—¡No hay más que hablar! —bramó tío Gerome, golpeando la palma de la mano contra la mesa de la cocina—. Simone se va a trabajar para tía Augustine a Marsella.
Mi madre, tía Yvette y yo nos sobresaltamos por la intensidad de su enfado. ¿Aquel era realmente el mismo hombre al que la semana anterior, junto a la tumba de mi padre, se le había desfigurado el rostro por el dolor? Parecía haberse recuperado de la conmoción de la muerte de su hermano del mismo modo que cualquier otro hombre hubiera superado una gripe. Durante los dos últimos días, había estado inmerso en los libros de contabilidad, cuadrando números.
—No necesito dos amas de casa —sentenció, volviéndose hacia el fuego y atizándolo con un palo.
La llama creció y murió, dejando a oscuras la habitación.
—Si Simone no puede hacer el trabajo de la finca, necesita ganarse la vida en otra parte. Ya no es una niña, y yo ya tengo bastantes bocas que alimentar. Quizá si Pierre no hubiera dejado tantas deudas…
Tío Gerome recitó cuánto costaba cultivar la lavanda, el precio del alambique, el dinero que debíamos de la finca… Mi madre y yo nos intercambiamos una mirada. Tío Gerome iba a obtener beneficios del proyecto que se había concebido gracias a la imaginación de mi padre. ¿Qué importaban ahora aquellos gastos?
Me vino una imagen a la cabeza. No era algo que hubiera presenciado, sino una escena que me había atormentado durante una semana: mi padre, tumbado boca arriba sobre un saliente de piedra en las gargantas del Nesque. Él y Jean habían esperado en Sault a que pasara la tormenta de la tarde, antes de dirigir a la mula pendiente abajo. Tras superar los tramos más difíciles, habían parado para darle un descanso a la bestia y para comer un poco de pan. Pero tan pronto como Jean desenganchó al animal y lo condujo a una pequeña zona cubierta de hierba, oyó un crujido a sus espaldas. Un pedregal, que se había soltado por la lluvia, cayó colina abajo. La rama de un árbol derribó a Jean y a la mula hacia un lado. Mi padre y el carro cayeron por el precipicio.
—Bernard contribuirá —repuso tía Yvette—. Aunque mandes a Simone a Marsella, por lo menos deja que reciba una educación allí. No la envíes para que sea una especie de esclava de tu tía.
Aquella fue la primera vez que veía a tía Yvette plantándole cara a mi tío y temí por ella. Aunque nunca nos había pegado a ninguna de nosotras, no podía evitar preguntarme si las cosas cambiarían ahora que mi padre ya no estaba. Como cabeza de ambas familias, tío Gerome gozaba de una clara posición de poder y nosotras no teníamos nada que hacer contra él. Sin embargo, su única reacción ante la oposición de mi tía fue sonreír despectivamente.
—La educación supone un desperdicio aún mayor en las mujeres que en los hombres. Y en cuanto a Bernard, no te engañes pensando que tiene dinero. Todo lo que ha ganado en su vida ya se lo ha gastado en coches y en sus correrías por la Costa Azul.
Aquella noche, mi madre y yo nos acostamos abrazadas, como habíamos hecho todos los días desde la noche del accidente. Escuchamos el aullido del mistral. El viento había comenzado como una tenue corriente bajo la puerta, para convertirse en un intermitente aullido fantasmal que doblaba los cipreses y gemía por los campos. Ambas habíamos llorado tanto desde la muerte de mi padre que pensé que nos quedaríamos ciegas de las lágrimas. Miré de reojo la silueta del Cristo crucificado junto a la puerta y me di la vuelta. Resultaba cruel que mi padre hubiera sobrevivido a las heridas de metralla para que la naturaleza hubiera terminado con él de aquella manera.
«Todo sucedió tan rápido que ni siquiera debió de darse cuenta de lo que estaba pasando», fue el único consuelo que el párroco pudo ofrecernos.
Efectivamente, todo había sucedido tan rápido que aún no podía creer que fuera cierto. Veía a mi padre por todas partes: su silueta agachada junto al pozo o sentado en su silla, esperándome para que me uniera a él en el desayuno. Durante unos pocos segundos felices, me convencía de que su muerte solo había sido una pesadilla, hasta que la imagen se desvanecía y me percataba de que no había visto nada más que la sombra de un árbol o el perfil de una escoba.
Mi madre, siempre reservada, se refugió aún más en su silencio. Creo que se preguntaba por qué le habían fallado sus poderes, por qué no había sido capaz de prever la muerte de mi padre para advertirle. Sin embargo, ella misma decía que había cosas que no debíamos saber, cosas que no podían preverse o evitarse. Le toqué el brazo: su piel estaba fría como el hielo; cerré los ojos y traté de contener más lágrimas dolorosas, temiendo el día en que la perdiera a ella también.
