3

Al año siguiente la primavera llegó pronto, y para finales de marzo ya se percibía la calidez en el aire. Examiné el huerto de plantas y verduras, desenredé las ramas de las tomateras y arranqué las malas hierbas rastreras que asfixiaban a los cogollos de las lechugas. Tenía ramitas de hinojo, romero y tomillo gravemente deshidratadas, pero probablemente salvables. Si las hojas acababan siendo demasiado duras como para ser comestibles, podía secarlas y rellenar con ellas bolsitas aromáticas. Saqué una oxidada pala de entre las garras de la clemátide, que había trepado la valla desde el jardín trasero al nuestro, y me atreví a entrar de nuevo en el sótano en busca de un rastrillo. Después de la cena, cuando el ambiente era más fresco, rastrillaba la tierra endurecida y la mezclaba con restos de verdura para enriquecer el terreno. Ghislaine me trajo semillas de cilantro, albahaca y menta. Las sembré en montículos elevados mientras me imaginaba lo que se habría reído mi padre al ver a su Flamenco trabajando la tierra. Todas las mañanas regaba mi jardín y me acordaba de uno de mis refranes favoritos: «Cosas buenas les suceden a los que siembran y esperan con paciencia».

A finales de abril parecía que todos mis días transcurrían en una depresiva monotonía, pues lo único que hacía era limpiar, barrer, cavar y dormir, hasta una tarde en la que me encontraba colgando las cortinas del salón después de haberlas aireado. Andaba desesperándome al ver que el tejido estaba lleno de manchas descoloridas y de agujeros producidos por las polillas, cuando escuché un ladrido y, después, un grito agudo de tía Augustine. Me caí del taburete en el que estaba subida y aterricé con el trasero, provocando un ruido sordo.

—¿¡De quién es este monstruo!?

La criatura a la que se refería tía Augustine volvió a ladrar. Me levanté, enderecé el taburete y después corrí al rellano para averiguar qué sucedía. Alguien se estaba riendo. El sonido de aquella risa me produjo un cosquilleo en la piel y supe al instante de quién se trataba.

—¡Maldita vieja gruñona! Es mi cachorro —dijo Camille—, monsieur Gosling me lo ha regalado por haber conseguido cinco bises.

—¡Por enseñar el coño y las tetas! —le espetó tía Augustine, gritando por encima de los ladridos—. ¡Te dije que no admitía mascotas!

Me sonrojé al escuchar a una mujer mayor utilizar aquel vocabulario. Sin embargo, el bochorno que me produjo no acabó con mi curiosidad. Preparada para enfrentarme a la ira de mi tía por espiar conversaciones ajenas, avancé escaleras arriba.

—Es tan pequeño que es más una planta que un perro. Se está usted portando como una auténtica bruja, solo porque la ha asustado.

—¡No quiero desorden!

—¡Pues parecía usted bastante feliz de vivir en el más absoluto caos hasta que llegó su sobrina!

Tras aquellas palabras, se creó un silencio y yo me detuve en el rellano del primer piso, aguzando el oído para escuchar qué vendría después. Se me ocurrió que Camille era muy osada por hablarle a tía Augustine así y que mi tía a su vez era muy codiciosa por alojar a una persona a la que tanto odiaba. Un día que la tía había dejado su libro de contabilidad abierto sobre su escritorio me enteré de que Camille pagaba el doble de alquiler que los demás, aunque no comía nunca en casa.

—No hará ningún ruido mientras yo no estoy —dijo Camille—. Esa muchacha suya puede sacarlo de paseo por las noches. Después, se dormirá.

—¡Ella no va a hacer tal cosa! Ya está lo suficientemente ocupada —replicó tía Augustine.

—Estoy segura de que sí lo hará… si le pago. Y está claro que usted se quedará con la mitad de lo que le dé a ella.

La conversación se detuvo de nuevo. Supuse que tía Augustine estaba replanteándose todo el asunto. Prefería el dinero a que la casa estuviera limpia. ¿Pero iba a ceder ante una persona a la que despreciaba tanto? Me moría de ganas ante la idea de que me pagaran por hacer algo, aunque tía Augustine se quedara con la mitad. Me parecía que ganar algo de dinero no podía más que presagiar el principio de cosas mejores. Contuve la respiración y me deslicé hacia el siguiente tramo de escaleras. Pero el sonido de pasos dirigiéndose hacia mí hizo que me detuviera en seco. No era la torpe manera de andar de tía Augustine, sino el contoneo de una leona. Mi primer instinto fue darme la vuelta y echarme a correr. Pero en vez de eso, descubrí que mis pies se habían quedado totalmente inmóviles, como si fueran de plomo. Lo único que pude hacer fue mirármelos. Los pasos se pararon frente a mí.

—¡Aquí estás!

Levanté la mirada. Durante un momento, pensé que estaba sufriendo una alucinación. Inclinada sobre la balaustrada del rellano superior se encontraba la mujer más hermosa que había visto jamás. El cabello rubio le caía formando ondas desde la coronilla, sus ojos eran de color azul cristalino y su nariz parecía esculpida como las de aquellas estatuas del Palais Longchamp que me paré a contemplar un día durante uno de mis paseos. Era como una rosa, ataviada con un vestido de color menta claro con un corsé de pétalos color escarlata. Entre sus estilizados dedos sostenía un animal cerca de su propio cuello. Por el tamaño, pensé que parecía una rata de pelaje color miel, pero cuando se volvió hacia mí y parpadeó con sus ojos saltones y sacó una pequeña lengua rosa, me di cuenta de que era el perro más minúsculo que había visto nunca.

