A la noche siguiente, me marché a la audición de muy buen humor. Me había pasado la mañana frotando las paredes y el suelo de mi habitación. Después cogí el métro a Ménilmontant para comprar sábanas en un mercado y un fino colchón de algodón sobre el que pondría un segundo colchón cuando tuviera más dinero. Descansé por la tarde, preparándome para la audición y repasando las baladas que había elegido de Sherezade. Pensé que en un local más pequeño preferirían una actuación más intimista.
Eran casi las diez en punto cuando salí del métro en Pigalle. Me asombró ver de qué forma cambiaba por la noche el ambiente de la ciudad en el barrio de ocio de la orilla izquierda. Por las decrépitas callejuelas resonaba una animada música: acordeones, violines y guitarras; voces de sopranos y contraltos; canciones en francés y en inglés. La música atronaba desde los cafés y retumbaba desde los clubes. Los extranjeros abarrotaban las calles: escandinavos, alemanes y británicos. Pero más que todos ellos juntos, había estadounidenses. Un hombre, demasiado joven para el bastón sobre el que se apoyaba, estaba hablando con un grupo de hombres y mujeres ataviados con traje de noche. Comenzaba todas sus frases con una palabra parecida a yawl, mientras que ellos terminaban todas con otra parecida a schure.
«Yawl. Schure», repetí para mis adentros mientras caminaba por el Boulevard de Clichy. Había meretrices por todas partes luciendo ceñidas faldas a pesar del frío. Pasé por delante de un bar con un cartel, «Café des Americains», sobre la puerta. La gente se sentaba en los alféizares y salía a tropel por la puerta. La música resonaba por las ventanas. Me sorprendió la energía y dinamismo de aquella melodía: un piano, una batería, una trompeta y un trombón. Sonaba como una banda de música, pero con menos orden. El cantante comenzó a cantar: «Boo-boobly-boo-boo». No hubiera sabido decir si estaba cantando en un idioma extranjero o simplemente emitiendo sonidos sin sentido, pero me gustaba cómo entonaba la voz y después volvía a cantar la nota más aguda.
El club nocturno que yo estaba buscando se encontraba fuera de la calle principal, por una callejuela que apestaba a orina de gato. Me costó trabajo localizar la puerta, pero cuando lo hice me di cuenta de que no tenía pomo. Llamé y esperé. No sucedió nada. Me pregunté si habría otra entrada desde la calle principal. Lo comprobé, pero no había. Volví a la puerta y esta vez la golpeé con el puño cerrado. Tras un minuto, se abrió y me encontré cara a cara con una mujer con el cabello peinado en un moño en lo alto de la cabeza y una barbilla que se hundía hacia el cuello.
—Estoy aquí para la audición —le dije.
La mujer señaló con el dedo pulgar por encima del hombro. Una nube de tabaco hizo que me escocieran los ojos y tardé unos segundos en detectar las sucias paredes pardas y las botellas alineadas en el mostrador. El club estaba lleno de hombres, solos o en pequeños grupos, apiñados sobre sus bebidas o juegos de cartas. Uno de ellos miró por encima del hombro y me frunció el ceño. Me volví y me encontré frente a lo que adiviné que era el escenario del local: unas cuantas tablas que se sostenían sobre un par de caballetes de aspecto frágil. La hondonada que había en el medio no me inspiraba ninguna confianza.
—¡Eh, René! —gritó la mujer a un hombre que estaba limpiando vasos tras la barra—. Tu artista está aquí.
El hombre abrió la barra sobre sus goznes y se aproximó hacia nosotras. Hice lo posible por no quedarme mirándole la barriga, que tensaba los botones de su camisa.
—En el sótano —susurró, echándome un aliento avinagrado en la cara—, la audición es allí.
Señaló un tramo de escaleras que descendía hacia una habitación poco iluminada. Si no hubiera estado tan desesperada por conseguir empleo y no me hubiera sentido tan desorientada en París, habría sentido el impulso de marcharme de allí en ese mismo instante. En su lugar, bajé a tientas las escaleras, presionando las manos contra las húmedas paredes. Cuando alcancé el último escalón, vi que toda la habitación tenía barriles alineados a ambos lados. Pensé que había bajado por unas escaleras equivocadas y entonces escuché una voz de hombre a mis espaldas.
—Ah, estás aquí.
Me volví. Sentado a un piano de pared había un anciano, tan polvoriento como el resto de la estancia.
—Deirdre se unirá a nosotros pronto —me dijo, mostrando una sonrisa llena de manchas—. Tú eres la única que se presenta esta noche.
El traslúcido rostro del hombre y sus labios exangües le daban un aspecto irreal: era como un fantasma encerrado en el sótano con su piano. De no ser por el sonido de una mesa cayéndose al suelo y por las voces ce los hombres peleándose en el piso de arriba, que me hicieron volver a _a realidad, no creo que hubiera sido capaz de pronunciar palabra.
—Tengo partituras —le dije, entregándole mis canciones.
Cogió las páginas que le di y las hojeó. Las estaba mirando al revés, pero aquello no pareció importarle.
—Merde! —Escuché el grito del propietario del local gritando en el piso de arriba.
—Muy bonito —comentó el anciano, devolviéndome las partituras—. Pero aquí tenemos nuestras propias canciones. Te cantaré la canción y luego la cantas tú, ¿vale?
Asentí.
El hombre mantuvo los dedos suspendidos sobre las teclas del piano durante un minuto antes de empezar a tocar. El piano estaba desafinado.
El rabo de mi perrito se menea,
tra la la la.
Mi casera me da la lata,
tra la la la.
Ahí está, la Torre Eiffel,
tra la la la.
Ah, París, ¿no es espectacular?
