6

Una cosa es ver tu nombre en cartel porque te lo bayas ganado por tu talento y otra muy diferente es estar en él porque te hayas visto involucrada en un escándalo. Cada vez que veía mi nombre en la cartelera de Le Chat Espiègle me sentía avergonzada. Monsieur Dargent había creado un nuevo papel para mí: representaba a la sirvienta que ayudaba a la hermana pequeña de Sherezade a fugarse con el hermano pequeño del sah. Los personajes, encarnados por Fabienne y Gilíes, arriesgaban sus vidas por amor ante la misoginia y la tiranía a las que había dado rienda suelta el sah en palacio y recurrían a la sirvienta para que les ayudara a escapar. «Igual que cuando ayudó a “la versión marsellesa de Romeo y Julieta” en la vida real», rezaba la publicidad. Me entrevistó Le Petit Provençal y, con monsieur Dargent retorciéndome el brazo, sustenté la historia de que había ayudado en la fuga amorosa de Camille.

Mi inmerecido cartel me convenció aún más de que debía pedirle a monsieur Dargent un papel de cantante. Después del primer ensayo de la escena de pantomima con Gilíes y Fabienne, lo intercepté antes de que abandonara el auditorio.

—¿Puedo hablar con usted? —susurré, mirando a mis espaldas.

Fabienne y Gilíes aún estaban sobre el escenario, discutiendo algunos cambios en las acotaciones de su escena. Paulette y Madeleine se encontraban cerca de los bastidores, con las cabezas juntas, cotilleando. No eran necesarias en aquella escena, pero se habían quedado merodeando por allí después del ensayo del coro. Paulette levantó la vista y me fulminó con la mirada. Me volví hacia monsieur Dargent.

Hubiera preferido esperar hasta que todo el mundo se marchara, pero el espectáculo iba a pasar a fase de producción, por lo que tenía que hablar con él cuanto antes.

—¿Qué sucede? —me preguntó.

—¿Ya ha encontrado a una Sherezade?

Se metió las notas bajo el brazo y jugueteó con su corbata.

—Voy a Niza mañana para ver a alguien. ¿Por qué? ¿Sabes algo de Camille?

Inspiré hondo.

—No, me gustaría hacer una prueba para el papel.

Monsieur Dargent negó con la cabeza.

—No tengo suplentes para este espectáculo. No puedo permitírmelos. Y todo el mundo está totalmente ocupado.

—Me refiero a que quiero hacer yo ese papel.

Monsieur Dargent frunció el ceño y se rascó la nariz con el dedo. Confiaba en que por lo menos me concediera la oportunidad de hacer la prueba. No esperaba que me diera el papel de Sherezade, pero pretendía demostrarle lo que era capaz de hacer y quizá conseguir algún número en el que pudiera cantar un solo. Esperaba que si le gustaba mi voz me cediera el papel de Fabienne y la dejara a ella ser Sherezade, pero me había vuelto lo bastante astuta como para saber que si le pedía directamente el papel de Fabienne lo único que conseguiría sería causar problemas.

Monsieur Dargent se metió la mano en el bolsillo y sacó su reloj, al que le echó una mirada.

—Ve a buscar a madame Dauphin —me ordenó—. Elige un par de canciones y volveré a las cuatro para escucharlas.

Me sequé el sudor de las manos en la túnica.

—¡Gracias, monsieur Dargent! —exclamé—. ¡Se lo agradezco mucho!

La noticia de que le había pedido a monsieur Dargent el papel principal se extendió como la pólvora entre el reparto en cuestión de minutos. De camino a ver a madame Dauphin, pasé por delante del camerino de las coristas y escuché a Claire diciéndoles a las demás:

—Simone se está dando demasiada importancia. Me encantaría ponerla en su sitio.

Odiaba la maledicencia de la vida entre bastidores. Después de que me incluyeran en el cartel del espectáculo, incluso Jeanne había dejado de hablarme. Esa era la envidia y la inseguridad que dominaba nuestras vidas. Solo Marie, con sus mejillas sonrosadas y su encanto efusivo, seguía siendo agradable conmigo.

—Buena suerte —me deseó, saliendo disimuladamente al pasillo cuando me vio dirigiéndome escaleras abajo—. No puedo quedarme después del ensayo para verte, pero sé que lo harás bien.

Madame Dauphin me estaba esperando en la habitación bajo el escenario. Abrió una cartera y la volcó, dejando caer un montón de partituras en el suelo.

—Elige la que quieras —me dijo—. Cualquiera que creas que vayas a cantar bien.

Me incliné para examinar el montón.

—No sé leer música —repliqué, espantando un escarabajo que había caído junto con el revoltijo de papeles—. ¿Puede usted ayudarme a elegir?

—¿Ah, no? —exclamó madame Dauphin, mirándome con ojos entornados por encima de sus quevedos.

No dejé que su tono de desaprobación me desanimara. Era consciente de que Fabienne y Marcel tampoco sabían leer música y se aprendían todo de oído. Madame Dauphin cogió la carpeta de la tapa del piano y hojeó las partituras.

—Entonces, elegiré algo de la obra —anunció, pasando las páginas de la partitura de Sherezade—. Lo intentaremos con dos números. Uno más optimista y otro lento, para que puedas demostrar tu registro.

Escuché el primer número y me uní tan pronto como comprendí la melodía. Mi voz resonó en el sótano vacío. Sonaba clara y hermosa. Pero madame Dauphin no me felicitó; de hecho, mostró un rostro totalmente inexpresivo durante todo el ensayo.

«¿Qué importa? —me dije a mí misma—, no voy a dejar que me desmoralice».

Me sentí muy satisfecha de mi actuación y, tras una hora, me marché para acudir al ensayo del coro con Gilíes, convencida de que lograría impresionar a monsieur Dargent con mi audición. Traté de no desconcentrarme mientras Gilíes nos indicaba los pasos del número del harén, hasta que se quedó contento con la facilidad con la que contoneábamos las caderas y ondulábamos el vientre.

—¡Estás tan rígida como un cadáver! —le espetó a Claire, que arrugó la nariz y le hizo una mueca tan pronto como Gilíes le dio la espalda.

A las cuatro en punto terminó el ensayo del baile y monsieur Dargent se aproximó por la sala con monsieur Vaimber. Ambos se sentaron en unas butacas de la segunda fila. Madame Dauphin se giró y les saludó con la cabeza. Hojeó su cuaderno de partituras que estaba sobre la tapa del piano y lo abrió por la primera canción que habíamos ensayado aquella tarde. Monsieur Dargent sacó el reloj del bolsillo y se lo colocó sobre la rodilla. Miré a mi alrededor. Para mi desgracia, las demás chicas no dieron muestras de marcharse. Madeleine, Ginette y Paulette tomaron asiento unas filas más atrás de monsieur Dargent y se pusieron a cuchichear, tapándose la boca con la mano. Me pregunté por qué monsieur Dargent no las echaba. Quizá quería ver cómo actuaba con público.

