—¡Simone, la lavanda te está esperando!
¡Piiiii! ¡Piiiii!
—¡Simone! ¡Simone!
No sé qué me despertó antes, si la bocina del nuevo automóvil de Bernard o mi padre llamándome desde la cocina. Levanté la cabeza de la almohada y fruncí el ceño. El olor a algodón reseco invadía la habitación. Los rayos del sol de la mañana que se filtraban a través de los postigos de las ventanas eran blancos por el calor.
—¡Simone, la lavanda te está esperando!
Percibí la alegría en la voz de mi padre. La bocina del coche de Bernard también sonaba alegre. Me senté y por la ventana vi el automóvil color granate, con la capota bajada, que se aproximaba por el camino bordeado por los pinos. Bernard lucía una gran sonrisa al volante. Los radios de las llantas hacían juego con el blanco brillante de su traje y su sombrero de panamá. Me pregunté si elegiría su atuendo para que conjuntara con los vehículos que conducía. El año anterior, cuando la moda eran los coches británicos, le habíamos visto llegar ataviado con un traje negro y un sombrero de hongo. Aparcó en el patio, cerca de la glicinia, y echó la vista atrás. A lo lejos, por el camino, traqueteaba una camioneta. El conductor era un hombre de tez oscura y los pasajeros tenían la piel tan tostada como la de las berenjenas.
Me deslicé fuera de la cama y recorrí a toda prisa la habitación en busca de mi vestido de trabajo. Ninguna de mis prendas estaba en el armario: todas ellas se hallaban desparramadas bajo la cama o sobresalían de los cajones de la cómoda. Me cepillé el pelo y traté de recordar dónde había dejado el vestido.
—¡Simone! —me llamó mi padre de nuevo—. ¡Me gustaría verte aparecer antes de que se acabe 1922!
—¡Ya voy, papá!
—¡Oh! ¿Acaso he perturbado el sueño de nuestra Bella Durmiente?
Sonreí. Me lo imaginé sentado a la mesa de la cocina, con una taza de café en una mano y en la otra un trozo de salchicha pinchado en el extremo de un tenedor. Seguramente tenía el bastón de paseo apoyado sobre la pierna y su ojo bueno miraba con paciencia hacia el rellano de la escalera en busca de alguna señal de vida por mi parte.
Localicé el vestido colgado detrás de la puerta y recordé que lo había colocado allí la noche anterior. Deslicé los brazos por el interior de la prenda y logré ajustármela sin engancharme mi larga melena en ninguno de los broches.
La bocina del automóvil de Bernard volvió a sonar. Pensé que era extraño que nadie le hubiera invitado a entrar y miré por la ventana para ver qué sucedía. Pero no era él el que estaba tocando la bocina, sino un niño que se había subido al estribo del coche. Tenía los ojos tan redondos como ciruelas. Una mujer que llevaba el pelo recogido bajo un pañuelo lo apartó de un tirón del automóvil y le riñó. Pero su disgusto era simulado. El muchacho sonrió y su madre le cubrió la frente de besos. Mientras tanto, los tres pasajeros masculinos de la camioneta estaban descargando baúles y sacos. Contemplé como el más alto de los tres bajaba una guitarra, acunando el instrumento entre sus brazos con la misma delicadeza con la que una madre sostiene a su bebé.
Tío Gerome, con el sombrero de trabajo ladeado sobre sus cabellos grises, entabló una conversación con el conductor. Por la manera en la que las puntas del bigote de mi tío se torcían hacia abajo, supe que estaban hablando de dinero. Señaló hacia el bosque y el conductor se encogió de hombros. Continuaron gesticulando durante algunos minutos más antes de que el conductor asintiera con la cabeza. Tío Gerome se llevó la mano al bolsillo y sacó una bolsita, contó todas y cada una de las monedas y fue colocándolas en la palma de la mano del hombre. Satisfecho, el conductor le estrechó la mano y les hizo un gesto de despedida a los demás antes de volver a montarse en la camioneta y ponerla en marcha. Tío Gerome se sacó una libreta del bolsillo y un lápiz de detrás de la oreja y garabateó la cantidad que acababa de pagar en su libro de cuentas, el mismo libro en el que tenía anotado cuánto dinero le debía mi padre.
Besé el crucifijo que se encontraba junto a la puerta y me apresuré a bajar las escaleras. En medio del pasillo, me acordé de mi amuleto de la buena suerte. Corrí de vuelta a mi habitación, cogí la bolsita de lavanda de la cómoda y me la escondí en el bolsillo.
Mi padre estaba exactamente donde yo me lo había imaginado, sosteniendo el café y la salchicha. Bernard se había sentado junto a él, meciendo una copa de vino entre las manos. Bernard luchó con mi padre en las trincheras durante la guerra. Eran dos hombres que jamás se habrían conocido de no haber sido por aquellas circunstancias y ahora compartían una fiel amistad. Mi padre recibió a Bernard con los brazos abiertos en nuestra familia, porque sabía que la suya propia había rechazado a su nuevo amigo. El pelo rubio de Bernard parecía aún más claro que la última vez que lo había visto. Olfateó el vino antes de bebérselo, igual que olía todo en la vida antes de hacer nada. La primera vez que nos hizo una visita, lo encontré en el patio, olisqueando el aire, como un perro sabueso.