El hombre levantó las manos del teclado.
—¿Crees que puedes cantarla? —me preguntó, limpiándose la baba de la comisura de la boca—. Vamos a intentarlo. Canta conmigo.
Tocó la melodía otra vez. La canté con él lo mejor que pude mientras me retorcía las manos a la espalda. El desconcierto se reflejaba en el titubeo de mi voz.
—Bonito. Muy bonito —dijo el anciano, sonriendo—. Pero ¿qué te parece si lo haces un poco más alegre? A nuestros clientes les gusta divertirse.
Alguien hizo pedazos una botella en el piso de arriba. Algo pesado cayó al suelo. Se oyeron pisadas en las escaleras. Unos segundos después, la mujer del moño, que asumí que era Deirdre, entró en el sótano.
—¿Ya está lista? —preguntó.
El anciano asintió.
—Tiene una voz muy bonita. Muy dulce.
Deirdre echó la cabeza hacia atrás y me fulminó con la mirada.
—¿Vas a llevar eso puesto?
Me llevé la mano al vestido que Camille me había regalado.
—Sí —tartamudeé, estupefacta al descubrir el disgusto con el que contemplaba mi mejor vestido. Era más bonito que el blusón que ella llevaba.
Se metió la mano en la manga y se sacó una tarjeta.
—Si consigues el trabajo, tendrás que ponerte un vestido negro. Aquí está el nombre de nuestro modisto.
Cogí la tarjeta y asentí. Carecía de experiencia como para conocer el chanchullo que se traían entre manos los cafés conciertos de dudosa reputación. Obligaban a las artistas ingenuas con aspiraciones a comprar trajes de modistos que le entregaban al dueño del café una comisión por compra.
—¿Te sabes nuestra canción? —me preguntó Deirdre.
El anciano dejó escapar una risa espeluznante.
—Sí que se la sabe. Lo bastante bien.
—Pues vamos entonces —dijo Deirdre, haciéndome un gesto para que la siguiera—. Si pasas la audición, podrás quedarte con las propinas que hagas esta noche. Recuerda, solo cuando yo abandone el escenario tú o una de las otras chicas subís. Yo soy la estrella.
—¿Las otras chicas? —pregunté mientras seguía al enorme trasero de Deirdre escaleras arriba. Había pensado que el club solo tenía tres cantantes.
Deirdre se volvió cuando llegamos al final de las escaleras.
—Si las chicas están ocupadas hablando con los clientes, te subes al escenario y cantas. Y si no, las dejas a ellas, que llegaron antes que tú. ¿Lo captas?
Asentí, aunque no estaba segura de haberlo «captado». Me latía el corazón con tanta violencia que me dieron ganas de vomitar. Caí en la cuenta de que mi audición tendría lugar delante del público.
Deirdre señaló cuatro banquetas que habían colocado sobre el escenario y me indicó que me sentara en una a la izquierda. Hice lo que me dijo, y deslicé el bolso y el abrigo debajo del asiento. Miré al público. Entre los hombres había ahora mujeres que observaban los juegos de cartas o tomaban a sorbos sus bebidas. El hedor a cuerpos sin lavar y a ropa rancia era sofocante. Un hombre con una cicatriz que le recorría todo el lateral de la cara le chilló al camarero para que le llevara una bebida. Cuando se la sirvieron, centró su atención en mí, recorriéndome con la mirada desde los pies hasta el pecho. Contemplé el cuadro de un cerdo que colgaba en la pared posterior para tratar de evitar su mirada. Por suerte para mí, dos chicas más se subieron al escenario y tomaron asiento en las banquetas a mi lado y el hombre de la cicatriz pasó a fijarse en ellas. Una de las chicas tenía el pelo castaño y granos en la barbilla. Sus ojos estaban hinchados, como si hubiera estado llorando. La otra tenía el pelo teñido de rubio y unas cejas negras le resaltaban sobre la frente. El anciano fantasmal salió del sótano y se sentó al piano junto al escenario. Pasó los dedos por las teclas. Por suerte, aquel instrumento sí estaba afinado.
Deirdre se remangó la falda y bamboleó sus enormes pechos. Se me cayó el alma a los pies en cuanto entonó la primera nota. Su voz era un cruce entre la de un papagayo y la de una cabra, y durante la mayor parte de la canción se adelantó un par de compases a la música del piano. Mientras, sacudía las piernas y meneaba las caderas. Nadie le prestaba demasiada atención, excepto el hombre de la cicatriz en la cara, que continuaba lanzando miradas lascivas.
Estalló una discusión en una de las mesas. Un hombre con una mancha en la pechera de la camisa se giró y le gritó a Deirdre:
—¡Cállate, vaca gorda! ¡Por tu culpa no me entero del juego!
Otro hombre que estaba sentado a una mesa cerca del escenario le escupió un hueso de aceituna a Deirdre. No le dio a ella, pero me rebotó a mí en la barbilla. Me limpié la cara, incapaz de ocultar mi repugnancia. Pero si a Deirdre le preocupaba la falta de respeto que le dedicaban los parroquianos por su papel de estrella del espectáculo, no lo demostró. Continuó cantando tres canciones más, incluida una estridente versión de Valencia, en la que también interpretó una especie de baile de meneos que me recordó a una paloma picoteando la comida del suelo. Después, hizo una reverencia y se bajó del escenario.
