8

Llegué a París en febrero de 1924, donde me recibieron un cielo gris y una humedad en el ambiente que no lograron desanimarme. Permanecí de pie en el andén de la Gare de Lyon, contemplando a los mozos de estación que iban de aquí para allá cargando sus carritos con el equipaje de mujeres ataviadas con estolas de zorro plateado y hombres con sombreros y guantes de gamuza. Me ardían las aletas de la nariz por el hollín del tren y me zumbaban los oídos con las emocionadas voces de amantes abrazándose, familias reuniéndose y hombres de negocios estrechándose la mano. No conocía a nadie en la ciudad aparte de a monsieur Etienne, que había contestado a la carta de Bernard para aconsejarme que viniera a París con suficiente dinero como para mantenerme un mes. Pero sentía el corazón henchido por la certeza de que mi vida iba a cambiar para siempre.

Examiné las instrucciones garabateadas que monsieur Etienne me había enviado para indicarme cómo llegar, con el métro, hasta su oficina en la orilla izquierda del Sena. Sin embargo, me descorazoné al ver la cola que serpenteaba frente a las taquillas y las multitudes que entraban y salían dándose empujones. Al menos en el tranvía de Marsella podía ver adónde me dirigía. Necesitaría tiempo para acostumbrarme a la idea de viajar bajo tierra. Abrí el monedero y comprobé los francos que llevaba, aunque sabía perfectamente cuánto dinero tenía, y después busqué la cola de los taxis. París merecía que la viera por primera vez en taxi, aunque tuviera que saltarme cuatro comidas para permitírmelo. Uno de los revisores del tren me indicó que estaban en la salida principal. Mi despilfarro del «primer día en París» no incluía darle propina a un mozo, así que arrastré mi baúl, tirando de las correas, hacia la entrada de la estación. Cuando abandoné la finca para marcharme a Marsella solo llevaba ropa. Pero para París, tía Yvette había insistido en que también me llevara sábanas y otros utensilios domésticos. Quería que ahorrara dinero, pero el dolor en los brazos y los hombros por tener que llevar a rastras el baúl me hizo comprender que ahorrar podía llegar a ser una carga.

Solo había dos hombres y una joven pareja esperando para coger un taxi y no pasó mucho tiempo hasta que uno se paró junto a mí.

—Rue Saint Dominique —le dije al conductor, que se apeó del taxi para ayudarme con el equipaje.

Introdujo mi baúl en el maletero e hizo una mueca.

—¿Pardon, mademoiselle?

Repetí mi destino y cuando vi que seguía sin entenderme, le mostré la tarjeta en la que venía escrita la dirección.

Ab, oui —exclamó, tocándose la gorra—. Usted debe de ser del sur. Por eso no la comprendía.

Me pregunté entonces cómo era posible que yo sí le entendiera a él.

El calor en el interior del taxi era como un refugio desde el que podía contemplar el centelleante mundo del exterior. Estiré el cuello todo lo que pude para admirar los vistosos edificios con sus enrejados de hierro forjado y sus tejados inclinados. París era más sombría que Marsella, pero también más elegante. Marsella se me había quedado grabada en la mente por sus tonalidades turquesa y amarillo girasol, mientras que las de París eran más perla y nácar. La ciudad tenía algo de funerario, con aquellos bulevares bordeados de plátanos desnudos y los adoquines brillantes y resbaladizos. De hecho, pasamos por delante de varias tiendas que vendían urnas, tumbas y ángeles de mármol; muchas más que las que había visto jamás en el sur. Pero no había venido a París a morirme, así que enseguida imágenes más optimistas de la ciudad captaron mi atención. Pasamos por delante de calles llenas de tiendas. Un tendero salió de su establecimiento y miró esperanzadamente arriba y abajo de la calle. Se sopló en el hueco de las manos y llamó la atención de un grupo de mujeres con bufandas y abrigos que pasaban por la acera. Ellas le devolvieron el saludo y se detuvieron para inspeccionar los puerros y las patatas. En la tienda contigua, una florista se afanaba en ordenar las flores del escaparate. Los jacintos y las campanillas tenían un aspecto tan vivo y apetecible como el de las zanahorias y las espinacas de la tienda vecina. Me encantó ver a ambos comerciantes concentrados en sus negocios cotidianos, eran como dos rayos de luz en un día nublado.

Mi alegría se duplicó cuando pasamos junto al suntuoso Louvre y, de nuevo, cuando minutos más tarde volvimos a cruzar las aguas pardas del Sena. La emoción me coloreó las mejillas. «Ya estoy aquí —pensé—, por fin estoy aquí».

Los parisinos se habían echado a la calle en la orilla izquierda. Hombres de dos en dos caminaban por las aceras ataviados con trajes azul marino y bufandas color beis, y sus lustrosos zapatos brillaban intensamente. Las mujeres llevaban abrigos con cinturones ajustados a las caderas, cuellos con solapa o encajes en las mangas con ribetes rusos. Yo pensaba que tenía un aspecto elegante con la falda plisada y el abrigo de lana de tía Yvette, pero en comparación con la gente del exterior, mi apariencia era tan monótona como la de una paloma entre pavos reales.