—Dime, Simone, ¿hay un riachuelo colina abajo, cerca de aquellos enebros? —me preguntó.
Estaba en lo cierto, aunque no se veían los enebros desde donde nos encontrábamos y el riachuelo no era más que un hilo de agua.
Mi madre y tía Yvette se movían de aquí para allá por la cocina limpiando los restos del desayuno: salchichas, queso de cabra, huevos cocidos y pan con aceite. Tía Yvette se metió la mano en el bolsillo del delantal en busca de sus gafas y se las puso para comprobar si había algo que mereciera la pena guardar sobre la mesa revuelta.
—¿Y yo qué? —protesté, cogiendo un trozo de pan de un plato antes de que mi madre lo retirara.
Me sonrió. Llevaba su oscura cabellera peinada en un moño alto. Mi padre le decía que era su españolita, por el tostado tono de su piel, que yo había heredado de ella. La piel de mi madre era más clara que la de los trabajadores que acababan de llegar, pero mucho más oscura que la de los Fleurier, que, aparte de mí, siempre habían sido de pelo claro y ojos azules. Las cejas blancas y la piel sin pigmentación de tía Yvette estaban en el otro extremo de la escala: ella era la sal y mi madre la pimienta.
Mi padre se echó las manos a la cabeza y simuló una expresión dolida:
—Ah, ¡siempre pensando antes en la comida que en los hombres de tu vida! —me dijo.
Lo besé en ambas mejillas y también en la cicatriz donde debiera haber estado su ojo izquierdo. Después me incliné y también le di un beso a Bernard.
—Ten cuidado con el traje de Bernard —me advirtió tía Yvette.
—No hay de qué preocuparse —repuso Bernard. Después se volvió hacia mí y me dijo—: ¡Cómo has crecido, Simone! ¿Cuántos años tienes ya?
—Cumpliré catorce el mes que viene.
Me senté junto a mi padre y me aparté el pelo hacia los hombros. Mi madre y mi tía se intercambiaron una sonrisa. Mi padre empujó su plato hacia mí.
—He cogido doble ración esta mañana —me dijo—. Una para mí y otra para ti.
Le di otro beso.
Había un cuenco con romero seco sobre la mesa y espolvoreé un poco sobre el pan.
—¿Por qué no me habéis despertado antes?
Tía Yvette me acarició los hombros.
—Hemos pensado que era importante que durmieras.
Le olían las muñecas a rosas y supe que se había probado el perfume que Bernard siempre traía consigo de Grasse. Tía Yvette y Bernard eran los únicos que ejercían una influencia civilizada en nuestras vidas: aunque tío Gerome era el hacendado más rico de nuestra región, no habríamos sabido lo que era un bidet o un croissant si no hubiera sido por ellos.
Mi madre sirvió una copa de vino para mi padre y rellenó la de Bernard, que estaba a la mitad. Cuando se volvió hacia el armario, le echó una mirada a mis alpargatas.
—Bernard tiene razón —me dijo—. ¡Estás creciendo tan rápido! Cuando venga el buhonero el mes que viene, tenemos que comprarte unas buenas botas. Te vas a desgastar los dedos de los pies si sigues poniéndote eso.
Nos sonreímos mutuamente. Yo no contaba con el don de mi madre de leerle la mente a los demás, pero cuando la miraba a la cara —con su expresión tranquila, reservada y orgullosa— siempre percibía el amor que sentía por mí, su única hija.
—El año que viene no sabrá qué hacer con todos los pares de zapatos que tendrá —declaró mi padre.
Él y Bernard brindaron.
Tío Gerome escuchó las últimas palabras de mi padre al entrar por la puerta.
—No, si no nos ponemos a trabajar con la lavanda inmediatamente —sentenció.
—Ah, sí —exclamó Bernard, poniéndose en pie—. Yo mejor me marcho. Tengo que visitar otras dos fincas más antes de la tarde.
—¿Les llevo a los gitanos un poco de comida? —pregunté—. Seguramente estarán hambrientos, después de su viaje.
Mi padre me revolvió el pelo, aunque me lo acababa de peinar.
—No son gitanos, Simone, son temporeros españoles. Y, al contrario que tú, se levantan temprano. Ya han comido.
Miré a mi madre, que asintió con la cabeza. De todos modos, me metí un trozo de pan en el bolsillo. Mi madre me había contado que los gitanos lo hacían para que les diera buena suerte.
En el exterior, los trabajadores esperaban con sus hoces y rastrillos. Tía Yvette se ajustó el sombrero, se bajó las mangas y se puso los guantes para el sol. Chocolat, su cocker spaniel, se deslizó por el césped, seguido por mi gato barcino, Olly, del que lo único que se veía por encima de la hierba eran las orejas anaranjadas y la cola.
—¡Venid aquí, chicos! —les llamé.
Las dos bolas de pelo corretearon hacia mí. Olly se frotó contra mis piernas. Lo había rescatado de una trampa para pájaros cuando no era más que una cría. Tío Gerome me dijo que podía quedármelo si era capaz de cazar ratones y no teníamos que alimentarlo. Pero tanto mis padres como tía Yvette y yo misma le dábamos de comer, dejando caer trocitos de queso y carne bajo la mesa siempre que nos pasaba entre los pies. Como consecuencia, Olly se había puesto gordo como un melón y no era demasiado bueno cazando ratones.
