36

Unos escalofríos recorrieron de arriba abajo la espalda de Mart cuando se alejaron cabalgando de aquel poblado, perseguidos por perros salvajes que aullaban y blasfemaban contra todo lo que les rodeaba pero a la distancia justa para evitar las coces de los caballos. Debían moverse sin prisas hasta alejarse totalmente de allí, en son de paz y esperando recibir paz. Incluso mantuvieron la mirada al frente para evitar que el más mínimo intercambio de miradas fuera malinterpretado como un agravio.

Amos fue el primero en hablar cuando dejaron atrás las últimas tiendas indias.

—¿La viste?… Ah, sí —se respondió a sí mismo—. Ya veo que la viste.

La reacción de Amos ante el inesperado clímax de su búsqueda parecía totalmente contraria a la que Mart había esperado. Amos parecía firme y calmado.

—Está viva —dijo Mart. Parecía ser la única cosa que su mente era capaz de procesar—. ¿Te das cuenta? ¿Te lo puedes creer? ¡La hemos encontrado, Amos!

—Será mejor que empieces a pensar cómo sobrevivir tú mismo. O haberla encontrado no servirá de nada a nadie.

Eso fue lo que apagó toda la gloria, todo el entusiasmo, de su victoria. Habían entrado en cientos de campamentos donde habían sido capaces de manejar este tipo de situaciones, por muy peligrosas que fueran. Ya se habían vendido y comprado cautivos blancos antes en innumerables ocasiones. Cualquier indio sobre la faz de la tierra, menos Cicatriz, habría ocultado a la joven para ganar tiempo hasta encontrar la forma de hacer un trato.

—¿Pero cómo, en nombre de Dios, puede ocurrir algo así? —le preguntó Mart—. ¿Cómo es posible que nos dejara entrar en la tienda en la que se encontraba ella y permitiese que se quedara allí ante nuestros ojos?

—¡Quería que la viéramos, eso es todo!

—Es un comanche de lo más extraño —dijo Mart.

—Toda esta búsqueda ha sido extraña. Y ahora ya sabemos por qué. Mart, ¿no lo has visto?… no hay ni un solo comanche en todo aquel poblado que no hayamos visto antes.

—Lo sé.

—Incluso hemos estado antes dentro de esa misma tienda. ¿Sabes dónde?

—Cuando hablamos con Perro Aullante en Little Boggy.

—Exacto. Hablamos con Perro Aullante en la tienda de Cicatriz… mientras Cicatriz se llevaba a Debbie para ocultarla. Y así es como nos han tenido entretenidos durante cinco largos años, corriendo de un lado a otro como pollos sin cabeza. Cada vez que nos acercábamos, encubrían a Cicatriz y nos tendían trampas para protegerle.

—¡Pues ahora ya lo hemos encontrado!

—Porque nos ha dejado. Cicatriz ha aprendido algo que pocos indios saben: ha aprendido que existe una criatura que nunca abandona una persecución ni se rinde. Así que, después de todo este tiempo, piensa que ya ha tenido suficiente. Si estábamos en la misma tienda que ella y no la reconocíamos, perfecto. Pero si la reconocíamos, él quería vernos hacerlo.

—Así que, supongo, que vio…

—Eso creo. Y ahora nos tiene que matar, Mart.

—Corona Azul no pensó que tuviera que matarnos.

—Jamás reconoció abiertamente que tenía en su poder a una joven blanca hasta que Jaime Rosas le ofreció un trato seguro. Además, allá abajo en los Llanos éramos dos hombres solos. Aquí arriba tenemos a los Rangers y a la caballería para echarlos encima de Cicatriz. Hemos cabalgado abiertamente hacia el reducto donde Cicatriz había planeado guarecerse hasta que Davidson y el resto de soldados se fueran. Cicatriz no puede permitirse dejarnos marchar y que demos la voz de alarma.

—¿Y por qué nos ha dejado salir de allí?

—No lo sé —dijo Amos francamente—. Algo lo detuvo. Si supiéramos qué fue podríamos intentar sacarle mayor provecho. Pero no lo sabemos —Amos se inclinó sobre el cuerno de la silla de montar para echar un vistazo al poblado por debajo de su brazo—. No se mueven, de momento. Puede que incluso nos dejen acampar junto al manantial…

Pero ninguno de los dos creía que los comanches esperasen hasta la noche. Cicatriz era un indio astuto; y amargado. La razón de que sus squaws ocupasen el lugar de honor en la tienda, donde sus hijos deberían haber estado, es que los hijos de Cicatriz estaban muertos, sacrificados en misiones guerreras contra gente como Mart y Amos. No se arriesgaría a que se le escaparan en la oscuridad.