Por lo menos, mi madre tenía a tía Yvette. ¿Quién era aquella tía Augustine? Mi padre nunca la había mencionado. Lo único que nos contó tío Gerome fue que era la hermana de su padre y que se había casado con un marinero, que poco después murió en el mar. Tía Augustine regentaba una casa de huéspedes, pero ahora que era mayor y padecía de artritis, necesitaba una sirvienta que también cocinara. A cambio, me alimentaría, pero no me pagaría. Me pregunté de dónde habría salido la generosidad y la bondad de mi padre. Todos los demás Fleurier parecían ser descendientes directos de Judas: preparados para vender a sus familiares por treinta monedas de plata.
Bernard vino una semana después para llevarme a Carpentras, desde donde cogería un tren a Marsella. Tía Yvette lloró y me dio un beso.
—No te preocupes por Olly —me susurró—. Yo cuidaré de él.
Casi no podía mirar a mi gato, que estaba orinando sobre los neumáticos del coche de Bernard, y menos a mi madre. Se quedó unto a la puerta de la cocina haciendo una mueca con los ojos llenos de tristeza. Me clavé las uñas en las palmas de las manos. Me prometí a mí misma que, por el bien de mi madre, no lloraría.
Lo único que tenía para llevarme conmigo era un hatillo de ropa dentro de un pañuelo. Se lo entregué a Bernard, que lo metió en el coche. Mi madre avanzó y me apretó la mano. Algo punzante me pinchó la palma. Cuando apartó los dedos, vi que me había dado un medallón y unas cuantas monedas. Me eché ambas cosas disimuladamente en el bolsillo y le di un beso a mi madre. Nos quedamos largo rato fundidas en un abrazo, pero ninguna de las dos fue capaz de decir nada.
Bernard abrió la portezuela del coche y me ayudó a sentarme en el asiento del copiloto. Tío Gerome estaba de pie en el patio observándonos. Su expresión era seria, pero había algo extraño en su postura. Tenía los hombros encorvados y la boca torcida en una mueca, como si estuviera sufriendo un profundo dolor. ¿Guardaba algún demonio en su interior que le hacía comportarse de un modo tan rencoroso? ¿Quizá deseaba poder ser un hombre más como mi padre y menos como él mismo? Echó por tierra aquella impresión en cuanto me gritó:
—¡Trabaja duro, Simone! Tía Augustine no tolerará ninguna tontería y yo no te aceptaré de vuelta si ella te echa.
La estación de Carpentras parecía un mercado ambulante. Los pasajeros de primera y segunda clase se subían al tren civilizadamente, pero los de tercera se peleaban por los asientos y los lugares para colocar sus gallinas y conejos y todo el resto de bártulos que planeaban llevarse consigo. Mientras sorteaba un cerdo, pensé que aquello era como el arca de Noé.
Bernard le mostró a uno de los revisores mi billete.
—Viaja sola —le explicó—. Nunca antes ha montado en tren. Si le pago la diferencia de tarifa, ¿puede ponerla en uno de los vagones de segunda clase con alguna señorita?
El revisor asintió con la cabeza.
—Tendrá que viajar en tercera clase hasta Sorgues —replicó—. Pero después puedo conseguirle un asiento en segunda hasta Marsella.
¿Por qué Bernard pensaba más en mi comodidad y seguridad que mi propio tío, que se contentaba con enviarme en tercera clase con quién sabe qué gente?
Bernard le pasó disimuladamente algo de dinero al revisor y el hombre me ayudó a subir la escalerilla y a sentarme en un asiento en la parte delantera del vagón. Sonó el silbido del tren, y el cerdo chilló y las gallinas cloquearon. Bernard me dijo adiós con la mano desde el andén.
—Encontraré un modo de ayudarte, Simone —me aseguró a través de la ventanilla abierta—. La próxima vez que consiga algo de dinero extra te lo enviaré.
Una nube de hollín y humo inundó el ambiente. El tren inició la marcha. No aparté la mirada de Bernard hasta que salimos de la estación. Cuando me senté, recordé el medallón que mi madre me había dado. Me lo saqué del bolsillo y lo abrí. Contenía una fotografía de mis padres el día de su boda. Yo tenía cinco años cuando mi padre se marchó a la guerra y apenas podía recordar su aspecto antes de las heridas. El atractivo y atento rostro que me contemplaba desde la fotografía hizo que se me llenaran los ojos de lágrimas. Miré por la ventanilla y vi pasar granjas y bosques a gran velocidad. Después de un rato, vencida por la pena, el calor del vagón y el efluvio de cuerpos sin asear, me quedé dormida. El tren traqueteaba sobre las vías a un ritmo constante, frenando tan gradualmente que yo apenas lo percibía.
Llegamos a Marsella a última hora de la tarde. El viaje en tercera clase me resultó más agradable, a pesar del ruido y el olor de los animales, que el tiempo que pasé en segunda. Cuando llegamos a Sorgues, el revisor me acompañó al tren ómnibus que se dirigía a Marsella, y le dijo al revisor allí que me diera un asiento en un compartimento. Me puso con dos mujeres que volvían de París.
—Está sola —les explicó el revisor—. Por favor, vigílenla.