A pesar del frío, en la mesa de la terraza de un café se arremolinaba un grupo de hombres en torno a un brasero, paladeando sus cafés crèmes como si estuvieran bebiendo el coñac más exquisito. La manga vacía de uno de los hombres estaba abotonada a la altura del hombro, las muletas de otro se apoyaban contra su silla. Incluso al camarero que les atendía le faltaba una oreja. Había visto a muchos heridos de guerra en Marsella, pero en París vería a cientos más. A mí me hacían pensar en mi padre; para los demás eran un recordatorio de los horrores de la guerra en un país que deseaba olvidar.

—Rue Saint Dominique —anunció el taxista, aparcando frente a un edificio con enormes ventanas de marcos tallados y un tejado azul inclinado.

No le regateé el precio de la carrera, aunque era el doble de lo que yo había anticipado y, además, le di al taxista una buena propina. «Pronto estaré ganando mucho dinero», me dije para mis adentros mientras salía a la calle e inhalaba por primera vez el aire de París.

La puerta principal era de roble y tenía un aspecto tan macizo como el del ataúd de un presidente. No tenía ninguna aldaba ni campana, así que empujé la puerta con una mano y tiré de mi baúl con la otra. Mis ojos tardaron unos instantes en ajustarse a la penumbra del vestíbulo. En el extremo opuesto del portal estaba la portera, tricotando. A pesar del ruido que hice al arrastrar mi baúl y del golpe que dio la puerta al cerrarse, no levantó la vista de su labor.

Pardon, madame —saludé mientras me alisaba la falda y el abrigo—. Estoy buscando a monsieur Etienne.

La mujer me dirigió una mirada por encima de sus gafas.

—Apartamento tres, quinto piso —murmuró, antes de concentrarse de nuevo en su labor.

Su contestación había sido tan breve —no me había dicho ni «mademoiselle» ni «bonjour»— que vacilé. Quería preguntarle si le importaba vigilar mi baúl para que no tuviera que arrastrarlo escaleras arriba.

—¿Puedo dejar esto aquí? —le pregunté.

Esta vez ni siquiera interrumpió el movimiento de las agujas.

—Súbalo con usted —me respondió—. Esto no es un hotel.

Había un ascensor en el vestíbulo con un fragmento de alfombra roja en el suelo. Empujé la puerta metálica y me esforcé por mantenerla abierta mientras arrastraba el baúl tras de mí. Presioné el botón del quinto piso. No sucedió nada. Me daba pavor pedirle ayuda a la portera, así que le propiné al botón un fuerte codazo. El ascensor pegó una sacudida y yo perdí el equilibrio, me caí sobre el baúl y me hice una carrera en las medias. La cabina del ascensor se estremeció, traqueteó y se elevó bruscamente hasta el quinto piso, donde abrí la puerta y arrastré el baúl antes de que la máquina me atrapara de nuevo en su interior.

Solo había tres apartamentos en el piso, así que fue fácil encontrar el despacho de monsieur Etienne. Me quedé junto a la puerta durante unos instantes, estirándome las medias y arreglándome el pelo, antes de pulsar el botón del timbre. Me abrió la puerta una joven de cabello rubio alisado que llevaba un vestido de elegante tela estampada ribeteada con plumas de avestruz. Una fragancia de flor de azahar flotaba a su alrededor.

Bonjour, mademoiselle —me saludó.

Aquella mujer era tan chic que supuse que debía de ser una de las clientas parisinas que en ese momento salía de la oficina de monsieur Etienne. Me sorprendió que se presentara como mademoiselle Franck, la secretaria de monsieur Etienne.

Me ayudó a introducir el baúl por la puerta y luego me condujo por un corto pasillo hasta la recepción. La estancia no era mucho mayor que el compartimento de un tren, pero estaba decorada con muy buen gusto gracias a dos sillas Luis XVI y cortinas azules con borlas doradas. Tomé asiento junto a la ventana y mademoiselle Franck me entregó un formulario antes de sentarse tras su escritorio, liando comenzó a escribir a máquina, estudié las preguntas. El formulario tenía un espacio para el color de pelo, las tallas de calzado ropa, y demás descripciones físicas; y otro espacio para otros detalles personales como si yo o mis parientes más cercanos padecíamos alguna enfermedad. Cada vez que mademoiselle Franck se detenía a leer lo que estaba mecanografiando, escuchaba la voz de monsieur Etienne que resonaba detrás de una puerta que supuse que conduciría a su despacho.

—Así es como funciona, Henri. Así es como funciona —estaba diciendo.

Rellené el formulario y esperé mientras mademoiselle Franck atendía una llamada telefónica del Scala sobre una audición.

—Sí, tenemos varios magos —dijo—. Puedo enviarle dos esta misma tarde, si lo desea.

Colgó el auricular y unos minutos después, el teléfono sonó de nuevo. Por el modo en el que se le arrebolaron las mejillas y el tono infantil que adquirió su voz, imaginé que aquella llamada no era únicamente profesional.

—Ah, ¿entonces traerás el escritorio esta tarde?, ¿ha quedado bonito? Se quedará encantado.

Estudié las fotografías autografiadas de mujeres ataviadas con plumas y lentejuelas que adornaban las paredes y comencé a sentirme aún más desgarbada. Me prometí a mí misma que en cuanto pudiera permitírmelo me compraría un vestido tan bonito como el de mademoiselle Franck.

Aproximadamente media hora más tarde, monsieur Etienne salió de su despacho. Le entregó una pila de carpetas a mademoiselle Franck y se percató de mi presencia. Me contempló durante un momento antes de dar una palmada y exclamar:

—¡Ah, sí! La chica de Marsella. ¡Pase, pase!

