Mientras exploraba el terreno, Mart Pauley comprobó que el poblado de Cicatriz seguía en el mismo lugar donde lo había visto por última vez. El enjambre de perros salvajes alborotaba durante gran parte de la noche y el ruido que armaban le ayudó a localizar el poblado. Los comanches afirmaban que podían distinguir a qué ladraban los perros —lobos, indios, hombres blancos o espíritus— y, aunque Mart sólo se lo creía a medias, realizó un reconocimiento del terreno dando un gran rodeo para evitar cualquier riesgo. Regresó al galope y se reunió con los Rangers más avanzados, y con el capitán Sol Clinton, a menos de una hora de que amaneciera.
—Nos estamos acercando —informó al capitán Clinton, arrimando el caballo—. Diría que estamos a unos… —vaciló; había comenzado a decir que estaban a unos cuatro o seis kilómetros, pero Mart había estado en muy pocas carreras de caballos, con las distancias marcadas, y sólo tenía una vaga idea de lo que era un kilómetro—. A veinte minutos al trote y diez minutos al paso —explicó—. Allí remontamos un montecillo bajo y, tras atravesar un terreno llano, tendremos el poblado a la vista.
—¿A la vista? ¿A qué distancia?
De nuevo se quedó en blanco. Mart creía que el montecillo estaba a un kilómetro y medio del poblado, pero ¿qué era un kilómetro?
—Lo suficientemente cerca para ver los árboles, pero demasiado lejos para ver las ramas —explicó.
Eso fue suficiente.
—Justo lo que queremos —convino Sol.
Mart no había fallado en ninguna de sus indicaciones durante la larga expedición nocturna. El capitán detuvo a sus cuarenta y dos Rangers, haciendo pasar la orden en voz baja por las desdibujadas columnas de dos.
Los hombres desmontaron sin esperar la orden, se aflojaron las correas y se relajaron sin ninguna disciplina marcial. No parecían tener prisa, pero no malgastaban ni un solo movimiento. Estos hombres aportaban sus propias ropas, las sillas de montar, las armas, y a menudo sus propios caballos; lo que había allí era un puñado de individuos, todos ellos curtidos luchadores por derecho propio, pero cada uno a su propia manera.
Tras ellos, los sesenta y pico tonkawas se fueron deteniendo de forma organizada; eran un cuerpo de jinetes incluso más silencioso que los Rangers. Descabalgaron y comprobaron sus sillas, que incluían toda clase de piezas de museo, desde sillas MacClellans de quinta mano hasta arreos de fabricación india hechos con arbustos. Todos escarbaban un pequeño agujero en el que orinar y lo cubrían cuando acababan.
Clinton envió a un joven Ranger para detener a los de cabeza y tuvo que cabalgar un estadio o más en la oscuridad. Estaban en su última hora antes de entrar en acción, pero el capitán de los Rangers no realizó ninguna inspección de la tropa. Había inspeccionado hasta el último pelo de esos hombres cuando los alistó, y después los fue poniendo firmes de tanto en tanto, si era necesario; sabían lo que se llevaban entre manos en cuanto se ponían a ello.
Clinton afiló una ramita y se limpió con ella los dientes; parecía complacido. Habían avanzado a buena marcha, y lo sabía, y juzgaba que la caballería aparecería probablemente en una semana. Echó un vistazo por arriba buscando a los dos soldados de caballería que habían cabalgado con ellos como enlaces avanzados del coronel Greenhill. El capitán Clinton se aseguró de que no podían oírles y habló con el lugarteniente Bart Lester, una sombra borrosa en los últimos momentos de la noche.
—Da la impresión de que podremos haber limpiado la zona para la hora del desayuno —dijo—, a menos que algo distinto salga mal (antes de que el coronel Greenhill llegue, quiso decir). Por supuesto, la hora del desayuno depende en gran parte de Cicatriz. No puede… Pero ¿quién es ese?
Charlie MacCorry se acercó por detrás al galope, donde había estado cabalgando en la cola de la marcha. Pero ahora se adelantó, agachándose para ver los rostros de los hombres, en busca del capitán Clinton.
—Aquí, Charlie —llamó Sol.
—¡Eh, están encima de nosotros!
—¿Quiénes?
—¡La caballería! ¡Están a tan sólo siete minutos de nosotros!
El palillo se partió entre los dientes de Sol Clinton y lo escupió con una explosión mientras saltaba hacia su caballo.
—Maldito seas, Charlie, has dejado…
—Diantre, Sol, no escuchamos nada hasta recibir el alto. Ha sido en ese instante cuando hemos…
—¡Bart! —ladró Clinton—. ¡Ordena que se adelanten, y rápido! ¡Que avancen al trote un poco…! Pero al trote, ¿me oyes? ¡No a la carrera! ¡Yo me uniré a vosotros en un par de minutos!
