5

Durante mi primer ensayo en Le Chat Espiègle me sentí como una impostora. Como parte de mi contrato, tenía que practicar con las coristas cada tarde a las dos en el sótano bajo el escenario, excepto los jueves y domingos, que había matinés en las que actuar. La estancia estaba normalmente cerrada, por lo que me senté en las escaleras llenas de polvo junto con las otras chicas hasta que madame Baroux, la profesora de ballet, llegó con madame Dauphin, la pianista acompañante. Cuando lo hizo, las chicas se enderezaron de sus encorvadas posturas y se arremolinaron junto a la puerta, y yo las seguí. Solo Claire y Ginette se aproximaron arrastrando los pies con la misma apatía que los asistentes a una comitiva funeraria, pero si madame Baroux se dio cuenta no lo demostró.

Bonjour, señoritas —canturreó, apoyándose en su bastón.

Se sacó una llave que llevaba colgada de una cuerda alrededor del cuello y la introdujo en la cerradura de la puerta.

Bonjour, madame Baroux —contestaron las chicas, y sus voces sonaron como las de las alumnas de un colegio de monjas.

La mirada de madame Baroux se posó sobre mí y me saludó con la cabeza. Asumí que monsieur Dargent le había explicado quién era. A las coristas se les exigía ensayar todos los días para mantener su flexibilidad, pero esa no era la intención de monsieur Dargent con respecto a mí. Quería que yo entendiera lo que las chicas hacían para que pudiera imitarlas en el escenario. Además, pretendía que adquiriera los fundamentos básicos del baile por si acaso era necesario que participara en el siguiente espectáculo o que sustituyera a las que se pusieran enfermas. Tenía que ganarme el sueldo.

Después de recibir varios empujones, cortesía de madame Dauphin, la puerta se abrió con un crujido y nos introdujimos en la habitación tras madame Baroux. Madame Dauphin se sentó al piano y levantó la abollada tapa. Calentó los dedos sobre las teclas con una melodía que me hizo pensar en mariposas revoloteando entre la hierba alta. Sus desarreglados rizos y su vestido de flores eran la antítesis de madame Baroux, que llevaba el pelo recogido con peinetas y mantenía su individualidad escondida bajo una blusa blanca almidonada y un chal de ganchillo típicos de una mujer francesa de mediana edad.

—¡Estiramientos! —anunció madame Baroux, golpeando el suelo de parqué con su bastón.

Las chicas se echaron al suelo, transformándose en un mar de miembros extendidos, contorsionando todas a la vez sus figuras enfrente de los espejos que se alineaban a lo largo de las paredes del sótano. Yo me dejé caer al suelo también. La arenilla del parqué se me pegó a las palmas de las manos, así que me las froté contra los lados de mi propia túnica antes de estudiar qué estaba haciendo la chica que tenía delante, Jeanne.

—Es así —me susurró Jeanne, alargando la pierna y acercando el pecho hacia la rodilla estirada.

Hizo una mueca y se le pusieron las mejillas coloradas. Seguí su ejemplo y, para mi sorpresa, logré imitar la postura sin demasiado esfuerzo. Ya me estaba felicitando mentalmente cuando noté que madame Baroux me daba un golpecito con el bastón en la zona lumbar.

—Mantén la espalda recta. Eres bailarina, no contorsionista. Todos tus movimientos deben fluir grácilmente desde tu eje vertical.

Aunque las chicas eran coristas y no bailarinas, la mayoría de ellas tenía experiencia con el baile clásico. Yo me sentía perdida entre ellas. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué diablos era el eje vertical?

—Sí, madame —respondí, corrigiendo la postura todo lo que pude.

Sin embargo, cuando levanté la vista, madame Baroux ya había pasado de largo.

—No es que le haga precisamente falta mucha elegancia en su número —escuché que alguien murmuraba desde la primera fila.

Levanté la mirada por encima del mar de cintas del pelo, medias y enaguas para ver quién había sido. ¿Claire? ¿Paulette? ¿Ginette? Puede que yo hubiera salvado el espectáculo, pero aquello no significaba que no sintieran rencor porque a una ayudante de vestuario le hubieran dado un papel principal.

—¡A la barra, señoritas! —exclamó madame Baroux.

Levanté la vista y vi que las demás se habían colocado en posición de espera junto a una barandilla de madera que recorría una de las paredes. Troté tras ellas y ocupé mi lugar en la fila. Madame Baroux me dedicó una mueca que apenas podía confundirse con una sonrisa.

—Arabesca —anunció.

Contemplé a la chica que tenía al lado y extendí la pierna hacia atrás, imitándola. Madame Baroux se movió a lo largo de la fila, echando hombros para atrás y levantando caderas. Agarré la astillada barra e imaginé que mi columna vertebral estaba formada de canicas alineadas desde el cuello hasta el sacro. Mantuve la pierna firme, ignorando la quemazón que sentía en la parte interior de los muslos. Pero madame Baroux pasó a mi lado sin dedicarme ni una sola mirada. No se trataba de que mi postura fuera perfecta, sino que ni siquiera le merecía la pena molestarse en corregirme.

—Con esa pinta, parece un bebé —le susurró Ginette a Madeleine lo bastante alto como para que yo pudiera oírlo.

Comparé sus brillantes mallas con mi blusa de percal, elaborada a partir de un paño que me había traído de la finca.

—Bueno, la han puesto en el espectáculo para hacer reír al público —le contestó Madeleine entre risitas.

Me mordí el labio y me esforcé en no llorar. ¿Acaso no era precisamente aquello lo que había deseado: estar en el teatro? Y aun así, nunca antes me había sentido más torpe, fea o sola.

La tensión entre las chicas y yo llegó a su punto crítico un tiempo después. Estábamos apiñadas en el camerino, preparándonos para la actuación. Me habían asignado un lugar en la esquina trasera, en un hueco entre una ventana cegada y una palmera marchita. Había hecho calor durante el día y aunque se habían abierto de par en par todas las ventanas que no estaban rotas, no corría nada de brisa. Nuestros trajes tendrían que haber pasado por la lavandería, pero madame Tarasova estaba demasiado ocupada y alguien, probablemente Marión, no se había lavado los pies después del ensayo. El aire apestaba a una mezcla de colonia, piel sudorosa y zapatos húmedos que revolvía el estómago. Solamente funcionaban tres de las diez bombillas de mi espejo. «En realidad da lo mismo», pensé, mirando con desaprobación las manchas de color sobre mis párpados. No se me daba bien maquillarme, aunque madame Tarasova había hecho lo posible por enseñarme. Estaba tratando de aplicarme el maquillaje a la mandíbula, cuando Claudine acercó una banqueta y se sentó junto a mí.

