Cuando le anuncié a monsieur Dargent que tenía que marcharme porque tío Gerome había sufrido un infarto, recibió la noticia con mucha más tranquilidad de lo que yo había esperado.
—¿Qué puedo decir? —comentó—. Interviniste en el último minuto en dos de mis espectáculos y nos salvaste. Ahora tengo inversores, gracias a ti. Puedo guardarte el papel durante una semana si vuelves inmediatamente.
Por la descripción de Bernard del estado de tío Gerome, anticipé que no iba a volver a Marsella en tan poco tiempo, así que acepté continuar con el papel de Sherezade durante dos noches más para darle tiempo a Fabienne de prepararlo.
Madame Tarasova celebró una fiesta en mi honor en el vestuario con vino y pasteles rusos. La noticia de la enfermedad de tío Gerome me provocó una gran conmoción y despertó una serie de complicados sentimientos en mi interior. Nunca había querido a mi tío. Era de la opinión de que había estafado a mi familia y me había enviado lejos de casa cuando más necesitaba a mi madre y a mi tía. Y, sin embargo, me sentí obligada a volver a Pays de Sault por emociones más profundas que la mera obligación. Me preocupaban mi madre y mi tía, y comprendía que aquello era lo que mi padre hubiera querido de mí; pero, para mi sorpresa, también sentí pena por mi tío. Recordé la expresión atormentada de su rostro cuando me marché de la finca rumbo a Marsella. Era un hombre destrozado por dentro. Y aun así, cuando contemplé las sonrisas de la gente que había sido amable conmigo en Le Chat Espiègle —madame Tarasova y Vera, Albert, monsieur Dargent y Marie—, la compasión se mezcló con un sentimiento de culpa. Aquella era mi vida ahora. ¿Cómo podía abandonarla, sin más?
—Tu tío ha quedado gravemente incapacitado —me explicó Bernard en el coche, camino de Pays de Sault—. Tu madre y tu tía han estado cuidando de él, pero les está pasando factura.
Bernard conducía el mismo automóvil que cuando llegó para la primera cosecha de lavanda, aunque su traje era menos elegante que el que llevaba entonces. Tenía un toque rústico, tanto que al principio pensé que llevaba puesto el mejor traje de los domingos de mi padre, pero me di cuenta de que no podía ser, porque habíamos enterrado a mi padre precisamente con aquella ropa.
—¿Qué le pasó exactamente a tío Gerome? —le pregunté.
—Estaba jugando a la pétanque en la aldea. Albert Poulet estaba allí, junto con Jean Grimaud y Pierre Chabert. Cuentan que en un instante estaba de pie, cogiendo impulso, y al momento siguiente se cayó de rodillas. No podía mover las piernas ni hablar.
Llegamos a Pays de Sault la tarde siguiente temprano, después de haber dormido en el coche unas horas durante la noche. Bonbon estaba sobre mi regazo, moviendo los ojos de aquí para allá, contemplando con interés los campos y las montañas. Tan pronto como vi los bosques de pinos y los barrancos a ambos lados del camino, supe la ubicación exacta de nuestra finca como si mi corazón fuera una brújula. Las dos casas solariegas gemelas aparecieron ante mi vista y me mordí el labio para contener las ganas de llorar. Aunque mi padre ya no se encontraba allí, noté su presencia en el sol y en la brisa que agitaba las copas de los árboles.
Bernard detuvo el automóvil en el patio. Un perro ladró. Chocolat, con el pelaje de las orejas y de la cola teñido de naranja por el sol, se acercó a nosotros saltando. Bonbon se revolvió entre mis brazos y ambos perros se tocaron la nariz y se movieron en círculo el uno en torno al otro, agitando sus respectivas colas. Miré a mi alrededor en busca de Olly, pero conociendo sus costumbres, sospeché que estaría en algún sitio echándose la siesta de después de comer.
Enjambres de insectos zumbaban en los árboles. La tierra estaba quemada por el sol y agrietada. Ese verano había sido muy seco. Me resultaba difícil creer que en el pasado la finca y yo hubiéramos compartido el mismo calendario, cuando mi vida cotidiana se regía por el cambio de las estaciones. Durante los últimos meses, mis días habían transcurrido al ritmo de los ensayos, las representaciones y las pruebas de vestuario.
—¡Simone! —exclamó tía Yvette desde la puerta de la cocina.
Corrí hacia ella y nos abrazamos. Al estrecharla, noté sus huesudas clavículas.
—¿Estás bien? —le pregunté—. Espero que por trabajar duro no estés olvidándote de comer.
