Incluso llegué a improvisar un par de golpes de cadera y de giros de cabeza propios.
Después de un par de números rápidos, los bailarines redujeron la velocidad o abandonaron la pista y la banda volvió a tocar otro foxtrot. Regresé a la mesa justo cuando el camarero llegó con una bandeja de platos.
—No sabíamos qué quería usted comer —comentó Antoine—, así que le hemos pedido pescado en salsa de champán.
El camarero colocó un trozo de bacalao de aspecto suculento ante mí.
—Su charlestón es impresionante, mademoiselle Fleurier —me elogió Bentley—. Todo el mundo en la sala tenía la mirada fija en usted.
—Charlestón…, ¿de modo que así es como se llama? —pregunté.
François arqueó las cejas.
—Proviene de Estados Unidos —aclaró—. ¿No lo había bailado nunca antes?
Negué con la cabeza.
—¡Doblemente impresionante! —comentó Bentley, echándose a reír—. Yo todavía no le he cogido el truco y eso que he recibido clases. Tiene tanto éxito aquí que es difícil conseguir trabajo de camarero si no sabes bailarlo. Tienen que saber charlestón para enseñarles a los clientes si se lo piden.
Camille se inclinó hacia mí.
—Hay alguien que no te ha quitado los ojos de encima en toda la noche —me susurró.
—¿Quién?
Se giró hacia una mesa situada en el extremo de la pista de baile. Levanté la vista y vi al joven de los ojos negros mirándome. Sonreí, pero no me devolvió el saludo. Estaba cenando con la misma gente con la que lo había visto en el Café des Singes. La mujer con aspecto de gato siamés le tocó el hombro y le susurró algo al oído. Él me dedicó otra mirada y se echó a reír antes de volverse. ¿Acaso se estaban burlando de mí?
—¿Le conoces? —me preguntó Camille.
—Se me está subiendo el champán a la cabeza —contesté, sintiéndome demasiado tonta como para hablar de mi enamoramiento de las últimas veinticuatro horas. ¿Por qué ni siquiera había tenido la cortesía de devolverme la sonrisa? ¿Acaso no había elogiado mi actuación la noche anterior?
Camille se encogió de hombros y se volvió para decirle algo a Bentley. Me comí el pescado con los ojos fijos en el plato. Obviamente, la gata siamesa ejercía una atracción mayor de la que yo había supuesto sobre el hombre de ojos negros. ¿Y por qué iba a ser de otra manera? Contaba con una mirada seductora enmarcada por unas espesas pestañas oscuras. Su complexión era menuda y tenía unas manos y unos pies minúsculos. Incluso a cierta distancia consiguió hacerme sentir como una gigante. Deseaba dedicarle al objeto de mis fantasías una mirada fulminante que le indicara indiscutiblemente que no volvería a pensar en él. Pero para cuando había reunido el valor suficiente para volverme, me encontré mirando el torso de alguien. Levanté los ojos para hallar allí mismo al hombre de los ojos negros.
—Bonsoir. Espero que se encuentre bien esta noche —le dijo a Antoine. Llevaba a la gata siamesa colgada del brazo, que apoyaba su peso sobre él. Paseó la mirada entre Antoine y yo, y acabó mirándolo a él—. Esperaba que pudiera presentarnos a su amiga. La vimos actuar en el Café des Singes ayer por la noche. Fue una actuación magnífica.
Aquellos ojos negros pertenecían a un llamativo rostro. Tenía unas mejillas angulosas y una nariz bastante grande pero muy recta. Pensé que si fuera un animal sería un dóberman, como los majestuosos canes que guardaban los portales de los Campos Elíseos.
Antoine frunció el entrecejo.
—Mademoiselle Fleurier —me presentó—, estos son mademoiselle Marielle Canier y monsieur André Blanchard.
—Encantado de conocerla —dijo André, cogiéndome la mano para besarla.
Le devolví el cumplido y miré a mademoiselle Canier. Murmuró un saludo mientras me miraba por encima del hombro. Claramente, aquella presentación no había sido idea suya. Volví a notar el hormigueo recorriéndome la piel.
—Nos preguntábamos si podría usted darnos clases de charlestón —preguntó André, con los ojos fijos en mí—. A mademoiselle Canier y a mí nos han invitado a un crucero de jazz y parece que no somos capaces de bailarlo con estilo.
