39

Los cuarenta y dos Rangers ya habían desmontado detrás del risco junto al poblado de Cicatriz cuando Mart los alcanzó. Tenían abundante luz ahora… más de la que hubieran querido o esperado. El capitán Clinton estaba echado sobre la cresta del risco, estudiando el panorama sin demasiado entusiasmo. Mart se dirigió allí, pero Clinton se volvió hacia él antes de que pudiera echar un vistazo.

—Maldita sea, Pauley, yo…

—Greenhill dice que está de camino —dijo Mart apresuradamente—. Y eso es todo lo que ha dicho.

Pero Clinton estaba pensando en otra cosa.

—¡Echa un vistazo a esto de aquí!

Mart se arrastró junto a Clinton y se quedó conmocionado. La luz fresca del amanecer mostraba el poblado de Cicatriz con toda claridad, apenas a un kilómetro y medio de donde se encontraban. La mitad de las tiendas estaban desmontadas, y entre ellas pululaba gran cantidad de caballos y personas, todas atareadas, como un hormiguero pisoteado por una pezuña de animal. Este poblado estaba recogiendo todo para marcharse.

A unos cien metros frente al poblado se habían concentrado unas cuantas docenas de guerreros montados. Estaban esperando en grupos ociosos, abrigados con mantas sobre sus ponis. Parecían una versión comanche de los centinelas montados de la caballería, pero seguían saliendo del poblado más comanches mientras Mart y Sol los observaban. Lo que tenían ahí delante eran los preparativos de una formación de batalla. Clinton no parecía sorprendido de la rapidez con la que había actuado Cicatriz. De vez en cuando era posible encontrar a un gran jefe indio haciendo bien las cosas, eso había que reconocerlo. Pero…

—¿Qué demonios pasa con vosotros? ¿Es que no sabéis contar? ¡Esa banda va a reunir cerca de trescientos salvajes!

—¡Ya te dije que el jefe podría estar buscando esta batalla! Así que ha conseguido refuerzos, eso es todo.

Una nube de polvo más allá del poblado y al oeste de Perro Salvaje indicaba hacia dónde había huido la manada de caballos. Todos los animales que no eran usados como animales de tiro para los travois o como ponis de batalla —la principal riqueza del poblado— estaban siendo conducidos río arriba, y bien lejos. Pero era un movimiento ordenado. ¿Dónde estaban los tonkawas? Quizás les estuvieran esperando río arriba, para arrebatar los caballos a los niños comanches encargados de los caballos; o tal vez se hubieran ido a casa. Lo que sin duda no estaban haciendo era lo que se les había ordenado que hicieran. El capitán Clinton tampoco vio necesario desperdiciar ni un solo comentario sobre ello.

Bajó por la ladera, moviéndose lentamente para darse tiempo a pensar. El lugarteniente Bart Lester se acercó a él, azuzado por los dos ordenanzas uniformados.

—Sal al galope a retaguardia, chico —ordenó Clinton a uno de ellos—. Dile al coronel Greenhill que estoy al descubierto frente al poblado para calibrar la fuerza del enemigo, y que nos confirme su apoyo… Supongo que eso lo retendrá. Que monten, Bart.

Los Rangers montaron y circularon en fila desordenadamente, pero en cuanto se pusieron en formación dibujaron una columna perfecta. Estos hombres podían descuidar la precisión de sus propios movimientos, pero habitualmente la obtenían de sus caballos, estuvieran estos de acuerdo o no. Mart se situó cerca del centro de la columna y observó a Clinton estoicamente. Sabía que el Ranger tenía motivos para ordenar una retirada.

Clinton se montó en su caballo, recorrió la columna de Rangers con la mirada y se dirigió a ellos en tono relajado.

—Bueno, hemos vuelto a tener suerte hoy, chicos —dijo—. Por fin tenemos suficientes indios para que nadie se quede sin el suyo. Podríamos tocar a unos doce por cabeza, si no se nos escapan demasiados. Confío, chicos, que os alegraréis al oír que esto es una batalla abierta y no una emboscada. Ellos ya están formando delante del poblado, a un kilómetro y medio de aquí. Mi impresión es que no tendremos que recorrer toda esa distancia; ellos vendrán a nuestro encuentro. Lo que me gustaría hacer es abrir una brecha por el centro de su columna, atravesarla y avanzar hacia el poblado; así le daremos a Greenhill la oportunidad de atacarles por detrás, cuando se giren para perseguirnos. Puede que esto no ocurra. En cuyo caso, tendremos que afrontar la situación tras ver cuál es.

