10

La entrada del Café des Singes era una puerta a nivel del sótano bajo una tienda de camas. Presioné el timbre y esperé a que me respondieran, mirándome el pelo en el reflejo de la placa de cobre. Nadie respondió, así que llamé al timbre de nuevo. Como seguían sin abrirme, giré el pomo de la puerta y me sorprendió comprobar que estaba abierto.

—¿Hola? —exclamé, empujando la puerta y mirando hacia la oscuridad.

Vacilé junto a la maceta de una palmera y arrugué la nariz: el aire estaba congestionado por un deje de olor a tabaco, menta y anisete. El único foco de luz natural provenía de unos paneles esmerilados a cada lado de la puerta, y el decorado del club de moqueta marrón, sillas de cuero y paredes de planchas de madera conspiraba para absorber la poca iluminación que los paneles de cristal proporcionaban. El club era lo que se denominaba una boîte de nuit: tenía una barra sin banquetas arrinconada en una zona y un espejo recorría la pared de detrás de la barra. En la esquina opuesta a la puerta estaba la plataforma del escenario y un piano. Dispersas frente a ella había un par de mesas para grupos de seis y una docena de mesas para dos. Más allá de las mesas vi una puerta giratoria que supuse que conducía a la cocina. Hablé en aquella dirección:

—¿Hola?

Había un cartel que informaba a los clientes de que, aunque se pudiera consumir comida y bebida durante las actuaciones, solo se admitían pedidos durante los descansos entre números. Claramente, aquel era un club en el que se respetaba a los músicos. Me pasé la lengua por los labios, contenta y nerviosa a la vez. Monsieur Etienne debía de estar tomándome muy en serio para sugerir que hiciera una audición allí. Esperaba no decepcionarle.

Había un menú sobre una mesa. Le eché un vistazo. «Cassoulet: 15 francos». Me quedé boquiabierta. Yo había pagado tres francos por una comida completa con pan, cassoulet de cordero y vino en el café para estudiantes. Me alisé el vestido, contenta de que Odette me hubiera hecho comprarlo, y me estremecí al pensar que podría haber acudido con mi viejo vestido a un lugar en el que la gente pagaba quince francos por un solo plato.

Examiné el menú otra vez: «Pâté de foie gras truffé: 25 francos; coq au riesling: 20 francos». Mi estómago emitió un gruñido. Abrí la solapa y vi que había otro menú en el interior. «Menú Américain. Asado de ternera: 15 francos; pollo frito: 16 francos».

Una voz de mujer bramó en la oscuridad:

—¿Tienes hambre?

Levanté la vista. La mujer se encontraba junto a la puerta de la cocina, ataviada con una larga falda de tubo adornada con lentejuelas. Se mantenía plantada en el suelo sobre unas piernas firmes, con tacones tan altos como largos eran sus pies. Llevaba el cabello rojizo corto a la altura de unos marcados pómulos y remataba el peinado con una cinta del pelo adornada con cuentas.

—Sí. Quiero decir… ¡No! —tartamudeé, dejando caer el menú.

La mujer me dedicó una sonrisa ladeada.

—Pronto te alimentaremos —me aseguró, con un tono socarrón pero bienintencionado—. Cuando Eugene termine de atiborrarse en la cocina, escucharemos tu canción.

Por su risa áspera y su presencia imponente, supe que tenía que ser madame Baquet. Me dijo que me quitara el abrigo y me sentara en una mesa. Se sentó al lado contrario y la silla crujió bajo su peso.

—¿Has visto algo que te guste? —me preguntó, señalando el menú.

Aunque era la carta más lujosa que había visto en mi vida, me pudieron los nervios. Lo único que acerté a decirle fue que una tortita estaría bien.

Echó la cabeza hacia atrás y emitió una carcajada que resonó por toda la habitación.

—Tendríamos que ir al otro lado de la calle para conseguir una de esas. ¿Cuántos años tienes? Eres más joven de lo que yo pensaba.

Por un segundo consideré la posibilidad de mentir, pero me lo pensé mejor. Madame Baquet era demasiado perspicaz para eso. Decirle la verdad era lo más adecuado.

—Tengo casi dieciséis —respondí.