—Volveré mañana para la destilación, Pierre —le anunció Bernard a mi padre.
Nos dio un beso a mi madre, a mi tía y a mí.
—Buena suerte con la cosecha —nos deseó, montándose en el coche.
Le dijo adiós con la mano a mi tío, aunque este no tenía demasiado tiempo para nuestro agente de ventas. Tan pronto como Bernard desapareció detrás de los almendros, tío Gerome comenzó a imitar sus refinados andares. Todos lo ignoramos. Fue Bernard el que corrió entre las balas y el barro hasta el hospital militar cargando con mi padre. Había estallado un obús en la trinchera, que acabó con la vida de su superior y de todos los que se encontraban a diez metros. Y ahora, de no ser por la devoción de Bernard por mi padre, y no precisamente gracias a tío Gerome, nuestra parte de la familia estaría arruinada.
Cruzamos el angosto riachuelo. Los campos de lavanda se extendían como océanos púrpura ante nosotros. Justo antes de la cosecha era cuando el color de la planta resultaba más llamativo y su aroma más penetrante. El calor del verano acentuaba la suntuosidad de su fragancia y la intensidad de su color, pues los brotes malvas de la primavera se habían convertido en ramilletes de florecillas violeta. Me entristecía pensar que en pocos días los campos quedarían reducidos a terrones de arbustos mutilados.
Mi padre se inclinó sobre su bastón y fue asignando una zona de campo a cada uno de los trabajadores mientras tío Gerome traía el carro y la mula. Cada uno de los temporeros recogió un braguero que les dio mi padre, lo ataron por los extremos y lo convirtieron en una especie de bolsa-cinturón en la que podían acumular los tallos de lavanda que fueran cortando.
El niño que se había subido antes al estribo del coche de Bernard fue a sentarse bajo un árbol. Cogí a Olly y llamé a Chocolat.
—¿Te gustaría acariciarlos? —le pregunté, colocándole a Olly al lado.
Alargó la mano y les acarició la cabeza. Chocolat lamió los dedos del niño y Olly recostó la cabeza sobre su regazo. El chico se echó a reír y me sonrió. Me señalé el pecho y le dije: «Simone», pero él no entendió a lo que yo me estaba refiriendo o bien era demasiado tímido para decirme su nombre. Miré sus enormes ojos y decidí llamarlo Goya, porque pensé que parecía tener una gran sensibilidad, como la de un artista.
Me senté junto a él y contemplamos a los trabajadores distribuyéndose por los campos. Yo no sabía hablar español, así que no podía preguntarle a Goya cómo se llamaban realmente los trabajadores, por lo que yo misma los bauticé con los pocos nombres españoles que conocía. A uno desgarbado lo llamé Rafael. Era el más joven y tenía un recio mentón, cejas rectas y buena dentadura. Era atractivo y se pavoneaba como si lo supiera todo sobre la cosecha de lavanda, pero a menudo se volvía para mirar a Rosa —el nombre que le había puesto a la madre de Goya— para ver cómo lo estaba haciendo ella. Al hombre fornido lo llamé Fernández. Podría haber sido el hermano gemelo de tío Gerome. Ambos hombres cargaban contra las matas de lavanda como un toro embiste contra el torero. El otro español era el padre de Goya, un gigante con aspecto amable que iba por su cuenta y trabajaba sin grandes aspavientos. Era el que había descargado con tanto cariño la guitarra. Lo llamé José.
Tía Yvette atravesó la extensión de matas de lavanda para dirigirse hacia nosotros.
—Será mejor que empecemos a preparar la comida —anunció.
Me levanté y me sacudí la hierba del vestido.
—¿Tú crees que querrá venir? —le pregunté, señalando a Goya.
Chocolat se había acurrucado contra el hombro del chico y Olly se había dormido en su regazo. Goya observó fijamente los mechones de cabello plateado que sobresalían del sombrero de mi tía. Yo estaba tan habituada a su aspecto que olvidaba que la gente se sorprendía la primera vez que veía a una mujer albina.
—Se cree que eres un hada —le dije.
Tía Yvette sonrió a Goya y le acarició la cabeza.
—Parece contento aquí, creo que a su madre le gusta tenerlo a la vista.
Al atardecer, tomamos la cena en el patio que separaba nuestras dos casas y permanecimos allí hasta mucho después de que cayera la noche. El aire tenía una consistencia espesa por la fragancia de la lavanda. Lo inhalé y noté su sabor en el fondo de la garganta.
Mi madre cosía una de las camisas de mi padre, iluminando la labor con una lámpara a prueba de viento. Por alguna razón que solo ella conocía, siempre remendaba la ropa con hilo rojo, como si los rotos y descosidos fueran heridas en la tela. Mi madre tenía las manos llenas de cortes, pero los recolectores nunca se preocupaban por las pequeñas heridas. El aceite de lavanda servía de desinfectante natural y aquellos cortes se curaban en cuestión de días.
Tía Yvette y yo leíamos Los miserables. La escuela de la aldea había cerrado hacía dos años, cuando se amplió la vía del ferrocarril y mucha gente se mudó a las ciudades, y sin el interés que mi tía sentía por mi educación, yo habría terminado siendo tan analfabeta como el resto de mi familia. Tío Gerome lograba leer los libros de contabilidad y las instrucciones del fertilizante, pero mi madre no sabía leer ni una palabra, aunque sus conocimientos sobre hierbas y plantas eran tan extensos como los de cualquier farmacéutico. Mi padre era el único capaz de leer el periódico. Se marchó a luchar en la Gran Guerra a causa de lo que había leído en él.