—Cuando estés lista, Simone —me dijo.

Ni siquiera aquella primera noche en la que me habían empujado a salir al escenario para hacer el número hawaiano me había sentido tan nerviosa como en ese momento. Entonces no tenía nada que perder. Ahora había más cosas en juego: si fracasaba en la audición, probablemente no me dejarían volver a intentarlo.

Madame Dauphin arrancó con la introducción de la canción sin esperar a ver si yo estaba lista. Comenzó a tocarla una octava más alta de como la habíamos practicado y no tuve más opción que comenzar a cantar:

Depende de mí: no tengo miedo, depende de mí: lo cautivaré, depende de mí: puedo hacerlo…

En aquella clave inadecuada, mi voz sonaba tirante. Traté de subir el tono. Había planeado darle a la canción un toque cálido y dulce. En su lugar, estaba cantando como un pajarillo chillón. Pero a monsieur Dargent no pareció desagradarle. Se inclinó hacia delante, estudiándome. «Si logro superar esto —pensé—, puede que me deje cantarla en el tono adecuado».

Madeleine y Paulette se hundieron aún más en sus asientos y se echaron a reír. Traté por todos los medios de no dejar que me intimidaran. Monsieur Vaimber estaba mirando al techo. Pero aquella no era una mala señal: si no le estuviese gustando, me habría hecho parar antes. Mi cuerpo se relajó y sentí que aumentaba mi confianza.

Otras muchachas han perdido la cabeza: pero yo no, yo soy más lista.

Puede que él sea el gobernante, pero yo soy una mujer.

De repente, revoloteó la cortina del bastidor que se encontraba más cerca de mí. Pensé que había sido una corriente de aire y perdí la concentración durante un momento, cuando vi a Claire merodeando por un hueco del telón. Yo podía verla perfectamente, pero estaba oculta para los que se encontraban en el patio de butacas.

—No lo conseguirás —murmuró, lo bastante alto como para que yo pudiera escucharla—. Eres horrible y estás tan delgaducha como una raspa de pescado.

La irritación me invadió, pero decidí continuar. Si me detenía, Claire podría meterse en apuros, pero también acabaría con mi audición. Monsieur Vaimber era un purista en lo relacionado a continuar cantando pasara lo que pasara. «Los artistas tienen que saber mantener la concentración tanto con un público hostil como con uno amable», solía decir. En Le Chat Espiègle sin duda había experiencia con los públicos hostiles. Hacia el final de la temporada, cuando En el mar conseguía llenos absolutos, el éxito del espectáculo no impedía que los alborotadores lanzaran a las coristas colillas y programas enrollados a modo de armas arrojadizas. Pero monsieur Vaimber siempre dejaba claro que teníamos que continuar, independientemente de las pitadas y los abucheos.

Una sensación de quemazón me abrasó la garganta y me empezaron a llorar los ojos. Traté de parpadear para ver qué me los estaba irritando. Un vapor picante inundó el ambiente. Percibí una imagen borrosa de Claire vertiendo el contenido de una botella en el suelo. Fluyó hasta mis pies formando un reguero aceitoso. En medio de aquel calor, ese olor resultaba pestilente: era amoniaco. Me llevé la mano a la garganta y perdí el compás. Traté de exhalar suficiente aire como para terminar el estribillo, pero no podía respirar. Mi voz sonó desafinada. Monsieur Vaimber sacudió la cabeza de un lado a otro y monsieur Dargent frunció el ceño. Intenté no rendirme, pero fue inútil. La sangre me latía tan fuerte en los oídos que apenas podía escuchar la música.

Estaba a punto de echarme a llorar cuando alcancé el último acorde. Pero antes de que pudiera recuperar el aliento, madame Dauphin ya había empezado la siguiente canción. Monsieur Dargent levantó la mano.

—Creo que ya es suficiente por hoy —sentenció.

—Pero monsieur Dargent —tartamudeé, tragando saliva—. No es justo… Puedo hacerlo mejor. Es solo que…

—Una cosa es empezar bien, pero también tienes que ser capaz de terminar la canción correctamente —me interrumpió—. Si no, ¿cómo ibas a cantar todas las canciones del espectáculo?

No había crueldad en su tono, pero no le hizo falta añadir nada más.

A la mañana siguiente, me levanté y descubrí que el cielo se había encapotado. El agua gorgoteaba por las alcantarillas. La lluvia, que alternaba entre chaparrones y lloviznas, salpicaba las casas y convertía las calles en canales embarrados que olían a humedad. Las lluvias primaverales fueron tan breves que apenas se habían hecho notar y el verano había sido seco. No había visto una lluvia como aquella desde el día de la muerte de mi padre y durante un momento pensé que estaba en la finca, de nuevo en casa. Un rayo de luz tenue cayó sobre Bonbon, que todavía dormía sobre mi pierna. Pasé la mano por su pelaje aterciopelado. A causa de los largos ensayos y veladas, me había acostumbrado a levantarme tarde, pero aquel día no podía dormir más. Aparté las sábanas y las mantas y escuché el agua goteando por las tejas del tejado. Pensé en la carta que había recibido de tía Yvette cuando regresé del teatro tras mi desastrosa audición.

Querida Simone:

Me he inquietado mucho al saber que ahora trabajas en un teatro… Sé que eres una muchacha de buen corazón, pero he oído cosas malas sobre ese tipo de sitios y estoy preocupada por ti… Bernard irá a verte lo antes posible. Cree que puede encontrarte trabajo en una fábrica de Grasse.

PD: Además, adjunto a esta carta un mensaje de tu madre.

Estaba convencida de que el trabajo que Bernard había sugerido se trataba de una ocupación fácil y limpia —probablemente relacionada con la industria del perfume—, pero la carta de tía Yvette no podría haber llegado en peor momento. Necesitaba que tuviera confianza en mí, porque yo misma la había perdido.

El mensaje adjunto de mi madre era un dibujo que ella misma había realizado de un gato negro. Sonreí ante aquella imagen y los ojos me escocieron por las lágrimas. Era su manera de decirme: «Buena suerte». Siempre me había sentido más unida a mi padre que a mi madre, aunque los quería a los dos. Pero ahora que mi padre ya no estaba, los misteriosos mensajes de mi madre eran para mí más importantes que nunca.

—No has heredado mis dones, Simone —me había dicho una vez mi madre mientras contemplaba el fuego—. Eres demasiado lógica. Pero ¡Dios mío!, ¡qué cualidades tan maravillosas posees! ¡Y qué llama tan magnífica arderá cuando estés lista para hacer uso de ellas!

Apreté los ojos con fuerza y me pregunté qué estratagema tendría que utilizar para mantener el tipo en Le Chat Espiègle y continuar con el resto del espectáculo. ¿Qué esperanza tenía de conseguir una vida mejor si nunca iba a ser nada más que una corista, levantando la pierna para ganar setenta francos a la semana que únicamente me daban para pagar el alquiler de una sola habitación con un grifo de agua fría compartido y un retrete al final del pasillo?