Seguí a monsieur Etienne al interior de su despacho, que era aún más pequeño que la recepción y no tan elegante. Apartó un montón de papeles de una butaca de cuero y me indicó que me sentara, tomando asiento él a su vez tras un escritorio atestado de carpetas y fotografías. Tenía un aspecto menos imponente que la noche en la que entró en mi camerino de Le Chat Espiègle: llevaba un traje de chaqueta que le hacía parecer más un ocupado contable que un cazatalentos. No obstante, por la mirada de desconcierto que me había dirigido momentos antes en la recepción, probablemente él estaba pensando lo mismo sobre mí. Con aquella ropa, heredada de mi tía, seguramente no tenía el aspecto de una estrella en ciernes.

Monsieur Etienne encendió una lámpara y rebuscó en su escritorio, levantando papeles y revolviendo entre las carpetas. Llamó a mademoiselle Franck para decirle que no lograba encontrar mi ficha y ella le respondió que se encontraba junto al teléfono.

—¡Ah! —exclamó, cogiendo una carpeta con mi nombre escrito en una esquina. La abrió, hojeó las dos o tres páginas que contenía y me entregó una copia del programa que me había preparado—. Aquí, esto es lo que tengo para usted durante este mes. No le cobraré nada hasta que consiga un contrato, excepto por las fotografías, y después de eso facturaré el veinte por ciento de lo que usted gane.

Miré de reojo el programa. Era una lista de audiciones en diferentes teatros de variedades y clubes nocturnos, junto a los papeles para los que me presentaría. Todos ellos eran puestos de corista o la última actuación de los clubes nocturnos, cuando la mayoría de los clientes ya se habían marchado a casa. Aquello me desalentó inmediatamente.

Monsieur Etienne —comenté—. No me presento a ningún papel protagonista.

Se aclaró la garganta y volvió a tomar asiento.

—¿Cuántos años tiene usted, mademoiselle Fleurier? ¿Dieciséis? —me preguntó mientras miraba la ficha que yo acababa de rellenar. Señaló mi fecha de nacimiento con la punta del dedo—. No, todavía tiene quince. Conseguirá papeles protagonistas, pero tendrá que trabajar duro para ello. No es como si hubiera estado actuando en el Alcazar o en el Odéon en Marsella. Si no llega a ser por las críticas de Le Petit Provençal, ni siquiera me habría molestado en ir a verla.

—No he venido a París para ser corista —repliqué, tratando de que no se me notara el temblor en la voz.

¿No era lo suficientemente buena como para presentarme a audiciones que no fueran de corista? ¿No había conseguido ya bastante con Sherezade?

Monsieur Etienne sonrió.

Mademoiselle Fleurier, en París es mejor ser acomodadora en el Adriana o el Folies Bergère que protagonizar durante diez temporadas el espectáculo de un vodevil cualquiera de tercera clase. A diferencia de muchos hipócritas en esta ciudad, yo soy un agente honrado. No voy a decirle a una chica que se separe de su familia a menos que piense que tiene posibilidades. Pero para que esas posibilidades conviertan en una realidad es necesario trabajar duro y conseguir experiencia.

Estudié su rostro. Tenía un aspecto enjuto y adusto, pero parecía sincero. Percibí que me estaba diciendo la verdad.

Dando por hecho que ya había resuelto el asunto, monsieur Etienne cambió de tema.

—Tengo un apartamento en Montparnasse para usted. Otro de mis clientes que está de gira por Londres acaba de dejarlo libre. Es barato y podrá acudir en métro a todas sus audiciones. Podrá encontrar algo mejor en cuanto empiece a trabajar.

Se levantó, dando a entender que nuestra conversación había terminado, me estrechó la mano y me acompañó a la puerta.

—Indíquele a mademoiselle Franck cuándo puede acudir a hacerse las fotografías —me dijo.

El teléfono de su despacho sonó y se apresuró a cogerlo, saludándome con la mano antes de que mademoiselle Franck cerrara la puerta.

La secretaria abrió su agenda para concertar la cita con el fotógrafo y me escribió la dirección del estudio en una tarjeta.

—Este fotógrafo tiene muy buena reputación, así que no tendrá problemas —me explicó, entregándome la tarjeta. Después, mirando a sus espaldas a la puerta cerrada del despacho de monsieur Etienne, añadió—: Si él dice que tiene usted posibilidades, mademoiselle Fleurier, lo dice de corazón. Lo sé de buena tinta: monsieur Etienne es mi tío.

Me monté en un autobús abarrotado de gente para ir al Boulevard Raspad, la dirección en Montparnasse que monsieur Etienne me había dado. Por suerte, los parisinos eran muy galantes y me ayudaron a subir y bajar del autobús: primero, un hombre de mediana edad me subió el baúl por las escaleras del vehículo y, al final, un par de estudiantes de mejillas sonrosadas lo bajaron bruscamente cuando el autobús se aproximó a mi parada en la intersección entre el Boulevard Raspail y la Rue de Rennes.

Mademoiselle, nosotros la ayudaremos —me dijeron, levantando el equipaje sobre los hombros e insistiendo en llevármelo hasta la reja de entrada del edificio.

—También podemos subírselo por las escaleras —me ofreció uno de los dos.

Su acompañante asintió con la cabeza, pero me dio demasiada vergüenza pedirles más ayuda, así que mentí y les dije que tenía un amigo en el edificio que me ayudaría.