Mi madre apareció en la puerta de la destilería y corrió colina arriba hacia nosotros. Bonbon se separó de Chocolat y correteó hacia ella. Mi madre se paró en seco y contempló a la perrita, después se volvió hacia mí.
—¡Bonbon! —dije yo.
Mi madre se agachó y le acarició las patas traseras. Bonbon saltó a su regazo y comenzó a lamerle la barbilla.
—Esto no es un perro —comentó—. Es un cachorrillo de zorro.
Mi madre dejó a Bonbon en el suelo y me echó los brazos al cuello. Su cabello me hizo cosquillas en la mejilla cuando la besé.
Tía Yvette entrelazó su brazo con el mío.
—Era la voluntad de Dios que esto sucediera —murmuró—. Era la voluntad de Dios.
Me contemplé las manos, sorprendida de que tía Yvette pudiera sentir pena por un hombre que la había tratado tan mal.
—Vamos —dijo Bernard, conduciéndonos al interior de la casa—, hablemos mientras comemos. Simone y yo nos morimos de hambre.
Tía Yvette desenganchó los pestillos de los postigos de las ventanas de la cocina y los abrió de par en par para que entrara el aire de la tarde. Golpearon las paredes exteriores con un ruido seco y un repiqueteo. Olly apareció en el alféizar de la ventana. Deslicé las manos por su lomo y lo acuné entre mis brazos. Después de haber llevado en brazos a Bonbon, que era tan ligera, Olly me pesaba como un saco de patatas. Ronroneó y se frotó contra mí tan enérgicamente que se desprendieron al aire varios mechones de su pelaje. Le rasqué el vientre y lo dejé sobre las baldosas del suelo. Chocolat y Bonbon se quedaron dormidos junto a la maceta de un geranio: la perrita se acurrucó contra la curva del vientre del perro más grande.
Mi madre nos sirvió higos secos, almendras y galletas de leche en un plato.
—Según el notario, si Gerome no se recupera, ambas fincas te pertenecen a ti —me explicó Bernard, empujando un vaso de vino en mi dirección—. Pero aunque continúe viviendo, nunca volverá a ser el mismo.
Cogí a mi madre de la mano cuando se sentó junto a mí. En una ocasión en la que tío Gerome se dirigió a tía Yvette de un modo especialmente cruel, le pregunté a mi madre por qué no lo embrujaba.
—Soy curandera —me respondió—. Debo hacer lo posible por sanar la vida, no por dañarla. Si Gerome es de esa manera, es que hay un mensaje oculto en su modo de actuar.
Contemplé fijamente a mi madre, que me devolvió una mirada llena de orgullo. Había engordado un poco en Marsella, además de haber aprendido a cuidar de mí misma. La idea de que mi madre admirara mi transición a la madurez me enterneció el corazón, pero también me hizo sentir cohibida. Paseé la mirada por la cocina. El silencio de la casa resultaba desconcertante. No se oía el crujido de las tablas del suelo, ni una tos ni un estornudo. Me pregunté dónde estaría tío Gerome.
—¿Cómo administraremos la finca? —les pregunté—. Ya sabéis que yo no sirvo para eso.
—Bernard se va a trasladar aquí —aclaró tía Yvette—. Él dirigirá la finca y también hará las veces de intermediario para vender la lavanda en nuestro nombre y en el de los demás aldeanos.
No pude ocultar mi sorpresa y Bernard se puso colorado desde el cuello hasta la punta de las orejas.
—Soy más feliz aquí que en ningún otro lugar —explicó, con cuidado de no mirar en la dirección en donde se encontraba tía Yvette—. Sois como hermanas para mí.
Con un pañuelo anudado al cuello y el pelo engominado hacia atrás, Bernard era la versión cinematográfica que luciría el protagonista de una película ambientada en una finca provenzal, pero no me cabía la menor duda de que lograría hacer de la nuestra un éxito.
Desde la muerte de mi padre, había dejado a un lado su carácter ocioso. Ahora, con la enfermedad de tío Gerome, deseaba meternos bajo su ala y nosotras le queríamos por ello. Además, era inteligente y tenía mucha experiencia sobre los métodos agrícolas modernos, y mi madre le sería de gran ayuda por sus conocimientos sobre las estaciones y las plantas. Cuando pasamos con el coche por la aldea un momento antes, los hombres nos hicieron un gesto con la cabeza a modo de saludo. A pesar de que Bernard no sentía interés por las mujeres, su trabajo duro y la voluntad que demostraba para mejorar la rentabilidad de la producción de lavanda en nuestra zona parecían haberle granjeado amistades. Aun así, me resultaba difícil imaginármelo jugando a la pétanque con los aldeanos o bebiendo licor con Albert Poulet y Jean Grimaud bajo los plátanos de la plaza del pueblo.