—Los borrachos seguían cantando su canción —leí yo en voz alta—, y la niña, bajo la mesa, cantaba la suya…
—¡Bof! —se burló tío Gerome, hurgándose entre los dientes con la punta de un cuchillo—. ¡Qué a gusto están unas que yo me sé leyendo libros inútiles, especialmente cuando no se rompen el espinazo en el campo todo el día!
Las manos de mi madre pararon de remendar en seco y cruzó una mirada conmigo. Los músculos del cuello se le pusieron en tensión. Mi tía y yo nos acercamos a ella, recogiendo el borde de la tela y simulando que la estábamos admirando. Aunque ninguno podíamos enfrentarnos a tío Gerome, siempre nos apoyábamos cuando se burlaba de alguno de nosotros. Tía Yvette no podía trabajar en el campo por las características de su piel. Una hora bajo el sol meridional le habría provocado quemaduras de tercer grado. Provenía del pueblo de Sault, y la superstición que existía en torno a los albinos era la única razón por la que una mujer atractiva e inteligente como ella había terminado casándose con tío Gerome. Él era lo bastante perspicaz como para darse cuenta de que, aunque mi tía no podía colaborar en el campo, lo compensaba con creces como cocinera y ama de casa, pero nunca le oí reconociéndole ningún mérito. En cuanto a mí, sencillamente yo no servía para cosechar. Me llamaban «el Flamenco», porque mis flacas piernas eran el doble de largas que el resto de mi cuerpo, e incluso mi padre, que tenía solo un ojo y cojeaba de una pierna, podía recoger la cosecha de un campo entero más rápido que yo.
Unas risas surgieron del granero. Me pregunté de dónde sacaban los españoles la energía para tanta jovialidad después de un día entero en el campo. El sonido de la guitarra flotó a través del patio. Me imaginé a José rasgueando el instrumento, con la mirada cargada de pasión. Los otros jaleaban dando palmas y entonando una especie de cante flamenco.
Tía Yvette levantó la mirada y después volvió a centrarse en la novela. Tío Gerome cogió un manta y se la enrolló alrededor de la cabeza, para dejar patente que le disgustaba aquella música. Mi padre miró hacia el cielo, ensimismado en sus propios pensamientos. Mi madre seguía concentrada en su labor, como si estuviera sorda ante aquellos sonidos festivos. Aunque estaba sentada, mantenía de cintura para arriba una postura tan erguida que la hacía parecer una estatua. Miré bajo la mesa. Mi madre se había quitado los zapatos y marcaba con uno de los pies un sensual ritmo, arriba y abajo, como si la extremidad estuviera bailando por su cuenta. Su disimulo me recordó que mi madre era una mujer llena de secretos.
Aunque las fotografías del abuelo y la abuela Fleurier presidían nuestra chimenea, no había ninguna foto de mis abuelos maternos en ningún otro lugar de la casa. Cuando yo era niña, mi madre me enseñó la cabaña en la que habían vivido, al pie de una colina. Se trataba de una sencilla estructura de piedra y madera que se mantuvo en pie hasta que un incendio forestal, avivado por un fuerte viento mistral, barrió el desfiladero aquel mismo año. Florette, la encargada de correos de la aldea, me contó que mi abuela era tan famosa por sus remedios medicinales que incluso la esposa del alcalde y el viejo párroco solían recurrir a ella cuando fallaban la medicina convencional o las oraciones. Me dijo que un buen día mis abuelos, que entonces ya eran una pareja de mediana edad, aparecieron en la aldea con mi madre. La encantadora niña, a la que llamaron Marguerite, ya tenía tres años la primera vez que los habitantes de la aldea la vieron. Aunque ellos aseguraban que la niña era suya, muchos pensaban que a mi madre la habían abandonado los gitanos.
El misterio en torno a sus orígenes y los rumores de que poseía dones de curandera no sentaron bien en la estricta familia católica de los Fleurier, que se opusieron a que mi madre se casara con el hijo predilecto. Sin embargo, nadie pudo negar que fue mi madre la que cuidó de mi padre cuando todos los médicos de campaña ya le habían desahuciado.
Los españoles continuaron cantando mucho después de que tío Gerome y tía Yvette regresaran a su casa, y de que mis padres y yo nos fuéramos a la cama. Me tumbé despierta, contemplando las vigas del techo y notando como me corría el sudor por los espacios entre las costillas. La luz de la luna a través de los cipreses creaba sombras que parecían olas sobre la pared de mi habitación. Me imaginé que aquellas siluetas eran los bailaores moviéndose al ritmo de la música.