Camille bajó hasta donde yo me encontraba y me colocó entre los brazos al animalillo, que no paraba de retorcerse.

—Se llama Bonbon. Es un chihuahua. Lo cual supongo que significa que cuesta una fortuna.

El perrito me lamió la cara y meneó su cola en forma de pluma con tanto vigor que le tembló todo el cuerpecillo. Acaricié su pelaje aterciopelado y le dejé mordisquearme los dedos, olvidándome por un momento de que Camille me estaba observando.

—¡Mira tú! —comentó—, ya le gustas más que yo.

Levanté la mirada hacia ella.

—¿Quiere usted que lo lleve de paseo?

—¡Dios santo, sí! —respondió, acariciándose la barbilla y estudiándome de pies a cabeza—. No soy buena con los animales.

Acuné a Bonbon entre mis brazos, dándole la vuelta para hacerle cosquillas en la barriga. Fue cuando me di cuenta de que Bonbon no era macho, sino hembra.

Tía Augustine se quedaba con la mitad de los cincuenta céntimos que Camille Casal me pagaba por pasear a Bonbon durante una hora. Pero no me importaba, porque me daba la oportunidad de salir de aquella lóbrega casa. Cada vez que ponía un pie en la calle y Bonbon brincaba delante de mí, llevándome por las retorcidas callejuelas hacia los muelles, sentía que empezaba a vivir de nuevo. Escuchábamos a los voceadores de los restaurantes loando las virtudes de sus platos y a los gitanos tocando el violín. Bonbon y yo paseábamos por el bulevar principal de Marsella, la Canebière, parándonos para oler las rosas que llenaban los cubos de la puerta de la floristería o a contemplar embobadas el escaparate de la chocolaterie, donde mirábamos cómo empaquetaban los bombones en cajas adornadas con lazos dorados. Independientemente de si nos cruzábamos con hombres que bebían una copa de apéritif en las terrazas de los cafés o con mujeres ataviadas con sombreros y perlas que paladeaban sus cafés crèmes, todos ellos arqueaban las cejas de asombro al ver a una niña con un vestido desgastado paseando a un perro que llevaba un collar con strass.

Una tarde que Bonbon y yo regresábamos a casa, nos topamos con las prostitutas del edificio contiguo, que estaban en el umbral de su puerta, esperando a que llegaran los clientes de esa noche. Cuando me vieron con Bonbon prorrumpieron en chillidos.

—¿Qué es eso que llevas al final de la correa? ¿Una rata? —comentó la que estaba más cerca de nosotras, echándose a reír.

Aunque tía Augustine me había prohibido hablar con nuestras vecinas, no pude evitar sonreírles a aquellas mujeres. Cogí a Bonbon y se la tendí. Le rascaron bajo el morro y le acariciaron el lomo.

—Es muy mona. Mira qué orejas: ¡son más grandes que ella misma! —comentaron.

Solo cuando me encontré cerca de ellas, me di cuenta de que aquellas mujeres eran mucho mayores de lo que aparentaban a cierta distancia. Se les veían las arrugas y la piel llena de manchas bajo varias capas de maquillaje y colorete, y la esencia de agua de rosas que se desprendía de su cabello y sus ropas no lograba disimular el olor rancio de su piel. Aunque todas parecían felices y sonrientes, me sentí triste por ellas. Cuando las miré a los ojos, percibí que sus vidas debían de estar llenas de sueños rotos y oportunidades frustradas.

En cuanto Bonbon llegó al umbral de la casa de tía Augustine dejó caer el rabo, y yo sentí que si hubiera tenido uno también lo hubiera dejado caer en ese momento. Me agaché, le rasqué alrededor del collar y le hice cosquillas en las orejas.

—Puede que la tenga como huésped —escuché diciendo a tía Augustine mientras entraba por la puerta principal—, pero no voy a permitir que una mujer como esa se dedique a vagar por la casa o a traer hombres aquí.

Cerré la puerta lo más sigilosamente que pude. Las garras de Bonbon arañaron el suelo y se dejó caer, mirándome con sus inteligentes ojillos. La recogí del suelo, me la metí en el bolsillo y me deslicé hacia la cocina para escuchar qué más estaba diciendo tía Augustine. Había un espejo inclinado en un estante del salón y en él se reflejaba mi tía sentada a la mesa de la cocina con los pies metidos en un cubo. Ghislaine estaba limpiando unos mejillones y arrojaba las cáscaras dentro de una cesta. Tía Augustine bajó la voz y tuve que aguzar el oído para poder escucharla.

—Y no llevaba puesto apenas nada de ropa, ¡nada! —siseó—. Las mujeres se pegan un trozo de tela con cola de maquillaje y los hombres se ponen relleno…, bueno…, ya sabe usted dónde.

Me tapé la mano con la boca para contener una risita. ¿Cómo sabía tía Augustine todo aquello?

Ghislaine esperó hasta haber terminado de limpiar el último mejillón para contestar.

—No creo que Simone vaya a pervertirse solo por pasear al perro de Camille.