—Pero hubieras logrado hacer una buena audición de no ser por Claire —susurró Marie mientras esperábamos entre bastidores para el ensayo del baile del harén aquella tarde—. Ella es la que ha arruinado tu oportunidad. Todavía deberías mantener la confianza en ti misma.

—No —le respondí, negando con la cabeza—. Si fuese realmente buena, habría sido capaz de ignorarla.

—Eres demasiado dura contigo misma —replicó Marie, tocándome el hombro—. Espera un poco. Todavía eres joven. Seguro que se te presentará otra oportunidad.

Fingí una sonrisa alegre y moví las caderas y los brazos como si no me importara otra cosa en el mundo, aunque el ensayo fue una tortura. Cuando Gilíes daba instrucciones, evitaba mirarme directamente o se me quedaba mirando demasiado tiempo. En una ocasión, vi como se estremecía cuando nuestras miradas se cruzaron. La compasión en sus ojos me dolió más que si sencillamente me hubiera ignorado. Mientras practicaba mi número en solitario, las demás chicas se sentaron en la primera fila a contemplarme. Claire fingió que bostezaba hasta que se aseguró de que había captado mi atención y entonces sonrió. La ignoré. No significaba nada para mí. Pero aquella actitud insensible habría sido mucho más útil un día antes, durante la audición.

Monsieur Vaimber supervisó los ensayos mientras monsieur Dargent estuvo fuera, en Niza, para negociar el contrato de la nueva estrella. Una tarde, días después de mi audición, monsieur Vaimber nos hizo representar el número final. Todo el reparto estaba en escena, incluyendo a la Familia Zo-Zo, que iban a ser aves gigantes revoloteando por encima de Sherezade y el sah mientras se declaraban su amor mutuo. La pareja se elevaría como por arte de magia sobre una alfombra mágica, gracias a una tramoya montada con cuerdas y espejos diseñada por Claude. La escena terminaría con un frenético baile de las coristas, una canción de Fabienne y yo finalmente me desengancharía el velo rebelde. Madame Baroux hacía las veces de Sherezade. La mayor parte del tiempo posaba como un accesorio del atrezo más que como una verdadera artista, pero durante la escena final hizo el esfuerzo, a pesar de que no se separaba de su bastón, de bajar por las escaleras del ensayo contoneando sus largas y delgadas piernas, con su eje vertical tan perfectamente erguido que casi se podía ver la «cuerda imaginaria» de la que tanto hablaba, prolongándose desde su coronilla hasta el techo. De repente, la puerta del auditorio se abrió con un enérgico portazo contra la pared. Todos nos volvimos para ver a monsieur Dargent de pie en el pasillo del patio de butacas, acompañado de una mujer de pelo rubio intenso.

—Señoras y caballeros, reúnanse a mi alrededor —nos llamó monsieur Dargent, haciéndonos un gesto con la mano para que nos acercáramos.

Nos secamos el sudor de la cara y el cuello con pañuelos y toallas y nos movimos lentamente hacia el borde del escenario.

—Tengo el placer de presentarles a mademoiselle Zephora Farcy: la nueva estrella de nuestro espectáculo.

Monsieur Dargent cogió la mano de la mujer con un gesto de exagerada cortesía.

Al reparto le costó unos segundos recobrarse de la sorpresa y saludarla. La piel de la frente de Zephora era tan suave que no podía tener más de treinta años, pero su orondo pecho y sus rollizos antebrazos le daban un aspecto de matrona, tanto, que podría haber sido la madre o la abuela de cualquiera. Sus senos eran como dos enormes bolsas de arena cayendo desde el pecho y su cinturón apenas lograba contener un voluminoso vientre.

—Debe de ser una buena cantante —susurró Gerard.

Las luces del escenario iluminaron el suave vello de las mejillas de Zephora, que me hizo pensar en los dientes de león. Bordeados por unos labios rojísimos, sus dientes, algo torcidos, resultaban sensuales y brillaban sus ojos ligeramente estrábicos. La sonrisa que les dedicó a monsieur Vaimber y a los demás hombres de la habitación rebosaba encanto femenino, pero el rostro se le volvió pétreo y su boca se curvó en una mueca de desagrado cuando posó la mirada sobre las demás.

—Está claro que no es ninguna Camille —le murmuró Fabienne a Marcel, pero él no la oyó.

Por el modo en el que le brillaba la mirada, daba la sensación de que estaba tan embelesado con la nueva estrella como monsieur Dargent.

«Pues casi mejor que le guste —pensé yo—. Él representa el papel del sah, así que tendrá que besarla».

Haciendo caso omiso de nuestras expresiones de asombro, monsieur Dargent dio una palmada y anunció que mademoiselle Farcy acababa de terminar la temporada en el Teatro Madame Lamare en Niza y antes de aquello había actuado en el Scala de París.

Madeleine y Paulette intercambiaron una mirada. La mención de París hacía más comprensible por qué monsieur Dargent había elegido a Zephora para sustituir a Camille. Haber actuado en la capital le daba muchos puntos. Lo único que monsieur Dargent tenía que hacer para atraer al público era mencionar que contaba con una «estrella de París». En principio, no importaría si era buena o no.

Más tarde, ese mismo día, ensayamos una escena del segundo acto en la que aparecíamos Zephora, Marcel, Fabienne y yo. Todos los demás que no estaban en la escena se quedaron merodeando entre bastidores, curiosos por ver actuar a la nueva integrante del reparto.

—¿Qué está haciendo aquí cuando podría estar en París? —le preguntó Claude a Luisa—. Algo me huele a chamusquina.

—La presencia de las coristas ya no será necesaria en esta escena —indicó monsieur Dargent desde su asiento en la primera fila del patio de butacas.

—¿Cómo? —exclamó Claire.

Mademoiselle Farcy no baila, así que ya no os necesitamos en escena. El baile de Simone será suficiente.

A las demás chicas no les importó. Se encogieron de hombros y abandonaron el escenario. Solo se quedó Claire, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo. Aquel era el número en el que daba una voltereta lateral y bailaba desde el fondo hasta el borde del escenario: era prácticamente un solo. Se mordió el labio y levantó la barbilla. Por un momento, pensé que iba a echarse a llorar. Pero dejó caer los hombros y pareció pensárselo mejor. Después de todo, tenía un alquiler que pagar y su sueldo no iba a verse afectado por aquello, solo su ego. Me lanzó una mirada centelleante y abandonó bruscamente el escenario. Escuché sus fuertes pisadas escaleras arriba en dirección al camerino. ¿De qué le habían servido todas sus tretas? Yo sabía bailar y Fabienne también. Si cualquiera de las dos hubiera conseguido el papel de Sherezade, ella podría haber hecho su número.