—El espectáculo va bien gracias a ti, Simone. He oído a monsieur Dargent decir que se han compensado las pérdidas —comentó.

Cogí el lápiz de ojos y asentí. Claudine me gustaba, pero no me fiaba de Claire, que se sentaba justo detrás de mí. Había ocupado el puesto de Anne en el coro y no ocultaba que pensaba que yo sobraba en el camerino. Independientemente de lo cuidadosa que yo fuera, cada vez que movía mi banqueta hacia atrás siempre me chocaba contra su espalda.

—¡Ten cuidado! —me espetaba—. ¡Si me rompes las medias, tendrás que pagar una multa!

Por supuesto, en esa ocasión se dio media vuelta y le rugió a Claudine:

—El primer acto es terrible. ¡Habría que recortarlo inmediatamente!

—¿Por qué? —preguntó Claudine, girando su banqueta para enfrentarse a Claire—. Un nuevo acto significaría semanas de ensayos sin sueldo.

Marie levantó la mirada desde su espejo.

—En todo caso, ahora ya no es necesario —comentó—. Simone ha salvado el espectáculo. La audiencia va en aumento y ayer por la noche hicimos lleno absoluto.

Me agaché para ajustarme las tobilleras y evitar la mirada de las demás. Todas habían sido simpáticas conmigo mientras trabajaba en vestuario, pero cuando conseguí un papel en el espectáculo cambiaron las cosas. La opinión de las chicas sobre mí estaba dividida. Claudine, Marie, Jeanne y Marión, que consideraban que su papel en el coro era un empleo como otro cualquiera, estaban contentas de que yo me uniera a su número, porque aquello significaba que no tendrían que separarse de sus hijos para ensayar un nuevo acto. Pero algunas de las otras chicas, como Claire, Paulette, Ginette y Madeleine, tenían ambiciones. Querían ser estrellas y yo representaba una amenaza para sus objetivos.

Claire arrugó la nariz.

—¡Bah! —resopló, desairando a Marie con un gesto de la mano—. La audiencia está aumentando porque las celebraciones del Día de la Bastilla se han terminado y la gente necesita algo que hacer.

Algunas de las otras chicas murmuraron palabras de asentimiento.

—Creo que deberíamos hablar con monsieur Dargent después del espectáculo —propuso Paulette, echándose su bata manchada de maquillaje encima de los hombros—. El público viene porque quieren ver a chicas guapas bailando. Simone nos pone a todas en ridículo.

—Ya hablaste con monsieur Dargent la semana pasada —le contestó Claudine, riéndose entre dientes—. Y arregló el problema contratando a Simone. —Me dio unas palmaditas en el hombro y me sonrió abiertamente. Sabía que tenía buenas intenciones, pero deseé que no continuara hablando—. Y además —prosiguió—, está tan contento con Simone que está pensando en poner su nombre en los carteles de publicidad del espectáculo.

El murmullo de voces en la habitación se detuvo. Todas las miradas se volvieron hacia Claudine. Nadie me miraba a mí.

—Es verdad —comentó Marie mientras se ponía colorete en las mejillas—. Ayer mismo le oí hablando con la taquillera sobre el tema. La gente ha estado preguntando si este era el espectáculo «de la chica graciosa».

Paulette se dio la vuelta hacia su espejo y se pasó bruscamente el cepillo por el pelo. Madeleine y Ginette intercambiaron una mirada.

—Si la ponen en cartel, yo me marcho —sentenció Claire, encogiendo sus huesudos hombros—. No es más que una ayudante de vestuario. No durará mucho sobre el escenario. No basta con comportarse como una idiota. También hay que saber bailar.

—Además, tampoco es que sea ninguna belleza —añadió Madeleine, elevando la nariz en el aire.

Me levanté y corrí por la puerta, pisando zapatillas y bolsos. Cuando me encontré a salvo en el vestíbulo, apoyé la frente sobre el dorso de la muñeca y me recliné sobre la barandilla. Las groserías de las coristas eran como un mazazo para mi autoestima. Quizá tenían razón y yo no estaba hecha para el teatro.

Pero mi humor cambió en el momento en que sonó la campana de llamada a escena. Corrí escaleras abajo para colocarme en mi puesto entre bastidores. Podía sentir al público antes de verlo: el ambiente era eléctrico. Las voces de los hombres y mujeres que estaban entrando en la sala zumbaban y crepitaban como chispas de electricidad estática antes de una tormenta. Presioné con la mano la pared trasera para conectarme con aquella corriente. El propio edificio parecía estar palpitando. Aquella noche iba a haber un lleno absoluto.

Resonó el eco de un redoble de tambor por toda la sala. La orquesta arrancó con la música del número de introducción y mis pies golpearon el suelo al ritmo de los ukeleles. Ya no necesitaba que monsieur Dargent me diera el pie, pues me sabía de memoria cuándo debía entrar. Al final de la segunda estrofa, salté al escenario bajo los focos. La multitud rugió y estalló en aplausos.

—¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!

Mi voz se elevó por encima de las de las chicas incluso más de lo habitual. Había conseguido fortalecerla practicando todas las noches. Era capaz de forzar aún más el sonido sin desafinar. Claire trató de alcanzarme con su estridente voz de soprano, pero no podía mantener el tono y bailar al mismo tiempo. Recorrí con la mirada al público, que era un océano de rostros paralizados. Me olvidé de las hoscas recomendaciones de madame Baroux sobre mantener el «eje vertical» y contoneé las caderas y oscilé las piernas en todas las direcciones. El público rugió y aplaudió. Sus risas llegaron hasta el escenario como una ola rompiendo en la playa. En un instante, toda la primera fila se puso en pie y me vitoreó: «¡Bravo, mademoiselle Fleurier! ¡Bravo!».

