Le Chat Espiègle no era precisamente un teatro de variedades de primera categoría con un gran presupuesto de producción ni un público entre el que se contaran duques y príncipes. Pero para mí se trataba de un lugar mágico. Pensaba que las luces y la música, aquellos trajes brillantes y las coristas eran el colmo del glamour y el entusiasmo. Aunque es cierto que no tenía nada con lo que compararlo. Para mí no existían los telones raídos, los asientos desgastados ni los rostros prácticamente famélicos de los artistas. Vivía anhelando aquellas noches en las que Bonbon y yo íbamos hasta el teatro y Albert nos colaba en nuestro lugar secreto entre bastidores.
A veces, algunas actuaciones se pasaban del segundo acto al primero de la representación y una vez asistí a la matiné del domingo cuando a tía Augustine le dio una migraña y me ordenó que no la molestara ni hiciera ningún ruido en la casa. De esa manera, tuve la oportunidad de ver los números de otros intérpretes. Los artistas y el empresario teatral, monsieur Dargent, me descubrían de vez en cuando, pero no decían nada. Incluso Camille hacía caso omiso de mi presencia: permanecía distante sin delatarme a tía Augustine y seguía pagándome por pasear a Bonbon.
El mimo se llamaba Gerard Chalou. Aunque solo podía verle la espalda durante su representación, me solía tropezar con él entre bastidores mientras practicaba la postura de los hombros contra una pared o se tumbaba boca arriba y contraía y relajaba los músculos del abdomen. A veces calentaba en la caja en la que yo me sentaba y a menudo se pasaba cuatro o cinco minutos moviendo solamente los ojos.
—Son los que lo comunican todo —aclaró, ante mi expresión sorprendida—. También hay que calentarlos.
Una vez, durante el intermedio, Chalou nos ofreció a Albert y a mí una representación de su número sobre un caniche maleducado. Para enfatizar los momentos cómicos, se quedaba congelado en algunas posturas. Escudriñé sus labios y el pecho en busca de algún indicio que demostrara que estaba respirando, pero no encontré ninguno. Madeleine y Rosalie, dos coristas que aparecían desnudas en el espectáculo excepto por sus cache-sexes tachonados de joyas, le rogaron a Gerard que les enseñara aquella técnica especial de «inmovilización».
—Podéis practicar corriendo —les indicó—. Y después, quedaos quietas en una postura. No debéis mover ni un músculo. Pero tampoco puede parecer que estáis muertas. A través de la mirada, tenéis que transmitir vida.
Madeleine y Rosalie trotaron por la habitación como caballos. Cuando Gerard gritó: «¡Quietas!», se pararon en seco, tratando de no tambalearse sobre los tacones de aguja que llevaban y sosteniendo sus boas de plumas tras ellas, como si fueran alas. Pero por mucho que lo intentaran, cada vez que lo hacían, algo siempre las delataba. Un pendiente tintineaba contra su tocado; una pulsera que se deslizaba brazo abajo; o sus pechos, que continuaban rebotando. Aunque se suponía que aparecían desnudas, sus «trajes» solían ser más pesados que los de las coristas que aparecían vestidas.
Monsieur Dargent, que pasaba por allí, contempló sus intentos con interés.
—No nos servirá, ni aunque logren congelarse —comentó—. No, si para ello tienen que correr tanto.
Albert me explicó que, según la ley, las coristas desnudas podían aparecer en el programa siempre y cuando lo único que hicieran fuera desfilar y posar. Si bailaban o se movían demasiado, se las consideraría bailarinas eróticas al desnudo y la policía cerraría el espectáculo.
Claude Conter, el mago, era maravilloso. Tenía una piel luminosa y unos ojos claros de prestidigitador místico. Cuando caminaba por el escenario, su capa brillaba y chispeaba como cargada de electricidad. Yo lo contemplaba mientras daba tres toques con su varita sobre una jaula y retiraba el pañuelo color púrpura que la cubría. El canario que estaba dentro había desaparecido. El público aplaudía. Claude levantaba las palmas de las manos y se las mostraba a los cautivados espectadores.
—Ya lo ven, nada por aquí, nada por allá.
Cuando la Familia Zo-Zo aparecía, todos entre bastidores se asomaban a mirar y sus caras maquilladas, junto a la mía sin maquillar, se volvían hacia los focos mientras Alfredo, Enrico, Peppino, Vincenzo, Violetta y Luisa se empolvaban las manos y subían por la escalera de cuerda para tomar posiciones en las plataformas.
—¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —murmuraba madame Tarasova, la encargada de vestuario, llevándose un pañuelo a la boca.