Algunos de los más jóvenes —y la mayoría de los Rangers eran jóvenes— ya debían de estar perdiendo los nervios por el tiempo que Clinton tardaba en dar la orden de ataque. La caballería alcanzaría el frente muy pronto, y el coronel Greenhill se haría cargo; los Rangers suponían que probablemente ordenaría una retirada, según lo planeado, sin ningún comanche muerto en su haber. Pero Clinton sabía lo que estaba haciendo. A plena luz del día, sin el factor sorpresa, y teniendo inesperadamente casi todo en contra, quería tener a la caballería tan cerca como fuera posible sin que le ordenaran lo que tenía que hacer. Estaba seguro de que, ante esa situación, Greenhill jamás consideraría retirarse ni por un segundo.

—En caso de que os preguntéis qué ha ocurrido con los payasos de los tonks —dijo Clinton—, no tengo ni idea. Y tampoco voy a perder mucho más tiempo dándole vueltas… simplemente mantened vuestros ojos pegados a mí. Yo soy el hueso duro de roer aquí… no esos pueriles salvajes. Si no me escucháis gritar a la primera, más os vale saber leer la mente… no tengo intención de repetir a gritos una orden en medio de la refriega.

Fingió echarles un último vistazo, pero en realidad estaba escuchando. La hilera permaneció unida y perfectamente recta. Los caballos nerviosos no movían ni un solo músculo, y los viejos y cansados rocines se apiñaron unos juntos a otros para saltar como leones en cuanto se lo pidieran, antes de que sucediera algo peor. Y entonces escucharon el primer susurro lejano de las vainas metálicas de sables de la caballería.

—Supongo que esta desastrosa hilera de alcornoques es lo que llamáis una columna —los criticó Sol—. ¡Guía al centro! Todos atentos a Joe, aquí. Joe, tú sólo sígueme.

Con parsimonia sacó una barra de tabaco de mascar, pegó un mordisco y empujó el trozo con la lengua a una de sus mejillas. Era la primera vez que Mart le veía mascando tabaco.

—Vayamos a su encuentro —dijo el capitán.

Giró su caballo y subió por la ladera al paso. Los primeros rayos del sol golpeaban el ondulado paisaje mientras remontaban la cresta y aparecía ante ellos una vista general del poblado de Cicatriz. Durante unos segundos se pudo oír un curioso susurro de respiraciones que recorría la columna de Rangers cuando echaron un primer vistazo a lo que tenían que enfrentarse. Más de doscientos comanches montados formaban un cordón delante del poblado, donde antes sólo habían estado los centinelas montados, y muchos otros salían del poblado en riada. Los ponis se movían ligeramente nerviosos, e iba aumentando el barullo atrás en el poblado, como reacción al avance de los Rangers.

Clinton se giró sobre su silla.

—¡Eh, tú… soldado!

—¡Sí, señor!

—Retrocede e informa al coronel Greenhill que el capitán Clinton, de los Rangers de Texas, le presenta sus respetos…

—¡Sí, señor! —el soldado, nervioso, hizo girar su caballo.

—¡Vuelve aquí! ¿Adónde diablos vas? Dile que los comanches están en formación de batalla al este del arroyo, mirando hacia el sur… ¡Y no le digas que has visto a un millón de ellos! Dile que hay un par de cientos. Si quiere saber lo que estoy haciendo, dile que estoy vigilándoles. De acuerdo, ahora vete a buscarle.

Estaban a unos mil metros, y la riada de comanches que salía del poblado había disminuido hasta convertirse en un hilillo. Había llegado el momento; sus fuerzas sobrepasaban fácilmente los trescientos guerreros. Los comanches estaban formando una columna siguiendo una táctica ensayada y ordenada, y que sin duda sería perfectamente recta. Parecía de un kilómetro y medio de largo, pero no lo era; no sería de más de cuatrocientos metros si los comanches cabalgaran chocando las rodillas unos con otros. No obstante, Mart pensaba que cuatrocientos metros de comanches eran más que suficientes para cuarenta y dos hombres.