—No cometeremos dos veces el mismo error —dijo Amos, y su voz sonaba grave—. Tienen caballos rápidos. Ya viste cómo volaban los exploradores cuando fueron a vigilar nuestra retaguardia. Esos malditos ponis de carreras. Y todavía les quedan casi dos horas de luz solar.

Llegaron al manantial sin percibir ninguna señal de que les persiguiesen. Entonces desmontaron y avanzaron ganando así una ventaja de al menos tres estadios, lo cual les permitía ver cualquier caballo que saliera del poblado cuando los comanches decidieran actuar. Por supuesto, no podrían ver a los guerreros que corrían a gatas y se arrastraban sobre sus panzas campo a través. Pero los comanches odiaban los ataques a pie. Lo más probable es que intentasen acercarse a caballo para la matanza fingiendo traer carne fresca, y con squaws como cebo. O tal vez los comanches simplemente prefiriesen una carrera de caballos. Los veloces ponis guerreros podían recuperar su ventaja de medio kilómetro muy fácilmente, con tan sólo media hora de luz solar. Algunos indios morirían, pero sólo había un desenlace posible.

Se pusieron a trabajar en el único endeble plan que pudieron trazar. Mart preparó primero una hoguera —la mínima cantidad posible de madera para que pareciera una hoguera— y la encendió. Luego desensillaron sus monturas y descargaron los fardos. Tendrían que abandonar todo eso para fingir que no se iban a ningún otro lugar. Las bridas permanecieron en los caballos y los arreos en las mulas.

—Avanzaremos un poco más —dijo Amos—, como si estuviéramos buscando mejor pasto para los caballos. Intentaremos sacarles toda la ventaja que podamos sin que se den cuenta. En cuanto el primero de ellos salga del poblado, subiremos con cuidado al risco, montaremos sin silla… y haremos que las mulas huyan en estampida. Por supuesto, nos separaremos… tomaremos dos direcciones…

—Podríamos luchar mejor contra ellos si permanecemos juntos —objetó Mart.

—Sí, mataríamos más indios de esa manera. No hay duda de ello. Pero morirán muchos más si uno de nosotros permanece con vida hasta el anochecer… y llega a Camp Radziminski.

—Espera un minuto —dijo Mart—. Si les echamos encima a la caballería… o incluso a los Rangers y los tonkawas que van con ellos… ¡habrá una masacre, Amos! Descuartizarán a todo el poblado.

—Sí —dijo Amos.

—¡La matarán… lo sabes! ¡Ya viste lo que pasó en el Recodo de los Caballos Muertos!

—Si no lo supiera —dijo Amos—, la habría matado yo mismo.

Ahí estaba la esencia de su victoria, después de todos estos largos años: tan sólo un amargo gusto a muerte, y luego nada más, para siempre.

—No voy a hacer esto —dijo Mart.

—¿Qué?

—Ella está viva. Y eso me basta. Mejor que esté viva y conviviendo con indios que con los sesos reventados.

Una llamarada de odio encendió los ojos de Amos, mientras su rostro mantenía un rictus de incredulidad.

—No puedo creer lo que estoy oyendo —dijo Amos.

—¡Digo que no habrá masacre mientras ella continúe en ese poblado! ¡No mientras pueda pararlo, o retrasarlo!

Amos controló su voz.

—¿Qué quieres hacer?

—Primero tenemos que sobrevivir esta noche. Eso lo sé y estoy de acuerdo. Después de eso, ya no lo sé. Quizás deberíamos aproximarnos a Cicatriz dando un gran rodeo. Pero permaneceremos juntos. Porque no voy a salir corriendo a por las tropas, Amos. Ni tú tampoco.

La voz de Amos salió medio ahogada por la congestión de sangre en el cuello.

—¿Te crees que tienes suficientes redaños para detenerme?

Mart sacó el trozo de papel donde estaba escrito el testamento en el que Amos legaba a Mart todo lo que tenía. Lo rompió lentamente en tiras y las tiró al fuego.