¿Se sabían mi nombre? Sentí mariposas en el fondo del estómago. La vibración me recorrió desde el pecho hasta las puntas de los dedos.

—¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! —canté, con toda la fuerza que podía extraer de los pulmones.

—¡En solo dos semanas ya eres todo un éxito! —exclamó madame Tarasova cuando salí del escenario—. Has entrado en el mundo del espectáculo como pez en el agua. ¡Tienes talento innato!

—Te echamos de menos aquí abajo —me dijo Vera, quitándome la peluca.

—Me cambio y bajo ahora mismo, ¿vale? —le contesté, volviéndome hacia las escaleras—. Monsieur Dargent quiere que os ayude hasta que prepare más números para mí en el siguiente espectáculo.

Corrí escaleras arriba al camerino, pero me paré en seco cuando vi el desorden en el exterior de la puerta. Me quedé aturdida durante un momento, contemplando las brochas y lápices de maquillaje tirados en el suelo. Había un bote de colorete volcado de lado, una pastilla de rímel aplastada que formaba una pasta grasienta contra las tablas del suelo y el polvo de arroz espolvoreaba todo como si fuera nieve. Había un tocador con el espejo rajado apoyado contra la pared. Contemplé con la boca abierta aquel espectáculo de destrucción durante unos segundos antes de percatarme de que aquellos objetos eran míos.

Me agaché para recoger los cosméticos cuando me di cuenta de que el kimono decorado con rosas que había heredado de Anne estaña enganchado en la puerta. Tiré de él, pero estaba tan atascado que no podría moverlo a menos que le pidiera a alguna de las chicas que me ayudara. Alguien soltó una risita y vi sombras moverse por la rendija de luz que salía por debajo de la puerta. Me imaginé a Claire y a sus cómplices espiándome por la cerradura, felicitándose a sí mismas por su inteligencia. Dejé la bata: opté por volver después a por ella antes que darles la satisfacción de tener que rogarles que me la devolvieran.

Recogí el bote de colorete y limpié el resto del desorden lo mejor que pude, pasando el extremo de mi falda de hojas por el borde de los envases. Madame Tarasova había logrado componer mi colección de cosméticos de los objetos perdidos que había ido reuniendo a lo largo de los años. Me alivió ver que el envase de polvos de maquíllale estaba medio lleno. Dejé el rímel: se había echado a perder y no merecía la pena tratar de recuperarlo. Si me quejaba a monsieur Dargent, se les descontaría el dinero del sueldo a las responsables por comportamiento problemático. Pero, si lo hacía, las intimidaciones empeorarían. Y ya había más coristas que estaban en mi contra que a mi favor.

Recogí la colección de cosméticos arruinados y miré al otro lado de la esquina. Al final del vestíbulo, cerca de los servicios, había un nicho. El hedor a orina de los retretes era insoportable, pero el nicho estaba limpio y tenía un tragaluz de cristal esmerilado y luz eléctrica. Arrastré el tocador y el espejo hasta allí, y ordené lo que había quedado de mi maquillaje sobre la mesa.

—Muy bien, Simone, me alegra verte haciendo nuevas amigas.

Miré hacia el espejo rajado para ver a Camille junto a mí, vestida con una túnica para su número de Helena de Troya.

—Bienvenida al mundo del espectáculo —continuó.

Mantuve la vista hacia el espejo. No quería que me viera llorar.

Me puso la mano en el hombro y entrecerró los ojos.

—¿Quién te ha enseñado a maquillarte?

Madame Tarasova me ha enseñado algunas cosas y he copiado a las demás.

—Tu cara parece un mapamundi.

Me llevé la mano a la mejilla. Sabía que por mucho que lo hubiera intentado, no había conseguido adquirir el arte de mezclar los colores. Me alegré de que el público no pudiera verme de cerca.

—Vamos —me dijo Camille, moviendo la cabeza en dirección a su camerino—. Tengo quince minutos. Te enseñaré cómo hacerlo correctamente.

El camerino de Camille era un revoltijo de bellos objetos al lado de otros horrorosos. Había una silla de mimbre coja junto a una cómoda de madera pulida de palo de rosa, y una alfombra persa, entrecruzada con una mugrienta de algodón, cubría el suelo combado. Varios mantones de Manila tapaban el sofá cama, mientras que el tocador estaba atestado de botellas de perfume sin tapón. Moví nerviosamente la nariz ante el olor de la habitación: una mezcolanza de incienso, polvo y jabón de baño.

Camille me sentó en un taburete cubierto de satén y me limpió las manchas de maquillaje que se me acumulaban alrededor de la barbilla y las aletas de la nariz. Era fácil detectar los fallos en su espejo perfectamente iluminado. El lápiz de ojos desviaba mis pestañas hacia diferentes ángulos en cada uno de los dos párpados y mi boca se curvaba hacia un extremo. Si hubiera sido un poco más oscura de piel y hubiera tenido las sombras de los ojos un poco más claras, habría parecido uno de esos cantantes estadounidenses que se «oscurecían» la piel para cantar jazz.

—Mira —me dijo Camille, recogiéndome el pelo hacia atrás y sujetándolo con un pañuelo, para después limpiarme la cara—, tienes que maquillarte por encima del nacimiento del pelo y detrás de las orejas para que no haya bordes. Y aunque tienes la piel color oliva, necesitas utilizar algo más oscuro. Todo el maquillaje se deshace bajo los focos.

Levanté la mirada hacia Camille. El carboncillo que delineaba sus ojos intensificaba su color azul. El maquillaje se fundía con el color de su piel y el rojo de sus labios era suave. Aquellos colores realzaban su tono natural. Tenía un aspecto tan perfecto como el de la encerada pieza de un frutero. Me revolví en el taburete con timidez. ¿Por qué no podía yo tener un aspecto así?

Camille abrió la tapadera abatible de su estuche de maquillaje y rebuscó entre los contenidos.