El hormigueo se esfumó como una mecha bajo la lluvia. La mano de mademoiselle Canier se deslizó por el brazo de André y desapareció dentro de la palma de él. Hice lo que pude por ignorar que tenían los dedos entrelazados y deseé ser invisible.
—¿Por qué no acuden a Ada Bricktop para que les dé clases? —sugirió Francois—. Si es lo bastante buena para el príncipe Eduardo, seguro que lo es para ustedes, ¿no es así? Mademoiselle Fleurier es artista, no instructora de baile.
André se echó a reír. Era una risa franca que provenía de lo más hondo de su pecho. Hizo que sus ojos brillaran y mostró su recta dentadura.
—Eso es cierto. Lo siento, mademoiselle Fleurier. Es solo que cuando usted baila parece como si el mundo le perteneciera.
Percibí un cambio sutil en sus ojos: algo en ellos reflejaba la desilusión que yo misma sentía. Se quedó en suspenso un momento, mirándose los pies, antes de disculparse por interrumpir nuestra comida y guiar a mademoiselle Canier de vuelta a su propia mesa.
—¿Quién era ese? —le preguntó Camille a Antoine.
Esperó hasta que Bentley se hubiera vuelto para llamar al camarero antes de contestar.
—André Blanchard, heredero de la fortuna Blanchard. Una de las familias que controlan la economía francesa. Pero ni siquiera pienses en ello, Camille. Es el único heredero. Créeme, su padre no le dejará dar un paso en falso.
—¿Y ella?
—¿Mademoiselle Canier? Simplemente, es una chica de la alta sociedad. Mimada, consentida y malcriada. Nada especial excepto su aspecto.
Los ojos de Camille se movieron en dirección a la mesa de André antes de volverse hacia mí.
—La que lo enganche será una chica con suerte —comentó.
Fiel a su palabra, Camille me organizó una audición en el Casino de París antes de que finalizara la semana. Ella iba a sustituir a una cantante británica que había roto su contrato para marcharse a hacer una película en Estados Unidos y, debido a que tenían que cubrir el puesto de Camille rápidamente, no era una audición abierta. En aquella ocasión contaba con los rostros amigos de monsieur Etienne y de Odette animándome desde la primera fila. Léon Volterra, el propietario del Casino de París, se sentó junto a ellos. Era un curioso hombrecillo con un guiño travieso en la mirada. Me preguntó si sabía bailar charlestón y le expliqué que había aprendido a bailarlo de forma autodidacta.
—¡Eso es exactamente lo que queremos! —exclamó, levantando los brazos hacia el techo. Volviéndose a la coreógrafa, una mujer con el aspecto demacrado de una bailarina entrada en años, añadió—: ¡El Casino de París necesita bailarines teatrales, no robots técnicos! ¿No es cierto, madame Piége?
Madame Piége respondió que no podía estar más de acuerdo y le dio unas palmaditas en el brazo. Daba la impresión de que estaba tratando de evitar que añadiera nada más.
—¡Maravilloso! ¡Maravilloso! —La voz de monsieur Volterra resonó con estruendo en la oscuridad cuando terminé mi baile y después canté La bouteille est vide. Los encargados de iluminación también aplaudieron desde bastidores. Miré a monsieur Etienne, que me dedicó un movimiento de cabeza satisfecho.
Monsieur Volterra se levantó de su asiento y apoyó los codos en el borde delantero del escenario.
—Venga de nuevo hoy a las dos en punto para los ensayos —me dijo—. Está usted contratada.
Cuando monsieur Etienne, Odette y yo salimos del teatro, apenas logré contener la emoción.
—¡No puedo creerlo! —exclamé—. ¡El Casino de París!
—¡Bien hecho! —me dijo monsieur Etienne—. Su voz mejora cada vez que la oigo.
—¡Y estás tan hermosa! —me elogió Odette, dedicándome una discreta sonrisa.
—Monsieur Volterra es todo un personaje, ¿verdad? —comentó monsieur Etienne, haciéndole un gesto a un taxi—. ¿Sabía usted que no sabe leer?
—¿No sabe leer? —repetí yo, montándome en el taxi cuando monsieur Etienne me abrió la portezuela—. ¿No me dijo que era uno de los empresarios teatrales de más éxito de París?
Odette y monsieur Etienne se subieron al taxi tras de mí.
—No sabe leer ni una palabra. Su socio le ha enseñado a trazar su firma en los contratos —explicó monsieur Etienne.