No pude evitar contemplar el atuendo de aquellas mujeres. Sus vestidos eran de seda con escotes en forma de pico en lugar de redondeados. Más que ceñirse a sus cinturas, sus cinturones eran sueltos y caían a la altura de las caderas. Llevaban unas faldas tan cortas que podía verles las espinillas cuando cruzaban las piernas. Sin embargo, sus sombreros eran simples y flexibles, y me recordaban a las flores de las enredaderas. Cuando les pregunté si podían contarme algo sobre Marsella, fingieron que no me entendían. Después, las vi poniendo los ojos en blanco cuando saqué la salchicha de ajo que tía Yvette me había envuelto para la comida.
—Esperemos que no nos pegue los piojos —le susurró una mujer a la otra.
Me miré el regazo, con las mejillas ardiendo de vergüenza. Puede que fuera pobre, pero me había lavado cuidadosamente y me había puesto mi mejor vestido para el viaje. No obstante, olvidé la grosería de aquellas mujeres cuando el tren entró en la Gare Saint Charles: nunca antes había visto una muchedumbre tan grande reunida en un mismo lugar. Seguramente allí habría tanta gente como toda la población de mi región, yendo de aquí para allá por la estación. Contemplé a varias mujeres que pasaban de un lado para otro, identificando su equipaje; vendedores ambulantes que ofrecían flores y cigarrillos; marineros que cargaban fardos de lona sobre los hombros; y niños y perros sentados sobre maletas. Pero lo que más me sorprendió fue el tumulto de idiomas que se escuchaba en torno a mí cuando bajé al andén. Los acentos del español y el italiano me resultaban familiares, pero no los de los griegos, armenios y turcos. Abrí el mapa que tío Gerome me había dado y traté de imaginar cuánto tiempo tardaría en andar hasta el Vieux Port, donde vivía tía Augustine. No faltaba mucho para la puesta de sol y no me apetecía vagabundear por una ciudad desconocida en plena noche.
—Está demasiado lejos para ir andando —me informó un marinero que llevaba un cigarrillo colgado de la comisura de la boca cuando le enseñé el mapa—. Será mejor que cojas un taxi.
—Pero no tengo dinero para un taxi —repliqué.
Se acercó más a mí y sonrió con unos dientes que parecían los de un tiburón. Podía oler el hedor a whisky de su aliento. Me recorrió un escalofrío y me escabullí entre la multitud. Había una mujer junto a la entrada de la estación que vendía miniaturas de la iglesia de Notre Dame de la Garde, la basílica abovedada cuya torre del campanario tenía en su parte superior una estatua dorada de la Virgen. Sabía que, en principio, la madre de Cristo guardaba a todos aquellos que se perdieran en el mar. Si hubiera tenido dinero, habría comprado una de aquellas miniaturas con la esperanza de que también me guardara a mí.
—Coge el tranvía —me dijo la mujer cuando le pregunté cómo llegar al Vieux Port.
Me abrí paso hasta el lugar en el exterior de la estación en el que la mujer me había indicado que tenía que esperar. Un ruido tan fuerte como un trueno me sobresaltó y, cuando levanté la mirada, vi el tranvía desplazándose a toda velocidad hacia la parada. En los laterales y la parte frontal y trasera se aferraban docenas de chiquillos descalzos con las caritas sucias. El tranvía se detuvo y los muchachos se apearon de un salto. Le entregué al revisor las monedas que mi madre me había dado y tomé asiento detrás del conductor. Más gente se apiñó en el interior del vehículo y otros niños —y también algunos adultos— se asieron de los laterales. Posteriormente, me enteré de que así se podía viajar gratis. El tranvía arrancó, cogiendo velocidad gradualmente y balanceándose de un lado a otro. Yo me aferré con fuerza a la ventanilla con una mano y al borde de mi asiento con *a otra. Marsella era un lugar diferente a todos los que había visto antes y estaba segura de que no habría podido imaginármelo ni en un millón de años. Era un mosaico de espléndidos edificios con tejados de azulejos y elegantes balcones, junto a casas de desgastados postigos de madera y manchas de humedad que cubrían sus paredes. Era como si un terremoto hubiera mezclado un rompecabezas de diferentes pueblos y ciudades.
El tranvía no tenía luna en el parabrisas delantero y una ráfaga de aire fresco me recorrió el cuero cabelludo y las mejillas. Era de agradecer que la ventilación fuera buena porque el hombre sentado junto a mí apestaba a cebolla y a tabaco rancio.
—¿Acabas de llegar? —me preguntó, observando la expresión preocupada que se me pintó en el rostro cuando el tranvía chirrió y dobló a toda velocidad una esquina.
Asentí con la cabeza.
—Bueno —me dijo, echándome su asqueroso aliento en la cara—, pues bienvenida a Marsella: hogar de ladrones, asesinos y putas.
