Martin Pauley estaba repantigado sobre una pila de sacos de grano en la tienda del capitán de los Rangers Sol Clinton, esperando. Tras dejar a Amos bajo cuidados médicos, Mart pensó que era un buen momento para echarse una cabezadita; pero lo máximo a lo que parecía poder aspirar era a los respingos y sobresaltos de un duermevela insomne. El Ranger todavía seguía discutiendo con el coronel habilitado Chester C. Greenhill sobre lo que debían hacer, si es que debían hacer algo. Llevaba en la tienda de Greenhill más de dos horas, y sin duda ya había sido suficiente tiempo. Cuando regresase, Mart sabría si su búsqueda de cinco años podía tener éxito y al mismo tiempo no haber servido de nada, o no.
Camp Radziminski estaba ubicado en una hondonada bastante llana entre colinas con vistas al Arroyo de la Nutria… Era un emplazamiento, no un fuerte. Años atrás fue un puesto avanzado de la caballería durante un breve período de tiempo, y más tarde un grupo de Rangers pasó un invierno allí. Entre la alta hierba uno todavía podía tropezarse con los cimientos deshechos de las paredes de barro y cañizo y las hileras rectas de piedra que habían flanqueado las rutas militares; pero las defensas fortificadas habían desaparecido hacía mucho tiempo.
Mart se había visto forzado a transportar a Amos en un travois. Este artilugio no era más que dos palos arrastrados por la silla de montar. El caballo que tiraba del travois estaba confundido y parecía proclive a cocear la cabeza de Amos, pero no ocurrió. Para su enorme sorpresa, Mart encontró Radziminski antes del mediodía. El explorador comanche muerto había demostrado decir la verdad con bastante exactitud gracias a los métodos particularmente efectivos de Amos para interrogarlo.
Allí estaban los «más de cuarenta» Rangers; sus carretas cubiertas con camastros estaban diseminadas por el terreno más llano, y contaban con una sola carpa para todos los servicios de administración y suministro. Aquí, también, estaban acampadas las dos compañías de caballería mermadas —alrededor de doscientos veinte hombres— con una caravana de carretas, una tienda de oficial, una tienda de suboficial y, junto a estas, un conjunto de pequeñas tiendas de campaña que cobijaban cada una de ellas a dos soldados. Esta parte del campamento estaba peor ubicada, ya que los Rangers habían llegado allí primero, pero las tiendas formaban hileras perfectamente rectas, desafiando al terreno accidentado.
Y allí, esparcidos arriba y abajo de la ladera y de forma caótica, estaban los wikiups de arbusto de los «sesenta o setenta» tonkawas, casi los últimos de su raza. Estos indios eran altos, limpios, atractivos, pero se decía que eran caníbales, y pocos se fiaban de ellos, y ahora se habían unido a los Rangers para luchar en un condenado y agónico esfuerzo por ganarse las simpatías de sus conquistadores, los hombres blancos.
Como había sospechado Mart, el Ejército y los Rangers no colaboraban en absoluto. En realidad, el coronel Greenhill no había ido en busca de los Rangers. No sabía que estaban allí. Pero, tras darse de bruces con ellos, consideró que era su deber enviarlos a casa. Había estado intentando llevar a cabo esta tarea sin demasiada brusquedad durante varios días, y todos los afectados estaban ahora indignados.
Por esta razón Mart no encontró al capitán Sol Clinton con humor para discutir sobre la acusación de asesinato que pendía sobre su cabeza y la de Amos por los asesinatos del Arroyo de Mula Perdida. Por su parte, confesó Clinton a Mart, él francamente hubiera deseado no haber vuelto a verles las caras a ninguno de los dos. Pero en vista de que habían considerado oportuno colaborar, suponía que debería hacer alguna gestión sobre el asunto más tarde. Pero ahora tenía otros pescados que freír… ¡Y, válgame el cielo, ellos podrían haberle proporcionado la sartén! Sígame, y si no puede andar más rápido, puede correr, ¿verdad?
Llevó a Mart ante el coronel Greenhill, que estuvo una hora interrogándole como si quisiera detectar algún fallo en su historia, y luego le ordenó que esperase en la tienda de Clinton. Sol Clinton se había moderado bastante mientras Mart estuvo presente, pero en cuanto se alejó de allí escuchó el rugido de Sol soltando las primeras salvas de la discusión como un vendaval del norte, sacudiendo las lonas de la carpa. «¡Estoy enfermo y cansado de que partidas de guerreros indios asesinen a los hijos de las familias de Texas, y luego se den el piro escondiéndose detrás de los pantalones de la caballería! ¿Qué os proponéis hacer aquí arriba? ¿Montar un maldito refugio de Indios Salvajes? El principal objetivo de la Unión es proteger Texas… ¡Así es como nosotros lo entendimos! ¡Más allá hay una horda de asesinos, con cabelleras de texanos y una joven blanca cautiva! Pienso que es responsabilidad de ustedes protegernos de esas alimañas comprometiéndose plenamente con una de las partes mientras yo…»
Habían estado discutiendo durante mucho tiempo, y seguían discutiendo, aunque con menos ímpetu. Mart se durmió un rato, pero se despertó rápidamente cuando entró el sargento Charlie MacCorry. Charlie parecía haber logrado el puesto de mano derecha, o algo similar, porque se movía de un lado a otro en la tienda del capitán Clinton cuando este habló por primera vez con Mart, y también estuvo en la tienda del coronel Greenhill durante el interrogatorio que tuvo lugar allí. Su actitud hacia Mart había parecido evasiva… ni amistoso ni arrogante, sólo callado y abstraído. Le pareció una actitud extraña y excesivamente amable para un sargento de los Rangers ante un ex prisionero que le había dejado noqueado para luego huir. Y entonces se percató de que Charlie tenía algo que decirle y que no sabía cómo planteárselo. Fue preparando el terreno ofreciendo su opinión sobre la situación militar.