—Sí —dijo—, te detendré.

Amos se quedó en silencio durante un largo rato. Estaba en pie con los hombros relajados y las grandes manos colgando junto a sus muslos, y miró al cielo. Cuando finalmente habló, su voz sonó cansada.

—De acuerdo. Permanecemos juntos toda la noche. Después de eso, ya veremos. Es todo lo que puedo prometerte.

—Así mejor. ¡Preparémonos entonces!

—Te voy a contar algo —dijo Amos—. No iba a hablar sobre ello. Pero si luchamos, tienes que matar a todos los que puedas. Y ahora te lo contaré. ¿Te fijaste en las cabelleras que colgaban de la lanza de Cicatriz?

—Estuve ahí dentro, ¿recuerdas? Y no están allí —dijo Mart—. Ni la de Martha. Ni la de Lucy. Ni siquiera la de Brad. Vamos a…

—¿Viste la tercera cabellera contando desde la punta de la lanza?

—La vi.

—Largo, ondulado. Con un brillo rojo…

—Lo vi, ¡ya te lo he dicho! Estás perdiendo…

—No lo recuerdas. Pero yo lo recuerdo —la voz de Amos sonaba áspera y sus ojos se clavaron en los ojos de Mart, como si quisiera atornillarle las palabras en el cerebro—. ¡Esa es la cabellera de tu madre!

No había ninguna razón por la que Mart pudiera dudar de Amos. La cabellera de su madre debía de estar en algún lugar dentro de una tienda comanche, si es que todavía vivía el indio que la poseía. Sin duda alguna, la cabellera no estaba en su tumba. Amos le dio tiempo para que sus familiares olvidados volvieran a ser para Mart personas de carne y hueso… su madre, con hermoso cabello, su padre, del cual heredó los ojos claros, sus hermanas pequeñas, Ethel y Becky, que tan sólo eran nombres. Sabía cómo había sido la masacre de su familia, porque había visto el hogar de los Edwards, y a las personas que lo habían criado, después de que pasara lo mismo allí.

—Sigamos avanzando —dijo Amos.

Pero antes de que se hubieran desplazado siquiera cinco metros, algo inesperado los detuvo. Una figura apareció de entre los sauces junto al arroyo, y una voz habló. Debbie estaba allí… sola, y por lo que alcanzaban a ver se había materializado a la manera india, sin hacer ningún ruido que les advirtiera de su llegada.

Dio unos cuantos pasos vacilantes saliendo de entre las ramas del sauce, pero se paró cuando Mart se dirigió hacia ella. Él se acercó con cuidado, atento a cualquier otro movimiento que se produjera en la maleza. A sus espaldas escuchó el chasquido metálico del arma de Amos al cargar un cartucho. Amos había saltado sobre un montecillo, exponiéndose mientras sus ojos barrían el terreno.

Mart estaba a cuatro pasos de Debbie cuando esta habló, con urgencia, en comanche.

—No te acerques demasiado. ¡No me toques! Hay guerreros conmigo.

Él recordaba la voz de una niña, pero lo que escuchaba ahora era la voz suave y ronca de una mujer madura. Su expresión en comanche era fluida y no se diferenciaba en nada a la de los indios, aunque, pensó Mart, jamás le había parecido que aquella áspera y desagradable lengua sonara más desapacible. Se paró a menos de dos metros de ella; y presintió que si se acercaba un centímetro más, ella saltaría y huiría.

—¿Y dónde están los otros? —preguntó Mart—. ¡Que se pongan en pie para que los podamos contar, si es que no tienen miedo!

El desconcierto invadió el rostro de la joven, que le miraba con ojos inexpresivos. De repente, Mart se dio cuenta de que con las prisas había hablado en inglés… y ella no le había entendido. Los años perdidos habían causado una mutilación invisible tan definitiva como si le faltaran dedos de una mano.

—¿Cuántos guerreros? —preguntó ahora Mart en comanche chapurreado, y todo lo que se dijeron a partir de ese momento lo expresaron en lengua comanche.

—Hay cuatro hombres conmigo.

Los ojos de Mart se dispararon hacia arriba y barrieron ampliamente los alrededores y, aunque no vio nada, sabía que ella podía estar diciendo la verdad. Si no había venido sola, él tenía que averiguar lo que estaba pasando aquí, y rápidamente. Sus vidas podrían depender de su siguiente decisión.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó con aspereza.