—Un bebé, justo lo que yo pensaba. —Emitió con la lengua un sonido parecido a una risa ahogada—. Ha pasado mucho tiempo desde que yo tuve tu edad. Y aun así, monsieur Etienne dice que eres excepcional, y si alguien sabe lo que significa esa palabra está claro que es él.

De la cocina surgió un estruendo de sartenes cayéndose al suelo. Madame Baquet se giró sobre sí misma y gritó:

—¡Eugene! ¿Vienes ya o solo estás destrozando el establecimiento?

—¡Ya voy! —contestó una voz de hombre desde detrás de la puerta giratoria.

Sonó el timbre y madame Baquet se levantó para abrir la puerta. Sentí alivio al ver a monsieur Etienne y a Odette, que esperaban en el rellano.

Bonjour! —les saludó madame Baquet—. Justo estaba charlando con su cantante. Eugene está esforzándose por provocarse una indigestión en la cocina, pero saldrá en un minuto.

Poco después de que monsieur Etienne y Odette me saludaran, la puerta de la cocina se abrió bruscamente sobre sus goznes y un hombre negro entró a toda prisa en la estancia mientras se limpiaba la boca con una servilleta. La arrojó sobre una de las mesas.

—¡Hola! —saludó, alargando una mano pegajosa y cogiéndome la mía—. Qué señorita tan hermosa es usted. ¡Vaya! ¡Su cara expresa alegría por todos los poros!

Le estrechó la mano a monsieur Etienne y dijo algo que no entendí porque mezcló palabras en inglés con sus frases en francés. Por la claridad cristalina de su voz, supuse que era estadounidense.

Parlez-vous anglais? —me preguntó, al percibir mi confusión.

Por supuesto yo no hablaba inglés, pero como todos los demás parecían entenderle y yo estaba ansiosa por agradar, le contesté:

—Un poco. Sé decir yawl y schure.

Hice lo que pude por imitar los acentos anglófonos que había oído durante mi primera noche en Pigalle.

Madame Baquet estalló en carcajadas y golpeó con la mano abierta la mesa. Eugene me dedicó una sonrisa picara y puso los ojos en planeo.

—¡Qué chica tan graciosa, monsieur Etienne! —comentó madame Baquet—. Me gustan lindas y graciosas, y si ha traído su propia música, creo que lo mejor que podemos hacer es oírla cantar.

Seguí a Eugene al piano. Se limpió los dedos en los pantalones y re cogió las partituras.

—¿Son todas canciones en francés? —preguntó mientras las hojeaba—. Qué bien. Sí, ya tenemos a alguien que canta en inglés, a otra que canta en alemán y a otra que canta en francés. Deberíamos cambiarnos el nombre y ponernos Café des Singes Internationales.

Esta vez sí entendí el chiste y me eché a reír. Estaba empezando a darme cuenta de que en el Café des Singes había muy buen tumor.

Eugene cogió la partitura de Es a él a quien amo. Me alegré de que hubiera elegido aquella porque era la canción que más habíamos practicado el pianista y yo. El pianista había insistido en que para una boîte la proyección de la voz era igual de importante que las capacidades técnicas. Yo había resuelto el problema de no haberme enamorado nunca pensando en mi padre cuando cantaba la canción. Quizá no entendía qué significaba el amor, pero sí comprendía bien el sentimiento de pérdida.

Es a él a quien amo,

aunque está lejos.

Es a él a quien amo,

pero debería vivir al día

Las manos de Eugene recorrieron el teclado. Durante un momento, me quedé hipnotizada por su movimiento: era tan fluido y sus notas tan ágiles y ligeras… Por suerte, recuperé la concentración lo bastante rápido como para no perderme la primera estrofa. Desde el momento en que entoné la primera nota, supe que tenía a madame Baquet de mi parte. Mientras yo cantaba, no se pudo quedar quieta. Se removía en su asiento y daba golpecitos con los pies, contemplándome todo el tiempo con una mirada emocionada y llena de asombro. Cuando terminé la canción, todo el mundo aplaudió. Monsieur Etienne y Odette sonrieron de oreja a oreja, muy orgullosos de mí.

—¡Cántanos otra! —pidió madame Baquet—. ¡Nos has dejado con ganas de más!