—Bueno, pues entonces, adiós —me dijeron los estudiantes saludándome con la mano, dándose media vuelta hacia la calle—. ¡Buena suerte en París!

Merci beaucoup! —les grité—. ¡Son ustedes muy amables!

La reja estaba abierta y se tambaleó sobre sus bisagras cuando la empujé para abrirla. Me limpié el óxido de las manos y arrastré el baúl tras de mí. Las sombras de los edificios circundantes caían sobre el patio, que estaba lleno de zapatos viejos y macetas rotas. Los parterres ajardinados eran una maraña de plantas mustias y enredaderas secas, tan estropeadas que no tenía ni idea de qué eran. Me tapé la nariz para no respirar el hedor a excrementos de perro y a alcantarilla. Sentí la tentación de dejar allí el baúl mientras buscaba la habitación, pero cambié de idea cuando vi los vidrios rotos de las ventanas y la ropa andrajosa colgada de las cuerdas de tender.

Los números de los cuartos estaban pintados con trazos torcidos en cada uno de los edificios que rodeaban el patio. Los apartamentos del siete al catorce se encontraban en la parte posterior. Crucé el paño y entré en el edificio por debajo de un arco. El vestíbulo apenas estaba iluminado y desprendía un olor aún más acre a excrementos de perro y a moho, junto con una penetrante peste a vino agrio. Inspeccioné el hueco de la escalera y me preparé para subir arrastrando el baúl por aquellos estrechos escalones, con la esperanza de que a nadie se le ocurriera bajar en ese momento. Alguien cantaba y me animó escuchar la sonoridad de aquella voz. Pero me abochorné al distinguir la letra de la canción:

Me gusta sentarme a la ventana día tras día

aquí en París, tan hermoso y alegre,

viendo a las chicas pasar por la calle.

Quiero darles un trato especial.

Venid aquí, hermosas,

y enseñadle a papá las tetitas…

La puerta del apartamento número nueve estaba medio podrida y le faltaban unas tiras de madera en la base. Me tanteé el bolsillo del abrigo en busca de la llave que monsieur Etienne me había entregado y abrí la cerradura. La puerta estaba atrancada, así que tuve que cargar mi peso contra ella para que se abriera, por lo que entré trastabillando en la habitación. Lo primero que vi fueron los excrementos de paloma resbalando por la ventana.

La habitación era al mismo tiempo mejor y peor de lo que me esperaba. Era mejor porque en comparación con la sombría habitación que ocupaba en Le Panier, esta contaba con dos grandes ventanales que la inundaban de luz; y era peor porque el frío se filtraba por las paredes. Deseaba tener un sitio acogedor en el que descansar, pero en el interior de aquella habitación hacía más frío que en la calle. Por lo menos, el hedor del patio no llegaba hasta allí; más bien, el aire estaba impregnado por el olor a agua estancada y a alcanfor.

Arrastré el baúl hasta la estructura de hierro de la cama, y la arenilla crujió bajo mis pies. La cama era el único mueble que había, además de un pequeño lavabo. Monsieur Etienne me había dicho que había un retrete en cada planta, pero que el edificio no tenía baño. Si quería bañarme, tendría que caminar tres manzanas hasta los baños públicos y pagar unos pocos francos para ponerme en remojo veinte minutos. Pero yo ya sabía que las mujeres parisinas eran famosas por salir de sus apartamentos limpias y perfectamente acicaladas tras lavarse con poco más que una manopla y un cubo de agua. Lo llamaban «bañarse por partes». Me parecía bien, pero ¿cómo podría calentar el agua? Había un largo conducto de calefacción que recorría la pared desde el techo hasta el suelo entre las dos ventanas. Lo toqué; estaba tibio. Me resigné a que aquella sería la única calefacción que tendría en la habitación y recé para que por las noches le subieran la temperatura.

Me tumbé en la cama, aunque no tenía colchón. Los muelles crujieron bajo mi peso. Me puse de lado y doblé las piernas. Solo llevaba unas horas en París y ya estaba agotada. Rasqué un pegote de polvo de la pared y lo solté en el aire. La mota de polvo giró durante un momento antes de flotar hasta el suelo. La soledad se apoderó de mí. Pensé en mi madre, en tía Yvette y en Bernard. Estaban a kilómetros de distancia de mí en aquellos momentos. Cerré los ojos, todavía sintiendo el movimiento del tren acunándome. Quería echarme solo unos minutos, pero acabé quedándome profundamente dormida.

Me levanté con un dolor agudo en el brazo derecho, donde había hecho presión contra los muelles de la cama. La temperatura de la habitación había descendido varios grados. Me froté los ojos, oscilé las piernas hasta el suelo y dejé escapar un gruñido. El sol se estaba poniendo por detrás de los tejados y las chimeneas. Contaba con haber podido limpiar la habitación y haber comprado un colchón, pero se me había hecho tarde. Mi estómago emitió un sonido de protesta. Decidí que lo mejor que podía hacer era ir a buscar algo de comer.