Zephora permaneció impasible mientras las coristas se marchaban. Se sentó en un banco, leyendo la partitura, ignorándonos a los demás.

Marcel la contempló con curiosidad antes de acercarse sigilosamente a ella.

Bonjour, mademoiselle Farcy —la saludó, haciendo una reverencia—. No nos han presentado correctamente. Soy Marcel Sorel, el actor principal. Es un placer conocerla.

Zephora levantó la mirada hacia él, pero no sonrió.

—Creo que deberíamos ceñirnos al guión, ¿no es así? —comentó.

Marcel se quedó con la boca abierta, sin saber si Zephora lo había desairado o no. Ella cogió la partitura y no volvió a dar muestras de percatarse de la existencia de Marcel. Él se retiró arrastrando los pies, como un perro apaleado.

Por la manera tan altiva en la que me había mirado, supe que era mejor no acercarme a Zephora directamente. Acaté todas las instrucciones de monsieur Dargent. Sin embargo, sí que tuve que leer parte del guión con ella, y me sorprendió escuchar su aguda voz y su apagada vocalización. Hasta entonces, había sentido vergüenza por compartir el escenario con una artista cuyo papel había intentado conseguir, empeño en el que había fracasado tan miserablemente. Pero cualquier sentimiento de superioridad que yo pudiera tener se desvaneció cuando Zephora cantó. Marcel y Fabienne demostraron su respeto quedándose sobrecogidos y boquiabiertos.

Zephora contaba con una voz dotada de autoridad. Tenía un toque metálico y su trémolo era tan exagerado que el suelo vibraba cada vez que pronunciaba una erre, pero cuando cantaba te atraía hacia ella, como un pez atrapado por la caña de pescar. E incluso aunque la carne de sus caderas se bamboleaba cada vez que pasaba el peso de su cuerpo de un pie al otro, irradiaba más carisma que obesidad. Zephora era como un panal rezumando miel. Supe que iba a cosechar un gran éxito entre los espectadores masculinos. Y teniendo en cuenta que aproximadamente el noventa por ciento de la gente que venía a ver los espectáculos de Le Chat Espiègle eran hombres, eso era lo que realmente importaba.

Al día siguiente, tenía una cita con madame Tarasova para que me arreglara mi traje.

—¿A qué viene esa cara tan sombría? —me preguntó, levantando la vista de la máquina de coser.

Llevaba el pelo peinado en una trenza enroscada alrededor de la coronilla con un estilo que le sentaba mejor que su habitual moño apretado. No deseaba hablar sobre mi fracaso en la audición, así que intenté cambiar de tema felicitándola por su nuevo peinado. Pero madame Tarasova comprendió mi táctica y persistió:

—Bueno, entonces —me preguntó, arqueando las cejas—, ¿quién se ha muerto?

Vera estaba colgando unos trajes en una barra elevada con ayuda de una vara.

—Está disgustada por su audición —comentó.

Madame Tarasova me espetó:

—Ha sido tu primera audición y fuiste lo bastante insensata como para presentarte sin haberte preparado. Puede que seas capaz de ponerte en pie y cantar en una boda, pero en el escenario no es lo mismo. Tienes que practicar una y otra vez.

Se levantó de la máquina de coser y se puso la cinta métrica alrededor del cuello.

—¿Por qué no ajustamos para ti el traje que Camille tenía que ponerse? —propuso—. La nueva protagonista va a necesitar uno nuevo de una talla completamente distinta.

—¿Qué debería haber hecho en la audición? —le pregunté a madame Tarasova cuando se agachó para medirme las piernas.

—Yo era encargada de vestuario en la ópera de San Petersburgo —me contó—. Créeme, los buenos artistas practican durante horas para que lo que hacen parezca fácil. No solo te pones en pie sobre el escenario y te conviertes automáticamente en una estrella, aunque parezca que ellos sí lo consigan.

Vera me ató un pañuelo al pelo.

—Tú serías una Sherezade mucho mejor que Zephora si entrenaras la voz —me dijo.

—¿Tú crees? —le pregunté, notando que mejoraba mi ánimo.

—Tienes un buen tono —me respondió—, pero no has entrenado la voz. No podrías cantar un espectáculo entero de ninguna manera.

Cogió aire y cantó una estrofa de una de las canciones de Sherezade, manteniendo la última nota antes de dejar que se extinguiera. El sonido era uniforme y muy hermoso.

Vera se echó a reír ante mi asombro.

—Yo también planeaba ser cantante, pero los bolcheviques tenían otros designios para mí.

—Podrías ayudar a Simone con su voz —propuso madame Tarasova mientras deslizaba la cinta métrica alrededor de mi cintura—. Aunque al final acabará por necesitar lecciones de verdad.

—Podemos practicar con el piano del sótano —asintió Vera—. Utilizaríamos las canciones de Sherezade antes de que los demás vengan a ensayar.

Me reproché a mí misma el haberme dejado derrotar tan fácilmente. El problema no era yo; era mi falta de experiencia. Y parecía que madame Tarasova y Vera pensaban que, si me esforzaba, lograría ser una buena cantante.

Sherezade resultó ser el espectáculo de más éxito en Le Chat Espiègle. Hacia el final de la segunda semana había corrido la voz y la multitud formaba colas desde las taquillas por todo el vestíbulo y a lo largo de la plaza para conseguir asiento. Los espectadores no se desalentaron ni siquiera cuando los cielos se abrieron para dejar caer un torrente de lluvia. Sencillamente, abrieron sus paraguas y siguieron charlando bajo ellos mientras esperaban para comprar una entrada. Además de nuestra clientela habitual de marineros y obreros, la publicidad también atrajo a funcionarios de aduana, maestros, médicos, peluqueros, trabajadores del ayuntamiento y otros respetables integrantes de la sociedad marsellesa. Monsieur Dargent estaba radiante gracias a su primer éxito de verdad. El aspecto demacrado que había caracterizado su rostro desde la marcha de Camille se desvaneció en cuestión de días. Nos daba palmadas en la espalda, nos pellizcaba las mejillas y se aficionó a fumar puros como un verdadero empresario teatral.

Sin embargo, el éxito del espectáculo no puso freno al mal ambiente. Si algo hizo, fue empeorarlo. Gerard se apostaba entre bastidores frotándose sus peludos nudillos y murmurando sobre los defectos de todos los demás. Y aunque se había vuelto a incluir en el espectáculo el baile con voltereta de Claire, no dejó de fruncirle el ceño a monsieur Dargent o de bufarme a mí. Había rumores de que Paulette había sustituido el pegamento para postizos de Madeleine por miel, por lo que esta última había perdido su cache-sexe durante la representación del miércoles por la noche y monsieur Vaimber tuvo que sacarla de un tirón del escenario. En represalia, Madeleine echó arena en la crema desmaquillante de Paulette, y a partir de entonces Paulette lució varios rasguños en las mejillas y la barbilla. Y, sin embargo, todos aquellos egos compitiendo por la atención del público lograban mejorar el rendimiento del reparto.