—Contrataremos mano de obra para que hagan el trabajo físico —explicó tía Yvette—. Tenemos dinero suficiente como para eso. Necesito ayuda con las comidas porque me lleva mucho tiempo cuidar de tu tío. No puede hacer nada por sí mismo. Es estupendo tenerte de vuelta.
Visualicé el telón de Le Chat Espiègle cerrándose y se me cayó el alma a los pies. En una época pasada, no se me habría ocurrido nada mejor que cocinar junto a mi tía en su magnífica cocina. ¿Qué había cambiado?
Bonbon se despertó, se estiró y saltó sobre el regazo de mi madre.
—Simone ya es una mujer de mundo —comentó mi madre—. Está destinada a hacer grandes cosas.
No comprendí lo que quería decir.
—¿Puedo ver a tío Gerome? —le pregunté a mi tía.
Tía Yvette dudó.
—No sé si te reconocerá.
—Me gustaría verle de todos modos —repliqué.
Seguí a tía Yvette escaleras arriba al dormitorio al final del pasillo. Empujó la puerta para abrirla y me hizo un gesto para que entrara. Tío Gerome estaba recostado en la cama, sujeto por una montaña de almohadas y cubierto hasta la cintura por una colcha. Las tablas del suelo crujieron bajo mis pies. Miré a mis espaldas, suponiendo que tía Yvette aún se encontraba allí. Pero se había marchado, dejando la puerta entornada. Oí como se reunía con mi madre y Bernard en la cocina.
Me acerqué poco a poco a la cama, esperando que tío Gerome se despertara o mirara hacia donde yo estaba. Pero no se movió. Había un crucifijo sobre la cama y una fotografía de mi padre en la mesilla de noche. Tardé unos segundos en reunir el valor necesario para mirar a tío Gerome a la cara. La llevaba totalmente afeitada, pero, aunque hubiera seguido teniendo bigote, no creo que le hubiera reconocido. Yacía postrado como un cadáver, el color había desaparecido de sus mejillas y tenía la mirada fija en el techo. Los únicos signos de vida en él eran que el pecho le subía y bajaba al respirar y que parpadeaba de vez en cuando. El infarto había afectado al lado izquierdo de su cuerpo. Su boca se torcía hacia abajo en una mueca como si un hilo invisible le tirara de la comisura izquierda. Los músculos alrededor del ojo se habían hundido. La rodilla izquierda se le doblaba hacia el exterior y tenía el puño cerrado junto a ella. Vacilé y las manos se me volvieron de hielo. El parecido con mi padre era extraordinario. Tuve que relajar la respiración antes de dar un paso más hacia él.
—Tío Gerome —susurré.
Dirigió una mirada titubeante en mi dirección, pero no pude interpretar su expresión. Tenía los nervios del cuello rígidos, y los brazos y manos estaban esqueléticos. No tenía ni idea de si sentía alegría u horror por verme, ni tan siquiera si me había reconocido.
Un ruido gutural le subió por la garganta, como si estuviera tratando de hablar. Le habían enrollado una toalla alrededor del cuello para enjugar la baba que le caía desde la boca por la barbilla.
—Tío Gerome —repetí, aunque no tenía idea de qué quería decirle.
El ruido gutural se intensificó. Aquel hombre tumbado en la cama no era feroz, sino frágil. El infarto había sido como una bomba, había detonado en su interior. Por el modo en el que su cuerpo se había contorsionado y retorcido para perder su forma natural, parecía como si lo hubieran vuelto del revés. Quizá lo que estaba viendo allí era su torturada alma, que había brotado a la superficie.
La tarde siguiente visité la tumba de mi padre en el cementerio de la aldea. Era la lápida más nueva entre las tumbas maltratadas por el tiempo y las criptas asimétricas. Un lagarto que tomaba el sol en una piedra cercana salió disparado cuando me puse en cuclillas sobre la hierba seca.
Aspiré el aroma del cementerio —una extraña combinación de moho, romero y tomillo— y pensé en lo cerca que se había quedado mi padre de conseguir su sueño y en lo rápido que nos lo habían arrebatado. Aunque me sentía feliz de volver a ver a mi familia, me desesperaba la idea de quedarme para siempre en la finca. La vida en Le Chat Espiègle lo había cambiado todo, y ver a tío Gerome me había ayudado a comprender que si no aprovechaba las ocasiones que la vida me brindara cuando se me presentaran, quizá no hubiera una nueva oportunidad.
