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Sólo hicieron prisioneras a un puñado de squaws, la mayoría con niños pequeños a sus espaldas. Mart habló con ellas, en su propia lengua y en lengua de signos, hasta bien entrada la noche, sin averiguar nada que pareciera de algún valor. Aquellas que accedían a hablar con él admitían conocer a Debbie Edwards; ellas la llamaban con un nombre comanche que significaba «Cabello-Hierba-Seca». Pero dijeron que había escapado, o al menos desaparecido, hacía ya tres noches… durante la noche siguiente a la huida de Mart y Amos.

Ellas creían, o decían que creían, que había huido al campamento de soldados de la Nutria. O, tal vez, había intentado seguir a Hombros de Toro y al Otro, porque se alejó por el mismo camino que ellos habían tomado. Dijeron que los rastreadores del poblado la siguieron durante cierta distancia en aquella dirección antes de perderle el rastro. No sabían por qué se marchó. No se llevó ningún poni ni nada más. Y si no encontró a alguien que la ayudase, lo más seguro es que estuviera muerta; no creían que pudiera durar mucho, sola y a pie, en la pradera. Evidentemente, no les gustaba mucho Cabello-Hierba-Seca en su papel de india.

—Están mintiendo —opinó Sol Clinton—. La han asesinado, eso es lo que ha pasado.

—No lo creo —contestó Mart.

—¿Por qué?

—No lo sé. Tal vez simplemente no pueda aceptarlo. Quizás he olvidado cómo hacerlo después de todo este tiempo.

—Bueno, no te preocupes —Clinton intentó animarle—, ella tiene que estar entre este lugar y Camp Radziminski. De regreso organizaremos un cordón de rastreadores…

Mart tampoco confiaba en que eso fuera a dar resultado, aunque no lo mencionó porque no tenía ninguna otra sugerencia que aportar. Durmió dos horas, y cuando se despertó en la oscuridad antes del amanecer supo lo que tenía que hacer. Salió del campamento sin dejarse ver y cabalgó hacia el noroeste en dirección casi opuesta a la de Camp Radziminski.

No tenía ninguna razón para dudar de la opinión de Clinton acerca de que Debbie estaba muerta. Por supuesto, si era cierto que ella valía sesenta caballos, Cicatriz podría haberla enviado lejos para ocultarla; pero esto no cuadraba con la fuerte apuesta que había hecho Cicatriz por la victoria o la destrucción total en una batalla en campo abierto. La historia de las squaws tampoco aportaba mucho, aunque estas hubieran intentado contarle la verdad, porque no podían saber lo que realmente había pasado. Los indios jóvenes jamás les contaron nada. De hecho, la única excusa que le quedaba a Mart para pensar que Debbie realmente hubiera huido, y quizás todavía estuviera viva, era que tan sólo creyéndolo así podría avanzar en alguna dirección.

Si había escapado, lo hizo respondiendo a un impulso y sin plan previo, ya que no se había llevado nada que le permitiese sobrevivir. Esto apuntaba a que se había visto presionada por algún tipo de repentina y mortal amenaza… como si hubiera sido acusada, por ejemplo, de traición en relación a la huida de él y Amos. En tal caso, sin duda habría partido en busca de Mart y Amos, como afirmaban las squaws. Pero él tenía el presentimiento de que ella no habría avanzado mucho por ese camino sin recular; Mart no creía que ella hubiera querido acudir a él. Pensaba que Debbie tan sólo tenía la intención de alejarse de los comanches y, conociéndolos, elegiría quizás un camino, una dirección, por la que los comanches probablemente no la siguieran…

Recordó entonces que los comanches creían que los lisiados, ya fuera de mente o cuerpo, jamás entraban en la tierra Más Allá del Ocaso, y vagaban para siempre en un vacío «entre vientos». Parecían localizar este vacío hacia el noroeste, sin mucha precisión, como si desastres o derrotas largo tiempo olvidadas en la antigüedad hubieran tenido lugar en la dirección que Debbie, pensando como una india, podría elegir si lo que pretendía era dejar el mundo de los vivos a sus espaldas. Mart lo tenía todo calculado… o eso pensaba.