—Mi… —escuchó en su voz una cauta vacilación, una selección de palabras antes de pronunciarlas—. Mi… padre… me dijo venir.

—¿Tu qué?

—Lazo Amarillo es mi padre.

Mientras Mart la miraba, convencido de haber malinterpretado las palabras comanches, Amos les interrumpió.

—¡Sigue presionándola! Puede que sea cierto que Cicatriz la haya enviado. ¡Tenemos que saber por qué!

Cuando la miró, Mart se cercioró de que Debbie no había entendido nada del inglés texano de Amos. Ella intentó avanzar en su vacilante historia.

—Mi padre… él te cree. Pero algunos otros… ellos saben. Ellos le dicen… vosotros fuisteis mi gente.

—¿Y qué le has dicho ?

—Le digo no lo sé. Debo venir aquí. Asegurarme. Le digo que debo venir.

—No le has dicho nada de eso —le contradijo Mart en comanche—. ¡Él te revienta la boca si tú dices «debo» a él!

Ella negó con la cabeza.

—No. No. No conoces a mi padre.

—Lo conocemos. Le llamamos Cicatriz.

—Mi padre… Cicatriz… —respondió ella aceptando el nombre del jefe indio—. Él te cree. Dice que sois comancheros. Como decís. Pero pronto… —vaciló levemente—, pronto sabrá.

—Él sabe ahora —volvió a contradecirla Mart—. ¡Me estás mintiendo!

La joven bajó los ojos y escondió las manos bajo las raídas mangas de cuero curtido.

—Dice que sois comancheros —repitió—. Él os cree. Me lo dijo. Él…

Mart sintió un exasperado impulso de agarrarla y sacudirla, pero observó que la joven mantenía el cuerpo tenso. Si hacía algún movimiento hacia ella huiría en un segundo.

—¡Debbie, escúchame! ¡Soy Mart! ¿No me recuerdas? —pronunció sólo los nombres en inglés, y quedó claro que esas dos palabras le resultaban familiares.

—Te recuerdo —dijo con semblante serio, pronunciando las palabras lentamente, cruzando el abismo que existía entre ellos—. Te recuerdo. De siempre.

—¡Entonces deja de mentirme! Has traído comanches contigo… o eso dices. ¿Qué has venido a hacer aquí si no estás sola?

—¡He venido a deciros que os vayáis! Esta noche. En cuanto oscurezca. Pueden deteneros. Pueden mataros. Pero sólo durante esta noche… le convenceré para que os dejen marchar.

—¿Le convencerás? —se sentía tan furioso que tartamudeó—. ¿ le convencerás? Ninguna squaw viva puede influir lo más mínimo en Cicatriz… ¡Y tú menos que ninguna!

—Yo puedo —dijo con firmeza, mirándole a los ojos—. Yo estoy… comprada. Estoy comprada para… ser… casada. Mi… hombre… paga sesenta ponis. Nadie nunca paga tanto. Valgo sesenta ponis.

—Subiremos la oferta —dijo—. ¡Sesenta ponis! Pagaremos cien por ti… ciento cincuenta…

Ella negó con la cabeza.

—Mi hombre… su familia…

—Tú eres propietaria de cinco veces esa misma cantidad de ponis… ¿lo sabías? Podemos traerlos… todos los que quiera… y suficiente ganado para alimentar a toda la tribu durante años…

—Mi hombre lucharía. Su gente lucharía. Son muchos. Cicatriz perdería… lo perdería todo.

Ideas comanches, palabras comanches… la voz y la forma de una mujer blanca… el reencuentro por el que había estado luchando durante años se había convertido en una pesadilla. El rostro de la joven era el rostro de Debbie, de delicados rasgos, y ahora en la primera flor de su madurez, pero cualquier expresividad había desaparecido de él. Mantenía el semblante tenso mientras lo miraba impasible, como un indio mira a un extraño. Tras la superficie de este rostro amado durante tanto tiempo había una squaw comanche.

Le habló violentamente, intentando llegar hasta la Debbie de años atrás.

—¡Sesenta ponis! —exclamó con desdén—. ¿Qué tiene eso de bueno? Conozco a los indios… tú eres su yegua… una puerca de crianza… sacan lo que quieren de ti. ¡Nada de lo que puedas hacer hará cambiar a Cicatriz!