El tráfico que iba y venía por la calle me hizo recuperar la emoción de estar en París. Paseé por el Boulevard Raspail, aspirando el aroma de las castañas asadas que los castañeros ambulantes vendían en conos de papel. Me paré un momento frente a la estación de métro de Vavin, convencida de poder notar el traqueteo de los trenes que pasaban bajo tierra, antes de encaminarme hasta el Boulevard du Montparnasse, donde los cafés estaban repletos y los clientes se desperdigaban por las terrazas, calentándose con braseros. En el cruce resonaban sus conversaciones y el tintineo de sus copas de vino. Cuando pasé por delante del Café Dome, percibí el olorcillo de mejillones cocidos y mantequilla fundida. Por el aspecto distinguido de los clientes, di por hecho que no podría permitirme tomar allí ni siquiera un café crème.

Seguí andando tranquilamente, con las manos metidas en los bolsillos e imaginándome vívidamente una sopa de calabaza acompañada de media jarra de vino tinto para reactivarme la circulación. La boca se me hizo agua ante la anticipación de la dulzura granulada de la calabaza, cuando me encontré frente a un café con un menú barato en el ventanal. El interior estaba lleno hasta los topes de estudiantes, que pedían a voz en grito bebidas y raciones de patatas fritas. El aire era caliente, pero no hubiera sabido decir si se debía a la calefacción o a todos aquellos cuerpos que atestaban la sala. Había un montón de boinas y abrigos de lana en las perchas junto a la puerta. Me desabroché el abrigo, pero decidí no quitármelo hasta que no hubiera entrado en calor.

Un camarero con aspecto español me mostró una mesa en la esquina, cerca del puesto de periódicos y revistas. No había sopa de calabaza en el menú, pero me sugirió que pidiera la de cebolla en su lugar y que probara el pâté con el pan. Acepté su consejo y miré a mi alrededor. El piso inferior del café estaba compuesto por una barra de zinc, banquetas y unas pocas mesas. El nivel intermedio tenía mesas corridas y bancos. Estiré el cuello para ver hasta dónde llegaba la segunda planta y me sorprendió descubrir allí un grupo de estudiantes acurrucados con libros y cuadernos de notas extendidos frente a ellos. Me pregunté si podrían concentrarse con todo el ruido de la multitud del primer piso. Quizá se alojaban en edificios tan fríos como el mío y les resultaba más fácil estudiar en un café ruidoso que temblando en el silencio de sus habitaciones.

Llegó mi comida. Aunque tenía mucha hambre, comí despacio, dejando que la calidez de la sopa me llegara hasta los dedos de las manos y de los pies. Me quedé en el café todo el tiempo que pude prolongar la comida, temiendo el momento en el que tuviera que salir de nuevo al aire helador. Había gente abriéndose paso a empujones por la puerta y algunos clientes llegaron a tomar asiento en las escaleras. Pero incluso después de rebañar el plato hasta dejarlo reluciente el camarero no me pidió que cediera la mesa. Decidí que había llegado la hora de marcharse cuando un grupo de tres chicos se sentaron en la mesa contigua y comenzaron a echar miraditas en mi dirección. Puede que yo fuera joven, pero también demasiado seria como para pensar en romances. Tenía otras ideas más importantes en la cabeza.

Mi primera audición era para formar parte del coro del Folies Bergère. Me pasé la mañana repasando una canción de Sherezade y leyendo Le Fígaro. La audición era para el espectáculo de la siguiente temporada: Coeurs en Folie: Corazones a lo loco, en el que iban a actuar las bailarinas de cancán del grupo de John Tiller Girls con trajes del diseñador ruso Erté.

Le Fígaro aseguraba que la cantidad de tela utilizada en el espectáculo se podía extender entre París y Lyon, y que el propietario del teatro, Paul Derval, eran tan supersticioso que los títulos de todos los espectáculos debían contener trece letras. Dejé el periódico a un lado y conté las letras de mi nombre. Catorce. Me pregunté, mientras crecía la ansiedad en mi interior, si aplicaría la misma regla para las coristas.

Me tomé mi tiempo para comprender el funcionamiento del métro. Me llevó varios minutos armarme de valor para aventurarme escaleras abajo hacia la oscuridad de la estación. Finalmente, me uní a la cola de un grupo de estudiantes y les seguí. Compré el billete en la taquilla y me encontré a mí misma en medio de una multitud que me empujaba hacia las profundidades de un túnel. En el andén estudié el mapa y me desconcertó la amalgama de líneas de colores que se entrecruzaban y terminaban en alejados suburbios. Una anciana me explicó que tenía que hacer transbordo en Châtelet para llegar a Cadet.

Contemplé fijamente la negrura del túnel hasta que dos luces como los orificios incandescentes de la nariz de un remoto dragón rompieron la oscuridad y un tren entró traqueteando junto al andén. Me empujaron hacia el interior del vagón y tomé asiento tan cerca como pude de la puerta, aterrorizada por la idea de pasarme de parada y acabar perdida en el laberinto de túneles. Las puertas se cerraron con un estruendo, repiqueteó una campana y el tren arrancó. En otras circunstancias, habría disfrutado de mi primer viaje en aquel métro tan moderno, pero me sentía demasiado preocupada por la audición. En cada parada se subía todavía más gente y finalmente tuve que estirar el cuello para leer los nombres de las estaciones por encima del mar de cabezas y brazos. «Saint Germain des Près. Saint Michel. ¡Châtelet!».