Zephora seguía comportándose de manera distante y su frialdad incluso empezó a afectar a monsieur Dargent. Antes y después de cada espectáculo, se retiraba a su camerino y se negaba a recibir visitas. Una noche, monsieur Dargent le rogó que se asomara para ver a los admiradores que la esperaban en la entrada de artistas y lo único que recibió fue una cortante respuesta:

—¡Déjeme en paz! ¡Estoy demasiado cansada!

En su lugar, nos enviaron a Fabienne y a mí abajo para entablar conversación con los impacientes admiradores de Zephora, aunque yo no tenía ni idea de cómo hablar con aquella multitud de hombres balbuceantes que se encontraban junto a la puerta. Fabienne, que se consideraba una experta en recibir piropos, me ayudó.

—¡Oh! ¡No la acosen a ella! Es demasiado joven para ustedes. Vengan aquí y hablen conmigo.

Aunque trabajábamos a destajo, Vera no dejaba escapar ni un solo momento para entrenar mi voz. Independientemente de lo tarde que hubiéramos terminado la noche anterior; nos reuníamos todas las mañanas a las once en el sótano. Ella tocaba notas al piano para que yo las cantara, e iba subiendo el tono más y más, todo lo que yo podía seguirla.

—Tienes una encantadora voz de mezzosoprano —me decía—. Y la proyectas bien. No entiendo qué pudo pasar durante la audición. Quizá fueron los nervios.

Vera me explicó que podía superar mi nerviosismo si respiraba correctamente.

—No cojas más aire del que necesitarías para oler una rosa y después deja salir tu voz sobre esa amortiguación de aire —me explicó.

Cantamos todas las canciones de Sherezade y Vera me demostró cómo debía entonarlas correctamente y en qué momentos debía enfatizar la emoción de cada canción.

Me divertían tanto las clases y cantar que, en lugar de sentir celos de Zephora, trataba de aprender de ella. La estudiaba siempre que podía, entre bastidores o durante los ensayos. Aunque su voz tenía características diferentes a la mía, me esforzaba por memorizar cómo expresaba las canciones y la imitaba cuando me encontraba a solas. Luego, cuando me reunía con Vera, adaptábamos las canciones a mi propio estilo.

Durante una matiné, me sorprendió la actuación lánguida que realizó Zephora. Su voz sonaba ronca y, a pesar del maquillaje, tenía unas manchas oscuras bajo los ojos y un tono febril en las mejillas.

—Por favor, llevadme con vos al palacio del sah —le dije yo, dándole el pie para su canción.

Ella se puso rígida. Durante un instante, pensé que se había olvidado del guión y traté de murmurárselo, pero no reaccionó. Fabienne trató de captar la atención de Zephora dándole un pisotón, pero aquello tampoco funcionó. El director de la orquesta levantó los brazos y dirigió a los músicos para que tocaran un par de compases más de la canción antes de volver al principio. Su táctica funcionó: Zephora salió bruscamente de su ensoñación y comenzó a cantar. Fabienne y yo dejamos escapar un suspiro, pero la heroica canción de Zephora que relataba que iba a acudir al palacio del sah para embaucarlo sonó más como un gimoteo lastimero.

—En mi opinión, creo que está tomando opio —comentó Fabienne después en el camerino—. Espero que se reponga para la representación de esta noche. Tiene pinta de que va a ser nuestra noche más importante por el momento.

—Ah —exclamó Luisa suspirando—, no conseguirá nada bueno si toma drogas. Cuando actuábamos en Roma, una de las coristas solía esnifar cocaína. Una noche se quedó dormida sobre las vías del tren.

—¿Y qué le pasó? —pregunté yo.

—¡Que la aplastó el tren como a un tomate! —respondió Luisa, cando una palmada.

Fabienne y yo hicimos una mueca de horror. Había oído que en los clubes más lujosos al público le servían la droga en bandeja, y de vez en cuando algunas coristas de Le Chat Espiègle recibían de sus admiradores bolsas de polvo cristalino. Con frecuencia, solía salir al callejón para escapar del calor de nuestro camerino y allí encontraba a grupos de hombres, apiñados o mirando al cielo, con la nariz manchada de polvo blanco. Una vez, durante un descanso, vi a un hombre que gritaba que tenía miles de cucarachas bajo la piel recorriéndole todo el cuerpo. Sus pupilas se habían dilatado al doble del tamaño normal y estaba sudando y temblando. Albert le arrojó un cubo de agua sobre la cabeza y le dijo que se marchara. El hombre le respondió vomitándonos en los zapatos.

Las coristas que tomaban cocaína decían que las hacía sentirse como si estuvieran «en la cima del mundo». Para mí, subir al escenario ya era suficiente emoción.

—Pues Zephora claramente oculta esa tendencia suya —comentó Fabienne mientras se limpiaba el maquillaje con un trapo—. Vamos, que cualquiera lograría ocultarlo con el tamaño de sus muslos.

Corté un melocotón en cuatro trozos. Estaba ácido, pero tenía demasiada hambre como para que me importara. No me interesaba calumniar a Zephora, pero me preocupaba qué ocurriría si se retiraba del espectáculo, como Camille.

—Apuesto a que la echaron de París —dijo Fabienne—. ¿Por qué si no alguien querría actuar en este teatro si tiene la posibilidad de exhibir sus habilidades delante de millonarios en el Scala?

—He oído que habrá unos cuantos periodistas entre el público esta noche —comenté yo, tratando de cambiar de tema—. Espero que hagan buenas críticas de nosotros.

—Y yo espero que haya algún que otro rico entre el público —exclamó Fabienne, echándose a reír mientras se agarraba los pechos y los empujaba hacia arriba—. ¡Y espero que ellos también hagan buenas críticas de mí!

Me senté frente al espejo y contemplé como me temblaba la mano. Me puse el maquillaje, me lo quité y volví a empezar de nuevo. La raya del ojo todavía me salía torcida y siempre hacía el final demasiado ondulado. La sombra de ojos y el rímel parecían heridas sobre mis párpados. Suspiré, cogí el paño que tenía para limpiarme la cara y el lápiz de carboncillo y me dispuse pacientemente a intentarlo de nuevo.

Había recibido un telegrama de Bernard en el que me anunciaba que iba a asistir a la representación de esa noche. En la última carta que había escrito a casa les había contado que estaba trabajando de costurera. No les había dicho nada de que me había subido al escenario. Estaba convencida de que Bernard venía a ver si Le Chat Espiègle era un establecimiento respetable y para calmar los temores de tía Yvette. Menuda sorpresa le esperaba.

—¿Qué haces aquí tan pronto? —me preguntó madame Tarasova, revoloteando por la estancia con los trajes de las hermanas Zo-Zo.