Eugene comenzó a tocar otro número: La bouteille est vide. La botella vacía. Hablaba sobre un hombre al que le gustaba tanto el champán que bebía hasta arruinarse la vida: la cínica letra contradecía la optimista tonadilla. Eugene la tocó más deprisa de lo que yo la había ensayado e hice lo posible por seguirle el ritmo. Madame Baquet la tarareó al principio y después comenzó a cantarla con una voz ronca cuando se aprendió la letra. Pasaba de cantar conmigo a discutir mi contrato con monsieur Etienne y de vuelta a la canción sin transiciones.

Monsieur Etienne, necesito que redacte un contrato esta misma tarde. No quiero que ningún otro club se quede con esta chica. Puedo empezar por pagarle ochenta francos por dos actuaciones a la semana más propinas. Y le daré una buena comida después de cada espectáculo para engordarla un poco.

Seguí cantando aunque sentí que estaba a punto de desmayarme en el sitio. ¿Ochenta francos por dos actuaciones a la semana más propinas? Calculé que, si vivía frugalmente, me costaría como mínimo cuatrocientos francos al mes el alquiler, las comidas y los billetes de métro. Suponiendo que pudiera doblar lo que madame Baquet me pagara con propinas y descontando la tarifa de intermediación de monsieur Etienne, ¡lograría reunir casi quinientos francos por solo dos noches de trabajo! Continué cantando la canción, mareada por los pensamientos de qué me compraría con el dinero restante, pasando por alto por completo la ironía de la letra o la advertencia que contenía: «Cuanto más consigues, más quieres; quieres más y más, y luego todo se va».

Aunque normalmente no se me exigía llegar al Café des Singes hasta la una y media, madame Baquet sugirió que me presentara antes la primera noche.

—Así podrás ver a Florence y a Anke y conocer un poco el local —me dijo.

Cogí un taxi en el Boulevard du Montparnasse, contenta de no tener que tomar el métro solo para ahorrar dinero. Cuando el conductor se detuvo frente al Café des Singes, me sorprendió la diferencia peí ambiente que había visto allí durante el día. El cierre metálico de la tienda de camas estaba echado y los focos parpadeaban alrededor de la entrada del club. Un hombre con un abrigo y un sombrero de terciopelo trabajaba de portero.

—Está tan lleno como una lata de sardinas, mademoiselle —me advirtió, con un acento ruso que pronunciaba las erres casi con más intensidad que el trémolo de Zephora—. ¿Está usted sola?

Le expliqué quién era y me dejó pasar al interior. Lo único que pude ver al principio fueron las espaldas de la gente apiñada en el vestíbulo, que esperaba para conseguir una mesa o simplemente un poco de espacio.

—Disculpe —le dije a un hombre que todavía llevaba puestos el abrigo y los guantes.

Hizo una mueca y yo pensé que se había enojado conmigo, pero me di cuenta de que estaba abriendo hueco con el codo para levantar el brazo y dejarme pasar. El club estaba lleno y la mayoría de los clientes se habían quedado de pie. En el escenario había una mujer menuda que cantaba un número de blues en inglés. Su voz vibraba al igual que su oscurísima piel bajo los focos. Madame Baquet, con un vestido de flecos blancos y una pluma en la cabeza, estaba flirteando con un joven que llevaba un monóculo. Me vio y me saludó con la mano, aunque no podíamos aproximarnos la una a la otra por la multitud. Señaló una banqueta junto al piano y comprendí que tenía que sentarme allí. Me abrí paso en zigzag a través de la gente y dejé escapar un suspiro de victoria cuando alcancé la banqueta y me dejé caer sobre ella. Me sorprendió ver que el pianista, que yo esperaba que fuera Eugene, no era en absoluto él. Era negro y delgado con los mismos ojos protuberantes, pero más joven.

La cantante, que supuse que era Florence, entonaba sus canciones con los párpados firmemente cerrados y con un mohín en los labios, pero acababa cada canción e introducía la siguiente con una radiante sonrisa de dientes blancos. No entendía ni una palabra de lo que decía, pero, cuando cantaba, su voz rebotaba contra las paredes y su vibración me traspasaba.

Cuando terminó su actuación, el público aplaudió y mostró su admiración echándole billetes en el bote de las propinas. La multitud se agolpó contra la barra del bar para pedir la siguiente ronda de bebidas. Pensé que eran franceses cuando escuché el alegre parloteo. Prácticamente todos lo eran. Me pregunté dónde estarían los estadounidenses.