Seguí al gentío fuera del tren y de algún modo logré encontrar el andén de los trenes que se dirigían al norte. El siguiente vagón estaba tan atestado como el primero y esta vez no pude sentarme. Me abrí el cuello del abrigo: con todos aquellos cuerpos pegados unos contra otros, el vagón echaba humo. Pero apenas había espacio para moverse y no hubiera podido quitarme el abrigo ni aunque lo hubiera intentado. Puede que el métro fuera moderno, pero me parecía una manera antinatural de viajar: dar bandazos a ciegas por un túnel me hacía perder por completo el sentido de la orientación. El tren se detuvo en una parada y vi el cartel que ponía Cadet. Me abrí paso hasta la puerta, agradecida de que alguien delante de mí ya la hubiera abierto. De haber sido por mí, me habría quedado pasmada ante las puertas hasta que el tren hubiera vuelto a arrancar, porque no me había dado cuenta de que, aunque se cerraban automáticamente, había que levantar el pestillo para abrirlas.

Emergí de la estación a la luz de la tarde con tanto alivio como un animal escapando de una trampa. La destartalada combinación de cafés, carnicerías, tiendas de ultramarinos y de baratijas, de restaurantes y de bares estaba menos planificada que en Montparnasse. Abrí el bolso para consultar la dirección del Folies Bergère. Aún desorientada por el viaje en métro, eché a andar en la dirección opuesta a la que en realidad debería haber tomado.

Admiré las casas rosas y verdes cubiertas de sencilla hiedra. Aquella zona podría haber tenido el ambiente de una aldea de no ser por los sórdidos tipejos que apestaban a bebida y a cigarrillos merodeando por los soportales. Cuando llegué al transitado Boulevard de Rochechouart, me di cuenta de que me había perdido. Un policía me dio indicaciones para volver a la Rue Richer. Me crucé con varios artistas callejeros por el camino, entre ellos un contorsionista indio que se enredaba sobre sí mismo encima de una alfombrilla para entretener a los clientes de un café cercano. Aunque logró doblar ambas piernas por detrás de la cabeza, escuché sus articulaciones crujiendo y sentí un estremecimiento. Hacía demasiado frío como para realizar aquellas hazañas de flexibilidad.

Llegué a la Rue Richer e inspiré profundamente junto al exterior de las puertas de cristal del Folies Bergère, deslumbrada por la lujosa alfombra, el revestimiento de madera de las paredes y las relucientes lámparas de araña. Un portero con galones dorados en los hombros me informó de que los artistas que se presentaban a la audición tenían que utilizar la puerta lateral en la Rue Saulnier.

Doblé la esquina y se me paró el corazón durante un instante. Había alrededor de cincuenta mujeres pululando junto a la puerta de artistas. La dirección del teatro solo buscaba a tres coristas para sustituir a otras que no habían renovado su contrato tras el espectáculo anterior. ¿Por qué había tantas participantes en la audición? Algunas de las mujeres habían trabado conversación, pero la mayoría estaban sentadas en las escaleras o de pie, solas, repasando la letra de sus canciones, fumando o con la mirada perdida. Me incliné contra una farola y me replanteé mi táctica para la audición. Sabía que conseguir un papel para el coro de uno de los teatros de variedades más prestigiosos del mundo no iba a ser fácil, pero no esperaba que fuera a haber tanta competencia. Había acabado subiéndome al escenario de Le Chat Espiègle por accidente, e incluso entonces conocía de antemano al empresario teatral y a la mayoría de los integrantes del reparto. En París, parecía que iba a tener que trabajar duro y aceptar las cosas sin paños calientes. Mientras me recuperaba de la sorpresa, una chica rubia con ojos dorados miró en mi dirección y bostezó. Estudié a las mujeres que me rodeaban. La mayoría eran rubias y casi todas lucían modernos cortes de pelo. Había pocas chicas muy altas y, claramente, ninguna de ellas tan morena como yo.

Al cabo de un rato, una mujer de mirada seria apareció en el umbral de la puerta.

Bonjour, señoritas —saludó, dando una palmada—. Desnudos a la izquierda. Coristas a la derecha.

Junto con las otras chicas, le presté atención rápidamente. Nos dividimos lentamente en dos filas. Me alivió ver que la chica de ojos dorados se ponía en la fila de los desnudos, pero aún había otras dieciocho aspirantes para el papel de corista.

—He oído que Raoul nos acompañará durante el baile —comentó una chica de acento ruso a su acompañante francesa—. Es estricto, pero amable.

Su comentario me hizo sentir aún más sola e inexperta. ¿Era la única que no sabía qué sucedía en una verdadera audición?

Después de entregar nuestras partituras, la mujer nos condujo a una estancia para que nos pusiéramos la ropa de ensayo. A medida que nos desvestíamos y volaban por los aires las medias, las camisolas y blusas, el aire se tiñó de un fétido olor a sudor nervioso. Me temblaron los dedos cuando me até las zapatillas de baile, pero me recordé a mí misma que las audiciones formaban parte del camino para convertirse en una verdadera artista.

—Vamos, dense prisa, por aquí —nos urgió la mujer cuando vio que estábamos listas.

Nos apremió para que entráramos en una sala de ensayos con una desgastada tarima y las paredes cubiertas de espejos. Un hombre vestido con mallas y camiseta se encontraba al frente de la habitación, con los brazos cruzados al pecho. La mujer tomó asiento al piano. Cuando todas hubimos entrado en la habitación, el hombre cerró la puerta.

—Me llamo Raoul —anunció con una voz chillona que no casaba con un hombre tan musculoso—. Y quiero que se organicen ustedes en parejas para la parte de baile. Realizarán la audición de dos en dos. Eso agilizará las cosas.