—No me podía estar quieta en casa —le confesé—. ¡Mire! —Le mostré el temblor de mi mano.

—Es por los nervios, no pasa nada —me aseguró mientras colgara los trajes de un gancho—. Es señal de que esta noche harás una buena actuación.

Me dedicó una sonrisa alentadora antes de salir rápidamente por a puerta. Cerré los ojos. «Inspira y espira. Lentamente. Inspira y espira». Abrí los ojos. El temblor todavía estaba ahí, pero ahora además me sentía mareada.

—Es inútil —mascullé mientras examinaba mi trapo sucio.

Necesitaba humedecerlo de nuevo si quería limpiarme el rímel que se me había corrido sobre la mejilla. Me eché el kimono sobre los hombros y me dirigí al lavabo.

Cuando pasé por delante del camerino de Zephora escuché un estrépito. La puerta se abrió violentamente y Zephora salió trastabillando, agarrándose el vientre. Dio dos pasos antes de doblarse y caer Je rodillas.

—¡Zephora! —Corrí hacia ella. Tenía el semblante muy pálido—. ¡Voy a buscar a madame Tarasova! —le dije.

Me agarró del brazo y me clavó las uñas en la piel.

—¡No! —bufó—. No me hace falta que te entrometas. Estoy bien, es solo… solo algo que padezco de vez en cuando. —Dejó escapar día risotada seca y maliciosa.

Su actitud era más seria que su habitual brusquedad. Se echó a temblar, aunque hacía mucho calor en el teatro. La contemplé, tratando de decidir qué debía hacer. No podía dejarla allí en aquel estado. Corrí al lavabo y humedecí mi trapo con la intención de dárselo a Zephora para que se lo pusiera en la frente. Cuando regresé, estaba tendida en el suelo, con la cara cubierta por una película de sudor.

—¡Oh, Dios mío! —gimió a través de unos agrietados labios.

Me arrodillé y le limpié la cara. Me miró, apretando los dientes. Algo en el interior de sus ojos me asustó.

—Voy a buscar ayuda —le dije.

Madame Tarasova estaba entre bastidores, cepillando los trajes con Vera y Martine, la nueva ayudante de vestuario.

—¡Algo le pasa a Zephora! —exclamé.

Las tres mujeres me siguieron escaleras arriba, pero Zephora ya no estaba en el pasillo.

—¡Está allí! —indicó Vera, señalando hacia la puerta abierta del camerino.

De algún modo, Zephora había logrado arrastrarse de vuelta al interior de la habitación y estaba tumbada en el suelo, agarrando las patas de una silla. Madame Tarasova abrió los ojos como platos. Se agachó junto a Zephora. La cantante se giró hacia un lado, agarrándose el vientre con las manos.

—Eso es por alguna cosa que ha comido —comentó Martine, avanzando un paso—. Mi hermano y yo padecimos algo similar nada más llegar a Marsella. Fue terrible.

Madame Tarasova frunció el entrecejo y apretó el vientre de Zephora con la mano. Cuando levantó la vista, había una mirada de alarma pintada en su rostro.

—¡Rápido! —nos instó—. ¡Ayudadme a traer ese sofá de la pared y a tumbarla en él!

Martine y yo arrastramos el diván hasta el centro de la habitación y madame Tarasova y Vera colocaron a Zephora sobre él. No fue una tarea fácil, pues la cantante pesaba varios kilos más que ambas mujeres y no parecía ser capaz de ejercer ningún tipo de esfuerzo por sí misma. Se acurrucó en el sofá y se metió el puño en la boca para contener otro gemido.

—Zephora —le dijo madame Tarasova, sacudiéndole el hombro—, ¿esto es lo que creo que es?

Los músculos del rostro de Zephora se tensaron y dejó escapar un aullido, ahogado por una ráfaga de música que provenía de la sala de ensayos. El espasmo pasó y Zephora asintió.

—¡Ya viene!

Vera y yo intercambiamos una mirada. Madame Tarasova siseó sin aliento, preparándose para la acción:

—Vera, ¡ve a buscar un médico! ¡Rápido!

Martine me agarró del brazo.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿Es el apéndice?

—No —le contestó madame Tarasova, colocándole a Zephora una almohada bajo la cabeza—. Nuestra estrella está a punto de tener un bebé.

Me quedé en el exterior de la oficina de monsieur Dargent, atándome y desatándome el nudo del kimono. De alguna manera, en mitad del caos que se formó tras el anuncio de madame Tarasova, se decidió que sería yo la que informaría de los acontecimientos sobre el inminente parto de Zephora a monsieur Dargent. Llamé a la puerta.

—¡Pase! —exclamó él desde el interior.

Me recibió la bruma del humo de cigarrillo. Monsieur Vaimber y otros dos hombres a los que no había visto antes estaban allí sentados con monsieur Dargent. A juzgar por la relajada expresión del rostro de monsieur Dargent, asumí que aquellos hombres no eran acreedores que trataban de recuperar su dinero, ni que tampoco tenían nada que ver con la mafia.

Monsieur Dargent se puso en pie de un salto y me hizo pasar a la habitación.

—Ah, Simone, pasa, pasa —me dijo—. Déjame presentarte a monsieur Ferriol y a monsieur Rey. Han venido desde Niza para ver el espectáculo.

Enchanté —dijo monsieur Ferriol, levantándose de su asiento y besándome la mano.

Monsieur Rey hizo lo propio.

—Si les gusta el espectáculo, invertirán en él —me susurró monsieur Dargent.

Se me encogió el estómago, pero hice lo que pude por fingir alegría.

Monsieur Dargent —le dije, sonriendo—. Necesito hablar con usted un momento.

El empresario teatral me dedicó una mirada perpleja, pero no pareció alarmado. Su actitud despreocupada me hizo sentir aún más lástima por él, por lo que estaba a punto de comunicarle. Me siguió hasta el cubículo de la taquillera, que estaba vacío.

—¡Inversores, Simone! ¿Puedes creerlo? —exclamó, tan pronto como nos encontramos en un lugar en el que nadie pudiera oírle—. Le Chat Espiègle nunca ha tenido inversores antes…, solo a mí.

Monsieur Dargent, tengo… —apreté los dedos de los pies. ¿Cómo iba a decírselo? Traté de encontrar las palabras correctas, pero no me dio la oportunidad de hablar.

—¡Ha llegado mi momento! —anunció, apretándome los brazos—. El día que mi padre me echó de casa, auguró que me moriría sin un céntimo, que acabaría en el arroyo. ¿Qué dirá ahora?

—¡Oh, Dios mío, monsieur Dargent! ¡Tengo que darle una noticia terrible!

Ya estaba hecho: ya lo había dicho. Me miró con recelo y sus labios se estrecharon formando una mueca.

—Zephora va a tener un bebé —exhalé.

Monsieur Dargent abrió los ojos como platos y dio un paso atrás. Al principio, pareció que no me creía; entonces se le iluminó el rostro al comprenderlo.