Eugene salió de la cocina con una bandeja en equilibrio sobre el hombro y sirvió platos de pâté de foie gras y cócteles de gambas a una mesa junto al piano. Se percató de mi presencia y me guiñó un ojo.

—Este es mi hermano Charlie —me aclaró, señalando con la barbilla al joven del piano—. Nos turnamos para atender las mesas y tocar. Así descansamos. ¿Quieres algo?

Negué con la cabeza.

—No me gusta comer antes de cantar.

Asintió, acariciándose el estómago.

—Es lo bueno de ser pianista: puedes comer siempre que quieras.

Aunque es cierto que Vera me había dicho que un cantante no debía cantar con el estómago lleno, que no quisiera comer tenía más que ver con los nervios. Me había sentido cómoda cantando en la audición, pero tan pronto como me metí en el taxi de camino al club me sobrevinieron una serie de temblores y sudores. Ver a aquel sofisticado público tan de cerca no ayudaba. ¿Sería lo bastante buena para ellos? ¿Qué esperaban de mí? Claramente, yo no cantaba tan bien como Florence, cuya encantadora voz lograba entonar cualquier nota sin desafinar. Por lo menos, de momento yo aún no podía. Me pregunté si el estómago revuelto, las náuseas y la tirantez que sentía en la garganta desaparecerían cuando me convirtiera en una artista experimentada o si tendría que convivir eternamente con todo aquello.

Madame Baquet interpretó una estrafalaria canción sobre un hombre cuya amante lo sorprende tratando de seducir a su madre y después anunció que los clientes debían pedir sus bebidas y ponerse cómodos porque era hora de que «la fabulosa Anke» subiera al escenario. «Esta es la alemana», pensé.

Un hombre vestido de frac con un sombrero de copa se abrió paso entre la multitud para subir al escenario. El foco le iluminó la espalda. Charlie tocó la primera nota y el hombre se giró sobre sí mismo. Yo parpadeé. Tenía la piel lisa y los ojos azules maquillados con perfilador negro. El cantante era en realidad una mujer. Había adquirido un aspecto masculino peinándose su corto cabello hacia atrás y por el modo en el que se movía por el escenario. Se oyó un murmullo que provenía del público y la mujer comenzó a cantar. Su voz era tan andrógina, discordante y extraña como su aspecto. Apoyó el rostro sobre las manos ahuecadas, moviendo rápidamente unas uñas pintadas de verde que eran como garras. Hice una mueca. Su actuación resultaba perturbadora. Las palabras en alemán que pronunciaba se alargaban interminablemente como arañas: Vernicbtung. Warnung. Todesfall. Tras la tercera canción, sentí una comezón por toda la piel y apenas pude mantenerme quieta en el asiento. Y, sin embargo, el resto del público estaba hechizado: no se oía ni el tintineo de un vaso, ni un murmullo, ni una tos.

Cuando Anke terminó, no saludó ni agradeció los aplausos de sus espectadores. Bajó rápidamente del escenario y se abrió paso a empujones hasta la puerta, como si la hubieran enojado. Cuando no volvió para aceptar sus propinas, el público se puso en pie y aplaudió frenéticamente, y yo me quedé preguntándome qué podría hacer para igualar su actuación.

Hubo una oleada de actividad alrededor de la chica del guardarropa, que estaba metida en una cabina no mucho más grande que un armario. Las mesas se vaciaron, igual que el espacio alrededor de la barra. «Nadie se queda a ver mi actuación», pensé. No me lo podía tomar de manera personal. Yo apenas tenía «un nombre» en París y el público probablemente se apresuraba a asistir a algún otro espectáculo o a juntarse con sus amistades para cenar o beber más copas. Así es como funcionaban las cosas en París. Había tantos restaurantes, teatros de variedades, cafés, bares y espectáculos teatrales, tantas distracciones en una misma ciudad, que quedarse en un solo establecimiento durante toda la noche no era una opción.

Pero tan pronto como el café se vació, comenzó a llenarse otra vez. Los nuevos espectadores corrieron hacia la barra, saludándose a gritos unos a otros y pasándose las bebidas por un mar de manos. Madame Baquet saludó a los recién llegados en inglés y se paró un momento para charlar con una chica ataviada con un vestido púrpura con rosas en la manga y en el escote. Eugene se cambió el sitio con Charlie al piano y calentó el ambiente con unos compases de jazz. Habían llegado los estadounidenses.