—Aquí está —exclamó, sacando un bote que contenía una crema ce color perla. Abrió la tapa y extendió la sustancia bajo mis cejas y las pestañas de los párpados inferiores—. Destaca siempre tus cualidades y minimiza tus defectos —me explicó mientras me limpiaba los dos círculos de colorete que yo me había puesto en las mejillas para sustituirlos por dos toques de color extendidos por los pómulos—. Los seres humanos no somos más que animales con ropa —comentó—. Cuando esas chicas la toman con alguien, o bien están tratando de eliminar a la bestia más débil del rebaño o pretenden asustar a un nuevo miembro al que consideran una amenaza.

Toqué con la punta de los dedos una violeta apoyada en un platillo sobre el tocador.

—¿Eres de Marsella? —le pregunté.

Camille era rubia y tenía facciones delicadas como si fuera del norte. Nadie en Le Chat Espiègle sabía demasiado sobre ella. Tenía reputación de no contar nada sobre ella misma y nunca hablaba de lo que había hecho antes de entrar en el teatro.

Camille dejó escapar un suspiro exasperado.

—Eres una metomentodo —replicó—. Ahora mira hacia arriba para que pueda limpiarte esos pegotes de las pestañas.

Hice lo que me dijo y ella me peinó las pestañas con un cepillito minúsculo.

—¿Qué te parece? —preguntó, girándome la cara hacia el espejo. Parecía una muñeca en el escaparate de una tienda, con largas pestañas y boquita de piñón.

—Gracias —le dije, agradeciéndole a Camille no tanto el maquillaje sino los cinco minutos de amabilidad que me había dedicado; sola a mi corta edad, los necesitaba.

Camille asintió.

—No seas un animal débil, Simone —me advirtió—. Mi madre lo era. Por eso dejó que mi padre le pegara hasta que acabó por matarla.

Me pregunté si Camille confiaba en mí. Quizá estaba cansada de ricos pretendientes y de los tipejos que rondaban la puerta de artistas aullando tras ella cada noche después del espectáculo.

Camille debió de contarle a monsieur Dargent lo que había sucedido, porque a la noche siguiente me trasladaron al camerino número tres. La estancia estaba ocupada por Fabienne Boyer, la pechugona chántense del espectáculo, y las acróbatas Violetta y Luisa Zo-Zo. Estaba dividido desde el centro por una fila de pantallas orientales y una ventana de celosía, y teníamos que cuidarnos de no pegar portazos porque, si no, toda aquella endeble estructura se venía abajo. Fabienne ocupaba un lado de la pared y las hermanas Zo-Zo y yo la otra. En las raras ocasiones en las que todas coincidíamos cambiándonos en el camerino, el ambiente era agradable. Violetta y Luisa a veces se ponían solemnes antes de su número, pero después se volvían habladoras, y Bonbon podía sentarse en su propia cesta junto a la puerta siempre que no estuviera con madame Tarasova en la zona de vestuario.

—¡El público de hoy es fantástico[1]!— anunciaron las hermanas Zo-Zo, entrando de repente en el camerino.

Las ronchas en las palmas de sus manos y en el dorso de sus piernas me ponían nerviosa, pero las quemaduras de la cuerda no les solían molestar. Se secaron el sudor con toallas y se frotaron la piel con aceite de oliva y ungüento de lavanda.

—Gracias a la temporada turística es por lo que tenemos tanta audiencia —nos explicó Fabienne a través de la celosía.

La división del camerino había sido idea suya, pero no a causa de que fuera altiva, sino por consideración hacia nosotras, pues recibía muchas visitas. Las pantallas no aislaban el sonido, y las hermanas Zo-Zo y yo teníamos que contener la risa cuando Fabienne practicaba sus ejercicios de calentamiento: «Maaaa… Meeee… Miiii… Moooo… Muuuu…».

La única cualidad que su chillona voz poseía era que lograba mantenerse bastante tiempo en una nota sin desafinar, pero nadie venía a ver a Fabienne por sus capacidades como cantante. Era su rostro vivaracho y su fabulosa figura lo que incitaba a las multitudes. Las flappers de pecho plano habían sido el último grito en moda femenina, pero a los hombres se les caía la baba ante un cuerpo de 97-70-100. Su tocador siempre estaba cubierto de ramos de flores.

Aunque la conversación de los admiradores de Fabienne siempre era discreta —«Mademoiselle Boyer, al aparecer usted en escena, mi corazón se llena de alegría, es usted magnífica»—, había algo presuntuoso en aquellos hombres que me ponía la piel de gallina. Le daban las buenas noches a Fabienne, le besaban la mano y caminaban con aire arrogante hacia la puerta, girándose para hacer una última reverencia, siempre con un brillo en los ojos que me recordaba a la mirada de un lobo. Unos minutos más tarde, Fabienne fingía un bostezo y anunciaba que tenía que irse a casa.

—Pronto vendrán a visitarte a ti, Simone —me dijo Fabienne una noche, rociando en el aire su perfume de lilas.

Era su manera educada de camuflar el olor a sudor con un toque de cebolla que las chicas Zo-Zo traían después de actuar.

Le agradecí a Fabienne sus palabras de ánimo, aunque la atención de los hombres no era lo primero que tenía en mente. Y no es que fuera una mojigata. Había nacido en una finca y, a diferencia de las historias que las coristas inglesas nos contaban, mis padres nunca me habían prohibido salir al campo cuando los animales se apareaban. Desde siempre, había conocido los «secretos de la vida». Pero me producía terror la historia sobre que a Madeleine la hubieran obligado a abortar o la idea de ver mi destino vinculado a los caprichos de un hombre. Si aquel era el precio por estar con el sexo opuesto, yo no quería pagarlo.

Sin embargo, un deseo que era más fuerte que el sexo recorría mis venas. Cada noche, ansiaba el sonido del aplauso del público y no me sentía saciada hasta que no había recibido como mínimo dos bises. Estaba a punto de cumplir quince años y ya sabía lo que quería ser en la vida: y no era precisamente corista cómica de segunda fila. Si no podía lograr convertirme en una gran belleza del escenario, al menos quería llegar a alcanzar la fama como cantante.

Durante la antepenúltima noche del espectáculo En el mar, cuando salí del escenario me encontré a Camille espiando a hurtadillas tras una palmera artificial en el hueco de las escaleras.

—Reúnete conmigo en mi camerino —me dijo mientras recogía el borde de su túnica y desaparecía como una diosa que acabara de emitir una orden.