—No es de extrañar que dejara aquel espectáculo en Niza. Probablemente, se imaginó que lograría salir impune en un teatro más pequeño. Ya he tenido artistas embarazadas antes, pero si engorda más tendré que despedirla.

—No lo entiende usted —repliqué yo—. ¡Va a tener un bebé ahora mismo!

En ese momento, Vera entró corriendo en el vestíbulo con el médico.

—¿Todavía están en el camerino? —preguntó.

Yo asentí. Vera le indicó al médico que la siguiera.

El rostro de monsieur Dargent empalideció. Sacó su reloj y lo miró.

—Queda una hora para el espectáculo. ¿No puede esperar hasta después?

—Eso no funciona así —le respondí.

Se frotó los ojos cerrados y se desplomó sobre la silla de la taquillera.

—Estamos arruinados —se lamentó, golpeando la mesa con la cabeza.

Monsieur Vaimber entró en el cubículo.

—¿Por qué están tardando tanto? —susurró entre dientes—. Me he despedido de los caballeros. Regresarán más tarde para presenciar el espectáculo.

Le expliqué la situación y me sentí agradecida de que se tomara las noticias con más calma que monsieur Dargent.

—Tendremos que cancelar la función de esta noche —comentó—. No podemos hacer otra cosa.

—¡No podemos cancelarla! —gritó monsieur Dargent, mesándose los cabellos con tanta brutalidad que pensé que se los iba a arrancar—. Esos inversores se volverán directamente a Niza. No van a esperar en Marsella hasta que encontremos una sustituía.

—No necesitan ustedes buscar una sustituta.

Nos volvimos para ver a madame Tarasova de pie, detrás de nosotros.

—Tienen aquí mismo a alguien que puede defender el papel perfectamente —declaró, señalándome.

Monsieur Dargent paseó la mirada entre madame Tarasova y yo, y volvió a contemplarla a ella. Luego sacudió la cabeza en señal de negativa.

—No podrá hacerlo.

Madame Tarasova se cruzó de brazos.

—Sí que puede. Vera le ha estado enseñando. Marie puede sustituirla en el papel de sirvienta.

Monsieur Vaimber se sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la frente.

—No hay modo de que podamos incluirla…

—¿Qué elección les queda? —lo interrumpió madame Tarasova—. O bien corren ustedes el riesgo o dejan que esos inversores se marchen para siempre.

Monsieur Dargent dejó de tirarse del pelo y levantó la mirada.

—¡De acuerdo! —exclamó, poniéndose temblorosamente en pie.

—¡Muy bien! Ya nos salvó en otra ocasión… ¡Puede que logre hacer ese milagro de nuevo! ¡Contamos con ella!

No creo que pueda llegar a olvidar en toda mi vida aquella noche en Le Chat Espiègle. Ni siquiera cuando me encontraba entre bastidores escuchando a la orquesta tocando la melodía que daba pie a mi primer número podía creerme que estuviera allí. Deseaba un papel de cantante y ahora tenía uno, aunque lo hubiera conseguido sin previo aviso. De nuevo, estaba sintiendo escalofríos.

Monsieur Vaimber esperó conmigo hasta mi entrada. Las gotas de sudor le recorrían la frente y el modo en el que le temblaban las manos no me ayudó en absoluto a calmar mis propios nervios.

—Muy bien —me dijo—. Contamos contigo.

Me preparé y salí a escena. La multitud suspiró y aplaudió. Extendí los brazos y me aplaudieron aún más. Era buena señal que me estuvieran vitoreando, aunque solo fuera por el precioso traje que llevaba puesto, pues acababa de dejar pasar el primer verso sin cantar ni una nota. Por suerte, el director de la orquesta estaba acostumbrado a disimular ese tipo de fallos y dirigió a los músicos para que tocaran la introducción otra vez. Me deslicé hacia el proscenio, rodeada a ambos lados por las coristas que estaban ejecutando su baile del harén. Marie me guiñó un ojo y Jeanne sonrió. Claire me hizo un gesto con la cabeza. ¿De verdad acababa de ver aquello? Quizá se sentía agradecida porque había comprendido que yo me estaba arriesgando para salvarlos a todos ellos.

Los focos emitieron una luz cálida y blanca sobre mi rostro y hombros. Solo podía ver las primeras filas de espectadores sonrientes, pero sentí que Bernard estaba allí, en algún lugar. «Oh, Dios mío», recé, notando como me temblaban las piernas.

Otras muchachas han encontrado su muerte: pero yo no, yo soy más fuerte.

Otras muchachas han perdido la cabeza: pero yo no, yo soy más lista.

Puede que él sea el gobernante, pero yo soy una mujer.

El público volvió a aplaudir. Mi voz resonó por encima del estruendo, clara y fuerte. No tuve problemas en mantener el aliento. Dejaron de temblarme las piernas, me contoneé y di una vuelta, improvisando un baile que casara con la letra.

Algo cayó a mis pies y mi talón chocó contra el objeto. Chas. «Oh, no —pensé—. Ya me están arrojando comida». Miré a mis pies, pero en lugar de un tomate vi una rosa. Me agaché y la recogí. Mientras seguía cantando, me llevé la flor a la nariz, como si estuviera apreciando su fragancia, y después se la pasé a Claire con un gesto dramático. No fallé ni una nota. Los vítores resonaron aún más fuerte.

—¡Mademoiselle Fleurier! —gritó un hombre desde el público.

Otras voces se le unieron. «Otras muchachas han encontrado su muerte: pero yo no, yo soy más fuerte». Aquella canción, que apenas unas semanas antes me había provocado tanto dolor, se había convertido en mi grito de guerra. Cuando llegué a la última nota, inquebrantable, y levanté los brazos al aire con valentía como pose final, el clamor del público me indicó que lo había logrado.

El resto de la representación pasó como un torbellino: las dos horas y media se fueron volando como si hubieran sido dos minutos. Cada vez que corría escaleras arriba para cambiarme de traje, Vera me informaba rápidamente sobre las novedades del parto de Zephora.

—El médico dice que no le queda mucho. No lo pasará demasiado mal. Tiene la constitución adecuada.

Procuré sentarme muy quieta mientras Martine fijaba con alfileres a mi cabeza el tocado nupcial.

—El médico ha estado escuchándote entre contracción y contracción —me contó—. Dice que eres muy buena y que una voz como la tuya podría cantar en cualquier parte.

Me levanté para que madame Tarasova y Martine inspeccionaran los corchetes y alfileres de mi vestido. El traje de novia tenía tantas lentejuelas y brillantes que tuve que reunir toda mi concentración para mantenerme en equilibrio. Cuando salí por la puerta, escuché un largo quejido que provenía del camerino de Zephora y, segundos después, el llanto de un bebé.

Martine y yo hicimos todo lo que pudimos para no echarnos a reír.

—Dos personas han nacido esta noche —comentó.