—Puedo matarme —dijo ella.

En el intervalo de silencio, Amos volvió a hablar.

—Sigue preguntándole. Todavía no se ve ningún movimiento por el poblado. Cada minuto cuenta.

Mart miró aquellos duros ojos verdes que debería seguir amando, y la creyó. Era capaz de matarse, y lo haría si decía que lo iba a hacer. Y Cicatriz debía saber eso. ¿Era ese el misterio que había atado las manos a Cicatriz cuando les dejó marchar? Cualquier accidente con una squaw vendida pero aún no entregada podría costar a Cicatriz bastante más de sesenta ponis. Podría costarle su liderazgo y quizás su vida.

—Por eso podéis iros ahora —dijo ella—, y estar a salvo. Se lo he dicho… a mi padre…

El nerviosismo de Mart explotó.

—¡Deja de llamar padre a esa bestia!

—Debéis marchar de aquí —dijo otra vez con tono monótono, casi como recitando el estribillo de una cancioncilla ritual comanche—. Debéis marchar rápido. Pronto lo sabrá. Os matarán…

—No dudes que voy a salir corriendo de aquí —dijo, cambiando al inglés—. ¡Y tampoco tengo planeado que me maten! ¡Amos, agarra esa mula negra! ¡Ella tendrá que cabalgar en esa!

Oyó que crujía el cuero cuando Amos agitó en lo alto una silla de montar. Desde ese mismo instante ya no había lugar al engaño; tenían que capturar a la joven y correr.

—¿Qué…? —dijo Debbie.

—¡Te vienes con nosotros! —respondió Mart en comanche—. ¿Me oyes?

—No —dijo Debbie—. No ahora. Ni nunca.

—No sé qué han hecho contigo. ¡Pero da igual! —no habría perdido el tiempo rebuscando palabras comanches si hubiera visto la más mínima posibilidad de llevársela a la fuerza—. Debes venir conmigo. Te llevaré a…

—Ellos no me han hecho nada. Me cuidan. Esta es mi gente.

—¡Debbie, Debbie… estos… estos nemenna asesinaron a nuestra familia!

—Mientes —el destello de un relámpago ardiente en los ojos dejaron entrever a Mart un miedo inesperado y terrible.

—¡Estos son los que lo hicieron! Mataron a tu madre, le cortaron un brazo… mataron a tu propio padre verdadero, le rebanaron el estómago… mataron a Hunter, mataron a Ben…

—¡Los wichitas los mataron! ¡Wichitas y hombres blancos! Para robar las vacas…

¿Qué?

—Estas gentes me salvaron. Ahuyentaron a los blancos y a los wichitas. Yo corrí a los arbustos. Cicatriz me recogió montado en su poni. ¡Me lo han contado muchas veces!

Mart se quedó otra vez en blanco y desamparado ante las mentiras que le habían inculcado a lo largo de todos estos años.

Amos ya tenía los dos caballos ensillados.

—Aprovecha la ocasión —dijo—. Ya sabes lo que tenemos que hacer.

Los ojos de Debbie se dirigieron hacia Amos con rápida sospecha, pero Mart estaba todavía intentando convencerla.

—Lucy estaba contigo. ¡Tú sabes lo que le pasó!

—Lucy… se volvió loca. Ellos… nosotros… le dimos un poni…

—¡Un poni! Ellos… ellos… —no podía acordarse de la palabra para violación—. ¡Ellos la cortaron en dos! Amos… Hombros de Toro… él la encontró, y la enterró…

—Mientes —respondió ella; su voz sonaba monótona otra vez, sin calor—. Todos los hombres blancos mienten. Siempre.

—¡Escucha! ¡Escúchame! ¡Vi la cabellera de mi propia madre en la lanza de Cicatriz… allí en la tienda en la que tú vives!

—Mentiras —repitió ella, y le miró malhumorada e impertérrita—. Vosotros Cuchillos Largos… vosotros sois los malvados. Llegasteis de noche y comenzasteis a matarnos. Allí junto al río.

Al principio Mart no supo de lo que estaba hablando; luego recordó la masacre del Recodo de los Caballos Muertos y el medallón de Debbie, que les confirmó que ella había estado allí. Se preguntó si vio cómo acuchillaban a la anciana que lo llevaba y cómo atravesaban con un sable al anciano que intentó salvar a su squaw.