Aunque Marsella me había asustado al principio, acabé por cogerle cariño a la ciudad durante mis paseos con Bonbon. El Vieux Port tenía un aspecto muy pintoresco bajo la luz crepuscular provenzal. A aquella hora del día no había ni rastro del ajetreo de gente yendo de aquí para allá que tenía lugar al alba cuando abría la lonja de pescado. Las personas que paseaban por la tarde lo hacían tranquilamente y sin prisa. Los voceadores de los restaurantes pregonaban sus menús a voz en grito, atrayendo a los viandantes a sus establecimientos, que despedían especiados aromas a ajo y a guiso de pescado. Los gitanos se reunían en los muelles vendiendo cestas de mimbre y quincalla, o tentando a los transeúntes para leerles la mano o predecirles su fortuna. Ghislaine me había contado que estaban llegando de toda Europa para el festival anual de Les Saintes Maries de la Mer y que se pasarían la mayor parte del verano en el sur de Francia. El aire se animaba con la música de violines y canciones. Los vestidos rojos y amarillos de las bailarinas me recordaron a las flores silvestres que salpicaban las faldas de las colinas en Pays de Sault y pensé que ahora que tenía un poco de dinero podía responder a la carta de tía Yvette para contarles a ella y a mi madre qué tal me estaba yendo.

Pasé frente a un puesto que tenía lo que tomé por aves desplumadas colgadas entre dos postes. La carne olía a animal de caza y le pregunté al vendedor qué era. Se rascó la cabeza y trató de dibujar con el dedo la criatura en el aire antes de recordar cómo se llamaba en francés: le hérisson, el erizo. Retrocedí y eché a correr. Aquellos cuerpos me recordaban a Bonbon demasiado para mi gusto.

Una gaviota chilló sobre mi cabeza. Seguí su trayectoria por el cielo y la vi aterrizar en el puerto. Al mismo tiempo, divisé a Camille junto a un carro de fruta en la esquina de la Rue Breteuil. Llevaba un ramo de lirios envueltos en papel de periódico en una mano y le señaló unas uvas al frutero con la otra. Su cabello rubio relucía entre todos los rostros oscuros como una farola en un callejón oscuro. Llevaba puesto el vestido verde con un chal indio cubriéndole los hombros y el pelo peinado hacia atrás y recogido con un lazo. Tras recibir su compra, miró en la dirección en la que yo me encontraba. Pero, si me vio, no hizo ningún gesto que lo demostrara y se volvió en dirección a la Canebière.

«Debe de ir de camino al teatro», pensé. Bonbon se revolvió entre mis brazos y la puse en el suelo. Se fue correteando entre el mar de piernas, apresurándose hacia Camille y arrastrándome detrás de ella. Era un comportamiento muy extraño por parte de Bonbon, pues me tenía mucho más cariño a mí que a su dueña. Pensé que quizá entendía la curiosidad que me producía Camille y me estaba dando la oportunidad de hablar con ella fuera de casa.

Normalmente, la Canebière estaba siempre llena de gente, pero aquella noche se encontraba especialmente atestada por la afluencia de gitanos. Por una vez, agradecí mi altura tan poco femenina, que me permitía localizar la coronilla rubia de Camille moviéndose entre el mar de cabezas frente a nosotras. Dobló la esquina en una avenida bordeada de plátanos, y Bonbon y yo la seguimos. La calle estaba llena de estilosas mujeres que iban del brazo de sus sofisticados acompañantes. Los vendedores ambulantes de comida alineaban sus puestos contra las alcantarillas, y las rajas de melón y los melocotones aromatizaban el ambiente. Bonbon siguió correteando, ignorando los enjoyados caniches y fox terriers que movían la cola a su paso y le dedicaban miradas anhelantes. «¿Habrá estado aquí antes? —me pregunté—. ¿Se estará acordando del camino a casa?».

Me parecía poco correcto estar siguiendo a Camille, pero no ponía acercarme a ella lo suficiente como para llamar su atención. En cada esquina esperaba que se volviera y me viera, pero nunca lo hizo. Seguía adelante, concentrada en llegar a su destino. Después de un rato, dobló la esquina de una estrecha callejuela cuyas casas bloqueaban los últimos rayos de sol. Los adoquines apestaban a alcohol y a vómito. Las fachadas de las casas —las que no estaban cubiertas de medra— tenían la pintura desconchada. Las prostitutas, mucho más esqueléticas que nuestras vecinas, miraban desde el umbral de las puertas, haciéndoles señas a los grupos de marineros que merodeaban por la calle. Cogí a Bonbon en brazos y miré a mis espaldas, sin querer continuar hacia las calles laterales, pero atemorizada de volver atrás.

Camille desapareció en una esquina y eché a correr para seguirle el paso. Me encontré en una plaza con una fuente en el centro. Al otro extremo había un enorme edificio de piedra con cuatro columnas y paneles esculpidos con ninfas danzarinas a cada lado de las puertas dobles. El cartel superior rezaba: «Le Chat Espiègle». El edificio era impresionante por su tamaño, pero destartalado en los detalles. Las columnas estaban agrietadas y cubiertas de manchas, y los relieves, que probablemente en su día fueron blancos, habían ennegrecido y estaban tiznados de mugre. Alcancé la fuente a tiempo para ver a Camille entrando en un callejón en el lateral del edificio. Salí corriendo tras ella y estaba a punto de llamarla cuando subió deprisa un tramo de escaleras y desapareció tras una puerta. Dudé un momento, preguntándome si debía seguirla. Subí los escalones y giré el pomo, pero la puerta estaba cerrada. A través de una ventana abierta del segundo piso se escapaba el débil sonido de unas notas al piano y el eco de un taconeo. Bonbon puso las orejas en tensión y yo me paré a escuchar.