Ascendí penosamente las escaleras, casi chocándome con Claude el mago, que estaba tratando de bajar con la jaula de su pájaro balanceándose en una mano y su mesa de cartas bajo el otro brazo. Esperé en mi camerino hasta que escuché a Camille canturreando por el pasillo y el sonido del pestillo de su puerta. No tenía ni la menor idea de por qué nos estábamos comportando de una manera tan discreta.

—Pasa —me dijo, haciéndome un gesto para que entrara cuando llamé a la puerta.

La cerró a mis espaldas y yo me paré en seco. Durante un momento, pensé que me encontraba en el camerino de otra persona. El habitual desorden de Camille no se veía por ninguna parte: no había ropa interior sobre las sillas ni plumas ni zapatos tirados por el suelo, tampoco collares de perlas ni pañuelos sobresaliendo de los cajones del tocador. La única prenda de ropa visible era un vestido color carmesí colgado de la puerta del armario.

—Has recogido —comenté, fijándome en la maleta junto al tocador:

Camille se volvió hacia donde yo miraba.

—Ah, eso —respondió—. Siempre me gusta empaquetar mis cosas al final de cada temporada. Luego lo sacaré todo de nuevo el día del estreno de la nueva representación.

Asentí. Cada artista tenía su propio ritual supersticioso. El mío era besar el medallón que contenía la fotografía de mis padres antes de salir a escena. Fabienne se persignaba antes de su número y las hermanas Zo-Zo chocaban las manos y pisoteaban el suelo. Albert me contó que el empresario teatral Samuel el Magnífico se presentaba todas las noches de estreno con un sombrero apolillado y una barba de dos días. Pensaba que acicalarse para la ocasión traería mala suerte a la compañía. Nuestras vidas eran tan precarias que necesitábamos algún tipo de ritual para mantener cierta sensación de estabilidad.

La voz apagada del cantante masculino, Marcel Sorel, penetró por la pared. Estaba hablando con monsieur Dargent.

—En el próximo espectáculo quiero el último número del primer acto —le dijo.

—¿Por qué? —preguntó monsieur Dargent—. ¿Tienes algún compromiso con otro teatro? Ya sabes que eso sería romper tu contrato.

Camille bajó la voz.

—Escucha, Simone, monsieur Gosling me ha pedido que te pregunte si quieres venir con nosotros a cenar mañana por la noche.

—¿Yo?

—Sí —respondió—. Está encantado con tu número y quiere conocerte.

—¿A mí?

—Cenaremos en el Nevers.

Camille pretendía tentarme, pero sus palabras tuvieron exactamente el efecto contrario de lo que ella anticipaba. Nevers era uno de los restaurantes más exclusivos de Marsella. Me imaginé a las mujeres de vestidos elegantes que había visto en los establecimientos de la Canebière cuando solía pasear a Bonbon por allí.

—¿Qué pasa, Simone? —preguntó—. Si quieres tener éxito, no solo basta con actuar sobre el escenario. También tienes que relacionarte con la gente adecuada. Gente que pueda ayudarte.

Aunque me costaba creer que monsieur Gosling pudiera tener interés en mí, era mi ropa lo que me preocupaba. No tenía ningún vestido lo bastante bueno como para ir a la iglesia, menos aún al Nevers. Me miré los pies y Camille sacudió hacia atrás la cabeza y se echó a reír.

—¿Ese es el problema? —Se dirigió a su armario y cogió el vestido color carmesí—. Puedes quedarte con este. En todo caso, ya me he cansado de él. Y tengo los zapatos a juego. Puedes darlos de sí, si te quedan pequeños.

Recordé el vestido que tía Yvette había querido confeccionar para mí. La tela había caído junto con mi padre por el precipicio de las gargantas del Nesque. A pesar de mi entusiasmo por el teatro, no pasaba ni un solo día sin que me acordara de él o pensara en mi madre, tía Yvette o Bernard. Me preocupaba por que el cultivo de lavanda tuviera éxito y por cómo estaría sobrellevando mi madre el control de tío Gerome. Camille confundió mi tristeza con tozudez.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó, colocándome el vestido sobre el brazo—. Nevers. Un bonito vestido. Cena por invitación del heredero de una de las fortunas de la industria jabonera más grande de Marsella.

—¿Por qué te comportas de una manera tan reservada con respecto a todo esto? —le pregunté.

Camille arqueó una ceja.

—Porque se me ha ocurrido que ya has provocado suficientes envidias por estos lares.

Sus palabras no me sonaron convincentes, pero le debía un favor por haber sido amable conmigo cuando las coristas me echaron de su camerino, así que accedí a acudir a la cena.

La noche siguiente, Camille saludó al portero del Nevers con la mano y con un movimiento del hombro, y se detuvo en la entrada entre dos jardineras de helechos. Yo me paré detrás de ella, sintiéndome más como una ladrona que como una dienta. Me había lavado el pelo y la cara a conciencia, pero incluso a pesar de llevar el vestido de Camille, no me sentía a la altura de aquel ambiente. La luz de las lámparas de gas se reflejaba en las copas de cristal y la cubertería de plata. Las mujeres con joyas adornándoles el cabello ocupaban sus asientos frente a hombres con gardenias en los ojales. Al principio, pensé que debíamos de estar esperando al maître, pero aun después de que nos hubiera recibido, Camille permaneció de pie el tiempo suficiente como para captar la mirada de todos los hombres del restaurante. Cuando se hubo asegurado de que contaba con la atención de todos ellos, le hizo un gesto con la cabeza al maître y entró pavoneándose hasta la mesa en la que monsieur Gosling nos esperaba fumando. Apagó el cigarrillo y se puso de pie de un salto.

—Esta es mademoiselle Fleurier —anunció Camille, acomodándose en una silla que el maître le había ofrecido.

Monsieur Gosling me besó la mano y se volvió hacia Camille.

—¿Cómo ha ido la representación de esta noche, ma chérie? Siento habérmela perdido, pero tenía preparativos que hacer.

Camille le dedicó una sonrisa y apoyó los dedos de la mano sobre la muñeca de él. Mostraba más interés en él que la primera noche que los había visto en el exterior de Le Chat Espiègle.