Hicimos lo que nos había indicado. Sabiendo que si me unía a una chica bajita lo único que lograría sería exagerar mi estatura, me emparejé con una muchacha de piernas largas cuyo elegante pelo corto le tapaba la mitad de la cara.

Raoul avanzó a grandes zancadas hasta el centro del grupo.

—A continuación, les mostraré la variación solo dos veces —advirtió, levantando dos dedos de la mano—. Esto forma parte también de su audición, porque si no pueden aprenderse los pasos rápidamente, no hay lugar para ustedes en el Folies Bergère, ¿entendido?

Las pocas caras que habían mostrado una sonrisa hasta ese momento adquirieron la misma expresión alicaída que el resto del grupo. El corazón me latía en el pecho tan fuerte que pensé que no lograría escuchar nada de lo que Raoul dijera. Ejecutó un rápido paso cruzado, que probablemente era la única cosa útil que yo había logrado aprender de madame Baroux, con pose egipcia de brazos y varias patadas al aire como remate. Me sorprendí a mí misma, porque logré memorizar aquellos pasos más rápido que las demás, incluida mi compañera, que arrastraba los pies convirtiendo sus movimientos en un vaivén tembloroso. Me hubiera encantado enseñarle a hacerlo correctamente, pero no teníamos permitido hablar entre nosotras. Por suerte para ella, nos dieron otros diez minutos para practicar por nuestra cuenta, al final de los cuales la mayoría de las chicas habían logrado aprenderse la variación.

Después de practicar el baile, nos llevaron a una sala en la que habían encendido las luces de emergencia del escenario y había un hombre sentado al piano, seleccionando la música de una lista de nombres. Raoul nos condujo a los bastidores y nos indicó que no hiciéramos ruido. A medida que desfilábamos frente a la primera fila, percibí a dos hombres sentados allí y asumí que eran monsieur Derval, el propietario, y monsieur Lemarchand, el productor. Verles allí no calmó mis nervios precisamente. Ambos hombres iban impecablemente vestidos: monsieur Derval llevaba una chaqueta negra con pantalones de raya diplomática y monsieur Lemarchand tenía el aspecto del típico sibarita con un traje cruzado y un pañuelo en el bolsillo de la solapa.

Sentí lástima por las dos chicas a las que llamaron en primer lugar. La primera era una muchacha escultural con el pelo rubio rojizo, que incongruentemente se había emparejado con una mujer bajita y pelirroja que llevaba una escasa camisola. Espié entre los cortinajes para ver la reacción de los jueces. Después de que Raoul presentara a las chicas y monsieur Lemarchand anotara sus nombres, el pianista empezó a tocar la melodía. La chica alta era una bailarina innata: su cuerpo se mecía al son de la música. Su sonrisa no resultaba forzada, pero yo estaba convencida de que no podía estar pasándoselo demasiado bien, dadas las características de aquella audición. Su compañera también era buena bailarina, pero su estilo resultaba más atrevido. Añadía giros de cadera donde no había y levantaba las piernas siempre un poco más de lo que dictaría el recato. Monsieur Derval se dio cuenta, pero la expresión de su rostro no revelaba ni alegría ni disgusto. Monsieur Lemarchand mantenía la mirada fija sobre la otra chica.

Terminaron el baile con una elegante pose final, pero justo antes de quedarse en ella la chica alta se resbaló y casi se cayó del escenario. Recuperó rápidamente el equilibrio, pero no la compostura. A su acompañante la despidieron con un: «Gracias, eso será todo, mademoiselle Duhamel», pero a la chica alta le pidieron que cantara su canción. A pesar de tener la oportunidad de continuar, no logró rehacerse del resbalón. Su voz era buena, pero se le movían los párpados como si tuviera algo metido entre las pestañas y no miraba a los dos hombres. Una muchacha que estaba a mi lado sonrió. Se alegró de que la chica alta estuviera pasando un mal trago, pero a mí me puso nerviosa. Yo actuaba mejor cuando la gente que tenía a mi alrededor daba lo mejor de sí misma.

—Ha sido bonito, pero no para este espectáculo —comentó monsieur Lemarchand.

La chica les dio las gracias a los dos hombres y abandonó el escenario. Sentí como le temblaban las piernas cuando me rozó al salir. Tuve ganas de vomitar.

La siguiente pareja lo hizo mejor. Terminaron el baile con un toque realmente profesional, posando con los vientres cóncavos y las puntas de los pies estiradas, con una mano en la cadera y la otra elevada hacia el techo en una refinada pose final. A monsieur Derval le encantaron. Cuando terminaron sus canciones, les pidieron que se quedaran. Las dos chicas siguientes también eran buenas bailarinas, pero una de ellas estaba dotada de una belleza clásica y una radiante sonrisa, mientras que la otra tenía unas piernas gruesas. La segunda chica era mucho mejor bailarina: se movía al son de la música, mientras que la primera levantaba las piernas de forma mecánica. Sin embargo, le pidieron a la chica más bonita que se quedara y descartaron a la otra.

Se me subió el corazón a la garganta cuando pronunciaron mi nombre. Mi compañera y yo ocupamos nuestro lugar en el escenario, pero el pianista no empezó a tocar porque monsieur Derval y monsieur Lemarchand estaban discutiendo con las cabezas juntas. Nos quedamos allí de pie, con la sonrisa congelada en el rostro y los brazos suspendidos en el aire. La habitación empezó a darme vueltas y los focos me quemaron los ojos. Pensé que, si no me movía pronto, acabaría por desmayarme.