Clinton levantó un brazo y aumentó la velocidad hasta alcanzar un rápido trote. Cabalgaba directamente hacia el poblado, lo cual les conducía a impactar con el centro de la columna de comanches. Un solo guerrero fornido tocado con un casco con cuernos avanzó lentamente atravesando el frente de la columna comanche. Mart reconoció a Cicatriz en primer lugar por su lanza corta, despojada de sus cabelleras trofeo para el combate. Increíblemente, ante el avance de los Rangers ¡Cicatriz estaba inspeccionando a sus propios hombres! Al final de la columna se giró y regresó al trote hacia el centro, sin darse mucha prisa. Cuando llegase al centro lanzaría a la columna de comanches contra ellos y toda esta espectral quietud se esfumaría.

El capitán Clinton dejó que su caballo aumentara la velocidad del trote, y los cuarenta que le seguían adoptaron el mismo paso. La velocidad había aumentado muy levemente, pero la columna se movía a un ritmo más cómodo. La columna de Cicatriz seguía quieta e impasible. El goteo de guerreros desde el poblado había cesado; las fuerzas de Cicatriz llegaban a los trescientos cincuenta comanches.

Estaban a menos de setecientos cincuenta metros. Ahora podían ver las altas coronas de plumas en abanico de los jefes guerreros, y las colas atadas de los ponis. Los guerreros llevaban pinturas de guerra; los símbolos individuales todavía no se veían claramente, pero las franjas brillantes y las manchas sobre los torsos desnudos otorgaban a la columna comanche un extravagante colorido.

En ese momento Cicatriz se giró en el centro de la columna y la columna avanzó al paso. Algunos guerreros indios veteranos entre los Rangers debieron de sentir un escalofrío por sus espaldas cuando vieron eso. Este indio era demasiado frío, y mantenía a su gente sometida con mano severa; su batalla no sería de la clase de ataque caracterizado por una caótica carrera de caballos que otorgaba cierta ventaja a una fuerza más pequeña pero más disciplinada. Y tampoco estaba empleando ningún tipo de ataque comanche. El famoso ataque de la rueda de molino comanche aprovechaba la maestría en la monta y el movimiento, preservando al mismo tiempo la posibilidad de una retirada sin sufrir bajas. La colisión directa que Cicatriz estaba liderando era totalmente desconocida entre los comanches. Cicatriz nunca habría elegido una pelea cuerpo a cuerpo hasta la muerte si no hubiera estado seguro de las fuerzas con las que contaba. Y tenía razón. Dirigidos con mano firme, esta multitud de enemigos podía amasar columnas de cinco hombres de profundidad frente a Clinton y aun así abarcar por los flancos a los Rangers, rodearlos y envolverlos. Los Rangers miraban a Sol, pero este no dio ninguna orden, y el rápido trote de su caballo no varió.

Estaban a menos de cuatrocientos metros. Un gran enjambre de squaws, niños y viejos habían salido del poblado. Estaban inmóviles, en pie, una larga y gruesa columna de ellos: espectadores que esperaban ver cómo los suyos devoraban vivos a los Rangers. La columna de Cicatriz seguía avanzando, impertérrita, y Clinton seguía cabalgando a un cómodo trote. Sin duda debía estar esperando algún golpe de suerte, algún giro de los acontecimientos a su favor; tal vez suponía que la caballería aparecería en ese mismo instante, pero no lo hizo. Nunca sabrían lo que habría hecho Clinton si no se hubiera producido algún golpe de suerte, si hubiera seguido galopando a paso constante hacia la devoradora destrucción o no. Y es que en ese momento se produjo ese golpe. En la ribera opuesta del río aparecieron los tonkawas, como si hubieran brotado de debajo de las piedras. Nada que hubiera allí, ni un risco, ni un arroyo, parecía que pudiera ocultar a un solo hombre montado, no digamos ya setenta; sin embargo, por medio de algún tipo de medicina de inteligencia y habilidad, aparecieron sin previo aviso. Los altos tonkawas se aproximaron sin formar columna; cabalgaban solos o en grupos sueltos, como una turba. Pero se movían con rapidez, y como si supieran lo que estaban haciendo, mientras rebasaban la baja hondonada que inexplicablemente los había ocultado junto a uno de los flancos de la columna comanche. Un repentino murmullo recorrió las tropas de Cicatriz, y su flanco derecho se apiñó intentando reagruparse confusamente.