Ese camino le llevó por un territorio de altos terrenos yermos, sin animales que cazar, ni hierba, ni agua. Alrededor de un millón y medio de kilómetros cuadrados de campo desértico se extendían ante él, sin rutas que seguir, y se dirigió hacia el corazón de la peor zona. «Me adentré donde ningún comanche llegaría», explicaría mucho tiempo después. En ese momento pensó que realmente había tomado aquella ruta deduciéndolo de esa forma, pero no había sido así. Lo único que tenía para poder seguir era una nueva idea vaga propiciada a partir de información que le había pasado inadvertida u olvidada, tal como la que en ocasiones da pie a una corazonada.

Vagó hacia el noroeste casi sin rumbo fijo, dejando que su cansancio, y en ocasiones su caballo, siguieran los contornos del terreno que oponían menor resistencia… que era lo que una fugitiva que viajaba desorientada y a pie inevitablemente se vería forzada a hacer. Tras unos cuantos kilómetros, los propios accidentes del terreno tomaban las decisiones por el jinete. Se podía contar con que el accidentado terreno conduciría y dirigiría a la fugitiva a medida que fuera cansándose.

Hacia el final de ese primer día vio buitres volando en círculos, aunque no eran más que puntos en el cielo sobre una sierra de colinas a muchas horas de donde se encontraba. Aceleró el paso del caballo, azuzándole todo lo que pudo, mientras veía a los buitres volar en círculos más bajos y aumentar en número. Todavía se encontraban lejos cuando cayó la noche, pero con la primera luz del día los vio de nuevo, y cabalgó hacia ellos. Había más ahora, y volaban más bajo, pero estaba seguro de que estaban un poco más alejados de donde habían estado cuando los vio en un primer momento. Lo que vigilaban esos pajarracos todavía se movía, aunque lentamente, o al menos estaba todavía vivo, porque las aves no habían bajado a tierra aún. Azuzó a su renqueante caballo al trote, con ganas de matarlo y seguir a pie si de esa manera pudiera llegar a su destino antes de que la luz diurna se esfumara.

En las primeras horas de la tarde encontró las huellas de los mocasines de Debbie, tambaleándose penosamente a través de un banco de arena durante un trecho, y lanzó el caballo al galope, mientras el animal resollaba. Los buitres estaban descendiendo y, aunque suponían poco peligro para cualquier ser vivo, él no podía esperar más para saber la respuesta.

Y entonces la encontró. Yacía en un lugar de rocas y polvo; el viento había borrado sus pisadas y había depositado polvo sobre su cuerpo, haciéndola casi invisible. Mart pasó a unos pocos metros de ella, y la hubiera perdido para siempre si no hubiera sido por los buitres. Siempre había odiado a esos carroñeros de augurios agoreros, pero desde ese momento dejó de odiarlos. Fue Mart quien eligió —o quien tropezó por accidente— con la dirección correcta de la brújula, pero fueron los buitres los que la encontraron con esos ojos que abarcaban cientos de kilómetros y los que le guiaron sin pretenderlo hasta ella gracias a los círculos que dibujaban en el cielo.

Más que inconsciente, se encontraba dormida, pero era un sueño de total agotamiento. Mart supo que jamás se habría vuelto a despertar por sí sola. Incluso así, en el momento en que abrió los ojos, lo miró con terror e intentó levantarse, como para escapar de él, pero no tenía fuerzas para ello. Después cayó en una especie de letargo y no se resistió cuando Mart se ocupó de ella. En primer lugar la hizo beber agua, lentamente, en tragos que le corrían por la barbilla desde sus labios agrietados. Entonces Debbie se puso a temblar y él la abrigó con sus mantas, le frotó los pies y encendió una hoguera cerca de ellos. Finalmente cocinó un poco de tasajo en tiras, trituró las fibras para hacer una papilla y se la dio en lentas cucharadas. No era cierto que ella oliera a comanche, al menos no más que lo que pudiera oler Mart, que había llevado la misma clase de vida que ella.