Debí de quedarme dormida, porque me senté sobresaltada poco tiempo después y me di cuenta de que la música se había detenido. Oí que Chocolat ladraba. Me deslicé fuera de la cama y miré por la ventana hacia el patio. Una suave brisa había refrescado el ambiente y la luz plateada de la luna caía sobre las tejas del tejado y sobre los edificios. Contemplé el muro que se encontraba al final del jardín y parpadeé. Había un corro de gente bailando allí. Se deslizaban en silencio, sin tocar música ni cantar, moviendo los brazos sobre sus cabezas y taconeando al son de un ritmo que no se oía. Agucé la mirada en la oscuridad y reconocí a José bailando con Goya sobre sus hombros: la sonrisa de dientes blancos del muchacho parecía una cicatriz sobre su oscura tez. Yo misma elevé los talones del suelo. Sentí la necesidad de correr escaleras abajo y unirme a ellos. Me agarré al marco de la ventana, sin saber si los bailarines eran realmente los españoles o espíritus malignos disfrazados para atraerme hacia la muerte. Las ancianas de la aldea contaban historias así.
Se me paró el corazón durante un instante.
Además de Goya, había otros cinco bailarines: tres hombres y dos mujeres. Me quedé boquiabierta cuando vislumbré la larga melena oscura y las delicadas extremidades de la segunda mujer. Bajo su piel ardía un fuego incandescente y casi saltaban chispas de los pies cada vez que tocaban el suelo. El vestido que llevaba flotaba a su alrededor como una corriente de agua. Era mi madre. Abrí la boca para llamarla, pero en su lugar me sorprendí a mí misma trastabillando hacia la cama, rendida de nuevo por el sueño.
Cuando abrí los ojos, estaban despuntando las primeras luces del día en el cielo. Tenía la garganta seca. Me froté la cara con las palmas de las manos, sin saber si lo que había visto había sido real o un sueño.
Me puse el vestido, bajé de puntillas las escaleras y pasé frente a la habitación de mis padres. Mi madre y mi padre estaban dormidos. Puede que yo no hubiera heredado los poderes de mi madre, pero sí tenía su curiosidad. Me deslicé hasta el final del patio, cerca del muro donde crecían los almendros. Con el verano, la hierba era alta y apacible. Miré bajo los árboles y plantas en busca de algún rastro que hubieran podido dejar los intrusos, pero no encontré nada. No había coronas de hierbas trenzadas, fragmentos de hueso o amuletos de piedra. No había ni rastro de ningún objeto mágico. Me encogí de hombros y me di la vuelta para marcharme, pero entonces vi un destello por el rabillo del ojo. Alargué la mano y toqué la rama más baja de uno de los árboles. Enredado entre las hojas, había un solitario hilo rojo.
La pálida piel de mi tía y mis largas piernas no nos dispensaron del trabajo ligado a la destilación. Mi padre y tío Gerome, con los rostros contorsionados por el esfuerzo, sacaron del alambique con la ayuda de un cabrestante un humeante cilindro de tallos de lavanda comprimidos. Mi madre y yo nos apresuramos a deshacer el montículo de tallos con nuestros rastrillos y los extendimos sobre esteras antes de ponerlos al sol para que se secaran.
—No hay tiempo que perder —nos indicó mi padre—. Con el nuevo alambique podemos utilizar esos tallos como combustible en cuanto estén secos.
Mi madre y yo les dimos la vuelta a los tallos cortados de lavanda para evitar que fermentaran mientras tía Yvette ayudaba a los hombres a introducir a presión la siguiente carga en el alambique. Cuando se llenó del todo, mi padre me pidió que saltara sobre él para comprimir los tallos y «¡traernos buena suerte!».
—Está demasiado delgaducha como para hacerlo bien —se burló tío Gerome, pero aun así estiró los brazos para ayudarme a meterme en el alambique—. Ten cuidado con las paredes —me advirtió—: Están ardiendo.
Tradicionalmente, se dice que la lavanda levanta el ánimo: me pregunté si el delicioso aroma que flotaba en el aire sería capaz de mejorar incluso el carácter de tío Gerome.
Pisé firmemente la lavanda, sin preocuparme por los arañazos en las piernas o por el calor. Si funcionaba el plan de mi padre y Bernard de cosechar y destilar lavanda de manera comercial, mi padre podría reclamar su parte de la finca. Con cada una de mis pisadas, me imaginaba que estaba contribuyendo a que él pudiera dar un paso más hacia su sueño.
Después de que tío Gerome me ayudara a salir del alambique y cerrara herméticamente la tapa, mi padre bajó por la escalerilla hasta el piso inferior. Escuché como avivaba el fuego.
—Ya se ve, desde la primera carga, que el aceite es bueno —aseguró, sonriendo abiertamente, cuando regresó.
Tío Gerome se frotó el bigote.
—Sea bueno o no, ya veremos si se vende bien.
A mediodía, después de la cuarta carga, mi padre ordenó que hiciéramos un descanso. Nos echamos sobre la paja húmeda o nos sentamos en cuclillas. Mi madre humedeció trozos de paño y nos los pusimos sobre nuestros ardientes rostros y palmas de las manos.
En el exterior sonó un motor y salimos al patio a recibir a Bernard. En el asiento del copiloto venía monsieur Poulet, el alcalde de la aldea y dueño del café local. En el asiento de atrás estaba la hermana de monsieur Poulet, Odile, con su marido, Jules Fournier.
—Bonjour! Bonjour! —saludó monsieur Poulet, bajándose del automóvil y secándose el sudor de la cara con un pañuelo.
Se había puesto el traje negro que reservaba para los actos oficiales.
Le quedaba demasiado pequeño y le apretaba mucho los hombros, confiriéndole el aspecto de una camisa colgada de la cuerda de tender.