Violetta y Luisa saltaban para alcanzar sus columpios y oscilaban como aves enjoyadas, moviéndose adelante y atrás para coger velocidad. La Familia Zo-Zo realizaba su actuación sin red y el crujido del trapecio cada vez que soportaba el peso de sus cuerpos añadía emoción al espectáculo. A menudo, el público emitía gritos ahogados y a veces también chillaban. En los momentos en que la presión me resultaba demasiado grande, me veía obligada a bajar la vista hacia los músicos que se encontraban en el foso de la orquesta. No había música durante ese número: un redoble inadecuado podía ser fatídico. El director de la orquesta cerraba los ojos firmemente. Los violinistas permanecían sentados con las cabezas gachas, como monjes durante la hora de rezo. Únicamente los de la sección de viento eran lo bastante valientes como para seguir mirando. A mí se me cortaba la respiración un segundo antes del cambio de trapecios y se me subía el corazón a la garganta. De repente, ambas mujeres giraban y daban volteretas por el aire como delfines plateados. Sentía algo en el estómago que me hacía creer que se estaban cayendo, que se iban a estrellar contra los mortíferos bordes del escenario. Pero con una palmada se agarraran de las manos de sus compañeros justo en el último segundo y el público se quedaba boquiabierto durante un instante. Los espectadores a los que no les temblaban las piernas se ponían en pie para aclamarlos con admiración. Y de algún modo, a partir de aquel momento, me convencía de que los integrantes de la Familia Zo-Zo estarían seguros aunque las piruetas y las volteretas se volvieran cada vez más complicadas a medida que avanzaba la actuación.
Aunque contemplé aquel número varias veces, siempre que terminaba y la orquesta tocaba una melodía triunfante se me empañaba la vista por las lágrimas que me llenaban los ojos. Aquella actuación me provocaba sentimientos encontrados, mezcla de belleza y repulsión. Me parecía muy hermoso porque aquel número era un símbolo de confianza sin trampa ni cartón y me resultaba repulsivo por los fragmentos de las conversaciones que después escuchaba entre bastidores.
—Bueno, esta vez no les ha pasado nada —murmuraban con un suspiro.
Cuando todos los integrantes de la Familia Zo-Zo descendían al escenario para saludar, la exhalación colectiva de alivio que compartían los otros artistas contenía un deje de insatisfacción: la misma decepción que sienten los espectadores de un suicidio cuando el protagonista decide no saltar.
Pero mi mayor miedo era que tía Augustine descubriera adónde iba cada noche y me prohibiera pasear a Bonbon para siempre. No se me daba bien mentir y aquella doble vida que llevaba comenzó a pasarme factura. Me daba miedo llegar tarde a casa, y cuando se acercaba la hora del paseo nunca sabía hasta el último minuto si tía Augustine me mandaría a hacer algún recado y acabaría quedándose en nada mi expectación por ir al teatro, acumulada durante todo el día. Si alguna vez quería trabajar en el mundo del espectáculo, tendría que dejar primero la casa de tía Augustine.
En ese sentido, Albert vino al rescate.
—Madame Tarasova necesita ayuda con el vestuario —me dijo—. Ve a verla.
Me pellizqué la muñeca para asegurarme de que no era un sueño y me interné en los pasillos entre bastidores donde la encargada de vestuario estaba amontonando vestidos en un estante.
—Bonsoir, madame —la saludé—. Albert me ha dicho que necesitaba usted ayuda. Y yo necesito trabajo.
Madame Tarasova era una emigrada rusa que siempre llevaba un vestido de pana suelto y un pañuelo ajustado al cuello por un broche. Me sonrió y arrulló a Bonbon.
—Qué perrita tan mona —comentó, acariciándole el morro a Bonbon—. Tendremos que asegurarnos de no ponérsela a alguien en la cabeza en lugar de una peluca.
Ambas nos echamos a reír.
Una chica rubia, unos pocos años mayor que yo, apareció con arios vestidos colgados de unas perchas. Me saludó con la cabeza y colgó los trajes tras una cortina.
—Esta es mi hija, Vera —aclaró madame Tarasova, sacando varias agujas de un alfiletero y prendiéndolas en mi blusa. Me echó un carrete de hilo y unas tijeras en el bolsillo—. ¿Sabes coser?
Le dije que cosía bien porque en la finca de mi familia esa era una de las cosas que sí podía hacer.
Madame Tarasova asintió con la cabeza.
—Necesito que hagas los remiendos rápidamente —me dijo, haciéndome un gesto para que la siguiera escaleras arriba—, y que me ayudes a arreglar los trajes. Los tocados son demasiado incómodos como para que las chicas suban corriendo las escaleras con ellos puestos, así que se los recogemos a medida que van saliendo del escenario, los limpiamos y los empaquetamos en la planta de abajo. Si mañana vienes más temprano, puedes ayudar a Vera a colocárselos para el primer acto.
Nos detuvimos delante de una puerta que tenía el número seis rentado. Se oía un murmullo de voces femeninas al otro lado. Madame Tarasova empujó la puerta y una caótica escena apareció ante nosotras. Las coristas estaban sentadas en taburetes unas al lado de atrás en la atestada habitación. El aire apestaba a eau de cologne, brillantina y sudor. Madame Tarasova me cogió a Bonbon de los brazos y la colocó sobre una sombrerera en una silla para que pudiera verlo todo a salvo de pisotones. La chica pelirroja que ya había visto antes me reconoció.