Agradecí que las otras chicas aún estuvieran sentadas en las banquetas. La de pelo castaño se levantó y cantó Mon Paris con una voz gutural que no era demasiado mala, excepto porque no lograba sostener el tono. Aquello mantuvo contentos a los tahúres, mientras que el resto del público la ignoraba o le gritaba: «¡Canta más alto!». Incluso el hombre de la cicatriz en la cara dejó de prestarle atención para fijarse en una prostituta callejera de hombros anchos. La chica acabó su canción y se bajó del escenario, sentándose al lado del hombre que había escupido el hueso de aceituna. Él sonrió abiertamente, mostrando un hueco en donde debería haber tenido los incisivos, y le pasó el brazo por los hombros como alguien que estuviera tratando de sujetarle la cabeza a un perro rabioso.
Me volví hacia el escenario y me di cuenta de que la rubia no estaba allí —se había sentado en el regazo de uno de los jugadores de cartas— y de que el pianista me estaba haciendo gestos con la cabeza. Me bajé de la banqueta y me acerqué a la parte delantera del escenario. Me alisé el vestido y me aclaré la garganta. «El rabo de mi perrito se menea, tra la la la». Estaba tan aterrorizada que se me entumecieron las piernas y los brazos, y canté toda la canción sin moverme del sitio. Pero no me importaba fracasar en esa audición; lo único que quería era marcharme de aquel lugar con vida.
Cuando llegué al final del número, intenté regresar a mi banqueta, pero el pianista volvió a tocar la melodía otra vez y no tuve más opción que cantarla de nuevo. Para mi desgracia, todos los que no estaban jugando a las cartas se callaron y se volvieron a escucharme. «Ahí está, la Torre Eiffel, tra la la la». Mi voz sonaba como si no fuese mía porque estaba distorsionada por los nervios. Pero en comparación con las otras chicas, no cabía duda de que era buena. El hombre de la cicatriz en la cara aplaudió.
—¡Cántala otra vez! —me gritó.
Una mesa de gente que estaba compartiendo una botella de vino se unió al aplauso. Uno de los hombres dio un paso adelante y echó unas monedas en el bote que había sobre el piano. El resto de los hombres de su mesa hicieron otro tanto. René levantó la vista de la barra y guiñó un ojo. El pianista me susurró:
—Les gustas. Eres realmente buena.
Durante un momento, todo pareció ir bien. No quería volver a poner un pie en aquel antro, pero esa noche al menos ganaría dinero como para comprarme un vestido nuevo o una alfombra para el suelo. Canté otra vez la cancioncilla, pero esta vez con más atrevimiento, y elevé la voz para que sonara por toda la estancia.
Un hombre con la nariz rota que estaba jugando a las cartas se volvió y gritó:
—¿Alguien puede hacer que esa puta se calle? ¡No puedo pensar!
—¡Eso! —dijo su acompañante femenina arrastrando las palabras—. ¡Apesta!
—¡No tanto como tú, zorra! —le gritó el hombre de la cicatriz en la cara—. ¡Tú sí que apestas a pescado podrido!
Algunos integrantes del público se echaron a reír. El hombre de la nariz rota corrió hacia la barra y agarró al de la cicatriz por el cuello. Pero su víctima era demasiado rápida: antes de que el de la nariz rota pudiera estrangularlo, el de la cicatriz le propinó un puñetazo en el estómago. Después de ese, vinieron más golpes. Los amigos del de la nariz corrieron en su ayuda. El propietario retiró las botellas del mostrador justo a tiempo. Los jugadores de cartas cogieron al hombre de la cicatriz y lo lanzaron por encima de la barra contra el espejo. Sus acólitos respondieron cogiendo sillas y estampándolas en las espaldas de los tahúres.
El pianista me sonrió y continuó tocando mi canción. Me quedé en la parte delantera del escenario por miedo a moverme. Algo puntiagudo me pinchó en el estómago. Miré hacia abajo. El hombre que había escupido el hueso de aceituna me estaba apretando una navaja contra las costillas. Tenía los ojos inyectados en sangre. Miré fijamente su boca cavernosa y sus labios de color rojo rubí. Estaba segura de que me iba a matar sin ninguna otra razón que por entretenerse un rato.
—Vete de aquí, puta —me dijo—. Graznas como un pájaro moribundo y no le gustas a nadie.
Proferí un chillido y traté de bajarme del escenario, pero mis pies no se movían del sitio. El hombre asestó una puñalada imaginaria con la navaja y aquel gesto me impulsó a moverme. Cogí el bolso y el abrigo, salté al suelo y corrí entre la multitud, esquivando las botellas y sillas que volaban por los aires. Salí corriendo por la puerta y continué por el bulevar, casi derribando a la gente, aterrorizada por escapar de allí. Solo me paré a recuperar el aliento una vez que hube alcanzado las intensas luces de la estación de métro.
De vuelta en mi glacial apartamento en Montparnasse, me tiré sobre la cama, me cubrí la cabeza con la almohada y me eché a llorar.
A la mañana siguiente, los acontecimientos de la noche anterior comenzaron a parecer una especie de sueño trastornado. Me imaginaba ante mí una sucesión de rostros grotescos con cicatrices, narices rotas, dentaduras melladas y gruesas papadas, y todavía sentía la afilada navaja presionando contra mi piel. ¿Realmente había ocurrido algo de todo aquello? Me resultaba difícil creer que un agente serio pudiera enviar a nadie a un local así, de tan dudosa reputación, por eso fui caminando hasta la Rue Saint Dominique con la intención de hacérselo saber a monsieur Etienne.
Para mi sorpresa, fue el propio monsieur Etienne, y no mademoiselle Franck, el que contestó a mi impaciente llamada al timbre.
—Bueno, ¿qué es lo que ocurre? —me preguntó, haciéndome pasar a la recepción—. Algo ha sucedido. Lo sé por la expresión de su rostro. Y además, no acudió usted a la audición de ayer por la noche.
—¡Claro que fui!
Monsieur Etienne arqueó las cejas y me hizo un gesto para que tomara asiento.