—Problemas con el Ejército —había supuesto Charlie—, siempre hay algún maldito idiota que no se entera. Un fuerte envía a un coronel para que persiga hasta el fin del mundo a una panda de enemigos, y los encuentra, y los ataca, y borra a esa panda de la faz de la tierra, ¿y qué es lo que averigua entonces? Pues que esos enemigos se estaban dirigiendo a un fuerte militar distinto tras haber pactado con ellos una tregua acordada por todas las partes. Los atraparon justo a las puertas del fuerte, Dios Santo. Se cargaron a aquellos indios pacíficos mientras estaban totalmente desprevenidos. ¡Pues bien, ¿qué ocurre entonces?! Investigaciones… juntas… consejos de guerra… y ¡pam!, degradan al coronel tantos rangos que prácticamente se queda en calzoncillos. Ocurre todo el tiempo.
Paseó por la tienda unos segundos, dos pasos hacia un lado, dos pasos hacia atrás, mientras observaba a Mart disimuladamente, como si esperase que este hablase.
—Sí —dijo Mart finalmente.
Charlie pareció sentirse libre entonces para contarle lo que tenía en mente.
—Mart… tengo que darte una noticia.
—¿Sí?
—Yo y Laurie… nos hemos casado. Justo antes de marcharme de allí.
Mart bajó la mirada mientras reflexionaba sobre ello. Hubo un tiempo, que duró muchos años, en que Laurie siempre había estado en su mente. Ella era la única mujer que había conocido, a excepción de las de la familia. O, tal vez, jamás la había conocido, a ninguna mujer, ni lo más mínimo. Intentó recordar cosas de ella que le devolvieran su significado para él. Laurie con un hermoso vestido, con los hombros al aire. Laurie bromeando sobre sus mudas de saco de harina en las que se podía leer «Molinos Steamboat» en su pequeño trasero. Laurie entre sus brazos, prometiéndole que se reuniría con él de noche…
Todo eso debería haberle emocionado, pero no parecía capaz de sentirlo. Todo le parecía vacío, seco y sin ningún significado para él. Como si su relación jamás hubiera sido posible, pasara lo que pasara.
—¿Me has oído? —preguntó Charlie—. He dicho que me he casado con Laurie.
—Sí. Enhorabuena. Es una mujer excelente.
—¿Ningún rencor entonces?
—No.
Se estrecharon las manos, rápidamente, como siempre hacían, y Charlie cambió de tema bruscamente.
—Vaya, me tenías totalmente engañado, así que al final vas a trabajar de guía en este ataque contra Cicatriz. Hubiera jurado que esa era la última cosa que querrías. A menos que ya hayáis sacado a Debbie de allí. Lo más probable es que los salvajes revienten los sesos de los cautivos en cuanto se vean atacados. ¿O es que ya no crees que lo vayan a hacer?
—Quizás no —respondió Mart sobriamente. Entonces se agitó inquieto—. ¿Qué les ha ocurrido a los líderes de aquellos tonkawas? ¿Murieron ambos, o algo parecido?
Charlie lo miraba pensativo, reacio a cambiar de tema.
—¿Está ella…? ¿Le han hecho…? —no sabía cómo expresarlo para que Mart no se molestase—. Lo que quiero decir es… ¿ha estado ya con salvajes?
—Charlie, no lo sé —dijo Mart—. No lo creo. Más bien es como si… como si le hubieran hecho algo a su mente.
—¿Quieres decir que está loca?
—No… no es eso, exactamente. Es sólo… que ahora está de su parte. Les cree a ellos, no a nosotros. Como si le hubieran extraído el cerebro y le hubieran puesto un cerebro indio. En su interior ahora es una india.
Charlie creía haberlo entendido.
—¿No quiere abandonarles?
—Es como si ella misma fuera india ahora. Por dentro.
—Comprendo —Charlie estaba convencido; si quería quedarse, es que definitivamente había estado con salvajes. Y probablemente hubiera parido sus propios vástagos comanches.
—Ahora comprendo algo —dijo Mart— que nunca antes había comprendido. Comprendo por qué los comanches asesinan a nuestras mujeres cuando nos atacan… por qué incluso revientan los sesos de nuestros bebés… y por qué roban los que se salvan. Lo hacen para que no nos reproduzcamos. Nos quieren borrar de la faz de la tierra. Y lo entiendo, porque eso es lo que yo quiero para ellos. Los quiero muertos. A todos ellos. Quiero que desaparezcan de la faz de la tierra.
Charlie permaneció en silencio. Mart sonaba un tanto enajenado y quizás resultara peligroso. Pero no habría abofeteado el rostro de Mart de nuevo ni por treinta y siete dólares.
Sol Clinton entró en ese momento, por fin. Parecía enfurecido, aunque satisfecho y triunfal a un mismo tiempo.
—Tuve que ponerme bajo su mando —dijo el capitán de los Rangers—. Ni siquiera sé si puedo hacerlo legalmente… pero está hecho. Dará igual cuando salgamos a luchar allá fuera. ¡Vamos a unir fuerzas con ellos, chicos!
—¿Y los tonks también?
—Los tonkawas también. Mart, estás contratado como guía civil. ¿Puedes volver a encontrar ese poblado en la oscuridad? ¿Puedes, demonios…? ¡Tienes que poder! Quiero atacar antes del amanecer… y que Greenhill nos alcance cuando pueda. ¿Nos vas a llevar tú allí?
—Lo haré —dijo Mart, y sonrió por primera vez en todo el día.