Me alegré de llegar finalmente al Vieux Port. Me temblaban las piernas como si hubiera pasado meses en el mar. Me colgué el hatillo de ropa al hombro. Los últimos rayos de sol brillaban sobre el Mediterráneo y el cielo era de color aguamarina. Nunca antes había visto el mar y aquella imagen, con las gaviotas graznando sobre mi cabeza, me produjo un cosquilleo en los dedos de los pies.
Anduve por el Quai des Belges, pasé por delante de africanos que vendían especias color dorado y ocre y baratijas de cobre. Sabía que existían negros por los libros que tía Yvette me había dado para leer, pero nunca los había visto con mis propios ojos. Me fascinaban sus uñas blancas y las palmas de sus manos claras, pero recordé cómo me habían tratado las mujeres del tren y procuré no quedarme mirándoles fijamente esta vez. Continué recorriendo el puerto hasta el Quai de Rive Neuve. Los cafés y los bistrós estaban abriendo sus puertas para la noche y el ambiente olía a sardinas asadas, a tomillo y a tomate. El aroma me produjo hambre y melancolía al mismo tiempo. Mi madre y mi tía ahora estarían preparando la cena, y me paré durante un momento para imaginármelas poniendo la mesa. Apenas las había dejado esa misma mañana y ya eran para mí como los personajes que pueblan los sueños. Una vez más, se me llenaron de lágrimas los ojos, tanto que casi no podía ver el laberinto de callejuelas estrechas por el que iba andando. Las alcantarillas estaban llenas de raspas de pescado y los adoquines apestaban a desechos humanos. Una rata salió correteando de una grieta para darse un festín en la basura.
—¡No pases por aquí! —me gritó una áspera voz femenina—. ¡Esta es mi esquina!
Me volví para ver a una mujer acechando desde una puerta. En la penumbra solo alcancé a vislumbrar sus raídas medias y el brillo rojizo de la brasa de un cigarrillo. Aceleré el paso.
La Rue Sainte, donde se encontraba la casa de huéspedes de tía Augustine, tenía la misma mezcla de arquitectura ecléctica que el resto de la ciudad. Estaba compuesta de varias casas señoriales, construidas en los días prósperos de Marsella como ciudad marítima, y terrazas achaparradas. La casa de mi tía era una de las últimas y estaba unida a otra que despedía una mezcla de olor a incienso y detergente. Tres mujeres ligeras de ropa se asomaban inclinándose por una de las ventanas, pero por suerte ninguna me gritó nada.
Me acerqué a la puerta, levanté la aldaba y la dejé caer tímidamente con un ruido sordo. Miré hacia arriba y vi las ventanas incrustadas de salitre, pero no había ninguna luz en ellas.
—¡Inténtalo otra vez! —me sugirió una de las mujeres—. Está medio sorda.
No me atreví a levantar la vista hacia la mujer, pero seguí su consejo. Cogí la aldaba y la hice oscilar con fuerza. Golpeó la madera con una sacudida tan enérgica que temblaron los marcos de las ventanas y resonó por toda la calle. Las mujeres se echaron a reír.
Esta vez escuché una puerta que se abría en el interior de la casa y unos pasos que bajaban pesadamente las escaleras. El pestillo chasqueó y se abrió la puerta. Apareció ante mí una anciana. Su rostro únicamente estaba compuesto por ángulos, con una nariz ganchuda y una barbilla tan puntiaguda que hubiera podido utilizarla de azadón para cultivar un jardín con ella.
—¡No hace falta armar tanto jaleo! —me espetó, frunciendo el ceño—. ¡No estoy sorda!
Di un paso atrás y casi me tropecé.
—¿Tía Augustine?
La mujer me examinó de pies a cabeza y pareció llegar a una conclusión desagradable.
—Sí, soy tu tía abuela Augustine —me dijo, cruzando sus gruesos brazos sobre el pecho—. Límpiate las botas antes de entrar.
La seguí por el recibidor, que tenía una alfombra raída, dos sillas y un piano polvoriento, hasta el salón. Una mesa, un armario de cristal y un aparador se apiñaban en aquella estancia. Cuadros de hazañas marinas desentonaban con el papel pintado a rayas. La única luz natural provenía de la ventana de la cocina contigua. Había una lámpara de pantalla con flecos que pendía sobre la mesa y supuse que tía Augustine la iba a encender para nosotras. Pero no lo hizo y nos sentamos a la mesa en la penumbra.
—¿Quieres té? —me ofreció, señalando la tetera y unas tazas mal emparejadas que había junto a ella.
—Sí, por favor.
Tenía la garganta seca y se me hizo la boca agua solo de pensar en una tisana balsámica. Casi podía sentir la suave camomila recorriéndome la garganta o un toque refrescante de romero humedeciéndome la lengua.
Tía Augustine cogió el asa de la tetera con sus dedos nudosos y sirvió el té.
—Toma —me dijo, empujando una taza y un plato hacia mí.