Eugene se inclinó a lo largo del piano.

—Esta noche tienes un buen público. Ahí está Scott Fitzgerald, con su esposa, Zelda —me explicó, señalándome con la barbilla a un hombre y una mujer muy juntos que llevaban los brazos entrelazados. Estaban tratando de bailar en el atestado espacio, y caían salpicaduras de whisky desde sus vasos. Las facciones del hombre eran finas y su boca parecía tan delicada que tenía un aspecto casi femenino. El rostro de su acompañante era más severo. Llevaba un vestido de color salmón con tiras plateadas a lo largo de la espalda que se ensanchaban a la altura de las caderas formando una falda acampanada. Me pregunté si un vestido de cuatro mil francos tendría ese aspecto.

—Siempre se codean con la élite —explicó Eugene, sin fallar ni una nota a pesar de estar hablando conmigo mientras tocaba—. Si les gustas, correrán la voz.

Me froté las manos contra el vestido, tratando de alisar unas arrugas imaginarias. El temblor de mis piernas empeoró.

—¡Comienza el espectáculo! —me dijo Eugene y sonrió.

Para ponerme en pie tuve que intentarlo dos veces. Contemplé las caras radiantes. Por alguna razón, pensaba que la multitud que viniera a cenar estaría menos animada, pero aquellos espectadores eran como un árbol de Navidad con todas las luces encendidas.

Me encaramé a la plataforma y casi perdí el equilibrio. Observé la mesa de seis situada en el extremo más alejado y me pregunté por qué no me había fijado en ellos antes. Todo en ellos —los claveles en los ojales de los hombres, el oscuro carboncillo que perfilaba los ojos de las mujeres, la circunspección con la que paladeaban sus bebidas— los delataba como parisinos. El hombre en el extremo de la mesa me llamó la atención. Su piel tenía un tono dorado que no era común entre los habitantes de ciudad y parecía miel en contraste con el color negro del pelo y los ojos. Estaba sentado junto a una mujer con un lunar en la comisura de la boca. Ella me recordó a un elegante gato siamés, zalamero y de curvas perfectas, con facciones regulares y la piel cremosa. Yo pensaba que tenía buen aspecto con mi vestido, pero en comparación con ella estaba tan desaliñada como un gato callejero.

Los ojos oscuros del hombre se volvieron hacia mí y cruzamos una mirada. El corazón me dio un salto, como si hubiera ido a encender el interruptor de la luz y en su lugar hubiera tocado un cable cargado de electricidad. ¿Le conocía? No, no le había visto nunca antes, y sin embargo algo en mi interior sí que lo reconoció. Me olvidé de dónde estaba, y me hubiera quedado allí de pie para siempre si madame Baquet no se hubiera inclinado junto a la mesa para darles la bienvenida y no se hubiera interpuesto entre el hombre y yo, de manera que dejé de verlo. Aproveché para pararme a pensar sobre algo que el pianista de los ensayos me había recomendado para conquistar a un público inquieto: «Cante como si lo hiciera para sus compatriotas», me dijo. Con esto, se refería a que debía cantarle a una cara amiga entre el público, y gradualmente atraer a los demás también.

¿Aquel hombre de ojos oscuros era mi «cara amiga»? Madame Baquet se deslizó de nuevo entre la multitud y vi que el hombre se inclinaba sobre la mesa para admirar la pulsera que una de sus acompañantes femeninas le estaba mostrando. Quizá mis canciones no fueran lo bastante refinadas para él. Por su parte, los estadounidenses estaban listos para pasárselo bien. ¿Para quién debía cantar? Eugene me miró, esperando mi señal. Tragué saliva, pero no fui capaz de deshacerme del nudo que tenía en la garganta. De repente, vi a Zelda Fitzgerald. Estaba tendida sobre su marido y flirteaba con otro hombre que se encontraba a su lado, con la boquilla del cigarro colgada de los labios. Algo en sus frágiles brazos y en la despiadada expresión de su boca indicaba que no duraría demasiado tiempo en este mundo.

La bouteille est vide —le indiqué a Eugene—, empezaremos con la canción sobre el champán.