Se montó en su silla medio suelta de un salto, como un comanche. Echaba maldiciones envueltas en vaho, y ajustó la correa de la silla con una mano al resbalarse hacia atrás cuando salió disparado. La orden corrió rápidamente por la columna, sin gritos, y algunos Rangers ya se montaban en sus caballos. Charlie hundió la cabeza entre los hombros.
—Sabía que nunca llegaría muy lejos en los Rangers —Mart le siguió mientras Charlie espoleaba su montura tras Clinton, que cabalgaba hacia los tonkawas.
—Podemos correr hacia ellos —propuso Charlie esperanzado cuando le alcanzó—. Creo que si mantenemos a los tonks a ritmo lento en retaguardia…
—Oh, cierra el pico —dijo Clinton.
Debía enviar a los tonkawas a la primera línea, de manera que sus hombres estuvieran entre los tonkawas y la caballería cuando entrasen en acción. La caballería no sabría distinguir unos indios de los otros, suponía Clinton, en el calor de la batalla. En todo caso, los tonks galoparían al ataque muy pronto. No existía ninguna fuerza en el mundo que pudiese detener a esos locos salvajes en cuanto divisaran al enemigo.
—¡Eh, Motas! —llamó Clinton—. ¿Dónde estás?
Cerdo Moteado, el gran jefe indio que gobernaba sobre los tonkawas, saltó sobre el poni para cabalgar los veinte metros que lo separaban de Clinton.
—Sí, señor —dijo en inglés con fuerte acento texano.
—Te diré lo que haremos —dijo Clinton—. Ya estamos bastante cerca; te voy a enviar al ataque. Quiero…
Cerdo Moteado siseó suavemente una frase complicada y escucharon cómo esta se repetía y replicaba hacia atrás a cierta distancia.
—Espera un minuto, por favor. Maldita sea, Motas, ¡te estoy diciendo lo que quiero! ¡Y no quiero que cambies nada!
—Seguro, capitán… le escucho.
—El poblado sigue allí, justo donde se suponía que debía estar. Así que…
—Lo sé —le interrumpió Cerdo Moteado.
—… Así que dad un rodeo amplio y averiguad en qué ribera del arroyo guardan los caballos. En cuanto lo sepas…
—En la ribera oeste —dijo el tonkawa—. Los ponis están en la ribera oeste. Al otro lado del poblado.
—¿Y quién te ordenó que enviaras a tus exploradores? Maldición, como hayáis alertado al poblado… Bueno, no importa. Haced que huyan esos caballos. Al infierno con las cabelleras… si lográis que huya esa manada, os podéis quedar con los caballos.
—¡Los haremos correr!
—De acuerdo… adelante.
—¡Sí, señor!
Cerdo Moteado saltó sobre su poni y desapareció en la oscuridad, donde se podía oír un excitado barullo entre los tonkawas.
—Tengo que hacer llegar a Greenhill alguna maldita información —comenzó a decir Clinton, y en ese mismo instante apareció uno de los soldados de caballería a su lado.
—¿Me necesitaba, señor?
—¡Ni lo sueñe! —explotó Clinton—. ¡Muévase adelante al lugar que le corresponde! —el soldado se alejó al galope y Clinton se volvió hacia MacCorry—. Charlie… No. No. Necesitamos a un civil… y tenemos a uno. ¡Escucha, Mart! Ve e informa a Greenhill de las coordenadas.
—¿Qué respondo si pregunta dónde estás?
—Estoy más adelante. Eso es todo. Estoy más adelante. Y cumple la orden lo más torpemente que puedas, ¿de acuerdo? Si te da instrucciones para mí, escúchalas bien antes de marcharte, o el coronel enviará a otro. Pero después puedes perderte por el camino, ¿verdad? ¡Tú eres el que mejor lo conoce!
—Sí, señor —dijo Mart con ciertas reservas mentales.
—Ve y reúnete con él. Vámonos, Charlie.
Se alejaron de allí a toda prisa.
Tras galopar retrocediendo sobre sus pasos y dejar atrás a los tonkawas, Mart vio que estos retiraban las sillas de sus monturas y se desprendían de todo lo que llevaban, excepto de sus armas, y que ataban las colas de sus ponis. No había visto pinturas de guerra en ellos hasta ahora, pero al quitarse las camisas, lucían torsos pintados con enormes círculos y rayas de colores crudos. Enormes coronas guerreras de plumas que anunciaban las múltiples hazañas bélicas de sus dueños comenzaron a florecer entre ellos como colas de pavo. Todos partían sin silla de montar en cuanto estaban listos, y se alejaban al trote, sin apariencia de marchar en formación. Los tonkawas cabalgaban bien, y luchaban bien. Aunque sólo sabían pelear desde el caballo erectos sobre la grupa de sus monturas, mientras que los comanches luchaban en cualquier postura en sus ponis, disparando por debajo de los cuellos y las barrigas de estos… y cabalgando incluso más rápido.