Cerré los ojos, imaginando la sonrisa de mi padre. «París», susurré. «Vete allí —le escuché diciéndome—. Vete y dale una oportunidad a tu sueño».
Abrí los ojos y miré a mi alrededor. No había nadie a la vista, pero había escuchado claramente la voz de mi padre. Recorrí con el dedo su nombre sobre la lápida —Pierre Gustave Fleurier— y después contemplé las tumbas circundantes, algunas eran modestas y otras eran imponentes. Había acudido al cementerio en busca de una respuesta y eso era precisamente lo que había encontrado.
Contemplé a mi madre mientras cortaba las alcachofas para la cena. Mi tía era la cocinera y la artista en la cocina, pero mi madre era la hechicera. Le cantaba al agua hirviendo sobre el fuego y manipulaba las verduras con esmero y perfeccionismo. Tenía la capacidad de aplicar su magia a las tareas más mundanas.
De vez en cuando, mi madre se volvía y le contaba a Bonbon cosas en patois sobre la finca, sobre la cosecha de lavanda o sobre lo que estaba haciendo.
—Pelo las alcachofas así y las corto lo más uniformemente que puedo, ¿ves? —le decía, enseñándole a Bonbon una rodaja para que la inspeccionara.
Mi madre le hablaba a Bonbon más de lo que yo la había visto hablar con nadie.
—Mamá, Bernard te ha hablado sobre el espectáculo en Marsella, ¿verdad?
Mi madre miró a sus espaldas.
—Me ha contado que eres muy buena.
No había ningún deje de censura en su tono. Por ser una mujer que se había pasado toda la vida en el campo, había muy pocas situaciones en las que mi madre mostrara aprobación o desaprobación. Parecía aceptar todas las cosas por sí mismas.
Le conté cómo había acabado trabajando en el teatro de variedades, le hablé sobre Bonbon y Camille, sobre monsieur Dargent, madame Tarasova y Zephora. Luego le expliqué la historia de Michel Etienne y de su oferta para representarme si iba a París.
—Yo soy como Bernard —le dije, mirándome las manos—, solo que todo lo contrario. No pertenezco a este lugar, sino a la ciudad.
Mi madre señaló con la cabeza los campos de lavanda.
—Sí que perteneces a este lugar, Simone. Este es tu hogar. La tierra de la que procedes. Siempre pertenecerás a este lugar y siempre serás bienvenida. Vete a París, ve y dale una oportunidad a tu sueño. Ha quedado algún dinero de la última cosecha para el billete de tren y para ayudarte con el alquiler de unas cuantas semanas. Pero si no sale bien, quiero que me prometas que regresarás.
Le eché los brazos al cuello y enterré la cara en su hombro. Había pronunciado las mismas palabras que había oído en el cementerio. Mi madre conocía tan bien a mi padre que resultaba extraordinario.
—¿Pero qué pasa con Bernard y tía Yvette? —le pregunté—. ¿Cómo se las arreglará tía Yvette sin mí?
—Quédate este invierno, si puedes —me contestó mi madre—. Después, habrá muchas chicas buscando trabajo. Contrataremos ayuda para la casa si la necesitamos. No malgastes tu vida en tío Gerome, no le debemos nada.
Aquella noche durante la cena, mi madre anunció que yo me marcharía a París cuando llegara la primavera. Aunque tía Yvette se sorprendió, pronto cambió de opinión cuando Bernard describió mi actuación en Marsella.
—Bueno, en ese caso —comentó tía Yvette, sacudiendo la cabeza y tratando de asimilar la noticia—, tengo alguna ropa de ciudad que no voy a necesitar, así que se la puedo dar a Simone para el viaje.
Besé a mi tía. En cualquier otra situación, habría sentido lástima por ella. Sabía que nunca había deseado vivir en la finca. Pero en aquella época, parecía contentarse con la compañía de Bernard y de mi madre. Sin embargo, sí que sentí una punzada de tristeza por mi madre. Justo cuando nuestra relación se estaba volviendo más íntima, yo me marcharía.
Bonbon dejó escapar un aullido. Mi madre le sonrió y le hizo cosquillas detrás de las orejas.
—Bonbon dice que puedes irte a París con una condición —me dijo, con una mirada traviesa en los ojos.
—¿Y qué condición es esa? —le pregunté.
—Quiere quedarse. Le gusta vivir aquí.
Todos nos echamos a reír al oír aquella afirmación.