Y entonces los tonkawas hicieron otra cosa impredecible que ningún comanche habría esperado, porque jamás lo habrían hecho. En la ladera abierta que daba al río los tonkawas se detuvieron al derrape y se bajaron de sus caballos. Colocaron sus monturas de costado, apoyaron sus armas sobre la cruz de sus animales y abrieron fuego. En hilera, a cuatrocientos metros, el efecto fue letal. Se abrieron brechas en el flanco derecho de los comanches, donde ponis sin jinete salieron huyendo. Algunos de los jefes guerreros con corona de plumas —Caballo Hambriento, Pierna Tiesa, Alce Erguido, Muchos Árboles— fueron los primeros en caer cuando los disparos eligieron a los líderes más reconocibles. También sonaron disparos de potentes rifles para búfalos, y con ellos mataron a los caballos. Cicatriz dejó escapar un grito mientras toda su ala derecha, un tercio de sus fuerzas, se separaban para cargar chapoteando por el río.

Los tonkawas se dispersaron inmediatamente. Algunos se esfumaron río arriba siguiendo a la manada de caballos, pero también se podían oír disparos y gritos de guerra entre las tiendas cuando otros se filtraron hasta el propio poblado. Se abrieron más brechas en la columna de Cicatriz cuando pequeños grupos de sus guerreros se dieron la vuelta para defender al poblado y a sus caballos.

—¡Por mis muertos! —exclamó Clinton.

Dejó escapar un largo grito y todos cargaron, y Cicatriz, tras reunir a sus cientos de guerreros, cabalgó al galope a su encuentro. Las columnas convergentes se encontraban a treinta metros cuando Clinton disparó. Cuarenta carabinas detonaron después de la suya, desgarrando el centro de la columna comanche. Los Rangers se pasaron la carabina a la mano con la que sujetaban la rienda y desenfundaron sus revólveres. Inmediatamente los caballos chocaron con violencia.

Era el primer cuerpo a cuerpo sobre montura de Mart, y lo que vio fue que el infierno se le echaba encima. Un poni guerrero se desplomó bajo su caballo en el primer impacto de huesos rotos; su caballo se tropezó pero pasó por encima del poni caído con un salto vacilante, y en un segundo se vio rodeado de comanches. Ambas columnas desaparecieron en una vociferante mezcla, en la que los comanches parecían hacer fintas incesantemente desde todas direcciones. Cabalgaban agachados en los laterales de sus ponis, clavando sus lanzas hacia arriba, y en cuanto tenían a tiro al enemigo jamás fallaban. Si algún Ranger se resbalaba hacia un lado de su silla para evitar ser destripado, un fuerte empellón en la ingle lo levantaba de su silla derribándolo y poniéndolo a los pies de los caballos. La única opción era derribar al enemigo con el revólver antes de que su lanza se acercara demasiado. El revólver tenía un mayor alcance que la lanza y su impacto era mucho más definitivo, pero cada disparo era a bocajarro, y nadie fallaba dos veces. Cada hombre tenía cinco balas, y sólo cinco —hasta que el percutor rodaba sobre un tambor vacío— para atravesar ese infierno.

Un caballo relinchó cerca, atravesando los gritos de guerra y las detonaciones de las armas. Al lado de Mart, el caballo de un Ranger tropezó y dejó escapar un agudo bufido, y otro más cuando sus rodillas cedieron bajo su peso y cayó dando una voltereta que le rompió el cuello. El costado de un poni sin jinete machacó la rodilla de Mart. Mientras luchaba por mantener en pie a su caballo tambaleante, apartó con la culata del revólver una lanza dirigida a su garganta; la vara astillada le arañó el cuello, pero logró disparar al rostro pintado. El latigazo de un estribo le alcanzó la sien. Un estertor sobrenatural e inhumano salió a presión de la garganta de un Ranger cuando su caballo abatido lo arrolló, aplastándole el pecho con el cuerno de la silla de montar.

Los comanches se convirtieron en una masa, una horda que parecía cubrir totalmente la pradera como una estampida de búfalos. Entonces, súbitamente, Mart se encontró fuera de la batalla, como si hubiera brotado como una semilla en otro lugar. La batalla se había roto en luchas a la carrera, y vio que la mayoría de los Rangers le habían sobrepasado y se encontraban en el poblado. Un último comanche se le acercó por la espalda. Mart se giró sin saber qué fue lo que le alertó y disparó tan tarde que la lanza le rozó la espalda y se clavó en la tierra, donde se balanceó y vibró de manera extraña antes de caer.