De repente, resonaron unos pasos sobre los adoquines de la calle, así que bajé de un salto los escalones y me escondí detrás de unas cajas de basura. Lo hice justo a tiempo, antes de que me sorprendiera una procesión de mujeres que se aproximaban a nosotras. Eran jóvenes y esbeltas, con el pelo corto y caras bonitas. Me acomodé contra una pila de periódicos arrugados y de botellas vacías. El aire apestaba a ginebra y a pescado. Bonbon bajó las orejas y apretó su cabecilla contra mi pecho.

Una chica pelirroja subió las escaleras dando zancadas y golpeó la puerta con los nudillos. Las otras se apoyaron sobre la barandilla o se sentaron. Llevaban modernos vestidos, con el corte justo por debajo de la rodilla, pero incluso desde donde yo me encontraba agazapada podía ver que estaban hechos de encaje acartonado y baratas cuentas descoloridas.

Una chica con el pelo rubio oxigenado sacó un peine del bolso y se lo pasó por el flequillo.

—Tengo hambre —se quejó, doblándose hacia delante y cubriéndose el estómago con una mano.

—Eso es lo que pasa cuando no comes —replicó la muchacha que estaba a su lado.

Su acento era poco natural y, aunque sus facciones eran elegantes, hablaba un francés barriobajero.

—No puedo comer —respondió la primera chica, mirando por encima del hombro a la pelirroja, que estaba llamando a la puerta otra vez—. Tengo que pagar mañana el alquiler.

Mon Dieu! ¡Qué calor hace! —se quejó una muchacha morena, secándose el sudor de la frente con un pañuelo—. Me estoy marchitando como una flor.

—Ahora hace un poco menos —le respondió la chica hambrienta—. Era peor esta tarde. El maquillaje se me caía a chorros por el sudor. No encienden los ventiladores durante los ensayos.

La pelirroja se volvió.

—Marcel me dejó caer durante el baile arabesco.

—¡Ya lo vi! —exclamó otra chica—. ¡Y caíste en medio del charco de sudor que había a sus pies!

—¡Menos mal que no me ahogué! —bramó la pelirroja, estallando en carcajadas.

Las otras muchachas se echaron a reír.

El cerrojo chasqueó y todas se pusieron de un salto en fila, como a fuerza de costumbre. La puerta se abrió de golpe.

—¡Bonsoir, Albert! —corearon una por una antes de desaparecer en la oscuridad.

Bonbon se revolvió y me lamió los dedos. Estaba a punto de ponerme en pie cuando escuché más pasos sobre los adoquines de la calle y me volví a esconder. Espié entre las pilas de basura para ver a una mujer con aspecto de matrona dirigiéndose hacia nosotras con un montón de cajas de sombreros en las manos. Las cajas eran tan altas que tenía que mirar por un lado para saber por dónde iba. La seguían de cerca dos hombres muy morenos que llevaban estuches de instrumentos musicales bajo el brazo. El trío se paró delante de la puerta y uno de los hombres llamó. Como había sucedido con las chicas, tuvieron que esperar unos minutos antes de que se abriera y desaparecieran en el interior. Aunque me dolían las pantorrillas y los pies y Bonbon se estaba revolviendo entre mis brazos, me sentía hipnotizada por la procesión de gente que pasaba ante mis ojos. En comparación con mi vida de extenuante trabajo, todos ellos resultaban muy misteriosos.

La puerta se abrió y pegué un salto. Salió un hombre, que echó un vistazo al callejón. Estaba segura de que me vería, pero se paró poco antes de descubrir mi escondrijo. A pesar del calor, llevaba puesto un abrigo sobretodo que le llegaba hasta los tobillos y tenía el cuello de la camisa subido. El hombre dejó la puerta abierta, fijándola con un ladrillo, y se reclinó sobre la barandilla durante un momento antes de rebuscarse en el abrigo y liarse un cigarro. Noté que el tobillo derecho me ardía de estar en cuclillas y moví un poco el pie para aliviar el calambre. Golpeé con el zapato una botella de vino, que se fue rodando hasta chocar contra un cubo de basura con un tintineo. El hombre giró sobre sus talones y me miró a los ojos. A mí se me cortó la respiración.

—¡Vaya! ¡Hola! —saludó, rascándose la barba de varios días que le cubría la barbilla.

—¡Hola! —contesté, poniéndome en pie y estirándome el vestido. Después, incapaz de pensar en una buena razón para justificar que me estuviera escondiendo en la basura, exclamé—: ¡Buenas noches!

Y salí corriendo del callejón.

Intrigada por lo que había presenciado y a falta de otra diversión, regresé al teatro la noche siguiente. Pero cuando llegué al callejón estaba desierto. Pensé que quizá Le Chat Espiègle no ofrecía espectáculo los sábados por la noche y corrí a la taquilla, donde me aseguraron que sí que había y me señalaron los precios de las entradas. Volví al callejón. Escuché que alguien afinaba un violín, lo que me convenció de que disfrutaría de nuevo de la llegada de los artistas. Encontré una caja vacía entre la basura y la coloqué bajo el toldo de la tienda de objetos usados que se encontraba frente a la puerta de artistas. Me senté en la caja con Bonbon sobre el regazo, me cogí las rodillas con las manos y observé con expectación la esquina. No tuve que esperar mucho hasta que aparecieron las coristas, riéndose y desfilando como patitos de camino al estanque. La chica pelirroja fue la que primero me vio:

Bonsoir! —exclamó, sin sorprenderse ni lo más mínimo de ver a una niña sentada en una caja con un perro sobre las rodillas.