Observé el líquido oscuro. No despedía ningún aroma y cuando lo probé, descubrí que estaba frío y sabía a agua sucia. Debía de haber sobrado de la mañana o incluso de días anteriores. Me bebí el té porque tenía sed, pero los ojos me escocieron por las lágrimas. ¿No podría haberme preparado tía Augustine una tetera nueva? Parte de mí había albergado la esperanza de que la tía fuera más como mi padre y menos como tío Gerome.
Tía Augustine se acomodó en su asiento y se arrancó un pelo de la barbilla. Yo me senté erguida con los hombros rectos, decidida a darle otra oportunidad. Seguramente la tía comprendía que ambas pertenecíamos a los Fleurier, por nuestras venas corría la misma sangre. Pero antes de que pudiera abrir la boca, anunció:
—Tres comidas diarias. Y controla lo que comes: tú no eres un huésped.
Señaló un trozo de papel clavado en el marco de la puerta.
—Los demás ponen sus nombres ahí para que sepas si se quedan a comer. Monsieur Roulin siempre está aquí y la de arriba no está nunca. Y de todas maneras yo jamás sentaría a la mesa a alguien así.
—¿La de arriba? —le pregunté.
Tía Augustine levantó la mirada hacia el techo y yo la imité, para ver qué estaba mirando. Pero aunque yo solo veía telarañas, me dio la impresión, por el ceño fruncido pintado en su rostro, de que se estaba refiriendo a algo maligno. El siniestro sonido de «la de arriba» aún resonaba en el aire.
—Bueno —exclamó tía Augustine, quitándome bruscamente la taza vacía y colocándola boca abajo sobre el plato—, te voy a enseñar tu habitación. Quiero que estés en pie mañana a las cinco para ir a la lonja de pescado.
No había comido nada desde la salchicha en el tren, pero me sentía demasiado atemorizada como para confesar que tenía hambre.
Mi habitación se encontraba en la parte trasera del edificio, directamente al lado de la cocina. La puerta estaba combada y, cuando la empujé para abrirla, el borde arañó el suelo. Se veía claramente una marca en forma de semicírculo que trazaba el movimiento habitual de la puerta. Me dio un vuelco el corazón al ver las paredes de cemento. El único mobiliario que había era una silla de aspecto desvencijado en una esquina, un armario y una cama, cuyo edredón tenía manchas de moho. A través de la mugre de la ventana enrejada, vi el cobertizo del inodoro y un jardín de especias que necesitaba una buena limpieza.
—Volveré dentro de una hora para explicarte tus quehaceres —anunció tía Augustine, cerrando la puerta tras ella.
No se comportaba en absoluto como si fuera pariente mía. No era más que mi jefa.
En el dorso de la puerta había una lista de tareas. El papel en el que estaba garabateada había amarilleado con el tiempo. «Limpiar las baldosas con aceite de linaza y cera de abejas. Sacudir la ropa de cama. Fregar el suelo…».
Me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde que alguien había hecho aquellas cosas o que una sirvienta había ocupado aquella lóbrega habitación. Me dejé caer en la silla, contemplé la estancia y las lágrimas me cayeron por las mejillas cuando comparé la calidez de mi padre con la frialdad de mi tía abuela. Eché un vistazo al colchón hundido. La sencilla cama que tenía en casa de repente parecía un diván digno de una reina. Cerré los ojos y me imaginé a mí misma tumbándome en ella, pegando las rodillas al pecho y haciéndome un ovillo hasta desaparecer.
La primera comida que tuve que preparar fue el almuerzo del día siguiente. La cocina era tan deprimente como mi habitación. Las baldosas y las paredes enfriaban el ambiente, cosa que empeoraba debido a que una corriente de aire entraba por el vidrio roto de una ventana. Tía Augustine se apretujó en una silla de mimbre para supervisarme mientras sumergía sus hinchados pies en un barreño de agua tibia. Le eché unas gotas de aceite de lavanda y le expliqué que aquello ayudaría a relajarle la inflamación. El aroma flotó por el ambiente, contraponiéndose al hedor a paño enmohecido de la cocina. Me imaginé los campos de lavanda ondeando por la brisa y el murmullo de sus múltiples capas color púrpura bajo la moteada luz del sol. Casi podía oír a mi padre cantando suavemente Se canto, y estaba a punto de unirme a él para tararear el estribillo cuando tía Augustine rompió el encantamiento:
—¡Presta atención, niña!
Cogí una de las sartenes de su gancho. El mango estaba grasiento y el fondo tenía una costra de comida. Le pasé un paño mientras tía Augustine no miraba. Poco antes, me había resultado insoportable cuando me envió al sótano a por vino. La puerta de la bodega se abrió con un crujido y lo único que alcancé a ver fue una telaraña con una negra araña colgando de ella. La quité con una escoba y avancé lentamente hacia el interior de aquel espacio sofocante, con solo una luz como guía. El sótano apestaba a barro y había heces de rata en el suelo. Se me puso la piel de gallina y me asusté al imaginarme que pudieran morderme. Me aterrorizaba solo de pensar en ello, porque Marsella era famosa por sus enfermedades, un peligro típico de cualquier ciudad portuaria desde los tiempos de la peste negra. Cogí las dos primeras botellas polvorientas que me encontré, sin pararme a comprobar cuál era su contenido.