—Simone ha hecho una gran actuación esta noche —comentó.

—¿De verdad? —dijo monsieur Gosling, girándose hacia mí—. No he visto nunca el primer acto. Nunca logro llegar tan pronto al espectáculo.

Le eché una mirada a Camille, pero si se dio cuenta de que monsieur Gosling acababa de contradecirla, no lo demostró.

—Este es un sitio muy bonito, ¿verdad, Simone? —comentó.

Un camarero nos trajo un apéritif de vino blanco y cassis. Camille encendió un cigarrillo y se lo pasó a monsieur Gosling.

—Deberíamos tomar bullabesa —afirmó él antes de embarcarse en una perorata sobre aquel plato típico marsellés y sobre como absolutamente nadie se ponía de acuerdo sobre su preparación—. Nuestro cocinero insiste en que el secreto está en el vino blanco —explicó—. Pero mi abuela se echa las manos a la cabeza con solo oírlo.

Camille apoyó la barbilla en la mano, aparentando estar fascinada con el discurso de monsieur Gosling, mientras que yo hacía lo posible por no bostezar. ¿Qué estaba haciendo yo allí, atrapada entre el borde de la mesa y un busto de Julio César? Quizá Camille quería contar con mi presencia para hacer más soportable el tiempo que tenía que pasar con monsieur Gosling.

Sentí alivio cuando el camarero trajo la bullabesa, aunque no era lo que yo me esperaba. Examiné la mezcla de marisco flotando en un charco de salsa anaranjada. Por la descripción de monsieur Gosling, me había imaginado que sería una sopa o un caldo, pero aquel plato no era ninguna de las dos cosas. Aparte de la pescadilla y los mejillones, no era capaz de reconocer el resto del pescado y del marisco, incluso aunque todos conservaran todavía la cabeza. Pero cuando olfateé el aroma a pescado, azafrán, aceite de oliva y ajo, me sonaron las tripas por la anticipación. Levanté el cuchillo y el tenedor y corté un trozo de pescado.

Un camarero pasó a mi lado y arqueó las cejas. Me di cuenta de que yo era la única que estaba inclinada sobre mi plato, mientras que Camille y monsieur Gosling tenían las espaldas rectas pegadas al respaldo de la silla y sus rostros alejados de sus respectivas sopas. Me puse recta bruscamente y el trozo de pescado lleno de salsa que tenía pinchado en el tenedor se cayó sobre el mantel. Traté de limpiarlo, pero la mancha ocre se extendió aún más y también ensucié la servilleta. Miré de reojo a Camille y a monsieur Gosling, pero no se habían dado cuenta de nada. Ambos estaban perdidos en la mirada del otro.

—Tengo buenas noticias, Simone —anunció Camille cuando el camarero trajo el queso y la fruta—. Mañana monsieur Gosling y yo nos vamos a París.

—¿A París? —Casi me atraganté con la galleta salada que me estaba comiendo.

Monsieur Gosling me va a poner un apartamento y me va a comprar un armario de alta costura en París —me explicó Camille sonriendo francamente—. Voy a ser la estrella principal de Eldorado.

—Pero ¿y qué pasa con el espectáculo de Le Chat Espiègle? —le pregunté—. Los ensayos empiezan mañana.

Gracias a los beneficios cosechados con En el mar, monsieur Dargent había planeado un espectáculo aún más espléndido para la siguiente temporada. Sabía que se había gastado una fortuna en los relucientes trajes en los que estaban trabajando madame Tarasova y Vera. También suponía que contaba con que Camille Casal lo protagonizaría.

La sonrisa de Camille se desvaneció durante un instante. Se frotó los brazos.

—¿Cómo podría decírselo? —preguntó—. Él me dio mi primera oportunidad. Pero es París… —Su mirada se iluminó de nuevo—. Allí es adónde una va si quiere ser una estrella. El Adriana, el Folies Bergère, el Casino de París, Eldorado. No me puedo quedar en Marsella, Simone. Pero cada vez que he querido decírselo a monsieur Dargent, no he encontrado el suficiente arrojo como para hacerlo.

Sentí la comezón de una duda incesante sobre la veracidad de las palabras de Camille, pero la ignoré. No podía ofenderme el hecho de que quisiera marcharse a París. Era el lugar al que todo el mundo aseguraba que había que ir si querías ser una verdadera estrella. Pero me preocupaba lo que la marcha de Camille pudiera significar para el resto de nosotros. Monsieur Dargent tendría que cancelar el espectáculo.

—Encontrará a otra persona —aseguró Camille—. Créeme, se le da muy bien eso.

Alargó la mano para coger su bolso, sacó un sobre y lo empujó hacia mí.

—Te confío esto, Simone. En él, le cuento a monsieur Dargent todo lo que siento en el fondo de mi corazón y le ruego que me perdone. Cuando reciba esta carta mía, seguro que lo entenderá.

Suspiré exhalando de alivio. Por lo menos, Camille sí que había tenido en cuenta los sentimientos de monsieur Dargent.

—Tú se la darás, ¿verdad, Simone? Pero esperarás hasta mañana, —¿a que sí?

—Sí, por supuesto —le respondí.

Tendría que haber sabido que algo no iba bien. La señal inequívoca fue lo mucho que me apretaban los dedos de los pies y me rozaban los tobillos los zapatos que Camille me había dado y la mirada en los ojos de Fabienne cuando me la crucé en las escaleras de Le Chat Espiègle.

—No viniste a la fiesta del reparto ayer por la noche —me dijo mientras estudiaba mi vestido.

Me pregunté si se habría dado cuenta de que era de Camille.

—¿La fiesta del reparto?

—Al final de cada temporada siempre se celebra una fiesta. Todo el mundo acudió, salvo Camille y tú.

Yo no sabía nada sobre la fiesta. ¿Por qué no la mencionaría Camille?

—Bueno, la próxima vez, haz un esfuerzo por asistir —comentó Fabienne con desdén—. No queda bien que te largues por ahí con Camille e ignores a los demás.