Cuando Debbie pudo hablarle, en un primer momento fue desgranando la historia de su huida muy lentamente y a trozos; luego de forma más fluida, cuando descubrió que Mart la entendía mejor de lo que había supuesto. Él le hacía preguntas tan gentilmente como podía, pero tenía urgencia por saber qué cosa horrible la había asustado, o qué le habían hecho. A Mart ya no le parecía raro dirigirse a ella en lengua comanche.

Ellos no le habían hecho nada. No era eso. Fue el medallón medicina… el colgante que parecía una cinta de oro con forma de lazo que Cicatriz llevaba siempre y que había propiciado su cambio de nombre. En un principio pensó que Amos mentía al decir que había pertenecido a la madre de Mart Pauley. Pero las palabras que Amos dijo que estaban escritas en la parte de atrás quedaron grabadas en su memoria. De Ethan para Judith… Las palabras o estaban allí o no estaban. Y si estaban allí, entonces la historia de Amos sería cierta, y Cicatriz habría arrancado el lazo medicina a la madre de Mart mientras le arrebataba la vida con su cuchillo.

Esa noche Debbie no pudo dormir y, tras permanecer despierta durante un largo rato, supo que, costara lo que costara, debía ver la parte de atrás del lazo. Cicatriz había estado reunido en consejo durante la mayor parte de la noche, pero finalmente se durmió. Mart tuvo que imaginarse, a través de las vacilantes frases de la joven, la mayor parte de lo que ocurrió entonces. Los verdes ojos rasgados en el rostro bronceado no eran ojos de gato, como ella le dijo, ni eran ojos de india, sino los ojos de una niña pequeña.

Debbie se apartó de las squaws entre las que dormía. Con dos ramitas recogió un carbón encendido de entre las brasas del fuego. Transportándolo con cuidado, gateó hasta el grueso montón de pieles de búfalo que era el lecho de Cicatriz. El jefe estaba echado boca arriba. Llevaba el pecho descubierto y el lazo medicina brillaba a la luz de la brasa que la joven sujetaba. Terriblemente asustada, cogió con dedos temblorosos el colgante de oro y lo giró.

¿Cómo había sido capaz de hacerlo? Era una pregunta que se hizo en más de una ocasión sin entender totalmente la respuesta que Debbie le ofrecía. Ella le explicó que el propio Mart le había dado fuerzas para hacerlo; él la obligó a hacerlo a través de su propia medicina. Esa era la parte que Mart no entendía. Hace mucho tiempo, en otro mundo, él había sido su hermano más querido; hubo un tiempo en que él debió de saberlo. De alguna manera, la verdad se escondía en ese detalle, si hubiera sido capaz de entenderlo. Quizás a estas alturas Mart ya debería haber sabido que lo que los indios llaman medicina se refiere en tres cuartas partes a los insistentes fantasmas de asociaciones tempranas olvidadas hace mucho tiempo…

Debbie tuvo que inclinarse muy cerca del comanche, tan cerca que pudo sentir su aliento en la cara, para poder leer las letras marcadas por detrás del lazo medicina. Pero entonces… no pudo entender lo que había escrito. Hubo un tiempo en el que ella intentó enseñar a los niños comanches la escritura del hombre blanco, pero de eso hacía mucho tiempo y ahora ella misma la había olvidado. Pero Amos le había dicho cuáles eran las palabras; así que, finalmente, le pareció que las palabras concordaban con las marcas sobre el oro: «Ethan para Judith…» De hecho, los Rangers informaron más tarde a Mart que Amos había mentido. En realidad la inscripción decía: «Hecho en Inglaterra».