—¡Hola de nuevo! —me saludó mientras se aplicaba sombra púrpura sobre los párpados—. ¿Qué? ¿Ayudando a mamá Tarasova?
Entonces me di cuenta de por qué su acento francés me había sonado tan raro: era inglesa.
—Cuando las chicas están en escena —me explicó madame Tarasova, levantando la voz por encima del alboroto—, tú y Vera tendréis que venir aquí arriba y arreglar el camerino.
Se detuvo para ayudar a una chica a atarse las tiras de su vestido de india y sacudió la cabeza en señal de desaprobación cuando vio un traje tirado en el suelo.
—Son buenas chicas, pero a veces se olvidan de colgar sus trajes. ¿Verdad, Marión?
La muchacha le dedicó una gran sonrisa y continuó poniéndose colorete en las mejillas.
Sonó una campana.
—¡Diez minutos para el espectáculo! —advirtió madame Tarasova.
El ritmo del camerino se aceleró. Las chicas tiraron al suelo sus kimonos y se embutieron en los trajes. Madame Tarasova y yo corrimos tras ellas, ayudándolas a colocarse las medias y a alisar sus pelucas.
—¡Mira! —me dijo una chica de piel pálida, a la que reconocí como la que se había quejado de tener hambre la primera noche que había observado a los artistas llegar al teatro. Se estaba señalando un desgarrón bajo la manga de su blusón.
—Yo lo arreglaré —le aseguré.
Se quitó de un tirón el traje y me lo entregó. Traté de ignorar que estaba ante mí, mostrándome los pechos al aire y una espesa mata de vello púbico, y enhebré la aguja. No me daba vergüenza, pero no estaba acostumbrada a ver a mujeres exhibiendo su desnudez de una forma tan despreocupada.
Oí un aplauso y volvió a sonar la campana. Ayudé a la chica a ponerse el traje de nuevo y la contemplé mientras salía corriendo tras las demás escaleras abajo. Madame Tarasova las siguió. El ruido de las pisadas de las coristas y de los gritos de guerra que proferían mientras corrían por las escaleras hizo que el suelo vibrara y que las paredes se sacudieran.
—¡Simone! —exclamó madame Tarasova por encima de su hombro—. Ven mañana por la noche. Mañana iré a administración y firmaré para que te pongan en nómina.
Supuse que aquello significaba que me había contratado.
Madame Tarasova me indicó que podía vivir entre bastidores hasta que encontrara una habitación en la que alojarme. Monsieur Dargent había dejado que ella y Vera se quedaran allí cuando acababan de llegar a Marsella después de huir de Rusia y entonces comprendí por qué le eran tan leales, cuando podrían haber encontrado un trabajo mejor en cualquier parte. El día después de que me contrataran, no pude esperar para recoger mis cosas y comunicarle a tía Augustine que me marchaba. Hasta que no recogí mis pertenencias e hice un hatillo con mi ropa no me di cuenta de la presencia de Bonbon junto a la puerta, con las orejas gachas.
La cogí en brazos. Se me había olvidado que, si me marchaba, ya no volvería a verla. Subí las escaleras hasta la habitación de Camille y llamé a la puerta. Camille la abrió, ataviada con un kimono. Su hermoso rostro tenía un aspecto etéreo sin el maquillaje de teatro.
—Me marcho —le anuncié—. He conseguido trabajo en Le Chat Espiègle.
—Lo sé —me contestó.
—Pero puedo seguir cuidando de Bonbon si la traes al teatro contigo. Lo haré gratis.
—Llévatela —respondió Camille, bostezando—. ¿Qué voy a hacer yo con un chucho?
Bonbon aguzó las orejas y movió el rabo. Debió de percibir que la felicidad me embargaba. Era un buen principio para mi nueva vida: mi pequeña compañera podía quedarse conmigo.
Tía Augustine estaba sentada en el salón, leyendo el periódico. Ya le había enviado una carta a tía Yvette aquella mañana, contándole a ella y a mi madre que me marchaba de casa y que había conseguido trabajo como costurera en un teatro de variedades. Quise darles la noticia a ellas yo primero, porque a saber qué mentiras le contaría la anciana a mi familia si no lo hacía. No se me ocurría ni una sola virtud a su favor que me hiciera sentir lástima por abandonarla. No había demostrado ni un ápice de bondad por mí. En lugar de «darme un techo donde vivir» tras la muerte de mi padre, no había hecho más que explotarme.
El rostro de tía Augustine enrojeció y comenzó a expulsar el aire por las ventanas de la nariz como un toro enfurecido cuando le dije que me marchaba.
—¡Tú! ¡Pequeña desagradecida casquivana! —me gritó—. ¿Te has quedado embarazada?
—No —le respondí—. He conseguido otro trabajo.
Tía Augustine se quedó aturdida durante un instante, pero se recuperó rápidamente.