Saqué agua de la bomba que se encontraba en el exterior, junto a la puerta de la cocina, y después eché un vistazo a la cesta de las verduras en la encimera. Me sorprendió la calidad de aquellos productos. Los tomates aún tenían una piel tersa y roja, aunque era bastante tarde para que estuvieran de temporada; las berenjenas me parecieron consistentes cuando las sostuve entre las manos; los puerros eran frescos y las aceitunas negras tenían un aspecto suculento. En aquella sucia cocina, la fragancia de aquellos productos de buena calidad era tan bien recibida como un oasis en mitad del desierto.
Tía Augustine percibió mi admiración.
—Siempre se ha comido bien aquí. Yo era famosa por ello. Aunque, por supuesto, ya no soy tan buena cocinera como antes —me dijo, levantando sus manos ganchudas.
La observé con detenimiento, tratando de encontrar a la mujer que había tras aquel rostro adusto, la fogosa joven que desobedeció a sus padres y se escapó con un marinero. Detuve la mirada en sus anchos hombros y en la barbilla hombruna, pero en sus ojos solo percibí amargura.
Una vez que hube reunido los ingredientes, tía Augustine me gritó las instrucciones por encima del ruido de las ollas humeantes y el siseo de las sartenes. A cada paso, tenía que llevarle la comida para que la inspeccionara: el pescado, para mostrarle que le había quitado la piel correctamente; las patatas, para demostrar que había hecho bien el puré; las aceitunas, para que comprobara que las había picado bien, a pesar de que el cuchillo estaba poco afilado; incluso tuvo que confirmar que había machacado el ajo siguiendo sus indicaciones.
A medida que progresaba la preparación de la comida, el rostro de tía Augustine se fue sonrojando. Al principio, pensé que se debía a que yo no estaba haciendo nada a derechas. «Saca eso, has cortado esas hojas como una verdadera paleta. Demasiado aceite, ve y redúcelo, por Dios santo. ¿Cuánta menta le has puesto a eso? ¿Te has creído que te estaba pidiendo que prepararas un enjuague bucal?». Me daba la sensación de que eran demasiadas quejas, sobre todo viniendo de una mujer que ni siquiera se tomaba la molestia de servir el té recién hecho. Pero a medida que aumentaba la temperatura de la estancia y sus instrucciones cada vez eran más frenéticas, vi que el color en sus mejillas provenía de la pasión interna que yo había tratado de encontrar en ella antes. Era como un director de orquesta dirigiendo con la batuta las notas del pescado frito, la mantequilla y el romero para crear una sinfonía gastronómica. Además, los vapores aromáticos parecieron sacar a los inquilinos de sus habitaciones. Escuché voces y pasos que bajaban las escaleras casi treinta minutos antes de la hora fijada para el almuerzo.
A la mesa puesta, nos sentamos cinco comensales en total. Además de tía Augustine y de mí misma, estaban Ghislaine, una mujer de mediana edad que trabajaba de pescadera, y los dos huéspedes varones: monsieur Roulin, un marinero jubilado, y monsieur Bellot, un profesor principiante en un instituto para chicos. Monsieur Roulin tenía un hueco donde deberían haber estado sus dos incisivos, apenas contaba con un par de mechones de pelo sobre la parte posterior de un cuello moteado de manchas oscuras y le faltaba el antebrazo izquierdo, amputado desde el codo. Agitaba el extremo fruncido del muñón mientras hablaba con una voz que sonaba como una máquina a la que le hiciera falta que la engrasaran.
—Es agradable tener a una joven señorita a la mesa. Su piel es tan oscura como la de una frambuesa, pero aun así, es bonita.
Sonreí educadamente, comprendiendo por mi posición en la esquina más baja de la mesa, cerca de la puerta de la cocina, que yo no era más que una sirvienta y que no debía inmiscuirme en la conversación.
Monsieur Bellot se estiraba del lóbulo de la oreja y no decía nada aparte de «por favor» y «gracias». Durante la comida, de la que monsieur Roulin comentó que era la mejor que había tomado en meses, monsieur Bellot mostró una expresión perpleja, soñadora y luego seria, como si estuviera manteniendo un animado diálogo interno. Todas las cosas de las que carecía monsieur Roulin, parecían estar duplicadas en monsieur Bellot: sus dientes eran enormes, como los de un asno, su pelo formaba un matojo despeinado alrededor de la cabeza y sus extremidades eran tan largas que no tenía necesidad de estirarse para coger la jarra de agua que se encontraba en mi extremo de la mesa.
Ghislaine estaba sentada a mi lado. Me sorprendía que alguien que trabajaba en la lonja de pescado pudiera oler tan bien. Su piel despedía un aroma suave a melocotones frescos y el pelo le olía como el suntuoso aceite de oliva que se utilizaba para producir jabón de Marsella. Guiñó los ojos a modo de sonrisa cuando monsieur Roulin me sorprendió mirándole el muñón y exclamó:
—¡Fue un tiburón tan grande como un transatlántico junto a la costa de Madagascar!