—¿Qué sucede, mademoiselle Fleurier? —me preguntó, cruzándose de brazos—. No se presentó usted a la audición en el Café des Singes ayer por la noche, y yo ya le había hablado de usted a la encargada. Me llamó esta mañana para preguntarme por qué no había aparecido usted.
—¡Pero si estuve allí! —insistí.
Le describí mi audición, incluyendo las banquetas y que solo nos iban a pagar mediante las propinas. Monsieur Etienne palideció cuando le conté que me habían amenazado con una navaja en las costillas.
—Nunca había oído una cosa semejante —exclamó, mirándome como si estuviera tratando de averiguar si estaba loca—. Nunca enviaría a una dienta mía a un sitio como ese.
Lo interrumpió el sonido de la llave en la cerradura. Mademoiselle Franck entró tranquilamente en la habitación con una pila de correspondencia bajo el brazo. Estaba aún más chic que la primera vez que la había visto: llevaba un vestido de georgette con zapatos de piel de cocodrilo.
—¿Qué sucede? —preguntó, mirándonos alternativamente a monsieur Etienne y a mí.
Monsieur Etienne repitió lo que yo le había contado sobre la audición de la noche anterior y ella se quedó con la boca abierta.
—Pero, mademoiselle Fleurier —me dijo, haciendo un gesto con la mano, provocando que su fragancia de flor de azahar flotara por el aire—, el lugar que usted describe no se parece en nada al Café des Singes. Monsieur Etienne y yo conocemos a la encargada desde hace años. Regenta un establecimiento con mucha clase. Por eso pensamos que, con su voz, tendría posibilidades allí.
—¿Encargada? —repetí—. El club nocturno en donde estuve ayer por la noche tenía un encargado y un pianista. A menos que, por supuesto, se esté usted refiriendo a Deirdre.
—¿Deirdre? —Mademoiselle Franck frunció el entrecejo y se volvió hacia monsieur Etienne—. El nombre de la encargada es madame Baquet.
Rebusqué en mi bolso y saqué el programa de audiciones.
—Miren, aquí es donde fui anoche a las diez en punto. El encargado era un hombre. Se llamaba René.
Mademoiselle Franck me cogió el papel de las manos.
—¿El número doce? —murmuró, corriendo a su escritorio y consultando su tarjetero.
Encontró lo que estaba buscando y profirió un grito mientras sus mejillas se teñían de carmesí.
—Mais non! —exclamó, levantando en el aire una tarjeta—. El número de la calle del Café des Singes es el veintiuno. Las cifras estaban al revés. ¡Ha sido un error tipográfico!
—El número veintiuno está al otro extremo del Boulevard de Clichy —aclaró monsieur Etienne, pasándose la mano por la frente—. Parece que el sitio al que usted fue era un café concierto.
Nos quedamos allí, los tres, mirándonos unos a otros. El rostro de mademoiselle Franck se ruborizó aún más, incluso se le coloreó el dorso de las manos. Pensé en el pianista fantasmal, en Deirdre llamándose a sí misma «estrella», en la horrorosa clientela y en los ojos enloquecidos del psicópata que me amenazó con la navaja. Allí no era donde tendría que haber estado. Seguramente había hecho la audición de una cantante que no llegó a presentarse. La coincidencia era tan horrible que resultaba graciosa: me eché a reír y no pude parar. Por un momento, mis preocupaciones por el dinero y el frío me parecieron absurdas. Traté de decir algo, pero monsieur Etienne tenía pintada una expresión tan perpleja en el rostro que me hizo doblarme de la risa.
—Ah —resopló monsieur Etienne, estirándose la chaqueta y tratando de restablecer el decoro—, mademoiselle Fleurier ojalá todo el mundo se tomara los errores con tanta afabilidad como usted. —Amagó una sonrisa—. No tengo ni idea de qué decir o de cómo disculparme. ¿Quizá podríamos mi sobrina y yo compensarla invitándola a comer?
Monsieur Etienne y mademoiselle Franck vivían en un apartamento dos edificios más abajo en la Rue Saint Dominique. La sirvienta nos recibió en la puerta.
—Tenemos una invitada para comer, Lucie —le anunció monsieur Etienne—. Espero que esto no le suponga un problema…
La sirvienta negó con la cabeza y alargó la mano para recoger nuestros abrigos y bufandas. Era joven, quizá solo tenía diecinueve años, pero sus codos estaban llenos de bultos y lucía un vientre rechoncho propio de una matrona.
Igual que la recepción de su despacho, el apartamento de monsieur Etienne era elegante pero de tamaño reducido. Nos lavamos las manos por turnos en un baño que era de las dimensiones de un armario, con la grifería de color malva y el papel de las paredes estampado con jacintos. Después pasamos por una sala, donde me miré un momento en un espejo y me desesperó ver lo despeinado que tenía el cabello a causa del viento, y finalmente llegamos al salón, donde las cortinas suavizaban la vista de una pared llena de tuberías.
—Hace calor aquí dentro —comentó monsieur Etienne abriendo la ventana, que emitió un crujido.
Con la estufa, la chimenea y el humeante festín que nos había preparado Lucie en la mesa, hacía bochorno dentro de la habitación, pero a mí me gustaba así. Era la primera vez en varios días que sentía que entraba realmente en calor.
Monsieur Etienne nos indicó que nos sentáramos mientras Lucie nos servía la sopa de una sopera. Había un cuadro detrás de él que me llamó la atención porque no casaba con la decoración formal del resto del apartamento. Representaba a un grupo de parroquianos saliendo del Moulin Rouge. Las líneas no eran rectas, los rostros estaban exagerados y los colores no eran realistas. Entonces no sabía lo bastante de pintura como para comprender demasiado sobre las dimensiones y la perspectiva, pero las personas de aquel cuadro parecían estar en movimiento. Casi podía oírlas charlar sobre el espectáculo que acababan de presenciar. Monsieur Etienne se dio cuenta de que lo estaba mirando.