Entonces, mientras retrocedía, vio que los terribles ojos de Cicatriz estaban totalmente abiertos y clavados en su rostro, a tan sólo unos centímetros. Durante unos segundos se quedó petrificada. A continuación el carbón encendido cayó sobre el pecho desnudo de Cicatriz, que se levantó de un salto dejando escapar un gruñido e intentó detenerla.

Después huyó, al principio en la dirección que Mart y Amos habían tomado, como le habían dicho a Mart las squaws… pero encontrarlos habría sido un golpe de suerte. Debbie no sabía adónde se dirigía. Entonces, cuando los rastreadores estaban a punto de atraparla, cambió de rumbo, como haría cualquier criatura acosada. No eligió ninguna dirección, simplemente huyó a ciegas de todo, en busca de espacio vacío. No pensó en ningún momento en el limbo «entre vientos».

—Pero diste conmigo. No sé cómo. Me habría ido mejor si me hubiera quedado con ellos. Allí, donde estaba. No debería haber mirado… detrás del lazo…

Llegaría el momento, y más valía pronto que tarde, en el que tendría que contarle lo que había pasado con el poblado de Cicatriz después de que huyera de allí. Pero no ahora.

—Ahora ya no tengo ningún hogar —dijo Debbie—. Ningún lugar al que ir, nunca. Ahora sólo quiero morir.

—Voy a llevarte de regreso. ¿Es que no puedes entenderlo?

—¿De regreso? ¿Adónde?

—A casa, Debbie… ¡Donde está nuestra gente!

—No tengo gente. Están muertos. No tengo hogar…

—Está el rancho. Ahora te pertenece. ¿No quieres…?

—Está vacío. No hay nadie allí.

—Yo estaré allí, Debbie.

La joven levantó el rostro y lo miró… con una mirada salvaje, pensó él. Mart se asustó al detectar lo que le pareció un brillo de locura en los ojos de la joven justo antes de que bajara la mirada.

—Antes te gustaba el rancho —dijo Mart—. ¿No lo recuerdas?

Ella se quedó totalmente callada.

Desesperado, repitió la pregunta.

—¿Te has olvidado? ¿No recuerdas nada en absoluto de cuando eras pequeña?

Brotaron lágrimas de los ojos cerrados de la joven, y comenzó a temblar de nuevo violentamente, con las atroces convulsiones que llamaban fiebres intermitentes. Mart no tenía ninguna duda de que Debbie sufría una de esas peligrosas fiebres, o neumonía, tal vez, o quizás el temblor fuera causado sólo por la debilidad, lo cual le preocupaba aún más. La pradera tenía maneras de castigar despiadadamente a cualquier criatura de sangre caliente cuando las fuerzas le fallaban. El pánico le golpeó al pensar que todavía podía perderla.

Sólo conocía otra manera de calentar su cuerpo: que él le proporcionara su propio calor. Se tumbó pegado a ella y extendió las mantas sobre ambos, cubriendo también las cabezas, de manera que incluso su propio aliento pudiera calentarla. La mantuvo fuertemente abrazada contra su cuerpo y le pareció que estaba extremadamente delgada, como si se hubiera quedado literalmente en los huesos. Con desesperación, se preguntó si quedaría la suficiente vida en su pequeño cuerpo como para poder reanimarla con su calor. Pero los temblores disminuyeron a medida que el calor del cuerpo de Mart le llegaba a ella; su respiración se calmó y finalmente se hizo regular.

Mart pensó que estaba dormida hasta que la joven habló con un susurro contra su pecho.

—Lo recuerdo —dijo en una extraña mezcla de inglés y comanche—. Lo recuerdo todo. Pero es a ti sobre todo a quien recuerdo. Recuerdo lo mucho que te quería.

Debbie se abrazó a su cuerpo con las pocas fuerzas que le quedaban, pero parecía estar bien, pensó Mart, mientras se quedaba dormida.

F I N