Hacía calor en el interior del teatro. Las paredes de Le Chat Espiègle absorbían y retenían aquel calor de una manera espectacular. Me sequé las gotas de sudor del cuello. Era la primera vez que me percataba de las manchas del papel pintado en las paredes del vestíbulo a causa de las humedades. Toda la destartalada estructura estaba plagada de grietas y la alfombra apestaba a moho. La taquillera permanecía sentada en su cabina, sellando entradas para el espectáculo de la siguiente temporada. Tenía un ventilador en su jaula de metal sobre el armario, pero se encontraba apagado.

—Ese estúpido cacharro me vuela las entradas si lo enciendo —se quejó.

Le pregunté dónde estaba monsieur Dargent y señaló con la cabeza hacia el auditorio.

—Está con el director de escena, planificando el nuevo espectáculo.

Las puertas del patio de butacas se abrieron de par en par. Un murmullo de voces masculinas flotó en la oscuridad. Uno de los focos del escenario se dirigía hacia la puerta y tuve que entrecerrar los ojos para ver el interior de la sala. Monsieur Dargent estaba inclinado sobre el escenario diciéndole a monsieur Vaimber algo sobre la iluminación. El ruido de mis pisadas resonó sobre las tablas del suelo.

Monsieur Dargent se interrumpió en medio de una frase y levantó la mirada. Sus ojos se posaron sobre los míos y se relajó. Tuve la impresión de que estaba esperando a otra persona.

—¿Sí? ¿Qué sucede?

Mademoiselle Casal desea que le entregue esto —le dije, tendiéndole el sobre.

Monsieur Dargent me contempló durante un momento y frunció el entrecejo.

—Tráelo aquí —me ordenó.

La expresión de incomodidad volvió a aparecer en su mirada.

Caminé arrastrando los pies por el pasillo hacia él. Monsieur Vaimber se volvió para ver qué sucedía.

—¿Cuándo te ha dado esto? —me preguntó monsieur Dargent, arrancándome la carta de las manos.

Apreté los dedos de los pies.

—Ayer por la noche.

—¿Dónde?

—En el Nevers.

Monsieur Dargent le echó una mirada a monsieur Vaimber, después metió el dedo en la solapa del sobre y lo rasgó. Lo observé mientras desdoblaba el papel y lo leía. No podía tener más que unas pocas líneas por la rapidez con la que acabó de hacerlo.

—¿Qué dice? —preguntó monsieur Vaimber.

Monsieur Dargent me tendió bruscamente el papel.

—¡Léeselo! —me ordenó.

Cogí la carta y la contemplé durante unos segundos hasta que conseguí creerme lo que decía, o, más bien, lo poco que decía:

Me marcho en busca de algo más grande y mejor.

Au revoir

C.

—Tiene que haber algo más —aseguré—. Me prometió que le daría una explicación completa.

Le cogí el sobre de las manos y rebusqué en su interior. Pero no había nada.

Monsieur Dargent bufó:

—Camille llevaba un tiempo tratando de rescindir su contrato. Le dije que podía marcharse después de la siguiente temporada y me prometió que se quedaría. Esto es una catástrofe. No tengo estrella.

Monsieur Vaimber me miró por encima del hombro.

—Parece que tú lo sabías todo, ¿no?

—¡No! —repliqué, apretando los puños—. No hasta ayer por la noche. Fue entonces cuando me enteré de que se marchaba a París.

—Tendrías que haber acudido a mí anoche mismo —me recriminó monsieur Dargent—. Y no haber esperado hasta el mediodía del día siguiente. ¿Sabes lo que esto significa? ¡Significa que no tenemos espectáculo!

A pesar de su advertencia de que sin una estrella no habría ningún espectáculo, monsieur Dargent no canceló el ensayo de la tarde. En su lugar, esperó a que todo el mundo se reuniera en el auditorio antes de subirse al escenario, pasándose las manos por el cabello, y anunció que Camille Casal había abandonado el reparto. Las coristas prorrumpieron en un grito ahogado, interrumpido abruptamente por Claire, que cruzó los brazos sobre el pecho y se rio por lo bajo.

—¿Te parece divertido, Claire? —le preguntó monsieur Dargent.

Ella se encogió de hombros.

—Camille no era tan magnífica. Puede usted encontrar a cualquier otra persona que haga lo mismo que ella.

A monsieur Dargent se le desencajó el rostro. Ataviado con sus trajes blancos y sus camisas de colores, normalmente tenía aspecto de dandi, aunque un poco desharrapado. Pero en esta ocasión, con el pelo encrespado formando dos conos a ambos lados de la cabeza porque no paraba de mesárselo, parecía más bien un dandi enloquecido.

—La única solución, aparte de cancelar el espectáculo, es atraer a alguien «con un nombre» de otro espectáculo. Y para eso necesito dinero. ¿Te parecerá igual de gracioso cuando tenga que exprimir los sueldos de todo el mundo para conseguir ese dinero?

Claire se puso seria. Un murmullo recorrió el reparto.

—No puede usted hacer eso —replicó Madeleine—. ¡Tenemos contratos!

—Por lo que parece, eso no significa mucho —le espetó monsieur Dargent, que parecía más dolido que enfadado esta vez—. ¿Qué prefieres: tener contrato o un empleo?

Aunque monsieur Dargent no mencionó mi relación con la traición de Camille, noté la mirada que los demás le dedicaban a mi vestido. No tardarían mucho en comprender lo que había sucedido. La idea de que sus ya penosos sueldos tendrían que reducirse agrió el ambiente, que ya estaba lo suficientemente viciado por la peste a benceno de los trajes recién lavados y de la pintura que los encargados de la escenografía estaban utilizando para crear los decorados del siguiente espectáculo.

Contemplé como monsieur Dargent salía furioso del auditorio. Me sentía enojada con Camille por haberme utilizado como a un monigote, pero me enfurecía aún más el habérselo permitido. ¿Por qué me había invitado al Nevers? Podría haber dejado el sobre en su camerino. ¿O le preocupaba que alguien pudiera encontrarlo antes de que ella se hubiera marchado a París? La partida de Camille no podía haber sucedido en un momento peor para mí, porque necesitaba a monsieur Dargent y al resto del reparto de mi lado. Fiel a su palabra, monsieur Dargent me había concedido más números en el nuevo espectáculo que estaba basado en la historia de Sherezade. Aparecía en cinco de las siete actuaciones del coro, e incluso tenía un papel vagamente glamuroso en una pantomima como odalisca tumbada en el palacio del sah Shahriar. Tenía bastantes números como para no tener que trabajar además en el vestuario, y monsieur Dargent había contratado a una costurera mulata para que me sustituyera. Pero lo que yo realmente deseaba era pedirle un papel de cantante.