—Lo vi todo —dijo ella, como si respondiera a sus pensamientos.

Mart cambió el tono de voz.

—Encontré tu medallón —dijo suavemente—. ¿Recuerdas tu pequeño medallón? ¿Te acuerdas de quién te lo regaló? Hace tanto tiempo…

Los ojos de la joven vacilaron por primera vez y durante unos segundos Mart pudo ver en esa extraña mujer a la pequeña niña del retrato, la niña del altar de su sueño.

—Al principio… recé por ti —dijo ella.

—¿Que hiciste qué?

—Al principio… lloré. Todas las noches. Durante mucho tiempo. Lloré por ti… para que vinieras y me llevaras. Me llevaras a casa. No viniste —su voz sonaba sin vida y parecía haberse esfumado cualquier atisbo de emoción.

—Pues ya he venido —dijo él.

Ella negó con la cabeza.

—Esta es mi gente. Vosotros… vosotros sois los Cuchillos Largos. Os odiamos… luchamos contra vosotros… siempre, hasta la muerte.

—Ya están montando allá arriba —dijo Amos con voz ronca—. Tenemos que irnos —se acercó a ellos con largas y rápidas zancadas y habló en comanche, pero en voz muy alta, como alguien que habla con extranjeros—. ¿Sabes qué es eso de Lazo Amarillo? —preguntó Amos a la joven, acompañando las palabras con signos—. ¿El medallón que lleva Cicatriz?

—El lazo medicina —dijo ella con voz nítida.

—Intenta hacerte con él. Dale la vuelta. ¿Sabes leer aún? Detrás pone con letras de hombre blanco: «De Ethan para Judith». Grabado en oro. ¡Porque Cicatriz se lo arrancó a la madre de Mart cuando la mató y le arrancó la cabellera!

—Mentiras —repitió Debbie en comanche.

—¡Ve a ver y averigúalo tú misma!

Amos había estado intentando colocarse tras Debbie para cortarle el paso hacia los sauces y el río, pero ella le observaba y se movía lo suficiente para seguir fuera de su alcance.

—Regreso ahora —dijo ella—. A la tienda de mi padre. No hago nada aquí.

Sus movimientos no la acercaron más a Mart, pero de repente las fosas nasales de este detectaron el peculiar e inequívoco olor a indio, vivo, inmediato, cercano. Durante unos segundos el miedo irracional que este olor le había provocado durante toda su niñez regresó con un nauseabundo escalofrío de repulsión. Miró a la joven horrorizado.

Amos le sacó de su estupor.

—¡Mantén el rifle apuntándola, Mart! ¡Si intenta escapar noquéala con la culata!

Se volvió hacia ella y se abalanzó para agarrarla.

Pero ella ya no estaba allí. Gritó una breve frase en comanche cuando le esquivó y a continuación se escondió entre los arbustos, corriendo como un zorro.

—¡Agáchate! —gritó Amos, y disparó el rifle apoyándolo sobre su cinturón, aunque sin apuntarla a ella… Al mismo tiempo, otro rifle detonó atravesando el espacio que separaba a Mart de Debbie. La bala pasó silbando por la oreja de Mart cuando se lanzó al suelo. El comanche que había disparado se levantó con el rostro hacia el cielo y sorprendentemente cerca de ellos, y luego cayó de espaldas entre la hierba alta en la que se había escondido.

El barro salpicó el rostro de Mart y la bala rebotó y salió aullando hacia arriba. Mart se apoyó sobre la hebilla de su cinto y disparó rápidamente hacia un hilo de humo a unos cincuenta metros entre los arbustos. Vio que caía un rifle y resbalaba hasta quedar a la vista. Amos estaba totalmente erguido, intercambiando tiros con un tercer tirador.

—Lo tengo —dijo, y acto seguido su cuerpo dio medio giro y la pierna derecha cedió bajo su peso. Un comanche saltó de una hondonada invisible que se encontraba a menos de treinta metros de ellos y se abalanzó hacia él blandiendo un cuchillo. Mart disparó y las piernas del indio se sacudieron grotescamente mientras se derrumbaba y rodaba dos metros hasta quedar boca abajo totalmente inmóvil. Todas las armas callaron en ese momento, y Mart corrió hacia Amos.