Eugene me presentó y yo inicié la canción con entusiasmo, pero mi esfuerzo fue recibido con indiferencia. Parpadeé a la oscuridad. Nadie me estaba prestando atención, ni siquiera el hombre de ojos oscuros. ¿A quién iba a cantarle para atraer a los demás, si nadie demostraba interés? La mesa de franceses se concentraba en admirar los entrantes variados que les acababan de servir, los estadounidenses estaban encendiéndose mutuamente los cigarrillos y contándose unos a otros sus historias. Madame Baquet iba serpenteando entre ellos, tratando de atraer la atención hacia mí, pero era labor del artista cautivar a su público, no de la dueña del local. Ella solo era responsable de asegurarse de que sus invitados se lo pasaran bien, independientemente de mí. «Por favor, míreme», le rogué en mi interior al hombre de ojos negros. Sin embargo, él continuó comiéndose una alcachofa con fruición. Tenía dificultades para hacer que mi voz se escuchara por encima del parloteo. Podría haber cantado cualquier cosa en cualquier idioma y aun así nadie me habría escuchado. Le eché una mirada a Eugene, pero estaba tan concentrado en su música que no se dio cuenta de que yo tenía problemas.

«Depende de mí». La letra de la canción de Sherezade apareció como un fogonazo en mi mente. «Depende de mí». Recordé lo aterrorizada que estaba el día que me vi catapultada al papel protagonista en Le Chat Espiègle por una emergencia.

Comencé a cantar el número de la introducción de Sherezade, dejando que Eugene continuara con la canción del champán. Un escandaloso grupo de estadounidenses podía ahogar la voz de una cantante de club nocturno, pero tendrían más dificultades para competir con la capacidad pulmonar de una artista de teatro de variedades. Cogí aire y les hice saber lo poderosa que podía llegar a ser mi voz. En menos de un instante, cesaron las conversaciones, apartaron a un lado los cuchillos y tenedores, dejaron de tintinear las copas y todas las miradas se volvieron hacia mí.

Al principio, el cambio repentino del jaleo al silencio sepulcral me desconcertó. Eugene, imperturbable ante el hecho de que yo hubiera cambiado a otra canción, continuó tocando la tonadilla del champán.

Durante algunos compases, canté desentonando con la música, pero entonces pensé en madame Baquet, cantando mientras discutía mi contrato con monsieur Etienne, y volví a la canción del champán, como si aquella hubiera sido mi intención en todo momento. Acabé el número con la sensación de que o bien había destruido mis posibilidades en el Café des Singes o bien mi actuación causaría sensación. Se me subió el corazón a la garganta cuando me di cuenta de que el sonido que escuchaba dentro de mis oídos ya no era el latido de mi sangre, sino un aplauso.

Elle est superbe! —gritó alguien—. ¡Es magnífica!

Completé mi repertorio arropada por la calidez radiante de las sonrisas que el público me dedicaba. Se pusieron en pie después de mi bis para aplaudir aún más y gritar: «¡Bravo!». Mi primera actuación en París no solo fue un éxito: fue un triunfo. Los estadounidenses avanzaron rápidamente para estrecharme la mano y gritarme en su informal francés: «Tu es magnifique!». Introdujeron tantos billetes en nuestro bote de propinas que Eugene tuvo que apretarlos con el puño para hacer hueco. Zelda Fitzgerald dejó caer un anillo de perlas.

—Para la buena suerte —me dijo, tocándome la mejilla con un dedo congelado.

Tuve la sensación de que alguien me estaba observando fijamente y cuando me di la vuelta encontré al hombre de los ojos negros de pie detrás de mí.

—Una actuación memorable, mademoiselle —me dijo sonriendo, y deslizó un fajo de billetes en el bote.

Fue como si alguien hubiera roto una botella de champán contra mi cabeza y tuviera que esforzarme por ver a través de las dulces burbujas. Abrí la boca para hablar, pero perdí la oportunidad porque los estadounidenses que se estaban tomando otra ronda en la barra estallaron en carcajadas, aunque ya casi era la hora del cierre.

Au revoir —me dijo, todavía sonriéndome—, espero verla actuar de nuevo.

Mis ojos no abandonaron su espalda. Lo observé uniéndose a sus acompañantes, que estaban ocupados recogiendo sus abrigos. Cuando se volvió y me dedicó una última mirada antes de salir por la puerta e internarse en la noche, sentí que acababa de conocer a una persona que algún día cambiaría mi vida.