Odile y Jules también se bajaron del coche y todos volvimos al interior de la destilería. Monsieur Poulet y los Fournier examinaron detenidamente el alambique, que era mucho más grande que los que se habían estado utilizando en la región durante años. Aunque ellos no eran agricultores, tenían interés en que nuestro negocio gozara de éxito. Dado que tanta gente estaba abandonando Pays de Sault para marcharse a las ciudades, esperaban que la lavanda volviera a crear negocio en nuestra aldea.
—Voy a por una botella de vino —anunció tía Yvette, encaminándose hacia la casa.
Bernard se ofreció a ayudarla con los vasos. Los observé andando por el sendero, con las cabezas juntas. Bernard comentó algo y tía Yvette se echó a reír. Mi padre me había explicado que Bernard era una buena persona y que no estaba interesado en las mujeres del modo habitual, pero era tan amable con tía Yvette que a veces me preguntaba si no estaría enamorado de ella. Le eché una mirada a tío Gerome, pero estaba demasiado ocupado fanfarroneando sobre la capacidad del nuevo alambique como para darse cuenta de nada.
—Este es el tipo de alambique que utilizan las grandes destilerías de Grasse —explicaba—. Es más eficiente que los portátiles que hemos estado usando hasta ahora.
Por su manera de hablar, cualquiera hubiera pensado que el alambique había sido idea suya. Pero él era meramente el inversor, no el artífice: había proporcionado el dinero para aquel caro alambique y se llevaría la mitad de los beneficios. No obstante, mi padre y Bernard habían calculado que si conseguían tres buenas cosechas consecutivas de lavanda lograrían pagar el alambique en dos años y la finca en otros tres.
Odile olfateó el aire y se acercó a mí sigilosamente.
—El aceite huele muy bien —me susurró—. Espero que nos haga a todos ricos y que tu padre por fin pueda pagar sus deudas.
Asentí sin decir nada. Conocía demasiado bien la deshonra de la situación en la que se encontraba mi familia. La finca se había dividido entre los dos hermanos a la muerte de mi abuelo. Cuando mi padre se marchó a la guerra, tío Gerome le prestó dinero a mi madre para mantener nuestra parte. Pero cuando mi padre regresó mutilado y la escasa pensión de veterano de guerra no fue suficiente para pagar las deudas, tío Gerome reclamó la mitad de su hermano. Cuando mi padre se recuperó, tío Gerome le dijo que podía volver a comprarle a plazos su parte de la finca con un interés anual. Era vergonzoso semejante comportamiento con la familia, cuando incluso el más pobre de la aldea nos había dejado cestas de verdura a la puerta de casa durante la enfermedad de mi padre. Pero ante mi padre no se podía pronunciar ni una sola palabra contra su hermano mayor.
—Si hubierais visto cómo le trataban nuestros padres, lo entenderíais —nos decía siempre—. No logro acordarme de ninguna situación en la que alguno de los dos le dedicara una sola palabra de amabilidad. Para nuestro padre, Gerome guardaba demasiado parecido con su propio progenitor. Desde que mi hermano era un muchacho, lo único que tenía que hacer para recibir una buena tunda era mirar a nuestro padre. Legalmente, la finca entera tendría que haber sido suya, pero por alguna razón nuestros padres siempre me favorecían a mí. No os preocupéis, le compraremos nuestra parte.
—¿Quién más os va a traer su lavanda para que la destiléis? —le preguntó Jules a mi padre.
—Los Bousquet, los Négre y los Tourbillon —contestó él.
—Y los demás también vendrán cuando vean lo rentable que es —vaticinó tío Gerome, levantando la barbilla, como si se estuviera imaginando a sí mismo como un próspero hombre de negocios de la destilación.
Monsieur Poulet arqueó las cejas. Quizá creyó que tío Gerome aspiraba a ser el nuevo alcalde.
La expresión de mi madre se transformó cuando frunció el ceño y adiviné lo que estaba pensando. Era la primera vez que tío Gerome hacía comentarios positivos sobre el éxito del proyecto. Y, sin embargo, él se quedaría con la mitad de los beneficios y mi padre sería el que correría con todos los riesgos. Nuestra finca se había reconvertido prácticamente por entero al cultivo de lavanda, mientras que tío Gerome todavía plantaba avena y patatas en la suya.
—Como no funcione, voy a acabar teniendo que alimentaros a todos —nos advertía.
Cuando se terminó la temporada de cosecha de lavanda, el conductor regresó para llevar a los temporeros a otra finca. Permanecí en el patio mientras los españoles metían sus pertenencias en la camioneta. Se trataba del mismo proceso que la mañana en la que llegaron, pero a la inversa. Rafael subía los sacos y baúles, entregándoselos a Fernández y José, que los apilaban en la parte delantera de la camioneta, dejando sitio para que pudieran sentarse en el fondo y mantener así la carga equilibrada. Cuando hubieron metido todo, José cogió la guitarra y rasgueó una melodía mientras el conductor se terminaba el vino que mi tía le había servido en una copa alta.
Goya bailaba alrededor de las piernas de su madre. Cogí la bolsita de lavanda que había guardado en el bolsillo durante la cosecha y se la di a él. Pareció entender que era un regalo que le daría buena suerte y se sacó un trozo de cuerda de su propio bolsillo y lo ató al lazo de la bolsita. Cuando lo auparon a la camioneta para que se sentara con su madre, vi que llevaba la bolsita colgada del cuello.