—¡Vete, maldita sea! —la sangre salía a borbotones de una herida justo encima de la rodilla de Amos—. ¡Galopa, idiota! ¡Vienen a por nosotros!

El profundo tronar de innumerables cascos sobre la hierba de la pradera les llegó claramente a una distancia de unos cuatrocientos metros. Mart cortó la correa de uno de los fardos y la retorció para usarla de torniquete. Mientras, Amos le aporreaba la cabeza suplicándole desesperado.

—Por amor de Dios, Mart, ¿por qué no te vas? ¡Vete! ¡Vete!

Los comanches aún no chillaban; tal vez no lo hiciesen hasta estar sobre ellos. De todas las Tribus Salvajes, los comanches eran los que más tardaban en comenzar a jalear, y los más rápidos en acercarse a su presa. Mart empleó unos segundos preciosos en improvisar una venda.

—¡Levántate! —gruñó testarudo, sin importarle el amargo final que les acechaba, y levantó a Amos.

Una de las mulas había sido abatida, le había atravesado el lomo una bala que no iba dirigida a ella. Gemía sin parar, con estertores jadeantes, al tiempo que escarbaba con sus cascos delanteros intentando arrastrar sus inertes cuartos traseros. Las otras mulas habían salido en estampida, pero los caballos seguían allí, pifiando y encabritados, atados al suelo por sus largas riendas. Mart sujetó a Amos por debajo de los hombros y lo levantó a pulso hasta la silla de montar.

—¡Apoya el pie en el estribo! ¡Hazlo por mí! —cogió el rifle de Amos y lo lanzó a los arbustos—. ¡Intenta sujetarte con las cuerdas de la silla mientras cabalgamos!

Agarró su propio poni y montó de un salto mientras ambos animales giraban. El sudor resbalaba por el rostro de Amos; el dolor inicial de la bala iba apagándose, pero cabalgaba erguido, con la pierna herida colgando suelta. Mart se agachó sobre el cuello del caballo y clavó las espuelas profundamente. Ambos caballos acercaron sus barrigas al suelo y corrieron por sus vidas cuando las primeras balas de los perseguidores empezaron a volar sobre sus cabezas. La lenta oscuridad ya se extendía. Si hubieran tenido media hora más, la noche los habría arropado antes de que les dieran alcance.

Pero no la tenían. Sin embargo, ahora los comanches hicieron una cosa totalmente impredecible, muy propia de los indios. Con su presa a plena vista, y la total certeza de rodearlos y forzarlos a hacerles frente a menos de un kilómetro, los comanches se detuvieron. Pasaron desde atrás señales repetidas hacia la primera línea, llamando a los líderes a retirada; la extensa horda de ponis a la carrera perdió fuerza y se replegó en sí misma. Los comanches se reunieron y se apiñaron muy juntos sobre sus ponis sin silla… parecían deliberar algo.

Situaciones como esa ya habían tenido lugar antes, como Mart sabía, aunque no había dos iguales. En ocasiones, los indios a caballo libraban una brillante batalla utilizando las tácticas de dispersión rápida de la caballería, en las que eran los mejores del mundo… y cuando parecían estar ganando, inesperadamente daban media vuelta y se iban corriendo. Si más tarde les preguntaban por qué corrían, decían que corrían porque ya habían luchado lo suficiente. Si se les perseguía, podían girarse repentinamente y luchar tan ferozmente como antes… y más tarde explicaban que luchaban porque ya habían corrido lo suficiente…

En esta ocasión, volvieron a perseguirles unos veinticinco minutos más tarde o, al menos, una partida de ellos. Al mirar hacia atrás después de remontar un risco, Mart observó lo que parecía una hilera de quizás unos diez guerreros, apenas visibles bajo las últimas luces del día, aproximándose rápidamente a unos cinco kilómetros. Giró en ángulo recto, protegido por el risco y avanzó en la nueva dirección otros tres kilómetros más. La oscuridad había aumentado hasta convertirse en una sólida negritud cuando desmontó para ver lo que podía hacer por Amos.

—Jamás intentes adivinar las intenciones de un indio —dijo Amos con la voz ronca, y acto seguido perdió el sentido. Colgaba hacia un lado del caballo, sujeto a los cordeles de la silla de montar que se había atado al cinturón, hasta que Mart cortó las cuerdas y lo bajó.

Camp Radziminski se encontraba a unos treinta kilómetros de allí.