—¿Dónde? —preguntó, y entonces su mirada recayó sobre Bonbon, que estaba sentada junto a mi hatillo—. ¡Ah! ¡Así que te has unido a esa zorra de arriba! ¿Verdad? —me espetó—. Bueno, pues déjame que te diga algo: ella tendrá trabajo mientras sea bonita y joven, pero acabará como esas mujeres de ahí al lado. —Señaló con la cabeza en dirección a nuestras vecinas—. ¡Pero tú! —exclamó, echándose a reír—. ¡Tú ni siquiera eres lo bastante bonita para eso ahora!
Aquel insulto me dolió porque llevaba algo de razón: yo no era tan agraciada como Camille. Habría dado cualquier cosa por tener su cabello rubio hipnótico y felino, pero en su lugar, yo era una jirafa de ojos oscuros. Antes de que tía Augustine pudiera continuar echándome en cara cosas que lograran desanimarme, recogí a Bonbon y mi equipaje y salí por la puerta. Al fin y al cabo, ¿acaso me hacía falta belleza para trabajar de costurera?
Tía Augustine corrió a la puerta detrás de mí y las vecinas se asomaron al balcón para ver de dónde venía toda aquella conmoción.
—¡Simone! —gritó tía Augustine. Me volví para verla señalando a las prostitutas—. ¡Eso es lo que les pasa a las chicas del montón sin talento que prueban suerte en el teatro! ¡Mira, Simone! ¡Ahí está tu futuro, contemplándote!
Me metí a Bonbon bajo el brazo, me colgué el hatillo de ropa al hombro y fijé la mirada decididamente en dirección a Le Chat Espiègle.
Unas semanas después de que empezara a trabajar en el departamento de vestuario de Le Chat Espiègle, cerró otro teatro de la vecindad llamado El Marinero Tuerto, y monsieur Dargent les compró algunos de los decorados y trajes a los acreedores. Creó un nuevo espectáculo titulado En el mar. El primer acto contaba la historia de tres marineros que naufragaban en una isla llena de bellezas hawaianas.
Los trajes eran más sencillos que los del espectáculo anterior, así que a veces podía aprovechar unos instantes para ver la representación entre bastidores. Comencé a entender la diferencia entre Camille y las coristas. Las chicas cantaban y movían las piernas porque no querían morirse de hambre. Bailar en el teatro era mejor que estar en la calle y el público les tenía más respeto, aunque solo fuera un poco. Además, aquello estaba un escalón por encima de trabajar en una lavandería, en una panadería o como servicio doméstico, donde la dureza de sus tareas acabaría desgastando su mayor baza: la belleza de la juventud. En el teatro podían mantenerla más tiempo con la esperanza de que alguna noche les saliera un adinerado pretendiente entre los hombres que rondaban la puerta de artistas después del espectáculo. Todas las coristas sabían que a Madeleine, tras una relación amorosa con el heredero de la fortuna de una empresa de transporte, el padre del joven la había obligado a abortar, y que el año anterior dos de las chicas habían tenido que abandonar el teatro tras contraer enfermedades venéreas. Era un aspecto de la vida teatral que no había anticipado y que me escandalizó. No había oído hablar de la Bella Otero, ni de Liane de Pougy o Gaby Deslys: artistas que eran amantes de reyes y príncipes. Aunque las coristas a veces recibían joyas y ropa por sus favores, madame Tarasova rápidamente puntualizaba que nadie en Le Chat Espiègle había conseguido marcharse repentinamente para acabar en un matrimonio de ensueño con un príncipe, ni siquiera con el director de una empresa de aceite de oliva, por lo que hacía lo que podía por educar a las chicas sobre los beneficios del uso de les capotes anglaises, fundas de goma que los hombres se colocaban sobre el pene para evitar la concepción y las enfermedades. Pero ante aquel consejo las chicas hacían oídos sordos, pues quedarse embarazada aún era un método viable de atrapar marido.
Sin embargo, Camille era diferente. Desde su mirada hasta el balanceo de sus caderas, todo en ella expelía magia bajo la luz de los focos hacia los ávidos espectadores. El público la aclamaba y la aplauda, como si estuviera tratando de conseguir los productos más frescos del mercado, mientras que ella permanecía distante, envuelta en su misteriosa belleza. Cuando Camille salía del escenario, se llevaba su encantamiento con ella y dejaba al público anhelando su sensualidad. Puede que el interés de Camille por actuar fuera el mismo que el de las otras chicas, pero estaba claro que ella nunca pasaría hambre.
A veces, cuando el camerino se quedaba vacío, me dedicaba a hacer mohines y a pasar ante el espejo, tratando de imitar a Camille. Me imaginaba abriéndome la capa y dejándola caer al suelo para revelar la gloria de mi «jardín del Edén». Pero tenía tanto éxito como la noche imitando al día, como el alba intentando ser el crepúsculo.
Una noche, al volver de arreglar el camerino, encontré a madame Tarasova desplomada en una silla y a Vera junto a ella, abanicándola con una partitura. Madame Tarasova tenía las mejillas sonrojadas y los brazos caídos a ambos lados del cuerpo.