—Es difícil de creer, ¿verdad? —comentó Odette—. El hombre que, en un momento u otro, ha sido propietario del Ambassadeurs, del Folies Bergère y ahora del Casino de París no puede escribir ni su propio nombre.
—Era huérfano. Nunca fue a la escuela —aclaró monsieur Etienne.
—¡Debe de ser muy inteligente! —observé yo.
Monsieur Etienne sonrió.
—Le corre la habilidad empresarial por las venas. Una vez me contó que cuando tenía siete años solía recoger los periódicos de la noche que la gente dejaba olvidados en los bancos del parque y cerca de las salidas de métro. Después, a la mañana siguiente, se colocaba en una esquina anunciando a voz en grito unos titulares inventados, pero muy llamativos. Para cuando sus desprevenidos clientes abrían los periódicos, el granujilla ya había huido como alma que lleva el diablo.
—¡Dios mío! ¡Espero que no trate de engañarme a mí también! —comenté yo.
Monsieur Etienne asintió.
—¡Oh, claro que lo hará! —replicó—. Volterra engaña a todo el mundo, grande o pequeño. Es famoso por ello. Pero, por suerte, usted me tiene a mí.
Regresé muy animada al Casino de París aquella misma tarde. Aunque mi nombre no aparecería en los carteles de publicidad, aquello no me impedía fantasear sobre la fama y las buenas críticas. Sin embargo, mis delirios de grandeza se esfumaron en el instante en que entré en el auditorio. Madame Piége y el pianista de ensayos me estaban esperando.
—Tengo entendido que es usted humorista —me dijo madame Piége mientras se le formaban cientos de arrugas en las mejillas al sonreír—. Así que vamos a trabajar sobre eso.
¿Humorista? Un papel cómico no era lo que yo me esperaba. Pensaba que había dejado atrás Marsella. Quería ser sofisticada ahora que estaba en París.
—Mademoiselle Casal la ha puesto por las nubes y monsieur Volterra asegura que tiene usted un sentido innato de la coordinación.
Recordé que Camille no había presenciado mi actuación en Sherezade o en el Café des Singes. Lo único que me había visto hacer era la parodia de las coristas. Comprendí lo que había sucedido: Camille había hablado con monsieur Volterra para que me diera un papel cómico por error. Probablemente, había pensado que yo no era capaz de hacer nada serio.
—Actualmente hago actuaciones muy diferentes, madame Piége —le expliqué—. Ahora canto en un club nocturno.
No obstante, madame Piége no me oyó. Estaba seleccionando unas partituras y le dio una al pianista.
—Vamos a empezar con esta —indicó.
El pianista tocó la melodía y mi cabeza se puso en funcionamiento. Decidí que llamaría a monsieur Etienne inmediatamente después del ensayo y le pediría que le explicara la situación a monsieur Volterra, que a su vez podría proporcionarle nuevas instrucciones a madame Piége sobre mi coreografía. Aquello significaría desperdiciar un ensayo, pero así respetaría los sentimientos de todo el mundo. Monsieur Etienne había insistido firmemente en que él debía encargarse de todas las negociaciones con el Casino de París.
—Me gustó cómo bailó el charlestón —me comentó madame Piége, entregándome una copia de la canción—. Es maravilloso lo rápido que logra aprender las cosas. Eso es un signo de talento.
Suspiré. Tenía la sensación de que, en otras circunstancias, habría disfrutado trabajando con madame Piége. Tomó asiento en la primera fila del patio de butacas y me fue indicando las instrucciones correspondientes mientras yo ensayaba los pasos de baile.
—Contonéese un poco más ahí y dedíquenos una gran sonrisa, ma chérie —me dijo—. Después, continúe arrastrando los pies todo el tiempo que sea necesario, como si hubiera resbalado sobre una cáscara de plátano. —Hice lo que me pedía—. Siga haciendo lo mismo hasta que el público coja el chiste.
Se echó a reír entre dientes, con la diversión bailándole en los ojos. Cuanto más feliz parecía ella, peor me sentía yo. La culpabilidad se estaba empezando a apoderar de mí, porque no tenía ninguna intención de representar aquel número.
Tras el charlestón, madame Piége quería que me paseara contoneándome por el escenario mientras balanceaba un bastón y cantaba una canción que no era graciosa sino más bien simpática, lo cual me hizo odiarla aún más.