Monsieur Derval le susurró algo a Raoul, que asintió y se volvió hacia nosotras.

—Como la parte cantada es la que está causando más problemas, hemos decidido cambiar el orden. Haremos las canciones primero y el baile después —explicó.

Le hizo un gesto a mi compañera para que avanzara al frente del escenario y ejecutara su canción. Hice todos los esfuerzos que pude por mantenerme inmóvil. Su voz era tan aguda que sonaba infantil, pero en lugar de sentirse horrorizado por aquel ruido ensordecedor, monsieur Derval parecía encantado con ella. Le pidieron a la chica que esperara para realizar el baile.

«Bueno, pues ya está», me dije a mí misma cuando me pidieron que avanzara. Traté de recordar la sensación que había experimentado la última noche que canté en Le Chat Espiègle. Por suerte, proyecté la voz con seguridad y con tanta vitalidad que resonó por toda la sala. Me esforcé por mirar a mi alrededor como si estuviera cantando para un público real y especialmente a los dos hombres. Monsieur Lemarchand me devolvió la sonrisa, pero monsieur Derval no me miraba, sino que estaba concentrado en quitarse un hilo suelto de la manga. Aunque solo nos exigían que cantáramos unos pocos compases para la primera ronda, ninguno de los dos me interrumpió, así que continué cantando el estribillo. Monsieur Derval acabó por levantar la mano únicamente cuando la primera estrofa volvió a repetirse.

—Gracias, mademoiselle Fleurier —me dijo Raoul—. Vuelva al fondo del escenario y la veremos bailar.

Estaba nerviosa por haber cantado, pero me concentré en el baile junto con mi compañera. No tendríamos por qué habernos molestado: monsieur Lemarchand y monsieur Derval no nos estaban mirando. Estaban discutiendo sobre algo, inclinados sobre los respaldos de sus butacas para que no se les oyera, pero escenificaban su conflicto con una serie de gestos de las manos y sacudidas de cabeza. Siguieron discutiendo incluso después de que mi compañera y yo adoptáramos nuestra pose final. Monsieur Lemarchand miró hacia donde yo me encontraba y comprendí que estaban hablando de mí. Mi compañera y yo no tuvimos más remedio que quedarnos congeladas en la misma postura. Raoul se cruzó de brazos y se paseó arriba y abajo por el escenario delante de nosotras, tratando de distraer la atención de la discusión, pero llegaron a mis oídos algunas de las frases que pronunciaron.

Monsieur Lemarchand dijo:

—Es encantadora. Diferente. ¡Vaya voz!

A lo que monsieur Derval le respondió:

—No es lo bastante bonita para el Folies Bergère.

La discusión llegó a su fin y monsieur Derval se volvió hacia nosotras y sonrió.

—Gracias, mademoiselle Fleurier, eso será todo —dijo.

«¡No es lo bastante bonita para el Folies Bergère!». Las voces de los pasajeros del métro sonaban apagadas mientras yo repasaba la audición una y otra vez en mi cabeza, convirtiéndola en una catástrofe mayor de lo que en realidad había sido. Las chicas en mallas se convirtieron en chillonas rayas rosas y negras; la música del piano sonaba metálica y distorsionada; Raoul se convirtió en un gigante al acecho; y los rostros de messieurs Derval y Lemarchand se fundieron en uno solo, con una boca grotesca que me gritaba: «¡No eres lo bastante bonita!».

Tosí y miré por la ventana la oscuridad que pasaba a toda velocidad. ¿No me había advertido tía Augustine de que yo no tenía la apariencia física de Camille, mucho más acorde al teatro de variedades? Un espasmo de hambre se me agarró al vientre y pensé en la gélida habitación que me esperaba en Montparnasse. Después, me imaginé a mi madre y a Bernard sentados a la mesa de la cocina en la finca. A tía Yvette asando patatas al fuego. La luz de las llamas parpadeó en las paredes y se reflejó en las copas de vino sobre la mesa. ¿No sería más fácil regresar?

Me encogí de hombros y deseché aquel pensamiento. Claro que sería más fácil regresar y rodearme de gente que me quería, dormir en una cama caliente y tener el estómago lleno. Pero la chica que se contentaba con pasear por las colinas de Pays de Sault y con soñar con la cosecha de lavanda ya no existía. Yo quería subirme al escenario.

Cuando llegué a Châtelet para hacer el transbordo, ya estaba completamente rendida por mis pensamientos dramáticos y me había convertido en un dechado de estoicismo. Decidí que tenía que olvidarme de la audición del Folies Bergère. ¿No había fracasado en la audición de Le Chat Espiègle y finalmente había conseguido el papel? ¿Y no había elogiado mi voz monsieur Lemarchand, uno de los directores artísticos más grandes de París?

El tren en dirección a Vavin entró en la estación. «Además —pensé mientras tomaba asiento en el vagón intermedio—, no quiero ser un mero pájaro emplumado correteando por el escenario, independientemente de lo prestigioso que monsieur Etienne piense que es». Abrí el bolso y saqué el programa de audiciones. La próxima era al día siguiente por la noche en un club nocturno de Pigalle.

«¡Esta vez sí!», me dije a mí misma, mirando el número de cantantes que había en el espectáculo. Solo eran tres, no dieciséis. ¡Prácticamente era un papel de solista!