Percibí por las risas y el intercambio de miradas de los otros comensales que aquella historia no era cierta. El ángulo de amputación era demasiado limpio, por lo que debía de ser la consecuencia de un accidente con una máquina o de una operación quirúrgica realizada por un médico. No le miré el muñón con repugnancia, sino con interés. La cicatriz retorcida del ojo de mi padre me había enseñado que las desfiguraciones externas no lograban acabar con los corazones que albergaban bondad.
Después de que lavara los platos, tía Augustine me puso a hacer el resto de mis tareas diarias, que incluían vaciar el cubo con tapa de la planta superior en el inodoro del patio. A continuación, pasó el dedo por el aparador del comedor y examinó la marca de polvo que se le había quedado en la punta.
—Quita el polvo desde la planta de abajo hacia arriba —me dijo, como si yo tuviera la culpa del estado descuidado en el que se encontraba la casa—. Haz la habitación de monsieur Bellot primero, después barre el suelo de la habitación de Ghislaine cuando se marche al trabajo. La habitación de monsieur Roulin la limpia su hija. Y no te preocupes por el cuarto piso. Esa no quiere que «mangoneen» entre sus cosas.
¿Esa? Otro misterioso comentario sobre la mujer que se alojaba en el cuarto piso, cuya mera mención causaba la incomodidad de tía Augustine, aunque no le importara cobrarle el dinero del alquiler.
—Yo descanso durante las tardes, pero volveré a bajar para supervisar la cena —me anunció tía Augustine, agarrándose al pasamanos y avanzando lentamente escaleras arriba.
El suelo de la cocina parecía arenoso bajo mis pies cuando fui a buscar la escoba. Me horroricé solo de pensar en cocinar otra comida en un lugar tan insalubre. A pesar de que tía Augustine me había ordenado que empezara quitando el polvo, primero limpié la cocina. Llené un cubo con agua, la calenté en la estufa y fregué la mesa y las encimeras con agua jabonosa, fantaseando con la misteriosa huésped de la planta de arriba mientras trabajaba. Al principio me imaginé una arrugada anciana de la edad de mi tía, postrada en la cama con un rostro hundido y enfermizo. Era una antigua rival, en amores o en gastronomía, que había caído en desgracia y tía Augustine la estaba dejando debilitarse entre la suciedad y la inanición. A medida que progresaba con la limpieza del suelo, el rostro de la anciana se suavizó y las arrugas desaparecieron. Una de sus piernas se atrofió y se transformó en una mujer tullida proveniente de una acaudalada familia que se avergonzaba de la aflicción de la mujer, y pagaban a tía Augustine para que la alojara. Sentí un cosquilleo de curiosidad. Quizá era una pariente —una Fleurier desconocida— que tía Augustine mantenía escondida y que se negaba a reconocer como sangre de su sangre.
Estaba tan absorta en aquellas descabaladas historias y en el sonido, ¡chhh!, ¡chhh!, ¡chhh!, que producía el cepillo con el que estaba frotando las baldosas, que al principio no me di cuenta del crujido de una puerta al abrirse y el golpe que produjo al cerrarse. Después, oí que alguien tarareaba. Paré en seco lo que estaba haciendo y levanté la vista. La voz era clara y saltaba de nota en nota como una mariposa yendo de flor en flor. Estaba cantando el tipo de tonadilla repetitiva que tocaría un acordeonista en una feria. Al ritmo del tarareo, escuché pasos saltando escaleras abajo. Clac, clic, clac, clic. Pertenecían a una mujer, pero eran demasiado ligeros como para ser de tía Augustine o de Ghislaine. Las pisadas alcanzaron el rellano y percibí el tintineo de joyas y un repiqueteo parecido al del arroz cuando se agita dentro de un bote.
Me levanté y me alisé el pelo y la falda. Tenía el delantal y el dobladillo del vestido chorreando, pero no pude resistir la tentación de aprovechar la oportunidad de ver quién era. Me escurrí el agua del delantal, me froté los zapatos con el trapo que había estado utilizando para limpiar y corrí hacia la puerta principal. Pero mientras cruzaba el comedor, se me enganchó el tacón del zapato en la alfombra. Me tropecé y me caí contra el aparador, desperdigando las tazas y los platos, aunque afortunadamente no se rompió ninguno. Me recompuse y recoloqué la porcelana, pero alcancé el recibidor un segundo tarde. Lo único que logré vislumbrar fue un vestido bordado de color marfil deslizándose por la puerta. Un toque de aceite de ylang-ylang flotaba en el ambiente.