El telón cayó tras el noveno bis. La adrenalina que me había mantenido en pie durante el espectáculo descendió en picado. Me palpitaba con fuerza el corazón y notaba un hormigueo en las plantas de los pies y en las puntas de los dedos de las manos. Marcel me cogió del brazo y me dio un apretón. Se había sorprendido mucho al saber que yo iba a ocupar el puesto de protagonista, pero la sorpresa mejoró su actuación. Me esforcé por mantener el tipo. El resto de los integrantes del reparto se arremolinaron a nuestro alrededor.

—¡Bien hecho, Simone! —gritó Claude.

—¡Estás preciosa! —exclamó con entusiasmo Marie.

Monsieur Vaimber y los tramoyistas gritaron «¡Bravo!», desde bastidores e incluso el grupito de Claire se comportó de manera atenta.

—¡Tienes un aspecto tan diferente! No puedo creer que seas tú —comentó Paulette—. Es increíble lo que un vestido bonito puede hacer.

Monsieur Dargent apareció entre bastidores y los demás le dejaron pasar.

—¡Simone! —exclamó, abrazándome efusivamente y besándome en las mejillas—. ¿Quién se lo podía imaginar? Te has metido en el papel de estrella como pez en el agua.

Me condujo escaleras arriba hacia mi camerino. El pasillo estaba lleno de admiradores e incondicionales. Mujeres con vestidos de escotes pronunciados se apoyaban del brazo de hombres con bigotillos delgados. Parecían brillar y titilar ante mí como un río bajo la luz del sol. Movían la boca rápidamente, comentando sus sensaciones sobre el espectáculo, pero se quedaron en silencio cuando me vieron.

—¡Bonsoir, mademoiselle Fleurier! —chilló alguien.

Eso hizo que la algarabía comenzara de nuevo.

—¡Bravo, mademoiselle Fleurier! —gritaban—. ¡Vaya actuación!

Busqué a Bernard entre el mar de rostros, pero no lo encontré. A pesar de que monsieur Dargent había asegurado que yo me había adaptado al papel de estrella de manera innata, me paralizó que tanta gente me prestara atención. Me hubiera gustado huir de allí, pero no quería decepcionar a monsieur Dargent. Aturdida, firmé autógrafos, besé mejillas y estreché manos, haciendo todo lo posible por mantener una actitud valiente, cuando lo único que deseaba era tumbarme.

—No veo a Bernard —le susurré a monsieur Dargent.

Le había contado antes que un amigo de la familia estaba entre el público para ver la representación.

Me dio unos golpecitos en el brazo.

—Vete a tu camerino y veré si puedo encontrarle.

Monsieur Dargent se volvió hacia los admiradores y dio una palmada:

Mademoiselle Fleurier necesita un descanso. Mañana por la noche volverá a encontrarse con todos ustedes.

La multitud comenzó a dispersarse. Varias personas gritaron que volverían. Un trío de hombres vestidos con esmóquines y sombreros de copa se quedaron rezagados y el más alto de ellos me miró fijamente. Pero fuera cual fuera el mensaje que trataba de transmitirme, no lo comprendí. Estaba a punto de desmayarme.

Cerré la puerta del camerino y me desplomé de rodillas, demasiado agotada como para quitarme los zapatos o el tocado. Fabienne y las hermanas Zo-Zo todavía estaban abajo y agradecí poder contar con unos minutos de tranquilidad hasta que volvieran. La estancia olía a limón y a menta, y a algo más… ¿A tabaco? Abrí los ojos y me sobresalté al distinguir a un hombre sentado en la silla de mi tocador. Al principio, pensé que era Bernard, pero aquel hombre era unos años mayor, aunque iba vestido impecablemente.

Se puso en pie.

—Siento haberla sorprendido, mademoiselle Fleurier —dijo—. Quería evitar el frenesí de ahí fuera para poder hablar con usted. Soy Michel Etienne.

Lo anunció de tal modo que sugería que yo debía conocerle. Claramente, tenía el aire impositivo de alguien acostumbrado a que le pidieran favores. Pero yo no tenía ni la menor idea de quién era. Tenía una estatura media y constitución enjuta y nervuda, con una tenue mata de pelo rubio que dejaba al descubierto una frente de entradas generosas. Su acento era suave y nasal, y ya lo había oído en alguna otra ocasión en Marsella. Era de París.

—Ha tenido usted un debut impresionante para ser tan joven —comentó—. Si puede venir a París, quizá logre hacer algo por usted.

Se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta y sacó una tarjeta. Me la entregó.

Michel Etienne

Agente teatral

Rue de Saint Dominique, París

Me quedé desconcertada, pero también intrigada.

—¿París? —murmuré.

Monsieur Etienne me dedicó una sonrisa fugaz y me indicó que le dejara pasar. Me incorporé lentamente y me aparté de su camino. Me saludó con la cabeza y cerró la puerta tras de sí.

¿París? Examiné la tarjeta de color crema y motivos dorados, imaginándome elegantes cafés y ventanas abuhardilladas como las que había visto en las revistas que Bernard solía traerle a tía Yvette. Visualicé las luces refulgiendo sobre el Sena, y el romance y la intriga a la vuelta de la esquina. «Ojalá…», suspiré, guardándome la tarjeta en mi estuche de maquillaje. Solamente el billete a París costaría más de lo que podía ahorrar en seis meses.

Un golpe en la puerta me sobresaltó. La abrí para ver al otro lado la cara sonriente de Bernard.

—¡Bernard!

Entró corriendo en la habitación y me abrazó efusivamente.

—¡Qué sorpresa, Simone! —exclamó, echándose a reír—. ¿Qué historia era esa de que trabajabas de costurera? ¡Pero si eres la estrella del espectáculo!

—Sí que fui costurera —aclaré—. Pero cómo conseguí el papel es una larga historia.

—Tu padre estaría muy orgulloso de verte. El público se ha quedado encandilado.

Lo cogí de la mano y lo conduje hasta el sofá en el lado de la habitación que pertenecía a Fabienne. Con la mente todavía acelerada por los acontecimientos de la noche, me costaba concentrarme, pero la alegría de Bernard por el espectáculo me produjo más satisfacción que ninguna otra cosa. Me había preocupado por que pudiera no aprobarlo, pero allí estaba, asegurándome que mi padre se habría sentido orgulloso. Si aquello era cierto, estaba convencida de que mi madre y mi tía también pensarían lo mismo. Estaba a punto de contarle lo que había pasado con el agente de París cuando escudriñé detenidamente su rostro. En su cara se podía apreciar una sonrisa tensa y bajo sus ojos vi unos círculos oscuros.

—¡Bernard! ¿Qué sucede? ¿Qué ha pasado?

—Tengo algo que contarte —me anunció, cogiéndome las manos y bajando la voz—. Ha tenido lugar una desgracia en la finca. Tienes que venir a casa lo antes posible.