—¡Simone! —me llamó Gilíes, el coreógrafo—. Únete a las coristas en el escenario y yo te acompañaré para que ensayes los pasos de tu número.

Me aproximé al escenario. Gilíes era la pareja de baile de Camille en un pas de deux de En el mar. Tenía diecinueve años y la piel tan tersa como el chocolate. Todas las chicas se derretían por él, aunque él prefería la compañía de los componentes masculinos del reparto.

El número de introducción estaba ambientado en un harén. Las coristas realizaban «el baile de los siete velos» —o más bien la reinterpretación de Gilíes del mismo—: iban dejando caer cada velo y finalmente aparecían ataviadas con unos transparentes pantalones de estilo árabe y unos sujetadores satinados y tachonados de joyas.

Mi papel cómico consistía en contonearme con ellas al principio, pero siempre había un velo que no lograba desenredar. Claude había utilizado sus habilidades mágicas para crear el accesorio necesario: un perno de seda escondido en el tronco de una palmera con un extremo enrollado a mi cuerpo, lo cual daba la sensación de que cuanto más tiraba del velo, más tela aparecía. Monsieur Dargent pensó que la idea era tan divertida que había incluido en el guión que yo apareciera en varias escenas más adelante, entre otras, una íntima entre Sherezade y el sah, aún tratando de desengancharme el velo.

—Al principio, parecerás una corista normal, Simone —me indicaba Gilíes—. Pero después… con una mirada y un pequeño mohín, darás la señal de que no todo va bien…

Gilíes se contoneaba y se giraba siguiendo los pasos del número, parándose de vez en cuando para indicarme algo importante:

—Si giras los hombros a la vez que sacudes los brazos es más sensual.

Adquiría un aspecto femenino cuando bailaba, a pesar de que su pecho desnudo y su espalda revelaban una anatomía musculosa.

—Vale, ahora lo intentas tú y yo te miro —me dijo, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.

Le hizo un gesto con la cabeza a madame Dauphin, que comenzó a tocar una melodía oriental en el minúsculo piano de ensayos.

Nos movimos al son de la música mientras Gilíes revoloteaba entre nosotras, dándonos instrucciones y corrigiendo nuestras poses. Me imaginé cómo sonaría la música cuando la tocaran los instrumentos de viento y de percusión de una orquesta arábiga y dejé que mi cuerpo fluyera al compás del ritmo y el desarrollo que la música sugería.

—Muy bonito —me susurró Gilíes al oído—. Tienes talento innato para el baile.

«Ojalá madame Baroux le oyera decir eso», pensé.

Las puertas del vestíbulo se abrieron de un golpe, provocando una sacudida que se propagó por toda la sala e hizo que se desprendiera un trozo de yeso del techo. Madame Dauphin se quedó congelada en un acorde y las coristas se detuvieron en mitad de un giro. La silueta de monsieur Dargent se recortó como la de un fantasma contra la luz del día que provenía del vestíbulo. Incluso desde donde yo me encontraba, pude ver que tenía el rostro congestionado.

—¡Escándalo! —gritó y su voz hizo eco por toda la sala. Levantó un periódico que llevaba en el puño cerrado—. ¡ESCÁNDALO!

Claire me fulminó con la mirada. Puede que yo hubiera transmitido las malas noticias de Camille, pero no tenía nada que ver con ningún escándalo. Y, sin embargo, un incesante mal presagio en el estómago me indicó que aunque algo horrible no me sucediera a mí, sin duda le iba a suceder a otra persona.

—¡Simone Fleurier! —gritó monsieur Dargent—. ¡Da un paso al frente para que pueda verte!

Me quedé clavada en el sitio al oír mi nombre, pero los demás se apartaron a los lados, como si monsieur Dargent estuviera mirándome al final de un pasillo de gente, como Moisés contemplando las aguas abiertas del mar Rojo.

—¿Has visto esto? —me preguntó, blandiendo una copia de Le Petit Provençal.

Le dije que no con la cabeza. Desdobló el periódico para que pudiera ver los titulares de la portada:

Heredero de fortuna jabonera huye con estrella de teatro

y roba las joyas de la familia

Amantes ayudados por corista cómica

—¡Yo no he hecho tal cosa! —protesté.

—¡Chitón! —me hizo callar monsieur Dargent y comenzó a leer el artículo con voz teatral:

Además de retirar el dinero de su fideicomiso, monsieur Gosling robó un collar de diamantes, un brazalete y una diadema pertenecientes a la colección de joyas de su madre, declarando en su carta de despedida que destruiría estas joyas familiares si sus parientes trataban de detenerlo. Parece ser que el heredero de la fortuna jabonera marsellesa pretende invertir todos sus recursos en ayudar a mademoiselle Casal a relanzar su carrera en París. Según los comensales del exclusivo restaurante Nevers, la pareja no actuaba en solitario. Una jovencita, supuestamente la corista cómica de Le Chat Espiègle, Simone Fleurier, presuntamente podría haber ayudado a la pareja en su fuga. Han representado la versión marsellesa de Romeo y Julieta por desafiar a la familia Gosling para encontrar el amor verdadero entre los brazos del ser amado.

Las risas estallaron por todo el auditorio. Sentí un nudo en la garganta y no podría haber pronunciado palabra incluso aunque se me hubiera ocurrido algo que decir. ¿La versión marsellesa de Romeo y Julieta? ¡Pero si Camille estaba utilizando a monsieur Gosling!

—¡Despida a Simone! —chilló Claire—. ¡Antes de que arruine el resto del espectáculo!

—¡Ya era hora! —asintió Paulette—. ¡No ha sido más que un incordio desde el principio!

Monsieur Dargent frunció el entrecejo.

—¿Despedirla? ¿Estáis locas? ¡Esto es un ESCÁNDALO! ¿Y sabéis lo que significa «escándalo»? ¡PUBLICIDAD!