En diciembre, la brisa del océano era áspera y enrojecía la piel, como los dedos de mis manos de restregar las capas de polvo y suciedad de los estantes, los armarios y las tablas del suelo de la casa de tía Augustine. Tenía calambres en los músculos y dolor en los hombros de arrastrar los pesados muebles para llegar a las esquinas llenas de polvo y para limpiar las telarañas que llevaban años colgando de las esquinas. Ghislaine asentía para demostrar su aprobación por el brillo del recibidor y el resplandor de las baldosas del cuarto de baño, que todavía apestaban a la lejía que había utilizado para acabar con el moho alojado en la lechada. Tía Augustine simplemente levantó la barbilla y comentó:
—A los pomos de las puertas les falta lustre y aún puedo ver una capa de suciedad en el baño.
Me arremangué las deshilachadas mangas de mi vestido de invierno y me arrodillé a frotar, pulir y enjabonar todo otra vez, demasiado atemorizada como para decirle a mi tía que había zonas de su casa que estaban tan destartaladas que por mucho que las frotara y las limpiara, no lograría adecentarlas.
El dolor por la muerte de mi padre se me iba pasando lentamente, pero se debía más a lo exhausta que me sentía por aquel duro trabajo que a que realmente lo estuviera aceptando. Por las noches me acurrucaba bajo la fina sábana de mi cama, escuchando los silbidos del radiador que expedía un calor errático al aire. Me apestaba el pelo a sal y se me quedaba el aceite de linaza entre las puntas de los dedos. Me raspaba la mugre que se me metía bajo las uñas y me peinaba para reducir la suciedad del pelo todas las noches, pero el baño que me permitían darme una vez a la semana no me libraba de aquellos olores. Parecían habérseme filtrado a través de los poros de la piel.
«Tiene que haber algo más allá de esto», me decía a mí misma. Los pocos minutos antes de quedarme dormida eran el único momento que tenía para pensar y hacer planes. Tía Augustine decía que alojarme le costaba «un ojo de la cara» y que por eso no podía pagarme un sueldo. Ni siquiera tenía dinero para jabón o para mandar cartas a mi familia. Se me ocurrió que no estaba en modo alguno obligada a quedarme con tía Augustine, excepto porque mi madre y mi tía me habían suplicado que tratara de hacerlo lo mejor posible.
—He oído que pueden sucederles cosas terribles a las muchachas que están solas en Marsella —me había advertido tía Yvette—. Espera hasta que Bernard pueda enviarte algo de dinero.
Anhelaba la belleza, pero era monotonía lo único que me rodeaba. Lo primero que veía todas las mañanas al levantarme eran los barrotes de la ventana, las grietas que recorrían las paredes y las manchas de las tablas del suelo. En la finca abría los ojos por la mañana para contemplar los campos y para que la brisa aromatizada por la glicinia y la lavanda me acariciara hasta despertarme. En casa de tía Augustine el hedor a agua de mar ascendía desde el suelo, así que a veces soñaba que estaba atrapada en el camarote de un barco. En la finca me despreocupaba de las labores domésticas, porque la belleza natural no se malograba por unas pocas prendas desordenadas o una cama mal hecha. Pero en Marsella lo que me rodeaba era tan desagradable que me convertí en una maniática del orden, aunque mis intentos por embellecer aquella casa cayeron siempre en saco roto. No parecía importar lo mucho que yo ordenara y limpiara, los muebles seguían teniendo un aspecto desvencijado y, debido a la insistencia de tía Augustine de tener cerrados los postigos de las ventanas incluso en invierno, todo era depresivamente oscuro. Ghislaine se mostraba respetuosa ante mis esfuerzos, pero incluso aunque monsieur Bellot mirara a su alrededor admirado por la limpieza, no se abstenía de caminar con las botas embarradas por las alfombras, ni monsieur Roulin dejaba de escupir los huesos de las aceitunas en los escalones que yo acababa de fregar un momento antes.
Durante todas las semanas que llevaba viviendo con tía Augustine, no había logrado ver a la misteriosa huésped del cuarto piso. A menudo percibía su olor; un toque de pachulí en el baño; un dulce soplo de incienso leñoso filtrándose bajo su puerta… E incluso a veces la oía: unos pies taconeando por las tablas del suelo cuando limpiaba la habitación de tía Augustine; una voz apenas perceptible canturreando de un gramófono Je ne peux pas vivre sans amour… Sin embargo, nunca la vi. Parecía tener un horario propio. Cuando nos sentábamos a comer, escuchaba el gemido de los grifos del baño. Mientras lavaba los platos en la cocina, sus furtivos pasos se escabullían escaleras abajo y se evaporaban con un portazo de la puerta de entrada. A veces, si todavía estaba despierta durante las primeras horas de la madrugada, oía un coche pararse en el exterior de la casa y un coro de voces entusiasmadas. La risa de la desconocida resonaba por encima de las demás. Era una risa ligera, despreocupada, que me provocaba un cosquilleo en la piel como una brisa primaveral.
Ghislaine me proporcionó toda la información de la que disponía: el nombre de la inquilina era Camille Casal, tenía veinte años y trabajaba como corista en un teatro de variedades local. Sin embargo, fracasé tantas veces intentando alcanzar a verla que finalmente lo dejé por imposible.