Si a tío Gerome todavía le quedaban dudas sobre la rentabilidad del aceite de lavanda, se le disiparon unos días más tarde cuando, gracias a la recomendación de Bernard, una empresa de Grasse compró todo el que habíamos producido.
—Realmente, es el aceite de mejor calidad que he visto en años —comentó Bernard, poniendo la factura de la venta sobre la mesa de la cocina.
Mi madre, mi padre, mi tía y yo nos quedamos boquiabiertos cuando vimos la cantidad garabateada al final del documento. Desgraciadamente, tío Gerome había salido al campo y no tuvimos el placer de presenciar su asombro.
—¡Papá! —exclamé, echándole los brazos al cuello—. Pronto recuperaremos la finca, ¡y después seremos ricos!
—¡Dios mío! —se quejó Bernard, tapándose las orejas—. No sabía que Simone tuviera una voz tan chillona.
—¿No lo sabías? —replicó mi madre, con la risa bailándole en los ojos—. La noche que nació, su abuela sentenció que tenía una extraordinaria capacidad pulmonar y pronosticó que acabaría siendo cantante.
Todo el mundo se echó a reír. Bajo la timidez de mi madre se escondía un picaro sentido del humor. Y para devolverle un poco de su propia medicina, me subí sobre una silla y canté Á la claire fontaine con todas mis fuerzas.
Todos los meses, mi padre viajaba a Sault para comprar objetos que no se podían conseguir en nuestra aldea y para vender algunos de nuestros productos. Mi padre lograba conducir bien el carro y la mula en la finca, a pesar de que le faltaba un ojo, pero la carretera a Sault era de resbaladiza piedra caliza y recorría los precipicios de las gargantas del Nesque. Cualquier fallo de perspectiva podía ser fatídico. En octubre, tío Gerome andaba atareado con su rebaño de ovejas, así que nuestro vecino, Jean Grimaud, accedió a acompañar a mi padre. Necesitaba comprar arneses y cuerda en el pueblo.
La bruma mañanera se estaba deshaciendo cuando ayudé a mi padre a cargar en el carro las almendras que vendería en la ciudad. Jean nos saludó desde el camino y contemplamos su enorme silueta avanzando hacia nosotros.
—Si Jean fuera un árbol, sería un roble —sentenciaba siempre mi padre.
De hecho, los brazos de Jean eran más anchos que las piernas de la mayoría de la gente y sus manos eran tan grandes que estaba convencida de que podría aplastar cualquier roca entre ellas si quisiera.
Jean señaló el cielo.
—¿No crees que quizá haya tormenta?
Mi padre contempló unas pocas nubes tenues que flotaban sobre nuestras cabezas.
—En todo caso, creo que lo que va a hacer es calor. Pero nunca se sabe, en esta época del año.
Acaricié a la mula mientras mi madre y mi tía le daban a mi padre una lista de productos que hacía falta comprar para la casa. Tía Yvette señaló algo en la lista y le susurró unas palabras al oído a mi padre. Me volví hacia las colinas, simulando que no me había dado cuenta. Pero sabía de lo que estaban hablando, había escuchado una conversación entre tía Yvette y mi madre la noche anterior. Mi tía quería comprar tela para hacerme un buen vestido para ir a la iglesia y para cuando viajara a la ciudad. Sabía que quería que mi vida fuera diferente de la suya.
—Un hombre que realmente ama a una mujer la respeta —me decía a menudo—. Tú eres inteligente. No te cases nunca con alguien inferior a ti. Y no te cases con un agricultor, si puedes evitarlo.
Aunque mi padre siempre decía que yo podría elegir marido cuando lo creyera adecuado, sospechaba que tía Yvette tenía en mente para mí a los hijos del médico o de los notarios de Sault. No me interesaban en absoluto los chicos, pero sí me producía interés tener un nuevo vestido.
Tío Gerome apareció en el patio embutido en sus calzas de piel y con la escopeta de caza sobre el hombro.
—Ten cuidado por el camino —le advirtió a mi padre—. Las lluvias lo han destruido parcialmente.
—Avanzaremos despacio —le prometió mi padre—. Si pensamos que no podemos volver antes del anochecer, nos quedaremos allí a pasar la noche.
El otoño en la Provenza era tan hermoso como la primavera y el verano. Me imaginé a mi padre y a Jean recorriendo los bosques de pinos verde jade y las parras vírgenes con su rojo encendido. Me hubiera gustado ir con ellos, pero no había suficiente espacio. Los dos nos dijeron adiós con la mano y vimos como el carro se alejaba por la carretera traqueteando y bamboleándose. La voz de mi padre resonaba en el aire:
Aquellas montañas, las altas montañas
que dominan los cielos,
se ciernen para ocultarla
de mis anhelantes ojos
Mi madre y mi tía se encaminaron hacia la cocina de tía Yvette, que utilizábamos más que la nuestra, porque era más grande y tenía un horno de leña. Las seguí mientras cantaba la última estrofa de la canción de mi padre:
Las montañas se apartan
y la veo claramente,
pronto estaré con ella
cuando mi barco se aproxime.