—¿Qué sucede? —pregunté.
La encargada de vestuario me miró.
—No lo soporto más —gimoteó—. Estoy agotada.
Me sorprendió escuchar a madame Tarasova confesar una cosa así. Su energía ilimitada siempre la había hecho parecer indestructible. Incluso cuando Vera y yo ya no podíamos más, madame Tarasova seguía adelante.
—Pues entonces, siéntese hasta que se encuentre mejor —le dije—. Vera y yo podemos ocuparnos de las chicas esta noche.
Madame Tarasova y Vera intercambiaron una mirada y se echaron a reír. Madame Tarasova se incorporó:
—No estoy agotada por el trabajo —me explicó—. Es esa maldita canción. —Se golpeó las rodillas con las manos y cantó con un sonsonete afectado—: ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!
Esa canción era el tema principal del primer acto. Cuando monsieur Dargent compró los trajes y el atrezo de El Marinero Tuerto, se gastó lo que quedaba de presupuesto en contratar a un compositor, por lo que tuvo que escribir él mismo la letra de las canciones. El número hawaiano no era precisamente un éxito. Con frecuencia, los espectadores les gritaban a las chicas: «¡Callaos de una vez!», y el día del estreno a alguien le disgustó tanto que arrojó una bolsa de cemento al escenario, derribando una palmera, cosa que provocó que las chicas se dejaran llevar por el pánico.
No podía parar de reír de la imitación de madame Tarasova, incluso cuando se detuvo. Entonces, me invadió un infantil sentimiento de alegría de vivir. Cogí una de las flores de hibisco sobrantes, me la puse detrás de la oreja y revoloteé por la habitación, contoneando las caderas, fingiendo que bailaba él huía. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», canté, elevando la voz como una cantante de café concierto.
Madame Tarasova y Vera se echaron a reír y aplaudieron.
—¡Belle-Joie! —exclamó madame Tarasova—. ¡Para, por favor! ¡Vas a conseguir que me explote la faja!
Belle-Joie era como ella me llamaba. Me decía que me llamaba así porque yo la hacía feliz.
Alentada por su diversión, elevé aún más la voz y bailé todavía con más furia, golpeando una rodilla contra la otra y dejando caer el labio inferior para hacer una mueca. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», entoné, girando por toda la habitación y moviendo las caderas violentamente.
Volví la mirada hacia madame Tarasova y Vera, pero ya no se estaban riendo. El rostro de Vera se había puesto púrpura como una uva y estaba mirando fijamente algo a mis espaldas. Me di media vuelta para ver a monsieur Dargent de pie en el umbral de la puerta. Detuve en seco el baile y dejé caer las manos. Él no sonreía. Sus ojos se estrecharon hasta formar dos líneas y se estiró de los extremos del bigote.
—Buenas noches, monsieur Dargent —dije mientras se me doblaban las rodillas.
Pensé que me iba a desmayar en aquel mismo instante.
Monsieur Dargent no me contestó. Simplemente gruñó y se marchó.
Bonbon y yo éramos la viva estampa de la desolación cuando la tarde siguiente fuimos desde Le Panier —donde tenía alquilada una habitación— hasta el teatro. Caminé arrastrando los pies, incapaz de levantar la mirada para ver hacia dónde me dirigía mientras Bonbon, que percibía mi estado de ánimo, correteaba a mi alrededor con la cola gacha como una bandera a media asta. Nuestro aire de desdicha llamó la atención de unos niños que jugaban en la calle y se quedaron contemplándonos con la boca abierta. Incluso los marineros y los borrachos se apartaban de nuestro camino, con miedo a que les contagiáramos nuestra amargura. Estaba segura de que, cuando llegara al teatro, monsieur Dargent me despediría. Era hijo de un respetable médico y se había enfrentado a sus padres para convertirse en empresario teatral. Todo el mundo me había advertido de que era muy susceptible y que no le gustaba que se burlaran de él, así que me había ganado a pulso aquel desastre, brincando por el camerino y burlándome de su coreografía. Si me despedía, Bonbon y yo íbamos a tener problemas. Aun así, apenas me daba el sueldo para pagar el alquiler. La habitación que había encontrado en Le Panier no era excesivamente mejor que la que me había dado tía Augustine, pero hasta entonces me había sentido tan feliz en el teatro que no me importaba. Y aunque se encontraba en un barrio muy sórdido, había músicos callejeros y artistas en todas las esquinas.
Encontré a madame Tarasova y a Vera trabajando, preparando los tocados para el primer acto. Me saludaron como si no hubiera ningún problema. No tuve otra opción que ir a arreglar el camerino. Por el camino me crucé con monsieur Dargent, que bajaba corriendo las escaleras. Me quedé helada en el sitio, pero ni siquiera se fijó en mí. Pasó a toda velocidad gritando instrucciones a un tramoyista y desapareció escaleras abajo en dirección al escenario. Me encogí de hombros; ¿quizá la susceptible era yo? Parecía que iba a sobrevivir para enfrentarme a otro nuevo día en Le Chat Espiègle.