Echó la vista atrás, dejando que su caballo corriera libre mientras recargaba el arma, y entonces contempló el golpe de gracia que decidió la batalla y que hizo que desde ese día jamás dejara de respetar a la caballería. Greenhill se aproximaba desde unos cuatrocientos metros, cargando con todo el fuego del infierno, con una columna tan apretada de caballos que bien podrían haber galopado atados. Cicatriz agrupó a sus comanches, y todavía superaba en hombres a su enemigo; golpeó con fuerza y con todo lo que tenía. La caballería se lanzó de cabeza contra los robustos ponis guerreros con un estallido de los más fuertes de la historia de la caballería. Una veintena de ligeros ponis guerreros se derrumbaron en el suelo por el impacto de la sólida columna, y el resto se tambaleó y reculó rompiendo filas. La caballería se abría camino compacta, dando sablazos y pisoteando al enemigo.

La mayor parte del poblado se había vaciado, pero en el extremo más alejado un gran número de comanches —squaws, niños y viejos en su mayoría— corrían como hojas al viento saltando de un lado a otro. Los Rangers cabalgaron a través del poblado para unirse a los tonkawas en la lucha al galope que podía oírse a lo lejos junto a Perro Salvaje, pero se ocuparon de aplastar cualquier resistencia que encontraban en su camino. Lo terrible era que las gentes que huían iban armadas, y luchaban mientras corrían, tan peligrosas como un torrente de serpientes cascabel. Acá y allá se veía el cuerpo de un anciano, o el de una squaw, o el de un chico imberbe, que habían preferido morir a dejar que el enemigo pasase sin resistencia, y en ocasiones había algún Ranger derribado. Mart tuvo que inspeccionar a todos estos caídos; tenía que buscar entre todos ellos, y seguir buscando hasta encontrar a Debbie, o hasta que acabaran con él.

Una squaw, tan rechoncha como el trasero de un caballo, con un papoose del tamaño de un muñeco a su espalda, se giró junto a los estribos de Mart. Su pistola de trueque detonó tan cerca del joven que la pólvora le quemó la mano, pero inexplicablemente erró el tiro. Y entonces vio a Amos.

Al principio no pudo creer lo que veía, y durante unos segundos le dominó un terror que le hizo pensar que su propia mente se había trastornado. Amos parecía un cadáver al galope, con el rostro ceniciento y lívido, pero también con una locura febril ardiendo en sus ojos. Parecía físicamente imposible que hubiera podido montar el caballo para llegar allí, incluso habiendo sobornado a algún soldado para que lo aupara a la silla.

De hecho, algunos testigos aseguraron más tarde que no había habido ningún soldado sobornado. Amos golpeó con su revólver a un guarda y arrebató a punta de revólver el caballo de otro…

Debió de ver a Mart, pero pasó veloz a su lado con los ojos al frente, eligiendo sus objetivos fríamente, sembrando su paso de comanches muertos. Mart lo llamó, pero no obtuvo ninguna respuesta. El caballo fatigado de Mart empezaba a renquear, y Amos se alejaba, ganando metros a cada salto, y aunque Mart intentó alcanzarle, no lo logró.

Entonces, delante de Amos, Mart creyó ver a Debbie. Una joven squaw, delgada y con la cabeza cubierta con chal, corría como un ciervo esquivando los caballos. Habría podido escapar, pero se paró para echar una mirada atrás y retrocedió dos pasos para hacerse con el revólver de un hombre muerto; en ese instante, Amos la vio. Cambió la postura de su exhausto cuerpo y cargó contra ella como un perro de presa. La frágil figura se zafó de los cascos y corrió entre las tiendas. Amos hizo virar el caballo, ayudándole cuando el animal no sabía cómo girar; se tropezó y casi se desplomó, pero lo levantó con la misma fuerza con la que lo cabalgaba. Con largas zancadas fue ganándole terreno a la delgada corredora… Después Amos se agachó, apuntando con el revólver.

Entonces Mart gritó:

—¡Amos… no! —disparó sin apuntar a la espalda de Amos, pero falló a una distancia en la que nunca solía fallar. Entonces, inesperadamente, Amos alzó su revólver sin dispararlo y se lo cambió a la mano con la que sujetaba la rienda. Se agachó aún más para atrapar a la joven y auparla a su silla.

La joven se giró hacia el jinete y Mart vio entonces el ancho y moreno rostro de una joven comanche que jamás hubiera podido ser confundida con Debbie. Enseñaba los dientes cuando disparó a Amos con el cañón del revólver hacia arriba y casi pegado a la chaqueta del jinete. Amos se desplomó pesadamente; su cuerpo se encogió al impactar con el suelo, y rodó sólo una vez, como ruedan las piezas de caza mayor, antes de quedar totalmente inerte.