¡La! ¡La! ¡Bum! Aquí viene Jean
en su nuevo Voisin.
¡La! ¡La! ¡Bum! Y pregunta: «¿Qué haces?».
¿Qué le puedo decir?
¡La! ¡La! ¡Bum! ¿Que estoy tendiendo la ropa?
—Ahora, cada vez que cante «¡Bum!», golpee el extremo del bastón contra el suelo y tírelo hacia arriba. El tambor le hará un redoble al mismo tiempo. Y cuando coja de nuevo el bastón, el percusionista tocará los platillos —me explicó madame Piége, levantándose de su asiento.
No me sentía capaz de mirarla a los ojos. Se estaba divirtiendo demasiado.
Aunque me aprendí la canción y los pasos de baile en media hora, ensayamos el número durante otras dos horas, suavizando algunos gestos y añadiendo más elementos cómicos. La orquesta se nos unió para que pudiéramos ensayar juntos. Hice lo que pude por seguir animada durante todo el ensayo, aunque se me estaba revolviendo el estómago.
Llegó un mensajero para decirle a madame Piége que las coristas necesitaban que las ayudara a arreglar un error en su coreografía. Se volvió hacia mí.
—Hemos hecho todo lo que necesitábamos con usted, mademoiselle Fleurier. Es usted perfecta. Puede actuar esta misma noche.
—¿Esta noche? —repetí, con voz ronca.
—Hmmm —musitó monsieur Etienne cuando lo llamé desde la oficina del teatro—, yo también estoy sorprendido. Pensé que Camille Casal no estaba haciendo un número cómico y no esperaba que usted tuviera que hacerlo tampoco. Tenía la impresión de que simplemente iba a cantar la canción que ella interpretaba.
—¡Quieren que actúe esta misma noche!
—Hmmm —volvió a suspirar monsieur Etienne, quedándose pensativo durante un momento—. En ese caso, no tiene elección. Sencillamente, tendrá que hacerlo. La sustituirán si les resulta problemática.
—¡Pero detesto ese número! —protesté.
—No tiene usted un nombre lo bastante conocido como para montar un escándalo —replicó monsieur Etienne—. Haga un buen trabajo y veremos qué podemos conseguirle la próxima vez. Solo piense en el dinero que ganará. ¡Es más que en el Café des Singes, únicamente por una canción y un bailecito!
Colgué, sabiendo que tenía razón, pero después de pasar la audición me había sentido eufórica. Ahora, me sentía ridícula. «Cuando sea famosa, voy a montar escándalos por todo y nadie me dirá lo que tengo que hacer», me prometí a mí misma, abrochándome los botones del abrigo y poniéndome el sombrero para dirigirme a casa a descansar antes del espectáculo.
El vestido para mi número del Casino de París estaba cubierto de lunares y tenía volantes alrededor del cuello y del dobladillo de la falda. Las zapatillas de baile blancas lucían unos lazos sobre las correas. Madame Chardin se habría atragantado de la risa si me hubiera visto. En el camerino, que compartía con una domadora de perros y sus dos caniches, le eché un vistazo al programa. Mi número era «de relleno», para darles tiempo a las coristas a que se pusieran un elaborado traje y a los tramoyistas a que hicieran un cambio de decorado.
Cuando salí al escenario y bailé el charlestón, sacudí las piernas y los brazos con entusiasmo, aunque no tuviera ninguna gana. Podía ver al público claramente y, por suerte para mí, todos sonreían. Les respondí con una gran sonrisa, me moví y me contoneé cuando correspondía y canté la canción con la alegría pintada en la cara. Ellos, a su vez, se reían y aplaudían, y salí del escenario convencida de que los parisinos ricos eran más fáciles de contentar que la clase trabajadora marsellesa.
Sin embargo, una vez que entré en bastidores, no había ninguna madame Tarasova, ni ningún monsieur Dargent o Albert para felicitarme por lo bien que lo había hecho. Me crucé con monsieur Volterra en las escaleras y me dio unos golpecitos en el hombro, como si no lograra recordar quién era. Me hubiera gustado quedarme a ver la actuación de Camille en la segunda parte del espectáculo, pero el director de escena me dijo que los artistas de «números menores» tenían prohibido quedarse en el teatro después de que hubiera terminado su actuación, así que me encontré en mi heladora habitación en Montparnasse a las nueve en punto sin tener a nadie con quien hablar. Así fue mi debut en el Casino de París.