Las otras me saludaron con la cabeza o me sonrieron al pasar. Llamaron a la puerta, se abrió y desaparecieron en la oscuridad.

Un poco más tarde, tres hombres y dos mujeres aparecieron detrás de la esquina. Me sorprendió su forma de marchar al andar, sus fornidas espaldas y sus barbillas levantadas. Los brazos de los hombres eran tan anchos como troncos de árboles, mientras que las extremidades de las mujeres eran nervudas y sus rostros estaban en tensión. Dos de los hombres cargaban con un baúl. Cuando se aproximaron, vi las palabras «La Familia Zo-Zo» pintadas en un lateral, junto a una imagen de seis trapecistas balanceándose en la cuerda floja. La cuerda se encontraba sobre un río atestado de cocodrilos y en el fondo se veían montañas y árboles de aspecto prehistórico. Había seis acróbatas en la imagen, pero solo cinco personas formaban el grupo. Me pregunté qué le habría sucedido al sexto componente.

Una de las mujeres llamó a la puerta. Se abrió y esta vez vislumbré la silueta del portero acechando en las sombras. Después de que entraran los acróbatas, salió al rellano.

—Pensé que era usted —me dijo—. Llega pronto. Normalmente no dejamos entrar a los admiradores hasta después de la actuación. Y solo pueden entrar los que han pagado por ver el espectáculo.

El corazón me palpitó con fuerza. Me dio la terrible sensación de que me iba a echar. Tartamudeé que lo único que quería era ver la llegada de los artistas y que no tenía dinero para presenciar el espectáculo, pero que, si lo tuviera, sin duda pagaría por entrar en una sala con tanta categoría. Los ojos del portero brillaron y las comisuras de su boca formaron un amago de sonrisa.

Un hombre que llevaba un traje muy usado con las rodillas desbastadas y una camisa blanca que más bien presentaba una tonalidad grisácea se dirigió hacia nosotros. Su mirada estaba fija sobre un pedazo de papel arrugado que sostenía en la mano. Llevaba la otra mano metida en el bolsillo.

Bonsoir, Georges —le saludó el portero.

El hombre se detuvo durante un instante y levantó la mirada, pero no contestó al saludo. Murmuró algo para sus adentros y subió las escaleras. El portero alzó la voz y repitió:

—¡Bonsoir, Georges!

Puesto que el otro hombre seguía sin responder, el portero bloqueó el callejón poniéndose en medio y cruzó los brazos sobre el pecho.

—Ya demuestra bastante mala educación al no saludarme a mí —le espetó—. Pero podría hacer el favor de al menos decirles «bonsoir» a la joven señorita y a su perro, que se encuentran allí. Le estaban esperando.

El hombre contempló al portero y después se volvió sobre sus talones y me lanzó una mirada aterradora. Bonbon retrocedió y se echó a ladrar.

El hombre arrugó el entrecejo como si se acabara de despertar de un sueño.

Bonsoir —dijo gravemente, saludando con la cabeza antes de pasar junto al portero y sumirse en la oscuridad.

Su rostro lleno de picaduras y aquellos ojos hundidos me provocaron una sensación macabra. Me pregunté si sería uno de aquellos magos sobre los que había leído, que practicaban la magia negra y cortaban a bonitas mujeres en dos con una sierra.

El portero contempló al hombre mientras desaparecía.

—Ese es el humorista —aclaró sonriendo.

Resonaron unos tacones sobre los adoquines de la acera, ¡clic, clac, clic, clac! Los tres levantamos la mirada. Camille venía caminando por el callejón, con las piernas desnudas a causa del calor. Llevaba un vestido rojo y se había peinado el pelo hacia un lado con una peineta. Justo detrás de la oreja se había colocado una orquídea. Cogía uvas del racimo que llevaba en la mano y se las comía de una en una, masticando cada una de ellas con aire pensativo mientras miraba al infinito. Detrás de ella, resonaron unos pasos más pesados. Advertí a un hombre con sombrero de copa y frac que dobló la esquina con un voluminoso ramo de rosas bajo el brazo. Me estaba preguntando qué tipo de espectáculo haría, cuando el hombre emitió un gemido de dolor:

—¡Caaaamiiiilleee!

Sentí escalofríos al oírlo. Pero si aquel hombre estaba esperando que Camille reaccionara, no lo logró. Ella siguió acercándose tranquilamente con los ojos fijos en la puerta de artistas, sin ni siquiera verme a mí. El rostro del hombre enrojeció y se mordió el labio. Tenía aproximadamente treinta años, pero sus abultadas mejillas y su exigua barbilla le conferían el aspecto de un bebé.

—¡¡¡Camille!!! —suplicó, corriendo hacia ella.

Camille frunció el entrecejo y se volvió para encararse con su perseguidor.

—¿No puedes dejarme en paz ni un minuto? —rezongó.

El hombre se paró en seco, tragó saliva y avanzó un paso más.

—Pero me lo prometiste…

—Me estás aburriendo. Lárgate ya —le espetó ella, elevando el tono de voz.

El hombre se puso tenso. Le dedicó una mirada al portero, que lo contempló con ojos compasivos.

—Nos encontraremos después del espectáculo, ¿verdad?

—¿Para qué? —le contestó Camille, encogiéndose de hombros—. ¿Para que me des otro perro? Ya he regalado el primero.

Bonbon levantó las orejas. Asumí que aquel hombre debía de ser monsieur Gosling, el admirador que le había regalado a Bonbon a Camille después de haber conseguido cinco bises. Parecía fuera de lugar en aquel entorno.