En cuanto se alejó de los tonkawas, Mart pudo oír claramente a la caballería. El ruido le llegó como un constante susurro metálico, compuesto de innumerables tintineos, traqueteos y crujidos de cuero, quizás a unos cinco minutos de distancia. Todavía había algo de oscuridad cuando llegó hasta ellos y describió la posición del enemigo al coronel Greenhill. Los ciento veinte soldados de caballería marchaban en columnas de dos hombres.
—¿Y Clinton se ha detenido? —preguntó Greenhill.
—Sí, señor.
Bueno… más bien, se había detenido, pensó Mart.
Se oyeron unas cuantas voces comedidas en la oscuridad. La caballería se preparó para desmontar, desplazándose hacia delante el largo de un caballo los impares de cada columna; desmontaron; reajustaron la silla de montar; formaron una hilera. El coronel Greenhill comentó que ahora se acordaba de este territorio; había pisado cada centímetro de él, y lo habría reconocido desde el principio si se le hubiera proporcionado una descripción decente del mismo. No le importaría apostarse una barrica de whisky de doscientos metros[7] a que podía establecer las coordenadas de ese poblado en un área de dieciocho kilómetros. Si hubiera contado al menos con una sola pieza de artillería pesada, les habría mostrado cómo dispersar aquel poblado antes incluso de que Cicatriz supiera que estaban en su territorio.
Mart se alegró de que no la tuviera; dispersar a los comanches era lo peor que podían hacer. Provocar la estampida de sus ponis era la clave. Un comanche a pie era una criatura derrotada, pero si se le permitía montar se convertía en un comanche huido… y además un peligro mortal. Sin embargo, no sintió ninguna obligación en exponer estos puntos de vista a un habilitado a coronel.
—Diga al capitán Clinton que acudiré inmediatamente —le ordenó Greenhill, y se marchó con paso enérgico a realizar la inspección de sus tropas.
Mart se marchó, pero dio media vuelta y trotó hasta la cola de la formación, tras las líneas de la caballería. Había cuatro carretas cubiertas, y los conductores permanecían firmes junto a las bridas de los caballos. La segunda carreta era la ambulancia; sólo había un soldado vigilándola, en posición de firme junto a la rueda delantera, como refuerzo sanitario. Martin Pauley se dirigió a la entrada trasera de la carreta, se subió sobre esta desde la silla y encendió una cerilla protegiendo la llama con la palma de la mano. Amos estaba echado sobre una estrecha camilla, cubierto con varias mantas; su cuerpo parecía de una altura impresionante pero con poca sustancia. Por su respiración profunda, parecía estar dormido, pero abrió los ojos al encenderse la cerilla.
—¿Mart? ¿Dónde estamos?
—Muy cerca del poblado de Cicatriz. Estuve allí. A menos de un ladrido de distancia. Sol ha enviado a los tonks para que espanten a sus caballos, y marcha con los Rangers hacia allí. Quiere atacar antes de que Greenhill averigüe lo que planea. ¿Cómo te sientes?
Amos levantó la mirada y sus ojos sombríos e implacables observaron la noche invisible más allá de la lona de la carreta; pero la pregunta de Mart provocó un destello de ironía en ellos, y Mart se sintió avergonzado por haber formulado la pregunta.
—Tengo mis cosas enrolladas a los pies —dijo Amos—. Pásame mi revólver.
Si hubieran pensado que estaba listo para empuñar su arma, el destacamento sanitario se la hubiera entregado, pero ya había pasado el tiempo en que pudiera importarles lo que otra gente pensara sobre ellos. Mart entregó a Amos su revólver y la canana y comprobó la carga. Amos levantó una mano temblorosa y escondió el arma bajo las mantas. Desde fuera les llegó el «¡Preparados para montar!»
—Tengo que ir hacia allí —Mart buscó en la oscuridad la mano de Amos. La notó temblorosa cuando la estrechó, pero con suficiente fuerza.
—Mata mi ración de indios por mí —susurró Amos.
—¿Quieres las cabelleras, Amos?
—Sí… No. Sólo patéalas… como he hecho siempre…
Los hombres y los caballos comenzaban a recortarse, negros y sólidos contra el cielo gris. Ahora se les podía ver sin tener que agacharse para vislumbrar sus siluetas contra la luz de las estrellas, cuando Mart saltó de la carreta y se subió a su silla. La caballería avanzaba en columnas de a dos y marchaba al paso. Mart dejó atrás el frente de la columna y azuzó a su caballo al galope.