Unas cuantas noches después, al llegar al teatro, me encontré la puerta de artistas abierta, pero ni rastro de Albert. No era propio de él dejar la puerta sin cerrar cuando no se encontraba en su puesto. Un escalofrío me recorrió el cuello y la espalda, y sentí que algo malo sucedía. Bonbon levantó las orejas. Al mirar hacia la oscuridad, percibí unos sonidos apagados que provenían del hueco de las escaleras. Agucé el oído, pero eran demasiado débiles como para distinguirlos. Podían ser cualquier cosa: desde el sonido del agua recorriendo las cañerías, hasta gritos ahogados de auxilio. Había habido un tiroteo en una sala de variedades en Belsunce el día anterior y se rumoreaba que la mafia marsellesa se estaba empezando a interesar por los teatros.
—¿Albert? —llamé.
No hubo respuesta. Dudé, preguntándome si sería más sensato ir a la entrada principal y ver a la taquillera, pero me dominaron los nervios, que me impulsaron a internarme escaleras arriba.
No había ni rastro de los tramoyistas o los electricistas que normalmente se afanaban entre los decorados. Mis pasos hicieron crujir las tablas del suelo. Los ruidos que había escuchado al entrar provenían del piso superior: eran voces. Me vino a la mente la imagen de monsieur Dargent y las coristas atadas a sillas. La descarté. No éramos tan influyentes y nuestros beneficios no eran suficientes como para que nadie deseara robarnos. Subí de puntillas las escaleras.
Esta vez, la voz suplicante de monsieur Dargent llenó el aire.
—¡No puedes hacerme esto! ¡El espectáculo empieza en tres cuartos de hora!
—Sí puedo, y, de hecho, lo voy a hacer —le contestó una voz de mujer—. Míreme a los ojos. ¡Puede usted subirse al escenario y cantar esa estúpida canción hawaiana que se ha inventado y así comprobará lo que se siente cuando al público le dé por arrojarle fruta!
Algo repiqueteó contra el suelo y escuché pasos que venían hacia mí. La corista inglesa, Anne, bajó corriendo las escaleras con una abultada maleta bajo el brazo. Tenía una mancha oscura bajo el ojo derecho y una hinchazón cerca de la nariz. Cuando llegó al rellano, se volvió hacia mí y murmuró:
—¡Adiós, Simone! Buena suerte. Me vuelvo a Londres.
La contemplé mientras alcanzaba el final de las escaleras y salía corriendo por la puerta. Me dio pena que se marchara; ella era mi corista favorita.
—Las cosas iban bien hasta que le dio a usted por introducir ese estúpido número —dijo otra mujer, alzando la voz—. Nos va a llevar a la ruina. ¡El público lo odia!
Subí las escaleras hasta el tercer piso y me sorprendí al encontrar a todo el reparto y al equipo técnico, excepto Camille, reunidos allí, las coristas estaban todas cariacontecidas. Monsieur Dargent se reclinaba sobre la puerta del camerino de las coristas, con una mano apoyada firmemente en la cadera y el ceño tembloroso, tratando de hacer un esfuerzo de autocontrol. Albert miró por encima del hombro hacia donde yo me encontraba y me hizo un gesto para que me acercara. Nunca lo había visto tan serio.
—Puede que tengamos que cancelar el espectáculo —me susurró—. La corista principal acaba de despedirse. Estamos registrando pérdidas: al público no le gusta el primer acto.
Crucé la mirada con madame Tarasova, que sostenía una guirnalda de flores entre las manos y estaba jugueteando con una de ellas. Me dirigió una sonrisa nerviosa.
—Podemos conseguir trabajo en el Alcazar —comentó la corista hambrienta, que se llamaba Claire—. Además, las chicas están constantemente recibiendo ofertas de París.
Sacudió su huesudo puño y se volvió hacia las otras coristas, tratando de lograr su apoyo. Un par de chicas asintieron con valentía, pero me di cuenta de que Claudine y Marie fruncían los labios. Ambas tenían hijos a su cargo y su opinión era más realista. El Alcazar era el teatro de variedades más importante de Marsella. Nadie en Le Chat Espiègle era lo bastante bueno como para trabajar allí.
—Lo que necesitamos —intervino el director de iluminación— es un número gracioso, humorístico. Como el ventrílocuo del último espectáculo. El público se lo pasó bien. Se divirtió y se relajó.
—No puedo conseguir al ventrílocuo —repuso monsieur Dargent, con ojos suplicantes—. Se lo ha llevado un hotel de Vichy.
—Nada salvará el primer acto —gruñó Claire—. ¡Es una birria!
Un murmullo de asentimiento recorrió la estancia.
—¡Un número de humor lo salvaría! —gritó el director de iluminación por encima de las voces.