—Escúchame bien —le espetó Camille, clavándole la punta del dedo en el pecho—. No dejo que me traten como a un juguete. No tengo tiempo para nadie que no vaya en serio.

Lo apartó de su camino y ya había subido la mitad de las escaleras cuando monsieur Gosling dejó escapar otro gemido y cayó de rodillas al suelo. Pensé que se iba a desmayar o que se iba a arrastrar tras ella. Sacó el ramo de rosas que llevaba bajo el brazo. No me cupo la menor duda de que aquel no era el momento adecuado para ofrecérselo a Camille, cuya boca se curvó en una sonrisa cruel. Daba la sensación de que estaba a punto de lanzarle otro comentario mordaz, cuando se paró en seco y contempló las flores. Vio algo en ellas que le hizo cambiar de opinión. Se le dulcificó la expresión como un capullo abriéndose para recibir la lluvia.

—¡Monsieur Gosling! —ronroneó, pasándose los dedos por el cuello antes de hundir la mano en los pétalos y sacar algo de entre ellos.

Brilló a la luz del sol. Era un brazalete de diamantes.

La confianza de monsieur Gosling aumentó cuando vio que Camille estaba disfrutando. El tono de ella pasó de ser gélido a un murmullo provocativo cuando le dijo:

—Así está mejor.

Y lo besó en la mejilla. Él era como un cachorrillo que había complacido a su dueña por haber orinado en el lugar adecuado.

—¿Después del espectáculo…? —comenzó a decir, tratando de adoptar un tono varonil y exigente, pero, aun así, seguía sonando dubitativo.

—De acuerdo, después del espectáculo… —respondió Camille antes de escabullirse junto al portero hacia la oscuridad.

El portero puso los ojos en blanco. Monsieur Gosling bajó brincando las escaleras, pero se sobresaltó cuando me vio, o más bien cuando vio a Bonbon.

—¿Ese es…? Debo preguntarle… ¿Ese es? —tartamudeó, acercándose a mí.

—Sí —le contesté—. Este es el cachorro que le regaló a mademoiselle Casal. Yo lo paseo todos los días.

Abrió mucho los ojos y se echó a reír, mostrando unos dientes torcidos. Yo hubiera salido huyendo de no haber estado el portero allí también. Monsieur Gosling palmoteo y miró hacia el cielo, sonriendo de oreja a oreja.

—¡Después de todo, me quiere! —gritó, lo bastante alto como para que lo oyera toda Marsella—. ¡Ella me quiere!

No pude ir al teatro la noche siguiente. Tenía a Bonbon en la puerta, lista para salir, cuando tía Augustine me llamó desde las escaleras para decirme que tenía que llevarle una nota urgente a su abogado.

—Puedes combinar ambos paseos —me sugirió.

«En realidad no», pensé yo, sabiendo que no podría ir hasta el despacho de su abogado en la Rue Paradis y después dirigirme al teatro.

Al día siguiente, mientras estaba ajustándole la correa a Bonbon para nuestro paseo, tía Augustine me llamó para decirme que quería que le llevara una carta al farmacéutico. Esperaba que no fuera a hacer una costumbre de aquellos paseos que eran una combinación entre sacar a la perrita y hacerle sus recados. Después de dejar la carta en la farmacia, corrí hasta llegar a Le Chat Espiègle. Cuando alcancé el callejón, me dio un salto de alegría el corazón al ver que mi cajón estaba preparado para mí, junto con una jarra de agua para Bonbon. Tomé asiento y me eché un poco de agua en la palma de la mano para que Bonbon la lamiera. Sin embargo, después de esperar un cuarto de hora, nadie había llegado aún. Me apoyé contra el muro, tratando de contener la decepción. Me había presentado treinta minutos más tarde de la hora a la que había llegado las dos primeras noches y me los había perdido a todos. Cuando estaba a punto de levantarme y marcharme, la puerta de artistas se abrió de un golpe y me habló desde el interior una voz familiar:

—Pensé que no iba usted a venir.

Levanté la mirada y vi al portero sonriéndome.

—¿Me los he perdido?

Asintió y me dio un vuelco el corazón.

—Siendo así, mademoiselle —me dijo—, le sugiero que pase usted adentro y contemple el espectáculo entre bastidores.

Pegué un salto, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Me temblaron tanto las piernas que apenas pude moverme.

—¡Vamos! —me animó el portero entre risas.

No necesitaba más invitación que aquella. Corrí escaleras arriba me interné a través de la puerta por donde había visto pasar a los demás antes que yo. Al principio, me sentí aturdida por el contraste entre la luminosidad exterior y la oscuridad del interior, pero tras unos segundos se me acostumbraron los ojos y vi que estaba en el hueco de una escalera atestado de sillones y paneles pintados con decorados de un baño turco.

—Me llamo Albert —me dijo el portero—. ¿Y usted es…?

—Simone. Y esta es Bonbon —le respondí, levantando a Bonbon delante de él.

—Encantado de conocerlas a las dos —me contestó, haciéndome un gesto para que le siguiera escaleras arriba y a través de un estrecho pasillo—. Pues ahora, Simone y Bonbon, es muy importante que ambas se estén muy calladas, porque si no la dirección del teatro se enfadará.

Apartó una cortina y me señaló un taburete situado bajo unas escaleras. Avancé entre más paneles de decorados, una lámpara de araña que se encontraba sobre un sofá roto y un cubo de arena, y después me acomodé en el espacio que había y coloqué a Bonbon sobre mi regazo. Me picaba la nariz por el olor a polvo y pintura, pero no me importó. Albert se presionó el dedo índice contra los labios y yo asentí, dándole a entender que mantendría mi promesa de estar callada. Él sonrió y desapareció.