—Ese es uno de los de Odette —explicó, señalando a mademoiselle Franck—. Sus padres viven en Saint Germain en Laye, que está demasiado lejos como para que acuda todos los días a sus clases de pintura, así que se queda aquí conmigo y me ayuda en el despacho.
—Me gusta —afirmé.
—Le he dicho a Odette que tiene que hablar con un marchante de arte que conozco —dijo monsieur Etienne—. Tiene talento.
Mademoiselle Franck se comió una cucharada de sopa.
—No me importa que mis cuadros no se expongan en galerías —comentó—. Lo único que me gusta es pintarlos.
—La ambición de mi sobrina es casarse —puntualizó monsieur Etienne, con un suspiro.
—Y la de mi tío es impedirlo —replicó mademoiselle Franck.
Ambos se rieron alegremente del otro.
El plato principal era pollo asado. La fragancia ambarina de la salsa de mantequilla se me fundió en la boca. Aquella era mi primera verdadera comida en París.
—¿Qué pasó en el Folies Bergère? —me preguntó monsieur Etienne cuando Lucie retiró los platos—. Sé que no consiguió usted el papel, pero ¿cómo fue la audición?
Le conté que monsieur Derval había dicho que yo no era lo bastante bonita para el Folies Bergère.
Monsieur Etienne encendió un cigarrillo y se recostó en su asiento.
—No —repuso, tras pensarlo durante un momento—. Usted es una hermosa muchacha con una bonita figura. A monsieur Derval no le entusiasman los estereotipos y usted tiene el toque exótico que le suele gustar incluir entre sus rubias y pelirrojas. Creo que esta vez su decisión ha tenido más que ver con que el espectáculo presentará a coristas inglesas con un aspecto muy particular. La enviaremos a las audiciones del próximo espectáculo y veremos qué pasa. Mientras tanto, tenemos que encontrarle un trabajo, ¿no es así?
—Creo que el Café des Singes será el sitio perfecto para usted —me dijo mademoiselle Franck, pasándome la crema para el café—. Le gustará madame Baquet. A todo el mundo le gusta.
—Está buscando a alguien que pueda cantar en el turno de las dos de la mañana un par de veces por semana —me explicó monsieur Etienne—. Con eso pagará usted el alquiler y podrá mantener ese trabajo incluso cuando consiga algo en el teatro. Muchas chicas lo hacen y ganan mucho dinero. Desgraciadamente, se lo gastan igual de deprisa.
Mademoiselle Franck puso los ojos en blanco.
—Mi tío siempre les dice a sus clientes que tienen que ahorrar un tercio de lo que ganen. A mí me hace lo mismo. Solo que yo no llego a ver ese tercio antes de que él lo ingrese en un banco en Suiza.
Monsieur Etienne se encogió de hombros.
—Si es inteligente, usted hará lo mismo, mademoiselle Fleurier. La juventud, la belleza y la popularidad no duran para siempre. He visto demasiadas buenas mujeres utilizadas por los hombres y maltratadas por la vida acabando sus días en hoteles de mala muerte.
Recordé la primera vez que había visto a monsieur Etienne en mi camerino de Marsella. Entonces me había intimidado, pero ahora me di cuenta de que la opinión que me había formado sobre él no era correcta. Sentado en su comedor no resultaba tan imponente ni arrogante. Mademoiselle Franck tenía suerte de ser su sobrina, pues tenía todo lo que un buen tío debía tener: era sofisticado, sensato y amable.
—¿Qué tiene pensado cantar para su audición? —me preguntó monsieur Etienne.
Le hablé sobre las baladas de Sherezade y él negó con la cabeza.
—Eso es demasiado teatral para madame Baquet. Querrá algo más personal. ¿Qué más tiene?
Le expliqué que no tenía partituras. Me preguntó cómo había conseguido el papel de Sherezade y cuando le expliqué la historia de Zephora, abrió los ojos como platos por el asombro.
—No me había dado cuenta de que no tenía usted experiencia en audiciones. Odette y yo la acompañaremos a la audición en el Café des Singes cuando volvamos a fijarla. Mientras tanto, ella puede llevarla a comprar partituras. No se preocupe por el dinero. Podemos arreglarlo más tarde, cuando empiece a trabajar.
Comprendí que monsieur Etienne no entablaba amistad con todos sus clientes, era demasiado profesional para eso. Y aun así, cuando me sonrió y me estrechó la mano antes de que mademoiselle Franck y yo nos dirigiéramos a la puerta, noté que sí nos habíamos hecho amigos.
Mademoiselle Franck me llevó a una tienda de música en la Rue de l’Odéon. Compramos dos canciones populares a tres francos cada una, un par de canciones que se cantaban típicamente en los clubes y una de la cesta de descuentos en la parte trasera de la tienda. Hojeé las páginas amarillentas. La canción se titulaba: Es a él a quien amo.
—Puede arreglarla usted como quiera y darle su toque personal —me explicó mademoiselle Franck, entregándole las partituras al dependiente y abriendo su monedero.
Miré la letra de la canción.
Es a él a quien amo,
aunque está lejos.
Es a él a quien amo,
pero debería vivir al día
Había asimilado con mucha facilidad los superficiales números de Sherezade, pero me preguntaba si iba a ser capaz de cantar convincentemente sobre corazones rotos cuando nunca me había enamorado ni desenamorado.
—¿Cómo de rápido cree usted que puede aprendérselas? —me preguntó mademoiselle Franck cuando salimos a la calle.