Pensé en lo que nos había contado mi madre sobre la predicción de mi abuela de que yo sería cantante. Si eso llegara a ser cierto, el único del que podía haber heredado mi talento era mi padre. Su voz era pura como la de un ángel. Bernard contaba que cuando estaban hundidos hasta la rodilla en el fango de las trincheras con el olor a muerte a su alrededor, los hombres solían pedirle a mi padre que cantara.
—Era lo único que nos daba esperanza —rememoraba Bernard.
Me quité las botas y empujé la puerta de la cocina. Mi madre y mi tía estaban colocando cuencos de porcelana en la encimera. Había una cesta de patatas cerca de la mesa, y me senté y comencé a pelarlas. Mi madre ralló un trozo de queso mientras mi tía picaba ajo. Íbamos a preparar mi plato favorito, el aligot: puré de patatas, queso, nata, ajo y pimienta, todo ello mezclado para formar una sabrosa pasta.
Mientras tío Gerome estuviera cazando fuera, éramos libres de ser nosotras mismas. Al tiempo que cocinábamos, mi tía nos contaba historias que había leído en libros y revistas, y mi madre nos relataba leyendas populares. Mi favorita era la historia de un párroco que estaba tan senil que una mañana apareció en la iglesia totalmente desnudo. Yo les cantaba canciones y ellas me aplaudían. Me fascinaba la cocina de mi tía, con su mezcla de pulcritud y desorden. La madera estaba impregnada de los aromas del aceite de oliva y el ajo. Cacharros de hierro fundido y sartenes de cobre de todos los tamaños colgaban de vigas encima del hogar, que había ennegrecido tras años de uso. Una mesa de convento ocupaba el centro de la habitación y sus bancos estaban cubiertos de cojines que expedían nubes de harina cada vez que alguien se sentaba sobre uno de ellos. Cualquier hueco libre de las baldas y encimeras estaba lleno de morteros y almireces, jarras de agua y cestas de mimbre forradas de muselina.
Tal y como mi padre había predicho, cuando llegó el mediodía hacía calor y nos sentamos en el patio a disfrutar de nuestro pequeño festín. Pero por la tarde, cuando fui a buscar agua al pozo, las nubes comenzaron a proyectar lúgubres sombras sobre el valle.
—Menos mal que se han puesto ropa impermeable —observó tía Yvette mientras les echaba las mondaduras de las patatas a las gallinas—. A estas horas, ya deben de estar de vuelta. Si la tormenta estalla, se van a mojar bastante.
Comenzó a lloviznar ligeramente, pero las nubes en dirección a Sault eran mucho más siniestras. Me senté junto a la ventana de la cocina, deseando que mi padre y Jean tuvieran un buen viaje de regreso. Había caído un repentino aguacero el día que yo fui con mi padre y tío Gerome a la Feria de la Lavanda en agosto, y una de las ruedas de nuestro carro se había quedado atascada en el barro. Tardamos tres horas en sacarla y ponernos de nuevo en marcha.
El destello de un rayo centelleó en el cielo. El estruendo del trueno que resonó a continuación me sobresaltó.
—Apártate de la ventana —me ordenó tía Yvette, acercándose para cerrar los postigos—. Por mucho que mires el camino, no van a llegar antes.
Hice lo que me decía y me senté a la mesa. Mi madre estaba hundida en su asiento, contemplando algo fijamente. Miré hacia atrás y vi que el reloj que había encima de la chimenea se había parado. Mi madre tenía el rostro blanco como una sábana.
—¿Estás bien, Maman?
No me oyó. A veces pensaba que era como una gata, desapareciendo en las sombras, capaz de ver sin ser vista, y reapareciendo de la oscuridad cuando lo deseaba.
—Maman? —susurré.
Quería que hablara, que me ofreciera alguna palabra de aliento, pero estaba callada como la luna.
Durante la cena, tío Gerome pinchó la verdura y cortó la carne furiosamente.
—Lo más seguro es que hayan decidido quedarse en la ciudad —murmuró entre dientes.
Tía Yvette me convenció de que tío Gerome tenía razón, y de que los dos hombres probablemente habrían decidido pasar la noche en el establo del carretero o en el cobertizo del herrero. Me hizo la cama en una de las habitaciones de la planta de arriba para que no tuviera que correr bajo la lluvia hasta nuestra casa. Mi madre y tío Gerome se sentaron junto al fuego. Por la manera en la que tío Gerome hacía rechinar los dientes, me pareció que no acababa de creerse su propia suposición.
Me tumbé en la cama, escuchando la lluvia sobre las tejas, y canturreé suavemente para mí misma. Debí de quedarme dormida poco después, porque lo siguiente que oí fueron los violentos golpes en la puerta de la cocina. Salté de la cama y corrí a mirar por la ventana. La mula estaba allí, bajo la lluvia, pero no había ni rastro del carro. Oí voces abajo y me vestí a toda prisa.
Jean Grimaud estaba junto a la puerta, chorreando agua sobre las baldosas de la entrada. Tenía un profundo corte en la frente y la sangre le caía sobre los ojos. Tío Gerome tenía el rostro gris como la piedra.
—¡Habla! —le espetó a Jean—. ¡Dinos algo!
Jean miró a mi madre con ojos atormentados. Cuando abrió la boca para hablar y no salió de ella ningún sonido, lo supe. No había nada que decir. Mi padre ya no estaba entre nosotros.