Eché un vistazo a través de una rendija de la cortina y tuve que entrecerrar los ojos a causa de las deslumbrantes luces que brillaban como cuatro soles hacia mí. Descubrí que estaba en las cajas más cercanas al telón de fondo, que se trataba de una imagen de una estampida de búfalos a través de una llanura. En la distancia, un vagón de tren serpenteaba paralelo a un río. Desde donde me encontraba, también veía el escenario y el foso de la orquesta, y, más allá, las tres primeras filas de asientos. En el centro del escenario había un imponente tótem de madera que tenía unos primitivos rostros esculpidos a ambos lados. La orquesta estaba afinando los instrumentos y un hombre de piernas larguiruchas y un bigote con las puntas engominadas en forma de caracolillo se movía rápidamente de un lado para otro, gritándole a alguien que se encontraba en los bastidores frontales que cerrara el telón.

—¡El público está a punto de entrar! —chilló, pasándose los dedos por su engominado cabello—. ¿Qué quieres decir con que la cuerda está enredada?

Como respuesta, se escucharon varios gruñidos y un sonido de desgarro. Ambas partes del telón fueron saliendo bruscamente desde los bastidores, pero se detuvieron súbitamente dejando un metro de distancia entre ambas. Se oyeron más gruñidos desde el bastidor frontal, seguidos por una ristra de palabrotas.

El hombre alto contempló un punto fijo en el telón de fondo durante un instante antes de exclamar entre suspiros:

—¿Qué quieres decir con que no se cierran más? Te dije que debías comprobarlas durante el ensayo. Ahora es demasiado tarde como para engrasar los raíles.

Se oyó un ruido sordo y el decorado se tambaleó. Bonbon aulló, pero por suerte el ruido había sido tan fuerte que su eco ahogó el aullido. Le acaricié el lomo y miré por la rendija. El tótem se había caído hacia un lado. Dos hombres que llevaban monos de trabajo y martillos en los bolsillos traseros se apresuraron a salir al escenario para enderezarlo, fijando una sujeción en la base. Al hombre del bigote con florituras se le salieron los ojos de las órbitas y apretó los puños a ambos lados del cuerpo. Parecía a punto de explotar, pero cuando el tótem estuvo bien sujeto y los dos tramoyistas volvieron a los bastidores, dejó escapar una exhalación lenta y sibilante, levantó los brazos en el aire y gritó:

—¡El espectáculo debe continuar!

El escenario se quedó a oscuras y yo me pregunté qué pasaría a continuación. Distinguí una fila de luces alrededor del foso de la orquesta y un círculo de luz producido por un foco que se encontraba en el bastidor frontal.

Después de un rato se oyeron unas voces. El sonido fue creciendo en intensidad. Moví la nariz intranquila. Observé a través de la rendija más allá del telón y percibí las siluetas de una fila de gente que se movía por los pasillos del patio de butacas e iba ocupando sus asientos. Unos minutos más tarde, una voz masculina resonó por toda la sala y el murmullo de las conversaciones se detuvo bruscamente.

—Señoras y caballeros, bienvenidos a Le Chat Espiègle…

Me recorrió un escalofrío por toda la columna vertebral hasta el final de las piernas. Bonbon se apretó contra mí y levantó las orejas. Un foco de luz se encendió en el escenario, delante del telón. El público aplaudió. La vibración del aplauso sacudió las tablas del suelo bajo mis pies e hizo que la lámpara de araña tintineara. La orquesta arrancó con una melodía romántica y un hombre ataviado con una camisa de rayas y una boina se metió bajo el foco. Se volvió y pude ver su perfil. Llevaba el rostro cubierto de maquillaje blanco, y los ojos y la boca pintados de negro. Levantó la mano y simuló que estaba oliendo una flor. Tras contemplarla con admiración, se la ofreció a unos transeúntes imaginarios. Ya había visto antes mimos en la feria de Sault, pero este era más convincente. Cada vez que recibía una negativa al ofrecimiento de su flor, dejaba caer los hombros e inclinaba la cabeza de tal manera que me transmitía perfectamente su desilusión. No podía ver sus expresiones faciales, pero el público estallaba en carcajadas y pateaba el suelo por su actuación, que terminó cuando uno de los transeúntes invisibles aceptó la flor y el mimo se fue dando saltitos hacia el patio de butacas.

Los instrumentos de percusión iniciaron una explosión de tambores y cascabeles. El telón se abrió por completo y la luz inundó el escenario. Oí una estampida por la escalera que se encontraba sobre mi cabeza y el escenario se llenó de coristas vestidas como indias americanas. Llevaban medias de color tostado que resplandecían bajo las luces y el pelo peinado en largas trenzas, que oscilaban a ambos lados de sus rostros mientras saltaban y hacían cabriolas alrededor del tótem, entonando un grito de guerra. El público se puso en pie y las vitoreó. Algunos silbaron y otros las abuchearon. Gracias a que las luces ahora eran más potentes, podía ver mejor que antes al público. Casi todos eran hombres embutidos en trajes y sombreros oscuros o marineros, pero también había alguna que otra vistosa mujer vestida de lentejuelas y plumas, y media docena de hombres que parecían bastante fuera de lugar, ataviados como monsieur Gosling. En el escenario, el baile se volvió más frenético. Los guerreros indios llegaron en canoa, pero las indias les superaban en número y los derribaron para robarles los mocasines.