—Puedo aprenderme las letras hoy mismo —le respondí—, pero ¿cómo me las voy a apañar con la melodía? No sé leer música.
—La mayoría de nuestros cantantes no saben —replicó mademoiselle Franck, ajustándose la bufanda y poniéndose los guantes—. En el apartamento debajo del nuestro vive un profesor de piano. No nos quejamos por el ruido que hacen sus estudiantes y a cambio él les hace descuento a nuestros clientes para sesiones de práctica. Le reservaré una cita con él si lo desea.
Mademoiselle Franck sugirió que nos tomáramos un chocolate caliente en el café contiguo a la tienda de música. El establecimiento estaba abarrotado de gente y tuvimos que abrirnos paso entre piernas y codos para llegar hasta una mesa cerca del mostrador. Me fijé en el modo en el que los hombres miraban a mademoiselle Franck: no era la manera lujuriosa en la que observaban a Camille, sino que le dirigían miradas de admiración. Era muy bonita a la vista, su manera de andar era bonita, su voz era bonita… Estar con ella me daba ganas de ser bonita yo también.
Aquel café era un lugar modesto, con paredes blancas y suelos pulidos. Los únicos elementos decorativos eran las ornamentadas cúpulas de cristal que cubrían los pasteles y dos lámparas de araña de bronce que colgaban del techo.
—Ambas tienen diferentes diseños grabados en el cristal —observó mademoiselle Franck, mirando con ojos entrecerrados los cristales esmerilados de las lámparas—. La que tenemos encima tiene un dibujo de olivos y la otra es de guirnaldas.
—Tiene usted razón —asentí, impresionada por su ojo para el detalle. Yo no habría notado la diferencia si ella no me lo hubiera indicado.
Pensé en la canción que habíamos comprado. «Es a él a quien amo, aunque está lejos. Es a él a quien amo, pero debería vivir al día».
—¿Ha estado usted enamorada alguna vez, mademoiselle Franck? —le pregunté.
Se ruborizó.
—Ahora lo estoy —me respondió, presionando las palmas de las manos contra sus mejillas para enfriarlas—. Se llama Joseph. Trabaja en una tienda de muebles de lujo. Antigüedades, maderas raras, ese tipo de cosas.
Pensé en la conversación telefónica que había escuchado el primer día que estuve en el despacho y le sonreí.
—O sea, que él también tiene cualidades artísticas, como usted, ¿no?
Mademoiselle Franck bajó la mirada, amagando una sonrisa.
—A ambos nos gustan las cosas hermosas, aunque Joseph no tiene dinero. Dice que debemos esperar hasta que abra su propio negocio antes de que podamos casarnos. —Levantó la mirada, frunciendo el ceño con expresión preocupada—. Por eso debe prometerme que no se lo contará a mi tío, mademoiselle Fleurier —me dijo, cogiéndome de la mano—. Joseph es un buen muchacho judío y no hay razones para que mi tío no lo apruebe. Pero a veces se comporta como un esnob y Joseph no es ningún intelectual. Tenemos que esperar hasta que llegue el momento oportuno, o si no mi tío pondrá a mis padres en nuestra contra.
«Esto debe de ser amor verdadero —pensé—: Cuando eres capaz de percibir los defectos de la otra persona, pero la quieres de todas maneras». Yo a mi vez también le apreté la mano.
—No lo mencionaré mientras usted no lo haga —le prometí.
El camarero anotó nuestro pedido y unos minutos más tarde volvió con nuestros chocolates calientes. Aspiré el aroma almendrado que ascendía flotando desde la cremosa superficie y sorbí el líquido aterciopelado con tanto placer como un gato lamiendo un platillo de leche.
—Estoy segura de que lo hará usted muy bien en el Café des Singes —me aseguró mademoiselle Franck, removiendo su chocolate—. Mi tío suele tener buen criterio sobre las posibilidades de triunfo de sus clientes. Le juro que lo hace todo por intuición más que por lógica, aunque él le dirá lo contrario. Él siempre dice que independientemente de lo brillante que alguien parezca ser en la superficie o de lo buena que sea su voz, en el fondo tienen que ser trabajadores y tomarse las cosas con seriedad. En todo caso, así es como la describió a usted.
Sonreí. Nunca me habían descrito como «trabajadora y seria» cuando vivía en la finca. Quizá por fin había encontrado mi vocación.
—El público del Café des Singes es sofisticado —continuó mademoiselle Franck—. Algunos franceses y muchos extranjeros. Pero no turistas. La mayoría son escritores estadounidenses, fotógrafos alemanes y pintores rusos. Esperarán mucho de usted, pero le darán su apoyo a cambio.
Le expliqué que solo había conocido dos tipos de público: los pertenecientes a la alborotadora clase trabajadora marsellesa y el público que había tenido la desgracia de padecer durante la audición de la noche anterior.
—No estoy segura de ser lo bastante refinada como para el Café des Singes —le confesé.
—¡Oh, pues claro que lo es! —replicó mademoiselle Franck, dejando sobre la mesa el vaso—. Mucho más de lo que usted piensa. Pero me gustaría hacerle una sugerencia, si no le importa.
—No me importa en absoluto —le aseguré.
—Tiene usted unos ojos y unos pómulos preciosos, pero su belleza queda reducida por culpa de su peinado. Creo que debería llevar el pelo corto. Sería mucho más chic y a madame Baquet le encantaría.
No podía pasar por alto un consejo de belleza de alguien tan elegante como mademoiselle Franck.
—Sí, debería —le dije—, pero no tengo aquí a nadie que me lo corte. Mi madre solía arreglarme el pelo en casa.