Monsieur Dargent elevó los ojos al cielo como si estuviera rezando. Después bajó la mirada y estudió uno por uno a todos los artistas. Me pregunté si se estaría sintiendo como Julio César, a punto de ser traicionado por sus amigos. ¿Acaso no le había dado a toda aquella gente una oportunidad en el mundo del espectáculo? Madame Tarasova siempre decía que monsieur Dargent tenía un don para localizar el talento, que no solo era bueno dirigiendo el negocio. Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un cigarrillo. Trató de encenderlo, pero le temblaba la mano y el cigarrillo se le cayó al suelo. Se agachó para recogerlo y, mientras se incorporaba, se percató de mi presencia. Una expresión extraña se le pasó por el rostro.
Se me atragantó la respiración en la garganta. «Oh, Dios mío —pensé—. Acaba de recordar la parodia que hice del número de apertura. Ahora está del suficiente mal humor como para despedirme». Traté de ocultarme detrás de Albert, pero la habitación estaba tan atestada de gente que, para mi desgracia, acabaron empujándome hacia delante, acercándome a monsieur Dargent.
—¿Humor? —murmuró monsieur Dargent, dando golpecitos en el suelo con el pie—. ¡Humor!
Chasqueó los dedos y todos los presentes se sobresaltaron. Se acercó corriendo hacia mí, me cogió por los hombros y apretó su rostro contra el mío.
Yo estaba aterrorizada. ¿Qué diablos pretendía hacer?
—¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! —canturreó, mirándome a los ojos.
Madame Tarasova lo entendió antes que ninguno de los demás.
—¡Tenemos media hora! —exclamó.
—¡Rápido! ¡Quitadle la ropa! —gritó monsieur Dargent, empujándome hacia uno de los taburetes, junto a un espejo tocador. Nadie se atrevió a preguntarle. Su voz había adquirido un tono impositivo tan napoleónico que todo el mundo se puso en marcha.
Madame Tarasova me cogió a Bonbon de los brazos y la puso sobre una silla. Albert echó a los demás artistas antes de apresurarse a volver a su puesto junto a la puerta.
—¡Vaya a buscarle a Simone un traje de la planta de abajo! —le gritó madame Tarasova—. El de Anne servirá: ella ya no va a utilizarlo más.
Madame Tarasova me quitó de un tirón el vestido mientras Vera me sacaba los zapatos. Marie me coloreó el rostro con un lápiz de maquillaje teatral.
—No necesitamos maquillarle el resto del cuerpo —comentó Claudine mientras me peinaba hacia atrás el pelo—. Tiene la piel bronceaba como una nuez.
Finalmente, comprendí lo que pretendían hacer. Sentí deseos de echarme a reír y de ponerme a gritar al mismo tiempo. Si no hubiera sido por la sensación de vértigo que me abrumaba a medida que todos ellos me arrancaban prendas de ropa y me impregnaban de lociones aceitosas, me hubiera sentido más avergonzada. El único hombre que quedaba en la habitación era monsieur Dargent, que estaba tan absorto tomando notas en la partitura que no pareció percatarse de que estaban dejando completamente desnuda a la ayudante de vestuario. Alguien me quitó la camisola y me metió los pechos en un sujetador hecho con cocos con la misma delicadeza con la que un verdulero habría empaquetado sus productos en el mercado.
—¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! —canturreaba monsieur Dargent para sí mismo.
—¿No podría dejar esto para mañana? —le preguntó madame Tarasova—. ¡Ni siquiera ha tenido tiempo de ensayar!
—No —respondió él, negando con la cabeza—. Hemos perdido a nuestra corista principal. Tenemos que salvar el espectáculo ahora o nunca.
Me temblaban tanto las piernas que apenas podía tenerme en pie cuando madame Tarasova me ajustó la falda. Todavía no acababa de entender lo que monsieur Dargent quería que hiciera.
Sonó la campana de llamada a escena.
—¡Diez minutos para el espectáculo! —advirtió Vera.
Madame Tarasova me ajustó la peluca y Vera la sujetó con horquillas. Me contemplé en el espejo con horror. Tenía el rostro maquillado de vivos colores: sobre los ojos me habían puesto unos arcos verdes y me habían pintado los labios de rojo rubí. Mis pestañas estaban tan rígidas por el rímel que parecían dos ciempiés mellizos.
—Ahora —me dijo monsieur Dargent, inclinándose hacia mí—, cuando te haga una señal, quiero que salgas por el bastidor izquierdo y bailes y cantes sobre el montículo exactamente igual que la otra noche en el camerino. Quiero que imites a las coristas. Tú vas a ser nuestra humorista.
Tragué saliva para deshacer el nudo que se me había formado en la garganta, pero no desapareció. Las coristas se alinearon en las escaleras, esperando que les dieran el pie para entrar en escena. La música de introducción al espectáculo era una pequeña melodía carnavalesca con acordeones y guitarras que me puso los nervios de punta. Madame Tarasova y Vera me acompañaron al bastidor izquierdo. El lugar desde el que yo presenciaba anteriormente las representaciones estaba despejado y desde él partían unos escalones de madera que llevaban al escenario, hacia el montículo sobre el que supuestamente yo tenía que bailar.