Después, tan rápido como habían aparecido, las chicas se marcharon como hormigas antes de una tormenta, corriendo hacia los bastidores o escaleras arriba. El sonido amortiguado de sus voces resonó a mi alrededor. Las luces se apagaron de nuevo. Bonbon tembló entre mis brazos. El corazón me palpitaba con fuerza en el pecho. Contemplar el espectáculo era como ser abatido por un rayo. Me quemaba la piel y me latían las sienes. Nunca antes había experimentado algo así.

Espié de nuevo a través del telón y parpadeé. Unos seres fantasmales se movían desordenadamente por el escenario. Levantaron algo sobre el telón de fondo que se desenrolló con un ruido sordo como el de una vela desplegándose al viento. Empujaron el tótem hacia los bastidores y en su lugar colocaron tres objetos que parecían árboles. Unos minutos más tarde, las tenebrosas siluetas se retiraron, como asesinos escabullándose entre las sombras. Me di cuenta de que se escuchaba una voz apagada y comprendí que otro número estaba teniendo lugar delante del telón. Los hombros redondeados y la postura adusta me resultaban familiares y supuse que era el humorista huraño. No alcanzaba a oír lo que estaba diciendo porque proyectaba su voz hacia el público, pero fuera lo que fuera no les gustaba. Le estaban abucheando y golpeaban los puños contra los laterales de sus asientos.

—¡Saquen a las chicas! —gritó una voz hosca por encima de la algarabía.

No me enteré de si el humorista había terminado su número o no, pero instantes después el arpa comenzó una melodía cantarina. Se le unió una flauta, que arrastraba las notas como si se tratara de una serpiente. Una luz dorada inundó el escenario. El público se quedó boquiabierto y yo también. El decorado estaba ambientado en el antiguo Egipto con un telón de fondo de arena, pirámides y palmeras. Las coristas estaban de pie o arrodilladas delante de una escalera que desaparecía por el techo. Vestían túnicas blancas atadas a un hombro con un broche dorado y todas ellas tenían un aspecto muy similar, con pelucas de color ébano y los ojos alargados con una gruesa raya negra. Los eunucos se encontraban de pie a ambos lados del escenario, agitando abanicos de plumas de pavo real. Las coristas cantaron y sus voces recibieron respuesta de otra voz que provenía ce más arriba.

Unos pies enjoyados con tobilleras plateadas aparecieron en lo cito de la escalera y comenzaron a descender. Después, les siguieron unas estilizadas piernas y un torso. Cuando la mujer surgió por completo, se impuso un silencio ahogado entre el público. Llevaba cubiertas las caderas con una gasa de muselina que se le cerraba a la cintura con una hebilla en forma de cobra. Toda ella relucía por las joyas que la adornaban de pies a cabeza. Brillaban en los lóbulos de sus orejas y en sus muñecas, y en la parte superior de cada brazo tenía un brazalete dorado. Sobre el pecho le colgaban tiras de cuentas que apenas escondían sus senos turgentes. Fue avanzando paso a paso, deslizándose escalera abajo. Gracias a aquella elegante manera de andar logré reconocerla. Era Camille. Había pasado de ser una hermosa mujer a transformarse en un exótico objeto de deseo. De repente, comprendí la obsesión de monsieur Gosling.

Camille alcanzó el final de las escaleras y se movió hacia las candilejas, donde comenzó a hacer ondas con los brazos y a contonear las caderas al ritmo de la música. Un hombre de la primera fila se tapó la boca con la mano sin poder apartar los ojos de ella. El resto del público no se movió ni lo más mínimo. Se quedaron inmóviles, agarrados a sus asientos. Camille movió sensualmente los hombros y las caderas y giró en círculo. Alcancé a ver un instante el brillo de sus ojos, su expresión altiva. Todos los demás artistas que la acompañaban en escena se desvanecieron, se volvieron insignificantes. La voz de Camille era fina pero su presencia sobre el escenario resultaba formidable. Un barco de velas púrpuras apareció deslizándose desde los bastidores y se detuvo a los pies de la escalera. Flanqueada por las coristas, Camille se subió a él. Se volvió y le dedicó al público un último y descarado contoneo de caderas antes de desaparecer como por arte de magia. Las luces se apagaron. El baile había terminado. El público se puso en pie y aclamó, su aplauso fue tan ensordecedor como un trueno. Apreté a Bonbon contra mí, ambas estábamos temblando.

Tras varios bises, en ninguno de los cuales apareció Camille de nuevo, me di cuenta de que se me estaba haciendo tarde y que tendría que perderme el segundo acto. Me levanté para irme a casa.

Albert estaba fumando en el rellano y le di las gracias por haberme dejado ver el espectáculo, pero apenas oí mis propias palabras, pues todavía resonaba en mis oídos el vivido recuerdo de la música y del aplauso del público. Caminé por la Canebière como en sueños y las patitas de Bonbon repiquetearon sobre los adoquines delante de mí. Me imaginaba el número de Camille una y otra vez; me había impresionado más que ninguna otra cosa que hubiera visto antes. No era lascivo ni vulgar como lo había descrito tía Augustine. Era fascinante. Y en comparación con aquello, mi vida parecía aún más deprimente.

Llegué a la puerta principal cuando se estaba poniendo el sol y levanté el pestillo. Pero la chica que había dejado la casa aquella tarde no era la misma que regresaba. Entonces supe que tenía que lograr subirme al escenario o mi vida no valdría nada.