Mademoiselle Franck negó con la cabeza.
—Tiene usted que acudir a una peluquería profesional. No querrá acabar pareciendo un muchacho. Puedo llevarla a mi salón de belleza, si lo desea. Podemos ir ahora mismo.
Cogimos el métro en Tuileries y, aunque el aire que soplaba era glacial, caminamos por la Place Vendôme porque mademoiselle Franck insistió en que debía verla. La enorme plaza estaba rodeada de edificios con frontones y columnas clásicos. Mademoiselle Franck me dijo las marcas de los automóviles aparcados alrededor de la Columna Vendôme en el centro de la plaza:
—Ese es un Rolls-Royce, ese, un Voisin, y ese otro es un Bugatti. —Después me cogió del brazo y señaló el escaparate de una joyería—. ¡Mire eso! —exclamó.
Casi se me salieron los ojos de las órbitas cuando vi el busto de terciopelo engalanado con diamantes: ¡diamantes de verdad! Diminutos focos se reflejaban en un espejo detrás del busto y aumentaban el efecto ilusorio de las joyas. Junto a la joyería había un modisto. Los maniquíes del escaparate llevaban puestos vestidos de crêpe de Chine con mangas ajustadas y botones dorados.
—Ese de ahí es el hotel Ritz —me explicó mademoiselle Franck, señalando un suntuoso edificio a la izquierda de la plaza.
La opulencia de todo lo que me rodeaba me produjo pánico.
—Mademoiselle Franck, no creo que pueda permitirme un corte de pelo en su peluquería.
—Por favor, llámame Odette —me respondió, entrelazando su brazo con el mío y tirando de mí—. Yo invito al corte de pelo. Quería que vieras Vendôme porque aquí es donde comprarás cuando seas rica y famosa. Cuando actúes en el Casino de París, podrás devolverme el favor.
El salón de belleza de madame Chardin estaba en la Rue Vivienne. Aunque no era la Place Vendôme, solo con ver los adornos dorados y el mostrador de recepción de mármol comprendí por qué monsieur Etienne retenía un tercio del sueldo de Odette. Las dientas no estaban agrupadas, como los hombres en las barberías. Cada mujer se ubicaba en un cubículo individual creado con pantallas de seda japonesa. Alcancé a ver a una dienta con un perro pequinés sobre el regazo y la cabeza llena de rulos. En el cubículo contiguo una chica vestida con un uniforme blanco le estaba haciendo un peinado ahuecado alto a otra mujer.
—¡Bonjour, mademoiselle Franck! —saludó una mujer que llevaba un vestido marrón con un broche de perlas con forma de pavo real.
Caminó lentamente por el suelo embaldosado y saludó a Odette besándola en las mejillas. La mujer tenía cerca de cuarenta años con el cabello castaño liso dividido por una raya desde la frente y la longitud de su melena aumentaba gradualmente desde la nuca hasta la barbilla.
—Bonjour, madame Chardin —le contestó Odette—. Quiero que haga usted algo maravilloso con el pelo de mi amiga.
Madame Chardin me contempló fijamente. Al lado de Odette, yo debía de tener un aspecto lamentable con mi vestido provinciano y mi abrigo desgastado, pero madame Chardin tuvo la consideración de no demostrarlo.
—Por supuesto —dijo, dando una palmada—. Lo puedo hacer yo misma porque en este momento estoy libre.
Madame Chardin nos condujo hasta un cubículo en el extremo final del salón. Se puso una bata blanca de peluquera y colocó varias botellas y peines en una bandeja. La contemplé con curiosidad. La mayoría de las mujeres de su edad empezaban a adquirir aspecto de matronas, pero gracias a su estilizada figura y su actitud efervescente, madame Chardin mantenía un aire juvenil. Odette tomó asiento mientras madame Chardin me colocaba en una banqueta. Cogió un peine y lo introdujo en mi cabello enredado. En lugar de sorprenderse porque fuera ingobernable, madame Chardin pareció sentir una emoción creciente con cada mechón que me desenredaba. Probablemente no se le solían presentar desafíos como este muy a menudo. Yo debía de ser para madame Chardin lo que África representaba para un explorador.
Cuando terminó de peinarme, me echó el pelo hacia atrás, dejándome la cara despejada, y trazó una silueta en el espejo con el dedo.
—Buenos pómulos —murmuró—. Una boca bonita y una mandíbula fuerte. No nos interesa algo demasiado corto. Lo que necesita es un leve flequillo y algunos rizos para enmarcar el rostro.
—¡Exacto! —animó Odette, inclinándose hacia delante en su asiento y estrechándose las rodillas.
Madame Chardin seleccionó unas tijeras y cortó mechones de aproximadamente veinticinco centímetros de longitud, echándolos en una cesta a sus pies. Tragué saliva al darme cuenta de lo que me estaba sucediendo. Ni siquiera recordaba haber llevado el pelo corto nunca. Si aquel estilo resultaba ser un desastre, no tenía idea de cuánto tardaría en volver a crecerme.
—Tienes un color intenso —comentó madame Chardin—. Mi marido tuvo una vez un caballo de carreras que…
Tintineó la campanilla del mostrador de recepción y una voz retumbó por todo el establecimiento.
—¿Puede alguien ocuparse de mi pelo? Tengo prisa.
Nos volvimos para ver a una muchacha que estaba junto al mostrador de recepción. Llevaba un sombrero cloché, un vestido malva con enormes flores tropicales bordadas en él y unos zapatos brocados. Una de las ayudantes de madame Chardin saludó a la mujer y la condujo a un cubículo.
Madame Chardin continuó cortándome el pelo, pero se inclinó hacia nosotras para susurrarnos:
—Me gustan esas chicas estadounidenses. Siempre dicen lo que piensan y se divierten mucho. Pero, oh la la!, ¡no tienen ni la menor idea de cómo vestir!