—Espera en lo alto de las escaleras —me dijo madame Tarasova mientras le daba los últimos toques a mi peluca—. ¡Buena suerte!
El tono de su voz y la manera en la que me dio unas palmaditas en el hombro me hicieron sentir como si estuvieran a punto de echarme a los leones. Por supuesto, iba a hacer lo que teme cualquier artista, aunque entonces no tenía la menor idea de cómo llamarlo. Sentí el frío en mi interior.
Subí las escaleras y esperé en el último peldaño a la siguiente señal. Eché un vistazo al telón de fondo, decorado con volcanes humeantes y nubes bajas. A mis pies, donde iban a bailar las coristas, unas palmeras de goma y un tanque de agua sugerían la existencia de una laguna azul. Monsieur Dargent apareció en el bastidor contrario. Se estaba mordiendo el labio inferior y se mesaba el pelo de la nuca, cosa que no me inspiró ni la más mínima confianza.
Se abrió el telón. Los focos parpadearon. Un redoble de tambor tronó por toda la sala y la orquesta arrancó a tocar el tema musical del primer acto. Las chicas se apresuraron a entrar en el escenario.
—¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!
Se me cerró la garganta. Se me formaron gotas de sudor sobre el labio superior, pero me asustaba limpiarlas por miedo a correr el maquillaje. Se me quitó cualquier anhelo que hubiera podido sentir anteriormente por trabajar en el teatro. Las chicas bailaban alrededor de la laguna, contoneando las caderas. Claudine y Marie rasgueaban unos ukeleles. La situación resultaba surrealista. Monsieur Dargent ni siquiera sabía cómo me llamaba, pero el éxito del espectáculo de aquella noche dependía de mí. Apenas irnos momentos antes, lo que más me preocupaba en el mundo era poder pagar el alquiler y ahora estaba a punto de aparecer en escena por primera vez en mi vida, con cocos tapándome los pechos y una peluca que se me podía caer de la cabeza en cualquier momento. Muchos ce los asientos del patio de butacas estaban vacíos, pero había los suficientes ocupados como para que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. Los rostros de los espectadores me parecieron amenazantes en la oscuridad. Me di cuenta de que las chicas de la última fila del coro ya habían salido y de que monsieur Dargent me estaba señalando.
—¡Ahora! —dijo, moviendo los labios.
Levanté una de mis temblorosas piernas sobre la plataforma y entré tropezando en el escenario. Me sobresaltó el potente brillo de los focos. Me quedé allí, aturdida, sin saber muy bien qué hacer.
Un hombre de voz grave se echó a reír, profiriendo fuertes carcajadas. Una mujer emitió una risa aguda. Me ardía la piel. Estaba segura de que me había puesto totalmente colorada. Otro hombre se unió a las risas, pero en su tono había algo más que burla. ¿Anticipación? De algún modo, aquella risa me relajó y me despertó de mi estado de estupor. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», gorjeé, imitando a las coristas. Al principio, me sorprendí de que aquella voz fuera mía; se propagó más allá del foso de la orquesta y volvió hacia mí en forma de eco, mucho más potente que las agudas voces del resto de las chicas. Más espectadores se echaron a reír y alguien empezó a aplaudir.
—¡Aloja, mademoiselle! —gritó alguien—. ¿Y qué viene ahora?
Me atreví a mirar hacia el público. Dos hombres sentados en la primera fila me contemplaban con interés. Les sonreí y les hice un mohín. El auditorio enloqueció. Yo no bailaba con elegancia, pero cuanto más aplaudía y jaleaba el público más se me relajaba el cuerpo y me sacudía con más ímpetu. Mi timidez se desvaneció y me moví fácil y alegremente, flexionando las piernas y pestañeando, y dejando que mis extremidades hicieran lo que la música les sugería. Me recorrió un escalofrío por la piel. Todos los rostros estaban fijos en mí.
Antes del espectáculo había sido todo tal caos que nadie me había explicado cómo terminar el baile. Giré en círculo y cuando volví a mirar hacia el frente las coristas habían abandonado el escenario. Levanté los brazos en el aire y adopté la pose de una estatua, algo que parecía incongruente con mi actuación, pero era un gesto que Camille hacía en su número egipcio y que a mí me había impresionado de manera especial. Cayó el telón y el público rompió a aplaudir. Corrí fuera del escenario, casi incapaz de respirar.
Monsieur Dargent, madame Tarasova, Albert y los otros estaban esperándome entre bastidores. Albert me levantó, me sentó sobre su hombro y desfiló de aquí para allá conmigo encima. Monsieur Dargent sonrió de oreja a oreja. Madame Tarasova se me acercó y me cogió de las mejillas.
—¿Sabes que lo que acabas de hacer es lo que cualquier artista desearía? ¡Los has encandilado, Belle-Joie! ¡Los has encandilado por completo!