—Tantos colores sobre una muchacha tan corpulenta no resultan favorecedores —asintió Odette.
—Esperemos que nadie la confunda con un sofá —dijo madame Chardin y guiñó un ojo—. Bueno, yo no aprendí a vestir correctamente hasta que me casé.
—Cuéntele a Simone la historia de mademoiselle Chanel —le instó Odette.
Madame Chardin estiró mi cabello entre sus dedos.
—Cuando mi marido y yo nos mudamos de Biarritz para abrir mi salón aquí, me ponían nerviosa las mujeres parisinas y estaba desesperada por agradarles. Una de mis primeras dientas fue mademoiselle Chanel, la couturière cuya boutique está a la vuelta de la esquina en la Rue Cambon. Fue una de las primeras mujeres que se arregló el pelo para llevarlo corto y acudió a mi salón porque sus dientas de Biarritz le habían dicho que yo era buena.
»Un día, llegó con un humor de perros porque había discutido con unas de sus compradoras. No le gustó el cubículo en el que la emplacé, se quejó de que mis manos estaban demasiado frías, de que la silla estaba demasiado baja y de que le hacía daño en la espalda. Mientras ella se encontraba en el secador, tuve que escabullirme y beber un sorbo de fine á l’eau para lograr que mis manos dejaran de temblar. Cuando volví, estaba despotricando sobre lo horrorosas que eran las estadounidenses vistiéndose y sobre que no se les podía enseñar nada. “Nosotros somos el país de la circunspección —se quejó—. Y ellos exageran en exceso”.
»Aquel día, al saber que vendría mademoiselle Chanel, me había puesto mi mejor vestido y creía que tenía un aspecto tres chic. No me puse la bata de peluquera, como normalmente hago, porque quería impresionarla. Con el mal humor que tenía, no se dio cuenta de nada, así que traté de seguirle la corriente y le pregunté: “¿Y cómo vestiría usted a las estadounidenses, mademoiselle Chanel?”.
»Se puso en pie de un salto y me quitó las tijeras de las manos, con los ojos echándole chispas. Durante un terrorífico momento pensé que había perdido la cabeza y que me iba a cortar el pescuezo. Dirigió las tijeras hacia mí y le pegó un tijeretazo a los adornos del cuello de mi vestido. Después, antes de que pudiera darme cuenta de lo que estaba haciendo, cortó el encaje de la cintura y los volantes de las mangas. Lo único que me dejó fue el ramillete de gardenias que llevaba en la solapa. Me había arruinado un vestido de cuatro mil francos.
»“Ya está —dijo, haciendo caso omiso de las lágrimas en mis ojos—. Quite siempre de en medio, redúzcalo todo. ¡No añada! Las estadounidenses siempre llevan demasiado de todo”.
—¡Pero qué espanto! —exclamé, incapaz de imaginarme qué aspecto tendría un vestido de cuatro mil francos—. ¡Qué mujer más horrorosa! ¿Le pidió usted que le pagara el vestido?
—Ma chérie —respondió madame Chardin, echándose a reír—, aquella fue la mejor lección que me dieron en mi vida. Los complementos no deben tener otro propósito que resaltar la sencillez.
Miré fijamente a madame Chardin. Estaba hablando un idioma que yo no entendía.
—Yo pensaba que los complementos eran para hacer que las cosas fueran bonitas.
—Mire esto —dijo madame Chardin, dando un paso atrás y abriéndose la bata para mostrarnos su vestido y su elaborado broche—: El corte tiene que ser simple y perfecto. Después se elige algún complemento de manera que destaque, como un diamante o un trozo de terciopelo. Las estadounidenses nunca se deciden entre un par de zapatos rojos, un collar de perlas africanas o una pulsera de jade…, ¡sino que se lo ponen todo junto! Sin embargo, para tener estilo, hay que saber dónde parar. Elija un complemento, ¡solo uno! Ese es el secreto para tener un aspecto chic.
Cuando madame Chardin terminó de cortarme el pelo, calentó un rizador e hizo ondas en los bucles que me salieron a los lados y en las puntas. Contemplé mi reflejo, incapaz de asimilar la transformación. Me sentía aturdida, pero satisfecha. Me imaginé a mí misma bebiendo café crème en la Rotonde. Podía ir a cualquier sitio de París con un peinado así.
—¡Dios mío! —exclamó Odette—. ¡Estás despampanante! ¡Espera a que te vea mi tío!
En el exterior, el cielo se había encapotado y estaba empezando a caer aguanieve.
—Cogeremos un taxi —dijo Odette, haciendo un gesto con la mano para llamar a uno.
El coche se detuvo y me subí a él después de Odette.
—A las Galerías Lafayette —le dijo Odette al conductor.
—¿Por qué vamos a las Galerías Lafayette? —le pregunté.
Odette puso los ojos en blanco.
—A buscar el vestido nuevo que necesitas para que vaya a juego con tu peinado.
Si algo quedó claro aquel día fue que Odette y yo éramos tal para cual en cuanto a la falta de sentido práctico. Yo vivía en una habitación sin calefacción y con un fino colchón. Necesitaba una alfombra en el suelo y cortinas en las ventanas para evitar que entrara si frío exterior o pronto me moriría de una pulmonía. Pero, en lugar de eso, pagué todo el dinero que tenía por un vestido negro, sabiendo que si se lo hubiera enseñado a mi madre y a tía Yvette habrían contemplado su corte recto, el cuello de pico, el terciopelo de las mangas y la elegante tela de crêpe de Chine y me habrían preguntado: «¿De quién es el funeral?».